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lunes, 22 de agosto de 2022

Matrioska

 



Hoy, navegando en Internet, este enigma de la ciencia que tuve la suerte de llegar a manipular, volví a ver una muñeca rusa. Mi memoria trajo a mi presente un recuerdo que creía olvidado. Hace muchos, muchos años, cuando era una niña, fui con mi madre a la casa de un matrimonio que vivía por el Parque Rodó, cuyos abuelos habían venido de Siberia como inmigrantes en 1913, con un grupo religioso.

 Era un matrimonio joven, no tenían hijos. Ella era una muchacha muy bonita y alegre, se llamaba Masha, tenía el cabello oscuro y los ojos claros. Del esposo solo recuerdo que era alto y rubio. La casa daba directamente a la calle.
 A la entrada había un comedor, un trinchante con espejos y mesada de mármol blanco, lleno de adornos de plata y estatuillas de losa y marfil, y dos sofás tapizados en pana azul, igual que las sillas del comedor. Cuando entramos, mi madre se sentó a conversar con la señora y yo me quedé de pie observando los adornos que exhibía el trinchante. 
Entre los adornos mis ojos descubrieron una muñeca sin brazos y de ojos grandes, que me sonreía con su boquita pintada. Era una muñeca extraña, que al instante despertó en mí, una enorme ternura. La señora Masha se dio cuenta de que yo observaba la muñeca, entonces se puso de pie, la quitó de donde se encontraba, la puso en mis manos y continuó conversando con mi madre. Era una muñeca de una sola pieza. La cabeza estaba unida a los hombros, los hombros al tronco, no tenía brazos, ni piernas, ni pies. Llevaba pintado en la cabeza un pañuelo de colores, un vestido rojo y un delantal floreado. 
Lo primero que hice fue acunarla, entonces la señora volvió levantarse la tomó de mis manos, le quitó la parte de arriba abriéndola por la mitad y, antes de horrorizarme, sacó de adentro otra muñeca que también abrió, y apareció otra muñeca y luego otra y otra que fueron quedando sobre la mesa formando una escalera. Cuando sacó la última volvió a unir la primera muñeca y me la devolvió. 
Entonces le pregunté cómo se llamaba. Matrioska, me contestó. Recuerdo que jugué con Matrioska, y sus hijas toda la tarde, y antes de irme con mi madre, Masha tomó en sus manos la muñeca más pequeña y la colocó dentro de la que le seguía en tamaño, y ésta dentro de la siguiente y así hasta llegar a la última que colocó dentro de Matrioska, y la volvió a dejar sobre el mármol blanco del trinchante, donde estaba cuando entré y la vi. 
Mi corazón de niña sin muñecas se estremeció de pena, la miré antes de irme con mi madre mientras las lágrimas pugnaban por aparecer. Pero Matrioska, me miraba sonriendo con su boquita pintada y desde el trinchante me dijo que no llorara, que un día nos volveríamos a ver. 
Y no lloré. Me fui en silencio de la mano de mi madre, guardé esa pena para mí y como otras tantas, que la vida me fue dando, aprendí a guardarla en un rincón del corazón, para que no molestara mi crecimiento en este mundo hostil que me tocó vivir. Pasó el tiempo y un día me contó mi madre, que aquella Matrioska  era una muñeca rusa que la abuela de Masha había traído de Rusia, cuando vino con su esposo a vivir a Uruguay. Que después fue de la madre de Masha, de quien la heredó.
 Durante mucho tiempo soñé con la muñeca rusa, y me hubiese gustado tenerla conmigo y acunarla y jugar con sus hijas. Pero no pudo ser. Nunca más volví a ver una muñeca como aquella. Por eso, cuando hoy navegando en Internet me encontré con una muñeca rusa, que me miraba con sus ojos grandes y me sonreía con su boquita pintada, supe que desde la pantalla de mi monitor, Matrioska me saludaba, recordándome la promesa que me hizo aquella tarde de mi lejana niñez, de que un día nos volveríamos a ver. Mi entorno se llenó de luz y por un instante volví a ser aquella niña que se enamoró de una muñeca sin brazos. 
Sin perder tiempo, le puse a la foto “compartir”, y por las dudas y para no perderla, copié y guardé el link de su página. 

¡Tuvo que ocurrírsele a Billy Gate, crear Microsoft,  para que yo pudiese un día, reencontrarme con Matrioska! Parece un cuento...



Ada Vega, año edición 2017

Pasional

 


La casa de Parque del Plata  la alquilamos, el primer año de casados,  para pasar las vacaciones de verano. Era una casa de bajos, sobre la rambla, frente al arroyo Solís a cuatro cuadras de su desembocadura. Una linda casa, cómoda, de fondo con parrillero bajo los árboles. Durante dos o tres años pasamos allí,  con mi esposa Sonia, el mes de mi licencia anual. Después, cuando nacieron mis hijos Álvaro y Noelia, decidimos, en lugar de alquilar por un mes, hacerlo por los tres meses de verano para que los chicos disfrutaran por más tiempo de la playa y del sol. Ya había comprado el auto y viajaba todos los días hasta mi trabajo. En aquella época estaba empleado en los escritorios que unos  estancieros, concesionarios de lana, tenían  en Agraciada y Buschental.

Un día decidimos, con Sonia, alquilar la casa por todo el año. Hablamos con los dueños y comenzamos a pasar allá largas temporadas. Habíamos terminado de pagar la casa de Williman, los chicos estudiaban y llevábamos una vida feliz. Y creí que eso era todo.

¡Qué equivocado estaba! Eso fue sólo el principio.

 Recuerdo que  acababa de cumplir los cuarenta y dos años cuando en  la oficina decidieron tomar tres empleados más para agilizar un poco el papeleo, dijeron. Pusieron un aviso en el diario y se presentaron más de treinta jóvenes de ambos sexos. Seleccionaron  a tres de ellos: Aníbal, Elena y  Noel. Noel quedó en mi sector. Tenía dieciocho años y la belleza y el desparpajo de la propia juventud.  Su entrada a la oficina me inquietó. Traté, por lo tanto, de  enfrascarme en mi trabajo e ignorar su presencia. Fue inútil.

 Durante todo el tiempo que pude intenté negar el sentimiento que crecía y me ahogaba cada día más. Me lo negué a mí y lo oculté a los demás.

Noel revoloteaba todo el día  alrededor mío. Preguntaba mil cosas del trabajo que decía no entender. Me hablaba de su casa, de sus plantas. De su mamá. De la película que había visto el sábado y de la comida que comió el domingo.

 Su hostigamiento no conocía la piedad.


Yo no quería que me contara nada.  No quería que me hablara. Que me mirara, entrecerrando los ojos, mientras tamborileaba con los dedos  sobre su escritorio. Que  bebiera coca por el pico de la botella con sus ojos fijos en mí.  No quería. Que pasara la punta de la lengua sobre sus labios o jugara con la lapicera en la boca, haciéndola rodar sobre sus dientes. Que siguiera mirándome.  No quería. Que me sostuviera la mirada desafiante. Juro que no quería. Me resistí. Juro que me resistí.


Yo era feliz  en mi casa, con mi mujer, con mis hijos. Con mi perro.

 Empecé a ponerme irascible, nervioso. Discutía con Sonia por cualquier tontería, culpándola siempre a ella de nuestras continuas disputas. A no soportar a mis propios hijos a quienes amaba. No poder, por las noches, conciliar el sueño. Esperar que amaneciera el nuevo día para escapar de la cama y de la casa que me asfixiaban. Salir como un poseído, a caminar por la playa.  Caminar, caminar, aturdirme...caminar...

 Muchas veces íbamos solos para Parque del Plata. Mis hijos ya estaban grandes, tenían sus compromisos, sus amigos, y preferían quedarse en Montevideo. Yo me quería ir de cualquier manera. Necesitaba pasar todo el tiempo posible  junto al mar que siempre ha calmado mis nervios. Alejarme de aquel círculo agónico que cada día se cernía más sobre mi conciencia. Sonia, ajena, inocente, me acompañaba feliz. Iba conmigo adonde yo fuera. Ella fue siempre incondicional mía. Me amaba.

Una tarde Noel me preguntó si cuando saliéramos podía ir conmigo hasta Las Toscas, pues iba  a la casa de una amiga a pasar el fin de semana. Traté de inventar una excusa creíble y oí su voz que me urgía: ¿me llevás? Desconocí mi propia voz cuando le contesté: sí, te llevo. Subió conmigo en el auto. Llevaba su cabello largo atado con una gomita sobre la espalda. Un vaquero desflecado, una remera descolorida y una mochila negra enganchada al hombro. Parecía más joven de lo que era en realidad. Tomé la ruta sin hablar una palabra. Noel tampoco hablaba. De todos modos, no necesitaba mirar su rostro para imaginar la expresión de triunfo que reflejaba. La tardecita estaba fresca, pero no como para que se acercara tanto a mí. Casi me impedía manejar. Miré sus manos de uñas recortadas, casi rentes, jugar con los botones de la radio.

 Antes de llegar a Salinas dijo que tenía frío y se apretó a mí con impudicia. Había oscurecido. Entré por una de las calles deshabitadas del balneario y detuve el auto. Noel se soltó el pelo. Su boca se entreabrió en una sonrisa de dientes blancos. Perfectos.

Su boca hambrienta.

Lo que sucedió después fue un vértigo alucinante que nubló mis sentidos, mi razón. Borró de un soplo la vida pasada y dejó ante mí un abismo  como única opción. En el que caí. Vencido. Sin oponer resistencia. Que en un lapso  que  no puedo en este momento discernir,  me llevó a entregar la casa de Parque del Plata y alquilar en el Centro un apartamento para Noel. Pasé, desde entonces, a llevar una doble vida. Comencé a faltar noches enteras  de mi casa, algo que nunca había hecho antes. Inventé salidas al interior  por asuntos de trabajo. Horas extras, balances urgentes. El asunto era escapar, del que por años había sido mi hogar, para pasar unas horas en compañía de  Noel.

Mi mujer, que creía en  mí a  pie juntillas, jamás dudó con respecto a las distintas artimañas que yo fraguaba ante mis continuas deserciones. No obstante, estaban mis hijos. Ellos comenzaron a dudar. Anduvieron averiguando. Una tarde fueron a esperarme al trabajo y me siguieron hasta el apartamento. Como  demoraba  en  salir del edificio subieron y tocaron timbre.  Noel abrió la puerta. Llevaba sobre su cuerpo solamente un pequeño short con el botón de la pretina desprendido y los pies descalzos. Detrás estaba yo.  Los muchachos de una sola mirada entendieron todo. Recuerdo que intenté hablar con ellos, pero no  quisieron escucharme. Dieron vuelta y se fueron casi corriendo. Aún puedo ver sus rostros demudados, sus ojos empañados fijos en los míos.

 Aún siento el cimbronazo de su dolor.

 Le contaron todo a la madre. Volví a mi casa, después de varios días, a buscar mi ropa.  Mi mujer estaba destrozada. Fue una situación muy penosa. Yo tenía poco que decir y ella no quiso saber nada. Me fui consciente del dolor que infringía a mi familia. Pero no me importó. Por mucho tiempo no supe de ellos. Después me enteré que Sonia estuvo enferma, que cayó en un pozo depresivo del que le costó mucho reponerse. Hasta que hace unos años se fue del país. Mi hijo, Álvaro, había conseguido trabajo en España y en cuanto pudo alquilar una casa mandó buscar a la madre y a la hermana. Nunca más supe de ellos.

 Reconozco que para muchos es ésta una historia amarga, de la que soy único responsable, pero es la vida que elegí llevar. Tal vez usted  piense que soy un monstruo, un maldito. Sin embargo, no soy una mala persona. Me considero un hombre de bien. El daño que le hice a mi familia no lo pude evitar. Créame. Con Noel viví una maravillosa locura. Fuimos rechazados muchas veces por la gente. Vivimos recluidos. Cambié varias veces de trabajo. Pero nada de eso fue obstáculo que impidiera nuestra dicha. Nos bastaba con estar juntos. Nada más. Así transcurrieron veinte años.

 Una mañana despertó y se abrazó a mí. Voy a morir pronto,  me dijo, pero no quiero que sufras, yo te estaré esperando y volveremos a estar juntos. Al escuchar sus palabras sentí que se me helaba el corazón. ¿Qué dices? ¿Quieres volverme loco?, le grité. Noel  se apartó y comenzó a reír con aquella entrañable risa suya que calmaba mis enojos, mis dudas,  mis miedos. ¡Tonto, me dijo, es una broma! Yo no voy a morir nunca. ¡Jamás te dejaré! Seis meses después moría en el hospital  víctima de un virus, una enfermedad extraña que los médicos desconocían. Tenía treinta y ocho años.

Parecía dormido en la blanca cama del hospital. Tenía su mano entre mis manos, su mano aún tibia, con las uñas recortadas casi rentes.

No lloré, no grité ni maldije. Estaba vacío por dentro. Estaba más muerto que él. Y así sigo. Esperando que la parca venga a buscarme para volver con Noel. Mi Noel. El muchacho desfachatado que entró a mi  vida sin permiso y se quedó para siempre. Por quien no me importó perder a mi mujer,  mis hijos, mis amigos, mi trabajo. Por quien me vi obligado a  comenzar una nueva vida.

Afrontando  a  la gente. A mis prejuicios. Enfrentando a Dios.


Ada Vega, año edición 2004 - 

domingo, 21 de agosto de 2022

Una mujer para recordar

 




El hombre había tenido una mujer. Una mujer a la que había amado — eso decía. Cuándo. Cuántos años hacía — preguntaban los habitué.
No sabía. No se acordaba. Sólo recordaba que, una vez, había tenido una mujer. De ella no se olvidaría nunca.
Aquel hombre había llegado una noche, como perdido, y se aquerenció en un boliche de la ribera. De estatura regular, tenía la cabeza cana, los ojos claros y las manos finas. Manos de pianista, decían algunos; de cirujano, decían otros. O tal vez de tallador.
Tendría en esa época alrededor de sesenta años. Vestía trajes pasados de moda con camisa blanca y corbata que le daban cierto aire de distinción.
Todas las noches venía al café. Tarde, todas las noches, y se quedaba hasta que el patrón bajaba la cortina. Tomaba solo, de pie, acodado al mostrador con la mirada fija en la heladera de diez puertas, sobre la que descansaba la estantería abarrotada de botellas de whisky, de ron, de ginebra.
De espaldas a las mesas de truco, a la mesa de billar. Ajeno al ruido. Y se iba, entrada la madrugada, tambaleándose por la vereda.
En la noche furtiva, cuando los gatos salen a defender sus territorios por las azoteas y los últimos trasnochados apuran de un trago la del estribo, el hombre hablaba de la mujer.
Que fue la mejor hembra que en la vida tuvo ---decía como hablando solo. Que tenía la piel de seda y el cuerpo de nácar, la boca seductora y los ojos...los ojos negros y profundos que lo trastornaban. Que lo enloquecían.
¿Quién era ella? Qué pasó con ella —los otros querían saber.
Y el hombre se hundía en un mutismo umbroso, su mente se perdía en un sin fin de recuerdos de los que se negaba a salir.
Volvía entonces a su obstinado silencio, con la mirada fija en la heladera de las diez puertas.
Así, en varias oportunidades cuando el alcohol lo obnubilaba le habían oído contar pedazos de su vida, reminiscencias de un pasado sombrío. Hasta que una noche, vaya a saber por qué causa, el hombre contó la historia de aquella mujer que había tenido hacía muchos años. No sabía cuántos. No se acordaba.
La conoció una noche en una cena empresarial —contó. Se la presentó un amigo. El se impactó al verla y los ojos de ella lo obligaron.
En aquel tiempo era gerente en una firma de plaza —recuerda y entrecierra los ojos —tenía esposa y tres hijos.
—Todo lo dejé por ella. Para amar a aquella mujer abandoné mi casa, mi mujer y mis hijos. Por seguirla día y noche, enfermo de celos, perdí mi empleo. Un día descubrí que me engañaba, y la maté.
Largos años estuvo privado de libertad. No sabe para qué salió.
—Si de todos modos sigo preso de aquella mujer —sigue diciendo, —ella continúa burlándose de mí.
Y su familia. ¿Qué pasó con su familia? —todos preguntaban.
—No sé —decía el hombre—, nunca quise saber.
Mi mujer —insistía— la mujer que tuve es aquella, la que maté con mis propias manos. La que sigue viva en mí. La que continúa atormentándome. La mujer maldita, que nunca dejaré de amar.
Había llegado una noche, como perdido, a aquel boliche de la ribera.


Ada Vega, año edición 2013 -

sábado, 20 de agosto de 2022

Vincent





Nadie se acuerda del día en que Vincent llegó al barrio. Creo que siempre estuvo allí. Su figura desgarbada, sus cuadros vírgenes y su cara de Nazareno, eran parte del paisaje de La Teja al sur que hacia los años cincuenta crecía porfiada junto a la Bahía de Montevideo. Vincent era un joven pálido de cabello largo, barba rizada, y ojos enlutados de mirar perdido. Vincent trastornado, extraviado en su propia esquizofrenia que deambulaba por las calles del barrio en aquellos esplendentes y perdidos veranos, con una tela de pintor bajo el brazo, algo que alguna vez fue un caballete y un pincel. Caminaba la vida con un compañero invisible y permanecía largas horas, mirando el mar, apoyado en el puente sobre el Miguelete. En sus caminatas sin rumbo llegaba a veces hasta Capurro y vagaba por el parque “donde, de niño, jugara Benedetti” y recorría su playa antigua y sentenciada. Sonreía y pintaba siempre el mismo cuadro. Entusiasmado con su obra, a veces se retiraba y miraba la tela como un verdadero pintor de oficio, buscando la perfección, entonces se acercaba y corregía hasta quedar satisfecho. Pero la tela en el bastidor permanecía blanca. Muy temprano andaba Vincent haciendo su recorrido diario. Cuando los silbatos de las fábricas llamaban al turno de las seis de la mañana, él pasaba con su cuadro y su pincel. Adónde iba o de dónde venía, nadie lo supo. Simplemente lo veíamos pasar. Vivía con otros marginales en un ranchito mísero hecho con latas y cartones, en la misma desembocadura del Miguelete, junto a la refinería de Ancap. Decía llamarse Vincent, pero su verdadero nombre rubricado por apellidos muy sonados en la política de aquellos años, era otro. Pertenecía al seno de una familia adinerada que lo amaba y lo cuidaba. Su madre venía a verlo muy seguido: tanto como él lo permitía. Llegaba de mañana en automóvil con chófer. Le traía ropa, comida y vitaminas, y era este quien bajaba del coche y le alcanzaba los bolsos, mientras la angustiada madre esperaba para ver a su hijo que, desde lejos, la saludaba con la mano en alto. Vincent apenas probaba la comida, las vitaminas jamás las tomó, solía cambiarse el pantalón y la camisa, lo demás lo regalaba. Había logrado, hasta donde le fue posible, mantener alejada a su familia con excepción de su hermano Diego, con quien en los últimos años mantuvo una gran amistad. A Diego le dolía la condición en que se encontraba Vincent. En una oportunidad nos contó que siendo estudiante su hermano sufrió un trastorno en su mente y perdió la razón. Los médicos nunca acertaron a explicar muy bien que le sucedió. Fue entonces que los padres lo llevaron a Europa y luego a Estados Unidos, en busca de una posible cura, sin encontrarla. Y el joven poco a poco se fue aislando. No quería estar en su casa ni con su familia. Desaparecía por días, hasta que al final lo encontraban vagando por las calles, sonriente y feliz. Un día, en sus desvíos, encontró unos indigentes que vivían junto al Miguelete y se quedó con ellos. Desde entonces vivió para “pintar”. Le pidió a Diego una tela y un caballete y el hermano le trajo todo lo necesario: telas, pinceles y óleos. Pero nunca usó las pinturas, los colores estaban en su mente. Era un joven callado y dócil que vivía en un mundo donde no había cabida para nadie más. Un invierno su madre dejó de venir al barrio. Había fallecido. Nunca supimos si su mente registró el hecho. Entonces comenzó a venir Diego, le traía telas y tubos de óleos, aceites y pinceles, pero él siguió con su pincel seco y su vieja tela. También le traía ropa, frazadas y comida que Vincent repartía entre sus compañeros. Diego no soportó más la situación. Una tarde volvió y se lo llevó con él, lo bañó, lo afeitó y lo dejó en una lujosa casa de salud. Lo instaló en una hermosa habitación, con cama de doble colchón y sábanas perfumadas; con televisión, un sillón hamaca, y junto a la ventana un caballete con su tela, caja de óleos, acuarelas y pinceles. Tenía cuatro comidas diarias y podía bajar al jardín. Vincent se quedó un día. Al llegar la noche, con su vieja tela bajo el brazo y su pincel, se dirigió a la puerta de calle, y al encontrarla cerrada con llave, enloqueció. Se sintió atrapado, no podían controlarlo y llamaron a Diego. Cuando este llegó y entró en la habitación, encontró a Vincent bañado en sangre. El joven, perturbado, se había cortado una oreja. Y Diego comprendió que no podía interferir en la decisión de vida que su hermano había tomado. Si lo amaba, debía respetar su derecho a vivir cómo y donde él quisiera. Y él era feliz en su ranchito, tal cual lo tenía: en el baldío, junto al puente, frente a la bahía. Y Vincent volvió al barrio. Anduvo meses vagando calle arriba y calle abajo con la cabeza vendada. Hasta la noche en que terminó el cuadro que hacía años estaba pintando. Esa noche se sintió mal y avisaron a Diego, que no demoró en llegar. Vincent estaba acostado sobre una colchoneta, cubierto con una manta. Al verlo así, Diego se alarmó e intentó llevárselo a su casa, pero Vincent no quiso moverse, dijo que tenía frío y que estaba muy cansado. Diego se acostó a su lado y lo abrazó muy fuerte. Vincent entonces, haciendo un esfuerzo, sacó el cuadro terminado de entre las ropas que lo cubrían. Es para vos, le dijo. Diego tomó el cuadro, y mientras le oía decir a su hermano, casi en susurro: "Adiós, Diego", observó en aquella vieja tela, que durante años, su hermano enfermo pintara, sin pintar, la clásica belleza de un “vaso con girasoles”, firmado: Vincent.

Ada Vega, año edición 1997




viernes, 19 de agosto de 2022

Edelmira dos Santos

 






Aún parece andar su figura espigada por las quietas calles del viejo barrio. Tan pulcra, oliendo a jabón de coco. Tan digna y alegre, tan pícara y sagaz. Edelmira dos Santos era una morena nacida por la frontera, criada en Melo y venida a trabajar a Montevideo siendo una niña. Vivía sola, en un rancho a dos aguas forrado de madera, junto a unos álamos al final de una calle cortada.
Tenía una gata amarilla y un perro zanguango, medio blancuzco, que pasaba durmiendo al sol y que nunca pegó un ladrido. Edelmira hacía limpiezas por hora. Y sabía limpiar. Era seria y responsable. De confianza. Por eso nunca le faltó trabajo. Y aunque hablaba un perfecto español, cuando se enojaba, maldecía en portugués.

Un día don Gabino Gonzaga, que había quedado viudo hacía un par de años, la llamó para que hiciera en la casa una limpieza general. El hombre, desde su viudez andaba perdido, mantener la casa limpia y ordenada era demasiado para él. Ya no cuidaba su jardín; ni limpiaba las jaulas de los pájaros por la mañana, como lo hacía en vida de su mujer. Según él mismo decía: no tenía un por qué.
Edelmira llegó de mañana temprano, entró por la cocina y se puso a ordenar. Lavó cortinas, pisos, ollas, puertas y a las cinco de la tarde terminó. Dejó la casa como un sol y le dijo a don Gabino:

—Esta casa está precisando una mujer.
—Y quédate, le dijo don Gabino.
—¿Cómo es eso? le contestó ella.
—Y, puedes elegir — le dijo él—, te quedas con cama en la pieza del fondo y te doy cien pesos por mes y la comida, o te quedas en mi cama y te doy mi jubilación.

La morena puso los brazos en jarra, tiró la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada que retumbó en el barrio entero. Y riéndose salió de la casa de don Gabino, sin contestar. Aún reía cuando llegó a su ranchito, puso una sábana limpia sobre la cama, juntó su ropa, ató la sábana con dos nudos cruzados y se la enganchó en el brazo izquierdo. Levantó a la gata con el derecho, despertó de una palmada al perro, cerró el rancho con dos vueltas de llave, y entró en la casa de don Gabino por la puerta principal.

El hombre, que tomaba mate en la cocina, la vio entrar dirigirse a su dormitorio y sobre la cama matrimonial dejar su atado de ropa. Cuando Edelmira volvió, él le ofreció un mate, ella lo aceptó y él le dijo:

—Cébalo tú.
—No señor —dijo ella—, siga cebando usted, que yo voy a empezar a preparar la cena.
Al principio los vecinos no entendían muy bien cómo era la cosa entre don Gabino y Edelmira. Ellos no soltaban prenda. De modo que solo se hacían conjeturas.
—¿La habrá agarrado de mujer? —decían algunos.
—No le veo uña pa’ guitarrero —decían otros.
—Debe estar con cama, concluyeron. Y por esas quedó.

Don Gabino, que ese invierno tuvo quien le calentara la cama, le entregaba la jubilación a Edelmira como se había acordado. Salvo algunos pesos, pocos, como para los cigarros y para tener en el bolsillo, por cualquier eventualidad; porque hombre sin cigarros y sin un peso en el bolsillo, ¡era inaudito! peor que andar desnudo. ¡Peor! Edelmira manejaba la plata de don Gabino mejor que si fuera de ella. Primero separaba los gastos fijos: la luz, el agua y El Día, que el diariero lo dejaba por mes. Elegía en la carnicería el mejor cuadril para los churrascos del hombre, la verdura de hoja más fresca, la mejor fruta. Se hacía un lugarcito en la tarde, y se escapaba hasta el Paso del Molino y le compraba medias, calzoncillos, algún buzo de lana, pañuelos.


Y don Gabino empezó a andar con las camisas almidonadas y los pantalones planchados. A cuidar el jardín y limpiar las jaulas de los pájaros. Una tarde Edelmira le compró en la tienda del barrio, una camiseta y unos calzoncillos largos de abrigo de los que hacían en Martínez Reina, gruesos y afelpados. Don Gabino le dijo que ni soñara ella que él se iba a poner esa ropa de viejo. Que iba a parecer un loco y que qué se pensaba ella, o acaso no sabía muy bien que él estaba en muy buena forma y tenía cuerda para rato.
Edelmira le contestó que la única que lo iba a ver era ella y que lo prefería abrigado y sano y no de eslip como un muchacho, pero enfermo y muerto de frío. Don Gabino se puso los calzoncillos largos.

Una tarde, ya hacía tiempo que vivían juntos, don Gabino le dijo:
—El lunes es día de pago en la Caja, quiero que vengas conmigo así te comprás ropa y zapatos.
—¿Y para qué quiero yo ropa y zapatos nuevos?
—Porque quiero que vayamos una noche al cine o a dar una vuelta por el Centro.
Cuando al lunes siguiente salieron para la Caja de Jubilaciones, iban los dos del brazo. Don Gabino saludó a los vecinos:
—Buenos días. Ella iba muerta de risa. Y los vecinos entendieron: ¡Tenía uña, sí!
Esa noche Edelmira estrenando vestido, medias de seda y zapatos con tacón, se fue al cine con don Gabino muy elegante en su traje gris.


Para el segundo invierno que pasaron juntos don Gabino se enfermó de una gripe muy fuerte, que lo mantuvo en cama durante un mes. Ella lo cuidó más que una enfermera. Mientras se recuperaba el hombre pensó que si él se moría ella quedaría en la calle. Conocedor de los quilates que calzaban sus sobrinos, daba por seguro que no tardarían ni veinticuatro horas en decirle que se fuera, para luego pelearse entre todos por los cuatro ladrillos de la casa. Así que en cuanto estuvo en pie, la primera salida que hizo fue para apuntarse en el Registro Civil a fin de contraer matrimonio con Edelmira.


Nadie en el barrio supo del casamiento. Sólo al final, y por casualidad, se enteraron que Edelmira era la esposa legítima de don Gabino. No alcanzaron a vivir diez años juntos. Faltando unos meses don Gabino se enfermó. Después de una intervención quirúrgica muy importante, vivió sólo un par de meses. Murió tranquilo en su cama, acompañado por Edelmira que comenzó a llorar mucho antes de su partida. Don Gabino conocía bien el paño.

La misma noche del entierro llegaron los sobrinos en un camión. A cargar todo lo que les podía servir y a echarla a ella a la calle. Que no fuera a pensar que iba a quedarse dueña de casa, que ella era sólo una sirvienta, así que, que juntara su ropa y… Edelmira no abrió la boca, fue hasta el dormitorio y volvió con un sobre grande. Sacó la Libreta de Casamiento y unos documentos con los títulos de la casa a su nombre, con su firma, la de su marido, autenticado por escribano público, más timbres y sellos.
Se fueron dando un portazo. El perro zanguango, blancuzco y viejo, les ladró hasta que arrancaron. Primera vez.




Ada Vega, año edición 1997 -


miércoles, 17 de agosto de 2022

Casamiento accidentado

  



Había amanecido lindo en mi pueblo, el sábado aquél en que se casaba m’hijo, el menor. El sol tibio de abril, acariciaba manso las calles angostas, las casas bajas. Se filtraba como con timidez entre las ramas ya casi secas de los árboles, en la plaza principal. Asomando entre los cerros arrancaba reflejos dorados del campanario de la iglesia y hacía brillar los botones del uniforme del cabo, en la puerta de la comisaría. El día despertaba augurando felicidad.

Los preparativos del casamiento habían llegado a su fin. ¡Gracias a Dios! Porque hacía como seis meses que la patrona y mis gurisas no daban la ida por la venida con los arreglos del eminente acontecimiento. Que los regalos, los vestidos, el traje del muchacho, la iglesia, ¡la fiesta! Me he pasado firmando boletas de crédito. Diga que en el pueblo todo el mundo me conoce y me da fiado ¡que si no! Pero era el gusto de mi mujer y era el primer hijo que se nos casaba.

Pensar que yo me casé con la madre de mis hijos por atrás de la iglesia. Digamos que me la robé, entonces yo tenía dieciocho años y ella dieciséis. Después formalizamos, cuando los mayorcitos iban a empezar la escuela. Pa´que tuvieran mi apellido, sabe, como manda la ley. Por la iglesia no, nunca nos casamos. El cura decía que estábamos en pecado, que pa´casarnos teníamos que confesarnos y arrepentirnos. ¿Qué íbamos a confesar, si todo el pueblo sabía que vivíamos juntos? ¿Y de qué nos íbamos a arrepentir, si habíamos sido felices? Dios nos habrá perdonado ¡nos mandó siete hijos! Si vinieron como penitencia ¡pa´ nosotros fueron un regalo!

Siete muchachos criamos: cinco gurisas y dos varones. El  mayor y el menor ¡mire usted! Las dos puntas. Y el punterito chico rompió el cepo. Yo al principio me opuse:

—¡No señor, qué casorio ni casorio,  es muy gurí, tiene tiempo, que viva un poco primero! ¡Tiene tiempo!

Pero no hubo caso, el amor es así, cuando prende, prende. Y la madre que lo apoyaba:

—No es ningún gurí, ¿vos ya te olvidaste? Cuando nació el primero vos no habías cumplido los diecinueve ¡igual que tu hijo ahora!

Y ¿qué iba hacer? ¡Que se case entonces! ¡Quiera Dios sea feliz como yo fui con su madre. Pero ahora la cosa está fiera, no es como antes, nosotros no teníamos nada, ni esperábamos más de lo que teníamos. En esta casa vivimos siempre. Aquí nacieron todos mis hijos. Pero ahora ¡hasta televisión color quieren los muchachos!

Bueno, la cuestión era que el día del casamiento iba pasando, de tarde venía el juez a casarlos en casa y de tardecita se casaban en la iglesia. Ya estaba todo pronto, la casa llena de gente —yo no sé de dónde había salido tanto invitado—, el juez en el comedor y los novios de la manito, de pie frente a él. ¡Cuando sucedió la hecatombe!

Abriéndose paso entre los invitados, una morena joven con dos negritos de la mano y uno en los brazos ¡que eran una gloria! Paró el casamiento.

Dirigiéndose al juez le dijo que el casamiento no se podía efectuar, porque el muchacho que se casaba era el padre de esos tres gurises. Y ahí nomás se suspendió el casamiento civil. Le juro que no me quiero ni acordar. Mire, entre los desmayos, los gritos, los empujones, ¡fue un infierno aquello! La novia agarró a sopapos al novio que parecía que no entendía nada de lo que estaba pasando. El juez, yo y mi compadre, el Nacho, tratamos de calmar el relajo que se armó. Lo conseguimos a medias. La novia llorando a mares, no quería saber de nada, m´hijo o no sabía nomás lo que pasaba, o se había vuelto loco. Andaba como perdido. Yo lo agarré de un brazo y lo enfrenté a la morena.

—¿Conocés esta mujer? —le pregunté indignado.

—Yo no la conozco, ni sé quién es  —¡me dijo delante de ella! ¡Qué indecencia, negar así a su propia mujer, a la madre de sus hijos! Sentí un dolor en el pecho, comprobar en mi propio hijo esa falta de dignidad, negar todos los principios que le enseñamos con la madre, yo…

—¿Quién es este hombre? —dijo la morena.

—Cómo quién es? ¡Es el padre de tus hijos! —le contesté.

—¿Qué dice? ¡El padre de mis hijos es su hijo!

—¿A sí? ¿Y éste quién entonces? ¿No es m´hijo?

En medio de semejante lío, viene como del fondo de casa el Hugo, m´hijo mayor, que andaba en la organización de la fiesta de esa noche, ve a la morena y le dice, mientras toma en los brazos al niño que ella cargaba y acaricia a los otros dos.

—¡Tina! ¿Qué hacés acá?

—Me dijeron que te casabas…

—¿Yo?

—Me dijeron…

Él le dio un beso y le dijo:

—Zonza, yo ya me casé contigo.

—Entonces vos… —le dije al Hugo.

—Sí papá, yo hace años que tengo mujer, que vivo con Tina. No sé, al principio no dije nada, después el tiempo fue pasando, siempre esperando que se diera una oportunidad, esas cosas ¿vio? Pero bueno, ahora ya lo sabe. Tina es mi mujer y estos son sus nietos.

Hubo que ir a buscar a la novia y a los padres para seguir con el casorio. El juez y los invitados no se habían ido esperando para ver como terminaba el  lío. Al fin los muchachos se casaron por el juez y de tardecita fuimos todos a la iglesia.

Mientras el cura les hablaba a los novios yo, que era el padrino , miré para la primera fila de bancos. Mi mujer con el negrito más chico en los brazos, lloraba, pienso que sería por la emoción de la boda. Nunca le pregunté. Tina y el Hugo con los dos negritos de la mano, sonreían felices y enamorados. Yo me puse a pensar que a ellos habría que armarles casamiento y bautismos. Me gustó eso de tener tres nietos de golpe. Clavado que el Hugo ya los habría hecho hinchas de Peñarol! Si, otro casamiento en puerta.

 Había amanecido lindo, en el pueblo, el sábado aquel  de abril.


Ada Vega, año edición 1995 

martes, 16 de agosto de 2022

Romería Café y Bar

 


Cada tanto en la noche tácita, cuando el barrio duerme y solamente los gatos y las almas en pena recorren sus calles, con mi padre y mi hermano llegamos hasta la esquina de Bompland y José María Montero. Allí, sobre Bompland, abría su puerta el "Romería – Café y Bar". Un boliche casi centenario. Angosto. Con la caja a la entrada, un mostrador de mármol a lo largo y cinco ventanas a la calle. De barrio. De amigos. Tuvo sus días memorables y sus noches para el recuerdo.

Allí escuché narrar cuentos fantásticos a parroquianos que sabían de qué hablaban. Anécdotas y alegrías de Defensor como la de 1976, cuando rompiendo la hegemonía de los grandes logró salir Campeón Uruguayo. Donde oí a hombres mayores, de los que no se podía dudar, contar historias sobre personajes que caminaron las mismas empedradas calles del barrio.
Empecé a ir al bar de botija, con mi padre y mi hermano. Íbamos de tardecita, mi padre se quedaba con los amigos y nosotros cruzábamos a la plazoleta Azaña a jugar al fútbol.
Cuando lo conocí, el Romería estaba en Bompland y José María Montero, pero mi padre lo frecuentaba desde los años en que estuvo en la esquina de Williman y Montero, y Pascale vendía los diarios dentro del boliche.
En esos años mi hermano enfermó y falleció antes de terminar el liceo. Entonces papá abandonó sus atardeceres de caña y mostrador y se encerró en casa. Mi madre me decía que fuera con él hasta el Romería para que aliviara un poco su tristeza y se distrajera. Pero a mi padre volver le costó más de dos largos años. Un día comenzamos a ir un rato de mañana, antes de almorzar. Creo que su vuelta lo ayudó a recuperarse. Conversar con sus amigos, comentar las últimas noticias de los diarios. Hablar del viejo Defensor.
Recuerdo que mi padre nunca se sentaba. Siempre lo vi tomar de pie con dos o tres amigos junto a la caja donde estaba don Julio, que también entraba en la rueda de conversación. Yo me quedaba a esperarlo en una mesa junto a la ventana, mientras miraba para afuera y tomaba una coca. Y los años se sucediron.
Cuando falleció mi padre, yo ya estaba casado. Nunca más fui al bar. Entonces tenía mi vida muy ocupada. No me daba el tiempo para perderlo haciendo boliche. Entendía que aquella era una costumbre del pasado. Que las copas junto al mostrador, las charlas de amigos, no tenían razón de ser. Que era aquella una vieja costumbre de gente que no valoraba el tiempo, gastando en copas y hablando trivialidades. Eso pensaba yo.
En los últimos tiempos mi madre solía llamarme por teléfono, para pedirme que "te des una vueltita un día de éstos, así acompañás a papá, que anda con ganas de ir un ratito al bar”. Y allá íbamos los dos. Nunca dejé de acompañarlo. Él podía tomar una…bueno papá ... dos. Yo tomaba un liso y me quedaba con él junto al mostrador mientras sus ojos grises buscaban, sin encontrar, algún amigo de antes para hablar de fútbol o comentar de política. Muy de vez en cuando encontraba algún conocido. La clientela había cambiado. Los veteranos como él ya casi no frecuentaban el café. Poco a poco se habían ido retirando a cuarteles de invierno. Sólo entraba gente de paso: a comprar cigarrillos, chicles, un par de cervezas. A mirar fútbol en el televisor. A leer el diario. Mi padre sufría la ausencia, la pérdida de los amigos. Aunque nunca lo dijo cuando volvíamos caminando lento por las callecitas arboladas camino a casa, él tenía en sus ojos una mirada empañada de nostalgia.
Fue largo el tiempo que me llevó entender el amor que mi padre le tuvo siempre, al boliche del barrio. Dicen que el tango espera a que cumplas los cuarenta. Que sabe esperar. Creo que los boliches de barrio, hubiesen querido esperarnos. Pero no pudieron. Se fueron quedando en el tiempo que los devoró. Desaparecieron sin ruido. Humillados. Fuimos nosotros, las nuevas generaciones, quienes los dejamos morir en soledad. Quienes, de ex profeso, despreciamos su cátedra señera de copas y mostrador donde, hablando poco y escuchando mucho, los muchachos aprendían a caminar en el mundo tal cual es. Donde, juntos, compartían la noche el estudiante de ingeniería, con el muchacho metalúrgico y el aduanero. Donde escuchando a los más viejos los más jóvenes aprendían las reglas, no escritas en los textos, de los límites, la mesura. Materias que no se enseñan en el taller ni en la universidad.
Pero nosotros no supimos. O no quisimos. Cuando reaccionamos y llegamos a entender la sabia filosofía bohemia de los boliches de barrio, ya la noche del olvido se había cerrado sobre ellos. Galiano una vez me lo dijo. No el Galeano de Malvín. El de nosotros. Una mañana pasó por la vereda rodeado de sus perros, yo venía de comprar el diario en el quiosco de Pascale, me crucé con él frente a las ventanas del bar y me dijo: cuiden ese boliche, cuiden el Romería, si no lo cuidan se les va a morir...cuiden ese boliche. No entendí lo que quiso decirme sino mucho tiempo después, cuando el Romería bajó definitivamente la cortina. Hoy sé que me hubiese gustado venir al bar a tomarme una con mis amigos del barrio, como hacía mi padre, mientras mis hijos jugaban en la plazoleta. Me hubiera gustado, pero no me alcanzó el tiempo.
Con mi hermano y mi padre venimos algunas noches a recorrer el barrio. Cuando todos duermen. Cuando sólo hay sombras recorriendo las callecitas empinadas. Cuando sólo los gatos maúuuuullan un saludo, al vernos pasar.
Entonces nos quedamos un rato junto a la puerta clausurada del viejo bar. Junto a sus ventanas herméticas. Junto a su soledad.
Rara vez vemos cruzar algún vecino. De todos modos, a nosotros, nadie puede vernos. Sólo Galiano, perdido en su mundo, creo que nos vio una noche.
Pasó junto a nosotros por Montero hacia el sur, cabizbajo, rodeado de perros. Se los dije más de una vez —le oímos decir--, no abandonen al Romería, si lo abandonan lo van a perder. No lo ayuden a morir. ¡Se los dije más de una vez…! Nos quedamos mirando su paso inseguro, su conocida figura tan lejos del bien y del mal. Tan cerca de Dios. Antes de llegar a De la Torre se lo tragó la oscuridad.
Muchas veces, en la alta noche, venimos con mi hermano y mi padre a recorrer el barrio y pasamos por el Romería. Permanecer un poquito allí, junto a sus cansadas paredes, junto a sus ventanas tapiadas, es como volver a un pasado lejano. Perdido. Es como detener el tiempo para volver a vivirlo.
Sin embargo la vida pasa, se va y no vuelve. Y el Romería, como nosotros, también se fue de Bompland y Montero. Se fue del barrio. Cayeron a pedazos sus paredes sobre la vereda. Arrancaron sus puertas. Sus ventanas.
Otro edificio comienza a levantarse sobre sus ruinas. Se fue el viejo café, nacido en el arrabal montevideano. Aquel arrabal de esquinas ochavadas, de faroles tristes, callecitas empedradas, de glicinas en los tejidos de alambre y zaguanes a media luz. Como se fue el tranvía 35, el reloj de la curva y la penitenciaría.
Será por lo tanto el Romería, para los vecinos que lo conocieron y los parroquianos que lo frecuentaron, desde hoy y para siempre, solamente un recuerdo. Un grato recuerdo de un tiempo, que también se fue.


Ada Vega, año edición: 2012.