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jueves, 13 de enero de 2022

Las gemelas

 

La tía Pilar vivía a unas cuadras de mi casa. En una casa oscura, antigua y romántica; con paredes muy altas y techos de bovedilla. Tenía diez habitaciones, y pequeñas salas diseminadas entre ellas. Un comedor enorme con balcones cargados de flores que daban al jardín, y un sótano de gran tamaño, donde habitaban los espíritus de los familiares muertos, que olía a un sahumerio dulce y picante que revolvía el estómago, alteraba la cabeza y hacía correr por las venas voraces sensaciones prohibidas.
El sótano tenía una puerta de doble hoja, que permanecía arrimada y sin llave, donde sólo cada tanto, entraba la abuela. Era ella la encargada de dejar en ese territorio místico, algún mueble fuera de uso, juguetes de niños que crecieron, cartas viejas, documentos vencidos. Espejos.
A pesar de que los niños teníamos la entrada prohibida, mi hermana Ester vivía fascinada por aquella puerta entreabierta, que intentó mil veces cruzar, arrastrándome a mí, y la cual estoy segura, logró, en aquellos días, sortear más de una vez.
Como antes dije, era una casa antigua y romántica. Con aquel romanticismo escondido en los patios con glicinas, hacia donde abrían sus ventanas la mayoría de las habitaciones.
En esa casa de fines del siglo XIX, habían vivido mis abuelos y criado a sus hijos. Pilar era una de las hijas menores. Nunca se casó. Cuando murieron mis abuelos a pesar de que mamá le pidió que viniese a vivir con nosotros, ella prefirió quedarse sola en aquel caserón.
También dije que la casa de los abuelos era oscura. Varias de sus habitaciones tenían ventanas hacia los patios interiores dónde no llegaba el sol. Además, los árboles del jardín eran muy frondosos y sus ramas le robaban la luz del día.
Esto no alcanzó a preocupar a la tía Pilar que nunca hizo buenas migas con la solana, ella prefería la penumbra, por eso entornaba los postigos de las ventanas como temiendo que entrara la luz, y la cegara.
Mi hermana Ester y yo íbamos casi a diario a ver a la tía. Mamá nos mandaba con pan casero, un bollón con mermelada o pasteles de dulce membrillo. Cada vez que cocinaba algo especial le llevábamos a la tía. Al llegar nos quedábamos junto al portón de la vereda y la llamábamos a gritos: ¡tíaaa...! El portón tenía un candado y cuando nos oía desde la casa, venía sonriendo a recibirnos. Era bonita la tía Pilar. Tenía breve la cintura, las piernas largas y los pies pequeños. Los ojos como la miel y peinaba su cabello oscuro, en un moño trenzado sobre la nuca. Con su vestido de pana azul, de manga larga y cuellito de encaje blanco, sentada en su salita junto al ventanal, semejaba una pintura barroca del siglo XVII.
Cuando entrábamos a la casa nos sentábamos en la sala donde ella bordaba. Usaba sobre su falda un redondo bastidor de pie y sobre él sus delicadas manos entretejían los hilos formando preciosos dibujos.
En una de las paredes de la sala había un espejo muy grande con el marco dorado, formado de flores y hojas en relieve —que según mi madre nunca había visto antes, ni sabía cuándo ni quién lo había puesto allí—, en el que veíamos a la tía reflejada sobre su bastidor. Nosotras, sentadas frente a ella, tomábamos guindado casero en unas copitas de cristal tallado y comíamos unas galletitas que la tía sacaba de una caja cuadrada que estaba sobre el piano. Un piano recto, color borra de vino, que nunca supimos si tenía teclas o no, pues jamás lo vimos abierto.
Mi madre nos contó una vez que Pilar había tenido una hermana gemela llamada Analí, que había muerto a los diecisiete años, y que la tía nunca logró reponerse de esa pérdida. Contaba mi madre que las gemelas se adoraban, que tocaban el piano a cuatro manos y que Analí escribía versos.
En aquellos años las jóvenes comenzaban a preparar su ajuar, aún antes de tener novio. Según decía, a Pilar le encantaba bordar de manera que para que su hermana gemela escribiera sus poemas, ella bordaba el ajuar de las dos.
La muerte inesperada de Analí enlutó y llenó de congoja a toda la familia. Principalmente a Pilar que sintió que la hermana gemela se llevaba con ella la mitad de su ser. Sin embargo, a pesar de que desde entonces vivió recluida, sin salir más allá de los límites del jardín, conservó siempre el carácter afable y nunca descuidó su persona.
Una tarde, con mi hermana Ester, fuimos a llevarle un bollón de dulce de ciruelas, que mi madre había preparado. Mamá había estado un rato antes; parece que al irse el candado no quedó bien cerrado y, al encontrarlo abierto, entramos sin llamar. Atravesamos el jardín y, al acercarnos a la puerta de entrada, oímos voces. Extrañadas miramos por el ventanal entreabierto: la tía Pilar, sentada ante su bastidor bordaba como siempre. El espejo reflejaba su imagen. ¡No! No era su imagen. Aquella Pilar no bordaba, leía poemas de un libro que sostenía entre sus manos. Pilar, mientras bordaba, la escuchaba sonriendo...
Nos volvimos con el bollón de dulce. Desconcertadas. Mamá no nos quiso creer cuando se lo contamos con lujo de detalles. Asumió que éramos unas aparateras que nos imaginábamos cosas. Que vivíamos en la luna, nos dijo medio enojada, que no servíamos ni para hacer un mandado. Que, aunque hubiésemos encontrado el portón abierto deberíamos haber llamado igual. Y que, en resumidas cuentas, no habíamos visto lo que creímos ver. Tanto énfasis puso mi madre en convencernos de que estábamos equivocadas, que al pasar el tiempo llegamos a creer que en realidad, como ella decía, no vimos lo que vimos. Pasaron los años, nosotras crecimos y, un día, la tía Pilar murió. Nosotras la acompañamos hasta el final.
Después del entierro, pasados unos días, volvimos a la casa de los abuelos con mamá. No me gustó ir. Al abrir el portón sentí como si un gran desamparo saliera a nuestro encuentro. Tanta soledad y silencio. No sé por qué, sentí que entrar en aquella casa era como una profanación. Mamá entró con gran serenidad, Ester y yo la seguimos. En la pared de la salita donde antes había un espejo, se encontraba un cuadro con el marco dorado formado de flores y hojas en relieve. En él, semejando una antigua postal, las dos gemelas con sus vestidos de pana azul y cuellitos de encaje blanco. Una bordando, la otra leyendo. Las dos sonriendo.
Mi madre no conocía la existencia de ese cuadro, jamás lo había visto. No encontró una explicación razonable, y si la encontró evitó comentarla. Ordenó algunas cosas, trancó puertas y ventanas y, sin mencionar el cuadro de las gemelas, nos fuimos.
La casona permaneció cerrada mucho tiempo, de todos modos, los vecinos comenzaron a murmurar. Decían que se oían ruidos en la vieja casa, risas, voces y el sonido de un piano. En mi casa no le ponían atención a esas murmuraciones, sin embargo mi hermana Ester decidió, un buen día, ponerse a investigar —creo que ella sabía de qué se trataba—.
Mamá guardaba los dos rosarios de cuando las gemelas hicieron su primera comunión. Dos rosarios de cuentas blancas que mi hermana encontró revolviendo entre antiguos recuerdos.
Todas las acciones que emprendía mi hermana Ester, las hacía conmigo. Hacíamos los mandados, estudiábamos, íbamos a pasear y al cine, siempre las dos juntas. A pesar de que éramos muy distintas. Ester era muy movediza, muy curiosa, muy lanzada. Por el contrario yo, soy sumamente tranquila, no soy curiosa, no pregunto. No me gusta arriesgar. De todos modos, en todo lo que ella hacía me involucraba. Yo la seguía por costumbre o porque ya estaba establecido, quizá desde antes de nacer, que fuese así. Una tarde, con el sol todavía alto, me puso un rosario de collar, se colocó ella el otro y me dijo muy seria: vení. Y salimos las dos, rumbo a la casa de la tía Pilar. Mi hermana caminaba muy decidida, yo la seguía sin muchas ganas dos o tres pasos más atrás. Llegamos a la casa, abrimos el portón —que chirrió como quejándose—, y atravesamos el jardín. Ester abrió la puerta y entramos. Se acercó al ventanal y, casi con violencia, abrió de un golpe los postigos. Un rayo de sol, como un puñal, rasgó la oscuridad de la habitación clavándose, con atrevida arrogancia, en el cuadro de las gemelas. La luz inundó el recinto. Mi hermana frente a las gemelas, con una firmeza que no le conocía, más que hablar les ordenaba: ¡Bueno, Pilar, Analí, es suficiente! Ha llegado la hora. Deben irse, esta casa ya no les pertenece. Abandonen el mundo terreno. Asustan a los vecinos. ¡Les ordeno en el nombre de Dios que se vayan!
Dejó los dos rosarios sobre el piano, cerró el ventanal y nos fuimos. Yo no sé si las gemelas la escucharon, lo que sí sé es que cuando al mes volvimos, los ruidos y los murmullos habían cesado. Todo estaba en calma, los rosarios habían desaparecido de encima del piano y en la pared, impasible, brillaba el antiguo espejo.
Esto que cuento sucedió hace ya muchos años. Mis padres fallecieron y también mi hermana Ester. Me he quedado sola. Por eso vine a vivir a la casa de los abuelos. Hice limpiar el jardín y dejé en el sótano, muebles que ya no volverán a usarse, juguetes de niños que crecieron, cartas viejas, documentos vencidos...
Todo está como antes. He retomado en el bastidor los bordados que al morir dejó sin terminar la tía Pilar. Estoy bien, soy feliz, no estoy sola.
Ester, mi hermana gemela, me acompaña desde el espejo.

Ada Vega edición 2005  - 
 

miércoles, 12 de enero de 2022

Qué visión mi vieja!

 

          


Y la vieja me lo decía... ¡Qué visión, mi vieja!, ¡las calaba en el aire! Si llegué soltero a los cuarenta y dos años, fue solo gracias a mi vieja. Fue la que siempre me abrió los ojos, tate tranquilo. ¡No me dejaba ensartar así no más! Desde chico, fijate vos. Me acuerdo en la escuela con la María del Carmen. ¿Te acordás vos de la María del Carmen? Vivía por Heredia pasando el almacén de Abediz, dos o tres casas más arriba. Estábamos en cuarto año de la escuela Yugoslavia. ¡Qué linda era la María del Carmen! Tenía el pelo negro y unos ojos grandotes. Nos sentábamos en el mismo banco, me prestaba el sacapuntas, los lápices de colores. Era la hija de don Fermín, el peluquero que tenía la peluquería frente a la plaza Lafone. Íbamos juntos a la escuela, ella me esperaba en la puerta de la casa yo pasaba y nos íbamos los dos. Un día cuando volvíamos le agarré la mano, y bueno, desde ese día se sobreentendía que éramos novios. Veníamos siempre de la mano. Hasta que mi vieja se enteró. 

Le tomaron el pelo en el almacén. Le dijeron que en cualquier momento yo me casaba con la María del Carmen. ¡Para qué se lo habrán dicho! Me acuerdo que estaba haciendo un mapa en la mesa de la cocina, me agarró de sorpresa y me empezó a dar como quien lava y no plancha. Yo pensé: — ¡Zas, se dio cuenta de la maceta que rompí con la pelota! Después que me curtió a sopapos me dijo: — ¡Yo te vi´a dar amores a vos! No entendí nada y no quise preguntar, no fuera que empezara la biaba de vuelta. Recién cuando vino el viejo supe por qué me la había ligado. Le contó entre mate y mate, de mis “amores” con la hija del peluquero. El viejo canchero se reía: 
—Hijo e’tigre, dijo. No pudo seguir hablando porque la vieja le tiró con un repasador por la cabeza, que era lo que en ese momento tenía en la mano, porque si hubiera tenido la plancha... 
— ¡Tigre!, le dijo ofendida, ¡si querés mate sebátelo vos! 

En la cocina de mi casa vino a terminar mi romance con la María del Carmen. Me tuve que cambiar de banco en la escuela, y así perdí mi primer amor. De ahí en adelante gurisa con la que me veía, gurisa que me la sacaba limpita de la cabeza. Que, ¡mirá como se pintarrajea! Que, ¡qué gurisa más flaca, debe ser enferma! Que, ¡mirá esos pelos! ¿La madre no la ve cómo anda? Que, ¡si ya anda fumando, lo que no hará después...! Se ve que yo no sabía elegir, vos sabés que yo para las mujeres siempre fui medio tronco. ¡Menos mal que siempre tuve a la vieja! Una vez como a los dieciocho años me había corrido a una novia y el viejo, ¡pobre viejo! Se enojó, vos sabés, y le gritó: 
— ¡Dejá a ese muchacho que se arregle solo con las mujeres, querés!¡Ya es un hombre, caramba! ¡Así no se va a casar nunca! Y la vieja le dijo: 
— ¿Ah sí? ¿Y si se clava? Y él le contestó: 
— ¡Si se clava, que se clave, no va a ser el primero ni el último, ¡qué embromar! La vieja lo retrucó al vuelo: 
— ¡Callate mirá!, mientras me tenga a mí no se va a clavar, ¡eso te lo garanto! 

Una santa mi vieja. Si yo le hubiese hecho caso ahora no andaría penando por una mina... ¡Ay Alicia, Alicia...! Si llegué soltero a los cuarenta y dos años fue gracias a mi vieja, pero todo se termina en la vida. Una noche en la cantina de los “gauchos” me encontré solo. Le pregunté al cantinero: 
— ¿Dónde están todos? 
— ¿Todos quienes? Me dijo. 
—Los muchachos, mis amigos. 
—Pero Julio, ¿vos no te diste cuenta de que se casaron? Se fueron casando, tienen hijos, ¡los gurises atan mucho! De tu barra el único que queda todavía es el solterón ese que trabaja en la Aduana. 
— ¿Solterón? Si el flaco no tiene ni cuarenta años. 
—Y bueno, si pasó los treintaicinco y no se casó, es un solterón. Los muchachos se casan jóvenes, si se casan muy veteranos ¿cuándo van a tener los hijos? 

Recién ahí se me cayó el telón ¿podrás creer? Yo podría tener hijos terminando la escuela. Podría ir al Paladino con un varón que llevara puesta la camiseta amarilla y roja de los Gauchos del Pantanoso, una hija de quince años o de dieciocho, ¡un punterito debutando en la Primera de Progreso! ¿Te das cuenta? Me olvidé de mi vieja y me puse a buscar novia de apuro. Fue cuando conocí a la Alicia. Viajábamos en el 126 cuando íbamos a laburar. Siempre la vichaba. Yo lo tomaba acá en Humboldt, y ella subía en Berinduague y José Castro. Una mañana tuve flor de bronca en el laburo por llegar tarde. Me había bajado con ella en Uruguay y Andes y la acompañé hasta el trabajo. Laburaba en un taller en Andes y Canelones, caminamos, conversamos y quedé en esperarla a las siete cuando saliera. 

¡Qué mina bárbara la Alicia! Buena de verdad y linda. ¡Qué linda que es la Alicia!... A mi vieja no le dije nada ¡no fuese que me la corriera! Como el asunto iba en serio ¡yo me quería casar! Una noche fui a la casa a conocer a la familia. ¡El padre macanudo! Jubilado de la ANCAP. Tenía una hermana más chica que estudiaba y un hermano casado que vivía por Belvedere. La madre, no te cuento, una doña buenísima que cocina como los dioses. ¡Hace unos ravioles caseros...! Me trataron como a un rey. Antes del año estaba todo pronto para el casorio. El padre de la Alicia dijo que nos quedáramos a vivir allí, que la casa era muy grande y que había lugar de sobra. Bueno, un par de meses antes le dije a mi vieja que me casaba y me iba. 

Le costó un poco entender, se lo repetí tres veces: no me habló por un mes. Un día rompió el silencio para decirme que nos quedáramos a vivir en casa, que si no se quedaba muy sola, que allá en lo de la Alicia éramos muchos, que... El viejo con los ojos muy abiertos me hacía que no con la cabeza y trató de decirme algo, yo no entendí y la vieja no lo dejó hablar. A mí me dio no sé qué, sabés, porque la vieja se puso a lloriquear; y bueno, yo por no irme así de golpe le dije a la Alicia de quedarnos a vivir en casa, y la piba que es de oro y me quiere de verdad me dijo que sí. Nos casamos y nos vinimos a vivir con los viejos. Iba todo chiche bombón. La vieja nunca le vio nada malo a la Alicia. Nunca me habló mal de ella. ¿Qué iba a decir? ¡Si la Alicia es oro en polvo! Es lo mejor que he tenido en la vida. Yo no sé cómo pude vivir tantos años sin ella. Y la otra noche... ¡Me dejó! Cuando vine del laburo no estaba. Fui a la pieza y faltaba la valija de la luna de miel y toda la ropa de ella. 

— ¡Vieja!... ¿Y la Alicia? 
—No sé. Hoy juntó sus cosas y se fue. No me dijo ni una palabra. 
— ¿Qué se fue? ¿Cómo que se fue? ¿Por qué? ¿Qué pasó vieja? 
—No sé. Yo no sé nada. 
—Pero ¿vos le dijiste algo? ¿Discutieron? 
—Yo no le dije nada. A mí no me metás en líos con tu mujer. Pero yo esto lo veía venir. ¡No se habrá podido adaptar...! 
—A mí nunca me dijo nada, nunca se quejó. Yo pensé que estaba todo bien. 
—Vos nunca pensás. Si pensaras un poco más te darías cuenta de muchas cosas. Siempre te he dicho que las mujeres son astutas, arteras, ¡decí que vos me tenés a mí! 

— (¿Tendrá razón la vieja? ¿Se habrá aburrido? ¿Extrañaría su casa? ¿Y por qué no me lo dijo? Si yo vivo para ella. Hago lo que ella quiera. ¿Quiere vivir en la casa de ella? Y vivimos allá, ¿qué problema hay?... ¡ Y se fue llevándose los hijos que no me dio! Los hijos que soñamos, que pudo darme. ¿Y yo qué hago ahora sin ella?) 
—Y bueno, si se cree que voy a ir a buscarla, no me conoce. Ya va a volver. El que se va sin que lo echen vuelve sin que lo llamen. 
—Sentate en este banquito, por si demora, dijo el viejo. 
Y la vieja me lo decía... ¡Qué visión, mi vieja! Yo por no hacerle caso... ¡Mire que son retorcidas las mujeres!... ¡Qué te tiró! Mala suerte ¿qué le voy a hacer? Y decía que me quería... ¡Y se fue! Está bien. Mejor así. Que se vaya con la madre... Si allá está mejor... ¡Que me importa! Yo me quedo con mi vieja. ¡Ella sí que me entiende! Paciencia, si no era para mí, no era para mí y chau. ¿Qué le voy a hacer...? 
¡Pero mirá vos lo que son las cosas, salí a caminar sin rumbo y estoy a una cuadra de la casa de la Alicia! ¡Pucha digo, tengo unas ganas de verla…! 

Y bueno vieja, vos sabés que yo con las mujeres nunca supe, que soy medio tronco. Sí, también sé que vos me querés más que nada en el mundo. Que tenés miedo de perderme. Pero yo ya no soy un botija, soy un hombre, ¿entendés?, quiero tener mi vida. A mí nunca me vas a perder. Yo voy a ser siempre tu hijo, pero ahora soltame un poco, dejame ir con la Alicia, porque yo sin ella vieja, no puedo, no quiero vivir. Perdoname... 

¡Aliciaaaa...! 

Ada Vega, edición 1995


martes, 11 de enero de 2022

Mi amiga Margarita

 







Cuando mi amiga Margarita plantó bandera en su casa y dijo ¡basta!, decidió que sería pintora. Toda su vida había soñado con los lienzos, los pinceles y las mieles de la fama, de manera que cuando se cansó de andar delante de su marido, pues vivió sacándole las castañas del fuego, y atrás de sus hijos —el Beto y la Marianita— que antes de los diez años se le fueron de las manos y antes de los veinte se le fueron de la casa, se compró los primeros pinceles y se puso a pintar como una loca.
Convencida de que había perdido a sus hijos, pues por más que trató de mil maneras no logró retenerlos en el hogar, pero que, en cambio, conservaba a su marido que, aunque le rogó primero y lo amenazó después, no logró nunca que se mandara mudar y la dejara seguir sola su azarosa vida, guardó las ollas y desconectó la cocina, porque un artista que se precie de tal no puede ponerse a cocinar y lavar platos que para algo se inventaron los motoqueros delivery. Por lo tanto ya sin sus hijos, y su matrimonio a punto de descalabrarse, comenzó con entusiasmo su inserción en el mundo del arte pictórico.
El Beto, el hijo de Margarita, que pintaba como un muchacho serio y equilibrado, de un día para otro abandonó sus estudios y se fue detrás de una bailarina libanesa a la que vio bailar la danza de los siete velos descalza y semidesnuda en la boda de un amigo. Antes de que la libanesa se quitara el cuarto velo, ya el Beto la miraba con el corazón a los saltos y los ojos trancados. De modo que la joven que había venido solo por unos días a Uruguay, se fue con el muchacho a la zaga como un posible candidato a matrimonio. Candidato que no sabía adónde iba, de qué iba a vivir, ni dónde diablos quedaba el Líbano.
Y la hija de Margarita se fue con un grupo de artesanos hippies que vivían del aire, mientras enhebraban collares con piedras de colores. Marianita había conocido a un joven artesano que llegó un día a dedo a nuestra ciudad desde el país donde “el cóndor pasa” y vivía con un grupo de, según ellos decían, descendientes directos de los incas, en un caserón abandonado por la ciudad vieja que el gobierno, no sé por qué convenio, ley o decreto les había dejado habitar. Pero los hippies no paraban mucho tiempo en ninguna parte. De modo que un día se calzaron sus sandalias de cuero, sus túnicas de hilo y sus ponchos de vicuña y con los pelos largos y una vincha por la mitad de la frente, se fueron con sus mochilas al hombro y los dedos en V, sus panderetas y sus guitarras, fumando hachís cantando loas al amor libre y repartiendo paz por el mundo.
Así que mi amiga Margarita que por años había sido ama de casa, esposa y madre abnegada, un día se encontró sola pues su marido no sumaba ni restaba, por lo que sin cargas que llevar ni culpas que reconocer se proclamó a sí misma: “Pintora uruguaya, autodidacta”.
Llenó con sus cuadros las paredes con más luz de su casa, y una tarde me llamó para que le diera mi opinión sobre su obra. Yo me excusé con razón: de pintura no conozco un corno, además yo la quiero mucho a Margarita y a veces las opiniones pueden terminar con una amistad de muchos años. De manera que dije lo que creí más acertado: llama a un experto, en el país existen muy buenos críticos de arte. Además, su opinión te va a servir para tus futuras realizaciones. Aceptó complacida mi recomendación y esa misma tarde inició la búsqueda.
Dos días después, sintiéndose poco menos que Medina, se puso en contacto con un conocido crítico que, en medio de sus pesquisas, le recomendó un anticuario de la calle Sarandí. Ambos se pusieron de acuerdo y el hombre aseguró su presencia para el sábado siguiente a las cinco de la tarde.
Recuerdo que aquella fue una tarde de mucho calor y un sol, que en la calle te quemaba vivo y se metía en las casas alumbrando hasta el rincón más escondido. La habitación convertida para el suceso en sala de exposición estaba hermosa. El colorido de las telas atraía. No voy a caer en la simpleza de decir que las pinturas de mi amiga eran émulas de las pinturas de Frida Kalho, ni de Merlys Copas, pero, en fin, ahí estábamos —ellas y nosotras— esperando al crítico.
El hombre de pantalón y zapatos blancos, y camisa negra, llegó fumando un puro, se detuvo en la puerta dio una rápida mirada a las paredes y dijo con cara de pocos amigos:
—Yo sobre esto no puedo opinar. Dio media vuelta y se fue.
Con Margarita quedamos unos minutos en ascuas. Al cabo mi amiga atinó a decir compungida:
—¿Les habrá encontrado demasiado color?
Traté de animarla y le contesté:
—No es el color, ¡es la luz de este sol! ¡De noche tendrías que haber hecho la exposición!, ¡con una lamparita y chau!
Desde ese día, Margarita me negó el saludo.

Ada Vega, edición 2012

lunes, 10 de enero de 2022

El mensajero

 


Cada tanto, en esas noches calladas y quietas, cuando ni el viento que sopla del río se atreve, hemos visto al Pepe recorrer la Rambla Portuaria. Con su paso cansino, camisa remangada y las manos en los bolsillos, más de una vez, en horas trasnochadas, lo hemos visto bajar desde la calle Solís hasta Juan Lindolfo Cuestas o subir desde Juan Lindolfo Cuestas hasta la calle Solís. Sin hablar con nadie taciturno y solo como una sombra errante, sobre las gastadas veredas de la vieja Aduana pasa el Pepe, se aleja y se pierde.


El bajo no existe. Los boliches de la zona portuaria han desaparecido. Aguantando la embestida y a coraje, sólo apenas, van quedando por la Rambla 25 de Agosto de 1825: La Marina, Manolo, El Perro que Fuma, La Confitería y casi en la rambla, El Nuevo California. Y en la memoria que los retrotrae y los reivindica desfilan en la penumbra viejos boliches que ya no están: El Globo, Dársena y La Picada. Aunque también, desafiante, sobre la fachada del viejo edificio de la Asociación de Apuntadores del Puerto de Montevideo ,hasta hace poco tiempo podíamos leer, sobre un cartel despintado, el nombre de un boliche que supo ser: el YAMANDÚ.


Yo he visto al Pepe, en amanecidas noches de bohemia, pasar por mi lado sin siquiera mirarme. A pesar de haber sido tan amigos. Y aunque más de una vez hubiese querido encararlo, me acobardó el sentirlo tan distante. De todos modos, de qué íbamos a hablar. Que todo ha cambiado, lo sabe. Él ya es sabio. Tal vez por eso no quiere hablar con nosotros. A pesar de que hace unos años me contó Ramón, un botija que cuidaba coches en la puerta del boliche Yamandú, que una noche al volver de un seven eleven que se había armado por Las Bóvedas, en el que había perdido como el mejor, al pasar por El Mercado del Puerto se topó con el Pepe que, según le dijo, lo estaba esperando. Y se pusieron a conversar.


Nunca supe de qué hablaron. A pesar de que más de una vez se lo pregunté. Siempre me contestaba con evasivas y al final me quedé sin saber, porque a Ramón, ese invierno, lo mataron en una timba por el barrio Jacinto Vera. Unos años después el Chiquito, que le atendió el boliche hasta que cerró, y que en los últimos tiempos andaba en la vuelta, me contó mientras comíamos un mediodía en Las Tablitas, que un par de noche atrás había visto al Pepe en la Rambla y Pérez Castellanos. Me dijo que lo vio venir, pero como ya otras veces se habían cruzado no le llamó la atención e intentó seguir de largo. Pero esta vez el Pepe le dio cara. Me contó que estuvieron de conversación hasta la madrugada. De qué hablaron no sé, el Chiquito que andaba medio en copas, no supo explicarme. Después de ese día sólo lo volví a ver un par de veces. Una de esas veces, en que andaba bastante clarito, le volví a preguntar sobre qué habían hablado con el Pepe y sólo me dijo: después te cuento. Nunca me contó. Murió una semana después, en El Globo, en medio de una partida de truco.


A veces me pregunto qué andará haciendo el Pepe, cada tanto, por el Puerto. A qué viene. A quién busca. Y para qué. El boliche lo tuvo poco tiempo. Hasta el final. Él recaló en el Puerto al igual que esos viejos barcos que cansados de navegar, un día buscan un muelle donde amarrar por última, vez para morir. Y no supo, mientras estuvo con nosotros, que quien se embriaga con el olor salobre que en los veranos sube del río, o enfrenta el viento helado que en los inviernos sopla desde la escollera, ya nunca, aunque se vaya, se irá del todo. Que como Troilo: siempre estará volviendo.


Muchos, como yo, conocen el Puerto de Montevideo. Por dentro y por fuera. Una vida aquí adentro y una vida ahí afuera: la antigua senda empedrada con miles de adoquines, forjados por los presos, con piedra extraída de la Cantera del Puerto de La Teja. Las decenas de grúas, los miles de obreros, los barcos de espera en el antepuerto. La Estiva Internacional.


De recorrida por el muelle veo barcos escorados, desguazados. En oscuros fondeaderos viejos barcos anclado para siempre, destruidos. Olvidados. Barcos y lanchones que recorrieron todos los mares y que al final de sus días vinieron a recalar en estos muelles, para siempre jamás. Tripulaciones desaparecidas que otrora llenaron con su presencia y su algarabía los bares, boliches y bodegones del bajo, hoy sólo son sombras que duermen agazapadas junto a los despojos de sus viejas naves, Todo aquel Puerto entrañable perdió su embrujo, se fue muriendo. Sigue vivo solamente y seguirá, en la memoria de los viejos portuarios jubilados que lo vivieron día a día, noche a noche.


Cada tanto vemos al Pepe recorrer la Rambla Portuaria.


No todos perciben su sombra. Sólo nosotros lo vemos pasar, los noctámbulos de siempre. Los que amanecíamos en el YAMANDÚ en juego de cartas o mesas de billar. Junto al Canario Luna, que cantaba solamente si se lo pedía el Pepe.


Cuando Falta y Resto venía a cantar en la vereda. Los que estuvimos hasta el final y aún después de habernos dejado. Los que seguimos aquí.


Tal vez como nosotros en noches de luna nueva, alguien lo vea vagar por su barrio de Aires Puros y recorrer la cancha del Ypiranga. Quizá lo encuentren caminando por la playa sus amigos del rancho del Buceo, o lo hayan visto sus vecinos buscando la Cruz del Sur en el cielo de Pocitos, desde la terraza del último piso del edificio donde vivió, en sus últimos años.


Quién sabe cuantos hinchas de fútbol lo seguirán viendo guapear en el Estadio Centenario, guapo de ley, como guapeó en cualquier parte del mundo. Y cuantos amigos que hizo y dejó, lo seguirán viendo y recordando por su bonhomía, por su sencillez y su amistad sin vueltas.


Muchas veces en estos años he visto al Pepe cruzar por la Peatonal del Mercado del Puerto, doblar en La Marina y seguir de largo sin volver la cabeza para mirarme. Muchas veces lo he visto, conteniendo el impulso de llamarlo.


Por eso me extrañó cuando anoche, al salir del Puerto, lo encontré esperándome en la Rambla y Yacaré. Decidido se acercó a mí y, como en los viejos tiempos, se puso a conversar.

Ada Vega, edición 2001

domingo, 9 de enero de 2022

Después

 



La tarde se escurría en la habitación. Los últimos rayos de sol se despedían furtivos, tras los vidrios de la ventana que daba al parque. Mis manos sobre la sábana, sostenían su mano tibia. Dormía en paz. Serena. Se estaba yendo en silencio, sin rencor ni sufrimiento.

Una tarde, cuando supo de su enfermedad, me dijo: 

—No quiero sufrir, ayúdame cuando llegue el momento, no me dejes partir con sufrimiento.


Su mano se enfriaba entre mis manos. De pronto abrió los ojos, sonrió apenas y me dijo sin voz: 

—Te amo. 

Después, cerró los ojos, su rostro se inundó de luz y se fue de este mundo brutal. Me abandonó.

Me quedé allí, velando su último sueño. Se acercó la enfermera, le quitó la guía de su mano, retiró el suero y cubrió su rostro con la sábana. Me pidió que me retirara, hacía tres días que no me apartaba de su lado, pero quise esperar al médico para que confirmara su deceso.

Se llamaba Marianne y fue el candil que iluminó mi vida. El porqué de mi existencia y la madre de mis hijos. Con ella conocí el amor excelso, la pasión descontrolada. También la desesperación, la angustia, y el dolor más grande.

Nos conocimos en Secundaria. En Preparatorio fuimos novios. Marianne era una chiquilina, inquieta, alegre, muy social. Yo en cambio había sido siempre introvertido, callado. Insociable. De todos modos mi amor por ella dio un vuelco a mi austeridad. A su lado mi carácter cambió. Fui más amigable. Más tolerante. Marianne aprendió conmigo el juego del amor, yo con ella: amar después de amar.

En aquellos tiempos el país entraba en una encrucijada política. Se hablaba de subversión. Marianne y yo acompañábamos a nuestros compañeros del IAVA en marchas de protestas contra el gobierno. En varias oportunidades ayudamos a repartir volantes. Cuando se decretó en el país el golpe de Estado, comenzamos a ver en los diarios las fotos de compañeros buscados por subversivos. Compañeros con los que nunca más nos encontramos.

Un día vinieron a mi casa y me llevaron a mí. Cuando me llevaban me dijeron que “a mi noviecita”, ya la habían llevado esa mañana.

Hacía dos años que estábamos detenidos sin saber uno, qué había sido del otro, cuando fuimos deportados y enviados a Francia.

Nos escoltaron hasta la misma puerta del avión que nos llevó directamente a París, donde vivía una tía, hermana de su madre, con su esposo y sus hijos. Cuando desembarcamos en el aeropuerto parisino, nos estaban esperando. Vivían en el Barrio Latino. Fuimos a su casa y allí estuvimos con ellos, hasta que conseguimos trabajo y nos mudamos a un apartamento amueblado con dos dormitorios, en el Barrio Universitario. En esos días salíamos a pasear y sacarnos fotos. Siempre llevo conmigo la primera foto que le saqué a Marianne en París. Sonríe feliz abrazada a un farol, en el puente Alejandro, sobre el Sena.

Nuestro apartamento estaba en el cuarto piso de un edificio de principios del siglo XX. Tenía dos balcones a la calle, uno en el comedor de la entrada y otro en uno de los dormitorios. Habíamos dejado de estudiar, pero estábamos en París, teníamos trabajo y nos amábamos. Pese a que muchas noches nos despertaban las pesadillas, reviviendo los años de cárcel que habíamos sufrido, vivimos a pleno nuestro amor apostando al futuro.

Me acerqué a la ventana. La noche se había apoderado del parque. Solo los focos de luz de las aceras, filtrándose entre las ramas de los árboles. Solos, por última vez, Marianne y yo en la habitación. Ya nunca más su risa, su cabeza en mi hombro, mi brazo rodeándola, atrayéndola junto a mí. Ya nunca más París y la callecita empedrada del barrio Universitario. Ya nunca más su alegría, su amor apasionado. Su rebeldía.

Antes de cumplir el primer año en el departamento nació Adrián, dos años después llegó Alinee. Nos turnábamos para cuidarlos, llevarlos a la escuela y al club donde hacían deportes. La vida pasa sin que nos demos cuenta. Un día terminaron los estudios, comenzaron a trabajar, se enamoraron y primero uno y luego el otro, se fueron de casa.

Un hombre joven, con un perro, atraviesa el parque. Se cruza con dos enamorados, que lo ignoran. El cielo oscuro y tenebroso deja entrever pocas estrellas, la luna en menguante, observa, disimula y se oculta. Una brisa suave mece las ramas de las araucarias.

Fue en esos días, que Marianne habló de visitar un doctor. Que no se sentía bien, dijo. El doctor le ordenó realizarse varios exámenes. No fueron buenas noticias. Y comenzó un tratamiento largo y penoso. Su médico organizó un simposio. Consultamos medicinas de alternativa. Rezamos.

Ya vino el doctor a firmar el deceso de Marianne. Vienen de la empresa a retirar el cuerpo. No puedo ir con ella. Mañana de mañana, dijeron.

Un día en París me dijo que quería volver a Montevideo. Alquilé un departamento frente al Parque Batlle. Era primavera y todos los días bajábamos juntos a recorrer sus senderos arbolados. Un día no pudo bajar. El doctor habló de internarla. Ella le dijo que no quería internarse, que quería quedarse aquí, conmigo. Él estuvo de acuerdo y recomendó una enfermera bajo sus órdenes, que se instaló en el departamento y fue de gran ayuda para ella e importante soporte para mí.

Después, fue la palidez de Marianne, su lucha por vivir y mi desesperación. Su derrumbe y mi miedo. Su entrega final tras su resignación, y mi impotencia. Y mi  l
lanto escondido. Y mis ruegos a un dios a quien nunca le había pedido nada y que no me escuchaba. Y mis gritos y mi llanto apretados en el pecho. Y los por qué, por qué a nosotros, por qué a ella, por qué no a mí, que nunca fui un hombre bueno. Por qué a ella que siempre fue dulce, buena madre, buena esposa. Por qué me la arrebataba si yo la tenía solo a ella que era mi vida. Por qué, por qué.
Después…ya no hubo otro después. 

Ada Vega - edición 2018  

sábado, 8 de enero de 2022

Soñar

 


Yo no sueño. Pocas veces sueño. Ni sueños ni pesadillas. No. Sólo una vez, hace poco. Sí. Una pesadilla. No sé si era de día o de noche. De noche, debió haber sido. Mi hijo me llamaba. ¡Mamá! me llamaba. Fuerte me llamaba. Yo lo buscaba y no lo encontraba. Me guiaba por su voz: ¡mamá! Y no lo encontraba.  Iba por un corredor muy largo con puertas cerradas de cada lado. Detrás de esas puertas oía la voz de mi hijo que me llamaba: ¡mamá!, yo trataba de abrirlas y no podía. No podía abrir  las puertas. Trataba con otra y otra y no se abrían Y la voz de mi hijo era más fuerte. Cada vez más fuerte. Un grito era. ¡Mamá!  Logré al fin abrir una puerta y el corazón me latió con fuerza. La abrí y en el mismo dintel había otra puerta cerrada. Abrí esa puerta y detrás de esa puerta había otra.  Luego otra y otra. Y yo lloraba porque no podía llegar hasta mi hijo que me llamaba. ¡Mamá! Y me lastimé las manos de golpear las puertas con los puños cerrados. Y la sangre de mis manos  corría y me manchaba el vestido y yo miraba mi vestido manchado de sangre y mi hijo que me llamaba. ¡Mamá! y su voz era desesperada.  Entonces abrí la última puerta. Había una pared. No había más puertas. Sólo una pared. No escuché más la voz de mi hijo. Miré mis manos laceradas que seguían sangrando y me di cuenta que no  me dolían. Las heridas abiertas en mis manos no me dolían. Estoy soñando me dije. Esto es un sueño. Y era. 
Ada Vega, edicion 2013 

Volvió una noche

    


—Norita.

—¡Negro!

—No llores más.

—Negro…
—Levántate de esa cama mujer, no llores más y ponte a limpiar ¡que esta casa está tan sucia que no se puede ni entrar!
—Pará un poco. ¿A qué viniste, a consolarme o a reprenderme?
—Ni a una cosa ni a la otra. Vine para que reaccionaras. Yo ya no estoy, me fui. ¿Hasta cuando vas a estar tirada ahí?
—Te extraño.
—Ya lo sé, querida, pero hace un mes que las nenas comen pan y queso. Prepara la comida para que almuercen y cenen como siempre. ¿O no piensas cocinar más?
—Qué fácil lo ves vos.
—No, no lo veo fácil. Lo veo desde otra lógica.
—No sé qué hacer. Estoy desorientada.
—Haz lo que has hecho siempre: levántate, limpia la casa, cocina, lava la ropa, cuida a las nenas. ¿Piensas que eres la primera mujer que ha quedado viuda?
—Pero ¿y vos?
—Yo estoy bien. Estoy mejor que tú. Deseo irme, pero con tu llanto y tu tristeza me tienes atado a la tierra.
— ¿Te querés ir?
—Sí, Norita, ya no pertenezco a este mundo. Mi espacio es otro. Fue mi cuerpo terreno el que vivió y murió acá. Ahora tengo alas y…
—Y no tenés ropa. ¿Andás asi por la calle?
—No ando por la calle, vine a verte en un haz de luz.
—Sí, en realidad no sos el mismo, hablás como un doctor y vos, la verdad, siempre fuiste medio reo.
—Escúchame, Norita, enciende la radio y pon esa música que te agrada tanto y te levanta el ánimo.
—¿Que me gusta a mí?
—Si, esa música que escuchabas cuando yo estaba en casa.
—Ah, sí, la cumbia.
—Sí, la cumbia. Abre las ventanas, ventila la casa, arréglate, ve a la peluquería, sal de paseo. Tienes buenas amigas, ve a pasear con ellas. ¿No deseabas hacer un curso de cerámica? Pues hazlo, renuévate, eres joven, puedes rehacer tu vida.
—Sí, indudablemente sos un ser superior. El que fue mi marido era un guardabosque. Jamás me dejó salir con mis buenas amigas que según él me empuaban y me daban manija, y menos que me arreglara y me vistiera bien. Aquel que fuiste me acompañaba hasta al dentista, al guarda del ómnibus tenía que pagarle al tanteo porque no quería que lo mirara, en la feria tenía que andar como una loca con los ojos extraviados para no mirar a los puesteros. Nunca me dejó usar calzas ni pantalones porque decía que me marcaban mucho…
—Bueno, Norita, pero eso era antes, cuando yo vivía en este mundo.
—A ver, a ver, esperá un poco, no sé si entiendo bien. ¿Vos me estás queriendo decir que yo te importé mientras fuiste un simple humano con los pies sobre la tierra y ahora que vivís con los pies sobre una nube, por vos, que me parta un rayo?
—No tampoco es tan así. Pero tú tienes que entender que a mí me espera la Gloria, un cielo donde "vi unas cosas que no puede ni sabe repetir quien de allí baja " y donde debo entrar sin lastre ni ataduras de esta tierra.
—Entonces viniste por vos.
—Vine por los dos.
—¡Esto nadie me lo va a creer!
—Querida mía, tú de esto no puedes hablar con nadie. La gente no te entendería ni te creería. Esta visita, que hago con placer, es sólo entre tú y yo. Volví porque te vi desanimada, sin deseos de salir del pozo donde ibas cayendo. Sin intentar una salida. Vi a las nenas muy solitas, sin el padre y sin la madre. ¿Cómo explicarte? ¡Vine para que reaccionaras y yo me pueda ir de una vez!
—Pero ¿y la plata? ¿Qué hago yo sin tu sueldo? Porque siempre me creíste una tonta nunca me dejaste administrar la casa y junto a tus amigos, en noches libertinas, despatarraste todo lo que ganabas sin ahorrar jamás un peso; ignoraste los seguros de vida; la pensión que me dejaste es mísera; se te dio por morirte de golpe y nos dejaste en la lona y ahora me salís diciendo que estás mejor que yo y que me deje de llorar ¡que te querés ir de una vez!
—Bueno, la pensión no es tan chica, yo no estoy, si te sabes administrar, creo yo que no tendrás problemas.
—Nos tenemos que borrar de la sociedad médica y para el inglés de las nenas no alcanza.
—Trabaja, querida. Búscate un trabajo.
—Pero vos nunca quisiste que trabajara.
—Eso era antes, cuando yo estaba en casa.
—Mirá que bien, cuando yo quise trabajar y tuve oportunidad de hacerlo no me dejaste porque no iba a dejar la casa para “andar por ahí”. Y me quedé a cocinar, limpiar y criar hijos. Ahora que no hay trabajo para nadie, que no tengo práctica de nada, que tengo una carga de años encima, te venís del Paraíso para mandarme a trabajar. Ahora sí puedo “andar por ahí” haciendo lo que salga, porque para elegir no está la cosa. A tu cuerpo terreno ya no le molesta nada y tu espíritu superior está por encima de las miserias humanas. ¡Realmente sos un ser supremo!
—Norita, yo no puedo indicarte lo que tienes que hacer. Tú eres dueña de tu vida, tendrás que encontrarle una solución. De todos modos, por el dinero no te preocupes, en última instancia: Dios proveerá.
—¿Te parece que Dios me pague el alquiler? Vení, acercate, hace más de un mes…
—¡No te acerques!...no me puedes tocar.
—Negro, ¡cómo te han cambiado! Ya no sos el de ayer.
—Norita, yo estoy muerto para el mundo. No tengo sensaciones ni deseos humanos. Soy un espíritu. Estoy para cosas superiores. No para nimiedades terrenas.
—¿Nimiedades…?
—Sí. Todo eso ya no me interesa. Vivo en otra dimensión. Ahora soy sabio, etéreo, mi cuerpo es incorruptible. ¡Ay, mi querida! No sé para que insisto en explicarte. Es tal la diferencia que existe entre los dos que tú, pobre criatura humana, no puedes entender!

—Che, Negro, sabés una cosa, me revienta que hayas vuelto. Me revienta sí y no me mires con esa cara. ¿Sabés por qué me revienta? Porque a mí este estado de tristeza y decaimiento que me ha causado tu pérdida irreparable, se me iba a pasar. Un día se me iba a pasar. No iba a llorar cien años. Y entonces viviría mi vida como se me diera la real gana. Liberada de tus prescripciones y decretos. Que hacé así, que hacé asá; que vení aquí, que no vayas allá. ¡Por Dios! Más tarde o más temprano me daría cuenta de que al fin era libre. ¡Libre y soberana! Te mandaría hacer una tumba de lositas blancas allá en el Norte, al principio te llevaría flores cada 2 de noviembre y a otra cosa mariposa.

 Pero no, se te ocurrió venir para ver como había recibido yo tu sorpresivo deceso. ¡Nadie vuelve! Por más que supliquen ¡nadie vuelve! Pero vos sí. Vos tenías que volver. Antes de partir, definitivamente, desnudo y alado a los campos celestiales, tenías que venir a impartir tus últimas órdenes, para que yo no me salvara de tu mandato ni aunque estuvieras muerto. ¡No quiero ni saber las artimañas que habrás empleado con San Pedro para que te permitiera venir por un par de horas! ¿Vos te podés imaginar cuánta gente se habrá ido de este mundo dejando metas por la mitad? ¿Objetivos sin alcanzar? Sueños. Aspiraciones. Y no pudieron volver. Escuchame, ¡no volvió Gardel! a confirmar su nacimiento en Tacuarembó, para ver si terminamos de tironear sus raíces con los argentinos ¡y volviste vos! Vos tenías que volver o volver. 

Y lo primero que me decís cuando me ves tirada en la cama llorando tu ausencia es que me levante a limpiar ¡que esta casa está tan sucia que no se puede ni entrar!, que salga del pozo, que me ponga a cocinar, que lave la ropa, que abra las ventanas, que ventile la casa, que prenda la radio, que escuche cumbias, que busque trabajo, que haga un curso de cerámica, que me compre ropa, que vaya a la peluquería, que salga a pasear con mis amigas, que me arregle, que cuide a las nenas, decime Negro: me quedará tiempo para bañar al perro. Escúchame vida mía, si ya dijiste todo lo que tenías que decir, por favor vete, por donde viniste amor mío, por donde viniste, vuélvete a ir. Que el muerto eres tú, no yo. Y vete volando derecho a la Gloria que te espera, no sea que en la ida te encuentres con "Carón con ojos de fuego" y te arrastre hacia "la fosa de los círculos concéntricos." Lamento tu decepción, yo tampoco soy aquella que dejaste en este valle de lágrimas y no querría, te juro, herir tu susceptibilidad al pedirte de favor que me dejes en paz. No te ofendas, que no es mi intención ofenderte, ¿te digo algo? No sé para qué viniste, habría salido más barato si te hubieras ahorrado el viaje. Y te digo más: no me gusta como te quedan las alas. ¡Mucho mejor te quedaban el vaquero gastado y la remera azul! 


Ada Vega, edición 2003 -