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jueves, 25 de junio de 2020

Amor virtual


Se llamaba Anton Sargyán. Era un armenio alto y moreno,  que siendo un niño logró huir con sus padres del Imperio Otomano y llegar a Uruguay, después de peregrinar por el mundo, huyendo del genocidio armenio de 1923.
 En aquel tiempo después de navegar más de cuarenta días en un barco de carga, la familia desembarcó en Montevideo y se alojó en una casa de inquilinato en la Ciudad Vieja para luego establecerse en el barrio del Buceo. Allí aprendió hablar en español  fue a una escuela del estado y en el liceo se enamoró de Alejandrina, una chica descendiente de turcos cuyos abuelos llegaron a Uruguay  a fines del siglo XIX.
 Los chicos se conocieron se enamoraron y vivieron un amor de juventud, sincero y pleno. Hasta que las familias de ambos se enteraron.
A los dos les prohibieron ese amor, pero para Anton no existían prohibiciones posibles. El joven amaba a Alejandrina y estaba resuelto a continuar con ese amor pese a las prohibiciones de ambas familias. De modo que siguieron viéndose  a escondidas hasta que los padres de  Alejandrina decidieron irse del país.
Fue entonces que Anton ideó un plan audaz para impedir esa mudanza.

La novela de Anton Sargyán avanzaba con interés cuando un día Anton adquirió vida propia, no necesitó más de mí, se fue de mi imaginación y mientras yo escribía en la computadora,  la historia de amor de Anton y Alejandrina comenzó a hablarme borrando mis frases e insertando las suyas:   
—Necesito hablar contigo. No quiero seguir siendo el personaje de esta historia. No estoy enamorado de Alejandrina. Es a ti a quién amo. Quiero ser parte de tu vida. Sé que puedo hacerte feliz. Sácame de la historia  y llévame contigo.
Al principio pensé que todo era una broma del equipo de Google. No obstante envié mensajes explicando lo que sucedía, que nunca  contestaron.
La  novela iba avanzando fluida,  yo estaba entusiasmada en como se iban dando los hechos, no tenía intenciones de abandonarla. Anton por días no se comunicaba,  entonces yo adelantaba la historia pues creía que se había terminado la odisea,  pero al rato volvía con sus frases de amor cada vez más audaces.
Pensé que podría ser alguno de los webmaster de los sitios donde yo participaba, algún contacto de la página de Facebook, hasta que al final desistí de seguir averiguando porque pensé que creerían que  estaba volviéndome  loca.
Mientras tanto Anton no cejaba en su intento de conmoverme, de llamar mi atención hacia su persona inexistente. Entonces decidí seguirle el juego. Le dije que estaba casada, que ya tenía un hombre a mi lado a quien amaba. Me contestó que a él no le importaba que estuviese casada. Que el mundo que me rodeaba no existía para él. No conocía este mundo ni quería conocerlo. Estaba apasionado conmigo  —decía—, conocía mi alma y quería habitar en mí.
 Le contesté, siguiendo el juego, que no lo conocía, no sabía quién era, qué se proponía, ni qué era eso de habitar en mi.
 Me contestó que si lo liberaba y le permitía entrar en mi mente estaríamos unidos para siempre. Que no necesitaría más  a mi esposo ni a mis amigos ni a nadie, pues él colmaría todos mis deseos más íntimos, todos mis deseo humanos. Todos mis deseos.
Además me dijo que yo lo conocía, que lo había creado paso a paso, no era entonces un desconocido. Soy el hombre que creaste. Un hombre. Llévame contigo —imploró—  si no lo haces mátame en tu historia, de lo contrario mientras escribas estaré comunicándome.
En ese momento decidí abandonar la novela. Dejarla con otros cuentos sin final que fueron acumulándose mientras fui escritora. Pero él  no sólo leía lo que yo escribía en la computadora, también leía mi mente y se apresuró a decirme:
—No intentes abandonar la novela porque me dejarás penando en ella hasta el final de los tiempos. ¡Por favor, si no me dejas habitarte, mátame!
Nunca tuve el valor de matarlo. Abandoné sin terminar la historia de amor de Anton y Alejandrina y la guardé en el fondo de un cajón de mi escritorio junto a cuentos que nunca puse fin.
 Algunas noches entrada la madrugada cuando la inspiración se niega, recuerdo aquel amor virtual que sólo pidió habitar en mí y que  dejé encerrado en un cuento inacabado.
Muchas noches entrada la madrugada cuando el cansancio me vence, entre mis libros y mis recuerdos, suelo escuchar desde el fondo de un cajón de mi escritorio, el llanto aciago y pertinaz, de un hombre que implora.

Ada Vega - edición 2013 . Blog: http://adavega1936.blogspot.com/ 

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Mujer irónica y mal pensada


Desde que la conoció Aníbal le había dicho a Clemencia que era irónica y mal pensada; y que esos eran atributos que él no soportaba en una mujer. Que la mujer usaba la ironía para sentirse inteligente y superior, le decía, y eso de que una mujer se creyera inteligente y superior a un hombre, era algo que en la vida no se podía soportar. Y menos él. Igual se hicieron novios porque él pensó que un día se tendría que casar con alguien, y que la casa de ella quedaba de paso para ir al trabajo y para el boliche donde noche a noche se reunía con amigos a jugar a las cartas.
De modo que un día, después de pasar varios inviernos aburriéndose en el bar con los pocos amigos que iban quedando solteros, decidió comprar una televisión a color y casarse con Clemencia. Y Clemencia, que ya había pasado los treinta, aceptó casarse con Aníbal, aún sabiendo que el muchacho no era lo que se dice un buen partido, ni la sacaría jamás de pobre, pero que, sin embargo, le permitiría al fin ser dueña de casa y manejar su vida como le viniera en ganas.

La pareja llevaba largos años de novios, el ajuar comenzaba a ponerse amarillento, de manera que dejando a un lado el formulismo, se casaron un sábado de Semana Santa con el altar de la iglesia en penumbras y los santos tapados con trapos negros.
—Arrancamos mal, dijo ella, cuando se enteró lo de los santos y que las arañas de caireles no se encenderían por ser Sábado de Gloria, el día elegido para la boda.
—Pará con la ironía, le dijo Aníbal.
—Ironía es casarnos vos y yo, le contestó ella, y para colmo: un sábado de gloria. Se casaron, al fin, con la bendición de Dios, consientes que se aceptaban pero no se amaban como deberían; y se fueron a vivir a una casa de bajos que alquilaron en el mismo barrio donde ambos habían crecido.

La televisión la colocó Aníbal sobre la cómoda, a los pies de la cama. Al volver del trabajo venía derechito a acostarse y encender el aparato. Ella cocinaba, hacía las compras, ordenaba la casa. No miraba televisión. Se acostumbraron a vivir él en el dormitorio y ella en el resto de la casa. Por la noche dormían entrelazados después de hacer el amor. En ese tiempo no tuvieron hijos porque los hijos no estaban en el propósito de ninguno de los dos.

Como a Clemencia le empezó a sobrar el tiempo, pues fue siempre una mujer muy dinámica y laboriosa decidió, por su cuenta, abrir un negocio que pudiera atender ella sola. Por lo tanto desocupó una pieza del frente, hizo colocar unos estantes, un mostrador con cajonera y organizó una pequeña mercería para vender botones, hilos, puntillas y esas cosas. Aníbal no opinó ni a favor ni en contra. Confiaba plenamente en Clemencia y lo que ella decidiera hacer con su tiempo contaba, desde el vamos, con su aprobación. La joven ya había demostrado que era voluntariosa y emprendedora. Así que la dejó hacer. Y el negocio poquito a poco comenzó a rendir.
No obstante su nueva actividad, Clemencia no dejó de atender su casa y su marido. Mientras, él seguía con su trabajo en el Ministerio y su televisión a color. Cuando se encontraban de noche en la cama matrimonial ella le contaba los progresos de su negocio, y los proyectos. Él la escuchaba durante las tandas y la apoyaba en todo. Después, apagaban la televisión, se entregaban a alimentar el amor y se dormían entrelazados. Aníbal nunca hacía preguntas. Ella dedujo entonces que a él no le interesaba lo que hacía ella con su vida. Por lo tanto dejó de contarle lo que hacía y le sucedía. Y él, entusiasmado con la programación de los ochenta canales, ni cuenta se dio.
Un día Clemencia decidió mudar la mercería para un lugar más grande y más céntrico. Encontró sobre la avenida principal un: “local con pequeña vivienda”. Contrató a una persona para que la ayudara a organizarse y una radiante mañana de enero inauguró la nueva: Mercería del Centro.
Se empezaron a ver menos con Aníbal. Al principio, al mediodía salía corriendo de la mercería para cocinarle algo de apuro. Después, le traía directamente comida hecha. Al final la pedía por teléfono y del restaurante de la esquina se la alcanzaban. Fue cuando empezaron a verse solamente por la noche cuando ella venía a dormir. Entonces Clemencia, como tenía lugar en el local de la mercería, y para no perder tiempo en idas y venidas, comenzó a llevarse la ropa, sus cosas personales y algunos enseres como para cocinarse algo rápido mientras atendía el negocio.
Y un día se fue del todo. Se separaron sin pelear. Sin discutir. Sin motivo. Ella dejó de venir a la casa a encontrarse por las noches con su marido. Él comenzó a extrañarla pero, justo, en esos días, los canales de la tele anunciaron en la nueva programación el Campeonato Mundial de Fútbol.
Clemencia dejó de ir a su casa casi sin darse cuenta. Terminaba las horas de trabajo cansada, tenía que cocinar algo para ella, aprontar cosas para el día siguiente. Decidió tomar una empleada para que la ayudara en la mercería. De todos modos, lamentó que su marido no hubiese venido nunca a acompañarla, o a buscarla para regresar juntos al hogar. Una noche se encontraron en el mismo restaurante comprando comida.

¿Cómo hiciste para levantarte de la cama y dejar sola la televisión? —le preguntó Clemencia. 
—Sabés que no me gustan las mujeres irónicas —le contestó Aníbal—Sos un delirante —afirmó ella.
—Nunca me lo dijiste cuando de noche venías a dormir conmigo —respondió él.
—¿Me extrañás? —quiso saber ella.
—No —le contestó él—, y al mozo:
—Milanesas con fritas para llevar.
—Para dos — agregó Clemencia—, con ensalada mixta y una botella de vino.
Siguieron viviendo separados, Aníbal en la casa de ambos y Clemencia en la mercería. Volvieron, sin embargo, a dormir por las noches juntos y entrelazados hasta pasados los ocho meses, cuando ella dejó de trabajar y se quedó en la casa para esperar el nacimiento de su primer hijo.
Luego, pasaron quince años. En el ínterin tuvieron tres hijos. Clemencia aún mantiene la mercería sobre la avenida. La ayuda una empleada. No volvió por las noches a quedarse en su negocio. Aníbal y los chicos la necesitan más que nunca en la casa. Los tiempos cambiaron. Son otros tiempos.
Tampoco conserva Aníbal sobre la cómoda, a los pies de la cama, aquella televisión a color de los primeros años de casados. Ahora, allí, al firme y encendido, se encuentra un Televisor con retroiluminación LED, 98”, HD, pantalla de alta definición, 980 canales activos y sonido stéreo SRS WOW. Con resolución Full HD, Wi-Fi Integrado, control por voz y movimiento, conexión USB. SRS WOW. 


Ada Vega. edición 2007 - http://adavega1936.blogspot.com/


martes, 23 de junio de 2020

Dale, que va!



Cuando sonó el despertador hacía rato que Antonio estaba despierto. Corrían los años noventa y la preocupación de perder el empleo, que se cernía sobre los trabajadores, había logrado que perdiera el sueño y pasara las noches en vela.

María, a su lado, aún dormía. Se levantó tratando de no despertarla. Un frío intenso acosaba. Ante los primeros intentos del sol la noche se resistía. Puso a hervir el agua para el mate y se sentó junto a la mesa con los ojos fijos en la llama celeste del gas que lamía los costados de la caldera.

Hacía un par de días que el jefe de su sección les había comunicado, a él y a varios compañeros, que dejarían de hacer horas extras. Las extras, para Antonio eran esenciales, significaban otro sueldo que así, sin más ni más, le quitaban de un día para el otro. Este recorte en su salario se venía a sumar a la controvertida Ley de Puertos que, un tiempo atrás, lo dejara sin un ascenso importante en su carrera. Ahora, ante el cierre sistemático de las secciones de operativa portuaria que, una a una, iban dando paso a la temida privatización con su consabida pérdida de puestos de trabajo, la preocupación pasaba a ser un problema grave. Antonio, con más de cincuenta años de edad sabía con certeza que si perdía su empleo, no conseguiría otro.

Dejó el mate, se afeitó y terminó de vestirse. Cruzó la bufanda bajo la campera y subió el cierre. Apagó la luz, cerró con dos vueltas de llave y salió. Comenzaba a amanecer. Un viento helado soplaba desde el río. Mientras la Villa del Cerro dormía bajo el faro vigilante de la Fortaleza, caminó por Grecia hacia la salida del 125 frente a la playa. Tomó asiento junto a la ventanilla aferrado a sus pensamientos. Llegaron el chofer y el guarda a ocupar sus puestos. El ómnibus se puso en movimiento.
Un hombre viejo pidió permiso y se sentó a su lado.
—Buen día, saludó. Antonio lo miró con fastidio. Interrumpía su intimidad.

La cabeza blanca enfundada en un gorro de lana. Dibujado en la cara un mapa de arrugas. De cuerpo enjuto. Se restregaba las manos para calentarlas.
—Buen día, masculló. Subió el cuello de la campera y se arrellanó en el asiento, pegado a la ventanilla.
—Cuando levante la helada va hacer más frío, pienso. Antonio no se dignó contestar. El viejo siguió hablando. Antonio no quería escuchar, ni hablar con nadie. Necesitaba sufrir, torturarse, enojarse con todo el mundo porque tenía problemas económicos. Intentó no oírlo volviendo a su problema: (los portuarios estamos liquidados, hasta que no nos refundan no van a parar…)

—... y nos vinimos del norte con los gurises chicos pa´ver si en la capital repuntábamos un poco. Los del interior del país venimos todos con la misma ilusión, sabe. En la campaña cada día hay menos trabajo. Acá es más fácil. Siempre alguna changa sale. Aunque sea pa´la comida ¿no?...yo me vine hace muchos años. Con la patrona, me vine. Con la patrona y los gurises. Trabajé en el frigorífico. En el Nacional. Más de veinte años trabajé. Sí, más de veinte años. Nos habíamos comprado una casita con un campito atrás del Cerro y lo trabajábamos lindo no más. Pero la capital nos empezó a cobrar. ¡Demasiado se sabe que nada viene de regalo! Fue cuando se nos murió el más chico. Andaba gateando y se nos cayó en un pozo que estábamos haciendo para el agua. Una infamia, mire. Sí, una infamia (y Antonio, vencido, se puso a escuchar). Al final criamos tres, dos machitos y una niña. La mujercita en cuanto cumplió quince años entró en amores con un mocito que yo le dije a mi patrona que no me gustaba. Usaba el sombrero requintado, golilla blanca, siempre fumando andaba. De mirada huidiza el mozo. No me gustaba no. Un día la gurisa se fue con él. Después supimos, se dio a la mala vida. Nunca dejó de venir a vernos, pero del todo no volvió más. Hizo plata. Sí. Mucha plata. Se compró una casa por el Hipódromo con un terreno grande. Yo vivo allá, sabe. Lo tengo plantado, buena tierra, lo que usted plante viene, fíjese. Buena tierra. Tuvo un hijo, se lo criamos con la patrona hasta que terminó la escuela. Después ella lo puso en los Talleres Don Bosco para que aprendiera un oficio. Salió como a los dieciocho años, con oficio y con trabajo. Buenísimo el gurí. De ley. ¡Sí señor! Lindo muchacho, alto y fuerte. Toca la guitarra, sabe. ¡Si lo viera...! Vive conmigo, es lo que me queda. Gana buena plata, muy trabajador, en eso de la electrónica, sabe, en eso trabaja. La madre murió, se agarró una peste y se fue en menos de un mes. Él casi no la conoció, mire usted. Tengo un hijo que se fue para la Argentina hace años. Cuando la dictadura, sabe. No supimos más de él. Pero no se fue por la política, no, era demasiado vago para que le interesara la política. Él se desapareció solito, no más. Se fue de mochilero con otros dos. Cosa de muchachos.
El tercero sí, una desgracia, las malas juntas, terminó en la cárcel; vendimos la casita y el campito del Cerro para pagar un abogado. Al poco tiempo en un ajuste de cuentas, lo mataron. Sí, así fue. No tuvimos suerte con los gurises. Mi patrona decía que la capital nos había castigado por dejar el campo solo. Pobrecita. Ella también me dejó hace dos años. Las vueltas de la vida, ¿no? mire usted. Ahora vengo del Cerro. Fui a visitar a un hermano. Fui ayer, querían que me quedara, pero ya me voy para casa. Le prometí al nieto que llegaba temprano. Siempre almorzamos juntos. Me espera con el amargo. ¡Abuelo!, me dice cuando me abraza. Es muy pegado conmigo. Se me tenía que dar una buena ¿no le parece?... ¡mi nieto, carajo! Es lo que me queda.

Entrecerró los ojos para mirar hacia fuera, por la Estación Central se puso de pie. Me bajo en ésta, dijo. Se quitó la gorra, le tendió una mano. —Adiós, que le vaya bien. Antonio también se puso de pie, estrechó con fuerza, con sus dos manos de hombre joven, fuerte, vital, la callosa mano de aquel viejo desconocido que en menos de una hora le contara su vida.
—¡Suerte, don!
—Gracias, m´hijo.
—¡Y gracias! —le gritó Antonio, y el viejo quedó mirándolo desde la vereda...

Se bajó del 125 en el Neptuno, cruzó el empedrado de la rambla y entró al Puerto por Yacaré. Se dirigió a su puesto de trabajo por la senda. Se puso a silbar.
—¿Te sacaste el Cinco de Oro, flaco?
—Casi... (Al lado de este viejo yo soy Gardel). ¡Dale, que va...!


Ada Vega, edición 1997 

La muerte de Mariquena Vargas



Murió Mariquena Vargas. Su muerte repentina nos ha dejado atónitos. Estupefactos. No porque no tuviese edad para morir, que sus bien cumplidos ochenta años los tenía y muy bien llevados, por cierto. Sino por un pequeño detalle que ocultó durante toda su vida y que, al morir y enterarnos, nos dolió como un cachetazo en pleno rostro. No nos merecíamos esa burla de tu parte, Mariquena. Fuiste casi cruel. Casi. Cierro los ojos y creo oír tu risa burlona desde el infierno donde estarás. ¿O te habrá perdonado Dios...?
Mariquena era una mujer de ley. Conservó hasta el final de sus días la fortaleza y la presencia de una verdadera matrona. Que eso fue, sin lugar a dudas. Y al decir de quienes la conocimos de cerca: una gran mujer.
Una mujer fantástica, diría yo. De fantasía.
Cuando la conocí tendría algo más de cuarenta años. No muchos más. Conservaba una belleza poco común. Su cara y su pelo renegrido me recordaban a Soraya, quella princesa de los ojos tristes casada con el Sha de Persia, que fue obligada a abdicar del trono por no lograr concebir hijos que perpetuaran la dinastía del Sha. Como verán, salvando la distancia, Mariquena era una mujer hermosa.
Fue también, en aquel tiempo, una modista muy reconocida. Se acercaban señoras de otros barrios para hacerse la ropa con ella. Vivía por Bulevar Artigas en una de las últimas casas que Bello y Reborati construyeron allá por la década del treinta. Según cuentan los  vecinos más viejos del barrio, Mariquena tenía apenas diez años cuando vino a vivir con su tía, doña María Emilia Cufré, hermana de su madre, casada con un italiano de apellido Righetti directivo de la compañía Transatlántica de Tranvías. Era una niña delgada y alta, de cabello negro y ojos oscuros. Introvertida y con marcadas carencias de afecto.
No recuerdo, si es que alguna vez lo supe, el motivo que la llevó a abandonar su hogar, sus padres y hermanos, para venirse del todo con doña María Emilia. Lo cierto fue que con ella vivió en aquella hermosa casa como si su tía fuese su verdadera madre, y la acompañó hasta el final de sus días como si ella fuera su propia hija.
Cuando llegó Mariquena a la casa del señor Righetti doña María Emilia, que no tuvo hijos, recibió a su sobrina con mucho cariño y comprensión. La anotó para terminar primaria en la escuela Grecia, que estaba en aquellos años, en Miranda y Bulevar, frente el Campo de Golf. Terminada la escuela la chica no se inclinó por los estudios; cumplidos los catorce años quería trabajar, de modo que la tía le consiguió empleo en los talleres de confección de Aliverti, una prestigiosa casa de modas de la avenida 18 de Julio, y allí se mantuvo hasta mediados de los ochenta cuando la firma cerró. Entonces se quedó en su casa y trabajó como modista durante muchos años.
Mariquena nunca se casó ni tuvo hijos. Y a pesar de que en el barrio corrieron escabrosas infidencias sobre una turbulenta vida amorosa y sobre varios amores que en su juventud dejó por el camino, nunca le conocí novio ni hombre alguno. De modo que de las historias que de ella se contaron, la mitad no hay que creerla y a la otra mitad ponerla en duda. La recuerdo sí, como una mujer de carácter fuerte que no se dejaba avasallar. Justa. Honesta. Gran discutidora. Defendía sus ideas y los temas de su interés, de igual a igual, tanto con hombres como con mujeres.
Hacía varios años que el señor Righetti había fallecido cuando murió doña María Emilia. El matrimonio, papeles mediante, dejó la casa a Mariquena como herencia. La hermosa casa con torrecita y mirador de tejas. Entonces apareció Teiziña, una morenita de motas, de diez o doce años, que un invierno anduvo pidiendo comida puerta por puerta. Uno de esos días de lluvia y mucho frío Mariquena la entró en su casa, la alimentó, le dio ropa seca y la niña se quedó ese día y el otro y todos los días que siguieron.
La morenita contó que venía de la frontera con Brasil, donde había nacido. Su madre, sola y agobiada con la crianza de ocho hijos, la había puesto en un ferrocarril con destino a Montevideo para que ella misma se buscara la comida, pues la pobre mujer no tenía como alimentarla. La niña, por lo tanto, desde el mismo día que llegó a la capital andaba caminando y durmiendo en los portales. Desde entonces, Mariquena y Teiziña, vivieron juntas como madre e hija. Así las recuerdo yo.
Teiziña terminó de crecer y durante largos años se ocupó de la casa y de Mariquena; una obligación que se impuso a sí misma como modo de agradecimiento, hacia quien la sacó de la calle y le dio un hogar. Tampoco se casó nunca. Tuvieron, si se quiere, un destino común: la casa de bulevar, siendo niñas, las cobijó a las dos.
Fue ella quien encontró a Mariquena muerta. Dormida para siempre estaba la doña en su cama. En la misma posición que se durmió, la encontró la muerte.
La morena llamó una ambulancia, al doctor y a la Pompa Fúnebre. En el living de su casa nos reunimos algunos vecinos, para no dejarla sola. Allí estábamos, cuando del dormitorio de Mariquena salió uno de los empleados de la funeraria, que se encontraba arreglando el cuerpo para las exequias, y preguntó por algún pariente cercano. Pariente no había. La morena era lo más cercano que la difunta tenía en esta vida. No obstante Teiziñia, llorosa y muerta de miedo, se rehusaba a hacer acto de presencia en el dormitorio donde descansaban los restos mortales de Mariquena.
Los empleados de la empresa decidieron que hasta que no se presentara algún responsable del velatorio, ellos no seguirían preparando el cadáver. Ante tal premisa una vecina, aceptando el reto, se ofreció para acompañarla. De manera que, apoyada en la buena mujer, la morena accedió y las dos entraron juntas al dormitorio. Dos empleados de la funeraria esperaban, de pie, uno de cada lado de la cama. Nadie habló. No fue necesario.
Mariquena estaba tendida en su cama mostrando, sin ningún recato, su cuerpo desnudo de varón.
Firme aquí, —le dijo el empleado a Teiziña.
Tuvo que esperar a que volviera en sí del desmayo.
La vecina solidaria había huido espantada.
Aún me cuesta creerlo.


Ada Vega, edición 2oo4 -  
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lunes, 22 de junio de 2020

Por mi barrio

  


  La muerte anda siempre jodiendo por mi barrio. Te hace zancadillas y te asusta todo el tiempo.  Al principio, cuando el barrio empezó a formarse, se paseaba de vez en cuando haciéndose la disimulada, dragoneándo a la gente con ojos de víbora, esperando, esperando. Pero eso era antes, cuando le quedaba un poco de vergüenza. Ahora se florea ¡con un descaro! Como si fuese una reina. Se disfraza de frío, de hambre, de droga o de sida. A veces llega en una bala o en un cuchillo. Fastidiosa como una novia, te sigue, te vigila, te espera. Tropezás con ella a cada rato. Hasta que al final te acostumbrás, y ya no te importa.
La muerte convive con nosotros. Pasa rasando por las veredas de tierra, se mete en las casas de bloques desparejos y ventanas ciegas, vichando, buscando siempre donde arañar y llevarse a viejos resignados al despojo o a gurises pasados de hambre. Rueda por las calles y se para en las esquinas con los guachos que fuman pasta o inhalan disolventes de las bolsitas de plástico. Recorre y aguarda las madrugadas, cuando se reúnen las pesadas para salir de choreo. Y espera la vuelta, la llegada de las bandas, las broncas, los repartos, y algún ajuste de cuentas.
La muerte anda siempre jodiendo por mi barrio. 
Cuando mataron al Rubito, el segundo de los hijos del flaco Arnoldo, él no hizo nada. No podía tampoco. No cabía. Lo mataron los de la banda del Toño. Dicen que fue el Carlitos. El Rubito tenía aguante y era duro, cargaba el fierro a la izquierda. De compadre no más, ¡si no era zurdo! El corte lo llevaba a la derecha. Pero al corte ni llegó. Yo creo que se demoró, la zurda es más lenta. Si hubiese tenido el fierro a la derecha no lo hubiesen madrugado. ¡Estoy casi seguro!
Con el Arnoldo conversamos la otra tarde,  creo que tiene razón. Estaba fumando recostado en la puerta de su casa,  pasé y me quedé un rato con él. Mirá —me dijo— el Rubito estaba jugado. Ya había tenido varios encontronazos con el Carlitos, se llevaban mal desde que eran gurises chicos. En la escuela tuvieron que separarlos en clase más de una vez, porque se agarraban a trompadas a cada rato. Yo pensé que con el tiempo cambiarían, que aunque nunca llegasen a ser amigos, al menos se ignoraran; muchachos criados juntos en el mismo barrio, conociéndose las familias como nos conocemos, ¡qué sé yo! Nunca creí que la bronca que se tenían llegara tan lejos. Los dos andaban acelerados. Entre ellos siempre había algo que aclarar, siempre había algún desbarajuste.
No sé esta vez por qué habrá sido. No quise preguntar . Tampoco le dije nada a la policía. Yo sé bien que fue el Carlitos, pero si nadie vio nada, nadie vio y yo tampoco vi. Los asuntos de acá tenemos que arreglarlos acá, en el barrio. Entre nosotros, sabés. Los de afuera son de afuera y no entienden que nosotros nos manejamos con otros códigos. Los milicos sí lo saben, por eso con ellos hay que cuidarse más, si es posible. Voy a esperar un poco, con el tiempo tal vez hable con el Carlitos. Por saber no más. ¡Una lástima! Un muchacho tan joven, veinte años había cumplido no hacía ni un mes, fijate vos. Pero era muy violento, tenía un carácter del demonio, la merca los termina enloqueciendo, pero andá a decírselo, una vez que se meten con esa mierda no salen más. El comisario me lo dijo, la última vez que estuvo preso: primero sáquelo de la droga don, si puede, si no, en poco tiempo lo tenemos acá de vuelta y no va a ser tan fácil que se lo lleve. El Rubito estaba jugado.
Todo eso me dijo la otra tarde. Pobre Arnoldo, tan buen tipo y todo lo que le ha pasado. Ahora sí se metió a hablar, por el Juan, el hijo mayor. Lo mató un milico, sabés. El Juan no tenía banda. Andaba solo. Había caído varias veces por rapiña y lo habían soltado. Dicen que una noche, el milico ese que vive frente al baldío, se encontró con él y le pasó un dato para un afane. A medias era. El Juan tenía que entrar a una casa y él quedaba afuera de campana. Parece que el botón no era trigo limpio, y les había hecho no sé que mejicaneada a los milicos de la otra seccional, que lo tenían en la mira.
Justo esa noche, o a propósito vaya a saber, uno de esos milicos los ve a los dos frente a la casa en actitud sospechosa, les da el alto, les pide identificación, reconoce al milico socio del Juan y le pega un tiro. De paso y para no dejar testigos, también mata al muchacho. Él dijo que fue en defensa propia, pero el Juan estaba desarmado. Nunca usó armas. No tenía. El Arnoldo anduvo averiguando, pero todo quedó quieto. Los milicos taparon todo y ni en los diarios salió. En la comisaría le dijeron que se dejara de preguntar cómo y quién fue que le mató al hijo, porque él sabía muy bien que el Juan andaba en el choreo. Que un día iba a caer mal y cayó, que qué iba a hacer. Que mejor se fuera para su casa a cuidar a los otros botijas chicos que le quedaban, y se dejara de andar molestando, o lo pasaban al calabozo por desacato a la autoridad. Así no más le dijeron. No le dieron mucho para elegir, por lo que no tuvo más remedio que meter violín en bolsa y venirse para el barrio con los hijos chicos.
El Arnoldo hace años que está solo. La mujer se le fue cansada de pasar hambre. Era una linda mujer. Ahora anda yirando.
Un día se puso el único vestido que tenía, se soltó el pelo, se pintó los labios de rojo y se fue del barrio con sus zapatos chuecos y una cartera vieja. Se fue con la idea de volver y comprar comida. Dicen que esa madrugada contó la plata que había hecho, desayunó como nunca en un boliche y se fue a dormir a una pensión. En la tarde se compró una tanga y un corpiño colorado, medias negras y un perfume. Esa noche redobló la guita. Después de desayunar recorrió vidrieras, se compró zapatos y un vestido nuevo, tiró la cartera vieja y se colgó al hombro una flamante cartera de charol. Y no volvió más. ¡Qué querés! Desde entonces el hombre está solo con los hijos, a veces hace alguna changa con la pandilla, pero como hay poco laburo les compró a los morenos del pasaje un carro con un matungo que todavía tira,  de madrugada sale y más o menos se revuelve. Y bueno, como estaba contando, esa tarde cuando volvió de la comisaría, empezó a dar las vueltas para enterrar al Juan. La mujer que ayuda al cura en la iglesia donde dan de comer, le dio una mano bárbara. Consiguió que la Intendencia se hiciera cargo de los dos entierros. Lo acompañaron al cementerio y cuando se despidieron el cura le dejó dobladito en la mano un billete de quinientos pesos. Para el hombre era una fortuna.  Alguno le reprochó al cura la donación. Que mire, darle plata para que se la gaste en vino. ¡Nunca falta un real pa´ yerba, ya se sabe! Pero cuando llegó del cementerio, el Arnoldo fue a la carnicería y compró un asado con chorizos, del almacén llevó leche, azúcar, fideos, arroz, querosén, un pedazo grande de dulce de membrillo y pan. Una fiesta se hicieron los botijas. Hasta caramelos les llevó. Y él se compró un litro de vino, sí. ¿Y qué? ¿Usted el asado no lo acompaña con vino?  Eso le contestó el cura al que le reprochó su buena acción. ¡Un pingazo el cura! Al final el entierro terminó en una fiesta porque en mi barrio, cuando hay una oportunidad de festejo, no se puede dejar pasar, y tener comida en la mesa es más que motivo. Cuando se festeja comiendo la alegría llena la casa y echa a la muerte a la calle. Y la muerte se va sin resentimiento en busca de otra vereda, de otra esquina donde quedar a la espera. Ella no tiene apuro, no tiene otra cosa que hacer, ¡te puede esperar una vida! Pero eso sí, mientras tanto, por si las moscas:
¡la muerte anda siempre jodiendo por mi barrio!

Ada Vega - edición 1998 -  http://adavega1936.blogspot.com/

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Las sandalias rojas de Simone



     Cuando era niña me gustaba vestirme con la ropa de  mamá. Principalmente calzarme los zapatos de tacos altos. Pero mamá, que llevaba luto por mi padre, no me dejaba poner sus vestidos pues toda su ropa era negra y no quería verme vestida de ese color. Recuerdo que  para salir usaba un sombrero con caída de gasa hacia la espalda y un velo que le cubría la cara. Al año y medio de su luto cerrado le quitó la caída, después el velo y luego dejó de usar sombrero. Eran los años de la segunda Guerra Mundial y las mujeres se había liberado de algunas prácticas  tradicionales.
 Un verano mi hermana, que ya estaba casada, le trajo de regalo un corte de tela blanca para que empezara su medio luto. Y mamá se hizo una blusa tipo camisa con la manga al codo para usar en casa pues, según dijo, no iba a salir a la calle vestida con tanto blanco.  Olvidada de los colores en su ropa no pudo aunque lo intentó, abandonar del todo su vestimenta negra que siguió usando hasta el final de sus días.
Más de una vez me he detenido a pensar por qué mi madre me dejaba usar sus zapatos que no sólo me quedaban grandes, sino que podía en cualquier momento quebrarles un taco. Recién lo supe, muchos años después, cuando vi a mi hija recorrer la casa arrastrando mis vestidos y subida en mis propios zapatos de tacos altos.
Los zapatos de mamá eran cerrados, de punta fina y tenían una pequeña plataforma. A mí me encantaban. Caminaba haciendo sonar los tacos sobre las baldosas de toda la casa. Como no me permitía usar su ropa, ante mi insistencia,  en una oportunidad me hizo con una cortina floreada una falda que me llegaba al suelo y de un mantel que ya no usábamos, cortó un triángulo  de donde salió un chal con flecos y todo. Nunca volví a sentirme tan elegante y orgullosa de mi prestancia como en aquellos días.
Mamá era la modista del barrio, pero con eso de que una clienta trae otra, una vecina le dio la dirección de una señora que vivía en el Centro para que fuese a su casa a confeccionarle la ropa.  De modo que comenzó a ir una vez por semana  a la casa de una familia de apellido Barragué. Esa señora fue quien la recomendó a Simone, una francesa que vivía en un apartamento del décimo piso de un edificio de la Ciudad Vieja. 
Un día mi madre me contó que desde los balcones  de aquel departamento los automóviles se veían  así de chiquitos, también se veía el Cerro de Montevideo, en cada piso vivía una familia y había que subir por un ascensor.
Nosotros vivíamos en La Teja y el edificio más alto que yo llevaba visto en mi corta existencia, era una casa con altillo.
Por aquellos años las casas de mi barrio eran todas bajas, con jardín al frente, y fondo con gallinero y parral. Así que un día, con la lógica curiosidad de saber cómo vivían diez  familias una  encima de otra, salí de mi casa de la mano de mi madre hacia el apartamento de la francesa.
No bien llegamos al edificio mi madre se dirigió hacia una puerta, la abrió y entramos las dos a una pieza chiquita y cuadrada como una caja, donde apenas cabíamos las dos.
 —Este es el ascensor —dijo.
Mientras subíamos en el ruidoso artefacto creí que el corazón se me saldría por la boca. De repente se trancaba y parecía que se iba a quedar, pero daba  un respingo y seguía como haciendo un esfuerzo. No me gustó.
Cuando llamamos en el departamento nos abrió la puerta una mujer todavía joven que  vestía un quimono y llevaba el cabello oscuro partido al medio, recogido en rodetes uno a cada lado de la cabeza.  De baja estatura, regular belleza y piel muy blanca.
El apartamento estaba abarrotado de alfombras, cortinados, muebles y  adornos; se oía  una música que saldría de alguna parte  y mientras un perfume dulzón  me impregnaba la nariz, pasamos a su dormitorio.
En el medio de la habitación atestada de mesitas cargadas de bibelots,  portarretratos,  y almohadones diseminados sobre las alfombras, había una cama de reina. Enorme. Con acolchado capitoneado y almohadones de pluma, todo  en raso blanco. La francesa abrió el ropero —un ropero con seis puertas de espejos biselados—  y comenzó a sacar vestidos que fue dejando sobre la cama.
 A un costado de la habitación, recostado a la pared, había un aparato parecido a una radio gigante. Emitía sonidos extraños y en una pantalla como de cine,  en blanco y negro, se podía ver un tremendo rayerío. Después supe que era una televisión. Pero tendrían que pasar muchos años para que dicho aparato se hiciera conocido en Uruguay  y, mediante antenas, pudiésemos ver algo en él. De manera que me acerqué al balcón para ver si los automóviles, desde aquella altura, se veían chiquitos así. Entonces la francesa, para probarse los vestidos, se quitó el quimono quedando completamente desnuda.
Yo no podía creer lo que estaba viendo. Miré a mi madre para ver si se escandalizaba, pero le oí preguntar, sin inmutarse, si los botones los quería al tono o los prefería dorados. Mi madre era una mujer muy ubicada y prudente. Yo tendría que haber aprendido de ella.
Me senté en la cama de reina entre los vestidos y los almohadones de raso mientras Simone, seis veces repetida en los espejos, permanecía de pie “desnuda como el tallo de una rosa”. Fue entonces que mis ojos se detuvieron en sus pies, y no tuve ojos para nada más. Ya no me importaron los autos que se veían chiquitos así, el haber visto un aparato de televisión mucho antes del 50, ni la blanca desnudez por seis de la francesa; sólo tuve ojos para aquellas sandalias rojas que calzaban los pequeños pies de Simone, que realmente me habían deslumbrado.
Eran unas sandalias de tiras cruzadas, de tacos altísimos y de un color rojo, tan rojo y tan hermoso,  que me dejaron sin respiración. Me moría por ponérmelas. Mientras tanto Simone,  para estar más cómoda, se la quitó y las dejó a mis pies. Yo las quería tocar y no sabía cómo hacer. Ensimismada en ellas creo que comencé a descalzarme, entonces mi madre (ojos largos) que adivinó mis intenciones,  me tomó de una mano y me dijo:
 —Vení, sentate acá. —y me sentó a su lado en un sofá.
Esa tarde la francesa apartó un par de vestidos  que —según dijo— no usaba y se los dio a  mamá para que aprovechara la tela y me hiciera algo a mí. Mi madre se lo agradeció, pero yo me fui muy enojada porque en lugar de regalarme dos vestidos  pudo haberme regalado las sandalias, con las que soñé mientras fui niña. Recuerdo que solía decirle a mi madre que cuando fuese grande y trabajara me compraría unas sandalias rojas como aquellas.
No sucedió así. En los años que siguieron  y mientras fui estudiante no tuve oportunidad de usar sandalias y luego, cuando comencé a trabajar y pude al fin comprarlas, tal vez no estarían de moda o quizá habré tenido otras prioridades. Y a pesar de que las sandalias rojas tuvieron en mi corazón un privilegiado lugar, nunca llegué a tenerlas en mis pies.
Sin embargo la vida que nunca termina de sorprenderme, me ha demostrado hoy que la moda —al igual que la historia— siempre se repite.
He visto las sandalias rojas de Simone rematando las piernas de una joven modelo en una iluminada propaganda callejera. Y he sonreído al recordar aquel departamento de la Ciudad Vieja. En mi larga existencia he visto automóviles desde edificios mucho más altos que aquel que un día asombrara mi infancia. Las mujeres desnudas aparece en la pantalla de mi televisor —que veo y oigo con nitidez— como el pan nuestro de cada día. Los niños saben como vienen al mundo pues ven los nacimientos  desde las mágicas pantallas, igual que los adolescentes que mientras meriendan o cenan aprenden a hacer el amor antes de terminar la primaria.
Todo en estos tiempos gira y pasa vertiginosamente y mientras superando el Internet las armas nucleares amenazan con el exterminio total, descubrimos que ante el advenimiento del clon ya no necesitamos al Creador.
Sin embargo las niñas aún conservan su encantadora ternura y siguen soñando mientras juegan, disfrazándose con los vestidos de sus madres y taconeando sus zapatos de tacos  altos, porque antes de que este mundo de hombres que habitamos, pierda del todo la cordura, la llama de la esperanza no debe apagarse. Y alguien tiene que llevar la antorcha.

Ada Vega,  edición 2001 -  
http://adavega1936.blogspot.com/

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sábado, 20 de junio de 2020

MILICO



Con Miguelito nos criamos juntos. Vivíamos en el mismo barrio y en la misma calle. Tenía uno o dos años menos que yo. Era el más chico de cinco hermanos: cuatro varones y Juanita, mi amiga. Miguelito era mimoso y mal criado. Se pasaba fastidiando y no nos dejaba jugar tranquilas. Casi siempre teníamos que andar cuidándolo para que no se cayera y se lastimara. Los hermanos varones no querían jugar con él porque era muy chico y al final terminaba siempre jugando con nosotras.

El padre, que estaba empleado en el Frigorífico Artigas, se llevó a trabajar con él al mayor de los varones, antes de que el muchacho cumpliera los catorce años. Los otros dos hermanos, más o menos a la misma edad, entraron en la Fábrica de Vidrios. Pero a Miguelito no le gustaba trabajar, era medio vago, ningún trabajo le venía bien.

Un día el padre se lo llevó con él al frigorífico como había hecho con el hermano mayor, para que fuera conociendo el trabajo. Se fueron los tres de madrugada. Cerca del mediodía lo trajeron blanco como un papel, con los ojos desorbitados, vomitando y medio muerto de susto. Le explicaron a la madre que cuando vio las reses colgadas, la sangre, las tripas, los hombres faenando con los enormes cuchillos: se desmayó. Sin duda el trabajo del frigorífico no era para Miguelito.

Le llevó un tiempo reponerse del susto. Lo perseguían los ojos de las vacas muertas y por las noches no podía dormir. Dejó de comer carne hasta que, pasado de arroz y verdura volvió a los churrascos, al asado y a los chorizos. De todos modos tenía que trabajar en alguna parte. Estaba llegando a los diecisiete años y el padre no lo quería en la casa. Los hermanos lo llevaron a la fábrica donde ellos trabajaban.

No. Tampoco. Le dijo a los hermanos que se podía equivocar y en vez de soplar el vidrio para afuera hacerlo para adentro y formarse una botella en la barriga. En vano le explicaron que ese trabajo sólo lo realizaba personal especializado, que él sería derivado a otra sección. No hubo caso. Plantado en una decidida negativa les dijo que allí adentro hacía mucho calor, que se podía quemar con esos hornos tan grandes o cortar con tanto vidrio. Los hermanos se enojaron, le dijeron que era un maricón y que se buscara trabajo él solo, que era un vago y un inservible. Y Miguelito se volvió a su casa antes del mediodía, a tomar mate con "pancongrasa".

El padre de Miguelito levantó presión. Hizo lo único que le quedaba por hacer. Para evitar que anduviera de vago por la calle y un día fuese a parar a la comisaría, lo llevó de entrada y lo metió de milico en la 19.

¡Milico! A los hermanos no les cayó muy bien eso de tener un hermano policía. Pero el padre que era amigo del comisario, sabría lo que hacía. Se conocían de Treinta y Tres de donde habían venido siendo muchachos, y le prometió cuidar a Miguelito que quedó para hacer mandados y alguna recorrida por nuestro barrio. Heredó el uniforme de un policía muerto, tres talles más grande que el suyo y una gorra que se le caía encima de los ojos, pero que él se acomodaba a un costado y se sentía un alférez de la Fuerza Aérea.

Le habían dado un pito de metal que se colgaba del cuello como un juez de fútbol, con el que corría a los gurises que jugaban a la pelota en la calle. Otras veces se lo ponía en el bolsillo y, con la gorra bajo el brazo, se entreveraba con ellos en algún picadito. Después se recomponía, tocaba el pito y se terminaba el partido. Hacía la recorrida por el barrio todas las tardes, pero no tenía una hora determinada, creo que el comisario lo mandaba a la hora exacta en que ya no lo soportaba más.

Y él venía al barrio contento, tomaba mate con los vecinos, lo convidaban con tortas fritas, y se quedaba en la esquina con los muchachos a fumar y hablar de fútbol. Jamás desenfundó el revólver ni permitió que se lo tocaran. “Con las armas no se juega, son cosa seria”, y aparte él “era la ley”. Protegido por el comisario, nunca actuó en un hecho de sangre o de riesgo. Miguelito jugaba a ser policía. Había dado con el trabajo justo para él. Se pasaba el día en la calle y aunque nunca fue corrupto, era un milico cegatón. Alguna cosilla no veía y alguna otra esquivaba. Cosas menores, sin importancia, una gallina que cambiaba de dueño, algún vidrio roto por una pelota. Pavadas. Miguelito era feliz. Y nosotros también. Era lindo verlo pasear por el barrio con su cachiporra en la mano, que sólo usaba para enderezar su gorra cuando se le caía sobre un ojo.

Nadie sabe a ciencia cierta que andaba haciendo Miguelito por Belvedere la tarde del tiroteo. Unos malandras con prontuario groso habían copado una casa y, alertada la policía, los tenía cercados mientras se batían a tiros. Miguelito no estaba en el procedimiento. Pasaba de casualidad por la esquina cuando uno de los copadores, agazapado en la azotea, vio el uniforme y le apuntó, dándole en la mitad del pecho. Miguelito murió sin saber por qué moría.

Toda La Teja lo lloró: Los muchachos callejeros, los chorritos, los canillas, los trabajadores y las vecinas. Y a pesar de los años que han pasado, guardo vivo el recuerdo de aquel Miguelito mimoso que teníamos que cuidar para que no se cayera y se lastimara. Aquel Miguelito vestido de milico, comiendo una torta frita mientras hacía la ronda. Aquel Miguelito que una tarde en Belvedere: “Cayera abatido en un trágico episodio, cumpliendo con su deber de defender la Ley y el Orden...


Ada Vega, edición 1996 -