martes, 22 de septiembre de 2020
¡GRACIAS AMIGOS!
AMIGOS, el Blog de cuentos GARÚA, ha superado el 1.000.000, de visitas de 102 países. ¡Gracias a todos quienes lo han hecho posible! Ada Vega.💓
lunes, 21 de septiembre de 2020
El Notario
Nací
en un pueblo de casas bajas y veredas angostas, cerca del Río Negro,
donde todos nos conocíamos. En el centro había una plaza con una
fuente de mármol y el busto en bronce del General Artigas, Protector de
los Pueblos Libres. Frente a la plaza estaba la Iglesia, el Correo y la
“Agencia Varese” de los ómnibus que hacían los viajes diarios del pueblo a
Montevideo. Frente a la Iglesia, cruzando la plaza, estaba la comisaría, la
botica y la Financiera “Castro & Osorio”. Frente al otro costado
de la plaza, estaba el Hotel de Otegui, la Confitería, y el Almacén de Ramos
Generales. Enfrente, cruzando la plaza, estaba la sucursal del Banco de la
República, el “Bar Oriental”, con plaza de comidas y la Funeraria. A dos
cuadras de la plaza estaba la escuela y en la misma manzana, el liceo.
Y a cinco cuadras, la Estación del Ferrocarril Central.
Ese era mi pueblo. Tranquilo, amigable.
Un
verano llegó un forastero de la capital. Un hombre joven, agradable. Se alojó
en el Hotel, alquiló un local junto a la Financiera y colocó en la puerta de
entrada, una chapa que decía: “Notario Público” y debajo una nota: “Se necesita
Secretaria. Imprescindible Dactilografía”.
Se
presentaron al llamado cinco jóvenes. Quedó Laura Martínez, la hija del
boticario, que después de terminar el liceo fue a la “Academia”, donde aprendió
a escribir a máquina.
Laura
y el notario simpatizaron a penas se conocieron. Principalmente Laurita que se
sintió atraída por el joven, por su educación, y su trato afectuoso. El
quehacer en la Notaría creció con rapidez debido a que una vez instalada,
comenzó a trabajar para la Financiera. Tarea que al notario le
obligaba a viajar a la Capital por certificados, dos o tres veces al
mes. De modo que, poco a poco, fue delegando dicha obligación en su
secretaria.
En
una oportunidad, con fecha y hora fijada con anterioridad, la Notaría debía
retirar una carpeta con documentos en la Intendencia de Montevideo,
pues urgía entregarla el mismo día en la Financiera, antes de las 18 horas.
De
este viaje a la capital se encargaría la secretaria. Como había
tiempo, la joven sacó pasaje en el Ferrocarril para las 8 y 30 de la
mañana, que la dejaría en la estación Central a las 12.
Para
volver con tiempo debía tomar el tren que salía de Montevideo a las 2 de la
tarde. De modo que el día fijado tomó el tren hacia Montevideo, se bajó en la
Estación y se dirigió a la Intendencia. Tuvo que esperar más de una hora, pues
según le explicaron faltaba una firma. Perdió por lo tanto el tren del regreso,
no quiso esperar el siguiente porque llegaría pasadas las 18hs. De
modo que sacó pasaje en un ómnibus de la “Empresa Varese” que llegaba al pueblo
a las 17 y 30, que ya estaba por salir.
La joven
subió, se sentó junto a una ventanilla con la carpeta en su falda, el ómnibus
comenzó a moverse, tomó la ruta y ella se durmió.
Mientras
el Notario en la oficina, pendiente de la llegada del ferrocarril,
consultaba el reloj.
A
las 16 y 30 Laura abrió la puerta de la Notaría y entró. Entregó la carpeta al
Notario que la saludó efusivo y la invitó a cenar esa noche en la confitería.
Cuando se iba apresurado a entregar la carpeta le dijo:
—En
seguida vuelvo, Laura, espérame.
—Adiós...
le contestó ella.
A
las 16 y 30, el ómnibus en el que viajaba Laura, tuvo un accidente en la ruta. Al
tomar una curva derrapó y volcó. En el suceso fallecieron tres
personas. El conductor, un pasajero y Laura.
El
Notario se enteró en la Financiera del suceso. Volvió inmediatamente a la
oficina.
Pero
Laura, ya no estaba.
Ada Vega - 2020 -
domingo, 20 de septiembre de 2020
Jugar con la muerte
Ada Vega, edición 2014
jueves, 17 de septiembre de 2020
El Infierno
—Me acuerdo, sí. De la vinería no, de la vinería no me acuerdo. Pero del flaco Fleitas, sí. Cantaba con Racciatti. Me acuerdo de un vals donde nombra todos los barrios de Montevideo!
—Sí, ese mismo. “Barrios uruguayos” se llama ese vals que usted recuerda. La vinería era un local amplio con barra, y varias mesas. En las noches había guitarreada y canto. Los cantantes eran los mismos mozos que atendían las mesas y también algún cliente que se animara.
Una noche Charles, un noctámbulo que andaba en la noche, asiduo cliente de los boliches montevideanos, llegó con un tipo desconocido para los habitués. Se llamaba Jacinto Heredia. Un uruguayo que hacía varios años vivía en España. Era un hombre de unos 40 años. Melancólico. Casi triste, le diría. Había venido por unos días a Montevideo, a vender una casa y unas cuadras de campo que su padre, que había fallecido, le dejara como herencia. Que se le estaba haciendo larga la estadía —explicó—, y había comenzado a extrañar a su familia. De todos modos entre vinos y tangueces, de pronto pidió una viola y se puso a cantar. Cantaba bien el hombre, con sentimiento. Después de tres o cuatro temas, devolvió la viola, y como si se le hubiese abierto la cabeza y la memoria, se puso a conversar. Hablar de la vida, y su sinsabor. Y contó su historia.
Era hijo de un matrimonio de la Coruña, que había venido a vivir a Uruguay en tiempos difíciles de España, y se había afincado en un pueblo del interior. Allí nació él, y dos años después murió su madre de parto, al dar a luz una niña.
Fue una situación muy triste, —contaba—, pues el padre no podía trabajar y cuidar a los dos niños. De modo que un matrimonio joven, vecino y conocido del pueblo, cuya esposa no podía concebir, le pidió la niña para criarla como hija propia. Y así fue, el hombre les entregó la niña, a quien bautizaron como Gabriela y él crio el varón.
Los años pasaron, los chicos crecieron sin saber que eran hermanos, un día sus caminos se cruzaron en el jardín del Amor, y una flecha que Cupido lanzó al azar, los atravesó. Al principio nadie supo de aquel amor juvenil que fue creciendo sincero y apasionado. De todos modos como todo lo que tiene que suceder, sucede. Los padres de Gabriela se enteraron y pusieron el grito en el cielo, prohibiéndole a la joven esa relación. Lo mismo sucedió con el padre del joven, que al enterarse de la situación le contó a su hijo que Gabriela y él eran hermanos.
Jacinto estuvo días y días cavilando sobre qué hacer, si contarle a Gabriela la verdad, y el motivo de sus padres de no permitir la relación de ellos dos; no contarle nada y abandonar el pueblo como un cobarde; o irse lejos y no volver nunca más, para vivir por ahí como un apátrida, sin patria, sin familia y sin amor. Esperando la muerte justiciera porque sin Gabriela, no podría vivir. Pero nada se pudo ocultar, muchos vecinos sabían lo sucedido años atrás, cuando el nacimiento de Gabriela. De modo que la joven se fue enterando, fuera de su casa, de la realidad que estaban viviendo ella y su Jacinto. Una noche salió de su casa sin ser vista y fue a encontrarse con su amor. Llevaba consigo la solución que Jacinto no había encontrado. Sin rodeos le propuso al joven, la idea de irse juntos, una de esas noches, en el primer ómnibus que pasara por el pueblo hacia la capital.
Jacinto estuvo de acuerdo, de modo que le comentó al padre lo que pensaban hacer, y el padre le dio todo el dinero que tenía y el que pudo conseguir. Y los enamorados se fueron. Primero a Montevideo, a un barrio de las orillas. Mientras, los padres de Gabriela denunciaron a las autoridades la desaparición de los jóvenes. Pero nunca tuvieron respuesta.
Pasado un tiempo, Jacinto cruzó el Atlántico y se fue solo a la Coruña donde sabía que tenía parientes. Cuando logró establecerse, le envió el pasaje a Gabriela y se volvieron a encontrar allende el mar.
Pasó el tiempo y los jóvenes enamorados tuvieron 2 hijos. Un día decidieron unirse en matrimonio civil. Y se casaron. El matrimonio entre hermanos está prohibido en Uruguay. De modo que al anotarse y pedir algunos datos al Poder Judicial de Uruguay, la ley los encontró.
Ya habían pasado más de cinco años de la llegada de los jóvenes a España, cuando los citaron. Los hicieron volver a Montevideo y al pueblo donde nacieron. Les ofrecieron una separación mediante un divorcio. Los aburrieron yendo y viniendo buscando una solución acorde a la ley. Cuando las autoridades pensaron que los habían convencido, la pareja dijo que no se divorciarían, ni se separarían. Que seguirían viviendo juntos, trabajando y criando a sus hijos. Y se volvieron a España. Y allá están.
Aquella noche en “El Infierno”, Jacinto Heredia puso fin a su historia diciendo a los parroquianos que lo escucharon en un silencio místico, que confiaba, que en los próximos días podría al fin, volver a su casa de La Coruña.
Ada Vega, edición 2020
martes, 15 de septiembre de 2020
La inalterable ruta de los Reyes Magos
lunes, 14 de septiembre de 2020
Vacaciones de enero
viernes, 11 de septiembre de 2020
Después
La tarde se escurría en la habitación. Los últimos rayos de sol se despedían furtivos, tras los vidrios de la ventana que daba al parque. Mis manos sobre la sábana, sostenían su mano tibia. Dormía en paz. Serena. Se estaba yendo en silencio, sin rencor ni sufrimiento.
Una tarde, cuando supo de su enfermedad, me dijo:
—No quiero sufrir, ayúdame cuando llegue el momento, no me dejes partir con sufrimiento.
—Te amo.
Después, cerró los ojos, su rostro se inundó de luz y se fue de este mundo brutal. Me abandonó.
Me quedé allí, velando su último sueño. Se acercó la enfermera, le quitó la guía de su mano, retiró el suero y cubrió su rostro con la sábana. Me pidió que me retirara, hacía tres días que no me apartaba de su lado, pero quise esperar al médico para que confirmara su deceso.
Se llamaba Marianne y fue el candil que iluminó mi vida. El porqué de mi existencia y la madre de mis hijos. Con ella conocí el amor excelso, la pasión descontrolada. También la desesperación, la angustia, y el dolor más grande.
Nos conocimos en Secundaria. En Preparatorio fuimos novios. Marianne era una chiquilina, inquieta, alegre, muy social. Yo en cambio había sido siempre introvertido, callado. Insociable. De todos modos mi amor por ella dio un vuelco a mi austeridad. A su lado mi carácter cambió. Fui más amigable. Más tolerante. Marianne aprendió conmigo el juego del amor, yo con ella: amar después de amar.
En aquellos tiempos el país entraba en una encrucijada política. Se hablaba de subversión. Marianne y yo acompañábamos a nuestros compañeros del IAVA en marchas de protestas contra el gobierno. En varias oportunidades ayudamos a repartir volantes. Cuando se decretó en el país el golpe de Estado, comenzamos a ver en los diarios las fotos de compañeros buscados por subversivos. Compañeros con los que nunca más nos encontramos.
Un día vinieron a mi casa y me llevaron a mí. Cuando me llevaban me dijeron que “a mi noviecita”, ya la habían llevado esa mañana.
Hacía dos años que estábamos detenidos sin saber uno, qué había sido del otro, cuando fuimos deportados y enviados a Francia.
Nos escoltaron hasta la misma puerta del avión que nos llevó directamente a París, donde vivía una tía, hermana de su madre, con su esposo y sus hijos. Cuando desembarcamos en el aeropuerto parisino, nos estaban esperando. Vivían en el Barrio Latino. Fuimos a su casa y allí estuvimos con ellos, hasta que conseguimos trabajo y nos mudamos a un apartamento amueblado con dos dormitorios, en el Barrio Universitario. En esos días salíamos a pasear y sacarnos fotos. Siempre llevo conmigo la primera foto que le saqué a Marianne en París. Sonríe feliz abrazada a un farol, en el puente Alejandro, sobre el Sena.
Nuestro apartamento estaba en el cuarto piso de un edificio de principios del siglo XX. Tenía dos balcones a la calle, uno en el comedor de la entrada y otro en uno de los dormitorios. Habíamos dejado de estudiar, pero estábamos en París, teníamos trabajo y nos amábamos. Pese a que muchas noches nos despertaban las pesadillas, reviviendo los años de cárcel que habíamos sufrido, vivimos a pleno nuestro amor apostando al futuro.
Me acerqué a la ventana. La noche se había apoderado del parque. Solo los focos de luz de las aceras, filtrándose entre las ramas de los árboles. Solos, por última vez, Marianne y yo en la habitación. Ya nunca más su risa, su cabeza en mi hombro, mi brazo rodeándola, atrayéndola junto a mí. Ya nunca más París y la callecita empedrada del barrio Universitario. Ya nunca más su alegría, su amor apasionado. Su rebeldía.
Antes de cumplir el primer año en el departamento nació Adrián, dos años después llegó Alinee. Nos turnábamos para cuidarlos, llevarlos a la escuela y al club donde hacían deportes. La vida pasa sin que nos demos cuenta. Un día terminaron los estudios, comenzaron a trabajar, se enamoraron y primero uno y luego el otro, se fueron de casa.
Un hombre joven, con un perro, atraviesa el parque. Se cruza con dos enamorados, que lo ignoran. El cielo oscuro y tenebroso deja entrever pocas estrellas, la luna en menguante, observa, disimula y se oculta. Una brisa suave mece las ramas de las araucarias.
Fue en esos días, que Marianne habló de visitar un doctor. Que no se sentía bien, dijo. El doctor le ordenó realizarse varios exámenes. No fueron buenas noticias. Y comenzó un tratamiento largo y penoso. Su médico organizó un simposio. Consultamos medicinas de alternativa. Rezamos.
Ya vino el doctor a firmar el deceso de Marianne. Vienen de la empresa a retirar el cuerpo. No puedo ir con ella. Mañana de mañana, dijeron.
Un día en París me dijo que quería volver a Montevideo. Alquilé un departamento frente al Parque Batlle. Era primavera y todos los días bajábamos juntos a recorrer sus senderos arbolados. Un día no pudo bajar. El doctor habló de internarla. Ella le dijo que no quería internarse, que quería quedarse aquí, conmigo. Él estuvo de acuerdo y recomendó una enfermera bajo sus órdenes, que se instaló en el departamento y fue de gran ayuda para ella e importante soporte para mí.
Después, fue la palidez de Marianne, su lucha por vivir y mi desesperación. Su derrumbe y mi miedo. Su entrega final tras su resignación, y mi impotencia. Y mi llanto escondido. Y mis ruegos a un dios a quien nunca le había pedido nada y que no me escuchaba. Y mis gritos y mi llanto apretados en el pecho. Y los por qué, por qué a nosotros, por qué a ella, por qué no a mí, que nunca fui un hombre bueno. Por qué a ella que siempre fue dulce, buena madre, buena esposa. Por qué me la arrebataba si yo la tenía solo a ella que era mi vida. Por qué, por qué.
Después…ya no hubo otro después.
Ada Vega - edición 2018 (https://adavega1936.blogspot.com/)