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lunes, 12 de septiembre de 2022

Para que un hombre me regale rosas

 




Isabel fue la tercera de once hermanos de padres distintos. Había nacido en un barrio pobre, más allá de las veredas embaldosadas y las calles con asfalto de los barrios obreros. Allí, donde se hacinan las casillas de lata como protegiéndose unas a otras de las lluvias, los fríos invernales y la indiferencia. En una faja de tierra ruin y agreste, buena para nada, con gurises barrigones jugando en las calles de tierra, y perros famélicos echados al sol. A su madre, nacida en pueblo del interior, la trajo un día un matrimonio joven hijos de estancieros para trabajar en su casa de criada cuando aún no había cumplido los doce años. Antes de los catorce quedó embarazada de uno de los hijos del matrimonio, de modo que la familia, para evitar el escándalo, decidió que no podía tener en la casa una chica tan descocada. Solo por humanidad le permitieron quedarse en la pieza del fondo hasta que naciera el niño. Y una tarde, con el hijo envuelto en un rebozo y un atado con su ropa, subrepticiamente, la echaron a la calle. 

Allí empezó su peregrinación y su bajar de los barrios altos, con vista al Río de la Plata, hacia los barrios bajos más allá de la bahía. Al principio le dio cobijo un muchacho muy joven que trabajaba en un almacén; le hizo una casilla y tres hijos, pero un día descubrió que el amor es efímero y que a la pasión la mata el llanto de cuatro gurises con hambre, cuando la plata brilla por su ausencia. Le faltó coraje para enfrentar la situación que ayudó a crear por lo que, antes de cumplir los veinte años, abandonó la casilla, su mujer, sus hijos y el barrio de las latas. Después, mientras fue joven, sana y trabajadora, no le faltó quien se le arrimara con promesas o con embustes, y ella aceptara con cama adentro, o con cama afuera, con la ilusa esperanza de formar una familia estable. 

Y así fue coleccionando hombres que pasaron por su cuerpo, y la sembraron de hijos que mamaron de sus pechos y la secaron en vida, consumiéndola, luego de vivir once años embarazada y cumplir sus veintiséis de vida rodeada de once hijos, pero sin hombre. A la edad en que muchas mujeres comienzan a disfrutar de su maternidad ella ya estaba de vuelta, cansada de parir, de amar y ser usada. Harta de limpiar casas ajenas para darles a sus hijos de mal comer. Cansada de un cansancio que le nacía de adentro, de sus entrañas. Consciente de que, perdida su frescura y su juventud y con once hijos que alimentar, jamás encontraría un hombre que la amara por ella misma. 

II 

Así creció Isabel, ayudando a criar a sus hermanos entre las idas y venidas a la escuela, fregando pisos y haciendo mandados a las familias del barrio asfaltado. Y al igual que su madre, antes de que sus caderas se redondearan y los senos se pronunciaran bajo su blusa, ya el primer hijo se anunció en su vientre. Y cuando nació, el niño fue para ella un hermano más para criar y no se sintió ni triste ni contenta, porque todo era así en su mundo y ella lo veía natural. Hasta que un día conoció a un muchacho que por primera vez le habló de amor y, seducida, sin pensar en nada pues no tenía en qué pensar ni qué perder, se despidió de su familia y se fue a vivir con él. Se hicieron una casilla de latas y vivieron ese amor que se vive solamente una vez. Con la pasión desbordada de la primera juventud, que aún sigue creyendo que el amor es eterno, y que para vivir alcanza con saber respirar.

Aprendieron a conjugar el amor en todos los tiempos y con sana inexperiencia, intentaron formar una familia y recorrer juntos el arduo camino de la convivencia. Pero la vida es un castillo de naipes. Al soplar la primera brisa, dejó una huella amarga de sueños incumplidos. No se sabía muy bien en qué trabajaba el muchacho. Vivieron juntos cuatro años y cuatro hijos. Un día se lo llevaron preso. Lo caratularon: Robo a mano armada. Los años de espera se hicieron largos, los niños tenían que comer y la vida llama. Cuando el muchacho salió de la prisión Isabel tenía dos hijos más y otro hombre. Aunque el nuevo compañero no pudo con la carga de siete hijos y la mujer. Una noche salió a dar una vuelta y no volvió. De tal modo que Isabel volvió a quedar sola.

 Después, de cada amor que conoció tuvo un hijo, aunque nunca más con cama adentro. Y no porque no anhelara despertar en las noches con un hombre tendido a su lado para amarlo y ser amada. Ella tenía fibra y necesidad de un compañero que la contuviese. Solo que al fin comprendió que su destino era seguir sola, pues jamás encontraría en este mundo un valiente que cargara con ella y por añadidura con toda su prole. Abandonó la peregrina idea de conseguir un nuevo amor y se resignó, con sabiduría, a su viudez de afectos dedicándose por entero a la crianza de sus hijos y a trabajar para ellos con paciencia y hasta con cierto buen humor. 

III

Mariana llegó a la sala de maternidad donde doce mujeres, unas a menor plazo que otras, aguardaban el momento de dar a luz. Recorrió las camas con la vista hasta que divisó a Isabel, al final del pasillo, conversando con un hombre joven que, sentado al borde de su cama, mantenía entre las suyas las manos de la muchacha. A Mariana no le gustó el aspecto del hombre quien, cubierto de cadenas y anillos, dejaba entrever cuál era su profesión. Se acercó a ellos con cierta reserva para comprobar la felicidad reflejada en el rostro de su amiga. Indudablemente, este era el compañero de quien le hablara en los últimos tiempos y el padre del niño que esperaba. En ese momento, detrás de una camilla, llegaron los enfermeros para conducirla hasta la sala de partos. Él la besó, le dijo que la amaba, y ella, en medio de los dolores que la acuciaban, ensayó su mejor sonrisa. 

IV 

Los padres de Mariana pertenecían a familias de ganaderos del litoral. Familias muy católicas quienes, al llegar sus hijos a la edad escolar, los enviaban a Montevideo en calidad de pupilos a los mejores colegios religiosos. En esas condiciones vino Mariana apenas cumplidos los cinco años, al Instituto María Auxiliadora de las Hermanas Salesianas. Hecho que la salvó de seguir vestida de Santa Teresita, única vestimenta que por una promesa hecha por su madre a la Virgen María cuando nació, le fue dada usar. Por ese motivo, anduvo la criatura con un pañuelo atado en la cabeza, y envuelta en un rebozo negro que daba pena verla. Después del año fue peor pues la niña, que empezaba a caminar, estrenó su primer hábito y su toca blanca debajo del velo negro.

 Para los tres años le agregaron la pechera blanca, un cordón en la cintura y un tiento negro al cuello con el crucifijo de metal sobre el pecho. Tiento que se le enredaba en cuanta cosa de menos de un metro hubiera a su entorno. De todos modos la promesa no se pudo cumplir hasta el final debido a que las monjas, cuando vinieron a anotarla como pupila con la condición de que se le permitiera seguir vestida de santa, lo prohibieron terminantemente argumentando que la cuota de santos y santas ya estaba cubierta. Pensaron acaso que a San Juan Bosco, fundador de la congregación, no le iba a hacer mucha gracia ver a la mística carmelita francesa recorriendo un convento salesiano.

 Fue así que Marianita colgó el hábito a los cinco años, y entró como pupila en el grupo de las más chiquitas. Con una Hermana muy joven de asistente que le enseñó a hacer su cama, a bañarse de camisa y estar presente con todas sus compañeras para la misa de seis. Apenas cumplidos los siete años tomó la Primera Comunión. Completó la primaria, la secundaria y el magisterio. Salió a los diecinueve años llevando al cuello la cinta celeste de las Hijas de María Auxiliadora, con los Diplomas de Profesora de Piano, de francés y el Título de Maestra. Diplomas que nunca tuvo necesidad de usar pues la niña, claro está, no había sido enviada a estudiar con el fin de conseguir un buen empleo, sino solamente para adquirir cultura. 


Mariana se casó a los veinte años con el hijo de unos vecinos, también ganaderos de sus pagos del litoral, que cursó estudios de Derecho en la Universidad de la República y, que al recibir su título de Abogado, decidió radicarse en la capital para ejercer su profesión con más comodidad. Se compraron una casa magnífica, en uno de los mejores barrios de Montevideo, frente al río color de león y el joven abogado abrió su estudio en los altos de un edificio de la Ciudad Vieja con enormes ventanales hacia el Puerto, la Bahía y el Cerro de Montevideo. El matrimonio de Mariana fue programado con antelación por los padres de ambos, para unificar apellidos, fortunas y educación. Los muchachos criados en ese ámbito cumplieron al pie de la letra. Él se dedicó a su estudio y a sus relaciones, y ella a criar un par de hijos y regentar la casa. Y fueron felices.

 Su marido no dejó pasar jamás un aniversario de boda sin regalarle la esclava de oro y en cada nacimiento de sus hijos le obsequió un anillo con un brillante. En su cumpleaños, en el Día de la Madre, en Navidad y Año Nuevo recibió flores de parte de su marido, enviadas por su secretaria, quien nunca dejó pasar fechas ni momentos especiales del matrimonio, sin la consabida atención. Sin embargo, un día, con los hijos ya grandes a punto de terminar sus estudios terciarios y la casa llevada perfectamente por más empleadas de las necesarias, Mariana cayó en la cuenta de que nadie la necesitaba. Comprendió entonces que llevaba una vida ociosa y decidió buscar algo en qué utilizar su tiempo. 

Una tarde en la Iglesia del Sagrado Corazón de Jesús, donde concurría con cierta asiduidad, conoció al padre Antonio. Cura de una parroquia de un barrio muy pobre, quien andaba siempre pidiendo ayuda, comida, ropa y todo lo que le pudieran dar pues sus pobres, como él mismo decía, apenas eran dueños del aire que respiraban. Mariana se interesó por la obra del padre Antonio y quiso saber más de ella. El sacerdote la invitó entonces a visitar su parroquia y, una tarde Mariana recorrió las calles de un barrio desconocido. 
Primero las casas bajas con fondo y jardín al frente, con niños jugando en las veredas y vecinas conversando apoyadas en la escoba. Y después más allá, donde termina el asfalto, donde el agua se consigue en las canillas municipales y a la luz eléctrica hay que robarla del alumbrado público. Donde por las calles de tierra andan juntos buscando algo que comer, caballos, perros y niños; las casillas de latas guardan mujeres grises, hombres sin presente y niños sin futuro. Barrios apartados de la sociedad, abandonados, olvidados de Dios. Si es que Dios existe. 

VI

El padre Antonio le contó a Mariana de la actividad que desarrollaba su parroquia con los habitantes del lugar. Que no era mucha, le dijo. Las donaciones eran escasas y la Iglesia no tiene fondos (?). Por lo tanto, él trataba de brindarles a los niños una comida diaria hecha por las mismas madres en el comedor de la iglesia. Le dijo que necesitaría más gente que colaborara, para enseñarles cosas fundamentales como la higiene, por ejemplo, a pesar de que él entendía que si no tenían para comprar un pan, mal podían gastar en un jabón. Mariana empezó yendo a la iglesia una vez por semana a colaborar con el padre. 

Enseñó a cocinar, a usar los distintos utensilios de la cocina, a lavar y coser la ropa que les donaban. Les habló de la higiene diaria, de visitar al médico periódicamente y de la importancia de vacunar a los niños. Fue maestra de catequesis para darle una mano a Dios y de paso recordarle al Creador aquello de: “Dejad que los niños vengan a mí” que un día, en tierras de Judea, les dijera a sus discípulos. Y terminó siendo una Madre Teresa consultada para todo. Con el tiempo se hizo amiga de esas mujeres tan distintas a ella en su hacer y fue su confidente y consejera. Una de esas mujeres era Isabel, quien fue la primera en aceptarla como conductora del grupo así como en contarle su vida, con sus errores y desaciertos. 

Cuando Mariana conoció a Isabel esta tenía nueve hijos y no tenía ni quería compañero. Tenía un hijo en la Cárcel Central por rapiña, dos en el reformatorio, cuatro en la escuela donde, también, almorzaban y dos en la guardería que se había armado en la iglesia del padre Antonio para cuidar a los niños cuyas madres trabajaban. Entonces, Isabel, era cocinera de un restaurante. Buena cocinera. Había entrado para ayudar en la cocina y allí aprendió el oficio. Fue tal su dedicación y su deseo de aprender que, cuando la antigua cocinera se retiró para jubilarse, quedó ella en su lugar por mérito propio. Descansaba los mismos días que Mariana iba a la Parroquia, así que juntas ayudaban en la cocina, lavaban y cosían ropa que luego repartían. Cuando a media tarde finalizada la jornada, se iban todos los chicos y sus madres, ellas se sentaban en la cocina, tomaban té y conversaban. En esas tardes Isabel fue contándole a Mariana cómo había ido llevando su vida; similar a la vida de todas las mujeres del barrio de las latas. 

VII

 Cuando la puerta de la sala de partos se cerró tras la camilla de Isabel, Mariana le comunicó al compañero de su amiga que iría a dar una vuelta por su casa y regresaría más tarde. Volvió a atravesar los pasillos del hospital y bajó las amplias escaleras de mármol. Caminó unos pasos hacia su auto y sintió con agrado, sobre el rostro, el viento fresco que soplaba del mar. Recordó entonces la primera vez que Isabel le hablara de su pareja. Ese día llegó con la mirada vivaz y más parlanchina que lo habitual. Se acercó a Mariana y le dijo: ¡Ni te imaginás lo que tengo para contarte! Mariana pensó que por lo menos no era una nueva tragedia.

 Cuando al fin pudieron conversar Isabel le dijo: No sabés Mariana, ¡conocí al hombre de mi vida! Mariana le contestó con un hilo de voz: —Isabel... —Ya sé, ya sé, no me digas nada—, se excusó Isabel. —No es lo que estás creyendo. Esto es distinto, no sé como explicarte, mirá. Es algo que nunca me había pasado antes. Como un relámpago sabés, como un regalo. Eso, como un regalo. Lo conocí en el restaurante, viene siempre a cenar. Yo sabía que me miraba, pero los tipos siempre me miran. Yo no les doy bolilla. ¡Qué les voy a dar! Si llegan a saber que tengo nueve hijos, ni las propinas me dejan. Pero esto es otra cosa. Este hombre me empezó a mirar y a mirar, y a mí me empezó a gustar, pero pasaba el tiempo y no me decía nada. Y yo empecé creer que le gustaba mirarme no más. Pero la otra noche cuando salí me estaba esperando. ¡Cuando lo vi me dio una cosa...! 

Me habló con palabras tan lindas, si vieras. Como nunca me habían hablado antes. Nunca, de verdad... y bueno… ¡Vos sabés cómo son estas cosas! ... Bah vos la verdad que se diga, no sabés mucho lo que son estas cosas. Pero bueno, yo le dije de entrada que tenía nueve hijos. ¡No sabés Mariana! ¡Se quedó helado el hombre! No hablaba. Pero yo no me iba a hacer la viva, vos sabés que a mí me gustan las cosas claras. Y yo a mis hijos no los voy a negar. Así que si había que cortar, cortábamos ahí no más y chau. Pero no, vos sabés que cuando reaccionó me dijo que qué suerte tenía yo de tener hijos, que él no tenía ninguno. Mirá vos. ¡Estoy tan contenta...! ¿Qué podía decirle Mariana, que la vida ya no se lo hubiese dicho con creces? ¿Tenía acaso el derecho de retacearle a su amiga la felicidad que estaba viviendo? Solo pudo recomendarle: Cuídate Isabel, más hijos no, por favor. Ante lo cual la amiga le contestó sin dudar: ¿Qué hijos? ¿Estás loca? Esto es otra cosa te dije. ¡Otra cosa...! 

VIII 

A Mariana el aspecto del compañero de Isabel no la dejó muy tranquila. Y en cierto modo no se equivocó. Aunque ella mantuvo sus reservas, la realidad no demoró mucho en darle la razón. Según se supo después, el muchacho formaba parte de una banda de traficantes de alto vuelo con sede en Europa. Era soltero, no tenía hijos y sus domicilios figuraban en Montevideo, Buenos Aires y Múnich. Su amor por Isabel fue sincero. Nunca vivieron juntos, tal vez para no comprometerla. Reconoció a su hija y ayudó a Isabel económicamente al punto de comprar, para ella y sus hijos, una casa de material en el barrio asfaltado. Y así hubiera terminado la historia si una noche, en Milán, no hubiese caído en un enfrentamiento con una banda contraria dejando sin su apoyo, en Montevideo, a Isabel y su hijita de seis años. Pero eso sucedió mucho después. 

Mariana volvió esa misma noche al hospital. Cruzó los pasillos y llegó a la sala donde Isabel estaba con su beba. Se detuvo a la entrada. La niña dormía en la cuna. Isabel se encontraba sola sentada en la cama, abrazaba junto a su pecho, un ramo de rosa. Estaba hermosa, con el cabello negro sobre sus hombros, con un brillo de lágrimas en los ojos y una sonrisa flotando en su cara. Emocionada, al verla, Mariana comenzó a caminar hacia ella. Fue entonces que escuchó de su amiga aquel comentario que golpeó fuerte y que jamás olvidaría: 
— ¿Te das cuenta Mariana? ¡Tuve que tener diez hijos, para que un hombre me regale rosas!

 Ada Vega, año edición: año 2001

domingo, 11 de septiembre de 2022

La muerte de Mariquena Vargas

 



Murió Mariquena Vargas. Su muerte repentina nos ha dejado atónitos. Estupefactos. No porque no tuviese edad para morir, que sus bien cumplidos ochenta años los tenía y muy bien llevados por cierto. Sino por un pequeño detalle que ocultó durante toda su vida y que, al morir y enterarnos, nos dolió como un cachetazo en pleno rostro. No nos merecíamos esa burla de tu parte, Mariquena. Fuiste casi cruel. Casi. Cierro los ojos y creo oír tu risa burlona desde el infierno donde estarás. ¿O te habrá perdonado Dios...?

Mariquena era una mujer de ley. Conservó hasta el final de sus días la fortaleza y la presencia de una verdadera matrona. Que eso fue, sin lugar a dudas. Y al decir de quienes la conocimos de cerca: una gran mujer.
Una mujer fantástica, diría yo. De fantasía.
Cuando la conocí tendría algo más de cuarenta años. No muchos más. Conservaba una belleza poco común. Su cara y su pelo renegrido me recordaban a Soraya, aquella princesa de los ojos tristes casada con el Sha de Persia, que fue obligada a abdicar del trono por no lograr concebir hijos que perpetuaran la dinastía del Sha. Como verán, salvando la distancia, Mariquena era una mujer hermosa.

Fue también, en aquel tiempo, una modista muy reconocida. Se acercaban señoras de otros barrios para hacerse la ropa con ella. Vivía por Bulevar Artigas en una de las últimas casas que Bello y Reborati construyeron allá por la década del treinta. Según cuentan los  vecinos más viejos del barrio, Mariquena tenía apenas diez años cuando vino a vivir con su tía, doña María Emilia Cufré, hermana de su madre, casada con un italiano de apellido Righetti directivo de la compañía Transatlántica de Tranvías. Era una niña delgada y alta, de cabello negro y ojos oscuros. Introvertida y con marcadas carencias de afecto.

No recuerdo, si es que alguna vez lo supe, el motivo que la llevó a abandonar su hogar, sus padres y hermanos, para venirse del todo con doña María Emilia. Lo cierto fue que con ella vivió en aquella hermosa casa como si su tía fuese su verdadera madre, y la acompañó hasta el final de sus días como si ella fuera su propia hija.

Cuando llegó Mariquena a la casa del señor Righetti doña María Emilia, que no tuvo hijos, recibió a su sobrina con mucho cariño y comprensión. La anotó para terminar primaria en la escuela Grecia, que estaba en aquellos años, en Miranda y Bulevar, frente el Campo de Golf. Terminada la escuela la chica no se inclinó por los estudios; cumplidos los catorce años quería trabajar, de modo que la tía le consiguió empleo en los talleres de confección de Aliverti, una prestigiosa casa de modas de la avenida 18 de Julio, y allí se mantuvo hasta mediados de los ochenta cuando la firma cerró. Entonces se quedó en su casa y trabajó como modista durante muchos años.

Mariquena nunca se casó ni tuvo hijos. Y a pesar de que en el barrio corrieron escabrosas infidencias sobre una turbulenta vida amorosa y sobre varios amores que en su juventud dejó por el camino, nunca le conocí novio ni hombre alguno. De modo que de las historias que de ella se contaron, la mitad no hay que creerla y a la otra mitad ponerla en duda. La recuerdo sí, como una mujer de carácter fuerte que no se dejaba avasallar. Justa. Honesta. Gran discutidora. Defendía sus ideas y los temas de su interés, de igual a igual, tanto con hombres como con mujeres.

Hacía varios años que el señor Righetti había fallecido cuando murió doña María Emilia. El matrimonio, papeles mediante, dejó la casa a Mariquena como herencia. La hermosa casa con torrecita y mirador de tejas. Entonces apareció Teiziña, una morenita de motas, de diez o doce años, que un invierno anduvo pidiendo comida puerta por puerta. Uno de esos días de lluvia y mucho frío Mariquena la entró en su casa, la alimentó, le dio ropa seca y la niña se quedó ese día y el otro y todos los días que siguieron.

La morenita contó que venía de la frontera con Brasil, donde había nacido. Su madre, sola y agobiada con la crianza de ocho hijos, la había puesto en un ferrocarril con destino a Montevideo para que ella misma se buscara la comida, pues la pobre mujer no tenía como alimentarla. La niña, por lo tanto, desde el mismo día que llegó a la capital andaba caminando y durmiendo en los portales. Desde entonces, Mariquena y Teiziña, vivieron juntas como madre e hija. Así las recuerdo yo.

Teiziña terminó de crecer y durante largos años se ocupó de la casa y de Mariquena; una obligación que se impuso a sí misma como modo de agradecimiento, hacia quien la sacó de la calle y le dio un hogar. Tampoco se casó nunca. Tuvieron, si se quiere, un destino común: la casa de bulevar, siendo niñas, las cobijó a las dos.

Fue ella quien encontró a Mariquena muerta. Dormida para siempre estaba la doña en su cama. En la misma posición que se durmió, la encontró la muerte.
La morena llamó una ambulancia, al doctor y a la Pompa Fúnebre. En el living de su casa nos reunimos algunos vecinos, para no dejarla sola. Allí estábamos, cuando del dormitorio de Mariquena salió uno de los empleados de la funeraria, que se encontraba arreglando el cuerpo para las exequias, y preguntó por algún pariente cercano. Pariente no había. La morena era lo más cercano que la difunta tenía en esta vida. No obstante Teiziñia, llorosa y muerta de miedo, se rehusaba a hacer acto de presencia en el dormitorio donde descansaban los restos mortales de Mariquena.

Los empleados de la empresa decidieron que hasta que no se presentara algún responsable del velatorio, ellos no seguirían preparando el cadáver. Ante tal premisa una vecina, aceptando el reto, se ofreció para acompañarla. De manera que, apoyada en la buena mujer, la morena accedió y las dos entraron juntas al dormitorio. Dos empleados de la funeraria esperaban, de pie, uno de cada lado de la cama. Nadie habló. No fue necesario.
Mariquena estaba tendida en su cama mostrando, sin ningún recato, su cuerpo desnudo de varón.
Firme aquí, —le dijo el empleado a Teiziña.
Tuvo que esperar a que volviera en sí del desmayo.
La vecina solidaria había huido espantada.
Aún me cuesta creerlo.

 Ada Vega, año edición 2oo4 - 

La intrusa

   


 



Nos conocimos un verano de sol y arena. Éramos muy jóvenes y jugamos a amarnos. En el juego el Amor nos desbordó. Fue tan grande y tan pleno que no supimos qué hacer con él y se quedó confundiéndonos. Entendimos entonces que ya nunca otro, que eran sin final su rostro y mis manos. Su piel y mi piel. Nos casamos casi niños en un juzgado de barrio. El juez, con la bandera de la patria atravesada en el pecho y los lentes apenas apoyados en su nariz, nos miraba muy serio, sin entender nuestra risa, nuestra radiante felicidad, nuestro irresponsable amor. Rodeados de familiares y amigos, juramos que sí. Recibimos besos, estrechamos manos, lanzamos al aire el blanco ramo de flores y huimos juntos bajo la nube de arroz que nos auguraba felicidad.

En los primeros años de casados vivíamos en un hotel céntrico cerca de nuestros empleos. Yo trabajaba en una tienda en la Avenida 18 de Julio. Y él en una sastrería de la calle San José. Nos íbamos juntos por la mañana, casi corriendo. Él tironeándome de la mano, yo medio dormida siempre más atrás. Volaba la mañana y apenas sonaba el timbre que anunciaba el final de la media jornada, salíamos apresurados para encontrarnos en un bar de la calle Convención. Almorzábamos mirándonos a los ojos, tocándonos a cada instante para comprobar que estábamos. Que éramos de verdad el uno del otro. Era una fiesta esperarlo a las siete de la tarde, cuando pasaba a buscarme. Nos íbamos abrazados por aquellas veredas angostas, llenas a esa hora de empleados de todos los comercios del Centro de aquel perdido, inocente Montevideo.

 Llegábamos a nuestra pequeña pieza del hotel donde hacíamos el amor descubriéndonos cada día. Afirmando aquel amor con la absoluta seguridad de que, jamás, nada ni nadie lograría separarnos. Soñando después con la casa que algún día tendríamos y con los hijos que vendrían. Dos años nos llevó la espera. Un día alquilamos un departamento en Andes y Colonia. Fuimos construyendo nuestro hogar paso a paso. Despreocupados y felices. No sé bien qué pasó entonces. Tal vez lo nuestro era demasiado hermoso, demasiado perfecto. Los dioses nos envidiaron y apareció la intrusa. 

Surgió de la nada. De las sombras. Calladamente. Fijó en mi hombre sus ojos seductores y abriendo una brecha entre los dos, trató en vano de minar mi amor. Lo conquistó con astucia y comenzó a llevárselo lentamente. Siempre supe que él no quería irse y dejarme sola. Que intentó resistirse. Pero ella es muy hábil. Desplegó ante él todo el poderío de su atracción. Lo envolvió quebrando su resistencia. Doblegándolo. Adueñándose de su vida que era mía. Cuando reconocí su existencia ya estaba instalada entre los dos. Intenté sacarla de mi terreno enfrentándola en una lucha desigual. Ella se ocultaba, no se dejaba ver. Siempre supo que triunfaría, que podía más. Yo no lo sabía y en una jugada desesperada puse sobre la mesa todo lo que tenía para alejarla. Para que lo olvidara.

 Le ofrecí mi vida a cambio. Mi presente, mi futuro. Pero no alcanzó. Más de una vez me dio esperanzas y me engañó. No me dio chance. Me cerró los caminos. Lo fui perdiendo sin saber, casi sin darme cuenta. Tampoco él se dio cuenta de que estaba dejándome, hasta el día que se fue para no volver. Me miró desde lo más profundo de sus ojos cansados y tristes. Intentó hablarme, despedirse, y no pudo. Ella ya estaba allí. Esperando. Impotente lo vi partir. Me quedé con los brazos extendidos queriendo retenerlo. Se quebró en mi garganta su nombre mil veces repetido. Quise partir también más no era mi momento. Desafiante la intrusa me hizo a un lado, condenándome a vivir sin él. Perdimos el futuro y nuestros hijos dibujados en el viento. Caía la tarde cuando lo acompañé por el camino de los altos pinos. Junto a su nombre, dejé una flor. 

Ada Vega, año edición 1996 -

Fue a conciencia pura



Ramón Bustamante se llamaba el hombre. Y aunque siempre fue enemigo de llevar apodos, pues según decía, su nombre de pila y su apellido eran suficiente garantía de su persona, a la sordina en el barrio le decían Matarife porque de joven había sido friyero del Nacional, y desde entonces andaba siempre calzado con un naife largo y fino que daba chucho sólo de verlo.
Vivía en la Villa del Cerro, frente a la Plaza de los Inmigrantes, en una casa de dos patios y fondo con madreselvas que en años de bonanza sus padres levantaron. En esa casa había nacido cincuenta y tantos años atrás. De esa casa se fue un día engrillado y al volver diez años después, con el alma en jirones y sin apremio alguno de enfrentarse otra vez a la vida, la encontró vacía.
En esa época lo conocí yo. Todas las tardes arrancaba caminando, cruzaba el puente sobre el Pantanoso y se venía para La Teja a leer El Diario y a tomar copas en El 126, un café que hacía de largador del 126 de CUTCSA, cuando el recorrido era Aduana, Pantanoso - Pantanoso, Aduana, ubicado en la esquina de Camambú y la avenida Carlos María Ramírez.
El Matarife era un tipo flaco y alto, parco en el decir y lerdo en el andar. Tenía el pelo negro, que ya blanqueaba, largo y lacio cayéndole sobre los hombros y los ojos oscuros de mirada penetrante y fría. Lo recuerdo de lengue y gacho gris, de traje negro a rayas con pantalón bombilla y saco largo y entallado, de sus tiempos de tahura. Opinaban, los que la sabían lunga, que hombres de su laya iban quedando pocos.
De su vida y sus hazañas hubo mucha chamuyina. Que fue tallador de fuste, temido entre los martingaleros, y respetado en el ambiente gurda del escolazo, de aquel orgulloso Montevideo de los años cincuenta. Entrador con las mujeres, escabiador sin límite y pendenciero, supo, sin embargo, mantener la yuta a respetable distancia hasta el nefasto día aquel en que le fallaron todas las predicciones.
De las historias que de él se han contado sólo sé con propiedad la que todo el barrio repetía y que lo llevó a cumplir una sentencia de diez años en el penal de Punta Carretas, de donde había salido libre, después de purgar su culpa con la sociedad, precisamente en esos días.
Hacía poco tiempo que yo frecuentaba El 126, pues tenía recién cumplidos los dieciocho años cuando el Matarife, después de la cana, volvió al café. Algunos parroquianos lo recordaban y se acercaron a saludarlo. Entró al bar con paso cansino, se acercó al mostrador y pidió una caña. Al reconocerlo el dueño le tendió una mano amistosa por encima del mármol y le dijo:
—¿Cómo anda eso Ramón? y él le contestó con su voz pausada:
—Acá andamos, patrón, en estas pocas, no más.
—Ésta va por la casa, le dijo el bolichero.
—Se agradece, contestó el hombre levantando apenas la copa.
Mientras conversaban lo miré a la cara y la mueca que dibujó su boca me pareció una sonrisa. Era un hombre que imponía. Hasta ese momento no sabía quién era. De todos modos, junto al murmullo que al entrar se levantó entre los parroquianos, oí clarito aquel cuchicheo que lo señalaba como: el Matarife. Recién entonces supe que era cierta la historia que durante años oí contar a mis vecinos de La Teja. El Matarife existía y estaba allí, de pie, tomando una caña con el patrón.
Desde esa tarde todas las tardes bajaba desde el Cerro y se quedaba hasta muy entrada la noche acodado al mostrador. Con el faso apretado entre los labios, a un costado de la boca, y la copa semivacía. Con la mirada extraviada. Cavilando. Que diez años es mucho tiempo de estar a la sombra. Y poco tiempo para olvidar. Algunas tardes se quedaba afuera, recostado en la ventana que daba sobre Carlos María Ramírez, mirando pasar los ómnibus que iban para el Cerro, mientras el sol se hundía lentamente en las aguas del Río de la Plata, y la luna, cómplice de fierro de la rantería bohemia, subía lento hasta el cenit.
A partir de su vuelta la gente del barrio resucitó la historia de amor y de muerte que el hombre protagonizara. Volvieron los comentarios y se agregaron a la historia hechos nuevos que muchos no conocíamos.
Cuando Ramón Bustamante vino al barrio por primera vez, era un facha leonero, laburante de día del Frigorífico Nacional y trashumante en la noche, entre copas y escolazo. Lo trajo de recalada la Carmencita, una piba que conoció una noche en un baile del club Colón, que vivía por la calle Laureles y trabajaba en La Mundial, una textil muy famosa que existía por aquellos años, en Nuevo Paris.
La Carmen era una rubita de ojos celestes, única hija de un matrimonio italiano que había llegado al país en la década del treinta. El tano, apenas llegó al barrio abrió un almacén y se hizo una casita económica, de aquellas que se hicieron en el país bajo la ley Serrato. Y allí vivió toda su vida con su familia. Dicen que dicen, los que llevan un registro en la memoria, que el Matarife se había agarrado con la piba una metida de mi flor. La seguía a sol y a sombra y por ella, empezó a parar en el boliche sólo para estar cerca de su casa. Según cuentan los veteranos que la conocieron, la Carmencita era una gurisa muy bonita y diquera, detalle que al hombre lo ponía como loco, porque siempre andaba algún moscón zumbándole alrededor. De manera que, cuando ya no pudo bancar más la situación de vivir lejos de la muchacha, alquiló una casa y se casó con ella.
Al principio el matrimonio marchaba como una seda. Desde el pique se supo que existía entre los dos terrible metejón, por lo que no se intuía, en las inmediaciones, nada que pudiese alterar la paz y la armonía de la pareja. Sin embargo, no demoró mucho en estallar la primera trifulca entrambos, causada por los celos de Ramón que comenzaron a poner nerviosa a su compañera.
Desde entonces, el matrimonio fue barranca abajo. De entrada, no más, decidió que no fuera más a trabajar a la fábrica para tenerla quieta en la casa. Y aunque él no la atendía de día, por su laburo en el frigorífico, ni de noche, por sus actividades de nochero empedernido, lograron a duras penas, por un tiempo, mantenerse unidos.
Fue un curda canero que una noche le batió la justa en un boliche del Centro. Le dijo entre caña y caña, que era muy noche p’andar tan lejos del barrio. Le tocó el orgullo al Matarife que le contestó de prepo:
—¿Qué andás queriendo decir?
—Que el que tiene tienda que la atienda —se atrevió el tipo. El Matarife lo agarró de la solapa y al curda se le aclaró la mente.
—Seguí hablando, ¿qué tenés que decirme? —le increpó con rudeza. Y el ortiba le tiró a la cara lo que las mentas batían. Que hacía un tiempo andaba un moreno joven, estibador de oficio y diestro cuchillero, rondando a la percanta —le dijo.
—¿Y qué más?—lo obligó el ofendido.
—Hasta ahí te sé decir. Lo demás es cosa tuya. Y el Matarife, hecho una fiera, empezó a cuidar el nido.
Un día salió para el frigorífico y al poco rato pegó la vuelta. Se quedó, de botón, vigilando desde la esquina. El dolor y la furia le nublaron los ojos cuando vio al moreno salir de su casa. Apuró el paso y le pegó el grito al gavilán que al verlo manoteó su faca. El moreno, que era guapo y no conocía el achique, no esquivó el encuentro. Trató de enfrentar al rival que lo madrugó sin darle tiempo a nada. El Matarife de un hachazo se cobró la ofensa. Difunto quedó el moreno enfriándose en la vereda. A la malvada no quiso verla. Se volvió a la casita del Cerro, frente a la plaza de Los Inmigrantes, a despedirse de los viejos por si no los volvía a ver en esta vida. De allí se lo llevó la yuta.
Diez años le costó la hombrada. La mina desapareció esa misma tarde. Por algún tiempo nadie supo de ella. Después, alguien dijo que estaba viviendo en el campo con unos tíos. Una tarde, unos meses después, regresó a la casa de sus padres con un niño en los brazos. Con ellos se quedó a vivir, crio a su hijo y cuidó a sus padres hasta que murieron. Cuentan los vecinos que se la veía muy poco. No volvió a casarse, ni se le conoció, jamás, hombre alguno. Y aunque parezca extraño, nunca se enteró el Matarife del hijo que tuvo la Carmen, pues a pesar de que todo el barrio lo sabía, nadie se atrevió a pasarle el dato.
Al correr el tiempo otras vivencias dejaron el hecho dormido en el pasado. Hasta que una noche, siete años después de su vuelta, mientras conversaba con el patrón en el mostrador, llegó al bar un muchacho muy joven, alto y flaco. De pelo negro, largo y lacio, cayéndole sobre los hombros y de extraños ojos claros que no iban con su traza. Se paró al entrar y preguntó alto y fuerte para que todos oyeran:
—¿Quién es el Matarife? Ramón se dio vuelta despacio mientras contestaba:
—Yo soy. ¿Quién lo busca? Quedaron mirándose de frente.
—¡Ramón Bustamante, lo busca! —le contestó el muchacho. En el boliche no volaba una mosca, esperando los parroquianos la reacción del hombre. Toda la bravura del tahura que fue, se hizo añicos ante la presencia de aquel hombre joven que traía en sus ojos, los ojos de la mujer que amó tanto y cuyo recuerdo aún lo perseguía. El muchacho continuó:
—Mi madre antes de morir me pidió que lo buscara para que supiera, nada más, que tenía un hijo. Ella murió ayer. Vine a cumplir con la promesa. Dio media vuelta y se fue sin esperar respuesta.
Ni una sola palabra acertó a decir el Matarife. Era indudable que todo el pasado volvía a golpearlo con aquel muchacho que había venido a gritarle su paternidad. Un par de conocidos se acercaron a tomar con él en el mostrador.
A partir de esa noche lo comenzamos a ver nervioso, confundido. Conversaba con uno, con otro. Indagaba, quería saber más. Varios días estuvo Ramón hablando de aquel joven que decía ser su hijo. Le apenó la muerte de la que fuera su esposa, sin embargo, en el café nos dimos cuenta que enterarse de la existencia del hijo le había aligerado el corazón.
Una tarde lo encontramos más callado que nunca, abstraído en sus pensamientos. En el bar respetamos su silencio. La noche se había ido a baraja cuando pagó y salió caminando hacia la calle Laureles. Se detuvo frente a la casa de Carmencita. De entre los postigos de la ventana se filtraba, tenue, una luz. Alguien, al pasar, lo vio golpear la puerta de calle y esperar allí, confiado, el dictamen que, por segunda vez, le decretaba el destino.
Ada Vega, año edición 2007 -

 

sábado, 10 de septiembre de 2022

Un árbol junto a la medianera

 



Tenía azules los ojos. Y entre sus largas y arqueadas pestañas yo sentía reptar su mirada azul, desde mis pies hasta mi cabeza, deteniéndose a trechos. Entonces vivía con mis padres y mis hermanos a la orilla de un pueblo esteño, cerca del mar. Mi casa era un caserón antiguo, del tiempo de la colonia, de habitaciones amplias y patios embaldosados. Con jardín al frente y hacia el fondo, una quinta con frutales. A ambos lados de la casa una pared de piedra que hacía de medianera, nos separaba de la casa de los vecinos. El resto de la quinta lo rodeaba un tejido de alambre cubierto de enredaderas.

Uno de los vecinos era don Juan Iriarte, un hombre que había quedado viudo muy joven, con tres niños, empleado del Municipio. La casa y los niños se hallaban al cuidado de la abuela y una tía, por parte de madre, que fueron a vivir con ellos ha pedido de don Juan, cuando faltó la dueña de casa.
En los días de esta historia yo tenía dieciocho años y un novio alto y moreno que trabajaba en el ferrocarril, que hacía el recorrido diario del pueblo a la capital. Se llamaba Enrique y venía a verme los sábados pues era el día que descansaba. Enrique era honesto y trabajador. Nos amábamos y pensábamos casarnos.

Mi padre y mis hermanos trabajaban en el pueblo y mi madre y yo nos entendíamos con los quehaceres de la casa ayudadas por Corina, una señora mayor que se dedicaba principalmente a la cocina y que vivió toda su vida con nosotros. Yo era la encargada de lavar la ropa de la familia. Tarea que realizaba en el fondo de casa, en un viejo piletón, una o dos veces por semana.

Cierto día, la mirada azul del mayor de los hijos de don Juan empezó a inquietarme. Comencé por intuir que algo no estaba bien en el fondo de mi casa. Como si una entidad desconocida estuviese, ex profeso, acompañándome. Hasta que lo vi subido a un árbol junto a la medianera. Era un niño que sentado en una rama me miraba muy serio, entrecerrando los ojos como si la luz del sol le molestara.

Pese a comprobar que la ingenua mirada de aquel niño sentado en una rama no merecía mi inquietud, no alcanzó a tranquilizarme lo suficiente. Traté por lo tanto de restarle importancia. Sin embargo al pasar los días no lograba dejar de preocuparme su obstinada presencia pues, por más que fuera un niño, me molestaba sentirme observada. De modo que me dediqué a pensar que algún día se aburriría y dejaría de vigilarme.

Pasaron los meses. Por temporadas lo ignoraba, trataba de olvidarme de aquel muchachito subido al árbol con sus ojos fijos en mí. Un día hablando con mi madre de los hijos de don Juan, me dijo que el mayor estaba por cumplir catorce años. ¿Catorce años?, dije, creí que tendría diez.
—Los años pasan para todos, dijo mi madre.
—La mamá ya hace ocho años que falleció y el mayorcito hace tiempo que va al liceo.

Desde el día que vi a Fernando por primera vez encima del árbol, habían pasado algo más de dos años. Nunca lo comenté con nadie. A pesar de que alguna vez lo increpé duramente: ¡Qué mirás tarado!, le decía con rabia, ¿no tenés otra cosa que hacer que subirte a un árbol para ver qué hacen tus vecinos? Nunca me contestó ni cambió de actitud, de todos modos su fingida apatía lograba sacarme de quicio y alterar mis nervios.

Finalmente llegó el día en que su presencia dejó de preocuparme. Cuando salía a lavar la ropa ya sabía yo que él estaba allí. Algunas veces dejaba mi tarea y lo miraba fijo. Él me sostenía la mirada, siempre serio. Yo me reía de él y volvía a mi trabajo. Hasta que una tarde pasó algo extraño: había dejado la pileta y con las manos en la cintura enfrenté, burlándome, como lo había hecho otras veces, su mirada azul. Entonces sus ojos relampaguearon y me pareció que su cuerpo entero se crispaba. Aparté mis ojos de los suyos y no volví a enfrentarlo. Sentí que el corazón me golpeaba con fuerza y comprendí que aquella mirada azul, no era ya la mirada de un niño.

Ese verano cumplí veinte años y fijamos con Enrique la fecha para nuestro casamiento. Yo había estado siempre enamorada de él, sin embargo, aquella próxima fecha no me hacía feliz, como debiera. Un sábado al atardecer salimos juntos al fondo, para poner al abrigo unas macetas con almácigos, pues amenazaba lluvia.
Cuando volvíamos Enrique me arrimó a la medianera de enfrente a la de don Juan y comenzó a besarme y acariciar mi cuerpo. Mientras lo abrazaba levanté la cabeza y vi a Fernando que nos observaba desde su casa. Arreglé mi ropa nerviosamente y me aparté de Enrique que, sin saber qué pasaba, siguiendo mi mirada vio al muchachito en el árbol.

—¿Qué hace ese botija ahí arriba?, me preguntó.
—No sé, le contesté, él vive en esa casa.
—¿Y qué hace arriba del árbol?
—No sé. ¿Qué otra cosa podía decirle, si ni yo misma sabía que diablos hacía el chiquilín ahí arriba? Salí caminando para entrar en la casa seguida por Enrique que continuaba hablándome, enojado:
— ¡Habría que hablar con el padre, no puede ser que el muchacho se suba a un árbol para mirar para acá! ¡Está mal de la cabeza!
—¡Es un chico! —le dije para calmarlo un poco—, son cosas de chiquilín.
—¡Es que no es un chiquilín, es un muchacho grande! me contestó, ¡es un hombre!

¡Un hombre! pensé, y mi mente fue hacia él, hacia aquellos ojos azules que, sin poder evitarlo, habían comenzado a obsesionarme. A perseguirme en los días y en las noches de mi desconcierto. Un desconcierto que crecía en mí, ajeno a mi voluntad, creando un desbarajuste en mis sentimientos. No podía entender por qué me preocupaba ese chico varios años menor que yo, que sólo me miraba.

Al día siguiente salí al fondo de casa con la ropa para lavar. No miré para la casa de al lado. No sé si el vigía se encontraba en su puesto. Enjuagué la ropa y fui a tenderla en las cuerdas que se encontraban al fondo de la quinta. Me encontraba tendiendo una sábana cuando oí unos pasos detrás de mí. Al darme vuelta me encontré de frente con Fernando que, sin decir una palabra, me tomó con energía de la cintura, me atrajo hacia él y me besó con furia. Sus ojos de hundieron en los míos y sentí su hombría estremecerse sobre la cruz de mis piernas.

—No te cases con Enrique —me dijo—, espérame dos años.
—Dos años, para qué —le pregunté.
—Porque en dos años cumplo dieciocho, estaré trabajando y podremos vivir juntos.
—Pero Fernando, tienes apenas dieciséis años, y yo tengo veinte...yo...no es esperarte, ¡esto no puede ser!
—No siempre voy a tener dieciséis años, un día voy a tener veinte y vos vas a tener veinticuatro y un día voy a tener treinta y vos vas a tener treintaicuatro ¿cuál es el problema?
—Después no sé, pero ahora es una locura, yo no puedo... ¡me estoy por casar!
—Vos no te podés casar con Enrique porque ahora me tenés a mí. ¿Dudás de que yo sea un hombre?
—No, no dudo, es que yo no... Vos estás confundido, no te das cuenta, ¡estás confundido! Pero, por favor, ahora vuelve a tu casa, no quiero que alguien te encuentre aquí, ¡por favor!
—Me voy, pero esta noche quiero verte, te espero a las nueve.
—No, no me esperes —le dije—, porque no voy a venir.
—Vas venir —me contestó.

Pasé el resto del día nerviosa, preocupada, asustada. Feliz. Era consciente de que aquella situación no era correcta. Pero no podía dejar de pensar en lo sucedido esa mañana. No había, siquiera, intentado resistirme. Dejé que me abrazara y me besara, y sentí placer. Hubiera querido seguir en sus brazos. ¿Qué significaba eso? Abrigaba sentimientos desencontrados. En mi cabeza reconocía que no era honesto lo sucedido, pero en mi pecho deseaba volver a vivirlo. No sabía como escapar de la situación que se me había planteado, y a la vez rechazaba la idea de escapar. De lo que no dudaba era que aquello no tendría buen fin. Que si alguien se enterase, sería un terrible escándalo. Para mi familia y para la de él. Entendía que para Fernando era una aventura propia de su edad. Pero yo era mayor, era quien tenía que poner fin a esa alocada situación antes de que pasara a mayores. Decidí por lo tanto no salir esa noche a verlo y conseguir, cuando fuese a lavar la ropa, que mamá o Corina me acompañaran.

La firme decisión de no concurrir a la cita de las nueve de la noche se fue debilitando en el correr de las horas. A las nueve en punto en lo único que pensaba era en encontrarme con Fernando en el cobijo de la quinta. La noche estaba cálida y estrellada. La luna en menguante se asomaba apenas, entre los árboles. Salí, sin encender la luz, por la puerta de la cocina como una sombra.

Estaba esperándome. Me condujo de la mano hasta la parte más umbría de la quinta. Me besó una y mil veces. Y me hizo el amor como si todo el tiempo que estuvo observándome desde su casa, hubiese estado juntando deseo y coraje. Y yo lo dejé entrar en mí, deseando su abrazo, como si nunca me hubiesen amado o como si fuese esa la última vez.
Después pasaron cosas. No muchas. Cuando Fernando cumplió dieciocho años nos vinimos a vivir a la capital. Cada tanto volvemos al pueblo a ver a mis padres y a mi suegro. Mis hermanos se casaron y se quedaron a vivir por allá. La abuela de Fernando murió hace unos años y el padre se casó con la tía que vino a cuidarlos cuando eran chicos. Enrique vive en EE.UU.

La quinta de mi padre está un poco abandonada. El viejo piletón aún se encuentra allí. Cuando voy a la casa entro a la quinta hasta la parte más umbría que fue refugio de nuestro amor secreto. Allí vuelvo a ver a aquel chico de dieciséis años empeñado en demostrarme que era todo un hombre. Aquel chico de la mirada azul que por su cuenta, decidió un día trocar mi destino, trepado a un árbol junto a la medianera.


Ada Vega, edición 2012 

viernes, 9 de septiembre de 2022

Misivas de ida y vuelta

  



 15 de junio - Sra. de García:


   Le ruego a Ud. Pase a la brevedad por la escuela donde concurre su hija Juanita, por asunto de su interés.

                                                   Atte. La maestra Irene.


16 de junio - Señorita maestra Irene:
Yo no sé si usted se piensa que yo no tengo más   nada que hacer que pasar por la escuela a la brevedad por asunto de mi interés.  Los asuntos de mi interés están acá en mi casa no ahí en la escuela  que para eso está usted. Que al final este año entre la Juanita y el Maxi ya me han traído como veinte cartitas pidiéndome que pase por la escuela y yo pierdo de trabajar para ir y resulta que es para oír sonceras y cosas que a mí ni me van ni me vienen y que no son de mi interés, como ser donar ropa para los pobres como si nosotros fuésemos ricos ¡vea usted! o cosas como organizar quermeses para ayudar a los niños carenciados. Mire maestra yo no sé muy bien qué son niños carenciados, lo que sí sé es que a los míos apenas puedo vestirlos y de comer mejor ni le cuento que las más de las veces para que ellos coman mi marido y yo pasamos a mate y mate, pues yo no sé si usted está enterada de que a mi marido que trabajó como veinte años en una empresa, hace un año lo mandaron al seguro de paro y  cuando volvió lo echaron  ¿qué me cuenta?  a él que nunca robó ni llegó tarde lo dejaron en la calle así como así   y  ahora mi marido con cuarenta y cinco años que tiene no hay diablo que le dé un trabajo que a gatas agarra alguna changa con el Ernesto que trabaja en la construcción  y que hasta tengo miedo que él, que nunca se subió a una escalera, un día se caiga de algún andamio y me lo traigan lleno de quebraduras y hecho un inservible que para eso mejor sería Dios me perdone que se muriera porque yo no  estoy le puedo garantir con tres limpiezas que tengo, la casa y los tres gurises como para andar lidiando con un lisiado por más que sea mi marido y el padre legítimo de mis hijos, porque para mí sería tremendo le juro tener que darle de comer en la boca a un hombre grande como mi marido que sano no hay comida que le venga bien de tan impertinente que ha sido siempre, así que enfermo figúrese usted, no ha de  haber cristiano que lo aguante y menos yo. Por lo que no quiero ni pensar el tener que andar cinchando con él con mis cuarentaidos quilos que peso últimamente de tan flaca y anémica que estoy así que... espere...  acá me acota mi hija la Juani  que mi concurrencia a la escuela es para pedirme una colaboración para ayudar a los damnificados de las inundaciones. Dígame una cosa señorita maestra Irene ¿usted vio la cañadita esa que pasa por atrás de la escuela  que empieza por la casa de doña Gertrudis como una canaleta que hicieron los vecinos para que corriera el agua? Bueno, resulta que cuando llega por acá ya parece un arroyo y al pasar por mi casa va arrastrando latas, bolsas y todo tipo de mugre que tiran los vecinos y cada vez que llueve un poquito no más se desborda y mi casa se llena de agua, mugre y bichos muertos, a nosotros que   somos inundados permanentes nadie nos ayudó nunca ni a nosotros ni a ninguno de la cuadra  ¿y a usted le parece que yo puedo ayudar a los damnificados que se quedaron sin techo? vea señorita Irene , ellos se quedaron sin techo pero acá en el “cante ” la mayoría nace sin techo – mi hija me corrige – me dice que no se dice más “cante” que ahora se dice    “asentamiento” como si cambiar el nombre a los rancheríos y a la miseria mejorara la situación. Y no crea maestra que no tengo sentimientos, a mí me duele el hambre y el frío de los que tienen menos que yo pero me siento impotente no puedo dar lo que no tengo, me supera. Le puedo asegurar maestra que hay días en que me siento muy cansada y no es de trabajar le aseguro sino de no percibir un futuro mejor por más que lo busco, entonces sabe,  miro a mis hijos que están sanos que comen y van a la escuela y sigo tirando. Por todo esto que le digo y le cuento y que es la pura verdad le pido encarecidamente que la termine con las cartitas, que yo no pienso ir más a la escuela que de tanto ir parezco más alumna yo que mis hijos así que déjeme tranquila y pídale a los que tienen y no a nosotros que cada día tenemos menos, usted mejor dedíquese a enseñar que para eso está en la escuela de maestra que para andar pidiendo ya hay demasiada gente en la calle, porque últimamente se les ha hecho costumbre a los uruguayos vivir de la manga y le sacan a un santo para vestir a otro y así nos piden ropa, comida, muebles, chapas, sangre y como les parece poco  ahora también nos piden los órganos vitales, ni muertos dejan de mangarnos. En fin espero que yo haya sido lo suficientemente explícita y que usted haya entendido por qué no voy a la escuela por asunto de mi interés, cuando tenga algo importante que comunicarme como ser que mis hijos estudian o no estudian o arman relajo en la escuela  me lo hace saber de lo contrario no se moleste que yo no quiero saber qué les pasa a los demás que con lo que me pasa a mí es más que suficiente pues habrá visto que yo a duras penas voy llevando la economía de mi casa que es más que precaria.
Espero sea usted muy feliz y los maestros consigan algún aumentito pese a los apremios del Fondo Monetario Internacional, el quiebre de la Argentina, los problemas del Brasil y la aftosa.                                                          
Atte. La mamá de Juanita

P.D. Perdone si la misiva me salió un poco larga, lo que pasa es que no sé por qué, pero últimamente ando medio nerviosa. 

Ada Vega, año edición 1998 

miércoles, 7 de septiembre de 2022

Edelmira dos Santos



 Aún parece andar su figura espigada por las quietas calles del viejo barrio. Tan pulcra, oliendo a jabón de coco. Tan digna y alegre, tan pícara y sagaz. Edelmira dos Santos era una morena nacida por la frontera, criada en Melo y venida a trabajar a Montevideo siendo una niña. Vivía sola, en un rancho a dos aguas forrado de madera, junto a unos álamos al final de una calle cortada.

Tenía una gata amarilla y un perro zanguango, medio blancuzco, que pasaba durmiendo al sol y que nunca pegó un ladrido. Edelmira hacía limpiezas por hora. Y sabía limpiar. Era seria y responsable. De confianza. Por eso nunca le faltó trabajo. Y aunque hablaba un perfecto español, cuando se enojaba, maldecía en portugués.

Un día don Gabino Gonzaga, que había quedado viudo hacía un par de años, la llamó para que hiciera en la casa una limpieza general. El hombre, desde su viudez andaba perdido, mantener la casa limpia y ordenada era demasiado para él. Ya no cuidaba su jardín; ni limpiaba las jaulas de los pájaros por la mañana, como lo hacía en vida de su mujer. Según él mismo decía: no tenía un por qué.
Edelmira llegó de mañana temprano, entró por la cocina y se puso a ordenar. Lavó cortinas, pisos, ollas, puertas y a las cinco de la tarde terminó. Dejó la casa como un sol y le dijo a don Gabino:

—Esta casa está precisando una mujer.
—Y quédate, le dijo don Gabino.
—¿Cómo es eso? le contestó ella.
—Y, puedes elegir — le dijo él—, te quedas con cama en la pieza del fondo y te doy cien pesos por mes y la comida, o te quedas en mi cama y te doy mi jubilación.

La morena puso los brazos en jarra, tiró la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada que retumbó en el barrio entero. Y riéndose salió de la casa de don Gabino, sin contestar. Aún reía cuando llegó a su ranchito, puso una sábana limpia sobre la cama, juntó su ropa, ató la sábana con dos nudos cruzados y se la enganchó en el brazo izquierdo. Levantó a la gata con el derecho, despertó de una palmada al perro, cerró el rancho con dos vueltas de llave, y entró en la casa de don Gabino por la puerta principal.

El hombre, que tomaba mate en la cocina, la vio entrar dirigirse a su dormitorio y sobre la cama matrimonial dejar su atado de ropa. Cuando Edelmira volvió, él le ofreció un mate, ella lo aceptó y él le dijo:

—Cébalo tú.
—No señor —dijo ella—, siga cebando usted, que yo voy a empezar a preparar la cena.
Al principio los vecinos no entendían muy bien cómo era la cosa entre don Gabino y Edelmira. Ellos no soltaban prenda. De modo que solo se hacían conjeturas.
—¿La habrá agarrado de mujer? —decían algunos.
—No le veo uña pa’ guitarrero —decían otros.
—Debe estar con cama, concluyeron. Y por esas quedó.

Don Gabino, que ese invierno tuvo quien le calentara la cama, le entregaba la jubilación a Edelmira como se había acordado. Salvo algunos pesos, pocos, como para los cigarros y para tener en el bolsillo, por cualquier eventualidad; porque hombre sin cigarros y sin un peso en el bolsillo, ¡era inaudito! peor que andar desnudo. ¡Peor! Edelmira manejaba la plata de don Gabino mejor que si fuera de ella. Primero separaba los gastos fijos: la luz, el agua y El Día, que el diariero lo dejaba por mes. Elegía en la carnicería el mejor cuadril para los churrascos del hombre, la verdura de hoja más fresca, la mejor fruta. Se hacía un lugarcito en la tarde, y se escapaba hasta el Paso del Molino y le compraba medias, calzoncillos, algún buzo de lana, pañuelos.


Y don Gabino empezó a andar con las camisas almidonadas y los pantalones planchados. A cuidar el jardín y limpiar las jaulas de los pájaros. Una tarde Edelmira le compró en la tienda del barrio, una camiseta y unos calzoncillos largos de abrigo de los que hacían en Martínez Reina, gruesos y afelpados. Don Gabino le dijo que ni soñara ella que él se iba a poner esa ropa de viejo. Que iba a parecer un loco y que qué se pensaba ella, o acaso no sabía muy bien que él estaba en muy buena forma y tenía cuerda para rato.
Edelmira le contestó que la única que lo iba a ver era ella y que lo prefería abrigado y sano y no de eslip como un muchacho, pero enfermo y muerto de frío. Don Gabino se puso los calzoncillos largos.

Una tarde, ya hacía tiempo que vivían juntos, don Gabino le dijo:
—El lunes es día de pago en la Caja, quiero que vengas conmigo así te comprás ropa y zapatos.
—¿Y para qué quiero yo ropa y zapatos nuevos?
—Porque quiero que vayamos una noche al cine o a dar una vuelta por el Centro.
Cuando al lunes siguiente salieron para la Caja de Jubilaciones, iban los dos del brazo. Don Gabino saludó a los vecinos:
—Buenos días. Ella iba muerta de risa. Y los vecinos entendieron: ¡Tenía uña, sí!
Esa noche Edelmira estrenando vestido, medias de seda y zapatos con tacón, se fue al cine con don Gabino muy elegante en su traje gris.


Para el segundo invierno que pasaron juntos don Gabino se enfermó de una gripe muy fuerte, que lo mantuvo en cama durante un mes. Ella lo cuidó más que una enfermera. Mientras se recuperaba el hombre pensó que si él se moría ella quedaría en la calle. Conocedor de los quilates que calzaban sus sobrinos, daba por seguro que no tardarían ni veinticuatro horas en decirle que se fuera, para luego pelearse entre todos por los cuatro ladrillos de la casa. Así que en cuanto estuvo en pie, la primera salida que hizo fue para apuntarse en el Registro Civil a fin de contraer matrimonio con Edelmira.


Nadie en el barrio supo del casamiento. Sólo al final, y por casualidad, se enteraron que Edelmira era la esposa legítima de don Gabino. No alcanzaron a vivir diez años juntos. Faltando unos meses don Gabino se enfermó. Después de una intervención quirúrgica muy importante, vivió sólo un par de meses. Murió tranquilo en su cama, acompañado por Edelmira que comenzó a llorar mucho antes de su partida. Don Gabino conocía bien el paño.

La misma noche del entierro llegaron los sobrinos en un camión. A cargar todo lo que les podía servir y a echarla a ella a la calle. Que no fuera a pensar que iba a quedarse dueña de casa, que ella era sólo una sirvienta, así que, que juntara su ropa y… Edelmira no abrió la boca, fue hasta el dormitorio y volvió con un sobre grande. Sacó la Libreta de Casamiento y unos documentos con los títulos de la casa a su nombre, con su firma, la de su marido, autenticado por escribano público, más timbres y sellos.
Se fueron dando un portazo. El perro zanguango, blancuzco y viejo, les ladró hasta que arrancaron. Primera vez.




Ada Vega, año edición 1997 -