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martes, 18 de abril de 2023

Cartas para Lucía

 


Si de algo careció Lucía a los veinte años fue de gracia, belleza. Sensualidad. No era, ni cerca, como las muchachas que al atardecer paseaban del brazo por la plaza, y al cruzarse con los jóvenes del pueblo bajaban los ojos con recato.

Ni como las empleadas de la fábrica “Las Marías” seis cuadras después del puente, que en cada turno circulaban en grupos vestidas con overoles azules, comiendo maníes tostados en cucuruchos de papel de diario. Siempre alegres, y sonriendo con picardía a los muchachos que al pasar las piropeaban.
Recién cumplidos los diez años, Lucía quedó huérfana de padre y con solo quince años perdió a su madre, quien al morir, dejándole la casa de herencia y una pensión de por vida, le delegó la tarea de velar por sus hermanos.
En esos días de luto —según dijo—, para acompañarlos y darles una mano, llegó una tía a vivir con ellos hasta que pudieran arreglarse solos.
La tía que vino por un tiempo no aportó ni trabajó nunca, molestaba más que servir para algo, y recién se fue de la casa cuando años más tarde la parca se la llevó.
De manera que Lucía, con sus quince años y mientras sus hermanos terminaban de criarse, cargó con la casa y se dedicó a lavar, limpiar y cocinar para todos. Así lo hizo mientras la tía tejía y miraba televisión y los dos varones, terminados sus estudios, se pusieron a trabajar.
Siempre había pensado en dedicarse un poco a ella cuando sus hermanos se casaran o se fueran de la casa. Pero los muchachos resultaron reacios al matrimonio y permanecieron aferrados a la casa paterna y a su alma.
Los años inclementes fueron pasando. Las hojas del almanaque se llevaron su juventud y con ella la esperanza de encontrar el amor. Si bien es cierto que nadie nunca le pidió matrimonio, también es cierto que ella, desde su ostracismo, nunca miró hombre alguno. De modo que al cabo del tiempo se fue convirtiendo en una mujer gris. Con una grisura que afloraba desde su interior. Despojada de toda coquetería, su feminidad se reducía a mantener la pulcritud de su persona. Ajena al uso del maquillaje, peinaba su cabello negro y lacio recogido en un moño sobre la nuca. Consciente o no, logró que su paso por la vida pasara inadvertido.
Fue así que un día, a fin de vencer la soledad y el encono que le producía el haberse convertido en la solterona del pueblo, comenzó a recibir y contestar cartas de un misterioso enamorado creado por su imaginación. Enamorado que fue perfeccionando tanto en sus misivas que un día se le apareció en cuerpo y alma. Sin darse cuenta había dejado pasar la juventud, los días en que el Amor se respira en el aire. Lucía nunca se cruzó con él, y llegó a la plenitud de su vida sin amor y sin sexo. De todos modos, un día entendió que no era demasiado tarde y se dispuso a buscar y encontrar al hombre que, según ella, estaba esperándola en alguna parte. Carente de afecto y de ternura, necesitaba sentirse amada y deseada por un hombre. Entonces recibió la primera carta:
Srta. Lucía:
Usted no me conoce. Soy un hombre que desde hace mucho tiempo está enamorado de usted. No he tenido oportunidad de hablarle a pesar de habernos cruzado muchas veces, por ese motivo le escribo esta carta.
Me llamo Albérico Alonso, tengo 58 años y soy viudo. No tengo hijos. Vivo en el Nro. 3520 de su misma calle. Me gustaría que nos encontráramos para conversar. Contésteme por favor. Deme la oportunidad de conocerla. Ya sabe mi dirección. Afectuosamente
Albérico Alonso
La carta con su nombre y dirección se encontraba en el buzón de la entrada, cuando uno de los hermanos al volver del trabajo la encontró.
—De quién es —le preguntó al entregársela.
—Cómo voy a saber si aún no la he abierto —le contestó
Leyó con tanta emoción como si aquella misiva fuese en realidad de un extraño, y sintió que el corazón latía como alocado. Esperó un par de semanas y contestó:
Sr. Albérico Aloso
De mi mayor consideración:
Hace unos días recibí su carta. He dudado mucho en contestarla. No sé si es una broma o usted realmente existe. No sé quién es, no he intentado averiguarlo pese a dejarme sus datos y dirección.
Desconozco a qué o a quién estoy enfrentándome, pero créame que ha despertado mi curiosidad. No sé de qué pudo usted enamorarse, como dice.
Tengo en mi habitación un gran espejo que diariamente me recuerda que no soy joven ni hermosa. Le agradezco sus conceptos, pero no pienso que vernos resuelva esta extraña situación. De todos modos lo saludo atte.
Lucía Rivero
Cerró el sobre, escribió la dirección que le dejara Albérico y la guardó junto a la primera carta que hizo y recibió.
A los pocos días una nueva carta aguardaba en el buzón.
Cada carta que recibía iba transformando su carácter y su presencia. Se la veía más alegre, más cuidada. Feliz. Casi hermosa. Esa relación escrita se mantuvo poco más de un año. Los hermanos, que creían que efectivamente las cartas las enviaba un admirador, no entendían por qué Lucía se negaba a conocer al hombre que, según ella misma contaba, era una persona de bien. Mientras las cartas, atadas con una cinta roja, se fueron sumando guardadas en un cajón de la cómoda.
Un día Lucía comenzó a no saber con exactitud dónde dejaba los lentes, el monedero, los recibos para pagar las cuentas de la casa. A sentir inseguridad para caminar. De todos modos seguía escribiendo y recibiendo cartas. Hasta el día que Albérico se presentó en su casa.
Se encontraba preparando la cena para sus hermanos que aún no habían llegado, cuando oyó el timbre de la puerta de calle. Se apresuró a abrir y allí se encontraba Albérico.
—No podemos seguir así —dijo el hombre—, no somos niños. No tenemos la vida por delante. ¡Quiero que vivamos juntos!
Lucía lo invitó a entrar. Conversaron mucho, hasta la media noche. Desde entonces todos los días llegaba el hombre a conversar y hacer proyectos. A veces de mañana, otras al medio día. Y muchas veces de noche en que se escuchaba la voz de Lucía en continuo coloquio, hasta entrada la madrugada.
Decidieron vivir juntos y para siempre cuando los hermanos, luego de varias consultas médicas, la internaron en un sanatorio para enfermos mentales. Albérico se fue con ella. Vivieron juntos hasta la mañana del invierno aquel, en que Lucía no despertó.

Ada Vega, año edición 2010

domingo, 16 de abril de 2023

Añoranzas



De un tirón firme en la chaura, dejó al trompo bailando sobre la cuadriculada vereda gris. Permaneció un momento observando sus giros y balanceos, y luego se arrodilló,
arrimó su mano con el dorso hacia abajo hasta lograr que el trompo, al girar, subiera entre los dedos y se durmiera bailando en la palma de su mano. Entonces se puso de pie y levantó la mano a la altura de los ojos, mostrando a los otros chiquilines que lo rodeaban, su pericia en el arte de dominar aquel pequeño trozo cónico de madera que seguía bailando frenéticamente ante su cara risueña.

Erguido como un rey ante sus súbditos mostrando su trofeo. Orgulloso como un dios pagano, allí estaba de pie, con sus nueve años avasallantes, sus pantalones cortos y la honda en el bolsillo de atrás; riéndose con su cara toda, su boca de dientes pequeños, sus ojos verdosos y aquel mechón de pelo rebelde que le caía sobre la frente. Era un capo entre los botijas del barrio. El que remontaba más alto las cometas. El que mejor jugaba al fútbol. Había que verlo pelear a la salida de la escuela, cuando cortaba en el recreo con alguno de sexto. Era inteligente, pero muy diablo. Aquel año, no terminó quinto. Un día que por segunda vez no llevó los deberes, la maestra le dijo:

—Imbécil, y él le tiró con un tintero. Lo expulsaron. Dijo la Sra. Directora que era un niño muy díscolo. Que su comportamiento era un mal ejemplo para sus condiscípulos. Que perdone señora, pero su chico necesita un colegio especial, donde lo puedan reeducar. Que era un niño muy malo y usted no va a poder con su vida. Adiós señora, y que Dios la ayude, lo va a necesitar.

La mamá no le contestó, ella sabía que no era malo. Era bandido. Callejero. Pero no era malo.



Se fueron juntos de la escuela, callados, ella cada tanto suspiraba, él la miraba a hurtadillas queriendo abrazarla y decirle cosas como:

—Mamá te quiero mucho, no te pongas triste, yo, yo a veces no sé por qué me porto mal, no sé, yo quisiera ser el mejor de la clase, el mejor del mundo para que vos estés contenta, pero no sé qué me pasa mamá, de repente me entra como una viaraza... ¿me vas a poner en un colegio especial? ¿Qué es un colegio especial, mamá?



Todo eso hubiera querido decirle a la madre, pero caminaba callado con la moña desatada y la cartera colgada al hombro. Cuando llegaron a la casa la madre le acarició la cabeza y le dijo:

—Andá, sacate el guardapolvo y lavate la cara y las manos que vamos a comer. Hice un guiso con dedalitos y le puse choclos, como a vos te gusta, andá. Y él se puso a llorar. La madre mientras ponía la mesa pensó en voz alta:

—¡Pobre Sra. directora, sabrá mucho de alumnos, pero de hijos no sabe nada!



Al año siguiente la madre lo puso en la escuela de varones, porque la escuela hay que terminarla, para no ser un burro, sabés. Hizo quinto y sexto. Cuando estaba en sexto, una tarde lo llevaron preso. Estaba jugando al fútbol en la calle con otros gurises, algún vecino rasqueta llamó a la policía y vino un guardia civil en una moto con sidecar, lo encontró justo a él con la pelota en la mano.



Cuando la madre se enteró y llegó a la comisaría ya lo habían pasado para el asilo. Ella le preguntó al comisario si los milicos de esa comisaría no tenían más nada que hacer, habiendo tantos ladrones sueltos, que llevar preso a un menor que jugaba a la pelota frente a la puerta de su casa. El comisario pasó por alto el comentario y le dijo que fuese a buscarlo al asilo, que un policía la iba a acompañar. Ella desde su dignidad le dijo:

—No se moleste, yo voy sola, no necesito acompañamiento.



El tranvía la dejó ante la puerta del edificio donde se leía: “Mi padre y mi madre me arrojan de sí, la piedad cristiana me recoge aquí”. Habló con el director y sin darle tiempo a solucionar el problema, salió nerviosa de su oficina, cruzó un patio embaldosado, buscó al hijo con premura y cuando lo vio lo tomó de un brazo y lo sacó en vilo.

—¡Manga de energúmenos! murmuró al pasar, pero al llegar a la puerta de salida se dio cuenta que el personal del asilo no tenía nada que ver y antes de salir se disculpó ante el director:

—Disculpe, estoy muy nerviosa.

—Vaya señora, vaya, le dijo el director, y a él:

--Portate bien.

Se volvieron en el tranvía, la madre preocupada porque tenía que terminar un vestido para el día siguiente y él abrazado a ella prometiéndole el oro y el moro y antes de llegar, recostado a su hombro, se quedó dormido.

Una tarde de ese verano, mientras le probaba una blusa a una clienta, él entró de la calle por la puerta del fondo, llegó al comedor y le dijo a la madre: Mamá, y cayó desmayado. Traía un brazo chorreando sangre y un hueso expuesto, blanqueando hacia afuera. Se había caído jugando al fútbol en el campito y así se vino agarrándose el brazo y perdiendo sangre por el camino.



Cuatro cuadras corrió la madre hasta el teléfono más próximo para pedir una ambulancia. Esa noche lo operaron de urgencia. Lleva desde entonces una cicatriz con forma de T, en su brazo izquierdo. Siguió jugando al fútbol por todos los barrios de Montevideo y también en el interior. La madre quería que estudiara, hay que prepararse para el futuro. Lo anotó en la Escuela Industrial. Pero él era wing derecho.

—¡Qué sacrificio Dios mío! ¿Qué voy a hacer con este muchacho? ¿Qué te va a dar el fútbol me querés decir? ¡Te vas a morir de hambre, yo no voy a vivir para siempre!



Una tarde paró un auto frente a la casa, golpearon a la puerta y un señor le entregó a la madre una tarjeta con el escudo de Peñarol. Lo habían visto jugar y lo esperaban para practicar el jueves de mañana. Ella no entendía ni quería saber de cuadros de fútbol. Le bastaba con saber que debido a ello, el hijo había estado preso, se había quebrado un brazo, y vaya a saber cuántas cosas más que mejor que ella ignorara.



Cuando llegó el muchacho la madre le dio la tarjeta y le comunicó lo que había dejado dicho el hombre. Que hiciera lo que a él le pareciera. El miró la tarjeta amarilla y negra y dijo:

—¡Ta loco! ¿A Peñarol voy a ir a practicar? ¡Ta loco! Y la tiró a un costado. La madre no opinó. ¿Qué te va a dar el fútbol, qué te va a dar...?



De los cuatro hermanos eras el más arraigado al barrio, el más madrero, el que tuvo siempre más amigos. Y el predilecto de mamá.



Sin embargo un día fuimos todos a despedirte al aeropuerto. Un pájaro enorme te llevó al otro lado del mundo. Aquí se quedaron tus Cancioneras de Gardel, y las fotos de Atilio García. Y tu niñez y mi niñez, y tu adolescencia y mi adolescencia, y nuestra casa en el viejo barrio. Y allí estás, rodeado de chiquilines, con tus nueve años y el trompo de madera bailando en tu mano. Yo también estaba con ellos. Y me sentía orgullosa de mi hermano. ¡Qué inteligente! Qué hábil. Qué alto remontaba las cometas .Qué bien jugaba al fútbol.



¡Qué lejos te fuiste un día...!



Y hoy, que aquella niñez se ha perdido en el tiempo, que la juventud nos ha dejado de lado y disfrutamos ambos la alegría de ser abuelos, recuerdo tu primer pantalón largo y como tosías, cuando fumabas escondido tras los transparentes del fondo

Hubiese querido que envejeciéramos juntos. Pero sabés, la vida no logró separarnos, siempre fuiste mi ídolo, mi compinche... mi hermano.





Ada Vega, editado 1995

sábado, 15 de abril de 2023

Misivas de ida y vuelta

 


15 de junio de 1998 - Sra. de García:
Le ruego a Ud. Pase a la brevedad por la escuela donde concurre su hija Juanita, por asunto de su interés.
Atte. La maestra Irene.
16 de junio de 1998 - Señorita maestra Irene:
Yo no sé si usted se piensa que yo no tengo más nada que hacer que pasar por la escuela a la brevedad por asunto de mi interés. Los asuntos de mi interés están acá en mi casa no ahí en la escuela que para eso está usted. Que al final este año entre la Juanita y el Maxi ya me han traído como veinte cartitas pidiéndome que pase por la escuela y yo pierdo de trabajar para ir y resulta que es para oír sonceras y cosas que a mí ni me van ni me vienen y que no son de mi interés, como ser donar ropa para los pobres como si nosotros fuésemos ricos ¡vea usted! o cosas como organizar quermeses para ayudar a los niños carenciados. Mire maestra yo no sé muy bien qué son niños carenciados, lo que sí sé es que a los míos apenas puedo vestirlos y de comer mejor ni le cuento que las más de las veces para que ellos coman mi marido y yo pasamos a mate y mate, pues yo no sé si usted está enterada de que a mi marido que trabajó como veinte años en una empresa, hace un año lo mandaron al seguro de paro y cuando volvió lo echaron ¿qué me cuenta? a él que nunca robó ni llegó tarde lo dejaron en la calle así como así y ahora mi marido con cuarenta y cinco años que tiene no hay diablo que le dé un trabajo que a gatas agarra alguna changa con el Ernesto que trabaja en la construcción y que hasta tengo miedo que él, que nunca se subió a una escalera, un día se caiga de algún andamio y me lo traigan lleno de quebraduras y hecho un inservible que para eso mejor sería Dios me perdone que se muriera porque yo no estoy le puedo garantir con tres limpiezas que tengo, la casa y los tres gurises como para andar lidiando con un lisiado por más que sea mi marido y el padre legítimo de mis hijos, porque para mí sería tremendo le juro tener que darle de comer en la boca a un hombre grande como mi marido que sano no hay comida que le venga bien de tan impertinente que ha sido siempre, así que enfermo figúrese usted, no ha de haber cristiano que lo aguante y menos yo. Por lo que no quiero ni pensar el tener que andar cinchando con él con mis cuarentaidos quilos que peso últimamente de tan flaca y anémica que estoy así que... espere... acá me acota mi hija la Juani que mi concurrencia a la escuela es para pedirme una colaboración para ayudar a los damnificados de las inundaciones. Dígame una cosa señorita maestra Irene ¿usted vio la cañadita esa que pasa por atrás de la escuela que empieza por la casa de doña Gertrudiz como una canaleta que hicieron los vecinos para que corriera el agua? Bueno, resulta que cuando llega por acá ya parece un arroyo y al pasar por mi casa va arrastrando latas, bolsas y todo tipo de mugre que tiran los vecinos y cada vez que llueve un poquito no más se desborda y mi casa se llena de agua, mugre y bichos muertos, a nosotros que somos inundados permanentes nadie nos ayudó nunca ni a nosotros ni a ninguno de la cuadra ¿y a usted le parece que yo puedo ayudar a los damnificados que se quedaron sin techo? vea señorita Irene , ellos se quedaron sin techo pero acá en el “cante ” la mayoría nace sin techo – mi hija me corrige – me dice que no se dice más “cante” que ahora se dice “asentamiento” como si cambiar el nombre a los rancheríos y a la miseria mejorara la situación. Y no crea maestra que no tengo sentimientos, a mí me duele el hambre y el frío de los que tienen menos que yo pero me siento impotente no puedo dar lo que no tengo, me supera. Le puedo asegurar maestra que hay días en que me siento muy cansada y no es de trabajar le aseguro sino de no percibir un futuro mejor por más que lo busco, entonces sabe, miro a mis hijos que están sanos que comen y van a la escuela y sigo tirando. Por todo esto que le digo y le cuento y que es la pura verdad le pido encarecidamente que la termine con las cartitas, que yo no pienso ir más a la escuela que de tanto ir parezco más alumna yo que mis hijos así que déjeme tranquila y pídale a los que tienen y no a nosotros que cada día tenemos menos, usted mejor dedíquese a enseñar que para eso está en la escuela de maestra que para andar pidiendo ya hay demasiada gente en la calle, porque últimamente se les ha hecho costumbre a los uruguayos vivir de la manga y le sacan a un santo para vestir a otro y así nos piden ropa, comida, muebles, chapas, sangre y como les parece poco ahora también nos piden los órganos vitales, ni muertos dejan de mangarnos. En fin espero que yo haya sido lo suficientemente explícita y que usted haya entendido por qué no voy a la escuela por asunto de mi interés, cuando tenga algo importante que comunicarme como ser que mis hijos estudian o no estudian o arman relajo en la escuela me lo hace saber de lo contrario no se moleste que yo no quiero saber qué les pasa a los demás que con lo que me pasa a mí es más que suficiente pues habrá visto que yo a duras penas voy llevando la economía de mi casa que es más que precaria.
Espero sea usted muy feliz y los maestros consigan algún aumentito pese a los apremios del Fondo Monetario Internacional, el quiebre de la Argentina, los problemas del Brasil y la aftosa.
Atte. La mamá de Juanita
P.D. Perdone si la misiva me salió un poco larga, lo que pasa es que no sé por qué, pero últimamente ando medio nerviosa.
Ada Vega, edición 1998




martes, 11 de abril de 2023

¿Feminista, yo?

 

                               Simone de Beauvoir.
                                                        
Al principio fui feminista. Cursaba la secundaria y Sartre había revolucionado a la juventud con su ponencia del existencialismo y del marxismo humanista, sus frases célebres y el sumun que representó en el 64 su rechazo al codiciado Premio Nobel de Literatura. Los jóvenes se embanderaban con la declaración de Jean Paul de que “Dios no existe, por lo tanto la vida carece de valor”. La corriente filosófica de Sartre se había puesto de moda, pues lo más importante en el movimiento existencialista era la declaración de que “el hombre nace libre, responsable y sin excusas”. Que, en traducción libre, quiere decir que cada quién viva como se le dé la gana.

Parte de la juventud de aquellos años asimiló con entusiasmo todo lo proclamado por el famoso pensador hasta que dichos conceptos caducaron, ante la imposibilidad de mantenerlos vigentes, bajo el peso de la realidad. Pero antes, el mundo se sorprendió con la aparición de la joven Simone de Beauvoir. Novelista francesa, existencialista y compañera de Sartre, que al entrar en escena se declaró feminista, filósofa y libre pensadora. Feminista. Para muchas de las jóvenes de aquellos años la palabra Feminista, era ante todo romántica y audaz. 

Pese a que en Uruguay, dichos movimientos, comenzaron hacia 1900 logrando hasta la fecha importantísimos logros, en aquel momento la aparición de la Beauvoir produjo entre las jóvenes universitarias una especie de deslumbramiento. La gran mayoría de las estudiantes querían ser feministas y muchas lo fueron. Otras quedaron por el camino al comprender que Feminismo no es sólo una palabra tendenciosa sino un camino duro de lucha, sacrificio y renunciamientos. 

Pues bien, yo quedé a la zaga en el segundo grupo. Porque hay cosas en la vida que se hacen bien o no se hacen. Y las luchas por la igualdad de los géneros y las oportunidades, como a los derechos reproductivos y el derecho a denunciar la violencia familiar, ha llevado a los grupos feministas a una lucha sin cuartel durante más de un siglo. Y continúa. Además, las mujeres que conforman estos grupos son mujeres de lucha, de trabajo duro, de enfrentamientos. Saben bien que ser Feminista no tiene nada de romántico. 

Como dije antes, al principio fui feminista, concurrí a actos y reuniones, leí libros referentes. Siempre reunida con mujeres comprobé que es absorbente trabajar para una causa determinada con miras de éxito. Por lo tanto fui apartándome de la relación con el “sexo fuerte”.
Comenzó a pasar el tiempo y mis compañeras de estudio y mis amigas del barrio comenzaron a casarse, a tener hijos y yo ni novio, ni amigo, ni simpatizante, ni nada. Hasta que un día un posible candidato que rechacé, me preguntó si me gustaban las mujeres. Le dije que no. Me preguntó: y entonces qué pensás hacer con el sexo, porque a un convento de monjas, si no crees en Dios, no creo que ingreses. 

De modo que me puse a pensar seriamente y me dije: no, ni tanto, ni tan poco. Yo quiero tener una familia. Voy a hacer un poco de lugar en mi vida para dar cabida a un hombre que me lleve al altar. No fue nada fácil: casi me quedo de a pie. En aquellos años si no te casabas antes de los veinte, te quedabas para vestir santos. Y a mí los veinte se me estaban yendo. No podía tampoco salir de cacería y dejar mi lugar en el grupo feminista así como así, que todo lleva su tiempo. Por lo tanto comencé a mirar para los costados por si pasaba algo que me interesara. Y pasaban, pero yo no les interesaba. A los hombres no les caían bien las mujeres declaradas feministas, por lo menos para llegar al matrimonio. Entendían que una mujer que se dedicaba a explorar los dilemas del existencialismo sobre la libertad y la responsabilidad del individuo, en lugar de preocuparse por aprender a cocinar y a zurcir la ropa, no pintaba justamente como un modelo de esposa y madre.

Así estaban las cosas cuando una tarde al salir de la facultad me encontré con Aldo, un ex compañero del liceo que siempre me había gustado. Había hecho arquitectura y se encontraba trabajando en un proyecto auspicioso. Se interesó por mí y nos quedamos de ver ese fin de semana para ir al cine. Fuimos al Cine Censa y vimos “Nunca en domingo”, una película griega con Melina Mercuori sobre una prostituta y un intelectual americano que intenta retirarla de la prostitución. Salimos del cine casi abrazados y fuimos caminando y comentando la película, hasta el Walford, aquel bar que estaba en 18 y Ejido donde, hasta hace unos días, estaba La Pasiva que tenía un luminoso enorme en la ochava, sobre la puerta de entrada. Cuando nos sentamos a fumar y tomar un café, éramos casi novios. Allí me enteré que vivía solo en un apartamento propio, se estaba construyendo una casa en Pinamar y que su economía era estable.
Y él se enteró que yo era Feminista. 

No tenía nada nuevo que contarle de mi vida. Seguía viviendo con mis padres en la misma casa, trabajando como programadora de IBM en una empresa comercial y continuaba soltera y sin compromiso. ¿Que sos, qué? preguntó con un tono desconfiado como si le hubiera dicho que me había convertido en astronauta. Feminista, le repetí. Sentí como si se desmoronara. Y lo comprendí. Él estaba viviendo bien, en calma, con trabajo y sin complicaciones. Lo menos que necesitaba a su lado era una mujer peleando sus derechos.

Esa noche hablamos muchos temas, pero no llegamos a nada. Me di cuenta que mi posición de feminista ante el mundo no le había caído muy bien. No quiso saber detalles. No preguntó y cuando intenté exponer los motivos de mi incorporación a la causa, no me dejó hablar. Dijo que no le interesaba dicho movimiento, que era mi vida y yo sabría lo que hacía. Confieso que me había ilusionado con aquella cita, pero al salir del bar ya no éramos casi novios, ni casi nada. Me acompañó a tomar el ómnibus para mi casa, me dio la mano y no lo volví a ver.

Entonces me di cuenta que no sabía nada de los hombres. Que no sabía como piensan, cuando piensan; de qué hablan, cuando hablan; cómo reaccionan, cuando reaccionan. Y aunque en mi interior reafirmé mi feminismo, entendí que si persistía en la idea de dormir con un hombre para el resto de mi vida, debía aceptar su juego. Que es muy sencillo. Basta con regirse de dos puntos:
A) A los hombre hay que decirles lo que ellos quieren oír.
B) No contarles todo.

De la desilusión que sufrí en aquella cita con Aldo, me costó recuperarme. Por mucho tiempo, guardé la esperanza de que un día volviera a encontrarlo. En fin, el tiempo pasa y aquella cita quedó en el recuerdo. Ocho años después me casé. Tengo dos hijos preciosos y vivo feliz en Pinamar. ¡Ah! Creo que no lo dije: me casé con Aldo. Volvió a los ocho años. Me dijo que había cometido un error conmigo. Que la vida le enseñó a respetar, aunque no se compartan, las ideas del prójimo. Que nunca dejó de pensar en mí y que si no era demasiado tarde, aceptara casarme con él. En el Registro Civil nos dieron fecha para quince días después. Nos casamos a los quince días de haber vuelto por mí.

Si no hubiese sido sincera y no le hubiese contado mi militancia, me hubiese casado ocho años antes. Le dije, cuando me preguntó, que había dejado el grupo feminista hacía muuucho tiempo.  
Era lo que él quería oír.

Ada Vega, año edición 2011

domingo, 9 de abril de 2023

Por mi barrio

 



  La muerte anda siempre jodiendo por mi barrio. Te hace zancadillas y te asusta todo el tiempo.  Al principio, cuando el barrio empezó a formarse, se paseaba de vez en cuando haciéndose la disimulada, dragoneándo a la gente con ojos de víbora, esperando, esperando. Pero eso era antes, cuando le quedaba un poco de vergüenza. Ahora se florea ¡con un descaro! Como si fuese una reina. Se disfraza de frío, de hambre, de droga o de sida. A veces llega en una bala o en un cuchillo. Fastidiosa como una novia, te sigue, te vigila, te espera. Tropezás con ella a cada rato. Hasta que al final te acostumbrás, y ya no te importa.

La muerte convive con nosotros. Pasa rasando por las veredas de tierra, se mete en las casas de bloques desparejos y ventanas ciegas, vichando, buscando siempre donde arañar y llevarse a viejos resignados al despojo o a gurises pasados de hambre. Rueda por las calles y se para en las esquinas con los guachos que fuman pasta o inhalan disolventes de las bolsitas de plástico. Recorre y aguarda las madrugadas, cuando se reúnen las pesadas para salir de choreo. Y espera la vuelta, la llegada de las bandas, las broncas, los repartos, y algún ajuste de cuentas.

La muerte anda siempre jodiendo por mi barrio. 
Cuando mataron al Rubito, el segundo de los hijos del flaco Arnoldo, él no hizo nada. No podía tampoco. No cabía. Lo mataron los de la banda del Toño. Dicen que fue el Carlitos. El Rubito tenía aguante y era duro, cargaba el fierro a la izquierda. De compadre no más, ¡si no era zurdo! El corte lo llevaba a la derecha. Pero al corte ni llegó. Yo creo que se demoró, la zurda es más lenta. Si hubiese tenido el fierro a la derecha no lo hubiesen madrugado. ¡Estoy casi seguro!

Con el Arnoldo conversamos la otra tarde,  creo que tiene razón. Estaba fumando recostado en la puerta de su casa,  pasé y me quedé un rato con él. Mirá —me dijo— el Rubito estaba jugado. Ya había tenido varios encontronazos con el Carlitos, se llevaban mal desde que eran gurises chicos. En la escuela tuvieron que separarlos en clase más de una vez, porque se agarraban a trompadas a cada rato. Yo pensé que con el tiempo cambiarían, que aunque nunca llegasen a ser amigos, al menos se ignoraran; muchachos criados juntos en el mismo barrio, conociéndose las familias como nos conocemos, ¡qué sé yo! Nunca creí que la bronca que se tenían llegara tan lejos. Los dos andaban acelerados. Entre ellos siempre había algo que aclarar, siempre había algún desbarajuste.

No sé esta vez por qué habrá sido. No quise preguntar . Tampoco le dije nada a la policía. Yo sé bien que fue el Carlitos, pero si nadie vio nada, nadie vio y yo tampoco vi. Los asuntos de acá tenemos que arreglarlos acá, en el barrio. Entre nosotros, sabés. Los de afuera son de afuera y no entienden que nosotros nos manejamos con otros códigos. Los milicos sí lo saben, por eso con ellos hay que cuidarse más, si es posible. Voy a esperar un poco, con el tiempo tal vez hable con el Carlitos. Por saber no más. ¡Una lástima! Un muchacho tan joven, veinte años había cumplido no hacía ni un mes, fijate vos. Pero era muy violento, tenía un carácter del demonio, la merca los termina enloqueciendo, pero andá a decírselo, una vez que se meten con esa mierda no salen más. El comisario me lo dijo, la última vez que estuvo preso: primero sáquelo de la droga don, si puede, si no, en poco tiempo lo tenemos acá de vuelta y no va a ser tan fácil que se lo lleve. El Rubito estaba jugado.

Todo eso me dijo la otra tarde. Pobre Arnoldo, tan buen tipo y todo lo que le ha pasado. Ahora sí se metió a hablar, por el Juan, el hijo mayor. Lo mató un milico, sabés. El Juan no tenía banda. Andaba solo. Había caído varias veces por rapiña y lo habían soltado. Dicen que una noche, el milico ese que vive frente al baldío, se encontró con él y le pasó un dato para un afane. A medias era. El Juan tenía que entrar a una casa y él quedaba afuera de campana. Parece que el botón no era trigo limpio, y les había hecho no sé que mejicaneada a los milicos de la otra seccional, que lo tenían en la mira.

Justo esa noche, o a propósito vaya a saber, uno de esos milicos los ve a los dos frente a la casa en actitud sospechosa, les da el alto, les pide identificación, reconoce al milico socio del Juan y le pega un tiro. De paso y para no dejar testigos, también mata al muchacho. Él dijo que fue en defensa propia, pero el Juan estaba desarmado. Nunca usó armas. No tenía. El Arnoldo anduvo averiguando, pero todo quedó quieto. Los milicos taparon todo y ni en los diarios salió. 

En la comisaría le dijeron que se dejara de preguntar cómo y quién fue que le mató al hijo, porque él sabía muy bien que el Juan andaba en el choreo. Que un día iba a caer mal y cayó, que qué iba a hacer. Que mejor se fuera para su casa a cuidar a los otros botijas chicos que le quedaban, y se dejara de andar molestando, o lo pasaban al calabozo por desacato a la autoridad. Así no más le dijeron. No le dieron mucho para elegir, por lo que no tuvo más remedio que meter violín en bolsa y venirse para el barrio con los hijos chicos.

El Arnoldo hace años que está solo. La mujer se le fue cansada de pasar hambre. Era una linda mujer. Ahora anda yirando.
Un día se puso el único vestido que tenía, se soltó el pelo, se pintó los labios de rojo y se fue del barrio con sus zapatos chuecos y una cartera vieja. Se fue con la idea de volver y comprar comida. Dicen que esa madrugada contó la plata que había hecho, desayunó como nunca en un boliche y se fue a dormir a una pensión. En la tarde se compró una tanga y un corpiño colorado, medias negras y un perfume. Esa noche redobló la guita. 

Después de desayunar recorrió vidrieras, se compró zapatos y un vestido nuevo, tiró la cartera vieja y se colgó al hombro una flamante cartera de charol. Y no volvió más. ¡Qué querés! Desde entonces el hombre está solo con los hijos, a veces hace alguna changa con la pandilla, pero como hay poco laburo les compró a los morenos del pasaje un carro con un matungo que todavía tira,  de madrugada sale y más o menos se revuelve. Y bueno, como estaba contando, esa tarde cuando volvió de la comisaría, empezó a dar las vueltas para enterrar al Juan. La mujer que ayuda al cura en la iglesia donde dan de comer, le dio una mano bárbara. Consiguió que la Intendencia se hiciera cargo de los dos entierros. 

Lo acompañaron al cementerio y cuando se despidieron el cura le dejó dobladito en la mano un billete de quinientos pesos. Para el hombre era una fortuna.  Alguno le reprochó al cura la donación. Que mire, darle plata para que se la gaste en vino. ¡Nunca falta un real pa´ yerba, ya se sabe! Pero cuando llegó del cementerio, el Arnoldo fue a la carnicería y compró un asado con chorizos, del almacén llevó leche, azúcar, fideos, arroz, querosén, un pedazo grande de dulce de membrillo y pan. Una fiesta se hicieron los botijas. Hasta caramelos les llevó. Y él se compró un litro de vino, sí. ¿Y qué? ¿Usted el asado no lo acompaña con vino?  Eso le contestó el cura al que le reprochó su buena acción. ¡Un pingazo el cura!

 Al final el entierro terminó en una fiesta porque en mi barrio, cuando hay una oportunidad de festejo, no se puede dejar pasar, y tener comida en la mesa es más que motivo. Cuando se festeja comiendo la alegría llena la casa y echa a la muerte a la calle. Y la muerte se va sin resentimiento en busca de otra vereda, de otra esquina donde quedar a la espera. Ella no tiene apuro, no tiene otra cosa que hacer, ¡te puede esperar una vida! Pero eso sí, mientras tanto, por si las moscas:
¡la muerte anda siempre jodiendo por mi barrio!

Ada Vega - edición 1998. 

sábado, 8 de abril de 2023

Los hermanos Belafonte


 

Nadie, de quienes conocieron a los hermanos Aldo y Giuliano Belafonte, podía creer que aquellos dos eran mellizos. No se parecían en su complexión ni en su temperamento. Mientras crecían fueron, entre los vecinos, un tema casi obligado. Después, al correr el tiempo, fueron historia.

Cuando eran niños había en el barrio un cuadro de fútbol, los domingos armaban partido con los botijas del Barrio Jardín. De puntero derecho jugaba Giuliano, el más chico de los mellizos. Al Aldo nunca le gustó el fútbol, jugaba al básquet en la cancha de los curas.
De entreala derecho jugaba Joselo Torreira, el hijo del gallego que tenía una carnicería en la curva y que, cuando jugaban a los policías y ladrones siempre quería ser el comisario. Con los años Joselo se vio realizado y llegó a ser un inspector de policía muy respetado; trabajaba en la Jefatura de Policía de Montevideo donde tenía una oficina algo venida a menos, pero privada. Cuando sucedieron los crímenes, más que nada por intuición, fue él quien develó el misterio. Vaya a saber cual fue el móvil que lo indujo a traer de los pelos, el recuerdo de los hermanos Belafonte.


Aldo era el mayor de los mellizos, aventajaba a Giuliano en escasos veintisiete minutos. Se comentaba que cuando nació, como Giuliano demoraba en hacer su aparición, se puso a llorar a gritos hasta que el mellizo asomó la cabeza. Por lo tanto, desde el momento de su llegada al mundo, quedó clarísimo que estarían íntimamente unidos como si fuesen la cara y la cruz de una misma moneda.
A medida que fueron creciendo, la diferencia física entre los dos se hizo cada vez más evidente. También se hizo evidente la arraigada hermandad que los unía y quién, entre los dos, llevaría la voz cantante.
Próximo a cumplir los seis años los padres de los mellizos decidieron, de común acuerdo, enviarlos a escuelas distintas a fin de que, separados, pudiesen desarrollar mejor sus propias personalidades.


Giuliano fue buen estudiante en primaria y secundaria y ya ingresado a la universidad optó por la abogacía. Aldo pasó la escuela sin pena ni gloria, cursó el liceo entre rabonas y pillerías y le dedicó más años de los normales a las Ciencias Económicas.
Pese a las diferencias de los dos hermanos, como la mayoría de los mellizos gemelos, solían usar como aquellos la vieja travesura de hacerse pasar el uno por el otro. Con la particularidad de que los mellizos Belafonte se hacían pasar por ellos mismos, creando un doble de cada uno. Patraña que había inventado Aldo y que usaron los muchachos, más de una vez, en los primeros años de estudiantes como una aventura sin consecuencias, pero que perduró en Aldo como un resabio de su juventud irreflexiva.


Los años y sus propias actividades fueron separando las vidas de los mellizos. Giuliano que siempre exteriorizó una personalidad diferente a la de su hermano, trató de poner distancia entre los dos. Un día decidió irse del país a recorrer el mundo. Vivió unos años en Europa para afincarse luego en el Cairo.
Mientras tanto Aldo, empleado en una financiera como contador, seguía perfeccionando su otro yo que aparecía cada tanto entre sus conocidos como el hermano mellizo. Solía, por lo tanto, vestirse, peinarse, caminar y hablar de manera distinta a su modo habitual, llegando a crear un personaje que llegó a recorrer las calles y comercios de Montevideo, como si fuese realmente su hermano gemelo.

Esa creatividad, que comenzó como una simple diversión, pasó a ser primordial el día que Aldo comenzó a planear el primer crimen. Que, aunque lo fue preparando minuciosamente hasta en los más pequeños detalles dejó, tal vez, el más importante por el camino.
Una noche, jugando el juego del otro yo, se vistió y se peinó como su hermano mellizo y concurrió a una cena donde había sido invitado. A nadie le llamó la atención la presencia de Giuliano pues varias personas ya lo habían visto antes y sabían además que Aldo tenía un hermano mellizo.


Fue en esa cena que el seudo Giuliano conoció a Clara Gabaran una mujer muy interesante casada con un francés llamado Bastian Hardoy, un hombre de mucho dinero con quien comenzó, al poco tiempo, una relación amorosa. Relación que fue cobrando fuerza principalmente del lado de “Giuliano” quien terminó enamorándose perdidamente al punto de no lograr controlar los celos que comenzaron a atormentarlo. De modo que en cada encuentro de la pareja se fue haciendo más obsesivo el pedido del hombre hacia la mujer, para que dejara a su marido y se fuera a vivir con él. Algo que nunca prosperó, debido a que el amor de ella no era tan contundente como el joven suponía ni él podía darle la vida que ella llevaba junto a su marido.
Aldo cayó entonces en la cuenta de que sólo si Bastian no existiera, aquella mujer podría seguir siendo suya.

 Fue en esos días que comenzó a maquinar la muerte del esposo de su amante, involucrando para ello a su doble con el fin de cubrirse por si alguna persona lo veía merodeando por el barrio. Durante días y días estudió las entradas y salidas del Sr. Hardoy desde su casa hacia la empresa, así como la hora en que retornaba al hogar. Elaboró un esquema con mucha precisión y una noche, cuando estuvo seguro y decidido, se vistió como Giuliano, su hermano mellizo, y fue a esperar a su víctima a la entrada del garaje de su casa donde Bastian Hardoy acostumbraba a dejar el auto.


Desde la violenta muerte del empresario en la puerta de su casa por un desconocido, que tras apuñalarlo huyó sin dejar rastro, Clara tuvo la percepción de que el autor del homicidio había sido el mellizo de Aldo. No lo dijo a la policía. Antes quería verlo. Estar segura. Mientras tanto comenzaron las indagaciones. Era aquel un crimen extraño. No hubo intento de robo. Nadie vio ni oyó nada. El hombre no tenía enemigos. Aparentemente a nadie le beneficiaba su muerte.
En los días que siguieron muchas personas, por distintos motivos, visitaron la casa de la señora Clara Gabaran de Hardoy: abogados, gente de la empresa, de seguros, conocidos que se enteraron tarde, algún pariente en visita de duelo. Entre esa gente Clara citó a Giuliano. 

Cuando estuvieron solos lo acusó de la muerte de su marido y le dijo que lo iba a denunciar. Él lo negó, con una seguridad determinante. Dijo que esa noche había estado en el estadio y que tenía testigos. Ella no quedó muy segura. Esa misma semana quedaron de verse en un hotel céntrico, donde solían encontrarse .
Para Aldo, fue una sorpresa que Clara desconfiara de Giuliano. No se le había ocurrido que tal cosa pudiera suceder. De modo que concurrió al hotel con una idea formalizada. Clara volvió a increparle la muerte de su marido. Y Giuliano entendió que si Clara lo mencionaba, la policía se daría cuenta del doble juego y que el único que se beneficiaba con la muerte del empresario era él. No tuvo alternativa. Se vio obligado a tirarla por la ventana del décimo sexto piso.
A la mañana siguiente, enterados en Jefatura del discutible suicidio de la viuda de Hardoy, y ante la notoria comprobación de que quedaban muchos cabos sin atar decidieron, de una vez por todas, llamar al brillante inspector Joselo Torreira, para que se hiciera cargo del caso, antes de que siguieran apareciendo muertos.


El inspector Torreira se llevó el sumario y pidió que por unos días detuvieran las indagaciones. Necesitaba esos día para mover algunas piezas que la intervención policial podía llegar a entorpecer. Ya concentrado en la causa intentó averiguar quien visitaba a la señora de la casa.
Nadie, ningún hombre visitaba a la señora. ¿Llamadas telefónicas? Sí, una vez la empleada de limpieza la oyó hablar por teléfono con alguien a quien llamó: Giuliano. No, no sabían quién era. Visitó el hotel donde la joven mujer cometió posible suicidio. Allí le informaron que la señora solía encontrarse con un hombre. Llegaba sola y se iba sola. ¿Qué fisonomía tenía el hombre? El hombre tendría, tal vez, cuarenta años, alto, de cabello y ojos oscuros. No supieron dar más datos. Una amiga dijo que una vez Clara le comentó que había conocido a un hombre que tenía un hermano mellizo. ¿Cómo se llamaba? No recordaba si Clara se lo había mencionado.

Giuliano — quedó pensando el entreala derecho. Y su sagacidad le trajo a la memoria a los mellizos Belafonte. Giuliano era bajo, rubio y de ojos claros. Aldo. Aldo, el hermano mellizo tenía el pelo y los ojos oscuros. Aldo Belafonte, el basquetbolista del cuadro de los curas. ¿Qué fue de Giuliano? Tengo que encontrar a Giuliano Belafonte —se dijo.
El inspector Torreira volvió al barrio de su niñez a recabar datos. Aldo era contador, trabajaba en una empresa. No sabían en qué empresa. No, no se habían casado. Ninguno de los dos hermanos se había casado. Giuliano se había ido del país hacía más de veinte años. Tenían entendido que vivía en El Cairo. Alguna vez le escribió a una novia que tuvo cuando estaba en la universidad. Sí, la joven vivía acá. No, ya no vive más, se casó hace mucho tiempo y se fue del barrio. Creen que vive por Malvín. ¿Más datos? Dos cuadras más abajo, frente a la escuela, viven unos parientes de ella.

El inspector Torreira consiguió la dirección de Giuliano Belafonte en el Cairo. Conseguir la dirección de la empresa y el domicilio particular del contador Aldo Belafonte, en Montevideo, fue sencillo. De modo que organizó de inmediato su viaje al Cairo. Si su razonamiento no le fallaba Aldo estaría viajando a Egipto en los próximos días. Debía encontrar a Giuliano antes que lo encontrara su hermano. El mutismo de la investigación policial comenzó a preocupar a Aldo. Las autoridades no podían haber abandonado las pesquisas tan pronto y sin motivo aparente. Algo estaba sucediendo. Por terceros se enteró de que el caso Hardoy había sido entregado al inspector Joselo Torreira. Tenía pues que obrar con suma rapidez. Joselo no podía encontrar al verdadero Giuliano. Encontrarlo significaba tener casi resuelto el doble crimen. Su hermano tenía que desaparecer. Con el fin de eliminarlo, apenas tuviera la documentación en regla, viajaría a Egipto.
Al Salam, es un suburbio de El Cairo rodeado de marginalidad. Állí, hace más de quince años, vive Giuliano Belafonte. Mimetizado con el lugar, las costumbres y los valores del Islam, se dedica a enseñar artesanías a los niños de la calle.
La mezquita había llamado a oración cuando aquella tarde Giuliano vio subir, por la callecita quebrada que llega hasta su casa, la figura de aquel extranjero.
Antes de llegar, el extraño preguntó: ¿Giuliano Belafonte? --Así me llamo, le contestaron desde la casa. ¿Quién pregunta? Joselo, Joselo Torreira, le contestó el inspector de policía.
Torreira se quedó un día con Giuliano. Antes de volver envió la orden de captura de Aldo Belafonte, acusado de doble crimen. El contador, tenía varios detalles que aclarar ante la Justicia. Aldo fue detenido por la Policía del Aeropuerto de Montevideo, cuando intentaba abordar el avión que lo llevaría a la República Árabe de Egipto.


Ada Vega, edición 2010

viernes, 7 de abril de 2023

En los tiempos del Zeppelin

 


El 30 de junio de 1934 quedó para siempre impreso en mi memoria. Aquel día de invierno de cielo translúcido, sin nubes, ni el viento que suele azotar la ciudad de Montevideo, vi al Graf Zeppelín al regreso de Buenos Aires, sobrevolar mi casa en la Villa del Cerro. Entonces la Villa era apenas un cerro agreste con algunas viviendas y comercios sobre la calle Grecia, y edificaciones ocupadas por saladeros, frigoríficos e industrias del ramo cárnico. Mi casa se encontraba en lo alto del Cerro. Solo el faro, cuya construcción en la cumbre había sido dispuesta por la corona española, cien años atrás y la fortaleza, la superaban en altura.En 1834 el gobierno de la época, otorgó el permiso para crear una población con el nombre de Villa Cosmópolis, para recibir y dar lugar a los miles de inmigrantes que llegaban de Europa, adoptando luego el nombre de Villa del Cerro. Mi padre, que había sido peón en una estancia cimarrona del interior del país, se radicó en Montevideo cuando la estancia fue vendida a una familia de Estados Unidos con capitales en el Frigorífico Swift; quienes a su vez le dieron trabajo en dicha empresa. Se estableció por lo tanto en un alto de la Villa y se casó con una joven vecina descendiente de lituanos, quién luego sería mi madre.


2

En el año del Zeppelín comencé la escuela. Crecí recorriendo el cerro. Fui un adolescente curioso, andariego y medio brujo. Puntual visitante de la fortaleza y testigo natural del crecimiento vertiginoso de la ciudad- puerto, que se extendía a los pies del monte. Desde mi atalaya observaba la entrada y salida de los barcos y lanchones al puerto de Montevideo; la llegada de los troperos desde el interior del país arreando ganado para los frigoríficos; observaba el movimiento de camiones en La Teja en los comienzos de la instalación de ANCAP y las chimeneas humeantes de las distintas fábricas de toda aquella zona industrial.
Solitario y hosco me crie entre los pájaros de los montes, la pasión de recorrer las playas y la costumbre de rezarle al sol. Incansable caminador bajaba hasta la costa y recorría la cadena de playas que se extendía interminable hacia el oeste, juntando tesoros que guardaba ocultos bajo un árbol centenario: puntas de flechas, casquillos de balas, cuchillos herrumbrados, la quijada de un puma, y un crucifijo de madera carcomida, con un cristo claveteado, de plata de ley.
Recogía objetos que las olas dejaban sobre la arena, de barcos naufragados del tiempo del coloniaje: monedas antiguas; enseres de metal; pedazos de tazas y platos de loza pintados con flores de colores; palos y restos de velamen.
Me cautivaba en los atardeceres, observar la entrada del astro rey en el mar, y contemplar en las noches, de espalda sobre la gramilla, el paso de la luna y su séquito de estrellas.
Criado en aquel otero cerril de animales montaraces y montes silvestres, conversaba con los animales del monte y también con los que se criaban en las chacras. Revolucionario y justiciero de alma, conocedor del destino de las aves de corral, solía reunir a las gallinas para disertar sobre el tema de ir a parar a la olla en cualquier momento, por lo que las alentaba a no pasarse el día picoteando el suelo, tragando todo lo que encontraban, sino tratar de perder peso e intentar vuelos cortos, a fin de volar un día como las garzas y las cigüeñas que cada primavera llegaban por miles a empollar en las riberas del Río de La Plata. Pero las gallinas fueron desde siempre muy haraganas, de modo que me escuchaban sin interés y se iban una tras otra pues se venía el atardecer y había que ir acomodándose en el palo del gallinero. Un día, Pedro, un gallo viejo de la familia D’Amore que tenían una quinta detrás del Cerro, cerca del Campo de Golf, me dijo que no gastara pólvora en chimango y dejara a las gallinas vivir su vida. Que las pobres no habían nacido para volar —puntualizó—, que ellas estaban conformes con su destino. No necesitaban emigrar pues todo lo que necesitaban lo encontraban en el gallinero: dormían bajo techo, recibían comida diaria sin necesidad de andar buscando por ahí, se acostaban temprano y nadie las obligaba a madrugar. Por lo tanto, dejé la cátedra revolucionaria de lado y seguí haciendo nada, mientras recorría la costa y me bañaba en las aguas del río, entre las lisas plateadas que alegres y confiadas saltaban a mí alrededor.

3


Aquel día de junio, al descubrir en el cielo el dirigible alemán, lo primero que se me ocurrió fue manotear la honda para bajarlo de una pedrada. Fue mi padre, que había salido de la casa para ver el pasaje de la nave, quien gritó a tiempo que me detuviera, pues podía dar en el blanco — dijo—, y hacerle un boquete que lo desinflaría forzándolo a aterrizar sobre el almácigo de cebollines, obligándolo de ese modo a permanecer allí hasta que lo emparcharan, mientras los extraños que llevaba en la barriga, quién sabe por cuánto tiempo deambularían por el Cerro y la fortaleza molestando a los vecinos. De todos modos, yo estaba empecinado, quería bajarlo a tierra para ver qué había dentro del globo, no podía creer que, como decía mi padre, dentro de la nave hubiese gente de paseo por el mundo. Por lo tanto, quedé refunfuñando mientras el Zeppelín sobrevolaba la bahía y el puerto, para perderse más allá del Centro de Montevideo sin haber pisado suelo uruguayo, ni a su ida ni a su vuelta de Buenos Aires. Me quedó una ojeriza que nunca pude ocultar. Esperé por años volver a ver el dirigible pues, si había venido una vez —le decía a mi padre— lo lógico sería que volviera como volvían los hidroaviones de Causa, que atravesaban el cielo dos veces por día, para acuatizar en el aeropuerto junto al Nacional de Regatas. Estaba convencido de que el globo con forma de cañón, volvería un día brillando al sol como aquel 30 de junio. Mi espera fue en vano. El Graf Zeppelín, orgullo de la Alemania nazi, nunca volvió. Según se dijo entonces, seis años después de su paso por Montevideo, fue desguazado por los alemanes para utilizar su metal en la construcción de armas bélicas.
El avistamiento del dirigible pautó en mí el principio de una vida plagada de aventuras sin salir de ese Cerro de Montevideo, que fue creciendo para convertirse en una ciudad dentro de otra ciudad. Una ciudad cosmopolita, con una enorme riqueza de costumbres, idiomas y religiones.
El pasaje del Zeppelín, me dio a conocer la existencia de otro mundo más allá del Río de la Plata, más allá del horizonte donde cada atardecer veía ocultarse el sol.
En mis correrías de niño, la curiosidad me llevó a visitar las casas de los vecinos que poco apoco iban poblando las laderas de la villa. Familias recién llegadas que no hablaban como nosotros, y se comunicaban con señas. Personas venidas de Dios sabe dónde que, chapuceando y a los golpes, comenzaron hablar español y comunicarse con bastante soltura. En ese intercambio de idiomas y costumbres fui conociendo historias y relatos de otras tierras, que enriquecieron mi mente y le abrieron caminos a mi imaginación.

4

Un verano a la villa se mudó una familia árabe, el señor Farid con su esposa y tres niñas. El hombre usaba babuchas y zapatos con las puntas hacia arriba. Las niñas andaban de vestidos largos y pañoletas que les cubrían la cabeza. Al principio tuvieron problemas porque las más pequeñas debían ir a la escuela, pero no con la cabeza cubierta sino de túnica y moña. De manera que por la mañana se vestían con túnica y al regreso de la escuela volvían a sus vestidos largos y sus pañoletas. Cuando llegaron al barrio hice amistad con la familia y así me enteré que la hermana mayor había dejado un novio en Tabuk, que prometió venir a buscarla para formalizar el matrimonio. Los padres de la joven no estaban de acuerdo y esperaban que los dos olvidarán aquel amor. Pasó el tiempo, y una de esas noches en que recostado a la fortaleza observaba el flujo y reflujo de las olas, observé que volando sobre el mar se acercaba algo semejante a un pájaro enorme con las alas extendidas. No era un pájaro, al aproximarse comprobé que era una alfombra apenas iluminada. La alfombra aterrizó junto a la casa de Farid de donde descendió un joven de turbante y capa con pedrerías, ayudó a la hermana de las niñas árabes subir y ambos, abrazados, desaparecieron bajo el cielo y sobre el mar sin dejar rastro. Aunque me pareció extraño no me llamó la atención, ya sabía que, desde el cielo a parte de la lluvia, se podía ver flotar, caer o pasar cualquier artefacto por extraño que pareciera. Al otro día, pese a que los padres estaban desesperados buscando a la joven, no di información sobre lo que había visto. Un tiempo después, ya casada, la joven volvió a su casa del Cerro a ver a sus padres y contó cómo su prometido había venido a buscarla una noche sobre una alfombra. Algo que a los vecinos les costó creer, pues si bien las alfombras mágicas eran conocidas surcando los cielos de Arabia, nunca supo nadie de que en Uruguay se usara esa modalidad habiendo en ese tiempo trenes, automóviles y aviones donde se podía viajar sentado, sin que a uno lo despeinara el viento.

5

La cadena de playas que se extienden más allá del Cerro se encontraba en aquellos días cerrada de montes enmarañados. En esos montes a orillas de la playa, de la caza y de la pesca, vivía Athan un viejo asceta que según él mismo contaba, llevaba tantos años vividos que había perdido la cuenta. Habitaba esos montes —decía—, desde antes de la llegada de los españoles y antes de que los charrúas bajaran hasta el Río de la Plata. En mis caminatas por la costa me había hecho amigo del viejo que entre idas y venidas me contaba historias sorprendentes.
Cierto atardecer, sentados en la arena, mientras preparaba las redes que tiraba al anochecer, me contó que, en la época de las colonias, muchos barcos cargados de monedas y oro del Perú, quedaron atascados en los arrecifes y se hundieron, llevándose con ellos sus tripulaciones. Me contó también que, durante años, en las noches de tormenta entre truenos y relámpagos, más de una vez había visto los espíritus de viejos marinos que, cargando picos y palas, surgían del mar, atravesaban la arena y se internaban en los montes en busca de los tesoros que alguna vez enterraron. Llegaban en noches sin luna y regresaban al mar, antes de que el sol despuntara.

6

Un diciembre, cinco años después del pasaje del Graf Zeppelín, volví a ver la esvástica desde mi puesto en la fortaleza del Cerro, entrando al puerto de Montevideo.
Fue en los inicios de la segunda Guerra Mundial, cuando el acorazado alemán Graf Spee, se enfrentó a tres cruceros ingleses en la llamada Batalla del Río de la Plata,
El Graf Spee, que había zarpado de Alemania en agosto de 1939, llevaba hundidos nueve barcos mercantes cuando se dirigió a las cercanías del Río de la Plata para atacar a los barcos británicos que se abastecían en esta costa. Los tres barcos ingleses lo persiguieron, lo encañonaron y le lanzaron torpedos antes de alejarse. De modo que el Graf Spee abandonó el combate y se dirigió al puerto de Montevideo a fin de reparar los daños. El gobierno uruguayo le dio un plazo de 72 horas. Mientras el Graf Spee era reparado. Su capitán enterró a sus muertos en el Cementerio del Norte, los heridos fueron llevados al hospital Británico y los más embarcaron en el Tacoma, con destino a Buenos Aires, barco mercante alemán, que se encontraba en el puerto de Montevideo, quien escoltó al "acorazado de bolsillo" hasta apenas pasado el límite internacional. Allí, el Admiral Graf Spee viró al oeste y echó anclas entre el Cerro de Montevideo y Punta Yeguas donde se inmoló mediante la detonación de explosivos.
Durante 3 días, desde la fortaleza del Cerro, vi arder a quien fuera considerado el más moderno buque pesado de la Alemania Nazi.

7


Poco tiempo después de la batalla del Río de la Plata, la familia D’Amore vendió la quinta y se fueron del Cerro. No volví a ver aquel gallo viejo y sabio que me enseñó tantas cosas de la vida. Era un gallo con una cresta grande y roja, un manto de plumas doradas sobre su plumaje colorado, y una cola de plumas grandes y arqueadas, azules, verdes y púrpuras, que brillaban tornasoladas al sol. Cuando lo dejé de ver tendría 9 años, no viven mucho más. Emitía un canto puro y potente. Cantaba al amanecer, al mediodía, al atardecer y a media noche. Él iniciaba el canto en el Cerro al amanecer y al atardecer, los gallos de los alrededores le contestaban uno a uno, pero ninguno cantaba con su potencia y musicalidad. El gallinero de la quinta de los D’amore, tenía un techo de chapas acanaladas con un alero más elevado, allí se subía a cantar. Cuando yo andaba por allí, de recorrida, él abandonaba el gallinero y conversábamos bajo los árboles del monte. Siempre supe, que mucho de lo que me contaba no era cierto, que era un gallo muy fantasioso y de inventar historias, de todos modos, era agradable escucharlo. Cuando empecé el liceo, mis compañeros se burlaban de mí porque no creían que yo hablaba con los animales y además no sabía fumar. Esto me daba bronca y vergüenza. Un día se lo conté a Pedro y me dijo que llevara hojillas y tabaco que él me iba a enseñar. Así que un día llevé tres cigarros armados y se los mostré, me dijo cómo tenía que aspirar y tragar el humo, le expliqué que no sabía tragar el humo, opinó que tenía que aprender porque si no parecería una chimenea y eso no era fumar, dijo.
Me llevó un tiempo aprender a tragar el humo,, mientras tanto le pregunté un día por qué él no fumaba, me confesó que había fumado cuando joven, pero que había dejado el vicio porque le afectaba la garganta y le enronquecía el canto.

8

Cuando en el 45 terminó la guerra en Europa, todo el Cerro festejó. Los árabes, los sirios, los lituanos, los armenios, los griegos, los italianos y los gallegos. Durante varios días el Cerro se vistió de fiesta. En esos días me enteré que la familia D’Amore, había vendido la chacra y se había mudado para Lezica. Fui corriendo a ver a Pedro, pero en el lugar no había gallinero, ni gallinas ni vi a Pedro nunca más.
Por mucho tiempo desde mi casa escuché su canto cuatro veces al día, aunque mi padre decía que el que cantaba sería otro gallo. Que era imposible que, en el Cerro, se pudiera escuchar a un gallo cantando en Lezica. De modo que llegué a pensar que tal vez estuviera en los montes junto a la playa. Varias veces salí a buscarlo y a pesar de que nunca lo encontré, por mucho tiempo su canto llegó a mis oídos.

9


Años después de avistamiento del Zeppelín, por las calles del Cerro conocí al Dios Verde, un solitario predicador vestido de túnica como Jesús, que descalzo y apoyado en un cayado recorrió por años todo el Uruguay predicando por la salvación del alma. Una tarde ascendiendo por la calle Viacaba me encontré con el místico que disertaba con una Biblia en la mano. Después, ya anochecido, subimos juntos hasta la fortaleza donde, recostado a un antiguo cañón, que apunta hacia la ciudad, me habló de Dios, de la salvación del alma, de los pecados de los hombres, de que, previo arrepentimiento, Dios perdona. Y me aseguró también, que el Cerro de Montevideo, es un volcán dormido.

10

En los tiempos del Zeppelín, al norte del Cerro, donde en aquellos años existían grandes extensiones de campos y montes silvestres, se fueron construyendo chacras y casas de campo. En el año 1948, la hija de una de esas familias se casó en la Parroquia Santa María del Cerro, con un marino del Graf Spee. El día aquél de la batalla, cuando el capitán bajó a tierra a los heridos, varios marinos se ocultaron y lograron perderse entre las calles de la Villa.
Algunos estaban heridos, de modo que varios vecinos les prestaron ayuda, los albergaron hasta que se recuperaron y les consiguieron alojamiento con familias que tenían chacras al norte de Cerro.
Allí se quedaron, trabajaron y formaron sus familias y nunca se fueron de Uruguay. Por las laderas de la Villa del Cerro, en estos días, aún viven sus descendientes.

Ochenta años después del pasaje del Graf Zeppelín sobre Montevideo, pienso que somos hijos de un país cosmopolita, bajo cuya bandera no todos nacimos, pero donde sobre el mismo suelo, somos todos hermanos.
Ochenta años después, recostado a la Fortaleza, de espaldas a la Bahía y a la Ciudad de Montevideo, veo hundirse el sol en el horizonte.
Solo, en la cima del Cerro, mientras mi memoria arrea los recuerdos, pienso en mi padre y, por si acaso, sigo escudriñando el cielo.

Ada Vega, año edición 2014