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lunes, 28 de febrero de 2022

Amiens









En el verano de 1920, a poco de terminada la Primera Guerra Mundial, llegaron al puerto de Montevideo, junto a otros inmigrantes, varias familias provenientes de Amiens, ciudad medieval al norte de Francia, hermosa y antigua ciudad de reyes, donde Julio Verne pasó sus últimos años.
Ya entonces, había en Montevideo varias familias venidas de Francia, debido a que los galos han inmigrado a Uruguay desde que nuestro país declaró su Independencia.
Entre estas familias se encontraban Camille y Nathan Feraud, un joven matrimonio y su pequeño hijo Pierre. Dichas familias llegaron con el propósito de adquirir tierras y radicarse en nuestro país. Con excepción de Nathan Feraud, empleado bancario en su ciudad, quien al llegar compró una casa frente al “río como mar” y allí se estableció con su familia. De modo que su hijo estudió en el Liceo Francés y el señor Feraud fue, por muchos años, ejecutivo en una financiera de la capital.


En setiembre de 1939 irrumpe en el Viejo Mundo la Segunda Guerra Mundial, y Europa llama a sus hombres a integrarse a la lucha. Pierre Feraud que acaba de cumplir 21 años, interrumpe sus estudios, decide acudir al llamado y marcha a la guerra a combatir por Francia.
Debe presentarse a su comando en París donde le proporcionan el uniforme y las instrucciones. Tiene 4 días de asueto antes de presentarse ante su superior. De modo que en un tren directo viaja hacia Amiens, la ciudad donde nació y donde aún quedan parientes. Desea recorrer sus calles, ver sus casas y palacios construidos 600 años atrás.


Llega sin dificultad a la casa de un primo de su madre que vive con su esposa y sus hijos a pasos de la Catedral. El joven se da a conocer y la familia le ofrece la casa para que se quede esos días que tiene libre, antes de ingresar al ejército. Allí Pierre conoce a Denisse, una de las hijas de los dueños de casa.
Los jóvenes se vieron, se enamoraron, y se amaron sin pérdida de tiempo. Que bajo el estruendo de una guerra todo debe ser resuelto y sin demora. Pues si el Amor se presenta sin previo aviso, es necesario amarrarlo, que nunca se sabe si la muerte pasará antes o después del primer beso, y cuatro días no es poco ni demasiado cuando se tienen 20 años y el ferviente anhelo de vivir un amor inasible y apasionado.


Los jóvenes viven entonces los cuatro días más intensos de sus vidas. Sin reglas ni barreras. Un amor inolvidable, que marcará sus vidas para siempre.
Bajo la promesa de que al término de la guerra volverá por ella, Pierre vuelve a Paris y de allí, al frente.
Desde el día de la despedida, los jóvenes amantes comienzan a enviarse misivas casi a diario.


En los primeros meses de 1940, Pierre es herido en combate, el ejército francés lo da de Baja y es enviado a Uruguay. La recuperación es lenta, de todos modos, pasado un tiempo con la ayuda de un bastón, vuelve a caminar. Mientras tanto sigue escribiendo a su novia en Amiens, que va poco a poco, y si explicación, dejando de contestar.


Un día Pierre vuelve a recibir una carta, donde Denisse le comunica que ha conocido a un joven de su ciudad, de quien se enamoró y con quien se ha casado. Que el amor de ellos fue solo una historia de cuatro días, que no quiere vivir un amor por cartas y que pese a todo, ella nunca lo olvidará.
Esta aclaración inesperada produjo en el joven enamorado gran dolor y decepción, que manejó como mejor pudo. Pero el tiempo no se detiene. Pierre ha mejorado de sus heridas y retoma sus estudios en la universidad.


Vuelve a encontrarse con compañeros de estudio y amigos del barrio. Y también con una novia que tuvo una vez, antes de ir a la guerra. La joven se llama Carmen y es hija de un matrimonio italiano. La guerra une y desune. Pierre comienza una nueva historia. Apenas recibido compra una casa y se casa con Carmen.
El 8 de mayo de 1945, tras la firma de la capitulación alemana, en Berlín, finaliza la Segunda Guerra Mundial.


En 1950 Uruguay es Campeón del Mundo. A fines de ese año Pierre se enferma de una enfermedad grave y muere en pocos meses. Carmen se ha quedado sola. La vida continúa. Un día decide vender la casa que le resulta demasiado grande, para comprar un departamento en el Centro de Montevideo cerca de los cines y los teatros. Ya hace diez años que Pierre falleció. Uruguay vive días de incertidumbre.
Carmen comienza a desocupar la casa para venderla. El escritorio de Pierre está cerrado y abandonado. Pocas veces desde que está sola ha entrado allí. Carmen entra, abre la ventana. Recoge y tira papeles, carpetas, amontona libros, tarjetas antiguas, guías de teléfonos. Junto a unos documentos vencidos encuentra una carta. Está cerrada, es la letra de Pierre. Está dirigida a Denisse y lleva su dirección en Amiens. ¿Por qué le escribiría Pierre? ¿Qué diría la carta? ¿Por qué no la envió? ¿En qué momento, cuándo la escribió? No quiso abrirla. No era para ella. Puso la carta en su bolso. Cerró la ventana. Salió a la calle, fue hasta el correo y la envió recomendada.
Afuera, había comenzado a llover.


Atardece en Amiens. Denisse prepara la cena en la cocina. Está sola, los hijos aún no han llegado. El cartero trae una carta. Debe firmar una nota. Viene recomendada. Denisse no entiende, es la letra de Pierre. Deja la cocina y sale a jardín. Sus manos nerviosas rompen el sobre y comienza a leer...
Cae la tarde, y el sol declina detrás de las torres de la catedral.

Ada Vega, edición 2020 -

domingo, 27 de febrero de 2022

Querida hermana






Hoy el día amaneció frío. Sabes que en otoño el sol no calienta casi. Es como si intentara prepararnos para el rigor del invierno. Nunca me gustó el invierno ¿recuerdas? Es oscuro, húmedo y triste. Siempre ha provocado en mi ánimo una especie de abatimiento y melancolía, que aún no he podido controlar. El otoño es cálido. Desde la ventana del comedor veo filtrarse el sol entre las ramas de las acacias. Los benteveos y los horneros cantan y se entrecruzan en vuelos cortos. ¿No los escuchas?
Con respecto a mí, te diré que estoy bien. Cuando hay mucha humedad o mucho frío, me duelen un poco los huesos, aunque no sé exactamente si son los huesos o los años los que me duelen. La casa, me preguntas, está como cuando te fuiste. El jardín está hermoso. ¿No lo has visto aún? ¡Tienes que verlo! Don Juan lo ha llenado de alegrías que han florecido por todos los canteros. Tus malvones rojos, blancos y matizados están en flor y las últimas rosas aún mantienen sus tallos enhiestos.
Hoy entré en tu dormitorio y cambié el cubrecama azul por la manta blanca en croché con rositas y madroños, que te llevó tantas horas de trabajo y que quedó tan bonita. Todas las tardes abro un poco los postigos de tu habitación y mientras un aire suave juega con las cortinas, dejo que un rayo de sol acaricie los porta retratos que dejaste sobre la cómoda. Desde allí te siguen sonriendo los seres que te amaron. También entro de noche, antes de acostarme, sabes, para dejar encendida la veladora de tu mesa de luz. El resplandor se refleja en el corredor y yo me siento acompañada. Es como si aún estuvieras aquí. Hasta creo oír pasar las hojas de los libros que leías casi hasta el amanecer.


La casa me resulta un poco grande. Tengo vecinos nuevos. Donde vivía doña Eloísa, se mudó un matrimonio con dos niñas. Son buenos. Me vienen a ver y se han ofrecido para lo que necesite. Les ofrezco uvas. Los parrales están cargados y se inclinan con el peso de los racimos que inundan la casa con su olor a vino. Te gustaba ese olor. Yo lo recuerdo. Te reías trepada a una silla cortando racimos y comiendo las uvas una por una. Un verano hicimos vino. ¿Te acuerdas? No lo pudimos tomar. Nos quedó horrible. Lo tiramos antes de que alguien se enterara, para que no se rieran de nosotras. Fue nuestra primera y última vendimia. Después, nos reíamos las dos a escondidas.


Habrás visto que tengo un perro. ¿ Por qué te extraña? A mí siempre me gustaron los perros en la casa. A ti nunca te gustaron. Los perros afuera, decías. Llenan todo de pelos y de pulgas. De nombre le puse Chispa. Lo encontré en la calle un día que venía del mercado. Me siguió, movía la cola y me miraba con sus ojitos pardos. Es mediano, de pelo corto color café.
Esa tarde lo dejé entrar y le di agua. Él tomó a grandes sorbos y luego se echó junto a las macetas de tus malvones. Desde entonces me acompaña. Ladra cuando oye algún ruido y cuando llaman a la puerta. Últimamente estoy un poco distraída, y él se ha convertido en mis ojos y mis oídos. Me gusta verlo echado a mis pies, cuando tejo o cuando leo.


¿Por mis hijos, me preguntas ? Están bien, pero muy lejos, ya lo sabes. Luis en Estados Unidos, Miguel en Tenerife, y Alicia y Marcela en Barcelona. Cada vez, los que emigran se van más lejos.
No he visto nacer a mis nietos ni los he visto crecer. Sé bien que se fueron buscando un mejor futuro para sus hijos. Todas los meses recibo cartas de uno o de otro. Me giran dinero, para que no me falte nada, dicen. Parece que hoy, en el dinero, se encuentra la solución de todos los males que nos aquejan. La casa, hermana, es demasiado grande para mí, a veces me pesa tanta soledad. De todos modos la cuido y la mantengo linda, por si algún día, alguno de mis hijos quisiera volver.


Ada Vega, edición 2015 -

sábado, 26 de febrero de 2022

Como campanilla de recreo

  







Manuel Arvizu ingresó al elegante salón de fiestas del Hotel Conrad Punta del Este, donde esa noche se ofrecía una recepción a un grupo de científicos llegados del Institut Pasteur de París, en visita a su homólogo de Montevideo. El grupo lo conformaban tres doctores y un técnico dedicados al estudio de la Biología Molecular. Uno de los doctores era una bióloga nacida en Uruguay y radicada en Francia hacía muchos años. Manuel Arvizu paseó su mirada sobre toda aquella concurrencia y se encaminó hacia donde se encontraban los homenajeados. Se detuvo ante la mujer que componía el grupo, causante de su presencia en dicho agasajo. Desde que viera la foto en los diarios y el anuncio de su arribo al país, solo estuvo pendiente del día de su llegada.

 Esa doctora en biología que anunciaba su visita al Uruguay, había sido una estudiante alumna suya de los años en que fue profesor de un liceo capitalino. Vivió con ella una brevísima historia de amor. Tan breve que el hombre piensa que nunca comenzó y por ende nunca acabó; pero, que sin embargo, como una imagen recurrente, aún permanece en su memoria perturbándolo, a veces, como una obsesión. Que no comenzó con un principio, como comienzan las historias de amor. Más aún, una historia que le pertenecía solamente a él, pues se había enamorado de una mujer que había hecho suya una tarde, de hacía muchos años y que nunca más volvió a ver. Una mujer de la que se enamoró después: al recordarla. Cuando, sin saberlo entonces, ya la había perdido.

 Ahora el destino volvía a cruzarlos y él necesitaba ir a su encuentro. Enfrentar ese recuerdo acuciante que no pudo nunca dejar en el olvido. Hablar con ella aunque fuesen dos palabras para poder, al fin, olvidar aquella vieja historia. Y allí estaban los dos, otra vez, frente a frente. La mujer lucía espléndida. Elegante, pero sobria. Llevaba un vestido negro de corte clásico y un collar de perlas y, en sus manos, solo una alianza de matrimonio. Delgada, no muy alta, con el cabello corto y poco maquillaje, exhibía su rostro una belleza interior que relucía en sus ojos claros y en su boca que se abrió en una sonrisa cuando vio al hombre que se acercaba y lo reconoció. 

Tenía diecisiete años aquel invierno, cuando se vieron por primera vez, y él había pasado los treinta. Ella estaba cursando quinto año de bachillerato, él llegó a suplir al profesor de física que se había enfermado. Se quedó con el cargo de profesor todo el tiempo que quedaba de quinto y todo sexto. Ella lo volvió loco todo el tiempo que quedaba de quinto y todo sexto. Se había enamorado del profesor. Muchas alumnas se enamoran de sus profesores, pero son solo amores platónicos; sin embargo, lo de Eliana nada tenía que ver con Platón y su elevada filosofía. Ella acosaba continuamente al profesor. Lo seguía, lo esperaba, lo llamaba por teléfono. Lo invitaba a ir al cine, a la biblioteca, a tomar un café. Con él a cualquier parte. El muchacho en ningún momento demostró interés en la joven. Estaba casado y ella era un compromiso para él y se lo decía: 

—Déjame en paz, Eliana, me vas a hacer perder el trabajo. Todo fue en vano. En los últimos días de noviembre, antes de terminar el sexto año de bachillerato, Eliana necesitaba urgente una paliza. Manuel prefirió llevársela a un motel. Ella se quitó la ropa con la velocidad de un rayo y se tendió en la cama. Manuel pensó que era sabia en amores. La cubrió con su cuerpo y ella permaneció estática. Estiró las piernas juntas sobre las sábanas y se quedó a la espera. Manuel la miró y le preguntó: 
---Eliana, nunca hiciste el amor. Ella le dijo que no con la cabeza, y la boca cerrada. 
—Eliana, eres virgen —volvió a preguntar. Ella le dijo que sí con la cabeza, y la boca cerrada. Manuel trató de incorporarse y Eliana se abrazó a su cuello para que no la abandonara. Lo mantuvo quieto, aferrado sobre su pecho desnudo. No supo. No encontró las palabras con las cuales decirle que ella quería que fuese él, y no otro, su primer hombre. Lo miró angustiada. Manuel se zafó del abrazo y se tendió a lo largo, junto al cuerpo de la muchacha, a esperar que se le pasara el desconcierto. Ella se acurrucó en el cuerpo del hombre buscando refugio. Entonces la tomó en sus brazos, la besó largamente y ella, entregada al fin, se abrió al amor. 

El profesor no tuvo oportunidad, en los días que siguieron, de instruir a su alumna sobre las distintas fases del arte de amar y, unos meses después Eliana, mediante el usufructo de una beca, se fue a estudiar a Francia. Y no volvió a saber de ella. Desde aquella tarde en el motel habían transcurrido treinta años. Manuel Arvizu observa a la famosa bióloga que está a su lado, sonriente, desinhibida. Hizo bien en venir a verla. Ahora sabe que ella nunca lo olvidó. Que jamás lo olvidará. Ya puede ponerle fin a aquella historia de amor tan breve, que por distintas razones dejó entre la alumna y el profesor, un recuerdo imborrable. Eliana le tendió una mano para saludarlo. Al estrecharla, Manuel alcanzó a ver la alianza de matrimonio. Solo una palabra pronunció él en voz muy baja, casi al oído: 
—¿Aprendiste…? Ella rio al contestarle. Y él la reconoció más hermosa que nunca y más lejana que nunca. 
—¡Con un máster…! —alcanzó a decirle, mientras iba apresurada a reunirse con su grupo. Y Manuel quedó mirando la figura de la mujer que se alejaba de su vida para siempre, mientras su risa retumbaba en el salón, como campanilla de recreo. 

Ada Vega, edición 2013

VINERÍA "El Infierno"



— Por los años 60, en la calle San José entre Andes y Florida, había una Vinería llamada “El Infierno” cuyo propietario era Luis Alberto Fleitas —no sé si usted se acuerda—, un cantor de tangos muy conocido en aquellos tiempos. 
—Me acuerdo, sí. De la vinería no, de la vinería no me acuerdo. Pero del flaco Fleitas, sí. Cantaba con Racciatti. Me acuerdo de un vals donde nombra todos los barrios de Montevideo! 
—Sí, ese mismo. “Barrios uruguayos” se llama ese vals que usted recuerda. La vinería era un local amplio con barra, y varias mesas. En las noches había guitarreada y canto. Los cantantes eran los mismos mozos que atendían las mesas y también algún cliente que se animara.
Una noche Charles, un noctámbulo que andaba en la noche, asiduo cliente de los boliches montevideanos, llegó con un tipo desconocido para los habitués. Se llamaba Jacinto Heredia. Un uruguayo que hacía varios años vivía en España. Era un hombre de unos 40 años. Melancólico. Casi triste, le diría. Había venido por unos días a Montevideo, a vender una casa y unas cuadras de campo que su padre, que había fallecido, le dejara como herencia. Que se le estaba haciendo larga la estadía —explicó—, y había comenzado a extrañar a su familia. De todos modos entre vinos y tangueces, de pronto pidió una viola y se puso a cantar. Cantaba bien el hombre, con sentimiento. Después de tres o cuatro temas, devolvió la viola, y como si se le hubiese abierto la cabeza y la memoria, se puso a conversar. Hablar de la vida, y su sinsabor. Y contó su historia.
Era hijo de un matrimonio de la Coruña, que había venido a vivir a Uruguay en tiempos difíciles de España, y se había afincado en un pueblo del interior. Allí nació él, y dos años después murió su madre de parto, al dar a luz una niña. Fue una situación muy triste, —contaba—, pues el padre no podía trabajar y cuidar a los dos niños. De modo que un matrimonio joven, vecino y conocido del pueblo, cuya esposa no podía concebir, le pidió la niña para criarla como hija propia. Y así fue, el hombre les entregó la niña, a quien bautizaron como Gabriela y él crio el varón. Los años pasaron, los chicos crecieron sin saber que eran hermanos, un día sus caminos se cruzaron en el jardín del Amor, y una flecha que Cupido lanzó al azar, los atravesó.
Al principio nadie supo de aquel amor juvenil que fue creciendo sincero y apasionado. De todos modos como todo lo que tiene que suceder, sucede. Los padres de Gabriela se enteraron y pusieron el grito en el cielo, prohibiéndole a la joven esa relación. Lo mismo sucedió con el padre del joven, que al enterarse de la situación le contó a su hijo que Gabriela y él eran hermanos.
Jacinto estuvo días y días cavilando sobre qué hacer, si contarle a Gabriela la verdad, y el motivo de sus padres de no permitir la relación de ellos dos; no contarle nada y abandonar el pueblo como un cobarde; o irse lejos y no volver nunca más, para vivir por ahí como un apátrida, sin patria, sin familia y sin amor. Esperando la muerte justiciera porque sin Gabriela, no podría vivir. Pero nada se pudo ocultar, muchos vecinos sabían lo sucedido años atrás, cuando el nacimiento de Gabriela. De modo que la joven se fue enterando, fuera de su casa, de la realidad que estaban viviendo ella y su Jacinto. Una noche salió de su casa sin ser vista y fue a encontrarse con su amor. Llevaba consigo la solución que Jacinto no había encontrado. Sin rodeos le propuso al joven, la idea de irse juntos, una de esas noches, en el primer ómnibus que pasara por el pueblo hacia la capital.
Jacinto estuvo de acuerdo, de modo que le comentó al padre lo que pensaban hacer, y el padre le dio todo el dinero que tenía y el que pudo conseguir. Y los enamorados se fueron. Primero a Montevideo, a un barrio de las orillas. Mientras, los padres de Gabriela denunciaron a las autoridades la desaparición de los jóvenes, sin obtener nunca una respuesta.
Y un día, Jacinto cruzó el Atlántico y se fue solo a la Coruña donde sabía que tenía parientes. Cuando logró establecerse, le envió el pasaje a Gabriela y se volvieron a encontrar allende el mar. Pasó el tiempo y los jóvenes enamorados tuvieron 2 hijos. De modo que decidieron unirse en matrimonio civil. Y se casaron. El matrimonio entre hermanos está prohibido en Uruguay. De modo que al anotarse y pedir algunos datos al Poder Judicial de Uruguay, la ley los encontró.
Ya habían pasado más de cinco años de la llegada de los jóvenes a España, cuando los citaron. Los hicieron volver a Montevideo y al pueblo donde nacieron. Les ofrecieron una separación mediante un divorcio. Los aburrieron yendo y viniendo buscando una solución acorde a la ley. Cuando las autoridades pensaron que los habían convencido, la pareja dijo que no se divorciarían, ni se separarían. Que seguirían viviendo juntos, trabajando y criando a sus hijos. Y se volvieron a España. Y allá están.
Aquella noche en “El Infierno”, Jacinto Heredia puso fin a su historia diciendo a los parroquianos que lo escucharon en un silencio místico, que confiaba, que en los próximos días podría al fin, volver a su casa de La Coruña.

Ada Vega, año edición 2020 -

viernes, 25 de febrero de 2022

La Farolera

 


  
Había pasado su infancia en una casa de bajos, de un barrio montevideano. Un barrio suburbano de gente sencilla. De trabajo. Con veredas anchas y árboles cargados de gorriones barullentos al norte de la capital.

Un barrio alejado de las playas que bordean la ciudad donde, por las tardecitas, los vecinos se sentaban a conversar en las veredas y las niñas hacían rondas y cantaban:

“La farolera tropezó y en la calle se cayó
y al pasar por un cuartel se enamoró de un coronel...”

Saltaban a la cuerda :
“Al pasar la barca me dijo el barquero:
las niñas bonitas no pagan dinero.
Yo no soy bonita, ni lo quiero ser,
porque las niñas bonitas se echan a perder...”

Imitaban un baile de palacio con una canción que decía:
“Andelito andelito de oro, un sencillo y un marqués,
Que me ha dicho una señora que bellas hijas tenéis.”

y también decía:
“Téngala usted bien guardada.
-Bien guardada la tendré 

sentadita en silla de oro en los palacios del rey.”

Recordaba los años de escuela de túnica blanca y moña azul. Las tablas de multiplicar, las vocales y las consonantes. Son diecinueve los departamentos. El Éxodo del pueblo Oriental. Y, orientales la patria o la tumba. El primer libro de cuentos que leyó en primero: La Cenicienta y aquel primer poema del charrúa de los ojos azules: “El Uruguay y el Plata vivían su salvaje primavera...” 

Después el liceo. Desde el primer año, Francés y: fermez la bouche. Y también: Cuentos de la selva, Los albañiles de los tapes y Química y Física. Luego Inglés, open the door y: Bécquer; Machado, Charles Perrault; Orfeo y Eurídice;  (no existían los celulares, no se conocían las computadoras, recién comenzaban a llegar los primeros televisores: todo el mundo leía): Dickens, Mark Twain, Espínola, Verne, Morosoli, Quiroga, Arregui y más, muchos más. Y se terminó el liceo. Después taquigrafía y dactilografía y el empleo en las oficinas de un Comercio Mayorista.

Para Ana Clara se abriría otro mundo. Atrás quedarían las mañanas de la escuela, las tardes del liceo y su pasión por los libros. Piensa y no recuerda cuando ni por qué dejo de leer.

En su empleo del Comercio Mayorista conoció a Raúl. Un muchacho serio y muy tranquilo que estudiaba derecho. Se enamoraron en cuanto se vieron y se hicieron novios. Vivía, le dijo él, cerca de la costanera a una cuadra de la playa. Ana Clara conocía muy poco esa parte de la ciudad.

Una tarde fueron a caminar por la rambla. Acá es Trouville, le mostró Raúl. (Aún estaban las piletas donde se enseñaba a nadar). Y esta es Pocitos, le dijo al llegar a la playa. Ella quedó maravillada. Miró hacia el mar y hacia los edificios de apartamentos que se levantan sobre la rambla y dijo: quiero vivir ahí. El muchacho se rio ante la ocurrencia, seguro de que nunca podría pagar un apartamento en la rambla. Se casaron, al tiempo, realmente enamorados los dos. Alquilaron un apartamento en el Centro, cerca del empleo de ambos. Él se recibió de abogado y siguió trabajando en la empresa donde lo ascendieron con sueldo mejorado. Ana Clara seguía soñando con el departamento en la rambla.

Un día el dueño de la empresa comenzó a mirarla con un velado interés. Era un hombre mayor, casado, con hijos grandes. Ana Clara le pidió un departamento en la rambla y él le puso un departamento en el octavo piso de un edificio frente al mar.

“Sentadita en silla de oro en los palacios del rey” 
.

Ella juntó su ropa, abandonó a su marido y dejó el empleo del Comercio Mayorista. Al poco tiempo el dueño de la empresa se separó de su familia y se fue a vivir con ella. Y un día se casaron.

Ana Clara consiguió más, mucho más de lo que alimentó en sus sueños escondidos: joyas, cruceros por el mundo, automóvil, casa de verano en las playas del este.

Ahora se encuentra en la terraza de su departamento que da sobre la rambla. Acaba de llegar de una fiesta. Está hermosa con su vestido de fiesta ceñido al cuerpo. Deslumbran sus alhajas. Su esposo ha bajado un momento a guardar el auto y ella se ha quedado pensativa.

Es una apacible noche de verano. La rambla está concurrida de paseantes. El mar está sereno. Allá, a la derecha, como en una cuña metida en el mar, parpadea el faro de Punta Carretas.
La ciudad de Montevideo es hechicera. Hermosa y seductora descansa junto al Río de la Plata: su cómplice y amante.

Ana Clara recuerda su vida pasada. La casa en el viejo barrio al que nunca más volvió. “Yo no soy bonita ni lo quiero ser, porque las niñas bonitas se echan a perder”. Las amigas de entonces y sus juegos en la vereda. La escuela lejana: “no ambiciono otra fortuna otra fortuna, ni reclamo más honor más honor que morir por mi bandera, la bandera bicolor” El liceo donde hizo amigos que no volvió a ver. Su entrada a las oficinas de la empresa mayorista. Recuerda a Raúl. Admite que no se portó bien con él. Raúl era muy bueno y la quería mucho. Ella también lo quiso mucho. Pero con él no hubiese tenido nunca todo lo que le dio su marido. Se pregunta qué habrá sido de su vida. Cuando lo dejó y abandonó el departamento que compartían, él se fue de la empresa. Ana Clara no preguntó. Nunca le interesó saber que fue de él.

“las niñas bonitas no pagan dinero...”


Arrecia el viento que viene del mar. Trae consigo un olor profundo de peces dormidos, de algas y caracolas. En las noches siempre refresca en la zona costera. Ana Clara se acerca al balcón y queda, por un momento, observando un barco iluminado que, a lo lejos, va perdiéndose en la oscuridad. Entonces saltó.

“La farolera tropezó y en la calle se cayó Y al pasar por un cuartel se enamoró de un coronel”.
                       
Ada Vega,  edición 2010. 

Vincent

   


 


Nadie se acuerda del día en que Vincent llegó al barrio. Creo que siempre estuvo allí. Su figura desgarbada, sus cuadros vírgenes y su cara de Nazareno, eran parte del paisaje de La Teja al sur que hacia los años cincuenta crecía porfiada junto a la Bahía de Montevideo. Vincent era un joven pálido de cabello largo, barba rizada, y ojos enlutados de mirar perdido.

Vincent trastornado, extraviado en su propia esquizofrenia que deambulaba por las calles del barrio en aquellos esplendentes y perdidos veranos, con una tela de pintor bajo el brazo, algo que alguna vez fue un caballete y un pincel. Caminaba la vida con un compañero invisible y permanecía largas horas, mirando el mar,  apoyado en el puente  sobre el Miguelete. En sus caminatas sin rumbo llegaba a veces hasta Capurro y vagaba por el parque “donde de niño, jugara Benedetti” y recorría su playa antigua y sentenciada.

Sonreía y pintaba siempre el mismo cuadro. Entusiasmado con su obra, a veces se retiraba y miraba la tela como un verdadero pintor de oficio buscando la perfección, entonces se acercaba y corregía hasta quedar satisfecho. Pero la tela en el bastidor permanecía blanca. Muy temprano andaba Vincent haciendo su recorrido diario. Cuando los silbatos de las fábricas llamaban al turno de las seis de la mañana, él pasaba con su cuadro y su pincel. Adónde iba o de dónde venía, nadie lo supo. Simplemente lo veíamos pasar.

Vivía con otros marginales en un ranchito mísero hecho con latas y cartones, en la misma desembocadura del Miguelete junto a la refinería de Ancap. Decía llamarse Vincent, pero su verdadero nombre rubricado por apellidos muy sonados en la política de aquellos años, era otro. Pertenecía al seno de una familia adinerada que lo amaba y lo cuidaba. Su madre venía a verlo muy seguido: tanto como él lo permitía.

Llegaba de mañana en automóvil con chófer. Le traía ropa, comida y vitaminas, y era éste quien bajaba del coche y le alcanzaba los bolsos, mientras la angustiada madre esperaba para ver a su hijo que, desde lejos, la saludaba con la mano en alto. Vincent apenas probaba la comida, las vitaminas jamás las tomó, solía cambiarse el pantalón y la camisa, lo demás lo regalaba. Había logrado hasta donde le fue posible, mantener alejada a su familia con excepción de su hermano Diego, con quien en los últimos años mantuvo una gran amistad.

A Diego le dolía la condición en que se encontraba Vincent. En una oportunidad nos contó que siendo estudiante su hermano sufrió un trastorno en su mente y perdió la razón. Los médicos nunca acertaron a explicar muy bien que le sucedió. Fue entonces que los padres lo llevaron a Europa y luego a Estados Unidos, en busca de una posible cura, sin encontrarla. Y el joven poco a poco se fue aislando.

No quería estar en su casa ni con su familia. Desaparecía por días, hasta que al final lo encontraban vagando por las calles, sonriente y feliz. Un día, en sus desvíos, encontró unos indigentes que vivían junto al Miguelete y se quedó con ellos. Desde entonces vivió para “pintar”. Le pidió a Diego una tela y un caballete y el hermano le trajo todo lo necesario: telas, pinceles y óleos. Pero nunca usó las pinturas, los colores estaban en su mente. Era un joven callado y dócil que vivía en un mundo donde no había cabida para nadie más.

Un invierno su madre dejó de venir al barrio. Había fallecido. Nunca supimos si su mente registró el hecho. Entonces comenzó a venir Diego, le traía telas y tubos de óleos, aceites y pinceles, pero él siguió con su pincel seco y su vieja tela. También le traía ropa, frazadas y comida que Vincent repartía entre sus compañeros. Diego no soportó más la situación. Una tarde volvió y se lo llevó con él, lo bañó, lo afeitó y lo dejó en una lujosa casa de salud.

Lo instaló en una hermosa habitación, con cama de doble colchón y sábanas perfumadas; con televisión, un sillón hamaca, y junto a la ventana un caballete con su tela, caja de óleos, acuarelas y pinceles. Tenía cuatro comidas diarias y podía bajar al jardín. Vincent se quedó un día. Al llegar la noche con su vieja tela bajo el brazo y su pincel se dirigió a la puerta de calle, y al encontrarla cerrada con llave, enloqueció.

Se sintió atrapado, no podían controlarlo y llamaron a Diego. Cuando éste llegó y entró en la habitación encontró a Vincent bañado en sangre. El joven, perturbado, se había cortado una oreja. Y Diego comprendió que no podía interferir en la decisión de vida que su hermano había tomado. Si lo amaba, debía respetar su derecho a vivir cómo y donde él quisiera. Y él era feliz en su ranchito tal cual lo tenía: en el baldío, junto al puente, frente a la bahía.

Y Vincent volvió al barrio. Anduvo meses vagando calle arriba y calle abajo con la cabeza vendada. Hasta la noche en que terminó el cuadro que hacía años estaba pintando. Esa noche se sintió mal y avisaron a Diego, que no demoró en llegar. Vincent estaba acostado en una colchoneta cubierto con una manta. Al verlo así, Diego se alarmó e intentó llevárselo a su casa, pero Vincent no quiso moverse, dijo que tenía frío y que estaba muy cansado.

Diego se acostó a su lado y lo abrazó muy fuerte. Vincent entonces, haciendo un esfuerzo, sacó el cuadro terminado de entre las ropas que lo cubrían. Es para vos, le dijo. Diego tomó el cuadro, y mientras le oía decir a su hermano, casi en susurro: "Adiós,  Diego", observó en aquella vieja tela, que durante años, su hermano enfermo pintara sin pintar, la clásica belleza de un “vaso con girasoles”, firmado: Vincent.


Ada Vega, edición 1997 - 

jueves, 24 de febrero de 2022

Malena

     




Dicen que Malena cantaba bien. No sé. Cuando yo la conocí ya no cantaba. Más bien decía con su voz ronca, las letras amargas y tristes de viejos tangos de un repertorio, que ella misma había elegido: Cruz de palo, La cieguita, Silencio. Con ellos recorría en las madrugadas los boliches del Centro. Cantaba a capela con las manos hundidas en los bolsillos de aquel tapado gris, viejo y gastado, que no  alcanzó nunca a proteger su cuerpo del frío que los inclementes inviernos fueron cargando sobre su espalda.  Alguien  una noche la bautizó: Malena. Y le agradó el nombre.
  Así la conoció la grey noctámbula que por los setenta, a duras penas  sobrevivía el oscurantismo acodada en los boliches montevideanos. No fumaba. No aceptaba copas. Tal vez sí, un café, un cortado largo, en alguna madrugada lluviosa en que venía de vuelta de sus conciertos a voluntad.  Entonces, por filantropía, aceptaba el convite y acompañaba al último parroquiano - bohemio que, como ella, andaba demorado.
 Una noche coincidimos en The Manchester. Yo había quedado solo en el mostrador. Afuera llovía con esa lluvia monótona que no se decide a seguir o  a parar. Los mozos comenzaron a levantar las sillas y Ceferino a contar la plata. Entonces entró  Malena. Ensopada.
 La vi venir por 18, bajo las marquesinas, y cruzar Convención esquivando los charcos. Sacó un pañuelo y se secó la cara y las manos. Debió haber sido una linda mujer. Tenía una edad indefinida. El cabello gris y los ojos oscuros e insondables como la vida, como la muerte.
 Le mandé una copa y prefirió un cortado, se lo dieron con una medialuna. No se sentó. Lo tomó, a mi lado, en el mostrador. Yo, que andaba en la mala, esa noche sentí su presencia como el cofrade de fierro que llega, antes de que amanezca, a  compartir el último café.
Me calentó el alma.
    Nunca le había dirigido la palabra. Ni ella a mí. Sin embargo esa noche al verla allí conmigo, oculta tras su silencio, le dije algo que siempre había pensado al oírla cantar. Frente a mi copa le hablé sin mirarla. Ella era como los gorriones que bajan de los árboles a picotear  por las veredas entre la gente que pasa: si siguen de largo continúan en lo suyo, si se detienen a mirarlos levantan vuelo y se van.
  —Por qué cantás temas tan tristes —le pregunté. Ella me miró y me contestó:
 —¿Tristes?  — la miré un segundo.
 —Tu repertorio es amargo ¿no te das cuenta? Por qué no cantás tangos del cuarenta.  Demoró un poco en contestarme.
 —No tengo voz  —me dijo. Su contestación me dio  entrada y seguimos conversando mirándonos a la cara.
 —¡Cómo no vas a tener voz! Cantá algún tema de De Angelis, de D’Agostino, de Anibal Troilo.
—Los tangos son todos tristes —afirmó—, traeme mañana la letra de un tango que no sea triste, y te lo canto. Acepté. Ella sonrió apenas, dejándome entrever su conmiseración. Se fue bajo la lluvia que no aflojaba. No le importó, dijo que vivía cerca.  Nunca encontré la letra de un tango que no fuera triste. Tal vez no puse demasiado empeño. O tal vez tenía razón. Se la quedé debiendo.
      Ceferino terminó de hacer la caja.
 —¿Quién es esta mujer? ¿Qué historia hay detrás de ella? —, le pregunté.
 —Una  historia común — me dijo. De todos los días. ¿Tenés  tiempo? 
 —Todo el tiempo.
 Era más de media noche. Paró un "ropero" y entraron dos soldados pidiendo documentos. Se demoraron mirando mi foto en la Cédula. 
  —Es amigo —les dijo Ceferino. Me la devolvieron y se fueron. Uno de ellos volvió con un termo y pidió agua caliente. Me miró de reojo con ganas de joderme la noche y llevarme igual, pero se contuvo. Los mozos empezaron a lavar el piso.
             —Yo conozco la vida de Malena  —comenzó a contar Ceferino—,  porque una noche, hace unos años, se encontró aquí con un asturiano amigo mío que vivió en su barrio. Se saludaron con mucho afecto y cuando ella se fue mi amigo me dijo que habían sido vecinos y compañeros de escuela. Malena se llama  María Isabel. Su familia pertenecía a la clase media. Se  casó, a los veinte años, con un abogado, un primo segundo de quien estuvo siempre muy enamorada. Con él tuvo un hijo. Un varón. La vida para María Isabel transcurría  sin ningún tipo de contratiempos.
      Un verano al edificio donde vivía se mudó Ariel, un muchacho joven y  soltero que había alquilado uno de los apartamentos del último piso. El joven no trató, en ningún momento, de disimular el impacto que la belleza de María Isabel  le había causado. Según parece el impacto fue mutuo. Comenzaron una relación inocente y el amor, como siempre entrometido, surgió como el resultado lógico.
 Al poco tiempo se convirtieron en amantes y  como tales se vieron casi tres años. El muchacho enamorado de ella le insistía para que se separara del esposo a fin de formalizar la relación entre los dos.  Sin embargo, ella nunca llegó a plantearle a su esposo el tema del divorcio. Después se supo el porqué: no deseaba la separación pues ella amaba a su marido. Sí, y también lo amaba a él, y no estaba dispuesta a perder a ninguno de los dos.
 Esta postura nunca la  llegó a comprender Ariel que  sufría, sin encontrar solución, el amor compartido de la muchacha. Un día el esposo  se enteró del doble juego. María Isabel, aunque reconoció el hecho,  le juró que a él lo seguía amando. Que amaba a los dos.  Eso dijo. El hombre creyó que estaba loca y  negándose a escuchar una  explicación que entendió innecesaria, abandonó el apartamento llevándose a su hijo.
    María Isabel estuvo un tiempo viviendo con Ariel, aunque siempre en la lucha por recobrar a su marido y su hijo. Nunca lo consiguió. Y un día Ariel, harto de la insostenible peripecia en que se había convertido su vida, la abandonó.
    Me contó mi amigo — continuó diciendo Ceferino —, que por esa época la dejó de ver. Aquella noche que se encontraron aquí hablaron mucho. Ella le contó que estaba sola. Al hijo a veces lo veía,  de su ex  marido supo que se había vuelto a casar y  de Ariel que  continuó su vida solo. De todos modos, seguía convencida  que de lo  ocurrido la culpa había sido  de sus dos hombres que se negaron rotundamente a aceptar que ella los amaba a ambos  y no quería renunciar a ninguno.
 Tendríamos que haber seguido como estábamos —le dijo—, yo  en mi casa con mi marido, criando a mi hijo, y viéndome con Ariel de vez en cuando en su departamento. Pero no aceptaron. Ni uno ni otro. 
 Esa noche se despidieron y cuando Malena se fue  mi amigo, me dijo convencido:
—  Pobre  muchacha, ¡está loca!
 — Ya te lo dije: la historia de Malena es una historia común. Más común de lo que la gente piensa. Aunque yo no creo, como afirma mi amigo, que esté loca. Creo, más bien, que es una mujer que está muy  sola y se rebusca cantando por los boliches. Pero loca,  loca no está.
 Todo  esto  me contó Ceferino,  aquella  madrugada  lluviosa  de  invierno,  en The Manchester. Malena  siguió cantando mucho tiempo por los boliches. La última vez  que la vi fue una madrugada,  estaba cantando en El  Pobre Marino. Yo estaba con un grupo de amigos, en un apartado que tenía el boliche.  Festejábamos la despedida de un compañero que se jubilaba. La saludé de lejos, no sé si me reconoció. Cantó a pedido: Gólgota, Infamia y Secreto. No la vi cuando se fue.
 Ceferino estaba equivocado. No quise discutir con él aquella noche: Malena estaba loca.  Suceden hechos en la vida que no se deben comentar ni  con  los más íntimos. Podemos, alguna vez,  enfrentarnos a situaciones antagónicas que al prójimo le costaría aceptar. Además,  lo  que es moneda corriente para el hombre, se sabe, que a  la mujer le está vedado.
       Hace mucho tiempo que abandoné los mostradores. Los boliches  montevideanos,  de los rezagados después de la medianoche, ya fueron para mí. A Malena no la volví a ver. De todos modos, no me olvidé de  su voz ronca diciendo tangos. Cada tanto siento venir  desde el fondo de mis recuerdos,  a aquella Malena que una noche  de malaria me calentó el alma y quisiera darle el abrazo de hermano que no le di nunca. Decirle que  yo conocí su historia  y  admiré el coraje que tuvo de jugarse por ella.
Aquella Malena de los tangos tristes. Aquella, de los ojos pardos y el tapado gris, que “cantaba el tango con voz de sombra  y  tenía  penas de bandoneón.”

Ada  Vega, edición 2007