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lunes, 10 de octubre de 2022

Agustina esposa de Dios

   




Agustina era hija de un político que en su juventud participó, junto al gobierno nacional, en la gesta de 1904, cuando fue herido de muerte el General de poncho blanco. Hombre agnóstico, cerebral y austero, que le negó el sacramento del bautismo y la enseñanza católica. Debido a lo cual la niña aprendió a rezar con la abuela materna, mujer muy creyente, respetuosa de la ley de Dios, y recibió el bautismo y la primera comunión a ocultas de su padre; con la complicidad de su madre y la ayuda del Altísimo; cuando recién cumplidos los doce años pudo escaparse un domingo a la misa de once, mientras su progenitor andaba en sus giras políticas, por el interior del país.

 La abuela de Agustina, desde que la niña tuvo uso de razón, le fue contando paso a paso cómo Dios creó el cielo y la tierra. Cómo de barro, hizo a Adán a su imagen y semejanza y de qué manera, con una costilla del Hombre, hizo luego a la Mujer. Le habló del Paraíso Terrenal donde los puso a vivir a crecer y multiplicarse y cómo por culpa de una manzana, aparentemente insignificante pero prohibida; que mordisqueó Eva y convidó a Adán, los echó del Paraíso sin más ni más, condenándoles a vivir en este mundo adolorido donde, pese a sufrir todo tipo de penurias, aún no se ha logrado conseguir el perdón del pecado original. Injusta herencia de nuestros primeros padres. También le contó la abuela cómo nació Jesús de una virgen, por obra y gracia del Espíritu Santo; su muerte en la cruz, para redimirnos de nuestros pecados y la promesa de una vida eterna, en el Reino de los Cielos, para los justos y puros de corazón. Pues la verdadera vida, le decía, no es esta que vivimos, sino la que nos espera después de la muerte. 

Agustina escuchaba arrobada las lecturas que hacía su abuela de la Historia Sagrada, como de la existencia contemplativa que llevaron los santos y santas. Y en ese transcurrir fue sumergiéndose en una vida piadosa. Rezando día y noche por los rincones, rechazando la comida para hacer penitencia por el perdón de los pecados de vaya a saber quién y torturando con un cilicio, su tierno cuerpo de niña, para demostrarle su amor al Creador. Vivía, por lo tanto, con su cabecita en las alturas, ignorando que pertenecía a este mundo de hombres y mujeres con los pies sobre la tierra. Fue tal la devoción de la joven por el espacio celeste, con su cortejo de ángeles y arcángeles, de santos y santas en el reino del Dios Supremo, del cielo y de la tierra, que la abuela pensando que se le había ido un poco la mano al hablarle de la magnificencia de la vida que nos espera si nos portamos medianamente bien en esta, trató de explicarle a la nieta que tanta vehemencia no era necesaria para que Dios la escuchara y correspondiera a su amor. 

Pues el Altísimo, le decía, nos ama a todos por igual. Que ella debía vivir la vida como todas las jóvenes de su edad. Pues el Creador no nos pedía sacrificar nuestro cuerpo con ayunos ni penitencias, sino que bastaba con que fuésemos justos y honestos. Pero ¡qué decir! A la abuela se le fue la mano, porque Agustina, en el paroxismo de su amor por Cristo, decidió un día entrar a un convento de clausura y así se lo comunicó a su abuela. Menuda decisión de la muchacha como para comunicársela al padre, agnóstico, cerebral y austero. La abuela intentó, por todos los medios posibles, de sacarle a la joven semejante idea de la cabeza. Explicándole que el matrimonio y la maternidad eran el verdadero destino de la mujer en esta vida. Que los santos y santas, le decía, y las monjas de clausura ya eran demodé. 

La niña escuchaba con los ojos bajos y las manos juntas, rezando al Altísimo para que perdonara a la abuela el sacrilegio de sus palabras que, como Él vería, estaba ya muy viejecita y no sabía bien lo que decía. Mucho rezó la nieta y mucho conversó la abuela tratando de convencerla de abandonar la idea de vestirse de monja, entrar al convento y perderse para siempre en sus patios inhóspitos, sin saber, nunca más, cuando es de día ni cuando de noche. Sin ver nunca más florecer las rosas, ni el declive del sol en el ocaso, ni el brillo titilante que nos envían las estrellas. Por lo tanto, al no lograr que la nieta cambiara de actitud, con el alma compungida, no tuvo más remedio que trasmitirle la buena nueva a su hija. 

Inés no ocultó su sorpresa al escuchar de su madre la decisión que había tomado la niña. Ocupada con sus otros hijos, la atención a su esposo y el gobierno de la casa pensó, tal vez, que se le había pasado por alto el grado de religiosidad al que había llegado su hija. Siempre supo que fue su madre quien la hizo bautizar y tomar la comunión, a ocultas de su marido. De todos modos, reconociendo que lo hecho había sido en pos de una buena causa, no le dio importancia ni lo comentó en su momento con el padre de la niña que, al enterarse, con seguridad hubiese hecho un tremendo escándalo. De manera que ante la decisión que, según la abuela, había tomado la joven de recluirse de por vida en un convento, no quedaba más remedio, que empezar por el principio y contarle al padre de la niña toda la verdad.

 La madre de Agustina eligió el momento que le pareció más propicio para hablar del tema con su marido. Esto sucedió una noche después de cenar, cuando todos los hijos dormían y el matrimonio quedó de sobremesa en el comedor. Él encendió un puro, ella le sirvió un café y se sentó a su lado. El hombre la miró presintiendo una conversación fuera de lo cotidiano. La señora habló sin rodeos antes de arrepentirse. Agustina quiere entrar a un convento de claustro, dijo. Quiere ser monja y apartarse del mundo. El marido la seguía mirando. Atravesándola con los ojos. Callado. No sabía la buena mujer si el marido había entendido o no, lo que acababa de decir. Por las dudas, no se animó a repetirlo. El hombre seguía mirándola sin hablar. 

Ella esperaba un estallido y al no suceder nada se asustó y se le llenaros los ojos de lágrimas. Se humanizó la mirada del hombre al verla sufrir. Le tomó la mano sobre la mesa y antes de que su mujer se pusiera a llorar le dijo: Inés, averigua todo lo que debas averiguar. Haz todos los trámites necesarios y si es real su vocación, déjala que se vaya. Recién comprendió Inés que su marido estaba al tanto de las enseñanzas de religión que la abuela le impartía a su nieta. Y aunque se abstuvo de averiguar hasta dónde estaba enterado, reconoció que su marid, tan rígido, tan cerebral y tan ateo, era también un padre justo y comprensivo. Pese a que en esa oportunidad, hubiese preferido verlo enojado, prohibiéndole terminantemente a Agustina, tan niña aún, su ingreso al convento. 

Era el año 1927, Agustina tenía quince años y estaba decidida a profesar y encerrarse para el resto de su vida. Su decisión era irrevocable, pues, según decía, Dios la había llamado para ser su esposa. En el año 1856, provenientes de Italia, llegaron a Montevideo, junto con las Hermanas del Huerto de la Caridad, las Monjas Salesas de clausura. Primeras congregaciones de religiosas que llegaron a Uruguay. Hoy, a comienzos de 2012, en el Monasterio de La Visitación, en el departamento de Canelones, viven 13 monjas Salesas de Claustro. También, aquel verano de 1928, con dieciséis años de edad, ingresó Agustina al Monasterio de las Salesas para no salir nunca más. De todos modos, Dios tenía para Agustina otros planes. 

El tiempo transcurría y Agustina en su celda del convento fue cumpliendo años. Rezando, haciendo penitencia, flagelándose. Sin hablar, sin levantar los ojos del suelo, rezando dos veces al día en su reclinatorio, los quince misterios del Rosario con sus letanías. Pidiendo a Dios clemencia por los pecados de la humanidad, sin saber siquiera a qué pecados se refería. Pues ella vivía ajena a las guerras, por riqueza y por poder, al hambre de los pueblos más pobres del planeta, a las luchas por la igualdad. Su mundo era pequeño, cabía en su propio aposento: exiguo rectángulo de paredes muy altas, donde apenas cabía una cama rústica y un mueble que hacía de mesa de luz y de cómoda. Sobre la cabecera de la cama, le hacía compañía un Jesús crucificado y a los pies de la misma, el reclinatorio.

 También había, en lo alto de una de las paredes, una pequeña ventana enrejada, con vidrio fijo y postigo de madera, que se podía abrir y cerrar con la ayuda de un puntero, que durante el día dejaba filtrar a un poco de luz. De acuerdo a las reglas de cada congregación, las religiosas claustrales hacen votos de castidad, pobreza, humildad y silencio. Agustina tenía cumplidos los veinte años cuando, una noche de tormenta, se rompió el vidrio de la ventana de su celda que cayó al suelo hecho pedazos. No informó a nadie de dicho percance. El tiempo fue mejorando. Se acercaba la primavera y Agustina pegándose a la pared opuesta alcanzaba a ver, por el hueco que dejara el vidrio roto, un pedazo de cielo celeste. A veces dos estrellas y alguna vez, hasta tres. Y por primera vez sintió nostalgia de aquel cielo enorme que veía en su casa cuando era niña. 

Recordó el sol y la luna, que nunca más viera. Las quintas de su barrio y los jardines florecidos. El arroyo de agua fresca que pasaba resbalando entre el juncal. Añoró el calor de su casa. Los patios embaldosados, abiertos al cielo, donde jugara con sus hermanos. Aquel padre severo que no le negó el ingreso al convento, como todos creían. Su madre, que lloró tanto cuando la abrazó al despedirse. Y la abuela. Aquella abuela alegre y sabia que nunca quiso aceptar su vocación de religiosa. La vocación de monja de clausura, le decía, donde se entra al claustro caminando y se sale, después de los votos perpetuos, solamente muerta, se cimienta viviendo en el mundo donde todos habitamos. Conociendo las dificultades de los más pobres por subsistir. Sufriendo sus carencias. 

Las monjas renuncian al mundo y se entregan a Cristo por amor a Dios y a la sufriente humanidad. ¿Y qué sabes tú, dime, qué sucede en el mundo en estos momentos...? Una mañana, antes de levantarse, escuchó el arrullo de una paloma. Amanecía el nuevo día y en el alféizar de la ventana, una pareja de palomas construía el nido donde empollar los huevos. Todas las primaveras anidaban palomas en su ventana, pero era esa la primera vez que las veía. Nacían los pichones, los padres los alimentaban y les enseñaban a volar. Durante todo el año los oía arrullar. Y ella estaba allí, tan sola, tan quieta, rodeada de oscuridad y silencio. De pronto sintió el deseo de volar ella también. Volar a su casa, a los suyos. El deseo de verlos a todos. 

Decidió que dejaría el convento y volvería a su casa por unos días. Esa primavera pasó y pasó el verano. Una tarde, al principio del otoño, Agustina dejó el hábito de novicia sobre la cama y después de cinco años, volvió a su casa. Toda la familia la esperaba. Se encontró rodeada de amor. Sin embargo, la casa de sus padres no era la misma. La encontró distinta. Sus padres y hermanos habían cambiado mucho. Solamente la abuela estaba igual, conversar con ella fue como volver a su niñez. En los primeros días, estuvo a punto de regresar al convento. Tan fuera de lugar, tan extraña se sentía. De todos modos, sucedió un hecho circunstancial que la hizo cambiar de idea. Leandro, un amigo de su familia, había enviudado en esos días, quedando con seis hijos pequeños. 

Debido a su trabajo viajaba constantemente a Europa. Contaba con una buena posición económica, una casa muy grande y con empleados que atendían desde el jardín hasta la cocina. Sin embargo, aunque en la casa había también una niñera, necesitaba otra persona de confianza a quien encomendarle la custodia de sus hijos. El día que Agustina llegó a su casa, el señor Leandro estaba allí comentando con sus padres dicha preocupación y también le alegró el regreso de la joven. Al retirarse quedó pensando que Agustina era la persona ideal a quien confiarle sus hijos. Mientras tanto, en los días siguientes, la joven estaba a punto de volverse al convento. Se encontraba pensando el regreso cuando, una tarde, volvió el señor Leandro y le pidió, encarecidamente, que se encargara de sus hijos. Que él viajaba en los próximos días, le dijo, y ella le inspiraba gran confianza. 

Le rogó que aceptara su ofrecimiento, pues estaba seguro de que era perfecta para ese trabajo. Agustina supuso que Dios la estaba probando. Le estaba dando la oportunidad de decidir entre quedarse para cuidar seis niños huérfanos o regresar al silencio y la soledad del convento. De manera que, en primera instancia, aceptó el pedido del amigo de sus padres. Y ese otoño, mientras el padre viajaba hacia el viejo mundo, se instaló en la casa. No bien llegó a su nuevo hogar, Agustina se enamoró de aquellos niños que, algunos tímidos, otros demostrando rebeldía, fueron poco a poco conquistados por aquella monja que durante años había creído que, en este mundo, amaría solamente a Dios. 

Varios meses permaneció el señor Leandro de viaje. Al volver encontró su casa en orden como cuando vivía su esposa y los niños contentos y estudiando. También encontró cambiada a Agustina. No parecía la monja retraída que había vuelto hacía unos meses del convento. Se había convertido en una joven activa y alegre que gobernaba la casa como si hubiese nacido para ese propósito. Y pensó que podría llegar a enamorarse de la joven. De todos modos, fue y volvió de Europa varias veces, antes de darse cuenta de que, realmente, se había enamorado de Agustina. Al regreso de uno de esos viajes le confesó su amor y le pidió que se casara con él. Le dijo también que lo pensara y le contestara a su vuelta. 

El señor Leandro estuvo tres meses viajando cuando anunció su retorno. Agustina estaba confundida, no acertaba a entender que sentimiento la acercaba al padre de los chicos que estaba ayudando a crecer. No era, por cierto, el amor de sacrificio y recogimiento que sentía por su Dios. De todos modos, fuese lo que fuese, Dios no quiso compartir su amor. Y la tarde en que Leandro volvía de Francia, el avión en que viajaba se precipitó en el océano. 

Agustina se quedó veinte años regentando aquella casa. Ayudando a todos y a cada uno como si fuese realmente la verdadera madre. Recibiendo y dando amor. Enseñándoles a enfrentar las dificultades. Alentándolos. Compartiendo con ellos los buenos momentos. Enseñándoles a ser pacientes, justos y responsables. Cuando todos los muchachos terminaron sus estudios. Cuando encaminaron sus vidas. Cuando entendió que ya había cumplido con la prueba que su Dios le había impuesto, se despidió del mundo injusto y profano y volvió al convento de clausura de las Hermanas Salesas, a continuar con su primitiva vocación de monja claustral, que abandonara a los veinte años. Agustina, esposa de Dios, murió en su claustro pasados los setenta años de edad, entregada al fin, y para siempre a Dios, después de hacer sus votos perpetuos.

Ada Vega - año edición, 2012

sábado, 8 de octubre de 2022

Malena

 


Dicen que Malena cantaba bien. No sé. Cuando yo la conocí ya no cantaba. Más bien decía, con su voz ronca, las letras amargas y tristes de viejos tangos de un repertorio que ella misma había elegido: Cruz de palo, La cieguita, Silencio. Con ellos recorría en las madrugadas los boliches del Centro. Cantaba a capela con las manos hundidas en los bolsillos de aquel tapado gris, viejo y gastado, que no  alcanzó nunca a proteger su cuerpo del frío que los inclementes inviernos fueron cargando sobre su espalda.  Alguien  una noche la bautizó: Malena. Y le agradó el nombre.

  Así la conoció la grey noctámbula que por los setenta, a duras penas  sobrevivía el oscurantismo acodada en los boliches montevideanos. No fumaba. No aceptaba copas. Tal vez, sí, un café, un cortado largo, en alguna madrugada lluviosa en que venía de vuelta de sus conciertos a voluntad.  Entonces, por filantropía, aceptaba el convite y acompañaba al último parroquiano - bohemio que, como ella, andaba demorado.
 Una noche coincidimos en The Manchester. Yo había quedado solo en el mostrador. Afuera llovía con esa lluvia monótona que no se decide a seguir o  a parar. Los mozos comenzaron a levantar las sillas y Ceferino a contar la plata. Entonces entró  Malena. Ensopada.
 La vi venir por 18 bajo las marquesinas  y cruzar Convención esquivando los charcos. Sacó un pañuelo y se secó la cara y las manos. Debió haber sido una linda mujer. Tenía una edad indefinida. El cabello gris y los ojos oscuros e insondables como la vida, como la muerte.
 Le mandé una copa y prefirió un cortado, se lo dieron con una medialuna. No se sentó. Lo tomó  a mi lado en el mostrador. Yo, que andaba en la mala, esa noche sentí su presencia como el cofrade de fierro que llega, antes de que amanezca, a  compartir el último café.
Me calentó el alma.
    Nunca le había dirigido la palabra. Ni ella a mí. Sin embargo esa noche al verla allí conmigo, oculta tras su silencio, le dije algo que siempre había pensado al oírla cantar. Frente a mi copa le hablé sin mirarla. Ella era como los gorriones que bajan de los árboles a picotear  por las veredas entre la gente que pasa: si siguen de largo continúan en lo suyo, si se detienen a mirarlos levantan vuelo y se van.
  —Por qué cantás temas tan tristes —le pregunté. Ella me miró y me contestó:
 — ¿Tristes?  — la miré un segundo.
 —Tu repertorio es amargo ¿no te das cuenta? Por qué no cantás tangos del cuarenta.  Demoró un poco en contestarme.
 —No tengo voz  —me dijo. Su contestación me dio  entrada y seguimos conversando mirándonos a la cara.
 — ¡Cómo no vas a tener voz! Cantá algún tema de De Angelis, de D’Agostino, de Aníbal Troilo.
—Los tangos son todos tristes —afirmó—, traeme mañana la letra de un tango que no sea triste, y te lo canto. Acepté. Ella sonrió apenas, dejándome entrever su conmiseración. Se fue bajo la lluvia que no aflojaba. No le importó, dijo que vivía cerca.  Nunca encontré la letra de un tango que no fuera triste. Tal vez no puse demasiado empeño. O tal vez tenía razón. Se la quedé debiendo.
      Ceferino terminó de hacer la caja.
 — ¿Quién es esta mujer? ¿Qué historia hay detrás de ella? —, le pregunté.
 —Una  historia común — me dijo. De todos los días. ¿Tenés  tiempo? 
 —Todo el tiempo.
 Era más de media noche. Paró un “ropero” y entraron dos soldados pidiendo documentos. Se demoraron mirando mi foto en la Cédula. 
  —Es amigo —les dijo Ceferino. Me la devolvieron y se fueron. Uno de ellos volvió con un termo y pidió agua caliente. Me miró de reojo con ganas de joderme la noche y llevarme igual, pero se contuvo. Los mozos empezaron a lavar el piso.           
—Yo conozco la vida de Malena  —comenzó a contar Ceferino—,  porque una noche, hace unos años, se encontró aquí con un asturiano amigo mío que vivió en su barrio. Se saludaron con mucho afecto y cuando ella se fue mi amigo me dijo que habían sido vecinos y compañeros de escuela. Malena se llama  María Isabel. Su familia pertenecía a la clase media. Se  casó, a los veinte años, con un abogado, un primo segundo de quien estuvo siempre muy enamorada. Con él tuvo un hijo. Un varón. La vida para María Isabel transcurría  sin ningún tipo de contratiempos.
      Un verano al edificio donde vivía se mudó Ariel, un muchacho joven y  soltero que había alquilado uno de los apartamentos del último piso. El joven no trató, en ningún momento, de disimular el impacto que la belleza de María Isabel  le había causado. Según parece el impacto fue mutuo. Comenzaron una relación inocente y el amor, como siempre entrometido, surgió como el resultado lógico.
 Al poco tiempo se convirtieron en amantes y  como tales se vieron casi tres años. El muchacho, enamorado de ella, le insistía para que se separara del esposo a fin de formalizar la relación entre los dos.  Sin embargo, ella nunca llegó a plantearle a su esposo el tema del divorcio. Después se supo el porqué: no deseaba la separación pues ella amaba a su marido. Sí, y también lo amaba a él, y no estaba dispuesta a perder a ninguno de los dos.
 Esta postura nunca la  llegó a comprender Ariel que  sufría, sin encontrar solución, el amor compartido de la muchacha. Un día el esposo  se enteró del doble juego. María Isabel, aunque reconoció el hecho,  le juró que a él lo seguía amando. Que amaba a los dos.  Eso dijo. El hombre creyó que estaba loca y  negándose a escuchar una  explicación que entendió innecesaria, abandonó el apartamento llevándose a su hijo.
    María Isabel estuvo un tiempo viviendo con Ariel, aunque siempre en la lucha por recobrar a su marido y su hijo. Nunca lo consiguió. Y un día Ariel, harto de la insostenible peripecia en que se había convertido su vida, la abandonó.
    Me contó mi amigo — continuó diciendo Ceferino —, que por esa época la dejó de ver. Aquella noche que se encontraron aquí hablaron mucho. Ella le contó que estaba sola. Al hijo a veces lo veía,  de su ex  marido supo que se había vuelto a casar y  de Ariel que  continuó su vida solo. De todos modos, seguía convencida  que de lo  ocurrido, la culpa había sido  de sus dos hombres que se negaron rotundamente a aceptar que ella los amaba a ambos  y no quería renunciar a ninguno.
 Tendríamos que haber seguido como estábamos —le dijo—, yo  en mi casa con mi marido, criando a mi hijo, y viéndome con Ariel de vez en cuando en su departamento. Pero no aceptaron. Ni uno ni otro. 
 Esa noche se despidieron y cuando Malena se fue  mi amigo, me dijo convencido:
—  Pobre  muchacha, ¡está loca! 
— Ya te lo dije: la historia de Malena es una historia común. Más común de lo que la gente piensa. Aunque yo no creo, como afirma mi amigo, que esté loca. Creo, más bien, que es una mujer que está muy  sola y se rebusca cantando por los boliches. 
Pero loca, loca no está. Todo esto me lo contó Ceferino aquella  madrugada  lluviosa  de  invierno,  en The Manchester. Malena  siguió cantando mucho tiempo por los boliches. La última vez  que la vi fue una madrugada,  estaba cantando en El  Pobre Marino. Yo estaba con un grupo de amigos, en un apartado que tenía el boliche.  Festejábamos la despedida de un compañero que se jubilaba. La saludé de lejos, no sé si me reconoció. Cantó a pedido: Gólgota, Infamia y Secreto. No la vi cuando se fue.
 Ceferino estaba equivocado. No quise discutir con él aquella noche: Malena estaba loca.  Suceden hechos en la vida que no se deben comentar ni  con  los más íntimos. Podemos, alguna vez,  enfrentarnos a situaciones antagónicas que al prójimo le costaría aceptar. Además,  lo  que es moneda corriente para el hombre, se sabe, que a  la mujer le está vedado.
       Hace mucho tiempo que abandoné los mostradores. Los boliches  montevideanos,  de los rezagados después de la medianoche, ya fueron para mí. A Malena no la volví a ver. De todos modos, no me olvidé de  su voz ronca diciendo tangos. Cada tanto siento venir  desde el fondo de mis recuerdos,  a aquella Malena que una noche  de malaria me calentó el alma y quisiera darle el abrazo de hermano que no le di nunca. Decirle que  yo conocí su historia  y  admiré el coraje que tuvo de jugarse por ella.
Aquella Malena de los tangos tristes. Aquella, de los ojos pardos y el tapado gris, que “cantaba el tango con voz de sombra  y  tenía  penas de bandoneón.”

Ada  Vega, edición 2007

viernes, 7 de octubre de 2022

Volver

 

 Por los años 1970 : Bar La Alborada


Dio vuelta la esquina caminando lerdo sobre las veredas de antes. Y toda la calle lo golpeó en la cara. Esa obstinada manía de volver. Volver al barrio del arrabal perdido; a la calle de su niñez, a la esquina del viejo café. Por un momento sintió que nunca se había ido. Pero aquel ya no era su barrio, no era el mismo que dejó. Buscó afanoso una cara amiga sin encontrarla. Sólo un cuzco distraído le ladró al pasar. Nadie se fijó en él. Nadie lo reconoció.

Se fue joven, volvió viejo. Sobre sus sienes habían nevado varios inviernos. “...las nieves del tiempo platearon su sien...” En otras tierras, bajo otros cielos, florecieron primaveras antes del regreso. Le costó adaptarse a otras gentes, a otras costumbres. Países sin boliches, domingos sin asados. Sin los amigos. La barra de la esquina, el mate. Gardel. Los gringos son fríos. Toman cerveza. No se detienen a conversar sin apuro en las esquinas. No saben de boliches esquineros. De filósofos noctámbulos. De noches de truco y seven eleven. No saben de tangos ni carnavales. No saben. Le costó adaptarse. Pero hoy al fin ha vuelto. “...siempre se vuelve al primer amor...” Deseó tanto el regreso que se le cansó el alma. Y ahora otra vez bajo la Cruz del Sur se encuentra perdido, ni siquiera entiende para qué volvió. Siguió recorriendo aquellas callecitas que extrañó tanto y al pasar frente a la sede de Uruguay Montevideo se detuvo. En ese momento llegaba la hinchada. ¡Arriba la vieja celestina! Los muchachos venían eufóricos; no habían ganado, pero sí logrado un empate honroso. Tronaron los tambores en la puerta de la sede llenando el aire y golpeando el corazón de los vecinos; que para festejar no se necesitan triunfos y los tambores acompañan alegrías y tristezas.

Se fijó atentamente en la muchachada buscando un rostro, una cara amiga. Sí... aquel, tal vez, pero no, no era. Ya nadie era. Ni él era el mismo. Estuvo tentado de entrar a la sede y tomarse una en la cantina, pero tuvo miedo. “...miedo del encuentro con el pasado que vuelve...” Quién sabe no se encontrara con el Lulo, el Chiquito Roselló, Walter Rodríguez, Miguelito Capitán. Cuántos recuerdos. Cuántos amigos rescatados del olvido Aquellos, los de la vieja sede, cuando salían en camiones: ¡Uruguay Montevideo pa’ todo el mundo, que no, ni no! Hinchada temible la del Uruguay Montevideo de entonces. Cuando el Conejo Pepe, Jorge Dell’Acqua, Juan Tejera y Juan Roselló escribían en el cuadro páginas de oro.

O aquella vez en que Ramón Cantou, el veterano de Rampla, vino a darnos brillo. Uruguay Montevideo de mis amores. Ya no sos aquel. A vos también te perdí. Ahora tenés nueva sede y un Complejo Deportivo con alfombradas canchas de Fútbol 5.

Lentamente empezó a comprender. El mundo no se había detenido porque él no estuvo. También aquí llegó el progreso, los años marcaron el cambio, un siglo nuevo empezaba y él...él era del treinta. Siguió, como una sombra, recorriendo aquel que una vez fue su barrio, tratando de encontrar un recuerdo vivo al cual aferrarse. “ con en alma aferrada a un dulce recuerdo...”.

Y llegó a la calle Conciliación. Aquella callecita del Pueblo Victoria que nace en el puente sobre el arroyo Miguelete y muere, no podía ser de otro modo, en el Cementerio de la Teja. “... la vieja calle donde el eco dijo...”.

Allí, en aquella casa había nacido. Casi en la esquina. Su casa. Sus veinte años y aquellas ansias de caminar, de conocer otros mundos, que un día lo llevaron lejos, “... que veinte años no es nada...”

Y allí estaba otra vez junto al viejo portón: el jazmín del país enredado en la madreselva sobre el muro de ladrillos. La ventana del comedor. El patio de las hortensias. ¡Mamá...! Sólo lo pensó. Si sólo llamándola la viera venir a recibirlo, enjugando sus manos en el delantal, gritaría ¡mamá! hasta romper su garganta. Pero no. Él sabe que ya no. Había tardado mucho, ella no pudo esperarlo. También las madres se cansan de esperar. Una tarde se quedó dormida en el viejo sillón, mientras tejía un buzo verde al que le faltó una manga. “...sentir que es un soplo la vida...”

¡No, es mentira que no está! Es mentira que se fue sin verme llegar.

Es mentira. Si la estoy viendo. Si ahí está. Ahí...regando las plantas, rezongando al perro. ¡Mamá! Acá estoy. He vuelto. He vuelto para quedarme. “...porque el viajero que huye tarde o temprano detiene su andar...”

Escuche: en la radio está cantando Angelito Vargas y en la calle ya se siente el bullicio futbolero. Me voy a la cancha, mamá. Los muchachos del café me esperan. Esta noche voy a bailar. Pláncheme la camisa blanca, esa, la de las rayitas. Esa quiero ponerme, ¿ta?...¡Chau, chau mamá!

Se fue cabizbajo por aquellas veredas de antes. Y volverá a partir. Más vale partir y olvidar. Ya no existen los lazos que lo ataban a su tierra. El barrio que dejó un día, ya no es su barrio. Ni su casa. Ya no están sus amigos, aquellos que paraban en La Alborada. Dónde estarán. ¿Qué habrá sido de ellos? Volvió con la ilusión de verlos a todos y se va sin encontrarlos, “...aunque el olvido que todo destruye...” Sintió que un puño le apretaba el corazón. Hubiese querido llorar, pero la vida, maestra implacable, le había enseñado a no aflojar. Se fue sin mirar atrás.

Se perdió en la noche larga de la ausencia, “...bajo el burlón mirar de las estrellas que con indiferencia lo vieron volver…”


Ada Vega, año edición 1996 -

jueves, 6 de octubre de 2022

Mujer con pasado

  




Que era una mujer con pasado lo supe en el mismo momento que la vi por primera vez. Me lo dijeron sus ojos cuando, al entrar, me miró. Yo conocía ese modo de mirar y sabía que solo una mujer con pasado mira a un hombre de esa manera: irónica, altanera. Desafiante. Detuvo sus ojos en mí apenas un segundo. El tiempo exacto de clavarme un aguijón. Después me olvidó. No volvió a mirarme en toda la noche. Me ignoró. A propósito. Con toda intención. De eso también me di cuenta y aunque no tuve oportunidad de acercarme a ella en el correr de la noche, y sé bien que lo advirtió, no la perdí de vista ni un segundo.

 La vi conversar, reír, brindar. Bailar. Y en un momento dado, casi al final de la fiesta, observé que se retiraba. Su mesa, que compartía con otros invitados, se encontraba cerca de la puerta de entrada. La que tenía yo con unos compañeros de oficina, hacia el centro del salón. Se despidió y sin más se dirigió a la salida. Antes de llegar a la puerta giró su cabeza y entre un mar de personas que nos separaban volvió a mirarme. Insinuante. Prometedora. Hice lo que ella esperaba: dejé a mis compañeros, atravesé el salón esquivando las mesas de los comensales, los mozos haciendo equilibrio con sus bandejas y algunas parejas que bailaban una música lenta. 

Cuando al fin logré llegar a la puerta de calle solo alcancé a ver el taxi que la llevaba, perdiéndose en la diagonal. Me quedé en la vereda con la seguridad de que muy pronto volveríamos a vernos. Dependía de mí. Y de cómo implementara los primeros pasos para dar con ella. Al principio tuve algunos tropiezos. Un par de conocidos, con quienes inicié mis averiguaciones, me miraron con cierto recelo y dijeron no conocerla o no darse cuenta de quien era la persona sobre la que yo indagaba. A las mujeres con pasado mucha gente las conoce debido, justamente, a ese pasado. Parecía no ser este el caso. 

La mujer de mi empeño no vivía en el barrio de la pareja que esa noche festejaba su boda. No era pariente de ninguno de los dos. En lo que yo alcancé a sondear, nadie la conocía. En la reunión que menciono me encontraba junto a un grupo de compañeros de trabajo de Matilde, la chica que se casaba. De modo que al no conseguir datos sobre la enigmática desconocida que había logrado moverme el piso, solo me quedó esperar el regreso de los novios de su luna de miel para preguntarle a Matilde sobre la muchacha a quien tenía intenciones de conocer. Mientras tanto me imaginé a Anabel —que así se llamaba—, de mil maneras.

 La imaginé casada. Infiel, por supuesto. La imaginé divorciada. Liberal. La imaginé soltera. Exigente, por eso soltera. Autoritaria. Con mucha personalidad. Y en todos los casos: buena amante. A mí no me interesaba en absoluto su estado civil. Yo quería encontrarla. Conocerla. Amarla. Ya la amaba, creo, antes de saber quién era. La hubiese amado igual soltera, casada, con pasado, sin pasado o extraterrestre. Cuando le pregunté a Matilde por ella me dijo que era la hija de una amiga de su mamá. Dudó un poco antes darme su nombre y su teléfono. Pienso que iba a decirme algo más, pero se detuvo y solo afirmó que la conocía desde niña y que le tenía gran estima.

 Esa misma noche la llamé por teléfono. Opinó que había demorado en llamarla. Nos quedamos de ver a la noche siguiente en el bar Facal, de 18 y Yi. No tuve que esperarla, llegó en punto a la hora prevista. En esa primera cita encontré en ella una mujer inteligente, frontal y desinhibida. Directa en sus expresiones. Puso los puntos sobre las íes y, aclarando antes de la tormenta, me habló de su vida y me contó su pasado. Vivía con su madre en un apartamento céntrico y trabajaba como recepcionista en las oficinas de unos abogados. Acababa de cumplir treinta años de edad y hacía dos que había salido de la cárcel luego de haber cumplido siete años de reclusión por homicidio. 

Yo estaba preparado para escuchar cualquier cosa sobre el pasado reciente de Anabel, cualquier cosa, digo, menos que había estado presa por matar a una persona. Quedé mirándola, tratando de disimular mi asombro al escuchar aquella confesión tan distante de la idea que, sobre su pasado, había estado elaborando mi mente procaz. No por entender que era una criminal y sentirme impresionado por ello, sino por la casi decepción que sobre su persona y su pasado me había hecho yo desde que la vi por primera vez. 

Tomábamos un café en una de las mesas, junto a uno de los ventanales, sobre la avenida. Había mucha gente en el bar. Muchas voces. Música disco de fondo. No era un lugar propicio para la intimidad. Para desnudar el alma ante un desconocido, como yo. Pero Anabel estaba complacida, le gustaba el bar y se sentía bien. Pasó un muchacho vendiendo rosas. Ella se distrajo para mirarlas, llamé al florista y le compré un ramo. Con las rosas en las manos quedó un momento impactada. Luego sonrió y terminó de beber su café. Afuera llovía intensamente. Entonces ella, otra vez con las rosas en sus manos, a grandes rasgos, me contó su historia. 

Tenía quince años cuando conoció a Ismael, un poco mayor que ella, con quien llevó durante seis años una relación de pareja. Ella, confiesa, estaba muy enamorada. Un día se enteró de que el muchacho se casaba con una joven con la que, según le habían dicho, llevaba amores hacía ya algunos años. Ella lloró, se enojó y lo increpó con firmeza. Lo acusó de haberla engañado. Él negó la acusación con énfasis y juró por lo más sagrado que lo que le habían contado era una vil calumnia de gente envidiosa y enredadora. Que la amaba como siempre y que en cuanto ganara un poco más en su trabajo se casarían como ya lo tenían resuelto. 

Anabel aceptó las explicaciones de su enamorado, pero el bichito de la duda comenzó a molestarla. Comenzó a prestar oídos a ciertos comentarios que circulaban a media voz y así se enteró del día y la hora en que Ismael se casaba. El despecho y el dolor que la invadió superó al amor que durante tantos años la había unido a Ismael. No volvió a llorar por él. Consiguió un revólver y el día señalado para la boda esperó paciente en la puerta de la iglesia. Cuando los novios, después de la ceremonia, salieron al atrio, ella los enfrentó, apuntó el arma hacia el pecho de la novia y disparó. 

Se fue sin mirarlo. Nunca más supo de él. La condenaron a nueve años de prisión. Salió antes de terminar la condena. Una sola cosa le pregunté. ¿Por qué la mataste a ella y no a él, que fue quien te engañó? Por venganza, dijo. Para vengarme de su falsedad. Quise que sufriera por culpa mía, como sufrí yo por su culpa. No supe, en ese momento, si agradecerle o no su sinceridad. Creo que hubiese preferido que se sincerara conmigo una vez que nos hubiésemos conocido un poco más. De todos modos fue su decisión. Siempre le gustó jugar con las cartas sobre la mesa. 

Ante semejante historia quedé un poco apabullado, no pude, por lo tanto, decirle que era casado, ni quise mentirle que era soltero. Eso lo solucioné con el tiempo. Ella no preguntó nada sobre mi persona, de modo que no intenté hablar de mi vida pasada ni de mi vida presente. No existía nada en mí fuera de la ley, que debiese aclarar. Nunca pensé tampoco que aquella relación, que recién comenzaba, fuera a convertirse un día en algo más que una aventura casual de corta duración. En aquel momento llevaba casi diez años de casado. No teníamos hijos y la relación entre mi esposa y yo, a esa altura, era más de amigos que de amantes. Trabajábamos los dos y teníamos una posición holgada. No habíamos pensado jamás en separarnos.

 Por eso me sorprendí a mí mismo cuando unos meses después de comenzar a salir con Anabel, cruzó por mi mente la imagen del divorcio. Un día le comenté que estaba casado. Me dijo que siempre lo había pensado. Que lo nuestro duraría lo que tuviese que durar. Ni un día más. Ni un día menos. Mientras tanto nos seguiríamos amando. Que al destino no se lo podía forzar, dijo. Aquel día de nuestra primera cita, Anabel dejó clara su situación. Era en realidad una mujer con pasado, pero no con el pasado que yo imaginé. Sino un pasado oscuro de odio y venganza. 

Frente a mí no estaba la mujer liviana a quien le gustaban demasiado los hombres, que en un principio creí y que fue lo que convencido me imaginé. Frente a mí estaba una ex convicta, que había asesinado a una mujer para vengarse de un hombre. Una mujer con un pasado truculento. Apasionada y vengativa. Una mujer de armas tomar y gatillar. Salimos del bar y nos fuimos juntos caminando por la avenida. Ella llevaba las rosas abrazadas contra el pecho. Cuando le pasé mi brazo sobre sus hombros, me miró con la transparencia y la ternura con que miran los niños.

Ada Vega, año edición 2009.

miércoles, 5 de octubre de 2022

Las campanas de la Catedral

 

"No preguntes por quién doblan las campanas, las campanas están doblando por ti".  John Donne
 

A las siete de la tarde las campanas de la Catedral llamaban al Ángelus. Las señoras piadosas de la ciudad se acercaban con sus niños pequeños y sus hijas adolescentes, a rezar el Ave María. Montevideo aún conservaba vestigios de aldea, aunque las cúpulas de sus edificios se elevaban en el inútil impulso de acariciar el cielo. A esa hora, las escasas luces de la Ciudad Vieja, comenzaban a encenderse.


El arbolado de la Plaza Matriz, plantado tardíamente, a lo largo de sendas pavimentadas, mostraba árboles escuálidos atados a sus tutores. En el medio de la plaza, donde confluían las sendas, se encontraba la fuente de mármol, en homenaje a la primera Constitución de 1830, y en derredor se alineaban bancos y faroles.

Yo iba de la mano de mamá.

En el camino se unía a nosotras mi madrina, la tía que nunca se casó, que se llamaba Gloria y vivía con mis abuelos en una casona del barrio de La Aguada

Atravesábamos la plaza al sesgo, para desembocar en las puertas de la Iglesia Mayor. Al finalizar el Ángelus el sacerdote elevaba el Santísimo y bendecía a todos los feligreses. Luego nos retirábamos y volvíamos a cruzar la plaza, pero entonces dábamos una vuelta alrededor de la fuente. 

A mí me encantaba ese paseo, porque la tía y mamá se sentaban en algún banco a conversar y yo me quedaba junto a la fuente a observar a los niños y a los querubines, a los faunos y a los delfines entrelazados, jugando bajo el agua de la vertiente.

Por un rato, después del Ángelus, la escalinata y la calle de la Catedral se veían colmadas de gente que se saludaba y conversaba, mientras enfrente, la plaza se convertía en un sarao.

Gloria fue la primera en nacer y designada por ello, a quedarse con los abuelos para cuidarlos en su vejez. Fue también, en compensación, la madrina de todos sus sobrinos. Estuvo en mi bautismo y en la fiesta de mis 15, pero no pudo venir a mi boda porque el abuelo es esos días no se encontraba bien de salud. Al poco tiempo cuando el abuelo falleció, siguió solícita, cuidando a la abuela.

Un día las campanas de la Catedral dejaron de llamar a oración y las campanas de todas las parroquias de la ciudad, dejaron de doblar.

En esos días falleció la abuela, y mi madrina, la tía solterona, la madrina de todos sus sobrinos, la que no se casó nunca, no tuvo hijos, ni conoció hombre alguno, se quedó sola. Sin serenatas, ni cartas de amor. Entonces comencé a ir a verla todos los domingos.


 Había en la casa una cocina a leña que en invierno estaba siempre encendida, y allí nos sentábamos las dos a conversar. Tomábamos mate con café, en un mate de porcelana, con flores de colores y filetes dorados, con una bombilla de plata y oro, que había sido un regalo de boda de mis abuelos. Comíamos unos bizcochos con azúcar negra y pasas de uvas, que ella horneaba para mí, porque sabía que desde niña me encantaban.

Cuando nació mi primer hijo, no quise pedirle que fuese la madrina, porque siempre creí que cada niño que amadrinaba era como una nueva condena, un nuevo dolor.

Al principio iba sola los domingos y mi esposo iba a buscarme al atardecer. Después comencé a ir con mi hijo pequeño, después con el segundo y luego con los tres.

Las tardes de los domingos fueron una obligación que nunca tuve el valor de abandonar. A mis hijos les gustaba ir, pues había en la casa un fondo grande, donde podían jugar sin peligro y sin molestar.

Durante mucho tiempo fui a verla los domingos. Sé que ella esperaba mi visita como algo preestablecido, y la hacía feliz.

Después, los años pasaron, mis hijos crecieron y yo comencé a quedarme los domingos en mi casa junto a mi esposo.

Los años también pasaron para ella que envejeció en soledad, sin pedir nunca nada a nadie.

Y una tarde fría de invierno, a la hora en que antaño, las campanas de la Catedral llamaban al Ángelus, se fue en silencio. Abandonó este mundo impiadoso, en aquel caserón del barrio de La Aguada.


Ada Vega, año edición 2017
 

martes, 4 de octubre de 2022

A destiempo






Maduraron a destiempo las frutas de aquel verano. Los duraznos jugosos y aterciopelados, las manzanas rojas y tentadoras. Los damascos, las sandías, las uvas y las naranjas.
Fue aquel un verano agobiante, con un sol abrasador que mantenía a las personas tumbadas, sin deseos de trabajar, esperando el refresco de la tarde.
A la salida del pueblo, un camino bordeado de palmeras llegaba hasta la finca de don Emilio Acosta Píriz. Ubicada al norte de Treinta y tres, la propiedad consistía en una amplia extensión de tierra dedicada a la labranza. Don Emilio junto a sus hijos y algunos peones, salían muy temprano a sus labores del campo y volvían cuando el sol del mediodía caía vertical.

Ese día, mientras un par de morenas preparaban la comida para todos, las muchachas que ayudaban en las tareas, volvían del monte de frutales con las canastas rebosantes. Bajo la sombra fresca de un bosque de paraísos, haciendo un alto para un pequeño descanso, se sentaron con las faldas remangadas y se hartaron de comer.
Con ellas también se encontraba Merceditas, la hija menor de la familia Acosta Piriz, que acababa de cumplir sus quince años.

En la cocina doña Elvira, la esposa de Don Emilio, rodeada de latas de melaza y azúcar rubia, de canela y clavos de olor, iba preparando el almíbar y el caramelo a punto en ollas de cobre, donde se cocinarían los dulces y las mermeladas para consumir en el próximo invierno.
Aquellas dulzuras eran luego guardadas en frascos herméticos, y almacenadas en las amplias alacenas de la despensa. Todos los veranos la casa se inundaba de aquel aroma a frutas y dulces caseros.
Merceditas sentada bajo los árboles contaba muy entusiasmada a las muchachas, que esa tardecita había retreta en la plaza del pueblo y que ella concurriría con sus padres.

El paseo a la plaza a escuchar las interpretaciones de la banda, era para el pueblo un acto de importancia social.
Allí se congregaban los vecinos más relevantes del lugar con sus hijas y sus hijos casamenteros. Las señoras se ponían al tanto sobre las tendencias de la moda, los caballeros se reunían a conversar de política y las chicas paseaban del brazo con sus primas y amigas alrededor de la pérgola donde se ubicaba la banda. Al pasar junto a los jóvenes reunidos en grupos, cambiaban con ellos saludos y miradas cargadas de intención animándolos, de ese modo, a que se les acercaran.

Aquella tarde la familia de don Emilio Acosta Piriz llegó a la plaza en una volanta. Doña Elvira tomó asiento en un banco junto a unas señoras de su amistad, mientras don Emilio, en grupo de correligionarios, se ponía al día con las últimas noticias llegadas desde la capital.
Mientras la banda interpretaba un vals de Strauss, Merceditas, con un grupo de amigas, fue a dar una vuelta por la plaza. A un costado de la banda, se encontraba un joven alto, de cabello y ojos oscuros, que la miró interesado. Ella también se sintió tocada. Quedó pensando en él hasta el otro día en que volvió a verlo en la esquina de la iglesia, cuando pasó con su madre para la misa de once.

El joven volvió a mirarla con una mirada llena de ruegos y promesas. Ella le devolvió, en la media sonrisa, la seguridad de ser correspondido.
Para la próxima tarde de retreta ya sabían ambos quién era quién. Presos del destino, se habían enterado que nada podía ser posible entre los dos. La familia de don Emilio pertenecía al partido político que gobernaba el país. La familia del joven era gente de Saravia. De todos modos, la primera tarde en que volvieron a encontrarse en la plaza, el muchacho se acercó y le confesó su amor. Ella lo aceptó de buen grado y le comunicó que pediría permiso a sus padres para que la visitara.

Merceditas no quiso esperar y esa misma noche habló con sus padres y les contó quién era su pretendiente. Si una bomba hubiese caído en la casa de don Emilio, no hubiese hecho tanto daño ni causado tanto dolor.
La madre juró que nunca, bajo ningún concepto, permitiría ella que un “blanco” pisara su casa. Demasiados familiares habían enterrado, caídos en batallas a manos de los blancos saravistas.
El padre se puso rojo de ira y gritó que nunca. Ni sobre su cadáver. La joven lloró, imploró. Las batallas ganadas y perdidas habían quedado atrás. Ellos ni siquiera habían nacido cuando esos hechos luctuosos ensangrentaron al país. Pero los padres no tranzaron. Jamás lo harían.
Le prohibieron volver a las tardes de retreta en la plaza del pueblo. A misa iría solamente acompañada de su madre.
Desde entonces Merceditas fue solo una sombra recorriendo la casa. Un día recibió un mensaje.

El joven enamorado calculando la reacción de su padre, cuando se enterara a qué familia pertenecía su enamorada, intentó un armisticio por el lado de su madre. Le habló con el corazón abierto rogándole que intercediera ante su padre, a fin de que aceptara a la joven que había elegido para madre de sus hijos. Le contó de su sincero amor por Merceditas y su deseo de casarse con ella. Su madre no reaccionó como el joven esperaba. Lo miró horrorizada sin poder creer lo que el hijo le decía.

No, jamás intercedería ante su marido por semejante despropósito. Aún lloraba a sus hermanos muertos en combate con los “colorados”.
Enterado el padre dijo que no permitiría esa unión bajo su techo. Que no había nacido el “colorado” que tuviese la osadía de atravesar la puerta de su casa. Y que si él se obstinaba en esos amores, abandonara la casa y se olvidara de que alguna vez tuvo padres.

Nunca se supo con certeza quien le llevó el mensaje a Merceditas. Alguien dijo que fue un peón de don Emilio. Otros, alguna de las muchachas que ayudaban en las tareas. Pero es indudable que alguien le avisó que esa noche debía esperar a su enamorado en el monte de frutales.
La joven a medianoche estaba allí. El muchacho llegó y en ancas de su caballo se la llevó. Llegaron a la estación del ferrocarril y con los boletos en la mano corrieron por el andén. 
La campana del tren, que salía rumbo a la capital, amortiguó apenas el sonido seco de dos disparos.

Mientras el ferrocarril arrastraba su esqueleto de hierro y madera, los dos jóvenes quedaron sobre el andén.
Un viento porfiado intentó desprender de la mano del muchacho, los dos boletos marcados con destino a la gran ciudad del sur.

Doña Elvira en la mesa de la cocina, entre mieles perfumadas, canela y clavo de olor, prepara el dulce de zapallo en cal, para que los trozos no se deshagan. Los pequeños boniatos, parejos, iguales, con azúcar y miel. Los duraznos Rey del Monte, cortados a la mitad, en almíbar. Las jaleas de cáscaras de manzana.
Maduraron a destiempo, las frutas de aquel verano.

Ada Vega, año edición 2003


lunes, 3 de octubre de 2022

A contramano

  



"...Conquistarán  nuestra tierra,con risa pura , los negros;
     con risa que es solo risa, Dios les aguarda riendo; 
magia de risa les cría, negra noche, Dios sin ceño...
Dichosos los que se ríen, que dormirán sin ensueños!"

          Miguel de Unamuno a Nicolás Guillén - Madrid 1932




El Wáshington Souza era un negro "usted" ¡Que digo "usted" era más que "usted" se había pasado para el otro lado. Era un negro racista. Pero no de los negros que le tienen bronca a los blancos, no. Él era racista en contra: le tenía bronca a los negros. Fijate lo que te digo,  ¡no bancaba a los negros! En su fuero más íntimo él era blanco, un blanco negro o un negro blanco ¿vas agarrando?
    El color de su piel era un detalle  sin importancia, un simple error de impresión, nada más. El Wáshington tenía un corso a contra mano. Siempre le fastidiaron los negros que tomaban vino y tocaban el tambor.
El padre nada que ver, don Souza era un tipo bárbaro, le decían "el negro jefe” porque era igual  a Obdulio Varela. Trabajaba en una barraca de lana de la calle Rondeau, ¡flor de laburante! Le había conseguido laburo a los hermanos más grandes y el Wáshington, viéndosela venir, le dijo  un día que él a hombrear bolsas no iba, que tenía otras aspiraciones y pretendía otro tipo de trabajo.
        El padre lo mandó al diablo y él se puso a estudiar no sabemos bien qué; pero andaba siempre con libros bajo el brazo. Se había comprado un traje y un par de camisas de segunda mano y empilchado y con los libros, se las tomaba todos los días pa’l centro. Un día lo vimos con un guardapolvo blanco y dijimos: ¡pa! estudia en serio. El no daba explicaciones, pero dejaba flotando en el aire que sus estudios lo iban a llevar lejos.
   En aquella época paraba en la barra el negro Leo ¿te acordás? un botija macanudo ¡gran  amigo! Jugaba en el Banfield de entreala, una gloria verlo jugar, ¡un dominio de la pelota y una seguridad! Llegó a jugar una temporada en el Tellier, pero no tuvo suerte, se quebró dos o tres veces y no jugó más.
  En una final,  jugando en el Tellier en la cancha que tenían en  José Luis de la Peña, en una trancada, un back del Marconi que era grande como un ropero, lo dejó tirado con doble fractura. Que atrás de ese foul, se armó flor de gresca, porque vos te acordás que el Marconi con el Tellier se tenían cierta inquina. Y bueno,  al pobre Leo le costó meses recuperarse.
   Una tardecita en que estábamos tomando mate con el Rana, el Santiago, el Venus y el Pocho Linares, pasa el Wáshington de traje y corbata, con su guardapolvo en el brazo y sus libros. Ve al Leo con la pata enyesada sobre una silla y sin pararse le dice:
—Otra vez quebrado vos. ¡Canilla de negro!
El Leo lo quería pelear.
—¡Negro barato! –le gritó.
Nosotros lo corrimos y se la juramos:
—¡Por acá no pasás más! ¡La próxima te desfiguramos! ¡Qué vas a ser hijo del “negro jefe” qué vas a ser! ¡Doctorcito hijo de p&ta!
   El más chico de los Silva, aquellos que vivían por Rivera Indarte, trajo un día la noticia. Una mañana se fue a sacar la Cédula de Identidad para entrar al liceo, y lo vio al Wáshington por la Ciudad Vieja, de guardapolvo blanco, en una bicicleta llevando encargos de una farmacia. ¡Mirá el doctor! ¡Repartidor de farmacia! Te podrás imaginar que lo gastamos al negro usted. El se ofendió, nos borró de su agenda y los negros y los blancos del barrio fuimos historia.
   Pero La Teja no era para el Wáshington, y un día se fue, desapareció del barrio. Y nunca más supimos de él. Por eso cuando el otro día lo encontré y nos reconocimos, nos abrazamos. Cuando pasan los años uno se asienta, recapacita, corrige errores, se ven las cosas desde otra óptica: viviendo se aprende a vivir. Y yo, te juro que me alegré de volver a encontrarlo después de tantos años.
 Lo vi bien, pero me contó que fue difícil para él, que lo agotaron sus problemas de identidad. Que los negros no lo aceptaban porque él se sentía un blanco, y los blancos no lo querían porque él era negro. Tuvo que lucharla. Y fue duro. De trabajo andaba bien. Hacía años que era conserje de un edificio en Pocitos, donde tenía un pequeño departamento. Se había casado con una mujer blanca y tenía tres hijos ni negros ni blancos, mulatos. Buenos gurises, que estudiaban en serio. Me dijo que añoraba el barrio pero que no había vuelto, que no tenía a quien visitar.
   Yo le dije que nunca me fui de La Teja, que también me casé, que soy abuelo, que La Teja está linda, que el Rana ya no está, que el Pocho tampoco,  que el Santiago se había ido, pero que volvió al barrio, que el Venus se fue para Australia y nunca más volvió. Que el Leo se jubiló de la Ancap y que tiene un hijo doctor. Le dije que viniera un día a la cantina del Banfield, que siempre es bueno volver al barrio. Que todavía quedaban muchos amigos de antes a quienes tal vez querría ver. Me dejó hablar sin interrumpirme, me escuchó como emocionado, casi te diría que como aceptando la invitación. Después me puso una mano en el hombro y como perdonándome la vida me dijo que vendría, sí, pero que no, que en La Teja...¡ hay muchos negros "che"!

Decime, ¿no es pa’ matarlo…?


Ada Vega, edición 1995 -