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domingo, 12 de septiembre de 2021

La casa encantada de Punta Brava

 


  
         Mucha gente no la conoce, ni siquiera algunos vecinos que la ven como una de las tantas casas deshabitadas que existen en el barrio. Pero está ahí. Misteriosa. Encantada. Habrá quien sonreirá y opinará, escéptico, que  en pleno siglo 21 y ante el disparado avance de la Genética, del ADN y del Genoma Humano, que nos replantea la vida misma, no se puede andar hablando de casas misteriosas o encantadas. Y tiene razón, no se debería. Por eso en el barrio nadie toca el tema. De todos modos, la insólita historia que me contó mi amigo Renzo, me resultó sumamente interesante.

Hacía mucho tiempo que tenía indicios, no corroborados, sobre hechos sorprendentes ocurridos alguna vez en una casa de Punta Carretas y una tarde, sin pensar, me encontré con el tema sobre la mesa.

Renzo, que nació y se crio cerca del Faro, me contó que por aquellos años cuando la segunda Guerra Mundial estalló en el Río de la Plata, solía acompañar a su abuelo Vittorio cuando llevaba a pastar a los caballos a un potrero ubicado en Solano García y Bulevar Artigas,  donde ahora están levantando un edificio. Ya en aquel entonces el abuelo le hablaba de la extraña casa, por cuya puerta pasaban de ida y de vuelta, y de las  lenguas de fuego que corrían a quien intentara poner un solo pie dentro del predio

Renzo observaba aquella casa, con reminiscencias de castillo medieval, y la encontraba hermosa rodeada de plantas y pájaros y aunque le llamaba la atención que nadie viviera en ella no creyó demasiado en su encantamiento hasta la tarde en qué, por su cuenta, decidió investigar qué había de cierto en la  historia que le repetía su abuelo.

Esa tarde esperó a que el anciano estuviese ocupado y salió sigilosamente hacia la casa misteriosa. Al llegar, no bien abrió el portón, una enorme lengua de fuego salió chisporroteando de la casa y lo empujó hacia fuera. Volvió con el pelo y la ropa chamuscada y un julepe que le duró toda su vida. De todos modos no le contó a nadie lo sucedido, por temor a que no le creyeran o lo tomaran por tonto. Tampoco se lo contó a su abuelo, que al verlo con el jopo quemado y sin pestañas, no necesitó de palabras para comprender lo sucedido.

Sin embargo no fue sólo la aventura de Renzo, la ocurrida en aquellos tiempos. Según se supo y se comentó, aquellas fatídicas lenguas de fuego corrieron a más de un despistado y curioso visitante.

Pasado el tiempo sin contar los numerosos gatos de todo tipo y color y algún par de perros sin domicilio conocido, que se habían hecho dueños de la mansión, ningún ser humano osó violar el portón de la casa de los Henry.

Más de medio siglo después, ya sin temor al escarnio, de sobremesa un mediodía en Noa – Noa y observando el mar tras los ventanales, Renzo se animó a contarme aquella historia que llevaba atragantada.

Míster Henry era un inglés nacido en Londres, que había venido al Uruguay por negocios a principios del siglo XX. Después de cruzar el Atlántico  más de una vez, entre el nuevo y el viejo mundo, el inglés decidió un día establecerse definitivamente en nuestro país. Fue así que contrajo matrimonio con una joven uruguaya con quien tuvo cuatro hijos, compró campos en Soriano sobre el “Río de los pájaros pintados” y para allá se fueron a vivir. De todos modos no se quedaron en el campo mucho tiempo pues, cuando los niños en edad escolar requirieron ampliar sus estudios, la familia decidió mudarse a Montevideo, eligiendo para ello el paisaje de Punta Carretas donde mandó edificar una casa frente a “el campo de los ingleses”, hoy: Campo de Golf.

Se puso de acuerdo con los arquitectos señalando gustos personales, acentuando la realización de un gran hogar a leña en el comedor de la planta baja. Su esposa y sus cuatro hijos rechazaron la idea de plano. Preferían estufas eléctricas en cada habitación. Les molestaba el humo, el olor a leña quemada, no lo veían práctico y opinaron que para alimentar esa enorme boca tendrían que vivir acarreando troncos. Por lo que le pidieron al inglés que desechara la idea de la estrafalaria estufa con la cual ellos no estaban para nada de acuerdo.

Míster Henry, pese a sentirse decepcionado, aceptó por el momento la petición de los suyos. Luego, pasado un tiempo y  sin volver a consultar ordenó hacer la estufa a leña en el amplio comedor. Pensó, acaso, que una vez que la vieran encendida, prodigando desde su rincón calor a toda la casa, la aceptarían de buena gana.

Cuando la mansión estuvo terminada, con sus muebles nuevos, alfombras y cortinados, fue a Soriano en busca de su familia. Llegaron una tarde cuando el sol caía detrás del Parque Hotel y desde el mar un viento fuerte soplaba encrespando las olas.

A pesar del mal tiempo la vista de la hermosa casa llenó a todos de alegría. Entraron al gran comedor y subieron las escaleras hacia sus dormitorios, observando complacidos hasta los mínimos detalles.

El padre, en la planta baja, aprovechó el momento para encender la estufa. Llamó entonces a toda la familia y los reunió ante la cálida lumbre.

La esposa y los niños cambiaron de humor. Mientras las brasas se encendían y la llamas comenzaban a elevarse, ellos vociferaban enojados menospreciando aquel hogar donde las lenguas de fuego lamían cálidamente los troncos.

Míster Henry, los escuchaba herido, lamentando la actitud de su familia que rechazaba tan cruelmente aquel deseo suyo hecho realidad.

Las llamas no soportaron más el mal trato. Ofendidas y humilladas crecieron como enormes lenguas de fuego. Se estiraron, salieron de entre los troncos encendidos y fueron uno a uno envolviendo y llevándose hacia el centro del hogar a los niños y a la madre, que desaparecieron ante los ojos aterrados del padre. Luego la estufa comenzó a apagarse quedando apenas unas pocas brasas encendidas.

Al ver la malvada reacción del fuego el padre comenzó a gritarle encolerizado, exigiéndole la devolución de su familia. Maldiciendo a las llamas que se habían llevado a sus hijos y a su mujer. Tanto maldijo e insultó ante la desdentada boca de la estufa que en el instante de apagarse totalmente, brotó una llama rebelde y roja que estirándose fue hacia él y envolviéndolo se lo llevó con ella para desaparecer entre las cenizas, mientras se apagaba la última brasa.

El verano comenzaba a insinuarse. Mientras Renzo le daba término a la  vieja historia de la casa encantada, quedé pensativo observando el sol que declinaba en el horizonte, camino al faro de Punta Brava.

Ada Vega, edición 2001 - 



viernes, 10 de septiembre de 2021

Las campanas de la Catedral

   


A las siete de la tarde las campanas de la Catedral llamaban al Ángelus. Las señoras piadosas de la ciudad se acercaban con sus niños pequeños y sus hijas adolescentes, a rezar el Ave María. Montevideo aún conservaba vestigios de aldea, aunque las cúpulas de sus edificios se elevaban en el inútil impulso de acariciar el cielo. A esa hora, las escasas luces de la Ciudad Vieja, comenzaban a encenderse. El arbolado de la Plaza Matriz, plantado tardíamente a lo largo de sendas pavimentadas, mostraba árboles escuálidos atados a sus tutores. En el medio de la plaza, donde confluían las sendas, se encontraba la fuente de mármol, en homenaje a la primera Constitución de 1830, y en derredor se alineaban bancos y faroles. Yo iba de la mano de mamá. En el camino se unía a nosotras mi madrina, la tía que nunca se casó, que se llamaba Gloria y vivía con mis abuelos en una casona del barrio de La Aguada. Atravesábamos la plaza al sesgo, para desembocar en las puertas de la Iglesia Mayor. Al finalizar el Ángelus el sacerdote elevaba el Santísimo y bendecía a todos los feligreses. Luego nos retirábamos y volvíamos a cruzar la plaza, pero entonces dábamos una vuelta alrededor de la fuente. A mí me encantaba ese paseo, porque la tía y mamá se sentaban en algún banco a conversar y yo me quedaba junto a la fuente a observar a los niños y a los querubines, a los faunos y a los delfines entrelazados, jugando bajo el agua de la vertiente. Por un rato, después del Ángelus, la escalinata y la calle de la Catedral se veían colmadas de gente que se saludaba y conversaba, mientras enfrente, la plaza se convertía en un sarao. Gloria fue la primera en nacer y designada por ello, a quedarse con los abuelos para cuidarlos en su vejez. Fue también, en compensación, la madrina de todos sus sobrinos. Estuvo en mi bautismo y en la fiesta de mis 15, pero no pudo venir a mi boda porque el abuelo es esos días no se encontraba bien de salud. Al poco tiempo cuando el abuelo falleció, siguió solícita, cuidando a la abuela. Un día las campanas de la Catedral dejaron de llamar a oración y las campanas de todas las parroquias de la ciudad, dejaron de doblar. En esos días falleció la abuela, y mi madrina, la tía solterona, la madrina de todos sus sobrinos, la que no se casó nunca, no tuvo hijos, ni conoció hombre alguno, se quedó sola, sin serenatas, ni cartas de amor. Entonces comencé a ir a verla todos los domingos. Había en la casa una cocina a leña que en invierno estaba siempre encendida, y allí nos sentábamos las dos a conversar. Tomábamos mate con café en un mate de porcelana, con flores de colores y filetes dorados. Con una bombilla de plata y oro, que había sido un regalo de boda de mis abuelos; y comíamos unos bizcochos con azúcar negra y pasas de uvas, que ella horneaba para mí, porque sabía que desde niña me encantaban. Cuando nació mi primer hijo, no quise pedirle que fuese la madrina, porque siempre creí que cada niño que amadrinaba era como una nueva condena, un nuevo dolor. Al principio iba sola a visitarla. Después comencé a ir con mi hijo pequeño, después con el segundo y luego con los tres. Las tardes de los domingos fueron una obligación que nunca tuve el valor de abandonar. A mis hijos les gustaba ir, pues había en la casa un fondo grande, donde podían jugar sin peligro y sin molestar. Durante mucho tiempo fui a verla. Sé que ella esperaba mi visita como algo preestablecido, y la hacía feliz. Después, los años pasaron, mis hijos crecieron y yo comencé a quedarme los domingos en mi casa junto a mi esposo. Los años también pasaron para ella que envejeció en soledad, sin pedir nunca nada a nadie. Y una tarde fría de invierno, a la hora en que antaño, las campanas de la Catedral llamaban al Ángelus, mi madrina se fue en silencio. Abandonó este mundo impiadoso, en aquel caserón del barrio de La Aguada.

martes, 7 de septiembre de 2021

Martes Popular

 



Se vieron un martes por primera vez en el cine del barrio. El verano hacía tiempo que se había ido. A las seis de la tarde comenzaba a oscurecer. Entonces el cine encendía el luminoso de luces blancas y brillantes: BELVEDERE PALACE y se iluminaba la calle, la cuadra. El barrio. Al lado había una panadería y en la esquina, de la acera de enfrente, un bar con el horno de pizza junto a una ventana. Allí se detenían los clientes y compraban pizza sin necesidad de entrar al negocio.
Los martes era popular. Con el precio de una entrada entraban dos personas. El cine se llenaba de gente media hora antes de comenzar la función. Se descubrieron al entrar. Se miraron de lejos antes de que en la sala se apagaran las luces. Y siguieron mirándose después, al cobijo de la penumbra. Un sentimiento nuevo, desconocido y peligroso tendía lazos certeros y ataba apretados nudos. Se fueron cada cual por su lado. Daban vuelta la cabeza para volver a mirarse. Sin atreverse, todavía.
El luminoso apagó su luz y su brillo. La calle quedó desierta.
Al martes siguiente pensaron lo mismo: quizás vendría de nuevo. Quizás vendría otra vez. Esa tarde se sentaron en butacas contiguas. Cuando se apagaron las luces no volvieron a mirarse. Estuvieron de la mano y sin hablar, mientras transcurría la función. Y las manos se contaron todo lo que se necesita saber cuando el amor atropella por primera vez. No sé si intuyeron en algún momento a lo que se enfrentarían. Pienso que no. La primera juventud es atrevida, audaz. Valiente. Pero yo, que también iba los martes al cine y vi crecer ese amor desde el pie, admiré a aquellas dos que esa tarde salieron del cine juntas y de la mano y que durante la función del martes siguiente se besaron sin tapujos, como una pareja más de enamorados.


Ada Vega, edición 2012. 




  

Jaque mate

  


   
Serían poco más de las diez, aquella noche de mediados de agosto, había en el aire un anticipo de primavera. Terminaba de dictar clases y me iba abrazado a un montón de escritos para corregir. Bajaba las escaleras de la Universidad y vos subías apresurado. Al cruzarnos, casi sin detenerte, me dijiste que te esperara en el bar donde solíamos reunirnos, pues tenías que hablar conmigo.

Esa noche yo había programado no acostarme hasta terminar de corregir las pruebas. De todos modos entré al bar, encontré una mesa libre junto a la ventana que da a la avenida me senté y pedí un cortado. Nuestra amistad databa de muchos años y si tenías algo urgente que decirme mi deber de amigo era escucharte. No habían pasado diez minutos cuando entraste al bar.
Te sentaste frente a mí y el mozo te alcanzó un café. Estabas alterado. Gesticulabas nervioso. Traté de adivinar el problema que, sin dudas te acuciaba, pero mi imaginación se estrelló ante tu seriedad para revolver el café. Encendí un cigarrillo y esperé a que hablaras. De pronto abriste la boca y de ella las palabras salieron a borbotones.

—Manuel —dijiste sin preámbulo—, voy a dejar a Yanina. No hice ningún comentario y continuaste. —Es una situación difícil, pero no me queda otra salida. Me voy con Estela. Quería contártelo yo antes que te enteraras por otra persona.
Comenzaste a beber tu café. Al principio no supe qué decir. No sé qué se acostumbra en estas circunstancias. Traté de salir del paso con lo primero que se me ocurrió.

—¿Lo pensaste bien?
—Sí Manuel —me contestaste—, Estela me gusta, me siento bien con ella y no quiero perderla ¿entendés? Me sentí confundido y —no, no te entiendo —te dije. Entonces el que no supo qué contestar fuiste vos. Aproveché el lapsus y te pregunté por tu mujer.
— ¿Yanina no está esperando su primer hijo en estos días? 
—Sí —afirmaste. 
—¿Y la vas a abandonar ahora, cuando más te necesita? 
—Manuel —te apresuraste a contestar—, mi relación con Yanina llegó a su fin, no puedo quedarme a su lado porque va a tener un hijo. No te pido que me comprendas, pero las cosas se dieron así. Estela apareció de golpe en mi vida. Estas cosas pasan. No tienen explicación.

Me di cuenta entonces que lo tenías resuelto, que no tenía caso lo que yo pudiera opinar. 
—Decime, Juan, ¿vos la querés a Yanina? 
—La quiero, sí, pero no la amo. Te voy a explicar... 
—No, no me expliques, yo sé la diferencia que existe entre querer y amar. Espero que vos también la sepas y no te equivoques. De todos modos si ya decidiste cómo resolver la situación yo, como amigo ¿qué puedo decirte? 
—No digas nada. Ya renuncié a mi puesto en la facultad y mañana nos vamos del país. 
—¿Te vas del país? ¿Para dónde se van Juan? 
—No me preguntes —me contestaste—, después te escribiré. 
—Pero ¿y tu hijo? —insistí — ¿no te importa lo que pueda ser de él? 
—Yanina tiene pasta de madraza — afirmaste—, no va a necesitar de mí para criarlo.

En ese momento hubiese querido decirte muchas cosas, hasta de moral te hubiese hablado. De hombría. Pero entendí que sólo deseabas informarme, no pedirme una opinión. Te miré a los ojos y te desconocí. Me sentí caer en un pozo profundo donde las palabras y mis sentimientos se entremezclaban. Traté de poner mi mente en orden hilvanando una buena frase que te hiciera recapacitar, pero permanecí mudo. Ausente. Te pusiste de pie y nos estrechamos las manos. Chau Manuel. Hasta siempre Juan. 

Te fuiste sin mirar atrás. Yo pedí otro cortado y me quedé en el bar donde, un par de años atrás, habíamos conocido a Yanina.
Estrenábamos nuestros títulos de Profesores de Español. Siempre fuiste ganador, simpático, entrador. Te sobraban las mujeres. Yanina apareció una tarde con una amiga. Eran estudiantes de la Facultad de Humanidades. Nos impactó a los dos, pero yo no tuve oportunidad vos ya te le habías acercado. Al poco tiempo ella dejó de estudiar y se fueron a vivir juntos. A veces la amistad no nos da tregua. No sólo a Yanina le fallabas, al fallarle a ella me fallaste a mí. Te vi salir del bar y perderte entre la gente. Y por veinte años no te volví a ver.

Hoy llamaste a la puerta de mi casa y a mi hija menor le preguntaste por mí. Te invité a pasar. Ni siquiera me extrañó tu presencia en mi casa. Siempre supe que un día u otro nuestros caminos volverían a cruzarse. Estás igual. Más veterano, como yo, pero al verte se nota que la vida te ha mimado. Conversamos de tu vida y te pregunto por Estela. Que sí, me decís, seguís con ella. Las cosas no resultaron como esperabas, pero bueno, a veces las cosas no se dan. No, no tuvieron hijos. La maternidad nunca estuvo en los planes de Estela. Por lo demás te ha ido bien. Estás radicado en Caracas, viniste por unos días a Uruguay pero ya te volvés. Encontrás hermoso a Montevideo. Todavía lo extrañás. Querés saber de mí. 

—Me casé —te digo—, tengo tres hijos. Quedate a almorzar así conocés a mi familia. ¿Económicamente? Con dificultades, porque la situación en el país está muy complicada. Sigo de profesor en la universidad y doy clases en dos liceos. ¿De mis hijos? Los dos mayores son varones y están en la facultad. La más chica todavía no terminó la secundaria. Mi familia es toda mi riqueza. 
—Vamos —te digo—, pasemos al comedor, mi familia ya está reunida.

—¿Ves, Juan? Estos son mis tres hijos. ¡Yanina! vení amor, acércate, tal vez te acuerdes de este amigo que tuve hace muchos años. Hoy va a almorzar con nosotros.


Ada Vega, edición 2007  - 
 



miércoles, 1 de septiembre de 2021

Amiens

   






En
 el verano de 1920 a poco de terminada la Primera Guerra Mundial, llegaron al puerto de Montevideo, junto a otros inmigrantes, varias familias provenientes de Amiens, ciudad medieval al norte de Francia, hermosa y antigua ciudad de reyes, donde Julio Verne pasó sus últimos años. 

En aquel entonces ya había en Montevideo varias familias venidas de Francia, debido a que los galos han inmigrado a Uruguay desde que nuestro país declaró su Independencia. 

Entre estas familias se encontraban Camille y Nathan Feraud, un joven matrimonio y su pequeño hijo Pierre. Dichas familias llegaron con el propósito de adquirir tierras y radicarse en nuestro país. Con excepción de Nathan Feraud, empleado bancario en su ciudad, quien al llegar compró una casa frente al “río como mar” y allí se estableció con su familia. De modo que su hijo estudió en el Liceo Francés y el señor Feraud fue, por muchos años, ejecutivo en una financiera de la capital.

En setiembre de 1939 irrumpe en el Viejo Mundo la Segunda Guerra Mundial, y Europa llama a sus hombres a integrarse a la lucha. Pierre Feraud que acaba de cumplir 21 años, interrumpe sus estudios, decide acudir al llamado y marcha a  la guerra a combatir por Francia. 

Debe presentarse a su comando en París donde le proporcionan el uniforme y las instrucciones. Tiene 4 días de asueto antes de presentarse ante su superior. De modo que en un tren directo viaja hacia Amiens, la ciudad donde nació y donde aún quedan parientes. Desea recorrer sus calles, ver sus casas y palacios construidos 600 años atrás. 

Llega sin dificultad a la casa de un primo de su madre que vive con su esposa y sus hijos a pasos de la Catedral. El joven se da a conocer y la familia le ofrece la casa para que se quede esos días que tiene libre, antes de ingresar al ejército. Allí Pierre conoce a Denisse, una de las hijas de los dueños de casa. 

Los jóvenes se vieron, se enamoraron, y se amaron sin pérdida de tiempo. Que bajo el estruendo de una guerra todo debe ser resuelto y sin demora. Pues si el Amor se presenta sin previo aviso, es necesario amarrarlo, que nunca se sabe si la muerte pasará antes o después del primer beso, y cuatro días no es poco ni demasiado cuando se tienen 20 años y el ferviente anhelo de vivir un amor inasible y apasionado. 
Los jóvenes viven entonces los cuatro días más intensos de sus vidas. Sin reglas ni barreras. Un amor inolvidable, que marcará sus vidas para siempre.

Bajo la promesa de que al término de la guerra volverá por ella, Pierre vuelve a Paris y de allí, al frente. 
Desde el día de la despedida, los jóvenes amantes comienzan a enviarse misivas casi a diario. 

En los primeros meses de 1940, Pierre es herido en combate, el ejército francés le da de Baja y es enviado a Uruguay. La recuperación es lenta, sin embargo pasado un tiempo con la ayuda de un bastón, vuelve a caminar. Mientras tanto sigue escribiendo a su novia en Amiens, que va poco a poco, y si explicación, dejando de contestar. 

Un día, sin embargo, Pierre vuelve a recibir una carta, donde Denisse le comunica que ha conocido a un joven de su ciudad, de quien se enamoró y con quien se ha casado. Que el amor de ellos fue solo una historia de cuatro días, que no quiere vivir un amor por cartas y que pese a todo, ella nunca lo olvidará. 

Esta aclaración inesperada produjo en el joven enamorado gran dolor y decepción, que manejó como mejor pudo. Pero el tiempo no se detiene. Pierre ha mejorado de sus heridas y retoma sus estudios en la universidad. Vuelve a encontrarse con compañeros de estudio y amigos del barrio. Y también con una novia que tuvo una vez, antes de ir a la guerra. Se llama Carmen y es hija de italianos. La guerra une y desune. Pierre comienza una nueva historia. Apenas recibido alquila una casa y se casa con Carmen.

El 8 de mayo de 1945, tras la firma de la capitulación alemana, en Berlín, finaliza la Segunda Guerra Mundial. 

En 1950 Uruguay es Campeón del Mundo. A fines de ese año Pierre se enferma de una enfermedad grave y muere en pocos meses. Carmen se ha quedado sola. La vida continúa. Y vuelven a pasar los años. Un día decide vender la casa que le resulta demasiado grande, para comprar un departamento en el Centro de Montevideo cerca de los cines y los teatros. Ya hace diez años que Pierre falleció. Uruguay vive días de incertidumbre. 

Carmen comienza a desocupar la casa para venderla. El escritorio de Pierre está cerrado y abandonado. Pocas veces desde que está sola ha entrado allí. Carmen entra, abre la ventana. Recoge y tira papeles, carpetas, amontona libros, tarjetas antiguas, guías de teléfonos. De una guía cae una carta. Está cerrada, es la letra se Pierre, está pronta para enviar. Está dirigida a Denisse y lleva su dirección en Amiens. ¿Por qué le escribiría Pierre? ¿Qué diría la carta? ¿Por qué no la envió? ¿En qué momento, cuándo la escribió? No quiso abrirla. No era para ella. Puso la carta en su bolso. Cerró la ventana. Salió a la calle, fue hasta el correo y la envió recomendada. 

Afuera, había comenzado a llover.

Atardece en Amiens. Denisse prepara la cena en la cocina. Está sola, los hijos no han llegado. El cartero trae una carta. Debe firmar una nota. Viene recomendada. Denisse no entiende, es la letra de Pierre. Deja la cocina y sale a jardín. Sus manos nerviosas rompen el sobre y comienza a leer... 


Cae la tarde, y el sol declina detrás de las torres de la catedral.

Ada Vega, edición 2020 - 


sábado, 28 de agosto de 2021

Fue a conciencia pura

   


Ramón Bustamante se llamaba el hombre. Y aunque siempre fue enemigo de llevar apodos, pues según decía, su nombre de pila y su apellido eran suficiente garantía de su persona, a la sordina en el barrio le decían Matarife porque de joven había sido friyero del Nacional, y desde entonces andaba siempre calzado con un naife largo y fino que daba chucho sólo de verlo.

Vivía en la Villa del Cerro, frente a la Plaza de los Inmigrantes, en una casa de dos patios y fondo con madreselvas que en años de bonanza sus padres levantaron. En esa casa había nacido cincuenta y tantos años atrás. De esa casa se fue un día engrillado y al volver diez años después, con el alma en jirones y sin apremio alguno de enfrentarse otra vez a la vida, la encontró vacía.

En esa época lo conocí yo. Todas las tardes arrancaba caminando, cruzaba el puente sobre el Pantanoso y se venía para La Teja a leer El Diario y a tomar copas en El 126, un café que hacía de largador del 126 de CUTCSA, cuando el recorrido era Aduana, Pantanoso - Pantanoso, Aduana, ubicado en la esquina de Camambú y la avenida Carlos María Ramírez.

El Matarife era un tipo flaco y alto, parco en el decir y lerdo en el andar. Tenía el pelo negro, que ya blanqueaba, largo y lacio cayéndole sobre los hombros y los ojos oscuros de mirada penetrante y fría. Lo recuerdo de lengue y gacho gris, de traje negro a rayas con pantalón bombilla y saco largo y entallado, de sus tiempos de tahura. Opinaban, los que la sabían lunga, que hombres de su laya iban quedando pocos.

De su vida y sus hazañas hubo mucha chamuyina. Que fue tallador de fuste, temido entre los martingaleros, y respetado en el ambiente gurda del escolazo, de aquel orgulloso Montevideo de los años cincuenta. Entrador con las mujeres, escabiador sin límite y pendenciero, supo, sin embargo, mantener la yuta a respetable distancia hasta el nefasto día aquel en que le fallaron todas las predicciones. 

De las historias que de él se han contado sólo sé con propiedad la que todo el barrio repetía y que lo llevó a cumplir una sentencia de diez años en el penal de Punta Carretas, de donde había salido libre, después de purgar su culpa con la sociedad, precisamente en esos días.

Hacía poco tiempo que yo frecuentaba El 126, pues tenía recién cumplidos los dieciocho años cuando el Matarife, después de la cana, volvió al café. Algunos parroquianos lo recordaban y se acercaron a saludarlo. Entró al bar con paso cansino, se acercó al mostrador y pidió una caña. Al reconocerlo el dueño le tendió una mano amistosa por encima del mármol y le dijo:

—¿Cómo anda eso Ramón? y él le contestó con su voz pausada:
—Acá andamos, patrón, en estas pocas, no más.
—Ésta va por la casa, le dijo el bolichero.
—Se agradece, contestó el hombre levantando apenas la copa.

Mientras conversaban lo miré a la cara y la mueca que dibujó su boca me pareció una sonrisa. Era un hombre que imponía. Hasta ese momento no sabía quién era. De todos modos, junto al murmullo que al entrar se levantó entre los parroquianos, oí clarito aquel cuchicheo que lo señalaba como: el Matarife. Recién entonces supe que era cierta la historia que durante años oí contar a mis vecinos de La Teja. El Matarife existía y estaba allí, de pie, tomando una caña con el patrón.

Desde esa tarde todas las tardes bajaba desde el Cerro y se quedaba hasta muy entrada la noche acodado al mostrador. Con el faso apretado entre los labios, a un costado de la boca, y la copa semivacía. Con la mirada extraviada. Cavilando. Que diez años es mucho tiempo de estar a la sombra. Y poco tiempo para olvidar. Algunas tardes se quedaba afuera, recostado en la ventana que daba sobre Carlos María Ramírez, mirando pasar los ómnibus que iban para el Cerro, mientras el sol se hundía lentamente en las aguas del Río de la Plata, y la luna, cómplice de fierro de la rantería bohemia, subía lento hasta el cenit.

A partir de su vuelta la gente del barrio resucitó la historia de amor y de muerte que el hombre protagonizara. Volvieron los comentarios y se agregaron a la historia hechos nuevos que muchos no conocíamos.
Cuando Ramón Bustamante vino al barrio por primera vez, era un facha leonero, laburante de día del Frigorífico Nacional y trashumante en la noche, entre copas y escolazo. Lo trajo de recalada la Carmencita, una piba que conoció una noche en un baile del club Colón, que vivía por la calle Laureles y trabajaba en La Mundial, una textil muy famosa que existía por aquellos años, en Nuevo Paris.

La Carmen era una rubita de ojos celestes, única hija de un matrimonio italiano que había llegado al país en la década del treinta. El tano, apenas llegó al barrio abrió un almacén y se hizo una casita económica, de aquellas que se hicieron en el país bajo la ley Serrato. Y allí vivió toda su vida con su familia. Dicen que dicen, los que llevan un registro en la memoria, que el Matarife se había agarrado con la piba una metida de mi flor. La seguía a sol y a sombra y por ella, empezó a parar en el boliche sólo para estar cerca de su casa. Según cuentan los veteranos que la conocieron, la Carmencita era una gurisa muy bonita y diquera, detalle que al hombre lo ponía como loco, porque siempre andaba algún moscón zumbándole alrededor. De manera que, cuando ya no pudo bancar más la situación de vivir lejos de la muchacha, alquiló una casa y se casó con ella.

Al principio el matrimonio marchaba como una seda. Desde el pique se supo que existía entre los dos terrible metejón, por lo que no se intuía, en las inmediaciones, nada que pudiese alterar la paz y la armonía de la pareja. Sin embargo, no demoró mucho en estallar la primera trifulca entrambos, causada por los celos de Ramón que comenzaron a poner nerviosa a su compañera.

Desde entonces, el matrimonio fue barranca abajo. De entrada, no más, decidió que no fuera más a trabajar a la fábrica para tenerla quieta en la casa. Y aunque él no la atendía de día, por su laburo en el frigorífico, ni de noche, por sus actividades de nochero empedernido, lograron a duras penas, por un tiempo, mantenerse unidos.

Fue un curda canero que una noche le batió la justa en un boliche del Centro. Le dijo entre caña y caña, que era muy noche p’andar tan lejos del barrio. Le tocó el orgullo al Matarife que le contestó de prepo:
—¿Qué andás queriendo decir?
—Que el que tiene tienda que la atienda —se atrevió el tipo. El Matarife lo agarró de la solapa y al curda se le aclaró la mente.
—Seguí hablando, ¿qué tenés que decirme? —le increpó con rudeza. Y el ortiba le tiró a la cara lo que las mentas batían. Que hacía un tiempo andaba un moreno joven, estibador de oficio y diestro cuchillero, rondando a la percanta —le dijo. 

—¿Y qué más?—lo obligó el ofendido.
—Hasta ahí te sé decir. Lo demás es cosa tuya. Y el Matarife, hecho una fiera, empezó a cuidar el nido.

Un día salió para el frigorífico y al poco rato pegó la vuelta. Se quedó, de botón, vigilando desde la esquina. El dolor y la furia le nublaron los ojos cuando vio al moreno salir de su casa. Apuró el paso y le pegó el grito al gavilán que al verlo manoteó su faca. El moreno, que era guapo y no conocía el achique, no esquivó el encuentro. Trató de enfrentar al rival que lo madrugó sin darle tiempo a nada. El Matarife de un hachazo se cobró la ofensa. Difunto quedó el moreno enfriándose en la vereda. A la malvada no quiso verla. Se volvió a la casita del Cerro, frente a la plaza de Los Inmigrantes, a despedirse de los viejos por si no los volvía a ver en esta vida. De allí se lo llevó la yuta. 

Diez años le costó la hombrada. La mina desapareció esa misma tarde. Por algún tiempo nadie supo de ella. Después, alguien dijo que estaba viviendo en el campo con unos tíos. Una tarde, unos meses después, regresó a la casa de sus padres con un niño en los brazos. Con ellos se quedó a vivir, crio a su hijo y cuidó a sus padres hasta que murieron. Cuentan los vecinos que se la veía muy poco. No volvió a casarse, ni se le conoció, jamás, hombre alguno. Y aunque parezca extraño, nunca se enteró el Matarife del hijo que tuvo la Carmen, pues a pesar de que todo el barrio lo sabía, nadie se atrevió a pasarle el dato.

 Al correr el tiempo otras vivencias dejaron el hecho dormido en el pasado. Hasta que una noche, siete años después de su vuelta, mientras conversaba con el patrón en el mostrador, llegó al bar un muchacho muy joven, alto y flaco. De pelo negro, largo y lacio, cayéndole sobre los hombros y de extraños ojos claros que no iban con su traza. Se paró al entrar y preguntó alto y fuerte para que todos oyeran:

—¿Quién es el Matarife? Ramón se dio vuelta despacio mientras contestaba:
—Yo soy. ¿Quién lo busca? Quedaron mirándose de frente.
—¡Ramón Bustamante, lo busca! —le contestó el muchacho. En el boliche no volaba una mosca, esperando los parroquianos la reacción del hombre. Toda la bravura del tahura que fue, se hizo añicos ante la presencia de aquel hombre joven que traía en sus ojos, los ojos de la mujer que amó tanto y cuyo recuerdo aún lo perseguía. El muchacho continuó:

—Mi madre antes de morir me pidió que lo buscara para que supiera, nada más, que tenía un hijo. Ella murió ayer. Vine a cumplir con la promesa. Dio media vuelta y se fue sin esperar respuesta.
Ni una sola palabra acertó a decir el Matarife. Era indudable que todo el pasado volvía a golpearlo con aquel muchacho que había venido a gritarle su paternidad. Un par de conocidos se acercaron a tomar con él en el mostrador.

A partir de esa noche lo comenzamos a ver nervioso, confundido. Conversaba con uno, con otro. Indagaba, quería saber más. Varios días estuvo Ramón hablando de aquel joven que decía ser su hijo. Le apenó la muerte de la que fuera su esposa, sin embargo, en el café nos dimos cuenta que enterarse de la existencia del hijo le había aligerado el corazón.

Una tarde lo encontramos más callado que nunca, abstraído en sus pensamientos. En el bar respetamos su silencio. La noche se había ido a baraja cuando pagó y salió caminando hacia la calle Laureles. Se detuvo frente a la casa de Carmencita. De entre los postigos de la ventana se filtraba, tenue, una luz. Alguien, al pasar, lo vio golpear la puerta de calle y esperar allí, confiado, el dictamen que, por segunda vez, le decretaba el destino.

Ada Vega, edición 2007 -
 
 

viernes, 27 de agosto de 2021

Amado Nervo

 



                       AMADO NERVO en Montevideo - Uruguay

         27 de agosto 1870, México - 24 de mayo de 1919, Montevideo



"Cuando Amado Nervo conoció al Uruguay y Uruguay conoció a Amado Nervo, ya habían acontecido en la vida del poeta, los dos mayores sucesos de su vida. El hallazgo de su amada y la partida definitiva de su gran amor.

En diciembre de 1918, luego de acreditarse en Buenos Aires, viajó a Montevideo y presentó aquí credenciales al entonces Presidente doctor Feliciano Viera, acreditándose como representante diplomático de México, con el rango de Ministro Plenipotenciario.

Por entonces nuestra ciudad tenía una vida intelectual activísima, y la llegada de una figura de renombre mundial, joven aún (tenía 48 años), agradable con dones de caballero sin excesos, centro de toda reunión, poseedor de una cultura excepcional, que atraía y mucho a las mujeres y todo eso en las vísperas del Congreso Americano del Niño, se le comprometió para una conferencia que se esperaba con ansiedad y cuyo producto tenía un destino benéfico.

Lamentablemente, nunca disfrutaría Montevideo de ese privilegio. Amado Nervo tomó un departamento en el lujoso Parque Hotel, inaugurado diez años antes. Se alojaba también en el Hotel, el Secretario de la Legación, Dr, Enrique F. Freysman. No había reunión importante donde Nervo no estuviese presente. En el campo literario, Montevideo vivía, merced a Amado Nervo, una temporada inolvidable en todo el verano de 1919

El pleno reinado del romanticismo, las mujeres no contenían las lágrimas cuando el eximio poeta recitaba:

“La cita”.

¿Has escuchado?

Tocan la puerta…

La fiebre te hace

Desvariar.

—Estoy citado

con una muerta,

y un día de estos ha de llamar…

Llevarme pronto me ha prometido;

A su promesa no he de faltar…

Tocan la puerta. ¿Qué? ¿No has oído?

—La fiebre te hace desvariar…

………………………

O aquella “Gratia Plena”:

Todo en ella encantaba, todo en ella atraía:

Su mirada, su gesto, su sonrisa, su andar…

El ingenio de Francia de su boca fluía.

Era “llena de gracia” como el Avemaría:

¡Quién la vio no la pudo ya jamás olvidar!

………

……...

¡Cuánto, cuánto la quise! Por diez años fue mía;

Pero flores tan bellas nunca pueden durar!

Era llena de gracia como el Avemaría,

Y a la Fuente de gracia de donde procedía,

Se volvió…como gota de agua vuelve a la mar!

……………………………………….

O aquel grito de angustia, remordimiento y rebeldía del poema:

”Por miedo”.

La dejé marchar sola

…y sin embargo, tenía

Para evitar mi agonía,

La piedad de una pistola.

Tuve miedo, es la verdad;

Miedo sí, de ya no verla,

Miedo inmenso de perderla

Por toda una eternidad.

Y preferí no vivir,

Que no es vida la presente,

Sino acabar lentamente,

Lentamente de morir…



Mayo de 1919, en Montevideo se celebraba el Congreso Panamericano del Niño y Nervo era el delegado de su patria. Para el martes 20, estaba programada una conferencia del poeta con fines benéficos. Sin duda, el acto iba a constituir un acontecimiento cultural. Nervo estaba enfermo. Y hubo de postergarse la conferencia, que ya no se realizaría más. Su par, Rubén Darío, había muerto tres años atrás. La bien amada, Ana Cecilia aquella que le hizo exclamar: “La trenza que le corté y que celoso guardé…” reposaba desde el 8 de enero de 1912, en el cementerio madrileño, cerca del Guadarrama. En sus confidencias Nervo lo ha dicho, sufría el remordimiento de lo que él llamaba su cobardía. Por el largo período que fue desde el último día de agosto de 1902 en que la conoció hasta su muerte más de diez años después, casi nadie supo de aquellos amores; vivieron una intimidad en secreto. Nunca la sacó de la sombra. Fue solo de él. Pero la conciencia le reprochaba no haber tenido la decisión de colocarla en su plano social. Cuando dijo su secreto, fue gritándolo. Con desgarramiento. Y el eco fue un trueno y el perdón de ella vino en la inmortalidad de su confesión pública. Ese libro se llamó “La Amada Inmóvil”.

Y cada mañana los diarios informaban con pesimismo. Todos intuían que aquel hombre extraordinario, gloria de la poesía junto con Darío, en la Américas y en España, declinaba inexorablemente.

El secretario de la Legación no dejaba ni un momento solo al enfermo. Desde Buenos Aires había llegado un sobrino de Nervo. Cuenta el biógrafo del poeta, su compatriota Hernán Rosales, que cuando se acercaba inexorable la hora definitiva, un destacado artista uruguayo, muy católico, le propuso al enfermo la presencia de un sacerdote.

Nervo aceptaba siempre que no hubiera confesión. Insistió el uruguayo amigo y el secretario, ateo convencido, le solicitó que cesara en sus intentos. Cuando el Dr. Freysman se alejó buscando un medicamento que no se podía hallar, nuestro compatriota vino con un jesuita.

Nervo aceptó una imagen de la Virgen de Guadalupe. La mantuvo entre sus manos y en ese momento retornó el secretario de la Legación y exigió la terminación de la visita. El poeta pidió ver el mar, abrieron una ventana y desde el 2º piso del Parque Hotel contempló brevemente el río. Corría una brisa fría, de modo que comenzaron a cerrar la ventana. Eran las 9 y media de la mañana del sábado 24 de mayo de 1919. Amado Nervo había muerto.


Al conocerse el deceso del poeta, el Parlamento celebró una sesión urgente. Esa misma tarde, la Asamblea General, por unanimidad, aprobó un proyecto de ley disponiendo que las exequias se llevaran a cabo en la puerta de la Universidad, que los honores a tributarse fuesen los de Ministro de Estado, que se le llevara provisoriamente al Panteón Nacional y que en una nave de guerra se le trasportase a México. El presidente de la Asamblea era el Dr. César Miranda literariamente “Pablo de Grecia” poeta destacado, firmaba como Prosecretario el Dr, Raúl Jude. Y ese mismo día a las 8 de la noche, el Poder Ejecutivo con la firmas del Presidente de la República, Dr. Baltasar Brum y los Ministros, Dr. Daniel Muñoz y Gral. Guillermo Ruprechet, promulgaba la ley.

Toda la tarde y una noche, se veló el cadáver en las puertas de la Universidad, con las puertas de la Universidad orladas de negros crespones. Las banderas de Uruguay y de México, desde el piso alto, llegaban hasta el suelo de la vereda. El féretro totalmente cubierto de flores. Y los aspirantes navales, rindieron permanente guardia de honor.

En una cureña, el ataúd fue conducido al Cementerio Central. Y antes de depositarlo en el Panteón Nacional, hablaron don Juan Zorrilla de San Martín, el Ministro brasileño Dr. Cyro de Acevedo y por el Poder Ejecutivo el Dr. Daniel Muñoz. Terminada la ceremonia fúnebre, se comenzaron los planes para dar cumplimiento a la ley que mandaba llevar a su patria los restos del poeta.

Nuestro gran escultor propuso construir un gran ataúd de mármol nacional, el que tendría encima, en bronce, el rostro del poeta. La concepción era enorme, y de hecho aquello iba a ser ataúd y mausoleo. Aceptada la idea, se destinaron materiales y marmolistas del Palacio Legislativo, entonces en construcción, y bajo la dirección de Zorrilla, en jornadas multiplicadas, se finalizó obra tan inusual.

Entre tanto, por canales diplomáticos, se elaboró un plan a nivel continental. Y así fue como, llegado el momento de la zarpada, el crucero “Uruguay” recibió a bordo aquel féretro marmóreo de tonelada de peso, que fue embarcado con honores militares. Comenzó a navegar nuestro crucero, llevando a bordo a toda la Escuela Naval. Le prestaba escolta con la misma Escuela argentina, un crucero del país hermano. Al llegar a Río, el “Barroco”, con futuros marinos brasileños, se sumó al convoy. Ya frente a Cuba, el crucero “Patria”, con los cadetes navales cubanos, se unió a aquella quizá nunca vista escuadra naval. Y frente a las costas venezolanas, un barco de guerra de ese país, con la Escuela naval a bordo, siguió la estela de las otras naves.

En un reportaje que realizamos en 1941 al entonces Jefe de la Misión Diplomática Mexicana en nuestro país. Dr. Del Río, nos decía que “México nunca podría olvidar la apoteosis montevideana junto a los despojos del poeta Amado Nervo, y la grandiosidad de una travesía marítima sin antecedentes en el mundo, llevando en un buque de guerra uruguayo, que escoltaban naves de las Armadas de cinco naciones americanas, un gigantesco féretro de mármol con los restos de uno de los mayores poetas nacidos en tierras de habla española”.

De lo que fue aquello tan singular y memorable, los sucesivos encuentros con otros muchachos de las Armadas de Países sudamericanos, la llegada al puerto de Veracruz, en México, el viaje de las cinco Escuelas Navales, por tierra, rumbo a la capital, en convoyes ferroviarios que, en plena revolución de Zapata, tuvieron que ser protegidos, marchando delante en avanzada de un kilómetro, una locomotora – exploradora. De toda aquella peripecia tenemos relatos de algunos actores de la extraña expedición. A la hora de entregar definitivamente a su patria, al gran poeta, los mejicanos presenciaron un espectáculo de una naturaleza como quizá no existan parangones. Eran otros tiempos. Y la criatura humana tenía otras reacciones. Había sitio en el mundo para los poetas. Y había quien agonizaba de amor.

En el bosque de Chapultepec, reposa el poeta en el ataúd – mausoleo, construido de mármol uruguayo por José Zorrilla de San Martín y sus colaboradores, los marmolistas que en la época trabajaban en la obras del Palacio Legislativo. con la inscripción al pie: "Al poeta Amado Nervo- Uruguay”.


Texto extraído del libro·"Unas Crónicas Históricas." de Juan Carlos Pedemonte,
 periodista y escritor uruguayo. 1911 - 2003.