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viernes, 27 de enero de 2023

A veces el pasado

 



A veces el pasado viene a mí y me sorprende. ¡Tantos años adormecidos en la memoria! Y de pronto una palabra, un nombre: Celina, y el recuerdo de una historia de amor que se resistió a morir pese a la separación y al intento de olvido.
—¿Te acuerdas de Celina? —me preguntó, una tarde, mi prima Aurora. 
—Celina, —dije yo—, ¡cómo no voy a acordarme! La conocí por los años cincuenta en la recién inaugurada biblioteca Artigas-Washington. Nos hicimos amigas porque coincidíamos en los mismos días y en la misma hora de entregar y retirar libros. Llegábamos sobre la una de la tarde y salíamos juntas por 18 de Julio. Yo, hasta Río Negro, donde estaba La Madrileña. Ella caminaba tres cuadras más, hasta Convención, donde estaba Caubarrere. Durante esas cuadras, conversando de prisa, nos contábamos la vida y los sueños. A fines de ese año decidimos hacernos socias de la Asociación Cristiana de Jóvenes, que estaba donde hoy se encuentra el Juventus, en Colonia y Río Negro. Yo para aprender a nadar, ella para perfeccionar su estilo. 
Celina era de mediana estatura y físico bien proporcionado. Tenía el cabello rubio y los ojos oscuros. Hablaba poco, lento, jamás levantaba la voz, sin embargo, sonreía con facilidad. Cuando se reía con ganas, los ojos se le llenaban de lágrimas. Algunas tardes, a la salida, entrábamos al cine Víctory, que estaba en la cuadra de La Madrileña y veíamos películas americanas de amor, o nos encontrábamos en el bar Dorsa y comíamos olímpicos con cerveza. 
Recuerdo que soñaba con viajar a Grecia. Tal vez debido a nostalgias de los años liceales, cuando estudiábamos a los griegos y nos enamorábamos de su mar azul y de sus poetas. Éramos muy distintas, ella era muy frágil, muy vulnerable, demasiado confiada. Desconocía la maldad, la envidia. La traición. Para ella la vida era un vergel. Creía que si amaba al prójimo, el prójimo la amaría de la misma manera. Que si era leal con los amigos, los amigos serían leales con ella. Cuando la escuchaba decir estas cosas, me daba miedo. Miedo de que alguien le hiciera daño, por desprevenida. Le preguntaba entonces: 
—¿De qué mundo venís, Celina?, porque, aparentemente, vivimos en distintas galaxias. Ella me decía que yo era prejuiciosa. Que debía confiar más en la gente. Quitarme la coraza, decía. A mí me hubiese gustado pensar como ella. Pero siempre fui muy realista. Siempre supe que la vida tiene otra faz que ella no conocía. Que tal vez no conociera nunca. En esos años Celina se enamoró de un muchacho, muy apuesto, que trabajaba en La Platense. Así que sin querer nos fuimos alejando. A mediados de los sesenta, La Madrileña clausuró la gran empresa de seis pisos, despidió al personal que sobraba y se redujo a una mínima tienda de confecciones incrustada a los fondos del edificio. Entonces cambié de trabajo y no la volví a ver.


Un día me llegó una invitación para su casamiento. Se casaba con el muchacho de La Platense que, dicho sea de paso, cerró mucho antes que cerrara La Madrileña. Celina seguía trabajando en Caubarrere, que fue uno de los últimos grandes comercios de 18 de Julio, que se vieron, un día, obligados a cerrar sus puertas al público. Fui a verla. Se casó en la iglesia de Los Vascos. ¡Dios! ¡Estaba tan linda! Traté de saludarla allí, pues, no pensaba ir la fiesta. Pero había tanta gente rodeándola que decidí dejar el saludo para otra ocasión. Entonces ella me vio, me llamó por mi nombre, me tendió los brazos y me abrazó tan fuerte que me hizo llorar de emoción. 

— Que seas muy feliz Celina —le dije. 
—Nos tenemos que ver — me contestó— ¡tengo cosas que contarte! 
Lo felicité a él (¡era un actor de cine!) una mezcla de Leonardo DiCaprio y Richard Gere. Hacían una pareja de novela. Volví a mi casa suponiendo que la luna de miel sería en Atenas. No le pregunté. Y volvimos a dejar de vernos. Los años pasaron como una ráfaga. 

Un día mi prima Aurora, que tiene mi mismo apellido, se mudó para un apartamento en Malvín. A los pocos días me llamó por teléfono para decirme que una vecina de su mismo piso, me mandaba saludos. 
—¿A mí? —le dije. 
—Sí, de parte de Celina Vásquez Ochoa, dice que vengas a verla, que le encantaría hablar contigo. 
—¡Celina! —exclamé—, cuéntame de ella, ¿Cómo está? 
—Bien, muy bien. Me dijo que tiene dos hijos casados. Acá vive sola. Dos días después fui a verla. Eran las cinco de la tarde de un abril tibio de otoño. Se sonrió al abrirme la puerta y volvió a abrazarme como me abrazó en el atrio de la iglesia, la noche que se casó. Conservaba la misma sonrisa de aquella muchacha de dieciocho años que conocí en la biblioteca. Me hizo una pregunta que nunca me habían hecho. Que no acostumbramos a hacer: 
—¿Fuiste feliz estos años? Me quedé pensando. 
—He tenido buenos momentos —le contesté. Tengo tres hijos y seis nietos. Me han pasado cosas, nada trágico. Con mi marido me llevo bien, hace más de cuarenta años que compartimos el pan y el vino. ¿Y tú? 
—Yo, me dijo, yo me separé de mi marido. Le gustaban las mujeres. Todas las mujeres. No era vida la que llevábamos juntos. Un día tomé una decisión drástica. Decidí no hacer más el amor con él. Llevé mis cosas para otro dormitorio y por un tiempo vivimos como hermanos. Hasta que se cansó de la situación, se enojó y se fue. Nunca nos divorciamos. Él venía a ver a los hijos y siempre los mantuvo. Cuando se casaron yo me quedé sola y un día, treinta y cinco años después de habernos casado y treinta de habernos separado, volvió para quedarse. 
Me dijo que estaba enfermo, me mostró la historia clínica y unas radiografías. Sufría una enfermedad grave que, por lo avanzada, no tenía cura. Entonces le arreglé el dormitorio que dejara uno de sus hijos. Y se quedó. Yo lo cuidé, como era mi obligación, hice todo lo que su médico ordenaba. En los últimos tiempos, aprendí a inyectarlo. Pasaba largas horas, acompañándolo, mientras él dormitaba. Cuando estaba despierto le contaba anécdotas de nuestros hijos y le mostraba fotos de los nietos. Hasta que una tarde, mirándome, se fue, su alma lo abandonó. 
—¿Nunca lo perdonaste? 
—Sí, el día que murió. 
—¿No te arrepentiste nunca de lo que hiciste? 
—No tengo de qué arrepentirme. No hice nada malo. Simplemente, no acepté compartirlo con otras mujeres. Siempre lo respeté. Él fue el único hombre de mi vida. Sin embargo, no pude perdonar su infidelidad. Su traición. No pude. 
—¿No me decís que siempre lo amaste? 
—Porque lo amaba, no pude perdonarlo. Si no lo hubiese amado no me hubiera importado su deslealtad. Cuando me pidió ayuda, lo ayudé de corazón. Lo cuidé durante un año, si hubiese tenido que cuidarlo diez años, lo hubiese hecho. Ahora ya nadie me necesita. Puedo sentarme en un sillón frente a la ventana y dejarme morir.


Hablé mucho con ella esa tarde. Me dejó preocupada esa última frase que dijo. Siempre pensé que era débil de carácter, que por eso iba a sufrir en la vida. De todos modos, la mujer que estaba frente a mí no era la joven que conocí hace muchos años, frágil, inocente. Esta era una mujer con una determinación y una voluntad de hierro, que yo nunca tuve. A partir de esa tarde, nos comunicábamos por teléfono y siempre que me daba el tiempo pasaba por su casa para conversar.
Una noche me llamó para pedirme que fuera a verla, pues tenía una novedad para contarme. Fui a la tarde siguiente.


Me dijo que había decidido hacer un viaje. Me voy a Grecia, agregó. Ya había reservado el pasaje y la estadía en un hotel de un pueblo blanco, a orillas del Mar Egeo. Le comenté que pensaba preguntarle sobre ese viaje, con el cual soñara de muchacha. Me contestó que antes no pudo realizarlo. Que el momento era ese, los hijos estaban bien, ella se encontraba perfecta de salud y tenía muchas ganas de viajar. Unos días después la acompañé hasta el aeropuerto. Allí estaba toda su familia. Hijos, nueras y nietos.

Hace cinco años, se fue por un mes. Me escribe cartas hermosas: que vive en una casa blanca junto al mar; que tiene dos olivos plantados a la entrada, que continuamente llegan cruceros con turistas, que es cierto que el mar siempre es azul... Que no sabe si volverá.



Ada Vega, edición 2006


Tony y yo

  








Creo que cuando Tony vino a vivir con nosotros no había cumplido los cuatro años. Fue un invierno muy lluvioso aquel. El arroyo Conventos se había desbordado y las calles estaban anegadas y barrosas. Las lavanderas hacía días que no iban a lavar la ropa y las piletas, junto al arroyo, rebozaban de tanta agua caída. Entonces vivíamos en el barrio “Cuchilla de las Flores”, cerca de la cancha de La Liga de los Barrios, una de las zonas más lindas de Melo. 

Recuerdo que al Tony lo trajo una mañana doña Eleonora, una comadrona muy comedida que vivía puerta por medio. César estaba en el trabajo y Estela andaba en la vuelta preparando el almuerzo. Yo estaba medio aburrido y harto de estar tantos días encerrado, me puse a mirar para afuera mientras caía la lluvia. Los sauces se doblaban bajo el peso del agua mansa y continua. Arriba, el cielo de un gris sucio, no tenía miras de abrir. Los vi venir por el repecho del campo lindero, detrás de un paraguas negro que los cubría a los dos. 

Golpearon la puerta y cuando Estela fue a abrir se encontró con doña Eleonora y el Tony. Ella cerró el paraguas y entraron en la casa. No me acuerdo muy bien la conversación entre la comadrona y Estela. Pero entendí que le traía al Tony para que viviese con nosotros. Le dijo, apelando a sus sentimientos cristianos, que recibirlo era una obra de caridad. Al pobre, en la carretera, un auto le había matado a la madre y vivía con unos zafreros en el barrio Mendoza, donde lo maltrataban. Y eso se veía a simple vista. El Tony era chúcaro y tan sucio, que ni el agua caída del cielo, había logrado aclarar su carita. 

Nos miraba asustado con la cabeza gacha. Estela, que era más buena que el pan, no necesitó más para extenderle los brazos, lo convidó con unos pastelitos que acababa de hornear y lo dejó conmigo para que se fuera aquerenciando. Contó doña Eleonora que cuando murió la madre, el Tony fue a vivir con los zafreros, pero que estos tenían muchos hijos que alimentar y una boca más ya era demasiado. Por lo tanto, comía un día no y otro tampoco. Que verlo en ese abandono le partía el alma, así que fue y se los pidió. ¡Como si fuese un florero, el pobrecito! 

Parece que los zafreros no la dejaron ni terminar de hablar, se lo dieron más pronto que ligero y, antes que la doña fuera a arrepentirse, le cerraron la puerta en las narices. Así que ese mediodía, cuando César llegó a almorzar, se encontró con la novedad de que en casa, ya éramos cuatro. Tony y yo nos hicimos amigos al toque. Aunque le costó un poco adaptarse a la casa, pues, estaba resabiado, el cariño y el calor del hogar en poco tiempo lo conquistaron. Y yo me acostumbré a él, fuimos inseparables. 

Para cuando cumplió los seis años, ya Estela y César lo habían adoptado. Lo anotaron en la escuela como Antonio Velázquez Tomé. Yo lo acompañé y lo fui a buscar a la escuela durante los seis años. Excepto los días que se quedó en casa por un sarampión que se agarró en tercero, o aquella vez que jugando al fútbol en la cancha donde practicaba “El Naranjo”; al pisar una pelota y girar el cuerpo a la vez, se le trancó una pierna y la rodilla se le salió para un costado. Cayó al suelo agarrándose la pierna. 

Yo salté limpito el alambrado y fui hacia él que se quejaba de dolor. Corrí a casa, me paré en la puerta de la cocina y le ladré con fuerza a Estela. 
--¿Qué pasa? Me dijo. ¿Dónde está Tony? Le seguí ladrando más fuerte y empecé a correr hacia la cancha. Ella me siguió. Se lo llevaron en la camioneta de don Genaro, el almacenero. Con él subió Estela y una vecina. Yo también subí por una puerta, pero me bajaron por la otra. Así que vine para casa y me senté a esperar. Volvieron casi de noche. El Tony traía la rodilla vendada.

 Esas fueron unas vacaciones extras, él no podía ir a la escuela, así que pasábamos todo el día juntos. Y los inviernos se amontonaron empujando a los veranos agobiantes de nuestro Cerro Largo. Empezó el liceo en Melo, pero un día decidieron mandarlo a Montevideo a terminar sus estudios. Nunca habíamos vivido tan lejos uno del otro ni pasado tanto tiempo sin vernos. Si hubiese sabido llorar hubiera llorado el día que lo vi subir al ferrocarril y despedirse de mí, con la mano en alto. Esos años viví imaginando su vuelta. 

A veces iba a la estación a ver pasar los trenes. Esperándolo. Un invierno César nos dejó. Él vino a acompañar a Estela por unos días. Pese al dolor de haberlo perdido, el regreso de Tony me hizo feliz. Salíamos juntos a recorrer el barrio, a visitar a sus amigos. Algunas noches después de cenar, cuando Estela se dormía, me chiflaba con dos chiflidos cortitos entre dos dedos y salíamos de callados a caminar por el pueblo. Así me chiflaba de gurí cuando se escapaba a la siesta y salíamos los dos a vagabundear. Nos llegábamos hasta los juegos del bosque, él reía, remontaba muy alto en las hamacas y desde la altura me llamaba: ¡Cachila!

 Otras veces seguíamos el curso del arroyo por la costanera hasta el puente carretero y allí nos quedábamos viendo pasar los ómnibus y los camiones, ¡vaya a saber hacia qué destinos! Cuando al fin terminó sus estudios volvió al pueblo con una novia. En la modorra de la siesta de verano oí su chiflido dos cuadras antes de llegar a casa. Corrí por la mitad de la calle para alcanzarlo. Se alegró de verme, pero esa tarde supe que en el corazón de Tony había otro amor. La noche antes de volverse a Montevideo fuimos hasta el bosque.

 Se tiró en el pasto panza arriba a mirar las estrellas. Yo me eché a su lado con la cabeza apoyada en su pecho, él descansó su mano sobre mi lomo y en ese momento sentí que nunca nos habíamos separado. Al año siguiente Estela viajó para su casamiento. Él se casó y se quedó a vivir en la capital, y yo me acostumbré a vivir con su recuerdo. Está refrescando. El invierno se viene otra vez y yo estoy muy viejo. De todos modos, la imagen de aquel gurisito sucio que vino un día a vivir con nosotros, siempre me acompaña. 

Ahora estoy solo, la casa está oscura y cerrada. Hoy enterraron a Estela. No quise ir a despedirla. Quiero quedarme aquí, y morirme yo también.
 El sol se escondió tras los eucaliptos. La noche se va cerrando. Por momentos el coro de las ranas se eleva escandaloso pidiendo agua al cielo. Aquí, bajo el jazmín de Estela, si los recuerdos me dejan, voy a tratar de dormir. 

Los focos de un auto iluminan la casa que ha quedado sola y desamparada. Al principio el doble chiflido de Tony entra en su sueño y lo desconcierta. Y al final aquel llamado que golpea en su corazón: ¡Cachila! ¡Cachila! 
Recién entonces, a paso de perro viejo, se acerca al portón. Sus ojos gastados adivinan a Tony. Aquel su olor, sus manos aprehendidas, acariciando su cabeza, y su voz...

—Cachila, vine a buscarte viejo, vamos conmigo a Montevideo, vamos subí, ¡vas a ver que linda es la capital...!




Ada Vega, año edición 2001

jueves, 26 de enero de 2023

Che mozo

 


Hace unos días me encontré con el Bebe Neira, de pura casualidad. Yo venía caminando por Zudáñez hacia 21 de Setiembre y él subía a la inversa, por la misma acera. Lo conocí de entrada. Alto, flaco, medio desgarbado y como siempre: distraído. Venía de cabeza gacha pensando, tal vez, en bueyes perdidos vaya a saber dónde. Al enfrentarnos ni me miró. Si no le hablo y lo tomo de un brazo ni se hubiese enterado. Se sorprendió cuando detuve su paso y lo saludé .

—Qué hacés Bebe —le dije. Él también me reconoció.
—Hola, Tito. Se quedó mirándome.
—Qué bien que estás —me dijo y me reí.
—Bien viejo —le contesté. Lo invité a tomar algo y fuimos conversando hasta el Chez Piñeiro.

Con el Bebe nos criamos en Punta Carretas, cuando en Punta Carretas había potreros, era considerado un barrio marginal y a mis primos de Pocitos no los dejaban venir a jugar a mi casa porque vivíamos frente a la Penitenciaría. El Bebe tiene unos años más que yo. Me acuerdo que corrían los años cuarenta, el mundo estaba en guerra y él se vestía como un dandy. Y yo, con mis largos recién estrenados, le envidiaba la pinta, la carpeta y aquel andar de rango que tenía al caminar.


Entonces era un botija apurado por llegar a los veinte, para ser como él.

De todos modos me fallaron los cálculos: la noche, y el misterio que encierra su bohemia, nunca la alcancé a vivir. Me casé a los veinte, antes de Maracaná, a las diez de la noche ya estaba roncando. Entraba a las seis de la mañana a la fábrica de vidrios que estaba en la calle Asamblea, entre El Buceo y Malvín. Iba en chiva a laburar. Mi mujer me acompañaba hasta la puerta, redonda la panza, esperando el primer hijo. Y un día, sin darme cuenta, entre pañales y sonajeros, me olvidé de mis sueños de compadrito. Mi vida tomó otro rumbo y aunque seguimos viviendo en el mismo barrio, con el Bebe, nos vemos muy de tanto en tanto.



Ese día en el Chez Piñeiro me habló de su soledad. No le quedaba familia, no tenía amigos. Se quejó de que el barrio ya no era el mismo. De no entender el cambio tan abrupto —según él—, que había tenido la vida en Montevideo. De no encajar en ninguna parte —decía. Extrañaba la vida que vivió en su juventud. Se encontraba perdido. No comprendía a los jóvenes. No soportaba a los viejos. Me di cuenta entonces, que en el intento de recuperar la vida que se fue, estaba dejando su propia existencia. De tanta queja que le oí ese día, pensé si no estaría volviéndose loco. De modo que traté de poner un parate a sus quejas y a su mal humor. Comprendí que el Bebe se había quedado en el tiempo, seguía viviendo en el pasado, en el arrabal de su juventud. Así que apuré mi copa y la cátedra de boliche, ese día, la encaré yo.


—Y bueno Bebe —comencé diciendo—, la historia es así. La vida, a la corta o a la larga, se cobra. Ya no tenés veinte abriles. El arrabal malevo, se fue. Ya no existe. Se fue el arrabal que hablaba de amor, el arrabal amargo, el barrio arrabalero y la luna de arrabal. Me extraña tu desconcierto Y no me vengas con que no te avivaste, que tiempo tuviste de sobra. ¿Que los años se fueron sin darte cuenta? Y a mí también se me fueron. Quién te dijo que los años iban hacer una gambeta para esperarte. La vida es una ráfaga que llega, pasa y al final te lleva. Aunque a su paso, si demostrás interés, te va enseñando a vivir. Con paciencia, sabés, y mano dura ¡eso sí! casi siempre con mano dura.


Si pusiste un poco de atención, lo que aprendiste en esos años no se te borra nunca más. Es un catecismo. Con ese único diploma tenés que salir a lucharla. Y no es fácil, si lo sabré yo. Cuando a los veinte años te llevás el mundo por delante, las minas se te regalan, los amigos te sobran y pensás que sos un crack, se te cruza una gurisa que te mira despectiva sobre el hombro y que es, justo, en la que vos te emperrás. Antes de los veintidós ya estás casado y esperando el primer hijo. Ahí se terminó la farra. De ahí en adelante la vida te empieza a exigir cada día más.


Si tuviste la suerte de encontrar una buena compañera, vas en bondi para triyar el largo viaje de los cincuenta años que te esperan. Pero la suerte, fijate vos, no siempre cae boca arriba. Por eso a la vida hay que saberla manejar. Tenemos la obligación de administrarla bien si esperamos, al final, contar con algún respiro. En sus idas y venidas la vida nos empuja, nos arrastra, nos vapulea. Y en medio de esa vorágine debemos edificar nuestro propio destino. O por lo menos intentarlo. La vida es un compromiso que no nos queda otra que aceptar.


Y vos, Bebe, la viviste tranqui, qué querés inventar ahora. Entiendo que estás solo, abatido, amargado, pero a vos se te olvidó sembrar, tenés que reconocerlo. Creíste que los veinte abriles no se iban a terminar nunca. Barajaste la vida con los comodines a favor y, claro, se te dio siempre la buena. Por miedo a perder nunca arriesgaste. Te supiste ganador y a tu manera lo fuiste. Yo me acuerdo, cuando vivía tu vieja, verte gastar la vereda de tu casa hasta el boliche. Quedarte en la esquina las horas largas “por si pasa la de ayer”, o a la espera de algún datero antes de arrancar para los burros.


Así se te fue la vida: entre dados, naipes y tungos. Campaneando a las pibas, pero sin comprometerte. Fuiste un maestro de la jerga rea. Timbero de ley, le escapaste siempre a la cana y eso que en más de una ocasión, después de una timba brava, te supiste batir a cuchillo con más de un perdedor. Eras un ídolo. La muchachada del boliche aquel, te admiraba. Siempre de pinta. Los zapatos relucientes, la camisa remangada impecable; la corbata floja sobre el cuello desprendido, el Borsalino en la nuca y el cigarrillo recién encendido.


Sí, fuiste un ganador. Cosechaste amores, ilusiones, desencuentros, en los corazones de las muchachas fabriqueras que veían en vos al galán inalcanzable. Superhéroe que sólo recibió sin dar ni prometer nada. Te conformó siempre el amor al paso. Jamás dejaste un seven eleven por una cita, ni perdiste una tarde maroñense, por un clásico en el Centenario. Y fuiste buen bailarín. Vaya si lo fuiste. Te floreaste en las pistas cuando a Montevideo venían los monstruos aquellos de Buenos Aires: las orquestas famosas, los cantores de la Época de Oro del tango. Nochero viejo: te tomaste la vida de un trago, se te piantó el chamuyo y te quedaste sin letra. Y hoy te asombra encontrarte solo.


Extrañado, recién te das cuenta que el barrio malevo no existe. Que las novias no esperan en los zaguanes. Que ya no hay zaguanes. Que los tranvías dejaron de rechinar y que la juventud, aquella, se fue. Mientras vos barajabas, rompías boletos, abrazabas el sabó; tus amigos se casaban, formaban una familia. Vos te distrajiste, perdiste el tren. Te quedaste en la estación. Se durmieron en tus manos las cuarenta del mazo; se mancaron los burros al doblar el codo en la pista de tu vida; los huesitos te echaron barraca. Se ensombreció tu vida en la noche larga de los años y no sabés qué hacer. De tanta mujer que pasó por tu vida, ninguna te sirvió para hacer patria.


Y recién te desayunás que los guapos, los malevos y la luna de arrabal, ya fueron. Que los conventillos, las calles empedradas, los buzones esquineros y los carreros de clavel en la oreja, siguen vivos sólo en el corazón de los que somos del treinta. Hoy, los nietos de tus amigos de ayer cantan en inglés, estudian chino y escriben en windows. Si te oyen cantar un tango te miran con lástima. A ellos, que escuchan su música en MP3, cómo les vas a hablar de la victrola Sondor donde, por los años cuarenta, escuchábamos embobados los tangos de Arolas. No podés. Estamos transitando el siglo XXI, entendés. Sí, ya sé que te cuesta entender. Pero aclarame una cosa: ¿Dónde estuviste todo este tiempo? ¿En qué arrabal, perdido del ayer, te quedaste dormido? Cómo dejaste que la vida te pasara por encima sin, siquiera, despertarte. Y me decís que estás sólo, abatido, amargado… ¡andá…!


¡Che, mozo!... serví la vuelta.


Ada Vega - año edición 2009

martes, 24 de enero de 2023

Edelmira dos Santos

 



 Aún parece andar su figura espigada por las quietas calles del viejo barrio. Tan pulcra, oliendo a jabón de coco. Tan digna y alegre, tan pícara y sagaz. Edelmira dos Santos era una morena nacida por la frontera, criada en Melo y venida a trabajar a Montevideo siendo una niña. Vivía sola, en un rancho a dos aguas forrado de madera, junto a unos álamos al final de una calle cortada.

Tenía una gata amarilla y un perro zanguango, medio blancuzco, que pasaba durmiendo al sol y que nunca pegó un ladrido. Edelmira hacía limpiezas por hora. Y sabía limpiar. Era seria y responsable. De confianza. Por eso nunca le faltó trabajo. Y aunque hablaba un perfecto español, cuando se enojaba, maldecía en portugués.

Un día don Gabino Gonzaga, que había quedado viudo hacía un par de años, la llamó para que hiciera en la casa una limpieza general. El hombre, desde su viudez andaba perdido, mantener la casa limpia y ordenada era demasiado para él. Ya no cuidaba su jardín; ni limpiaba las jaulas de los pájaros por la mañana, como lo hacía en vida de su mujer. Según él mismo decía: no tenía un por qué.
Edelmira llegó de mañana temprano, entró por la cocina y se puso a ordenar. Lavó cortinas, pisos, ollas, puertas y a las cinco de la tarde terminó. Dejó la casa como un sol y le dijo a don Gabino:

—Esta casa está precisando una mujer.
—Y quédate, le dijo don Gabino.
—¿Cómo es eso? le contestó ella.
—Y, puedes elegir — le dijo él—, te quedas con cama en la pieza del fondo y te doy cien pesos por mes y la comida, o te quedas en mi cama y te doy mi jubilación.

La morena puso los brazos en jarra, tiró la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada que retumbó en el barrio entero. Y riéndose salió de la casa de don Gabino, sin contestar. Aún reía cuando llegó a su ranchito, puso una sábana limpia sobre la cama, juntó su ropa, ató la sábana con dos nudos cruzados y se la enganchó en el brazo izquierdo. Levantó a la gata con el derecho, despertó de una palmada al perro, cerró el rancho con dos vueltas de llave, y entró en la casa de don Gabino por la puerta principal.

El hombre, que tomaba mate en la cocina, la vio entrar dirigirse a su dormitorio y sobre la cama matrimonial dejar su atado de ropa. Cuando Edelmira volvió, él le ofreció un mate, ella lo aceptó y él le dijo:

—Cébalo tú.
—No señor —dijo ella—, siga cebando usted, que yo voy a empezar a preparar la cena.
Al principio los vecinos no entendían muy bien cómo era la cosa entre don Gabino y Edelmira. Ellos no soltaban prenda. De modo que solo se hacían conjeturas.
—¿La habrá agarrado de mujer? —decían algunos.
—No le veo uña pa’ guitarrero —decían otros.
—Debe estar con cama, concluyeron. Y por esas quedó.

Don Gabino, que ese invierno tuvo quien le calentara la cama, le entregaba la jubilación a Edelmira como se había acordado. Salvo algunos pesos, pocos, como para los cigarros y para tener en el bolsillo, por cualquier eventualidad; porque hombre sin cigarros y sin un peso en el bolsillo, ¡era inaudito! peor que andar desnudo. ¡Peor! Edelmira manejaba la plata de don Gabino mejor que si fuera de ella. Primero separaba los gastos fijos: la luz, el agua y El Día, que el diariero lo dejaba por mes. Elegía en la carnicería el mejor cuadril para los churrascos del hombre, la verdura de hoja más fresca, la mejor fruta. Se hacía un lugarcito en la tarde, y se escapaba hasta el Paso del Molino y le compraba medias, calzoncillos, algún buzo de lana, pañuelos.


Y don Gabino empezó a andar con las camisas almidonadas y los pantalones planchados. A cuidar el jardín y limpiar las jaulas de los pájaros. Una tarde Edelmira le compró en la tienda del barrio, una camiseta y unos calzoncillos largos de abrigo de los que hacían en Martínez Reina, gruesos y afelpados. Don Gabino le dijo que ni soñara ella que él se iba a poner esa ropa de viejo. Que iba a parecer un loco y que qué se pensaba ella, o acaso no sabía muy bien que él estaba en muy buena forma y tenía cuerda para rato.
Edelmira le contestó que la única que lo iba a ver era ella y que lo prefería abrigado y sano y no de eslip como un muchacho, pero enfermo y muerto de frío. Don Gabino se puso los calzoncillos largos.

Una tarde, ya hacía tiempo que vivían juntos, don Gabino le dijo:
—El lunes es día de pago en la Caja, quiero que vengas conmigo así te comprás ropa y zapatos.
—¿Y para qué quiero yo ropa y zapatos nuevos?
—Porque quiero que vayamos una noche al cine o a dar una vuelta por el Centro.
Cuando al lunes siguiente salieron para la Caja de Jubilaciones, iban los dos del brazo. Don Gabino saludó a los vecinos:
—Buenos días. Ella iba muerta de risa. Y los vecinos entendieron: ¡Tenía uña, sí!
Esa noche Edelmira estrenando vestido, medias de seda y zapatos con tacón, se fue al cine con don Gabino muy elegante en su traje gris.


Para el segundo invierno que pasaron juntos don Gabino se enfermó de una gripe muy fuerte, que lo mantuvo en cama durante un mes. Ella lo cuidó más que una enfermera. Mientras se recuperaba el hombre pensó que si él se moría ella quedaría en la calle. Conocedor de los quilates que calzaban sus sobrinos, daba por seguro que no tardarían ni veinticuatro horas en decirle que se fuera, para luego pelearse entre todos por los cuatro ladrillos de la casa. Así que en cuanto estuvo en pie, la primera salida que hizo fue para apuntarse en el Registro Civil a fin de contraer matrimonio con Edelmira.


Nadie en el barrio supo del casamiento. Sólo al final, y por casualidad, se enteraron que Edelmira era la esposa legítima de don Gabino. No alcanzaron a vivir diez años juntos. Faltando unos meses don Gabino se enfermó. Después de una intervención quirúrgica muy importante, vivió sólo un par de meses. Murió tranquilo en su cama, acompañado por Edelmira que comenzó a llorar mucho antes de su partida. Don Gabino conocía bien el paño.

La misma noche del entierro llegaron los sobrinos en un camión. A cargar todo lo que les podía servir y a echarla a ella a la calle. Que no fuera a pensar que iba a quedarse dueña de casa, que ella era sólo una sirvienta, así que, que juntara su ropa y… Edelmira no abrió la boca, fue hasta el dormitorio y volvió con un sobre grande. Sacó la Libreta de Casamiento y unos documentos con los títulos de la casa a su nombre, con su firma, la de su marido, autenticado por escribano público, más timbres y sellos.
Se fueron dando un portazo. El perro zanguango, blancuzco y viejo, les ladró hasta que arrancaron. Primera vez.




Ada Vega, año edición 1997 -


lunes, 23 de enero de 2023

La muerte de Mariquena Vargas

 



Murió Mariquena Vargas. Su muerte repentina nos ha dejado atónitos. Estupefactos. No porque no tuviese edad para morir, que sus bien cumplidos ochenta años los tenía y muy bien llevados por cierto. Sino por un pequeño detalle que ocultó durante toda su vida y que, al morir y enterarnos, nos dolió como un cachetazo en pleno rostro. No nos merecíamos esa burla de tu parte, Mariquena. Fuiste casi cruel. Casi. Cierro los ojos y creo oír tu risa burlona desde el infierno donde estarás. ¿O te habrá perdonado Dios...?

Mariquena era una mujer de ley. Conservó hasta el final de sus días la fortaleza y la presencia de una verdadera matrona. Que eso fue, sin lugar a dudas. Y al decir de quienes la conocimos de cerca: una gran mujer.
Una mujer fantástica, diría yo. De fantasía.
Cuando la conocí tendría algo más de cuarenta años. No muchos más. Conservaba una belleza poco común. Su cara y su pelo renegrido me recordaban a Soraya, aquella princesa de los ojos tristes casada con el Sha de Persia, que fue obligada a abdicar del trono por no lograr concebir hijos que perpetuaran la dinastía del Sha. Como verán, salvando la distancia, Mariquena era una mujer hermosa.

Fue también, en aquel tiempo, una modista muy reconocida. Se acercaban señoras de otros barrios para hacerse la ropa con ella. Vivía por Bulevar Artigas en una de las últimas casas que Bello y Reborati construyeron allá por la década del treinta. Según cuentan los  vecinos más viejos del barrio, Mariquena tenía apenas diez años cuando vino a vivir con su tía, doña María Emilia Cufré, hermana de su madre, casada con un italiano de apellido Righetti directivo de la compañía Transatlántica de Tranvías. Era una niña delgada y alta, de cabello negro y ojos oscuros. Introvertida y con marcadas carencias de afecto.

No recuerdo, si es que alguna vez lo supe, el motivo que la llevó a abandonar su hogar, sus padres y hermanos, para venirse del todo con doña María Emilia. Lo cierto fue que con ella vivió en aquella hermosa casa como si su tía fuese su verdadera madre, y la acompañó hasta el final de sus días como si ella fuera su propia hija.

Cuando llegó Mariquena a la casa del señor Righetti doña María Emilia, que no tuvo hijos, recibió a su sobrina con mucho cariño y comprensión. La anotó para terminar primaria en la escuela Grecia, que estaba en aquellos años, en Miranda y Bulevar, frente el Campo de Golf. Terminada la escuela la chica no se inclinó por los estudios; cumplidos los catorce años quería trabajar, de modo que la tía le consiguió empleo en los talleres de confección de Aliverti, una prestigiosa casa de modas de la avenida 18 de Julio, y allí se mantuvo hasta mediados de los ochenta cuando la firma cerró. Entonces se quedó en su casa y trabajó como modista durante muchos años.

Mariquena nunca se casó ni tuvo hijos. Y a pesar de que en el barrio corrieron escabrosas infidencias sobre una turbulenta vida amorosa y sobre varios amores que en su juventud dejó por el camino, nunca le conocí novio ni hombre alguno. De modo que de las historias que de ella se contaron, la mitad no hay que creerla y a la otra mitad ponerla en duda. La recuerdo sí, como una mujer de carácter fuerte que no se dejaba avasallar. Justa. Honesta. Gran discutidora. Defendía sus ideas y los temas de su interés, de igual a igual, tanto con hombres como con mujeres.

Hacía varios años que el señor Righetti había fallecido cuando murió doña María Emilia. El matrimonio, papeles mediante, dejó la casa a Mariquena como herencia. La hermosa casa con torrecita y mirador de tejas. Entonces apareció Teiziña, una morenita de motas, de diez o doce años, que un invierno anduvo pidiendo comida puerta por puerta. Uno de esos días de lluvia y mucho frío Mariquena la entró en su casa, la alimentó, le dio ropa seca y la niña se quedó ese día y el otro y todos los días que siguieron.

La morenita contó que venía de la frontera con Brasil, donde había nacido. Su madre, sola y agobiada con la crianza de ocho hijos, la había puesto en un ferrocarril con destino a Montevideo para que ella misma se buscara la comida, pues la pobre mujer no tenía como alimentarla. La niña, por lo tanto, desde el mismo día que llegó a la capital andaba caminando y durmiendo en los portales. Desde entonces, Mariquena y Teiziña, vivieron juntas como madre e hija. Así las recuerdo yo.

Teiziña terminó de crecer y durante largos años se ocupó de la casa y de Mariquena; una obligación que se impuso a sí misma como modo de agradecimiento, hacia quien la sacó de la calle y le dio un hogar. Tampoco se casó nunca. Tuvieron, si se quiere, un destino común: la casa de bulevar, siendo niñas, las cobijó a las dos.

Fue ella quien encontró a Mariquena muerta. Dormida para siempre estaba la doña en su cama. En la misma posición que se durmió, la encontró la muerte.
La morena llamó una ambulancia, al doctor y a la Pompa Fúnebre. En el living de su casa nos reunimos algunos vecinos, para no dejarla sola. Allí estábamos, cuando del dormitorio de Mariquena salió uno de los empleados de la funeraria, que se encontraba arreglando el cuerpo para las exequias, y preguntó por algún pariente cercano. Pariente no había. La morena era lo más cercano que la difunta tenía en esta vida. No obstante Teiziñia, llorosa y muerta de miedo, se rehusaba a hacer acto de presencia en el dormitorio donde descansaban los restos mortales de Mariquena.

Los empleados de la empresa decidieron que hasta que no se presentara algún responsable del velatorio, ellos no seguirían preparando el cadáver. Ante tal premisa una vecina, aceptando el reto, se ofreció para acompañarla. De manera que, apoyada en la buena mujer, la morena accedió y las dos entraron juntas al dormitorio. Dos empleados de la funeraria esperaban, de pie, uno de cada lado de la cama. Nadie habló. No fue necesario.
Mariquena estaba tendida en su cama mostrando, sin ningún recato, su cuerpo desnudo de varón.
Firme aquí, —le dijo el empleado a Teiziña.
Tuvo que esperar a que volviera en sí del desmayo.
La vecina solidaria había huido espantada.
Aún me cuesta creerlo.

 Ada Vega, año edición 2oo4 - 

viernes, 20 de enero de 2023

Milico



Con Miguelito nos criamos juntos. Vivíamos en el mismo barrio y en la misma calle. Tenía uno o dos años menos que yo. Era el más chico de cinco hermanos: cuatro varones y Juanita, mi amiga. Miguelito era mimoso y mal criado. Se pasaba fastidiando y no nos dejaba jugar tranquilas. Casi siempre teníamos que andar cuidándolo para que no se cayera y se lastimara. Los hermanos varones no querían jugar con él porque era muy chico y al final terminaba siempre jugando con nosotras. El padre, que estaba empleado en el Frigorífico Artigas, se llevó a trabajar con él al mayor de los varones, antes de que el muchacho cumpliera los catorce años. Los otros dos hermanos, más o menos a la misma edad, entraron en la Fábrica de Vidrios. Pero a Miguelito no le gustaba trabajar, era medio vago, ningún trabajo le venía bien. Un día el padre se lo llevó con él al frigorífico, como había hecho con el hermano mayor, para que fuera conociendo el trabajo. Se fueron los tres de madrugada. Cerca del mediodía lo trajeron blanco como un papel, con los ojos desorbitados, vomitando y medio muerto de susto. Le explicaron a la madre que cuando vio las reses colgadas, la sangre, las tripas, los hombres faenando con los enormes cuchillos: se desmayó. Sin duda el trabajo del frigorífico no era para Miguelito. Le llevó un tiempo reponerse del susto. Lo perseguían los ojos de las vacas muertas y por las noches no podía dormir. Dejó de comer carne hasta que, pasado de arroz y verdura, volvió a los churrascos, al asado y a los chorizos. De todos modos tenía que trabajar en alguna parte. Estaba llegando a los diecisiete años y el padre no lo quería en la casa. Los hermanos lo llevaron a la fábrica donde ellos trabajaban. No. Tampoco. Le dijo a los hermanos que se podía equivocar y en vez de soplar el vidrio para afuera hacerlo para adentro y formarse una botella en la barriga. En vano le explicaron que ese trabajo solo lo realizaba personal especializado, que él sería derivado a otra sección. No hubo caso. Plantado en una decidida negativa, les dijo que allí adentro hacía mucho calor, que se podía quemar con esos hornos tan grandes o cortar con tanto vidrio. Los hermanos se enojaron, le dijeron que era un maricón y que se buscara trabajo él solo, que era un vago y un inservible. Y Miguelito se volvió a su casa antes del mediodía, a tomar mate con "pancongrasa". El padre de Miguelito levantó presión. Hizo lo único que le quedaba por hacer. Para evitar que anduviera de vago por la calle y un día fuese a parar a la comisaría, lo llevó de entrada y lo metió de milico en la 19. ¡Milico! A los hermanos no les cayó muy bien eso de tener un hermano policía. Pero el padre, que era amigo del comisario, sabría lo que hacía. Se conocían de Treinta y Tres, de donde habían venido siendo muchachos, y le prometió cuidar a Miguelito que quedó para hacer mandados y alguna recorrida por nuestro barrio. Heredó el uniforme de un policía muerto, tres talles más grande que el suyo y una gorra que se le caía encima de los ojos, pero que él se acomodaba a un costado y se sentía un alférez de la Fuerza Aérea. Le habían dado un pito de metal que se colgaba del cuello como un juez de fútbol, con el que corría a los gurises que jugaban a la pelota en la calle. Otras veces se lo ponía en el bolsillo y, con la gorra bajo el brazo, se entreveraba con ellos en algún picadito. Después se recomponía, tocaba el pito y se terminaba el partido. Hacía la recorrida por el barrio todas las tardes, pero no tenía una hora determinada, creo que el comisario lo mandaba a la hora exacta en que ya no lo soportaba más. Y él venía al barrio contento, tomaba mate con los vecinos, lo convidaban con tortas fritas, y se quedaba en la esquina con los muchachos a fumar y hablar de fútbol. Jamás desenfundó el revólver ni permitió que se lo tocaran. “Con las armas no se juega, son cosa seria”, y aparte él “era la ley”. Protegido por el comisario, nunca actuó en un hecho de sangre o de riesgo. Miguelito jugaba a ser policía. Había dado con el trabajo justo para él. Se pasaba el día en la calle y aunque nunca fue corrupto, era un milico cegatón. Alguna cosilla no veía y alguna otra esquivaba. Cosas menores, sin importancia, una gallina que cambiaba de dueño, algún vidrio roto por una pelota. Pavadas. Miguelito era feliz. Y nosotros también. Era lindo verlo pasear por el barrio con su cachiporra en la mano, que solo usaba para enderezar su gorra cuando se le caía sobre un ojo. Nadie sabe a ciencia cierta que andaba haciendo Miguelito por Belvedere la tarde del tiroteo. Unos malandras con prontuario groso habían copado una casa y, alertada la policía, los tenía cercados mientras se batían a tiros. Miguelito no estaba en el procedimiento. Pasaba de casualidad por la esquina cuando uno de los copadores, agazapado en la azotea, vio el uniforme y le apuntó, dándole en la mitad del pecho. Miguelito murió sin saber por qué moría. Toda La Teja lo lloró: Los muchachos callejeros, los chorritos, los canillas, los trabajadores y las vecinas. Y a pesar de los años que han pasado, guardo vivo el recuerdo de aquel Miguelito mimoso que teníamos que cuidar para que no se cayera y se lastimara. Aquel Miguelito vestido de milico, comiendo una torta frita mientras hacía la ronda. Aquel Miguelito que una tarde en Belvedere: “Cayera abatido en un trágico episodio, cumpliendo con su deber de defender la Ley y el Orden…"
Ada Vega, año de edición 1996

jueves, 19 de enero de 2023

Madame Colette

       



         Fue en los años de macetas con malvones, de madreselvas y campanillas azules enredadas en los tejidos de alambre. De casillas de lata, veredas angostas y calles cortadas. Cuando Montevideo paría barrios orilleros que levantaban chimeneas. Y en los frigoríficos y lavaderos, barracas y fábricas, los obreros se turnaban de 6 a 2, de 2 a 10, de 10 a 6.
       En aquel entonces, al oeste de la ciudad y junto a la desembocadura del Miguelete, crecía el Pueblo Victoria. Barrio fundado por el ingles Samuel Lafone en 1842, y que lleva su nombre en honor a la Reina Victoria de Inglaterra. Enquistado en él, habitando unas pocas cuadras, reinaba lo más selecto del hampa montevideana. 
       Tahúres y cafishios, paicas y grelas del más rancio sabalaje, se habían aquerenciado en el barrio. Fueron famosas las casas con luces rojas regentadas por mujeres que hacían la vida más llevadera, prodigándose junto a sus pupilas para servir a su numerosa clientela. Aún hoy, los más veteranos del barrio, recuerdan nombres, rostros y virtudes de aquellas matronas que los iniciaron en el arte del amor. 
       Una de esas casas era gobernada por Colette, una francesa muy bonita de comentada fama, que con poco más de veinte años se vino un día del parisino barrio de Montparnasse.  Desembarcó en nuestro puerto con un  par de baúles, vestida como un figurín, y con el pelo cortado a la garzón. Ya experta en su oficio llegó a  Montevideo atraída por los comentarios en el viejo mundo, de que el oro en la joven América se encontraba tirado en la calle. Pronto se dio cuenta la francesita de que, o bien se había equivocado de puerto, o alguien exageró sobre nuestras uruguayísimas riquezas. 
     De todos modos ya estaba aquí, por lo que sin amedrentarse se dedicó a dictar cátedra de amor incorporando a nuestros conocimientos en la materia, los últimos adelantos en técnicas y afines, directamente importados desde su país de origen.  Recién llegada se instaló en un hotelito de la Ciudad Vieja. Observó el ambiente, recorrió los bares de la Aduana, el bajo del Tajo y la Puñalada y puso sus bellos ojos en el Pueblo Victoria. No obstante, comenzó su actividad en un bar de coperas  por la zona portuaria. 
    Enredada en un castellano afrancesado y  decidida a  conocer mejor nuestra idiosincrasia  pasó allí un período de adaptación. Pero su destino en estas tierras era otro. No había venido desde la lejana Europa para, con su desgaste, enriquecer a un macró latino.  Dueña de un pequeño capital, pretendía abrir su propio negocio. Por la Aduana consideró que no era factible. Demasiada competencia. Así que un día cargó con sus baúles, y se despidió de  la Ciudad Vieja. Alquiló una casa de inquilinato en el Pueblo Victoria y se instaló con una bahiana que conoció en el bajo del puerto y dos sirvientitas con cama cansadas de trabajar gratis para los hombres de la casa. Y al poco tiempo multiplicó su personal y su fama.
        El día que Colette llegó al barrio encandiló a los vecinos con su belleza y conquistó al malevaje que quedó rendido a sus pies pa’ lo que guste mandar. Y aunque algún tahura lo negó, era bien sabido que más de cuatro se hubiesen enfrentado a cuchillo, por ser el primero en la lista de sus hombres. 
      Muchos se equivocaron al conocer a Colette y verla tan frágil y delicada. Sin embargo, no tuvieron que esperar mucho tiempo para descubrir que tras su carita de niña buena, la francesita escondía un temperamento firme y aguerrido. Nunca dudó, para mantener su establecimiento en orden, en sacar a un matón a empellones a la calle o partirle una botella en la cabeza, si se cuadraba, a quien se pasara de listo por más guapo que fuera. 
       Usaba el puñal sin asco y con destreza si era necesario, y tenía por las dudas siempre a mano, una pistola con cachas de nácar que un turista árabe – libanés le obsequiara en sus tiempos por la Ciudad Vieja. Árabe que  zarpó un invierno de Beirut y que al llegar a Uruguay, no bien tocó puerto conoció a la francesa que lo cautivó.  
       Durante años el asiático fue y vino por el mundo tan sólo para estar con ella. A Colette no le era indiferente su amante árabe, bello ejemplar de varón de cabello enrulado y ojos negros y fríos como dagas, a quien ella llamaba: el Jeque. Y fue tal vez el Jeque uno de los hombres que más amó. Pero no el único. 
      En sus años del Pueblo Victoria despertó tremendas pasiones. En ambientes de avería y también entre santos varones no confesos. Rondando el convento y esclavo de la madame, campaneaba el Porteño. Un busca pintún, rubio de ojos claros, que se vino un día disparando de Buenos Aires tras dejar en Almagro terrible prontuario por fullero y batidor. Como tenía la vuelta prohibida entre el bramaje de su ciudad se afincó en Montevideo donde vivió a salto de mata, rebuscándose entre timba y fiolería. 
     Hasta el aciago día en que conoció a la francesita. La muchacha le dio vuelta la cabeza, el corazón y el alma. Y hubiese sido capaz, si ella se lo hubiera pedido, de apartarse del malandrinaje y, haciendo un supremo esfuerzo, hasta de ponerse a trabajar. Claro que para tranquilidad de su conciencia ella nunca le pidió tamaño sacrificio. Pese a que hay que reconocer que Colette miraba con muy buenos ojos al argentino, con quien compartía un pedacito de su apasionado corazón.
        Pero fue un muchacho del Pueblo Victoria, hijo de emigrantes italianos, quien conquistó por entero el corazón de la francesita. Un joven seminarista, que fue su asiduo cliente durante casi todo un año y con el cual  vivió un tórrido romance. Colette hubiese dejado todo por él;  la mitad de su vida habría dado por borrar su pasado y su presente y ser  solamente una simple muchachita para merecerlo. Pero el joven no le pidió ni le ofreció nada. Y un día vino por última vez se despidió de ella y se fue para seguir su carrera sacerdotal.  
       Ese fue un año fatal para la francesa pues también perdió al árabe, al que en el Líbano sentenciaron: se quedaba allí y mantenía a sus esposas, como  mandaba la ley, o corría el riesgo de perder su cabeza. A pesar de amarla desesperadamente, el  Jeque no tuvo opción. Decidió pues conservar su hermosa cabeza sobre sus hombros, y no volvió a aparecer por  la casa de inquilinato.
       De sus amores más arraigados sólo quedaba el Porteño que una noche, por sacar la cara por ella, quedó tendido en la calle en un duelo a cuchillo con un taita matón. La pérdida cruel e injusta de su rubio amor argentino le puso un lacre a su corazón. Durante mucho tiempo otros varones trataron inútilmente de conquistar a Colette, pero la francesita se había cansado de amar. Y fue en esos meses que para asombro del vecindario,  vieron que la madame estaba esperando un hijo.       
       Pasó el tiempo y nunca dijo quien era el padre del varón que nació un diciembre. Tendría el niño unos cuatro años cuando traspasó su negocio y se fue del barrio con su hijo y una valija con dinero suficiente como para iniciar una nueva vida. Atrás quedarían para siempre sus años de madame, dueña de un prostíbulo cuya fama comentaría el hampa por mucho tiempo. Atrás quedaría aquel Pueblo Victoria que la amó y a quién ella amara. Atrás sus trágicos amores, los sueños que trajo un día de allende el mar. Y también Colette, atrás y perdida para siempre.
       Cuando se fue del Pueblo Victoria se instaló en un apartamento en el último piso de un edificio en Reconquista y la Rambla con un enorme ventanal que daba al río. Abrió allí una casa de Alta Costura para las damas de la sociedad, que llegaron a adorarla por su sobriedad y buen gusto. Entonces se llamaba “Marie Stephanie Fournier de Binoche. Viuda de Jules Binoche, que había muerto en París  dejándola sola con un niño de pocos años con quien había venido a Montevideo en busca de olvido y consuelo”.
       Puso a su hijo en el mejor colegio que encontró y vivió con gran decoro. Fue aceptada de inmediato por las damas de la sociedad montevideana y respetada por los hombres. No hacía vida social, concurriendo muy esporádicamente a las galas del Solís o alguna velada en el club Uruguay. Fue allí precisamente que una noche volvió a encontrar al seminarista.
       El club Uruguay lucía espléndido. Las arañas de cristal brillaban como joyas. Las damas ataviadas con finísimos vestidos de fiesta eran escoltadas por caballeros de riguroso smoking. Esa noche Marie Stephanie, que con los años había acentuado su belleza, llegó al Club del brazo de su hijo Guy Binoche Fournier, que acababa de recibir su título de Ingeniero Civil, acompañados ambos de un alto jerarca gubernamental y su señora esposa.
  Junto a los balcones sobre la calle Sarandí, Monseñor Mazzetti conversaba con un diplomático. Al pasar junto a ellos, la señora que la acompañaba se detuvo para saludar al Prelado y a su vez presentarle a Marie Stephanie.
  Los dos se reconocieron. La señora, ajena a la situación, los presentó:
 - Monseñor Mazzetti, la señora Marie Stephanie Fournier de Binoche.
 - Señora.
 - Un placer Monseñor.
 - Y su hijo, Guy Binoche Fournier.
 - Joven...
 - Mucho gusto.
       Monseñor sintió que el corazón se le desbocaba. Había reconocido a Colette. Pero ¿quién era ese joven tan parecido a él? La misma cara, los mismos ojos, el mismo porte. Así era él años atrás, cuando tuvo que elegir entre la dulce Colette y su apostolado. Las fechas coincidían. ¿Podría ser su hijo? Necesitaba hablar con Colette. Preguntarle. Pero ella lo saludó inclinando la cabeza y se fue del brazo de su hijo.
     También para Marie Stephanie el encuentro fue inesperado. Era el pasado que volvía inquisitivo. Los ojos de Monseñor le gritaban una pregunta que ella no quería responder. Era indudable que se había reconocido en el hijo. Se retiró temprano de la recepción y no se volvieron a ver. Dicen que un tiempo después Marie Stephanie cerró la casa de modas y argumentando su deseo de volver a Francia se fue con su hijo. Y nunca volvió.
     Supo sin embargo, antes de irse, que Monseñor trataba de contactarla. De modo que el día que se fue dejó en el Correo una carta para él. Cuando Monseñor la recibió, ella y su hijo ya estaban en París. Monseñor Mazzetti llevaría desde entonces en su pecho, la dulce herida que le dejara la francesita.
    Tembló la hoja en las manos de aquel seminarista, cuando leyó en grandes caracteres una sola palabra que resumía una lejana historia de amor:  Sí.


Ada Vega, año edición 2003