Había pasado su infancia en una casa de bajos, de un barrio montevideano. Un barrio suburbano de gente sencilla. De
trabajo. Con veredas anchas y árboles cargados de gorriones barullentos al
norte de la capital.
Un barrio alejado de las playas que
bordean la ciudad donde, por las tardecitas, los vecinos se sentaban a
conversar en las veredas y las niñas hacían rondas y cantaban:“La farolera tropezó y en la calle se cayó
y al pasar por un cuartel se enamoró de un coronel...”
Saltaban a la cuerda :
“Al pasar la barca me dijo el barquero:
las niñas bonitas no pagan dinero.
Yo no soy bonita, ni lo quiero ser,
porque las niñas bonitas se echan a perder...”
Imitaban un baile de palacio con una canción que decía:
“Andelito andelito de oro, un sencillo
y un marqués,
Que me ha dicho una señora que bellas hijas tenéis.”
y también decía:
“Téngala usted bien guardada.
-Bien guardada la tendré sentadita en silla
de oro en los palacios del rey.”
Recordaba los años de escuela de
túnica blanca y moña azul. Las tablas de multiplicar, las vocales y las
consonantes. Son diecinueve los departamentos. El Éxodo del pueblo Oriental.
Y, orientales la patria o la tumba.
El primer libro de cuentos que leyó en primero: La Cenicienta y aquel
primer poema del charrúa de los ojos azules: “El Uruguay y el Plata vivían su salvaje
primavera...” y
entre El gato con botas y Bernardette: La cabaña del tío Tom.
Después el
liceo. Desde el primer año, Francés y: fermez la bouche. Y también: Cuentos de
la selva, Los albañiles de los tapes y Química y Física.
Luego Inglés, open the door y: Bécquer;
Machado, Charles Perrault; Orfeo y Eurídice; Juan José
Saer (no existían los
celulares, no se conocían las computadoras, recién comenzaban a llegar los
primeros televisores, todo el mundo leía): Dickens, Mark Twain, Espínola, Verne, Morosoli, Quiroga, Arregui y
más, muchos más, Y se terminó el liceo. Después taquigrafía y dactilografía y
el empleo en las oficinas de un Comercio Mayorista.
Para Ana
Clara se abriría otro mundo. Atrás quedarían las mañanas de la escuela, las
tardes del liceo y su pasión por los libros. Piensa y no recuerda cuando ni por
qué dejo de leer.
En su
empleo del Comercio Mayorista conoció a Raúl. Un muchacho serio y muy
tranquilo que estudiaba derecho. Se enamoraron en cuanto se vieron y se
hicieron novios. Vivía, le dijo él, cerca de la costanera a una
cuadra de la playa. Ana Clara conocía muy poco esa parte de la ciudad.
Una tarde
fueron a caminar por la rambla. Acá es Trouville, le mostró Raúl. (Aún estaban
las piletas donde se enseñaba a nadar). Y esta es Pocitos, le dijo al llegar a
la playa. Ella quedó maravillada. Miró hacia el mar y hacia los edificios de
apartamentos que se levantan sobre la rambla y dijo: quiero vivir ahí. El
muchacho se rio ante la ocurrencia, seguro de que nunca podría pagar un
apartamento en la rambla. Se casaron, al tiempo, realmente enamorados los dos.
Alquilaron un apartamento en el Centro, cerca del empleo de ambos. Él se
recibió de abogado y siguió trabajando en la empresa donde lo ascendieron con
sueldo mejorado. Ana Clara seguía soñando con el
departamento en la rambla.
Un día el
dueño de la empresa comenzó a mirarla con un velado interés. Era un hombre
mayor, casado, con hijos grandes. Ana Clara le pidió un departamento en la
rambla y él le puso un departamento en el octavo piso de un edificio frente al
mar.
“Sentadita en silla de oro en los palacios del rey” .
Ella
juntó su ropa, abandonó a su marido y dejó el empleo del Comercio
Mayorista. Al poco tiempo el dueño de la empresa se separó de su familia
y se fue a vivir con ella. Y un día se casaron.
Ana Clara
consiguió más, mucho más de lo que alimentó en sus sueños
escondidos: joyas, cruceros por el mundo, automóvil, casa de verano en las
playas del este.
Ahora se
encuentra en la terraza de su departamento que da sobre la rambla.
Acaba de llegar de una fiesta. Está hermosa con su vestido de fiesta ceñido al
cuerpo. Deslumbran sus alhajas. Su esposo ha bajado un momento a guardar el
auto y ella se ha quedado pensativa.
Es una
apacible noche de verano. La rambla está concurrida de paseantes. El mar está
sereno. Allá, a la derecha, como en una cuña metida en el mar, parpadea el faro
de Punta Carretas.
La ciudad de
Montevideo es hechicera. Hermosa y seductora descansa junto al Río
de la Plata: su cómplice y amante.
Ana Clara
recuerda su vida pasada. La casa en el viejo barrio al que nunca más volvió. “Yo no soy bonita ni lo quiero ser, porque
las niñas bonitas se echan a perder”. Las amigas de entonces y sus
juegos en la vereda. La escuela lejana: “no ambiciono otra fortuna otra fortuna, ni
reclamo más honor más honor que morir por mi bandera, la bandera bicolor” El
liceo donde hizo amigos que no volvió a ver. Su entrada a las oficinas de la
empresa mayorista. Recuerda a Raúl. Admite que no se portó bien con
él. Raúl era muy bueno y la quería mucho. Ella también lo quiso mucho. Pero con
él no hubiese tenido nunca todo lo que le dio su marido. Se pregunta qué
habrá sido de su vida. Cuando lo dejó y abandonó el departamento que
compartían, él se fue de la empresa. Ana Clara no preguntó. Nunca le
interesó saber que fue de él.
“las niñas bonitas no pagan dinero...”
Arrecia el
viento que viene del mar. Trae consigo un olor profundo de peces dormidos, de
algas y caracolas. En las noches siempre refresca en la zona costera. Ana Clara
se acerca al balcón y queda, por un momento, observando un barco iluminado
que, a lo lejos, va perdiéndose en la oscuridad. Entonces
saltó.
“La farolera tropezó y en la calle se cayó Y al pasar por un
cuartel se enamoró de un coronel”.
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