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lunes, 10 de julio de 2023

Las sandalias rojas de Simonne

  



  



Cuando era niña me gustaba vestirme con la ropa de mamá. Principalmente, calzarme los zapatos de tacos altos. Pero mamá, que llevaba luto por mi padre, no me dejaba poner sus vestidos, pues, toda su ropa era negra y no quería verme vestida de ese color. Recuerdo que para salir usaba un sombrero con caída de gasa hacia la espalda y un velo que le cubría la cara. Al año y medio de su luto cerrado le quitó la caída, después el velo y luego dejó de usar sombrero. Eran los años de la segunda Guerra Mundial y las mujeres se habían liberado de algunas prácticas tradicionales. 
Un verano mi hermana, que ya estaba casada, le trajo de regalo un corte de tela blanca para que empezara su medio luto. Y mamá se hizo una blusa tipo camisa con la manga al codo para andar en casa pues, según dijo, no iba a salir a la calle vestida con tanto blanco. Olvidada de los colores en su ropa, no pudo, aunque lo intentó, abandonar del todo su vestimenta negra que siguió vistiendo hasta el final de sus días. 

Más de una vez me he detenido a pensar por qué mi madre me dejaba poner sus zapatos, que no solo me quedaban grandes, sino que podía en cualquier momento quebrarles un taco. Recién lo supe, muchos años después, cuando vi a mi hija recorrer la casa arrastrando mis vestidos y subida en mis propios zapatos de tacos altos. Los zapatos de mamá eran cerrados, de punta fina y tenían una pequeña plataforma. A mí me encantaban. Caminaba haciendo sonar los tacos sobre las baldosas de toda la casa. 
Como no me permitía usar su ropa, ante mi insistencia, en una oportunidad me hizo con una cortina floreada, una falda que me llegaba al suelo y de un mantel que ya no usábamos, cortó un triángulo de donde salió un chal con flecos y todo. Nunca volví a sentirme tan elegante y orgullosa de mi prestancia como en aquellos días. 

Mamá era la modista del barrio, pero con eso de que una clienta trae otra, una vecina le dio la dirección de una señora que vivía en el Centro, para que fuese a su casa a confeccionarle la ropa. De modo que comenzó a ir una vez por semana a la casa de una familia de apellido Barragué. Esa señora fue quien la recomendó a Simone, una francesa que vivía en un apartamento del décimo piso de un edificio de la Ciudad Vieja. 
Un día mi madre me contó que desde los balcones de aquel departamento los automóviles se veían así de chiquitos, también se veía el Cerro de Montevideo, en cada piso vivía una familia y había que subir por un ascensor.

Nosotros vivíamos en La Teja y el edificio más alto que yo llevaba visto en mi corta existencia, era una casa con altillo. Por aquellos años las casas de mi barrio eran todas bajas, con jardín al frente, y fondo con gallinero y parral. Así que un día, con la lógica curiosidad de saber cómo vivían diez familias una encima de otra, salí de mi casa de la mano de mi madre hacia el apartamento de la francesa. 
No bien llegamos al edificio, mi madre se dirigió hacia una puerta, la abrió y entramos las dos a una pieza chiquita y cuadrada como una caja, donde apenas cabíamos las dos. 
—Este es el ascensor —dijo. Mientras subíamos en el ruidoso artefacto, creí que el corazón se me saldría por la boca. De repente se trancaba y parecía que se iba a quedar, pero daba un respingo y seguía como haciendo un esfuerzo. No me gustó. 

Cuando llamamos en el departamento nos abrió la puerta una mujer, todavía joven, que vestía un quimono y llevaba el cabello oscuro partido al medio, recogido en rodetes, uno a cada lado de la cabeza. De baja estatura, regular belleza y piel muy blanca. El apartamento estaba abarrotado de alfombras, cortinados, muebles y adornos; se oía una música que saldría de alguna parte y mientras un perfume dulzón me impregnaba la nariz, pasamos a su dormitorio. 
En el medio de la habitación, atestada de mesitas cargadas de bibelots, portarretratos, y almohadones diseminados sobre las alfombras, había una cama de reina. Enorme. Con acolchado capitoneado y almohadones de pluma, todo en raso blanco. La francesa abrió el ropero —un ropero con seis puertas de espejos biselados— y comenzó a sacar vestidos que fue dejando sobre la cama. 

A un costado de la habitación, recostado a la pared, había un aparato parecido a una radio gigante. Emitía sonidos extraños y en una pantalla como de cine, en blanco y negro, se podía ver un tremendo rayerío. 
Después supe que era una televisión. Pero tendrían que pasar muchos años para que dicho aparato se hiciera conocido en Uruguay y, mediante antenas, pudiésemos ver algo en él. De manera que me acerqué al balcón para ver si los automóviles, desde aquella altura, se veían chiquitos así. 
Entonces la francesa, para probarse los vestidos, se quitó el quimono quedando completamente desnuda. Yo no podía creer lo que estaba viendo. 
Miré a mi madre para ver si se escandalizaba, pero le oí preguntar, sin inmutarse, si los botones los quería al tono o los prefería dorados. Mi madre era una mujer muy ubicada y prudente. Yo tendría que haber aprendido de ella. 

Me senté en la cama de reina, entre los vestidos y los almohadones de raso, mientras Simone, seis veces repetida en los espejos, permanecía de pie “desnuda como el tallo de una rosa”. 
Fue entonces que mis ojos se detuvieron en sus pies, y no tuve ojos para nada más. Ya no me importaron los autos que se veían chiquitos así, el haber visto un aparato de televisión mucho antes del 50, ni la blanca desnudez por seis de la francesa; solo tuve ojos para aquellas sandalias rojas que calzaban los pequeños pies de Simone, que realmente me habían deslumbrado. 
Eran unas sandalias de tiras cruzadas, de tacos altísimos y de un color rojo, tan rojo y tan hermoso, que me dejaron sin respiración. Me moría por ponérmelas.

 Mientras tanto, Simone, para estar más cómoda, se la quitó y las dejó a mis pies. Yo las quería tocar y no sabía cómo hacer. Ensimismada en ellas, creo que comencé a descalzarme, entonces mi madre (ojos largos) que adivinó mis intenciones, me tomó de una mano y me dijo: 
—Siéntate aquí —y me sentó a su lado en un sofá. Esa tarde la francesa apartó un par de vestidos que —según dijo— no usaba y se los dio a mamá para que aprovechara la tela y me hiciera algo a mí. Mi madre se lo agradeció, pero yo me fui muy enojada porque en lugar de regalarme dos vestidos pudo haberme regalado las sandalias, con las que soñé mientras fui niña. 

Recuerdo que solía decirle a mi madre que cuando fuese grande y trabajara me compraría unas sandalias rojas como aquellas. No sucedió así. En los años que siguieron y mientras fui estudiante no tuve oportunidad de usar sandalias y luego, cuando comencé a trabajar y pude al fin comprarlas, tal vez no estarían de moda o quizá habré tenido otras prioridades. Y a pesar de que las sandalias rojas tuvieron en mi corazón un privilegiado lugar, nunca llegué a tenerlas en mis pies. 
Sin embargo, la vida que nunca termina de sorprenderme, me ha demostrado hoy que la moda —al igual que la historia— siempre se repite. 

He visto las sandalias rojas de Simone rematando las piernas de una joven modelo, en una iluminada propaganda callejera. Y he sonreído al recordar aquel departamento de la Ciudad Vieja. En mi larga existencia he visto automóviles desde edificios mucho más altos que aquel que un día asombrara mi infancia. Las mujeres desnudas aparece en la pantalla de mi televisor —que veo y oigo con nitidez— como el pan nuestro de cada día. Los niños saben como vienen al mundo, pues ven los nacimientos desde las mágicas pantallas, igual que los adolescentes que mientras meriendan o cenan aprenden a hacer el amor antes de terminar la primaria. 
Todo en estos tiempos gira y pasa vertiginosamente y mientras superando el Internet las armas nucleares amenazan con el exterminio total, descubrimos que ante el advenimiento del clon ya no necesitamos al Creador; sin embargo, las niñas aún conservan su encantadora ternura y siguen soñando mientras juegan, disfrazándose con los vestidos de sus madres y taconeando sus zapatos de tacos altos, porque antes de que este mundo de hombres que habitamos, pierda del todo la cordura, la llama de la esperanza no debe apagarse. 
Y alguien tiene que llevar la antorcha. 

Ada Vega, año edición 2001

viernes, 7 de julio de 2023

Mistinguett

  




Era invierno y casi noche. Apagué la computadora, las luces de la oficina, crucé la bufanda debajo del sobretodo y bajé a la calle. Los transeúntes, envueltos en sus abrigos, cruzaban apresurados. Subí por Sarandí hacia la Plaza Independencia rumbo a mi casa. Caminaba abstraído, con la mente en blanco, sin prisa, sin tiempo. La vi venir hacia mí, al cruzar la puerta de la Ciudadela. Era una muchacha alta y delgada, de ojos oscuros y cabello claro; vestía un tapado rojo fuego y botas altas de taco fino. La miré sin querer y me encontré con sus ojos. La seguí mirando porque ella no apartaba su mirada de la mía. Al cruzarnos se detuvo. 
—Voy bien para llegar a Río Negro —me preguntó en un español afrancesado. 
—No —le contesté sorprendido—, vas al revés. Río Negro queda cinco cuadras para atrás. 
—Es por tu camino —quiso saber. 
—Sí —le respondí obligado—, yo vivo un poco más adelante. 
—Te molesta si vamos juntos. 
—No, no. Por favor… vamos. 
Comentó —mientras atravesábamos la plaza—, que hacía poco más de un año vivía en Montevideo. Era francesa y había venido enviada por su gobierno para suplir en la embajada de Francia, a una empleada que se jubilaba. La noche abrazaba la ciudad, no quise ser descortés y la invité a tomar un coñac en el bar Rex. Subimos al piso de arriba. El ambiente era agradable. Ella conversaba como si fuésemos viejos conocidos, se llamaba Madelein. Me contó que vivía con sus padres en un barrio de los suburbios de París, en una casa antigua, con sótano y bohardilla, con balcones pequeños y enrejados hacia la calle y un jardín, al fondo, con rosas y magnolias. Que, si bien extrañaba a su país, se había enamorado de Montevideo desde el mismo día que llegó. Dijo también que acababa de cumplir veinticinco años y estaba acostumbrada a viajar por el mundo desde muy pequeña, por eso tenía la facilidad de adaptarse a los distintos lugares donde tuviese que vivir. Hablaba con gran soltura. Cautivaba oírla. Su voz tenía ese suave acento que da la mezcla del idioma francés con el español. Dijo, entre otras cosas, que vivía en un departamento con la sola compañía de una gata mimosa, de tres colores, que tenía un ojo verde y otro amarillo. Una gata que encontró una noche al volver de la embajada, en la puerta del edificio, maullando de hambre dentro de una caja de zapatos. Que al verla allí tan chiquita e indefensa se la llevó con caja y todo a su departamento. Recordó que al tomarla en los brazos le llamaron la atención sus patas tan largas, con relación a su cuerpo y que al verla caminar se le ocurrió llamarla Mistinguett, como una actriz y bailarina francesa muy famosa, dijo, de la primera mitad del siglo pasado, que había asegurado sus piernas en un millón de francos. Cuando oí esto, yo que soy gardeliano, pude añadir un vocablo a la historia: conozco la existencia de La Mistinguett, le dije, fue una bailarina del Paris cabaretero del siglo XX, cuyo verdadero nombre era Jeanne Bourgeois. Sé de ella porque en el año 1929 Carlos Gardel, que se encontraba en Paris, intervino en un festival donde actuaron figuras relevantes como, La Mistinguett y Maurice Chevalier. También compartió cartel con ella en Niza, donde Gardel conoció a Charles Chaplín. 
Al comprobar que yo tenía conocimiento de la existencia de su coterránea y había agregado a su relato un pequeño detalle, se le iluminó la cara, la vi reír abiertamente y sin dejar de mirarme dijo: 
—¡Sabía que eras capaz de hablar más de cuatro palabras! También yo me sorprendí. Hacía mucho tiempo que nada me conmovía, nada me llamaba la atención. De todos modos, esa noche, en el bar de 18 de Julio y Julio Herrera y Obes, junto a aquella muchacha veinteañera que hablaba sin parar contándome su vida, como si fuese yo un joven como ella y no un viudo que había pasado los cincuenta, sentí como si algo en mí volviera a renacer. Volviera a tener presencia. En ese primer encuentro hablamos mucho, Madelein me contagió su magnetismo y también le conté parte de mi vida. La noche se alargaba y seguía su curso, fue entonces cuando ella me invitó a tomar un café en su departamento. 
—Vamos — dijo—, me gustaría que conocieras a Mistinguett. 
Yo no quería ir, ni quería quedarme. Me di cuenta entonces que el vivir aferrado a un recuerdo me había hecho perder la seguridad en mí mismo, que siempre había ostentado frente a las mujeres. También pensé que el hecho en sí, no comprometía en nada mi decisión de vivir solo. De modo que acepté y nos fuimos caminando a su departamento que, extrañamente, estaba ubicado en uno de los edificios de la circunvalación de la plaza Zavala, en plena Ciudad Vieja. Creo que mientras caminábamos me pregunté hacia dónde pensaba ir cuando me interceptó en la plaza para preguntarme por la calle Río Negro. De todos modos, ella a mi lado hablaba tanto que me distraje y no le pregunté. Después, ya no tuvo importancia. 
Cuando llegamos al apartamento era pasada la medianoche. Hacía mucho frío y un viento huracanado soplaba sin tregua desde el mar. El apartamento de Madelein era pequeño pero muy confortable. Tenía un solo dormitorio y un living muy espacioso con muebles, alfombras y muchos adornos. La joven encendió la calefacción, puso un disco con música lenta y preparó café. El ambiente estaba dado. Ya nos conocíamos. Nos encontrábamos solos en la penumbra de aquella habitación. No cabían las palabras. Esa noche inauguramos una relación apasionada. Yo, reacio, seguro de que esa relación no perduraría. No sucedió así y ella, con el tiempo, fue enamorándose de mí. Deseaba vivir conmigo y que fuésemos a Francia, cuando ella cumpliera el plazo de su estadía en Uruguay. No sé si llegué a amarla realmente, si la amé y no quise perjudicarla o si simplemente tuve miedo y no me animé a seguir la vida con ella. Madelein era muy joven, muy hermosa, alegre y llena de vida. Vivía la vida soñando con el futuro, con hijos. Yo ya era el futuro, le llevaba más de veinticinco años, no albergaba venideras expectativas. Se lo decía. Que necesitaba a su lado un hombre joven como ella, con sueños, con esperanzas. Pero no ponía atención, no creía lo que le decía. Entendía que la felicidad no está en la edad que pueda uno tener, sino en desear o no ser feliz. Vivimos poco más de un año juntos y separados. Un poco en mi casa y un poco en la casa de ella. Un día le avisaron de Francia que tenía que volver a su anterior empleo en París. Lloró como una niña rogándome que fuera con ella. Diciéndome que si prefería, renunciaba a su empleo y se quedaba conmigo, que estaba segura de que yo la amaba, que no me cerrara al amor. Más de una vez estuve a punto de pedirle que se quedara conmigo. Más de una vez, por no verla llorar, estuve en un tris de decirle que iba con ella. Más de una vez. Y me contuve. Madelein se fue una primavera llevándose a Mistinguett y yo me hundí en la soledad y en la amargura. Durante mucho tiempo me escribió cartas desde Francia, que nunca contesté. Hace unos años recibí la última donde me anunciaba su próxima boda. No volvió a escribir. Nunca más. Hoy que han pasado tantos años de aquellos días de amor apasionado, sigo pensando que hice bien en no permitir que Madelein se atara a mi amargura. No hubiera sido feliz a mi lado. Ella fue una lucecita que alumbró mi vida en el momento en que más solo y perdido me encontraba. Yo no cambié, no hubiese cambiado nunca. Soy un tipo triste, solitario. Me regodeo con mi soledad. Sigo añorando la esposa que perdí, rehúso que otra mujer borre su recuerdo. Ni siquiera una mujer que me amó y pude haber amado. Vivo solo, no acepto a nadie a mi lado. No necesito a nadie. En mi casa solo tengo una gata que apareció hace un tiempo. Una gata negra, con el bigote y las patitas blancas. Al principio traté de echarla, de dejarla afuera, pero se empecinó tanto, tanto, en quedarse, que al final la dejé. Por un recuerdo querido que guardaré para siempre, de nombre le puse: Mistinguett. 

Ada Vega, edición 2010

El último taita



Creo que el pardo Patricio fue uno de los últimos taitas de cuchillo al cinto, de aquel malevaje que acunó el Pueblo Victoria y La Teja. Era un morocho pasado de horno, de cuerpo musculoso y duro, de pelo renegrido y lacio peinado a la gomina. Lampiño. Ojos aindiados y mirada desconfiada. Dueño de todas las inmejorables cualidades que hacían al hombre de pelo en pecho de aquellos años: mujeriego, timbero y borracho. Y también de algún defecto... era hincha de Nacional. La política para él no existía. Supo ser un tipo feliz. Vivía en una casilla de lata, cuadrada, pintada de negro, rodeada de transparentes. Tenía un perro parecido a él: negro, musculoso y zambo, a quien le había puesto el rimbombante nombre de Zeppelín Tal vez porque siempre se jactaba de que, siendo un muchacho, había visto al Graf Zeppelín el día que pasó sobre Montevideo, y el nombre se le habría grabado.
El taita Patricio era laburante. Trabajaba de estibador en el Puerto. De fierro para trabajar. Podía pasar siete días y siete noches estibando y tomando vino. También podía dormir siete días y siete noches, despertando solo para besar su inseparable botella de tinto. Pero en el barrio jamás molestó a nadie, era serio y respetuoso. Saludaba entre dientes, masticando un pucho. Nunca lo vi sonreír y menos aún, reír. Caminaba hamacándose, balanceando su cuerpo a cada paso, con las manos hundidas en los bolsillos del pantalón. Atravesado en la espalda, enganchado en el cinto, brillaba el mango de plata de su facón. Como verdadero guapo andaba siempre calzado por un: ¡quién sabe!
El pardo Patricio era fiero, realmente fiero. Por eso nunca entendí por qué era tan ganador con las mujeres. Ni aun ahora que sé de algunos de esos ciertos por qué, entiendo que tantas muchachas se avinieran a vivir con él. Le conocimos mil compañeras: jóvenes, no tan jóvenes; lindas, no tan lindas; rubias, morochas, mulatas y negras. A todas las traía a vivir a su casilla. Era un continuo desfile. Las muchachas lo bancaban un tiempo y se volaban. Él las reemplazaba sin ningún problema. Decía que no era ningún otario, que no se ataba a ninguna pollera.
Hasta el día en que trajo aquella rubia. Era una muchacha blanca, demasiado blanca. Flaca, demasiado flaca. Linda de cara. Demasiado linda, aunque de tan flaca y ojerosa parecía tísica. Al caminar, sus piernas esqueléticas no la sostenían lo suficiente y daba la impresión de que se desarticularía al dar el próximo paso. Era muy joven, casi una niña. Se llamaba Rosa. Y Rosita empezó a redondear su cuerpo y a tostar su piel con el sol de La Teja. Desaparecieron sus ojeras, sus mejillas se colorearon y los huesos puntiagudos de su cuerpo se suavizaron. Un día el patito feo se convirtió en un precioso cisne. Y como siempre pasa en los cuentos, apareció un cazador.
Un muchacho del barrio, de poco más de veinte años, empezó a mirar a la chica. Y la chica a él. Y fue el amor. Los padres del muchacho temblaron al saber de esos amores, pensando en el facón del taita. Pero, ¿cuándo pasó que el amor se termine por mandato? Fue inútil. Ya que todo el barrio lo comentaba cuando él se enteró. Siempre pasa, el último que se entera, es el que se tiene que enterar último. Rosa pudo haberse ido antes, como las otras, sin protocolo. Pero quiso hablar con el hombre, contarle ella lo que pasaba, explicarle. Y esa noche cuando él llegó, trató, de la mejor manera, de explicar la situación. Él escuchó, y sin pronunciar una palabra, salió de la casilla rumbo a la casa del muchacho.
Arriba la luna, compinche de los enamorados, no quiso comprometerse y temerosa, se escondió tras una nube, cuando el hombre ya en la calle, vio al joven que venía decidido a su encuentro. A jugarse por su amor. Sin cuchillo, a cara limpia, a ganar o a perder de una vez por todas. El taita manoteó el puñal. El muchacho siguió caminando y se plantó ante él mirándolo directamente a los ojos, sin temblar. Quizá la determinación y la valentía del joven desconcertaron al taita. Soltó el mango del puñal sin oír lo que el muchacho intentaba decirle. En ese momento envejeció mil años. Sintió un cansancio enorme en su corazón. Él, que había sido guapo entre guapos, esa noche perdió y lo supo.
No volvió a la casilla ni a su Rosa. Dobló la esquina y se fue solo en la noche, a encontrarse con su destino. Tal vez no oyó, o no quiso oír, al ferrocarril que en las vías de Ángel Salvo aullara su largo y macabro silbido.

Ada Vega, edición 1997

jueves, 6 de julio de 2023

Tony y yo

 





Creo que cuando Tony vino a vivir con nosotros no había cumplido los cuatro años. Fue un invierno muy lluvioso aquel. El arroyo Conventos se había desbordado y las calles estaban anegadas y barrosas. Las lavanderas hacía días que no iban a lavar la ropa y las piletas, junto al arroyo, rebozaban de tanta agua caída. Entonces vivíamos en el barrio “Cuchilla de las Flores”, cerca de la cancha de La Liga de los Barrios, una de las zonas más lindas de Melo.
Recuerdo que al Tony lo trajo una mañana doña Eleonora, una comadrona muy comedida que vivía puerta por medio. César estaba en el trabajo y Estela andaba en la vuelta preparando el almuerzo. Yo estaba medio aburrido y harto de estar tantos días encerrado, me puse a mirar para afuera mientras caía la lluvia. Los sauces se doblaban bajo el peso del agua mansa y continua. Arriba, el cielo de un gris sucio, no tenía miras de abrir. Los vi venir por el repecho del campo lindero, detrás de un paraguas negro que los cubría a los dos.

Golpearon la puerta y cuando Estela fue a abrir se encontró con doña Eleonora y el Tony. Ella cerró el paraguas y entraron en la casa. No me acuerdo muy bien la conversación entre la comadrona y Estela. Pero entendí que le traía al Tony para que viviese con nosotros. Le dijo, apelando a sus sentimientos cristianos, que recibirlo era una obra de caridad. Al pobre, en la carretera, un auto le había matado a la madre y vivía con unos zafreros en el barrio Mendoza, donde lo maltrataban. Y eso se veía a simple vista. El Tony era chúcaro y tan sucio, que ni el agua caída del cielo, había logrado aclarar su carita.
Nos miraba asustado con la cabeza gacha. Estela, que era más buena que el pan, no necesitó más para extenderle los brazos, lo convidó con unos pastelitos que acababa de hornear y lo dejó conmigo para que se fuera aquerenciando. Contó doña Eleonora que cuando murió la madre, el Tony fue a vivir con los zafreros, pero que estos tenían muchos hijos que alimentar y una boca más ya era demasiado. Por lo tanto, comía un día no y otro tampoco. Que verlo en ese abandono le partía el alma, así que fue y se los pidió. ¡Como si fuese un florero, el pobrecito!

Parece que los zafreros no la dejaron ni terminar de hablar, se lo dieron más pronto que ligero y, antes que la doña fuera a arrepentirse, le cerraron la puerta en las narices. Así que ese mediodía, cuando César llegó a almorzar, se encontró con la novedad de que en casa, ya éramos cuatro. Tony y yo nos hicimos amigos al toque. Aunque le costó un poco adaptarse a la casa, pues, estaba resabiado, el cariño y el calor del hogar en poco tiempo lo conquistaron. Y yo me acostumbré a él, fuimos inseparables.
Para cuando cumplió los seis años, ya Estela y César lo habían adoptado. Lo anotaron en la escuela como Antonio Velázquez Tomé. Yo lo acompañé y lo fui a buscar a la escuela durante los seis años. Excepto los días que se quedó en casa por un sarampión que se agarró en tercero, o aquella vez que jugando al fútbol en la cancha donde practicaba “El Naranjo”; al pisar una pelota y girar el cuerpo a la vez, se le trancó una pierna y la rodilla se le salió para un costado. Cayó al suelo agarrándose la pierna.

Yo salté limpito el alambrado y fui hacia él que se quejaba de dolor. Corrí a casa, me paré en la puerta de la cocina y le ladré con fuerza a Estela.
--¿Qué pasa? Me dijo. ¿Dónde está Tony? Le seguí ladrando más fuerte y empecé a correr hacia la cancha. Ella me siguió. Se lo llevaron en la camioneta de don Genaro, el almacenero. Con él subió Estela y una vecina. Yo también subí por una puerta, pero me bajaron por la otra. Así que vine para casa y me senté a esperar. Volvieron casi de noche. El Tony traía la rodilla vendada.
Esas fueron unas vacaciones extras, él no podía ir a la escuela, así que pasábamos todo el día juntos. Y los inviernos se amontonaron empujando a los veranos agobiantes de nuestro Cerro Largo. Empezó el liceo en Melo, pero un día decidieron mandarlo a Montevideo a terminar sus estudios. Nunca habíamos vivido tan lejos uno del otro ni pasado tanto tiempo sin vernos. Si hubiese sabido llorar hubiera llorado el día que lo vi subir al ferrocarril y despedirse de mí, con la mano en alto. Esos años viví imaginando su vuelta.

A veces iba a la estación a ver pasar los trenes. Esperándolo. Un invierno César nos dejó. Él vino a acompañar a Estela por unos días. Pese al dolor de haberlo perdido, el regreso de Tony me hizo feliz. Salíamos juntos a recorrer el barrio, a visitar a sus amigos. Algunas noches después de cenar, cuando Estela se dormía, me chiflaba con dos chiflidos cortitos entre dos dedos y salíamos de callados a caminar por el pueblo. Así me chiflaba de gurí cuando se escapaba a la siesta y salíamos los dos a vagabundear. Nos llegábamos hasta los juegos del bosque, él reía, remontaba muy alto en las hamacas y desde la altura me llamaba: ¡Cachila!
Otras veces seguíamos el curso del arroyo por la costanera hasta el puente carretero y allí nos quedábamos viendo pasar los ómnibus y los camiones, ¡vaya a saber hacia qué destinos! Cuando al fin terminó sus estudios volvió al pueblo con una novia. En la modorra de la siesta de verano oí su chiflido dos cuadras antes de llegar a casa. Corrí por la mitad de la calle para alcanzarlo. Se alegró de verme, pero esa tarde supe que en el corazón de Tony había otro amor. La noche antes de volverse a Montevideo fuimos hasta el bosque.

Se tiró en el pasto panza arriba a mirar las estrellas. Yo me eché a su lado con la cabeza apoyada en su pecho, él descansó su mano sobre mi lomo y en ese momento sentí que nunca nos habíamos separado. Al año siguiente Estela viajó para su casamiento. Él se casó y se quedó a vivir en la capital, y yo me acostumbré a vivir con su recuerdo. Está refrescando. El invierno se viene otra vez y yo estoy muy viejo. De todos modos, la imagen de aquel gurisito sucio que vino un día a vivir con nosotros, siempre me acompaña.
Ahora estoy solo, la casa está oscura y cerrada. Hoy enterraron a Estela. No quise ir a despedirla. Quiero quedarme aquí, y morirme yo también.
El sol se escondió tras los eucaliptos. La noche se va cerrando. Por momentos el coro de las ranas se eleva escandaloso pidiendo agua al cielo. Aquí, bajo el jazmín de Estela, si los recuerdos me dejan, voy a tratar de dormir.
Los focos de un auto iluminan la casa que ha quedado sola y desamparada. Al principio el doble chiflido de Tony entra en su sueño y lo desconcierta. Y al final aquel llamado que golpea en su corazón: ¡Cachila! ¡Cachila!
Recién entonces, a paso de perro viejo, se acerca al portón. Sus ojos gastados adivinan a Tony. Aquel su olor, sus manos aprehendidas, acariciando su cabeza, y su voz...
—Cachila, vine a buscarte viejo, vamos conmigo a Montevideo, vamos subí, ¡vas a ver que linda es la capital...!

Ada Vega, año edición 2001

martes, 4 de julio de 2023

Volver a Salto

  



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Tenía veinte años cuando, por primera vez, llegué a Montevideo desde la ciudad de Salto. Entonces vivía con mis padres y mis hermanos en una casa junto al río Uruguay, cerca del puerto desde donde salen y llegan durante todo el día, las lanchas que cruzan el río hasta y desde Concordia, la hermana ciudad entrerriana. Aún guardo en mi memoria la visión de los últimos rayos del sol, al caer detrás de los árboles en la costa argentina; las vacaciones de verano a caballo con mi padre de recorrida por los campos salteños; las mañanitas en el río de pesca con mis hermanos, con el agua hasta las rodillas que corría mansa sobre las piedras. El perfume de los naranjales en flor. Pero la infancia es breve como el viento de verano. A los dieciséis años empecé a trabajar, en las Termas del Daymán, en una casa de comidas ligeras que dos muchachos montevideanos habían instalado allí un par de años antes. Era un trabajo agradable, dinámico. Atendíamos a turistas que llegaban desde los distintos departamentos de Uruguay y también de Argentina y Brasil. Como la distancia de las termas hasta mi casa era de unos cuantos kilómetros, el recorrido diario lo hacía en un ómnibus de línea. Un verano, ya había cumplido los dieciocho años, conocí a Diana. Una chica argentina que vivía en Concordia con sus padres y un hermano menor que, según supe después, hacía varios años pasaba con su familia, las vacaciones en Daymán.
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En realidad, no recordaba haberla visto antes y puedo decir que recién ese verano puse atención en ella. Me sentí atraído en cuanto la vi y comenzamos a vernos. Como estaba limitado al área donde funcionaba mi trabajo era ella quien se acercaba a comprar algo y se quedaba a conversar conmigo. Una tarde vino y me dejó un papelito doblado en cuatro, con un número de teléfono. Me dijo que se iban al día siguiente que podía llamarla, pero que lo hiciera solamente de mañana que era cuando ella estaba.
En aquel tiempo trabajaba cinco días y descansaba el sexto. Esa misma semana el primer día de descanso la llamé por teléfono de mañana, como me advirtió, y de tarde fui a verla. A las tres de la tarde bajé de la lancha en el puerto de Concordia. Subí corriendo las escaleras con temor de no encontrarla. Pero estaba allí, junto al barandal de hierro. Llevaba puesta una falda gitana y una blusa con puntillas. El viento jugaba con su pelo y la despeinaba. Al verme sonrió y comenzó a caminar hacia mí. Creo que esa tarde comencé a amarla. Nos fuimos juntos a caminar por la costanera.
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A partir de ese encuentro nos vimos cada cinco días durante un año. Estábamos juntos un par de horas. Algunas veces íbamos al cine. Si hacía frío o llovía entrábamos en algún bar a tomar algo. No sé donde vivía. Nunca conocí su casa. Nunca me invitó.
Yo tenía las mejores intenciones y deseaba, de una vez por todas, hablar con los padres para formalizar nuestra relación y no tener que seguir viéndonos por la calle como si tuviésemos que escondernos de alguien. Sin embargo, ella siempre me decía que esperara un poco que en la casa, por el momento, no le permitían tener novio. No obstante me prometió hablar con sus padres para que me recibieran. Encuentro que no llegó a cristalizar. Si bien es cierto que yo estaba muy enamorado, y ella decía sentir lo mismo por mí, tuvo la habilidad de mantenerme alejado de los suyos.
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La familia de Diana tenía por costumbre llegar a las termas en el mes de febrero. A mediados de enero le pregunté en qué fecha tenían pensado cruzar para hacer las reservaciones. Me contestó que todavía no lo habían decidido. A la semana siguiente, cuando fui a verla, no la encontré. La esperé más de una hora y no vino. Me volví extrañado. Durante el año que estuvimos viéndonos nunca había faltado. Cuando yo llegaba al puertito de Concordia, ella siempre estaba esperándome. Cuatro días después, en las termas, vi llegar a sus padres con el hermano. Diana no venía con ellos. Me llamó la atención, de manera que en cuanto pude me acerqué al hermano y le pregunté por ella. No vino —me dijo—, Diana no vino porque se casó. Creí que había oído mal. Por qué no vino —insistí. Porque se casó —me repitió—, y se fueron por quince días a Buenos Aires. El muchacho no me dio más corte y se tiró en la piscina.
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Lo que sentí en ese momento no es fácil de explicarlo. No podía ser cierto. Tenía que ser un error. Tal vez una broma del hermano. Pero, por qué. No había motivo para una broma así. Pensé que debía aclarar cuanto antes la situación por lo tanto busqué a los padres, que se encontraban junto a una de las piscinas. Me acerqué, los saludé y les pregunté por los hijos. Nito anda por ahí —me dijo la mamá—, y Diana se casó el sábado. No creo que venga más con nosotros. Al escuchar a la madre me invadió un tremendo desconcierto. Hubiese querido desaparecer. Me sentí estafado. Burlado. No podía reaccionar y por un momento no supe qué hacer. Mi cabeza era una olla donde hervían mil preguntas. Preguntas que no tenía a quién hacérselas. Preguntas sin respuestas. Respuestas que nadie me dio.
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Por un tiempo seguí yendo a Concordia los días de mi descanso con la esperanza de volver a verla. Recorría la peatonal, entraba en los comercios y bares, buscándola. Nunca la encontré. Concordia es mucho más grande que Salto donde nos conocemos todos. Comenzó a cegarme una mezcla de dolor y de rabia. Se había burlado de mí. Quería matarla. Asesinarla. Durante varios días planee varias muertes distintas: estrangularla con mis propias manos; clavarle un puñal en la espalda; ahogarla en la piscina. Sin embargo tuve que abandonar mis ideas criminales porque yo, debo reconocerlo, nunca pude matar un pollo del gallinero de mi madre, para comerlo al mediodía. Ni jamás acompañé a mi padre, cuando salía al campo, dispuesto a carnear una oveja. Las yerras y las carneadas, nunca fueron mi fuerte. Por lo tanto la venganza por muerte, poco a poco, fui dejándola de lado. No así, mi rabia y mi resentimiento.
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En mi casa sabían que yo tenía una novia en Concordia. Mis amigos también. Cómo decirles a mis padres y a mis amigos que mi novia se había casado con otro. No podía disimular mi bronca y mi humillación. Así que, sin pensarlo dos veces, decidí irme de Salto. Les conté a mis patrones lo que pasaba y les dije que me iba para Montevideo a buscar trabajo. Ellos me entendieron y me dieron una mano. Hablaron por teléfono con unos amigos y me consiguieron trabajo en la plaza de comidas del Shopping Center Montevideo y la dirección de un hotel familiar de unos parientes de ellos, en la calle San José, en el Centro de la capital.
Hablé con mis padres y les conté mi decisión de irme a Montevideo.
Mi madre lloró. Mi padre me habló como les hablan los padres a los hijos cuando éstos pierden el primer amor. Que son cosas que pasan. Que pronto me olvidaría. Que en cuanto menos lo esperara me volvería a enamorar. Que no era necesario que saliera huyendo para Montevideo, como si me hubiesen echado los perros. Mi madre seguía llorando.
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Mi padre dijo entonces que si estaba decidido a bajar a la capital a probar fortuna, que no era él quien se opondría. Pero que tuviese presente, que si no me adaptaba a la vida en la capital recordara que mi casa en Salto siempre estaría esperándome. Mi madre lloró mientras me hizo la valija, mientras me acompañaron a la terminal y cuando la abracé y la besé antes de subir al ómnibus. Mi padre no me hizo recomendaciones. Me abrazó emocionado y me dejó ir. Llegué de noche a la capital del país, después de viajar seis horas en un ómnibus interdepartamental. Me bajé en la terminal de Tres Cruces, atravesé el salón de pasajeros, salí afuera y en la puerta tomé un taxi. Le di la dirección al taxista y le dije que tomara por 18 de julio. Así me advirtieron mis amigos que le dijera al hombre del volante. El taxista me preguntó si yo era del interior, le contesté que sí y que era la primera vez que venía a la ciudad. Él tomó Bulevar Artigas, a las dos o tres cuadras se detuvo un momento y me dijo: ese es el Obelisco, y entró en la Avenida 18 de Julio.
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La avenida fue, para mí, un espectáculo grandioso. Me pareció tan amplia, tan iluminada, con tanto tránsito. Llena de comercios, vidrieras y gente que iba y venía por las veredas. La recorrimos toda. Casi al final, el taxi dio una vuelta y me dejó en la puerta del hotel. Subí con mi mochila al hombro, me dieron la llave de una habitación, dejé la mochila y salí a la calle a presentar mis respetos a la gran Montevideo. Subí hasta 18 de Julio caminé un par de cuadras y llegué a la Plaza Independencia. No podía creer lo que tenía ante mí. El Palacio Salvo conocido sólo en postales y alguna vez en televisión se elevaba iluminado hacia mi izquierda. Crucé la calle y me encontré frente al Monumento del General Artigas, detrás el Mausoleo, y al fondo la puerta de la Ciudadela. Estaba cansado del viaje y quería comer algo, sin embargo me senté en un banco de la plaza a observar la gente que pasaba. Y me sentí feliz al entender que yo, era uno de ellos. Que también pertenecía a la ciudad. Que desde ese momento era un ciudadano más de la capital.
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Al volver entré en un bar, pedí pizza y una cerveza. Después regresé al hotel. Me tiré en la cama vestido y me dormí pensando en mi madre y en mi padre. Ellos tenían razón. Yo volvería a ser feliz. Por lo pronto, lo iba a intentar.
Mi empleo en la pizzería fue bueno. Ya estaba acostumbrado a ese tipo de trabajo y no tuve ningún inconveniente. Enseguida me hice amigo de Santiago, un muchacho que era también del interior, que vivía en una pensión a cinco cuadras del Shopping Center Montevideo, para donde me mudé a los seis meses de haber llegado a la capital.
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Vivía más cerca y me ahorraba el boleto del ómnibus. Por desgracia, para mí, en esos días Santiago resolvió irse para Nueva York, donde tenía un hermano que lo mandaba buscar. Lo extrañé cuando se fue, aunque ya estaba más baqueano y tenía también otros amigos. De todos modos Santiago me escribía seguido y me mandaba fotos. Había conseguido un buen trabajo y al mes de llegar ya estaba de novio con una muchacha peruana. En las cartas me decía que sacara el pasaporte y fuese arreglando los papeles para viajar que, en cuanto pudiera, me iba a mandar el pasaje para que me fuera a vivir con ellos. En mis cartas yo no le decía ni que si ni que no, en realidad, me sentía muy bien en Montevideo y no tenía la más mínima intención de viajar a los Estados Unidos. De todos modos, nunca dejamos de escribirnos y contarnos nuestras historias. Y para mí, su ofrecimiento no dejaba de ser una puerta de entrada al país del norte, por si un día decidía aceptar la invitación. Así pasó un año largo.
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Un día en la pizzería se presentó Diana. Se dirigió directamente a mí. Me dijo que quería volver conmigo, que la perdonara, que se había equivocado. Que su matrimonio no había resultado. Y varios detalles más. Le dije que no podía hablar, que estaba trabajando. También le dije que no volviera porque yo no quería saber nada más con ella. Que por favor se fuera y me dejara en paz. Insistió un poco, pero al final se fue. Me quedé pensando en mi propia reacción al verla: yo había amado, odiado y olvidado a esa muchacha con la misma intensidad. Recordé que quise morirme cuando me dejó, que pensé en matarla. Sin embargo, lo que murió fue solamente el amor. Creí que no volvería a verla nunca más. Un par de semanas después, cuando salí de la pizzería a las dos de la mañana, me estaba esperando.
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Había traído un bolso con su ropa y me dijo que venía para quedarse conmigo. Le repetí que no quería seguir con ella, que lo nuestro pertenecía al pasado: ella estaba casada y yo la había olvidado. Se abrazó a mí y me besó como solía hacerlo cuando yo creía que éramos novios y nos amábamos. Sentí su cuerpo junto al mío y por un momento reviví la pasión que un día sentí por ella. Mis brazos rodearon su cintura y la atraje hacia mí. Nos besamos y cuando nos separamos, y la aparté de mí, su marido estaba frente a ella. Supuse que era su marido, pues solo el marido podía haberla seguido y estar, en ese momento, apuntándole con un revólver. El muchacho la miraba fijo. Se notaba sereno. No pronunció una palabra. Ella tampoco habló, creo que ni se asustó. En ese momento pensé que nos mataba a los dos. Pero a mí ni siquiera me miró. Yo no podía apartar mis ojos de los ojos del hombre cuando sonó el primer disparo y vi a Diana caer a mis pies. Me incliné para tratar de levantarla, cuando oí el segundo disparo y el cuerpo del muchacho cayó a lo largo junto a ella.
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Todo pasó en segundos. De todos modos, lo sucedido aquella noche dejó en mí una impresión tan amarga y tan cruda, que mil veces mi mente la siguió reproduciendo y otras tantas, en sueños, la vuelvo a revivir. La locura, la insania, la tragedia, había estallado a mi lado, involucrándome, pero sin llegar a rozarme. Por varios días estuve en vueltas con la policía, los testigos, el juzgado y el juez. Otra vez mi vida se complicaba. El dueño de la pizzería me pidió que tomara unas vacaciones para evitar las murmuraciones de la gente y a la policía que entraba y salía del local. Pensé que era tiempo de volver a mudarme. Y le escribí a mi amigo de Nueva York.
Volví a Salto a despedirme de mis padres, de mis hermanos y de algunos familiares y amigos, a quienes les aseguré que no me iba para siempre. Mamá, como cada vez que me veía, lloró cuando llegué y lloró cuando me fui. Mi padre me abrazó al despedirse y me pidió que no dejara nunca de escribirle a mi madre.
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Me fui para Estados Unidos un domingo, a fines de noviembre de 1997, en un avión de American Airlines con destino: Montevideo – San Pablo – Nueva York, en un vuelo que llevó doce horas. En el Aeropuerto Internacional Kennedy me esperaba Santiago. A los pocos días de llegar al gran país del norte me encontraba de paseo con mi amigo, por el corazón de Nueva York en la isla de Manhattan. Por la Quinta Avenida. Por Brodway. Visitando el Empire State. Ya era parte de aquel mundo extraño, desconocido y sofisticado al cual, con el tiempo, también me adapté.
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Comencé a trabajar con Santiago, en una empresa de mantenimiento de interiores: mampostería, sanitaria, pinturas, etcétera. Visitaba clientes haciendo trámites administrativos, cobros, entregando facturas y demás. El 11 de septiembre de 2001, poco antes de las 9 de la mañana, dejé unos presupuestos en una oficina del piso 70 de World Trade Center. Una de las Twins Towers (Torres Gemelas) de Nueva York, bajé por uno de los ascensores y salí por la puerta central. En ese momento, a mis espaldas, un avión chocaba con la torre de la que acababa de salir. Al momento, otro avión impactó en la segunda torre. A un par de cuadras presencié el derrumbe de ambas. El horror, las nubes de polvo, y los gritos de la gente, los tendré grabados en mi cabeza hasta el día de mi muerte.
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Viví nueve años en Estados Unidos con la idea, siempre, de volver un día a mi país. Hacìa unos años que estaba en pareja con Mirna, una joven chilena, en quien volví a encontrar el Amor. Con ella habíamos acordado que nuestros hijos nacerían en Uruguay. Por lo tanto, estos años trabajamos mucho los dos, juntamos un dinero y a mediados de 2006 decidimos el regreso.
Soñaba con volver a mi país. Volver a Salto. A encontrarme con mis padres, mis hermanos. Volver a mi río y a mis amigos. Establecerme, criar allí a mis hijos y quedarme para siempre. En un país como el nuestro donde hay paz, donde la gente es amable y solidaria. Donde no nos separan las ideas políticas, raciales ni religiosas. Nos despedimos de los amigos y preparamos las valijas.
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Nos embarcamos la mañana del 4 de noviembre de 2006 en un vuelo de American Airlines: Nueva York – San Pablo – Montevideo. Sabía que al llegar a Uruguay nos encontraríamos, en Montevideo, con la XVI Cumbre Iberoamericana de Jefes de Estado. No obstante, pese a que la capital había recibido en esos días, algo más de cinco mil visitantes, la ciudad se encontraba en calma. Al llegar fuimos a la Terminal de Tres Cruces a sacar pasajes para Salto. Siempre estuvimos al tanto de los problemas que existían con los habitantes de Gualeguaychú, por la instalación de las papeleras en Río Negro, pero allí en la terminal nos enteramos que los entrerrianos habían levantado un muro a la entrada del puente internacional, sobre el río Uruguay. Mientras el ómnibus avanzaba hacia el litoral, la noche de principios de noviembre se cerraba sobre la campiña dormida. Recordé que dos veces la tragedia me había rozado sin herirme. ¿Sería que la tercera me estaba esperando? Decidí no pensar en ello. Me sentía demasiado feliz. Por lo tanto me dije: aquí vamos. Aquí nacerán mis hijos, en el Salto oriental, junto al río de los pájaros pintados.
Llegamos justo para los festejos, del 8 de noviembre de 2006, por los 250 años del proceso fundacional de la ciudad de Salto. Era un buen augurio. Nos bajamos en la terminal. Toda mi familia nos estaba esperando. Mi padre me abrazó muy fuerte. Mi madre, como siempre, me besó llorando.
Ada Vega, edición 2010

Con las manos sobre el Evangelio



Su verdadero nombre era María de los Milagros Reboledo Gamarra. De los Reboledo del norte y los Gamarra del sur. Sus familiares, por lo tanto, se encontraban diseminados por toda la república. Ambos abuelos pelearon en las guerras intestinas de 1870. Antes y después. Y murieron de viejos, uno al norte del Río Negro, y en la capital el otro.

Los heredaron los hijos, los hijos de los hijos y los biznietos. Sin embargo, nadie conocía a María de los Milagros Reboledo Gamarra que fue, por su libertina conducta, desheredada. Detalle del que nunca tuvo conocimiento, ni le importó. Pues a ella se la conoció en veinte cuadras a la redonda, como María la del río, por algo natural y lógico: vivía junto al río. Por lo tanto, fue hasta su muerte octogenaria, María del Río, que así quiso que se la conociera y se la llamara.

Nadie sabe con certeza, ni recuerda, cuando vino a vivir María a su casa de la costa. Según ella misma contaba, había nacido en 1901 y tenía escasos trece años cuando se escapó de su casa siguiendo a un cantor de tangos y valsecitos, bohemio y fachero; que conoció en la fiesta de cumpleaños de su hermana mayor, donde abrazado a una guitarra lo escuchó cantar y decidió, que ese sería su hombre para toda la vida.

Y fue el cantor, su primer hombre. Al que amó con locura y desesperada desesperación su vida entera y a quien juró, con las manos sobre el Evangelio, que amaría hasta el día de su muerte. Y así fue, lo amó hasta el mismísimo día de su muerte: pero lo engañó a la semana.

Que una cosa nada tiene que ver con la otra, según su propio decir y entender. Que el amor es inasible y sublime, decía, y lo bendice Dios. Y el cuerpo es terreno, se pudre en la tierra y Dios no tiene en él, el más mínimo interés.

También es cierto que su cantor, bohemio y fachero, vivía la noche de juerga y de día dormía igual que un lirón. Aunque, la verdad sea dicha, no fue ese el real motivo de que María lo engañara, pues si el muchacho hubiese sido un santo de altar, bendito y milagrero, lo hubiera engañado igual. Que María había nacido para enamorarse por un rato de todos los hombres, fuesen buenos, fuesen malos o rebeldes o malvados.

Al igual que muchos hombres que les gustan todas las mujeres, solteras o casadas, lindas o no tanto, de vez en cuando aparece una mujer con los mismos vicios. A los hombres se los llama con transigencia: mujeriegos. A las mujeres: p&tas.

Sin embargo, no se debe tomar a la ligera el modo en que María vivía la vida, pues ella proclamaba, con orgullo, que nunca se prostituyó, puesto que hacía el amor por placer, que no por dinero. Que si a ella le gustaban los hombres, también es cierto que los hombres morían por ella. Porque María era bonita a rabiar.

Que no hace falta que se diga, pues todo el mundo lo supo siempre, que fue la mujer más hermosa, sensual y mejor plantada de los tres o cuatro barrios que crecieron junto al río. Que la mata de su pelo negro, decían, le llegaba a la cintura. Que sus ojazos, de mirada pecadora, enardecía a los hombres cuando pasaba insinuante. Que su cintura fina, y su quiebre al caminar. Que su boca, a media risa, maliciosa y subyugante.

Eso decían, y era cierto. No hubo mujer más amada por los hombres y más odiada por las mujeres. Y esto último sin razón. Que ella no engañaba a nadie, decía y con propiedad. Que nunca le quitó el novio, ni el marido, a ninguna mujer. Pues los hombres para ella eran todos pasajeros. Pétalos de una flor que se los llevaba el viento. Solo fuegos de artificio nacidos para morir. Que ninguno despertó en su pecho el más mínimo sentimiento de amor, ni de codicia. Pues ella tenía su hombre, su cantor, a quien había jurado amar hasta el fin de su vida.

María la del río, era prolija y muy limpia. Su casa brillaba por dentro y por fuera. Ella misma pintaba las puertas y las paredes cuando era necesidad. Plantaba y cultivaba su huerto. Cosía su ropa. Amasaba su pan y hacía su vino con uvas morenas.

Un invierno, su amante cantor le dejó la casa y se fue de torero a recorrer, cantando, los barrios, los puertos. Cada tanto volvía, borracho y enfermo, harto de mujeres y piringundines. Colgaba la guitarra en el ropero y le entregaba su cuerpo a María para que con él hiciera lo que quisiera.

María, lo único que podía hacer con aquel deterioro de cuerpo, era darle cristiana sepultura. Pero aquella mujer era una santa. Lo cuidaba y lo alimentaba. De entrada, nomas, lo metía en la tina con agua caliente, lo dejaba un rato en remojo y después lo refregaba con fuerza, con jabón de olor, de la cabeza a los pies. Se untaba las manos con grasa de pella y se la pasaba por todo el cuerpo para curarle heridas y mataduras.

Con santa paciencia le cortaba las uñas y el pelo. Luego lo afeitaba, lo metía en la cama y lo dejaba dormir días enteros mientras ella le velaba el sueño.

Al cabo de un tiempo, con tantos cuidados, el mozo cantor se recuperaba. Quedaba lustroso, con la ropa limpia, gordo y oliendo a lavanda. Después, pasado unos días, una noche cualquiera después de cenar, descolgaba la guitarra, abrazaba y besaba a María como un hijo, besa y abraza a su madre y se iba, silbando, bajito, perdido en la noche. Siempre se llevaron bien. Nunca discutieron. Nunca una palabra de más. Nunca un improperio. Todo sabían el uno del otro. Y se respetaban. De todos modos, si bien es cierto que él siempre se iba y la abandonaba, María sabía que era volvedor.

Un día, cuando el año cuarenta moría y hacía seis o siete que el cantor no daba señales de vida, le avisaron que en un boliche en un barrio del norte, en una trifulca, alguien lo había matado. Ella se vistió de negro, llamó a un carrero vecino y con él fue a buscarlo. De regreso, con el hombre muerto, lo bañó, le cambió la ropa, lo peinó con jopo y gomina y lo veló toda la noche. Al otro día fue sola a enterrarlo. No quiso que nadie la acompañara. Que el muerto era solamente suyo, dijo. Después, de vuelta a su casa, siguió con su vida. Enamorándose de los hombres y dejando que los hombres se enamoraran de ella. Que no fueron pocos los hombres de paso que quisieron quedarse con ella del todo, sufriendo tras su negativa. Porque María nunca necesitó un hombre para vivir, pues se mantuvo siempre sola. Sola hasta el fin.

María la del Río murió un invierno lluvioso y frío. La casa se llenó de ancianos. La velaron día y medio y al final la enterraron porque no podían seguir esperando que llegaran todos los que la amaron. Pues algunos no pudieron venir porque ya no caminaban o tenían la mente perdida. Los más porque estaban muertos. Y otros porque sus mujeres, hasta muerta, la celaron. Esto último sin razón. Que ella nunca le sacó el novio ni el marido a ninguna mujer. Que el amor que ella daba era solo por un rato. Que jamás quiso hombre alguno plantado en su casa. Porque María del Río, como ella quería que la llamaran, amó solamente a un hombre, aquel cantor de tangos y valsecitos, bohemio y fachero, a quien le juró, a los trece años, con las manos sobre el Evangelio, que lo amaría hasta el día de su muerte.

Y fue verdad.

Ada Vega, año edición 2005

miércoles, 28 de junio de 2023

En el nombre del hijo




 A José Gervasio Artigas Zabaleta el nombre le pesaba una enormidad. Y le pesaba por varias razones. En primer lugar, porque era un nombre demasiado grande para llevarlo sobre su cuerpo menudo. Y le pesaba, además y principalmente, por las bromas que siempre soportó y de las que nunca logró zafar. En sus pagos de Tacuarembó, los amigos al conversar con él le decían: sí, mi general; no, mi general; positivo; negativo; a la orden jefe. Se cuadraban haciendo la venia cuando él llegaba, y le preguntaban por Ansina o si quedaba algún lugar en las carretas para acompañarlo de excursión  hasta las costas del Ayuí. Sus coterráneos lo tenían cansado con las chanzas, así que cuando sus padres decidieron bajar a Montevideo a probar mejor suerte, si bien no se alegró, pensó que tal vez acá su nombre podría pasar inadvertido.


   José Gervasio había nacido en un paraje muy pintoresco a doce kilómetros de la ciudad de Tacuarembó llamado Capón de la Yerba, al costado del camino que va hacia la Gruta de los Helechos, y aunque se adaptó con facilidad a la capital, siempre llevó en su memoria y en su corazón, el recuerdo de su pago al que volvería mucho tiempo después.
   Cuando vino a vivir a Montevideo tenía trece años. Ese verano lo anotaron en la Escuela Industrial para ser tornero. El padre era un gaucho grandote que trabajaba en la construcción. Andaba de bombacha bataraza y boina de vasco, y usaba una faja negra alrededor de la cintura. Buenazo el gaucho. Y batllista. Eso sí: hablar de política con él, mejor no. A los blancos los ignoraba y cuando Zelmar, el Hugo y otros, fundaron el Frente Amplio, él dijo convencido que eran todos una manga de locos, y que el Frente no era partido político ni era nada, ¿Desde cuándo? —decía. ¿Qué invento es ese? ¿Quién los va a votar a esos dementes? ¿Mire usted dejar el partido colorado por un experimento sin pie ni cabeza con el que no van a llegar a ninguna parte…?

   Tan patriota, colorado y artiguista era el hombre, que al nacer su único hijo le tiró con el código y le dio por estigma, más que por apelativo, el nombre de nuestro prócer, padre de la patria, don José Gervasio Artigas. Nombre que el muchacho llevó, hay que reconocer, lo mejor que pudo, entre chistes, guiñadas y codazos de todos quienes llegaron a conocerlo. Los muchachos del barrio, cuando él llegó, lo empezamos a llamar Josecito. La madre se puso furiosa: ¡Qué Josecito ni qué cuernos!, nos dijo.
— ¡Él se llama José Gervasio Artigas, así que a lo sumo lo pueden llamar José Gervasio y punto! ¡Qué embromar!
   Doña Carlota era una india regordeta, mala como el ají, pero tierna con su hijo como la malva. De todos modos, en el barrio llegamos a un acuerdo. Un vecino de esos que ponen los apodos al pelo, le empezó a llamar: Artiguitas, y Artiguitas quedó con el beneplácito de la madre india y el padre batllista. 

Los años pasaron y el chico creció. Se hizo hombre, se recibió de tornero y comenzó a opinar sobre los problemas que atravesaba el país. No fue blanco ni colorado y, ante el desconcierto de su padre, arrancó para la izquierda.
   Acaso por esa razón, porque jamás estuvo afiliado ha partido alguno, ni actuó en grupos guerrilleros, una noche negra de fines del 81  lo vinieron a buscar y se lo llevaron encapuchado. Lo tuvieron de plantón y cuando iban a dar comienzo los “interrogatorios” uno de los uniformados leyó el nombre en voz alta: José Gervasio Artigas, dijo, y el otro quedó tieso y sin respirar.
  Contaron después los susodichos, jurando con los dedos en cruz, que en ese mismo momento, de la pared sucia de sangre y orines, surgió la impresionante figura del Jefe de los Orientales, de botas y uniforme de General, como una visión fantástica venida del otro mundo y que, plantándose ante ellos les dijo:                                                                          
“Ya es tiempo de que vayan terminando esta guerra despareja”. Dicho lo cual, después de atravesarlos con su mirada de águila, como llegó, se fue, esfumándose por la pared como un espectro.

   Los uniformados, que tardaron en reaccionar, no tocaron a Artiguitas y aunque hasta el día de hoy siguen jurando que vieron al General Artigas en persona y que se fue por la pared, a los dos los pasaron al calabozo como chicharras de un ala. De todos modos, por extraña coincidencia, esa misma noche comenzaron las tratativas entre civiles y militares que lograron, tiempo después, ponerle fin a aquellos años de ignominia.
Artiguitas, por las dudas y por si acaso, quedó suelto y absuelto. Esa noche lo sacaron encapuchado del cuartel y así lo dejaron por el Camino de la Redención. Y hay quienes afirman que el alto mando, poniendo en duda la historia de la aparición del Jefe de los Orientales, aceptó que Artiguitas no era sedicioso, y tal vez temiendo represalias de ultratumba decidió que no era bueno un enfrentamiento con espíritus que atraviesan paredes de bloque vestidos de General de la patria.

   Fue así como José Gervasio Artigas Zabaleta se salvó de la tortura que sufrieron cientos de uruguayos. Desde entonces Artiguitas le agradeció a su padre el nombre que le asignara ante la pila bautismal de Tacuarembó. Nombre que llevaría con orgullo hasta el día de su muerte, acaecida muchos años después en su lugar de “Capón de la Yerba”.

   Pasada la dictadura, Artiguitas se casó y se quedó a vivir en el barrio. Lo que sucedió aquella noche en un cuartel de Montevideo fue creído por algunos y puesto en duda por otros. Como siempre pasa. Hasta que hace unos años, cansado de vivir en la capital, decidió volver a su pueblo. Y cuentan los que estaban, que un atardecer, a principios de aquel invierno, vieron venir por el Camino de los Helechos, al General José Gervasio Artigas cabalgando en su moro. La noche avanzaba como un ejército de sombras rodeando al Protector de los Pueblos Libres. Dicen que Artiguitas supo, no más al verlo, que venía en su busca. Dicen que no quiso esperar, que salió a su encuentro, sin poncho y de alpargatas, sin facón y sin divisa y que al pasar el General, se fue con él.

Ada Vega - edición 2001 -