viernes, 8 de abril de 2022
No no y no.
La cita
La tarde de marzo comenzaba a disiparse tras los edificios de la rambla. En la arena de la playa jugaban algunos niños. Varios veleros a lo lejos, y en el horizonte, cargueros en el antepuerto. En la acera opuesta, junto a los edificios, Julio Miraflores se dirigía inseguro hacia la cita.
Ada Vega, año edición 2015
jueves, 7 de abril de 2022
Con las manos sobre el Evangelio
Los heredaron los hijos, los hijos de los hijos y los biznietos. Sin embargo, nadie conocía a María de los Milagros Reboledo Gamarra que fue, por su libertina conducta, desheredada. Detalle del que nunca tuvo conocimiento, ni le importó. Pues a ella se la conoció en veinte cuadras a la redonda, como María la del río, por algo natural y lógico: vivía junto al río. Por lo tanto, fue hasta su muerte octogenaria, María del Río, que así quiso que se la conociera y se la llamara.
Nadie sabe con certeza, ni recuerda, cuando vino a vivir María a su casa de la costa. Según ella misma contaba, había nacido en 1901 y tenía escasos trece años cuando se escapó de su casa siguiendo a un cantor de tangos y valsecitos, bohemio y fachero; que conoció en la fiesta de cumpleaños de su hermana mayor, donde abrazado a una guitarra lo escuchó cantar y decidió, que ese sería su hombre para toda la vida.
Y fue el cantor, su primer hombre. Al que amó con locura y desesperada desesperación su vida entera y a quien juró, con las manos sobre el Evangelio, que amaría hasta el día de su muerte. Y así fue, lo amó hasta el mismísimo día de su muerte: pero lo engañó a la semana.
Que una cosa nada tiene que ver con la otra, según su propio decir y entender. Que el amor es inasible y sublime, decía, y lo bendice Dios. Y el cuerpo es terreno, se pudre en la tierra y Dios no tiene en él, el más mínimo interés.
También es cierto que su cantor, bohemio y fachero, vivía la noche de juerga y de día dormía igual que un lirón. Aunque, la verdad sea dicha, no fue ese el real motivo de que María lo engañara, pues si el muchacho hubiese sido un santo de altar, bendito y milagrero, lo hubiera engañado igual. Que María había nacido para enamorarse por un rato de todos los hombres, fuesen buenos, fuesen malos o rebeldes o malvados.
Al igual que muchos hombres que les gustan todas las mujeres, solteras o casadas, lindas o no tanto, de vez en cuando aparece una mujer con los mismos vicios. A los hombres se los llama con transigencia: mujeriegos. A las mujeres: p&tas.
Sin embargo, no se debe tomar a la ligera el modo en que María vivía la vida, pues ella proclamaba, con orgullo, que nunca se prostituyó, puesto que hacía el amor por placer, que no por dinero. Que si a ella le gustaban los hombres, también es cierto que los hombres morían por ella. Porque María era bonita a rabiar.
Que no hace falta que se diga, pues todo el mundo lo supo siempre, que fue la mujer más hermosa, sensual y mejor plantada de los tres o cuatro barrios que crecieron junto al río. Que la mata de su pelo negro, decían, le llegaba a la cintura. Que sus ojazos, de mirada pecadora, enardecía a los hombres cuando pasaba insinuante. Que su cintura fina, y su quiebre al caminar. Que su boca, a media risa, maliciosa y subyugante.
Eso decían, y era cierto. No hubo mujer más amada por los hombres y más odiada por las mujeres. Y esto último sin razón. Que ella no engañaba a nadie, decía y con propiedad. Que nunca le quitó el novio, ni el marido, a ninguna mujer. Pues los hombres para ella eran todos pasajeros. Pétalos de una flor que se los llevaba el viento. Solo fuegos de artificio nacidos para morir. Que ninguno despertó en su pecho el más mínimo sentimiento de amor, ni de codicia. Pues ella tenía su hombre, su cantor, a quien había jurado amar hasta el fin de su vida.
María la del río, era prolija y muy limpia. Su casa brillaba por dentro y por fuera. Ella misma pintaba las puertas y las paredes cuando era necesidad. Plantaba y cultivaba su huerto. Cosía su ropa. Amasaba su pan y hacía su vino con uvas morenas.
Un invierno, su amante cantor le dejó la casa y se fue de torero a recorrer, cantando, los barrios, los puertos. Cada tanto volvía, borracho y enfermo, harto de mujeres y piringundines. Colgaba la guitarra en el ropero y le entregaba su cuerpo a María para que con él hiciera lo que quisiera.
María, lo único que podía hacer con aquel deterioro de cuerpo, era darle cristiana sepultura. Pero aquella mujer era una santa. Lo cuidaba y lo alimentaba. De entrada, nomas, lo metía en la tina con agua caliente, lo dejaba un rato en remojo y después lo refregaba con fuerza, con jabón de olor, de la cabeza a los pies. Se untaba las manos con grasa de pella y se la pasaba por todo el cuerpo para curarle heridas y mataduras.
Con santa paciencia le cortaba las uñas y el pelo. Luego lo afeitaba, lo metía en la cama y lo dejaba dormir días enteros mientras ella le velaba el sueño.
Al cabo de un tiempo, con tantos cuidados, el mozo cantor se recuperaba. Quedaba lustroso, con la ropa limpia, gordo y oliendo a lavanda. Después, pasado unos días, una noche cualquiera después de cenar, descolgaba la guitarra, abrazaba y besaba a María como un hijo, besa y abraza a su madre y se iba, silbando, bajito, perdido en la noche. Siempre se llevaron bien. Nunca discutieron. Nunca una palabra de más. Nunca un improperio. Todo sabían el uno del otro. Y se respetaban. De todos modos, si bien es cierto que él siempre se iba y la abandonaba, María sabía que era volvedor.
Un día, cuando el año cuarenta moría y hacía seis o siete que el cantor no daba señales de vida, le avisaron que en un boliche en un barrio del norte, en una trifulca, alguien lo había matado. Ella se vistió de negro, llamó a un carrero vecino y con él fue a buscarlo. De regreso, con el hombre muerto, lo bañó, le cambió la ropa, lo peinó con jopo y gomina y lo veló toda la noche. Al otro día fue sola a enterrarlo. No quiso que nadie la acompañara. Que el muerto era solamente suyo, dijo. Después, de vuelta a su casa, siguió con su vida. Enamorándose de los hombres y dejando que los hombres se enamoraran de ella. Que no fueron pocos los hombres de paso que quisieron quedarse con ella del todo, sufriendo tras su negativa. Porque María nunca necesitó un hombre para vivir, pues se mantuvo siempre sola. Sola hasta el fin.
María la del Río murió un invierno lluvioso y frío. La casa se llenó de ancianos. La velaron día y medio y al final la enterraron porque no podían seguir esperando que llegaran todos los que la amaron. Pues algunos no pudieron venir porque ya no caminaban o tenían la mente perdida. Los más porque estaban muertos. Y otros porque sus mujeres, hasta muerta, la celaron. Esto último sin razón. Que ella nunca le sacó el novio ni el marido a ninguna mujer. Que el amor que ella daba era solo por un rato. Que jamás quiso hombre alguno plantado en su casa. Porque María del Río, como ella quería que la llamaran, amó solamente a un hombre, aquel cantor de tangos y valsecitos, bohemio y fachero, a quien le juró, a los trece años, con las manos sobre el Evangelio, que lo amaría hasta el día de su muerte.
Y fue verdad.
miércoles, 6 de abril de 2022
Al final del otoño
Era extraño que aquel rosal trepador, se cubriera de pimpollos al final del otoño. No era época de florecer. Y más extraño ese rosal, por el que el viejo Leonidas pasó tantos desvelos. Pese a su apariencia de árbol débil tenía una raíz fuerte y sana, de modo que lo trasplantó contra el muro sobre el que cruzó hilos para ayudarlo a extenderse. Sin embargo, aunque fue creciendo firme y arrogante no acababa de mostrar el más mínimo atisbo de florecer.
Leonidas, que conversaba con sus plantas como si fuesen sus hijas, no entendía por qué el bendito rosal se negaba a dar rosas. Y aunque cada año que pasaba seguía desdeñoso, siempre tuvo la certeza de que una primavera, a fuerza de paciencia y de cuidados, se le entregaría en racimos de pimpollos. No sucedió así. No en primavera. Sucedió al final del otoño, cuando ya nadie espera que florezcan los rosales.
Aquella mañana de fines de junio mientras podaba y retiraba maleza de los canteros, Leonidas escuchó una animada conversación desde la casa y detuvo su trabajo para mirar hacia el patio exterior que daba al jardín. Recordó entonces que Marcela, la directora de Casablanca, le había comentado que ese día ingresaba a la residencial una nueva compañera. Observó un momento al grupo que conversaba y alcanzó a divisar el rostro de la nueva.
Por un instante se sintió desconcertado. No podía ser ella. Tal vez la vista comenzaba a traicionarlo. Su vida había dejado muy atrás los años primeros y ese rostro que acababa de vislumbrar, lo retrotrajo a un tiempo lejano. A un recuerdo triste, que guardaba dormido, del tiempo aquel de los verdes años. Regresó a una época casi olvidada. Volvió a recorrer los patios de la vieja casa donde pasó su infancia. Vinieron a su memoria sus padres y sus hermanos. Y se vio él, entonces estudiante, en la ardiente primavera de su vida.
La casa de Leonidas se encontraba en un barrio fabril en los suburbios de la ciudad. Casas bajas con chimeneas, calles adoquinadas y faroles en las esquinas de ochavas. Barrio con olor a madreselvas y cielos enormes de lunas blancas.
A unas cuadras de su casa vivía una familia muy pobre y de mal vivir. Los vecinos, gente toda de trabajo, no la aceptaba. La conformaba una pareja con siete u ocho hijos que andaban todo el día en la calle, pidiendo o robando. Cuando los padres lograban reunir algunos pesos compraban alcohol, se emborrachaban, se insultaban, se castigaban entre ellos y castigaban a los hijos. Temprano por las mañanas los mandaban a pedir, a robar y no volver sin dinero.
Una de las niñas se llamaba Caterina. Era rubia, triste y sucia. Tenía doce años y andaba siempre llorando por la calle. Caterina le dolía en el corazón a Leonidas. Ansiaba crecer de una vez para protegerla. A veces se encontraban a la vuelta del puesto de verduras y él le decía que la quería. Que no llorara. Que cuando fuera más grande y consiguiera trabajo iban a vivir juntos. Entonces ella lloraba con más ganas.
En aquellos días Leonidas tenía apenas catorce años y aunque lo intentó no llegó nunca a definir el real sentimiento, aparte de una gran ternura, que lo ataba a la muchacha. De lo que en cambio estuvo siempre seguro, fue de su firme deseo de protegerla. Protegerla de la maldad de la gente. De los hombres que la asediaban. De la ignominia de sus padres que la vendían por una botella de alcohol. Entonces pensó que la amaba. Y tal vez la amó. Tal vez. Con ese amor compasivo que despierta un cachorro apaleado, abandonado en la calle una noche de lluvia.
Los padres comenzaron a preocuparse por el joven. Lo notaban desganado, sin deseos de comer ni de estudiar. Fue el padre quién enfrentó la situación. Indagó. Quiso saber qué le estaba pasando. No pudo aceptar la explicación que dio Leonidas. No quiso. Su hijo se había enamorado de la única persona de la cual no podía enamorarse. Caterina era una chica de la calle. Todo el mundo lo sabía. ¿No se daba cuenta él? No era amor, no, lo que sentía por ella. Era solamente lástima. Lástima, Leonidas. ¿Cómo te vas a enamorar de esa muchacha? ¡No, no vuelvas ni a mencionarlo! Ya te vas a olvidar. Sacátela de la cabeza. Sos muy chico todavía. ¡Qué podés saber vos de amores y mujeres! Ya vas a encontrar, cuando termines los estudios, una buena chica de familia bien, como nosotros, de quien enamorarte. ¡Te pido por favor que te olvides de ese asunto! Sos muy chico para entender ciertas cosas. Ella no es una muchacha para casarse. ¿Entendés? Ningún hombre honesto se casa con una mujer de esas. ¡Vamos, Leonidas! No querrás que tu madre se enferme del disgusto, ¿no? Y Leonidas no supo qué contestar
Caterina no tuvo tiempo de terminar la escuela. Era la mayor de los hermanos y aprendió, junto con los primeros pasos, a extender la manita por una limosna. Vestida siempre de túnica y moña, subía y bajaba sola de los ómnibus desde antes de cumplir los cinco años. Al principio pedía una moneda y la gente le daba, porque era bonita. En la calle aprendió a robar. Con amigos de la calle. Entraban a los comercios dos o tres juntos, ellos entorpecían a los que estaban comprando y ella, que era la más ágil, manoteaba lo que podía y salía corriendo. Tenía diez años cuando una noche, borrachos, los padres la vendieron a un fulano por cincuenta pesos. Después, cuando se les pasó la borrachera, lloraron los padres por lo que habían hecho. Al otro día la volvieron a vender.
Caterina, por primera vez, siente un poquito de felicidad. Les cuenta a sus padres que el joven Leonidas le prometió que cuando trabaje van a vivir juntos. La madre gritó desaforada: ¡¿qué te dijo ese atorrante?! ¡¿Qué te va a llevar con él?!
Insultó el padre como un demente:¡Decile a ese guacho que no se meta con nosotros si no quiere que le parta la cabeza de un fierrazo! Decile que digo yo, no más. ¡Guacho de mierda! Mal parido ¡V´ia tener que hablar con el padre pa´que lo ponga en vereda, al hijo de p&ta! ¿Te fijaste vos como se mete la gente en lo que no le importa? ¿No se da cuenta el guacho que vos tenés hermanos que mantener? Y nosotros. Tu madre y yo. ¿De qué vamos a vivir? Ahora que los tipos te empiezan a pagar bien, te quiere llevar. Lo v´ia matar, mirá. Más vale que nunca lo vea contigo porque lo mato. ¡Te juro que lo mato!
Al mediodía la vio en el almuerzo. Era ella, no cabía dudas. La pequeña Caterina del barrio olvidado. La Caterina con doce años llorando por la calle. Su primer amor. Amor delirante al que ella misma lo obligó una noche a renunciar. Leonidas la miró para saludarla. Ella le sonrió sin reconocerlo. ¡Habían pasado tantos años! Cómo podía reconocer en el viejo que era ahora, a aquel adolescente que una vez le dijo que la amaba y que un día se irían a vivir juntos. Y él, por tercera vez, permaneció callado.
Las matas de cartuchos, con sus hojas grandes y lustrosas, los bulbos de gladiolos trasplantados, las dalias dobles y los crisantemos, iban a su tiempo floreciendo en el jardín de Casablanca. Leonidas en su oficio de jardinero fue haciéndose cada vez más eficiente. Aprendió que según la luz que necesitan para desarrollarse pueden las plantas dividirse en: plantas de solana y plantas de umbría. Que si se multiplican por semillas, injertos o bulbos, requerirán más o menos riego. Que es necesario abonar la tierra periódicamente, combatir los insectos que las dañan y podar algunas de ellas.
Leonidas hace ya varios años que es jardinero de la Residencial Casablanca para el Adulto Mayor. Comenzó después de haberse jubilado, por el deseo de hacer algo con su vida, pues entendió que el tiempo le sobraba y el cuidado de las plantas fue algo que siempre le atrajo. De hecho, siempre había tenido en su casa un muy cuidado jardín. Cuando se enteró que la residencial necesitaba un jardinero, se ofreció sin pretensiones. Presentó referencias sobre su persona y fue aceptado de inmediato. Un par de años después, cuando falleció su esposa, se dio cuenta de la soledad que lo esperaba cada tarde al volver a su hogar. De manera que un día decidió quedarse a vivir en la residencial, donde se sintió realmente acompañado, entrando a formar parte de aquella familia.
La vida para Leonidas no ha tenido demasiados altibajos. A veces, en las tardecitas, se sienta bajo los árboles a tomar mate. Entonces los recuerdos lo invaden. Examina, sopesa los años vividos. Y aunque reconoce logros y desaciertos no puede, no pudo nunca, arrancar de su pecho, una espina que lo ha acompañado desde siempre y lo hiere todavía.
Hace días que Leonidas no ve a Caterina. Cuando vuelve del liceo camina unas cuadras más, para pasar por la casa de ella. El padre lo vio un día y le gritó:
---¡Hijo de p&ta! ¿qué andás haciendo por acá? ¡Si te veo con la Caterina te v´ia matar!
Pensó que podría estar enferma y no tenía a quién preguntar. Después supo que no. Alguien dijo que la habían visto por el Centro. Trabajando. Él no lo podía creer. Los vecinos del barrio no la querían, eso lo sabía bien. Tendría que verlo con sus propios ojos. La gente a veces se ensaña, inventa cosas.
Al cabo de unos meses la vio una noche salir de su casa. La encontró más linda. Maquillada y bien vestida parecía de dieciocho. No dudó en seguirla. Ella tomó un ómnibus para el Centro. Allí se paró en una esquina con otras mujeres. No demoró en irse. Se le acercó un hombre, habló dos palabras y se fue con él. Pasó junto de Leonidas sin advertir su presencia. Con la cabeza apenas inclinada, presa todavía de un poco de vergüenza. Vergüenza que irá poco a poco,perdiendo para siempre y hasta nunca, en ese submundo aberrante del que no puede, no podrá ya salir.
Donde deberá seguir, sin salvación posible, arrojada allí como en una pesadilla. Convencida de que, aunque logre un día apartarse de esa vida, será ya hasta el fin y para todos: una mujer de la calle. Recién entonces Leonidas comprendió que la había perdido. Entendió que Caterina no podía esperar a que él finalizara los estudios y consiguiera trabajo; terminara de criarse y se hiciera un hombre. Ella ya era una mujer. Los tiempos de ambos no eran los mismos. Los tiempos de él no tenían prisa. Pero a ella la vida la venía empujando hacia un abismo al que no tuvo más remedio que saltar.
Volvió al barrio con una herida que le laceraba el pecho. Por mucho tiempo se culpó de no haber podido ayudarla. Después prefirió pensar que la vida de ellos dos, tenía marcados caminos opuestos. Y decidió no volver a verla.
Cuando terminó el liceo, Leonidas ingresó al IPA. Era entonces un joven callado e introvertido. Estudiaba historia y filosofía. Allí conoció a Marlene, una chica del interior, que había venido a estudiar a la capital. Compañeros de estudios, se hicieron primero amigos y luego, más enamorada ella que él, formalizaron el noviazgo. Marlene vivía en Montevideo en una casa para estudiantes con la idea de que, una vez recibido el título, volvería a su ciudad. Por lo tanto, a partir del noviazgo, la joven le propuso a Leonidas, irse a vivir con ella a su departamento.
Él aceptó, pues era una forma de desprenderse del recuerdo de Caterina, que continuaba mortificándolo. Pues en su pensamiento la veía niña, llorando por las calles del barrio, y otras veces hecha una mujer pintados los ojos y la boca, vendiendo por las esquinas del Centro su belleza fugaz.
En esos años, más de una vez, la buscó e intentó hablarle. Ella no quería escucharlo. Una noche, sin embargo, conversaron. Él estaba terminando el profesorado. Ese verano se casaba con Marlene y se iba a vivir al litoral. Sintió deseos de verla, de hablar con ella. Tal vez, nunca más volverían a encontrarse.
Una noche pasó por la esquina donde sabía que podía encontrarla. Se fueron juntos a tomar un café por la Ciudad Vieja. Las luces aburridas de los faroles estiraban sombras sobre las veredas cuadriculadas. El país arrastraba sinsabores. Poca gente y poca plata en la calle. Entraron a un boliche esquinero alumbrado por una magra lamparilla que regaba su luz moribunda sobre el mostrador. Mientras el mozo se empeñaba con las palabras cruzadas de El Diario, el patrón, sentado frente a la registradora, descabezaba el sueño de la media noche. En la radio: Magaldi el sentimental.
Se sentaron al fondo, donde casi no llegaba la luz. El muchacho no sabía cómo empezar a hablar, ni qué decir. Ella lo miró desde sus avezados veinte años y sonrió.
—Bueno, Leonidas, hablá ¿qué querés decirme? Conseguiste trabajo. Me vas a llevar a vivir con vos. Cuanto ganás. Podrás bancarme. Sabés la guita que hago yo por noche. Vas a trabajar vos para mí. ¿O voy a trabajar yo para vos?
¡Hablá! ¿Qué querías decirme?
Volvió a sonreír con una sonrisa que no le conocía. Trágica. Absurda. Él intentó ver a través de aquella hermosa muchacha que lo miraba desafiante, a la frágil Caterina que un día amó y que todavía le dolía. La buscó detrás de los ojos burlones y la boca pintada. Supo que seguía allí. Pequeña. Desamparada. Oculta tras un disfraz denigrante que la vida le ofreció por vestidura. En las preguntas de la joven encontró las respuestas que había ido a buscar. Se sintió torpe. Fuera de lugar. Avergonzado de estar allí. De haberla buscado. Si él ya había resuelto su vida. No tenía derecho a perturbar a la muchacha que estaba, tan solo, intentando sobrevivir.
Ella tomó el bolso, se puso de pie y dijo con preeminencia:
—Viví tu vida Leonidas, y dejame a mí vivir la mía. Olvidate. No quiero volver a verte... gracias por el café.
Le palmeó el hombro y lo miró con unos ojos que hablaban de un tiempo pasado. —Chau, pibe —le susurró casi con ternura maternal al despedirse.
Colgó su bolso al hombro. Sacudió la cabeza y la mata de su cabello cayó sobre la espalda, como el telón de un trágico final. Se fue haciendo equilibrio sobre unos tacos increíbles. Luciendo una falda demasiado corta y un escote demasiado largo.
Leonidas quedó impávido sentado en el boliche. Caterina había tomado la palabra y en cuatro frases marcó el tablero. Colocó las fichas de cada lado y esperó a que él moviera. Sabía que él no se iba a animar. Por experiencia lo supo. Y comenzó ella a jugar. Cada pregunta era una jugada. Lo apabulló ante la destreza con que llevó la conversación. Y él, por segunda vez, no pudo hablar. No se animó. La joven comenzó y terminó el juego. Dijo todo lo que había que decir y se retiró poniéndole fin a la ajetreada relación que, alguna vez, pudo haber existido entre los dos. Y Leonidas supo esa noche que Caterina lo había marcado a fuego y que esa marca la llevaría mientras viviera.
Habían pasado ya varios días desde la llegada de la nueva a Casa del Parque. No dejó de llamar la atención de todos los residentes, lo pronto que se adaptó a la vida en la residencial. No era común. Por lo general, a las señoras les cuesta un poco acostumbrarse a la convivencia con personas ajenas a su entorno familiar. Extrañan y es comprensible, dejan su casa, sus muebles, recuerdos, afectos que las han acompañado durante toda su vida. A los señores también les cuesta integrarse. Por lo menos al principio. Deben hacer un esfuerzo, hasta que se conozcan, luego la camaradería surge sola. De modo que esta señora que desde el primer día de su ingreso se sintió como en su casa, les ha llamado gratamente la atención a todos. Ha entablado una amistad franca con los residentes y con el personal. Tan cómoda y feliz se encuentra que pareciera que nunca hubiese vivido tan bien. Tan acompañada. Tan protegida.
Con Leonidas conversan asiduamente. Ella baja al jardín y se sienta en un banco a conversar con el jardinero. Le encanta hablar. Cuenta cosas agradables de su vida pasada. Leonidas le hace preguntas directas. Si era casada. Si tuvo hijos. En qué barrio nació. Y ella complacida ha comenzado a contarle su vida.
Nací, dice, en un barrio muy lindo. Por el Parque Rodó. ¿Conoce señor Leonidas ese barrio? Mi madre nos llevaba todos los días a pasear por el parque. En otoño íbamos para el lado de las canteras a tomar sol. Por el campo de Golf. ¿Conoce el campo de Golf? En verano nos llevaba a la playa y a pasear por la rambla. Nosotros éramos dos hermanos, nada más. Mi mamá y mi papá eran muy buenos y nos querían mucho. Mi padre trabajaba. Era muy trabajador. Le compró una casa preciosa a mi madre. Ahí nací yo. Por el Parque Rodó.
A los dos hermanos nos mandaron a estudiar. Fuimos a la escuela y al liceo. Nos cuidaban mucho, sabe. Yo nunca trabajé porque a mi padre no le gustaba que anduviese por la calle. Él decía que no tenía ninguna necesidad de salir a trabajar. Yo salí de mi casa para casarme.
Me casé de vestido blanco...con un velo largo, muy largo. Y flores. Llevaba flores en las manos. Un ramo de rosas. Como esas. Esas chiquitas. Las del muro. Como las rositas del muro. Sí, iguales a las rositas del muro. Sí, señor Leonidas, gracias a Dios, yo tuve una vida muy linda.
—¿Con quién se casó señora Caterina? Cómo se llamaba su esposo ¿Se acuerda?
—Si, como no me voy a acordar. Se llamaba Leonidas. Como usted. Qué casualidad ¿no? Fue mi único novio. Lo conocí cuando iba a la escuela. O al liceo. No me acuerdo bien. Fuimos novios y después nos casamos. Yo me casé con un vestido blanco...y un velo largo, muy largo... Después nos fuimos del barrio.
—¿Se mudaron del Parque Rodó?
—¿Del Parque Rodó?
—¿No me dijo que vivía por el Parque Rodó?
—Ah, sí, creo que vivíamos por el Parque Rodó. De eso no me acuerdo muy bien.
—¿Y tuvieron hijos?
—¿Hijos? Sí, creo que sí. Muchos hijos. O pocos. Uno o dos. No me acuerdo cuantos hijos tuvimos. De algunas cosas me olvido, sabe. De algunas cosas. De otras no. De otras no me olvido. Creo.
Mientras cuenta, Leonidas comprueba el deterioro que ha sufrido la mente de Caterina. No sabe, la anciana, quién es en realidad. Vive en un estado de semi locura habitando un mundo de personajes irreales que la hacen engañosamente feliz. Marcela le ha contado a Leonidas que la señora Caterina no está del todo bien. Que ha perdido la memoria y que confunde las cosas y las personas. También le ha dicho que la dejó en la residencial una señora muy católica, quien se hizo cargo de todos sus gastos. La señora, contó Marcela, la había sacado de la calle como un acto de caridad, una tarde muy fría en que la pobre se había cobijado en su portal.
Leonidas comprende que la casualidad o el destino han hecho que volvieran a encontrarse cuando las vidas de ambos, están ya al final del otoño.
No sabe, aunque se imagina, la vida que ella llevó todos esos años en que no supieron el uno del otro. Mientras tanto Caterina sigue contando, cuenta la vida que le hubiese gustado vivir. Y la cuenta como si realmente la hubiera vivido.
Ha conseguido dejar a un lado de su memoria, la vida de oprobio que llevó. Ha inaugurado un mundo propio. Mágico. En el que se ha instalado a vivir con todo el derecho del mundo y donde, ella misma, construirá la felicidad que durante toda su vida le fue negada.
Edificará su vida desde los cimientos. Le contará a este viejo jardinero, que escucha con atención sus relatos, sobre su niñez en una hermosa casa junto a dos padres que la amaron y la cuidaron. Le contará de Leonidas, su primer y único amor, con quien se casó un día. De su juventud dichosa, de los hijos adorados y sus viajes por el mundo, junto a un marido que la amó y fue su apoyo. Le contará una historia fantástica donde ella será la única protagonista. Un hermoso cuento de Hadas en el que será, al fin, inmensamente feliz.
—Estuve en España y en Francia. Estuve en París. En el Sena...
—¿Con su esposo, estuvo?
—¿Mi esposo...?
—¿No fue a París con su esposo?
—No sé... creo que sí...
—¿Y cómo es París?
—París... no sé.... no sé cómo es París...nunca fui a París...
Ada Vega, edición 2006 -
martes, 5 de abril de 2022
La farolera
Había pasado su infancia en una casa de bajos, de un barrio montevideano. Un barrio suburbano de gente sencilla. De trabajo. Con veredas anchas y árboles cargados de gorriones barullentos, al norte de la capital.
Un barrio alejado de las playas que bordean la ciudad donde, por las tardecitas, los vecinos se sentaban a conversar en las veredas y las niñas hacían rondas y cantaban:
“La farolera tropezó y en la calle se cayó
y al pasar por un cuartel se enamoró de un coronel...”
Saltaban a la cuerda :
“Al pasar la barca me dijo el barquero:
las niñas bonitas no pagan dinero.
Yo no soy bonita, ni lo quiero ser,
porque las niñas bonitas se echan a perder...”
Imitaban un baile de palacio con una canción que decía:
“Andelito andelito de oro, un sencillo y un marqués,
Que me ha dicho una señora que bellas hijas tenéis.”
y también decía:
“Téngala usted bien guardada.
-Bien guardada la tendré
sentadita en silla de oro en los palacios del rey.”
Recordaba los años de escuela de túnica blanca y moña azul. Las tablas de multiplicar, las vocales y las consonantes. Son diecinueve los departamentos. El Éxodo del pueblo Oriental. Y, orientales la patria o la tumba. El primer libro de cuentos que leyó en primero: La Cenicienta y aquel primer poema del charrúa de los ojos azules: “El Uruguay y el Plata vivían su salvaje primavera...”
Después el liceo. Desde el primer año, Francés y: fermez la bouche. Y también: Cuentos de la selva, Los albañiles de los tapes y Química y Física. Luego Inglés, open the door y: Bécquer; Machado, Charles Perrault; Orfeo y Eurídice; (no existían los celulares, no se conocían las computadoras, recién comenzaban a llegar los primeros televisores: todo el mundo leía): Dickens, Mark Twain, Espínola, Verne, Morosoli, Quiroga, Arregui y más, muchos más. Y se terminó el liceo. Después taquigrafía y dactilografía y el empleo en las oficinas de un Comercio Mayorista.
Para Ana Clara se abriría otro mundo. Atrás quedarían las mañanas de la escuela, las tardes del liceo y su pasión por los libros. Piensa y no recuerda cuando ni por qué dejo de leer.
En su empleo del Comercio Mayorista conoció a Raúl. Un muchacho serio y muy tranquilo que estudiaba derecho. Se enamoraron en cuanto se vieron y se hicieron novios. Vivía, le dijo él, cerca de la costanera a una cuadra de la playa. Ana Clara conocía muy poco esa parte de la ciudad.
Una tarde fueron a caminar por la rambla. Acá es Trouville, le mostró Raúl. (Aún estaban las piletas donde se enseñaba a nadar). Y esta es Pocitos, le dijo al llegar a la playa. Ella quedó maravillada. Miró hacia el mar y hacia los edificios de apartamentos que se levantan sobre la rambla y dijo: quiero vivir ahí. El muchacho se rio ante la ocurrencia, seguro de que nunca podría pagar un apartamento en la rambla. Se casaron, al tiempo, realmente enamorados los dos. Alquilaron un apartamento en el Centro, cerca del empleo de ambos. Él se recibió de abogado y siguió trabajando en la empresa donde lo ascendieron con sueldo mejorado. Ana Clara seguía soñando con el departamento en la rambla.
Un día el dueño de la empresa comenzó a mirarla con un velado interés. Era un hombre mayor, casado, con hijos grandes. Ana Clara le pidió un departamento en la rambla y él le puso un departamento en el octavo piso de un edificio frente al mar.
“Sentadita en silla de oro en los palacios del rey” .
Ella juntó su ropa, abandonó a su marido y dejó el empleo del Comercio Mayorista. Al poco tiempo el dueño de la empresa se separó de su familia y se fue a vivir con ella. Y un día se casaron.
Ana Clara consiguió más, mucho más de lo que alimentó en sus sueños escondidos: joyas, cruceros por el mundo, automóvil, casa de verano en las playas del este.
Ahora se encuentra en la terraza de su departamento que da sobre la rambla. Acaba de llegar de una fiesta. Está hermosa con su vestido de fiesta ceñido al cuerpo. Deslumbran sus alhajas. Su esposo ha bajado un momento a guardar el auto y ella se ha quedado pensativa.
Es una apacible noche de verano. La rambla está concurrida de paseantes. El mar está sereno. Allá, a la derecha, como en una cuña metida en el mar, parpadea el faro de Punta Carretas.
La ciudad de Montevideo es hechicera. Hermosa y seductora descansa junto al Río de la Plata: su cómplice y amante.
Ana Clara recuerda su vida pasada. La casa en el viejo barrio al que nunca más volvió. “Yo no soy bonita ni lo quiero ser, porque las niñas bonitas se echan a perder”. Las amigas de entonces y sus juegos en la vereda. La escuela lejana: “no ambiciono otra fortuna otra fortuna, ni reclamo más honor más honor que morir por mi bandera, la bandera bicolor” El liceo donde hizo amigos que no volvió a ver. Su entrada a las oficinas de la empresa mayorista. Recuerda a Raúl. Admite que no se portó bien con él. Raúl era muy bueno y la quería mucho. Ella también lo quiso mucho. Pero con él no hubiese tenido nunca todo lo que le dio su marido. Se pregunta qué habrá sido de su vida. Cuando lo dejó y abandonó el departamento que compartían, él se fue de la empresa. Ana Clara no preguntó. Nunca le interesó saber que fue de él.
“las niñas bonitas no pagan dinero...”
Arrecia el viento que viene del mar. Trae consigo un olor profundo de peces dormidos, de algas y caracolas. En las noches siempre refresca en la zona costera. Ana Clara se acerca al balcón y queda, por un momento, observando un barco iluminado que, a lo lejos, va perdiéndose en la oscuridad. Entonces saltó.
“La farolera tropezó y en la calle se cayó Y al pasar por un cuartel se enamoró de un coronel”.
Ada Vega, edición 2010.
A contramano
con risa que es solo risa, Dios les aguarda riendo;
magia de risa les cría, negra noche, Dios sin ceño...
Dichosos los que se ríen, que dormirán sin ensueños!"
Decime, ¿no es pa’ matarlo…?
lunes, 4 de abril de 2022
Un árbol junto a la medianera
Tenía azules los ojos. Y entre sus largas y arqueadas pestañas yo sentía reptar su mirada azul, desde mis pies hasta mi cabeza, deteniéndose a trechos. Entonces vivía con mis padres y mis hermanos a la orilla de un pueblo esteño, cerca del mar. Mi casa era un caserón antiguo, del tiempo de la colonia, de habitaciones amplias y patios embaldosados. Con jardín al frente y hacia el fondo, una quinta con frutales. A ambos lados de la casa una pared de piedra que hacía de medianera, nos separaba de la casa de los vecinos. El resto de la quinta lo rodeaba un tejido de alambre cubierto de enredaderas.