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martes, 27 de diciembre de 2022

Vacaciones de enero

 


Parecía inevitable. Todos los años en los primeros días de diciembre, antes de terminar las clases de la escuela, mi madre y mi padre empezaban la misma discusión: dónde íbamos a pasar las vacaciones. Mamá comenzaba la polémica en cuanto mi padre dejaba sobre la mesa del comedor todo su equipo de pesca y se concentraba en revisarlo. Era el pie. Arremetía cautelosa pero tenaz.


—El verano pasado me prometiste que este año iríamos a Piriápolis.
—Mirá, Laurita, vos sabés que en Piriápolis se gasta mucho. Mejor vamos a Valizas. Es más barato para nosotros y más sano para los chiquilines. El agua tiene más yodo y el aire es más puro.
—Yo me aburro en Valizas. Sólo hay arena y agua. ¡Y ese viento!
—Podés ir al Chuy y comprar todo lo que necesites.
—Yo no necesito nada del Chuy. Tenemos suficientes sábanas y toallas y en la despensa todavía guardamos aceite y ticholos de hace dos años.

Imposible. No se ponían de acuerdo. Mi madre insistía en ir a Piriápolis porque allí pasaron su luna de miel y el balneario le encantó. Pero por una u otra causa nunca habían vuelto.
—Yo quiero volver a aquel hotel y pasear con los chiquilines por donde paseábamos nosotros. ¡Vos me lo prometiste!
Mi padre, entusiasmado con las cañas y los anzuelos, no le prestaba mucha atención. De todos modos, cuando mi madre arreciaba con su deseo de revivir aquellos días de luna de miel, abandonaba por un momento su tarea y con sus brazos le rodeaba la cintura.

—Mi amor, no necesitamos ir a Piriápolis para rememorar nuestra luna de miel. La luna de Valizas es también muy romántica y se refleja como una moneda de plata sobre el negro manto del océano.
Poeta y pico mi padre. Cuando había que serlo. 
Entonces la besaba y, creyendo que ponía fin al debate, seguía ordenando los anzuelos. Su pasión era veranear en un lugar solitario. Con todo el mar sólo para él; enfrentando el oleaje que lo golpeaba con furia como si quisiera echarlo de sus dominios.

Mi madre, en cambio, prefería hacer sociabilidad. Variar sus conjuntos de ropa y por las noches salir juntos a cenar y a bailar. Eran los dos polos. Por lo menos para elegir donde pasar las vacaciones que siempre las determinó mi padre, pues, aunque todos los años le prometía que las próximas serían en Piriápolis, esas vacaciones no llegaron nunca. De todos modos, ella insistía:

—Los chiquilines pasarían mejor en Piriápolis. Hay muchos lugares para visitar, andarían en bicicleta y la playa no es tan peligrosa.
Y papá hacía cintura:
—Yo no quiero salir de una ciudad y meterme en otra. Quiero unos días de paz y tranquilidad. Necesito descansar, Laura. Entendeme.
—¡Pero aquello es más que tranquilo! ¡Es un desierto de arena agreste y salvaje! ¡Si hasta da la impresión de que en cualquier momento vamos a estar rodeados de charrúas!

Total, perdido por perdido, un poco de sarcasmo no venía mal. De más está decir que ese año, como los anteriores, terminamos los cuatro en Valizas. Pero fue el último. El último verano que pasamos juntos.
Valizas, es una de las playas más hermosas al este de nuestro país. Agreste, sí, pero con enormes arenales de arena blanca y fina salpicados de palmeras Butiá, a cuyas orillas ruge el Océano Atlántico.

En aquellos años había en el paraje un pequeño pueblo de pescadores, con ranchos de techos quinchados y paredes de paja, y tres o cuatro casitas modestas, distribuidas aquí y allá entre las dunas. Una de ellas la había hecho mi padre con unos amigos para, justamente, ir en vacaciones a pasar unos días. 
Tenía un viejo Ford, que cargaba con algunas cosas personales, sus cañas y sus anzuelos y en las vacaciones de enero enderezaba rumbo al balneario.

En los primeros años de casados mamá se quedaba con nosotros, que recién empezamos a ir cuando cumplimos tres y cuatro años. Creo que fue durante nuestro primer veraneo cuando supe que Fede y yo éramos un casal. Eso le oí decir a un compañero de papá, la tarde que nos conoció. 
Aquellos fueron buenos tiempos. Un año las discusiones comenzaron mucho antes. Como a principios de octubre. La discusión sonaba distinta. Como siempre la que se quejaba era mi madre.

—Vos sos un sinvergüenza. ¡Con esa mosquita muerta!
—Estás loca, ¿qué decís? ¿qué te contaron?
—No me contaron nada. ¡Yo los vi!
—Vos tenés que estar mal de la cabeza. ¿ Qué viste?
—No te hagas el inocente, yo te vi con esa mosquita muerta, ¡no soy ciega ni estúpida.

Tampoco esa vez lograron ponerse de acuerdo. Hasta que un buen día dejaron de discutir. No se hablaron más. Y una tarde, ya casi al final de la primavera, mi padre cargó sus cosas en el viejo Ford y se fue con esa “mosquita muerta”.
Nos quedamos sin padre, sin auto y sin vacaciones.
En los años que siguieron veíamos regularmente a papá que un día, sin más trámite, nos comunicó que se casaba. No le dijimos nada a mamá: que igual se enteró. 

Nunca pisamos la casa de papá. Mientras fuimos chicos él venía a vernos. Cuando fuimos más grandes íbamos nosotros a verlo al Banco donde trabajaba, para su cumpleaños y para Navidad. También algunas veces fue a esperarnos al liceo, nos llevaba a comer algo, dábamos una vuelta en el auto y nos dejaba en la puerta de casa. Después, no recuerdo cuando, ni en qué momento, poco a poco nos dejamos de ver.

Un verano mamá nos anunció que había reservado alojamiento en un hotel de Piriápolis, para pasar juntos las vacaciones de enero. Con nosotros iba también una amiga de ella. El hotel quedaba a dos cuadras de la rambla. Fueron unas vacaciones inolvidables. Subimos al Cerro del Toro, al de San Antonio, comimos los famosos mejillones de Don Pepe, y nos bañamos en las verdes aguas de Piriápolis.

Una tarde salimos con Fede a pasear en bicicleta junto con unos amigos y en el jardín de una casa, un poco retirada de la rambla, vimos a papá conversando con su esposa. Ella no parecía “una mosquita muerta”, era una señora como cualquier señora, con el físico parecido al de mamá y un rostro agradable. Fede y yo no lo comentamos hasta que estuvimos solos, preocupados porque mamá también los viera alguna de esas tardes en que salía a pasear con su amiga. Así que desde ese momento las empezamos a cuidar. 

Averiguábamos a dónde iban y por qué camino. Hasta que una tarde, del modo más inesperado, nos cruzamos los cinco por la rambla. La amiga de mamá estaba en la peluquería y habíamos salido los tres a tomar un helado.
Yo iba del brazo de mamá y Fede, que ya la pasaba casi una cabeza de altura, le apoyaba su brazo sobre los hombros. Mamá hizo una broma y Fede le dio un beso. Justo en ese momento nos cruzamos con papá y su esposa. 

Ella, sin advertir nuestra presencia, siguió caminando. Él se entre paró, abrió la boca para saludar o decirnos algo, pero no dijo nada. Me miró a mí, a Fede, a mamá. Se le llenaron los ojos con nuestra imagen. A mí me hubiese gustado saludarlo y hablar con él. Hasta extendí una mano para tocarlo. Pero al verlo titubear, no me animé. Sólo le dije: chau. Y seguí caminando. 

Nunca pude descifrar lo que pasó en aquel momento por el semblante de mi padre: ¿dolor, asombro, ansiedad, alegría? Nunca pude descifrarlo, pero me dolió su reacción. Aún me parece verlo en la rambla con todo aquel mar a su espalda, mirando sorprendido el paso de aquella familia que un día formó, luego abandonó y en aquel momento veía pasar a su lado como ante un extraño.

Para mamá el impacto no fue tan grande. Si bien nunca había dejado de imaginar su regreso, estaba empezando a convencerse de que él nunca volvería con nosotros. Nos sonrió, quedó un momento pensativa y luego dijo:
—Al fin papá vino de vacaciones a Piriápolis.

Mientras la tarde moría en un cielo celeste y rosa de enero, y nos alejábamos caminando por la rambla, yo pensé en Valizas. En Fede y en mí corriendo por los arenales. En mamá, con el cabello al viento, descalza, en la orilla, mirando el mar. En papá colocando dos, tres cuatro cañas en hilera, revisando las tanzas, curtido de sol y arena. Feliz. Siempre los recuerdo bañándose juntos en el mar, abrazados, o besándose bajo la redonda luna de Valizas, que según mi padre: es muy romántica. 

Mamá nunca volvió a casarse. Estuvo siempre alrededor nuestro. En este momento me mira distraída, ajena por completo a lo que escribo, sentada frente a la tele. En sus brazos, cansado de corretear, se ha dormido Darío, mi hijo menor.
En fin, ya llega enero, es tiempo de empezar los preparativos. En pocos días Fede, su esposa y sus hijos, yo, mi esposo, mis hijos y mamá, con los autos abarrotados de cañas, riles y cajas con anzuelos, nos vamos de vacaciones.
¿Qué adónde vamos? ¡ A Valizas!... ¿Dónde, si no?

Ada Vega. edición 2002 

lunes, 26 de diciembre de 2022

Mi amiga Margarita

 




Cuando mi amiga Margarita plantó bandera en su casa y dijo ¡basta!, decidió que sería pintora. Toda su vida había soñado con los lienzos, los pinceles y las mieles de la fama, de manera que cuando se cansó de andar delante de su marido, pues vivió sacándole las castañas del fuego, y atrás de sus hijos —el Beto y la Marianita— que antes de los diez años se le fueron de las manos y antes de los veinte se le fueron de la casa, se compró los primeros pinceles y se puso a pintar como una loca. Convencida de que había perdido a sus hijos, pues por más que trató de mil maneras no logró retenerlos en el hogar, pero que, en cambio, conservaba a su marido que, aunque le rogó primero y lo amenazó después, no logró nunca que se mandara mudar y la dejara seguir sola su azarosa vida, guardó las ollas y desconectó la cocina, porque un artista que se precie de tal no puede ponerse a cocinar y lavar platos que para algo se inventaron los motoqueros delivery. Por lo tanto ya sin sus hijos, y su matrimonio a punto de descalabrarse, comenzó con entusiasmo su inserción en el mundo del arte pictórico.

El Beto, el hijo de Margarita, que pintaba como un muchacho serio y equilibrado, de un día para otro abandonó sus estudios y se fue detrás de una bailarina libanesa a la que vio bailar la danza de los siete velos descalza y semidesnuda en la boda de un amigo. Antes de que la libanesa se quitara el cuarto velo, ya el Beto la miraba con el corazón a los saltos y los ojos trancados. De modo que la joven que había venido solo por unos días a Uruguay, se fue con el muchacho a la zaga como un posible candidato a matrimonio. Candidato que no sabía adónde iba, de qué iba a vivir, ni dónde diablos quedaba el Líbano.

Y la hija de Margarita, se fue con un grupo de artesanos hippies, que vivían del aire, mientras enhebraban collares con piedras de colores. Marianita había conocido a un joven artesano que llegó un día a dedo a nuestra ciudad desde el país donde “el cóndor pasa” y vivía con un grupo de, según ellos decían, descendientes directos de los incas, en un caserón abandonado por la ciudad vieja que el gobierno, no sé por qué convenio, ley o decreto les había dejado habitar. Pero los hippies no paraban mucho tiempo en ninguna parte. De modo que un día se calzaron sus sandalias de cuero, sus túnicas de hilo y sus ponchos de vicuña y con los pelos largos y una vincha por la mitad de la frente, se fueron con sus mochilas al hombro y los dedos en V, sus panderetas y sus guitarras, fumando hachís cantando loas al amor libre y repartiendo paz por el mundo.

Así que mi amiga Margarita que por años había sido ama de casa, esposa y madre abnegada, un día se encontró sola pues su marido no sumaba ni restaba, por lo que sin cargas que llevar ni culpas que reconocer se proclamó a sí misma: “Pintora uruguaya, autodidacta”. Llenó con sus cuadros las paredes con más luz de su casa, y una tarde me llamó para que le diera mi opinión sobre su obra. Yo me excusé con razón: de pintura no conozco un corno, además yo la quiero mucho a Margarita y a veces las opiniones pueden terminar con una amistad de muchos años. De manera que dije lo que creí más acertado: llama a un experto, en el país existen muy buenos críticos de arte. Además, su opinión te va a servir para tus futuras realizaciones. Aceptó complacida mi recomendación y esa misma tarde inició la búsqueda.

Dos días después, sintiéndose poco menos que Medina, se puso en contacto con un conocido crítico que, en medio de sus pesquisas, le recomendó un anticuario de la calle Sarandí. Ambos se pusieron de acuerdo y el hombre aseguró su presencia para el sábado siguiente a las cinco de la tarde.
Recuerdo que aquella fue una tarde de mucho calor y un sol, que en la calle te quemaba vivo y se metía en las casas alumbrando hasta el rincón más escondido. La habitación, convertida para el suceso en sala de exposición, estaba hermosa. El colorido de las telas atraía. No voy a caer en la simpleza de decir que las pinturas de mi amiga eran émulas de las pinturas de Frida Kalho, ni de Merlys Copas, pero, en fin, ahí estábamos —ellas y nosotras— esperando al crítico.

El hombre de pantalón y zapatos blancos, y camisa negra, llegó fumando un puro, se detuvo en la puerta dio una rápida mirada a las paredes y dijo con cara de pocos amigos:
—Yo sobre esto no puedo opinar. Dio media vuelta y se fue.
Con Margarita quedamos unos minutos en ascuas. Al cabo mi amiga atinó a decir compungida:
—¿Les habrá encontrado demasiado color?
Traté de animarla y le contesté:
—No es el color, ¡es la luz de este sol! ¡De noche tendrías que haber hecho la exposición!, ¡con una lamparita y chau!
Desde ese día, Margarita me negó el saludo.

Ada Vega, año edición 2012

viernes, 23 de diciembre de 2022

Pesadilla de una noche de verano

 




Todo ocurrió durante las fiestas de fin de año. Creo yo. El 15 de diciembre, nos reunimos varios amigos para despedir el año en la casa de uno de ellos en La Floresta. El día estaba ideal. A las siete y media empezaron a llegar los primeros. Se instalaron junto al parrillero, comenzaron por prender el fuego, preparar el mate, destapar la primera botella de whisky y disponer el cordero en la parrilla.

A las once de la mañana se había completado el cuadro. Algunos muchachos cantaban alrededor de un guitarrista improvisado, otros mentían enfrascados en un truco de seis, el dueño de casa aliñaba las ensaladas y el encargado de la parrilla, alardeaba de su condición de asador repartiendo picadas de chorizos, morcillas y chinchulines. Se habían abierto dos botellas de whisky y había entrado en escena la primera damajuana de tinto.
A las cinco de la tarde terminamos de comer. Algunos se fueron a dormir un rato y otros a la playa a jugar al fútbol en la arena. Los demás continuamos. A las ocho de la noche, empezamos a comer otra vez el asado frío, el resto de las ensaladas, el helado, el vino y el whisky que habían sobrado del mediodía. A las diez de la noche, más alegres que nunca y próximos a un ataque al hígado, nos volvimos.
Yo llegué a mi casa cerca de las doce de la noche, le di un beso a Daniela, y no sé si me saqué la ropa o me la sacó ella. Me dormí de un tirón, y allí empezó mi pesadilla. Me había convertido en un gato.
Parece que yo, o el gato, era un vagabundo que andaba maullando por las calles de un barrio desconocido. Y de pronto entre esas casas extrañas descubrí mi casa y traté de entrar. Busqué mi llave, pero no tenía llave, ni pantalón ni nada, sólo cuatro patas y una larga cola. Recordé entonces que la ventana de la cocina podría estar entornada, salté el muro con una agilidad que me desconcertó, entré y me dirigí al dormitorio donde mi esposa dormía.
Subí a la cama y hecho un ovillo me acomodé en mi lugar. A la mañana siguiente cuando Daniela se despertó yo estaba en el fondo de la casa echado al sol. Cuando me vio se alegró: —¡Pero gatito! Qué hacés ahí echado al sol. Yo me acerqué e intenté decirle quién era, pero sólo me salió un maullido. Entonces me tomó en sus brazos y me llevó a la cocina. Me dio leche tibia en un plato y me dijo: mi amor, no te podés quedar. Tenés que irte. A mi esposo no le gustan los gatos.
Me destrozó el corazón.
De pronto como un ventarrón entró el Pelé y se me vino al humo, ladrando como un desaforado. Pegué un salto y quedé parado encima de la heladera con el lomo arqueado y los pelos erizados. Daniela trató de calmar al perro, que al parecer él sí me había reconocido. Era evidente que quería vengarse de mis malos tratos y de algún par de patadas que le había dado por echarse sobre la cama. Por fortuna el perro adora a mi mujer, le hizo caso y por el momento me dejó en paz.
Y en eso estaba cuando sentí las caricias de Daniela. Me desperté transpirando y aterrado, pero agradecido de que todo aquello hubiese sido sólo un sueño. Entonces al ver que estaba despierto me dijo mimosa: —Gatito, ¿con quién soñabas? La miré y la encontré tan seductora, mientras me extendía los brazos, que me olvidé del bendito gato. Recordé que yo era un hombre, el hombre que ella estaba esperando…
Desde el 16 de diciembre hasta Nochebuena no probé una gota de alcohol. En Nochebuena me tomé todo. Pasamos en casa, con un matrimonio amigo y mis cuñados con sus esposas. Comimos una cena fría preparada entre todas las mujeres. Empezamos temprano con los brindis, y terminamos en la tardecita de Navidad. Mi esposa y las esposas de mis cuñados limpiaron la casa. Cuando se fueron yo estaba muerto. Quedé dormido hecho piedra, en el sofá del living. Daniela, que no logró despertarme, se fue a dormir sola y dejó que yo siguiera durmiendo tranquilo.
Entonces volvió mi pesadilla. Esta vez yo andaba por los techos de las casas del barrio peleando con otros gatos. Los vecinos tiraban piedras y los perros ladraban. Anduve corriendo por las calles, casi me pisa un auto. Hasta que al fin llegué a mi casa. Como ya sabía lo de la ventana de la cocina, entré por ahí. En mi plato en el suelo había leche, la tomé con gusto, fui al dormitorio y me ovillé junto a Daniela que me oyó y me dijo:
—Gatito, y siguió durmiendo. Me dormí ronroneando.
Cuando el 26 de diciembre desperté, me sentí bien, ágil, despejado. Preparé el baño. Mientras me bañaba creí advertir que mis uñas habían crecido demasiado y que el vello, que normalmente cubría mi cuerpo, era más oscuro y abundante. Tal vez eran figuraciones mías. No le di importancia, me sequé la cabeza y fui a la cama con Daniela que dormía voluptuosa. Esta vez la desperté yo.
Daniela. Daniela es maravillosa. Es una muchacha buena, simple y crédula. Cree en cosas que ya nadie cree. En el mal de ojo, en la paletilla caída y en que todos somos iguales ante la ley. Cree que si sos buena persona Dios te premia. Cree en Dios, en los políticos de su partido y en la garra charrúa. Cree que un día vamos a vivir mejor y cree en los sueños. Por eso nunca le conté de mis sueños infernales. Con seguridad se hubiese puesto a rezar por la salvación de mi alma, que ella vería en peligro de perdición. Era preocuparla sin motivo. Aunque hoy no sé si no hubiese sido bueno contarle, por lo menos, lo del gato.
Del 26 al 31 de diciembre, estuve un poco extraño, me daba por dormir de día y de noche tenía deseos de salir a caminar. El 31 pasamos en la casa de mis suegros. Éramos como treinta. Todos llevaron comida, asaron un lechón. Había de comer como si no fuésemos a comer nunca más. Y de tomar: dos boliches y medio. Llegamos a casa a las 10 de la mañana del 1º de enero, yo no sabía donde estaba ni quién era. Dormí todo el día, de noche me levanté sigilosamente, salí afuera, y desaparecí por los techos.
Daniela desconcertada por mi desaparición, preguntó a mis amigos, a mis familiares y a los vecinos. Nadie pudo darle noticias sobre mi paradero. Por lo tanto esperó un par de días y empezó a llorar. Creyó que la había abandonado. Nunca la abandoné. El día que supuso que la había dejado, encontró echado en el fondo de casa un gato negro. Lo tomó en sus brazos le dio leche tibia y le dijo que tenía que irse porque su marido no quería gatos en la casa. Yo le dije medio serio: —Mami, soy yo, tu marido, qué decís.
Ella no entendió, me sacó para afuera y cerró la puerta.
Poco a poco fue dejando de esperar a su marido, convencida de que ya no volvería. Por lo tanto me fui quedando en casa, me daba leche tibia y carne cruda. No estaba mal y era abundante. Los primeros meses lloró mucho, salió a buscarme por los hospitales y las comisarías. Fue hasta la morgue. Y no me encontró, claro. De modo que al no encontrarme ni muerto, ni enfermo se puso como loca, al pensar que me habría ido con otra mujer.
Mientras tanto me hice dueño de casa. Mi mujer y yo teníamos una extraña relación. Desde mi condición de gato la seguía amando, me gustaba dormir en su regazo, le andaba detrás por la casa y le maullaba mimoso. Por su parte, ella me acariciaba, me acunaba en sus brazos, y volcaba en mí toda su ternura pues, en cierto modo, creo que había reemplazado a su marido, al llenar en su afecto el espacio que él dejó.
Nuestra convivencia era casi perfecta. Por las noches yo la abandonaba y durante el día era su más ferviente adorador. Era un gato feliz. No necesitaba nada más. Y ella, bueno, yo creía que ella tampoco necesitaba nada más.
Hasta que un año después, cerca de la Navidad, vino a cenar un antiguo amigo mío. Cuando llegó el invitado ella me tomó en sus brazos me dijo:
—Gatito lindo, y me sacó para afuera.
Eran las leyes del juego. De todos modos la noche y su misterio me llaman. Recorro los techos, los tarros de basura. Los vecinos me tiran piedras y los perros me ladran. Anoche, después de una trifulca, volví a casa cansado y con el cuerpo dolorido. Tomé la leche que Daniela me deja siempre en la cocina y fui al dormitorio a dormir con ella como todas las noches. Pero no pude. Mi lugar estaba ocupado.


Ada Vega, edición 2001

Rosa Blanca

 



Rosa Blanca era una joven argentina, que vivía con sus padres en Buenos Aires. Todos los años, en diciembre, la familia se trasladaba a Montevideo para pasar el verano. Tenían un departamento en Pocitos, sobre la rambla, frente a Kibon y de allí cruzaban con su sombrilla y sus sillas y se instalaban, junto a las rocas.
En aquellos años yo vivía en Pocitos y con mis amigos del barrio también pasábamos el día en la playa de Kibon. Extendíamos una red y jugábamos al voleibol, nosotros y otros que quisieran jugar, aunque no nos conociéramos. También Rosa Blanca se unía el grupo y pasaba el día dorándose al sol. Pese a que siempre fui un muchacho retraído, desde el primer día que llegó nos hicimos amigos. A mí me gustaba estar con ella y conversar. Jugar al voleibol, nadar juntos o caminar por la orilla de la playa. También Rosa Blanca, que muchas veces venía sola, me buscaba al llegar porque siempre se sintió bien en mi compañía. De todos modos, creo que ella esperaba algo más de mí. Yo la miraba porque era muy bonita y además con ella se podía hablar sobre muchos temas. Y los veranos se sucedieron, los años pasaron y nosotros crecimos.
Y un verano Rosa Blanca no vino a su casa de Pocitos. Sus padres bajaban solos a la playa. No quise preguntar. También yo me aparté un verano. La vida me señaló otro destino. Y el grupo aquel se fue disolviendo. Cada uno tomó su rumbo y otros adolescentes, otros jóvenes, extendieron las redes para jugar al voleibol.
Este último verano, caminando por la rambla con Juan Antonio, vi venir en sentido contrario a Rosa Blanca con una niña de la mano. Al enfrentarnos se detuvo. Quedó mirándome, me tendió una mano, me presentó a su hija. Yo estreché su mano, le presenté a Juan Antonio.
-- Mi pareja, le dije.
Ella titubeó. Reaccionó de golpe. ¡Entendió, al fin! Y me abrazó con fuerza. No he vuelto a verla.

Ada Vega, edición 2022.

lunes, 19 de diciembre de 2022

Aquella Retirada

 



Era enero del 59 y Los Diablos Verdes ensayaban en el Club Tellier. El coro afinaba atento, el director daba los tonos, atrás la batería: bombo, platillo y redoblante. Ese año mataron. Fueron, por primera vez, primer premio. Cantaban aquella retirada:

“Dejando un grato recuerdo a tan amable reunión
se marchan Los Diablos Verdes y al ofrecerles esta canción
tras de la farsa cantada viene evocada nuestra niñez.
Murga que fue de pibes y hoy sigue firme
tras los principios de su niñez”.


Era la murga del barrio. La murga de La Teja. Entonces nosotros éramos botijas y acompañábamos los ensayos desde la primera noche. Era emocionante, era grandioso; soñábamos con ser grandes y entrar a la murga y cantar y movernos como aquellos muchachos murgueros. Yo era amigo de todos los botijas del barrio, pero con el que más me daba era con el Mingo.

Entonces vivía por Agustín Muñoz y él a la vuelta de mi casa, por Dionisio Coronel. El Mingo era mi amigo. No hablábamos mucho, creo que no hablábamos casi. Pero estábamos siempre juntos. Íbamos a la escuela Cabrera, jugábamos al fútbol, en setiembre remontábamos cometas y, antes de empezar el Carnaval, íbamos a ver ensayar la murga. No faltábamos a ningún ensayo. Nos aprendíamos las letras de memoria, festejando de antemano la llegada del Dios Momo.

Una noche, mientras Los Diablos cantaban la retirada, vinieron a buscar al Mingo. La madre se había enfermado y estaba en el hospital. Al otro día no fue a la escuela y la maestra nos dijo que la madre había muerto. Cuando salí de la escuela fui a buscarlo a la casa. Estaba sentado en la cocina. Yo no le dije nada, pero me senté a su lado. Entonces se puso a llorar y yo me puse a llorar con él. Al rato mi vieja vino a buscarnos y nos fuimos los dos para mi casa. Comimos puchero y la vieja, aunque no era domingo, nos hizo un postre. De tarde vino el hermano a buscarlo para que se fuera a despedir. Fuimos los dos. La casa estaba llena de gente: el olor de las flores me mareó y me sentí muy mal.

El padre tuvo que levantarlo un poco, porque no llegaba para besar a la madre. El Mingo la besó y le dijo bajito: “mamá, hice todos los deberes”.

Esa noche se quedó en mi casa, se acostó conmigo y como se puso a llorar busqué entre mis cuadernos una figurita difícil, una sellada que le había ganado a un botija de sexto, y se la di. Pero no la quiso. Yo pensé en mi vieja y tuve miedo de que ella también se muriera. Nos dormimos llorando los dos.

El Mingo era de poco hablar, pero después que murió la madre hablaba menos. Pero yo lo entendía, a mí no necesitaba decirme nada. Entramos a la VIDPLAN el mismo año. Íbamos al cine Belvedere, a la playa del Cerro y en la “chiva” a pasear por el Prado. Tan amigos que éramos y un día nos separaron las ideas. Cuando al fin yo comprendí muchas cosas, él ya estaba en el Penal de Libertad. El padre y el hermano iban siempre a verlo.

Un día le día al padre la figurita difícil, aquella sellada que una noche le regalé para que no llorara y que él no quiso. Le dije al padre que se la diera sin decirle nada, que él iba a entender. Cuando volvieron, el padre puso en mi mano una hojilla de cigarro en blanco. Me la mandaba el Mingo. ¡Fue la carta más linda que he recibido! Estaba todo dicho entre los dos. En esa hojilla en blanco estaba escrito todo lo que no me dijo antes, ni me quiso decir después.

Nunca pude ir a verlo, pero siempre esperé su vuelta. Y una noche de enero del 81 en que yo estaba solo en el fondo de mi casa, fumando, tomando mate y escuchando a Gardel, él entró por el costado de la casa como cuando éramos pibes, como si nos hubiésemos dejado de ver el día anterior, como si se hubiese ido ayer. Se paró bajo el parral y me dijo: 
—¿Qué hacés? ¿ No vas a ver la murga? Yo dejé el mate, levanté la cabeza y lo miré. Sentí como si el corazón se me cayera. 
—¡Mingo!, y fue una alegría y unas ganas de abrazarlo, Pero él ya me daba la espalda y salía. 
—Dale, vamos —me dijo—. ¡Que la murga está cantando !

“Cuántos habrá que desde su lugar por nuestros sueños bregan
cuántos habrá anónimos quizá soñando una quimera
Cuántos habrá que brindan con amor toda su vida entera
y con fervor se entregan por el bien, y nadie lo sabrá


(De la retirada de Los Diablos Verdes 1er. Premio 1981)
.

Ada Vega, edición 1996. 

jueves, 15 de diciembre de 2022

Amar es un algo sin nombre

   

                                         En la foto: Chavela Vargas

Los sábados en el club de mi barrio se organizaban bailes entre los vecinos. Don Pedro, el albañil que vivía en la otra cuadra, traía una vitrola RCA con trompeta y una manivela que había que girar continuamente para poder escuchar unos discos de pasta, que llevaban una grabación de cada lado. También era el encargado de pasar los temas y dar vuelta o cambiar los discos tras cada canción.

En aquellos años la música que escuchábamos en la radio y que se bailaba, era de las Orquestas Típicas, que interpretaban tangos, milongas y valses; las Orquestas Características con pasodobles y foxtrot, y las Orquestas de Música Romántica Tropical también llamada música lenta.

Las personas que concurrían a esos bailes éramos siempre los mismos, matrimonios con sus hijos pequeños, y los jóvenes, chicas y chicos, que habíamos crecido juntos. Rara vez llegaba al baile algún desconocido. Cuando sucedía era porque venía acompañado de algún vecino.

Las diversiones para nosotras eran escasas, aparte de ir a la playa y los sábados a bailar, podíamos casi todos los domingos pasar la tarde en el cine. Íbamos en barra y nos sentábamos todas en la misma hilera, siempre en las mismas butacas. Masticábamos chicles y comíamos Pop acaramelado durante toda la función.

Un sábado de baile a fines del invierno llegó el hermano de una de mis amigas, con un compañero de trabajo. El joven venía por primera vez, cuando entró recorrió con sus ojos todo el salón. Yo lo miré y algo me sacudió. Se quedó a un lado de la pista conversando con unos conocidos.

Al empezar la típica salí a bailar con Adolfo, un muchacho con el que siempre bailaba el tango, pasé al lado del forastero y lo miré, él no me vio. Ni se enteró.

Al finalizar la típica hubo un descanso, salí afuera con mis amigas y nos sentamos a conversar. Cuando volvimos había comenzado la música lenta. No volví a verlo y no me importó. Di media vuelta al salón y me quedé junto a una amiga que no bailaba.

Entonces lo vi venir, se detuvo a mi lado y me invitó a bailar, antes de reaccionar ya estaba en sus brazos. En el disco Chavela Vargas cantaba: “yo estoy obsesionado contigo y el mundo es testigo de mi frenesí y por más que se oponga el destino serás para mí, para mí”.

Sentí tal felicidad que pensé que Chavela cantaba para mí. Me enamoré del forastero con un amor de película. En el salón solo estábamos él, yo y Chavela: “y por más que se oponga el destino…” recosté mi cabeza en su hombro, él apretó mi cintura, y bailando me besó en la frente.

Nos quedamos de ver al otro día en el cine.

Estrené el conjunto Bentley que la abuela me había regalado cuando cumplí los dieciséis, y el perfume que mi madre usaba para ocasiones muy especiales.

Mientras el corazón brincaba dentro del pecho se lo conté a mis amigas. Cambié de butaca y dejé una libre para él. Lo esperé toda la tarde mientras avanzaba mi decepción. Pero no vino. Ni ese domingo, ni nunca.

Durante muchos sábados de baile esperé verlo entrar al club donde nos conocimos. Después, los años pasaron y aquello fue solo un recuerdo de mi primera juventud.

Cuando mi sobrina más chica cumplió los quince años, los padres hicieron una fiesta preciosa. Entre el bullicio, la gente y la alegría, por sobre las mesas de invitados, mis ojos se volvieron a encontrar con sus ojos. Quedamos mirándonos.

Él estaba en una mesa con su esposa y sus hijos. Yo en otra mesa, con mi esposo y mis hijos. Éramos en la fiesta solo dos desconocidos

Por un segundo interminable volví a escuchar la voz de Chavela Vargas en aquel bolero: “por más que se oponga el destino serás para mí para mí” y volví a revivir la tarde aquella en que un forastero, bailando me besó en la frente.

La fiesta estaba en su punto más alto. Todo el mundo bailaba y se divertía. Sacudí la cabeza para librarme de recuerdos inoportunos, suspiré, y le dije a mi marido:

—Adolfo, empieza la típica… ¡ vamos a bailar!


Ada Vega, edición 2014 -