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lunes, 28 de agosto de 2023

Para Bellum

    






"A fines del siglo XVIII surge en Inglaterra una nueva corriente que pondrá los cimientos del próximo Romanticismo: esto es el Gótico, historias que incluyen elementos mágicos, fantasmales y de terror, poniendo en tela de juicio lo que es real y lo que no".

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La Luger, apostada sobre el anaquel de la armería, observaba al hombre que acababa de entrar. De pie a cabeza. De la cabeza a los pies, lo observaba. El hombre se dirigió al encargado de ventas. Pidió ver rifles para caza mayor. Para caza de jabalíes, especificó. Bien dispuesto, el vendedor se dirigió hacia una vitrina reservada, de donde retiró dos rifles excepcionales. Tomó uno de ellos con mira telescópica y culata estilo Europeo, lo apoyó sobre el amplio mostrador y sin soltarlo de sus manos le fue explicando.

—Este es un rifle excelente para todo tipo de cacería ya sea de batida, montería, espera y hasta de rececho. Es un Steyr – Mannlicher Classic, con culata de cerrojo, en madera de nogal seleccionada.

Lo dejó en las manos del hombre para que le tomara el peso y lo observara al detalle. El cliente colocó el rifle bajo su brazo derecho, dejó que su mano acariciara el gatillo con el dedo mayor, apoyado apenas en la cola del disparador, mientras su mano izquierda recorría lentamente el caño desde la recámara hasta la boca de fuego. Lo tomó luego con sus dos manos, lo observó de ambos lados, apoyó la culata en el hombro, la cara al costado y elevó el cuerpo del arma hasta dejar la mira a la altura de sus ojos, como un experto cazador. Luego, casi morosamente, lo devolvió.

La Luger, desde el anaquel, continuaba observando al hombre, las manos, le observaba y se estremecía. Percibía sobre su propio cuerpo las caricias que el hombre le prodigaba al rifle y una ola de fuego comenzó a devorarla. Las pasiones más ocultas afloraron y los ardores despertaron sus ansias. Y deseó a aquel hombre con desespero.

Anhelaba el calor de sus manos sobre su cuerpo frío, cobijándola en la ternura de una caricia. Pero estaba allí, en aquel estante alejado del mostrador, sin posibilidad de acercarse ni llamarle la atención. Sólo su mente, el alma acaso. El espíritu de la Luger con su poder diabólico. Si él se fijara en ella. Bastaría con que la mirara una sola vez y ese hombre sería suyo, y ella de él, en cuerpo y alma, hasta el final de los días.

El vendedor dejó a un lado el rifle y tomó el segundo mientras le explicaba:

—Este es también un excelente rifle para caza mayor especialmente para caza de jabalí. Es un Rémington semiautomático modelo 750 de cerrojo, con mira telescópica y calibre 35 whelen.

Fíjese —continuó diciendo—, que tiene la culata moldeada, con una carrillera elevada para un rápido alineamiento del ojo con el visor. Ideal para los cazadores que buscan tiros rápidos y seguros.

Igual que con el rifle anterior, el cazador examinó minuciosamente el Remington que le alcanzaba el vendedor. Apoyó luego la culata en el hombro y al levantarlo para alinear su ojo con la mira telescópica lo distrajo, por un segundo, un brillo intenso y fugaz surgido sobre uno de los anaqueles a un costado del mostrador. Bajó el rifle y quedó atento al punto exacto donde le pareció ver una chispa de luz. Victoriosa, desde el anaquel, la Luger lo seguía observando. Aquel hombre ya era suyo. Su espíritu siniestro había logrado entrar en la mente del cazador.

El segundo rifle, el Remington semiautomático, fue el preferido. El precio le pareció aceptable pidió que se lo enviaran y pagó con un cheque. Antes de retirarse, intrigado, intentó descubrir qué exhibía el estante donde le pareció ver una luz. De modo que consultó al vendedor quien lo acompañó solícito.

—Son armas cortas —le indicó, mientras las recorría con la vista— revólveres, pistolas antiguas. Algunas originales.

—Esa es un Luger alemana —se interesó el comprador, al reconocer el arma.

—Sí, está aquí hace unos días —afirmó el vendedor—, perteneció a una familia alemana. El dueño murió y los deudos quieren deshacerse de ella. Es una Luger Parabellum 9 mm, original —y agregó—, la pistola semiautomática más célebre de todos los tiempos. Los dueños no quieren promoción —continuó diciendo—, desean que se venda sin dar demasiada información sobre ella. Si fuese posible a algún comprador que no le interese su pasado bélico.

Tomó entonces el arma en sus manos y se la pasó al cazador, mientras le explicaba su estructura y funcionamiento. Le comentó que el 9 mm Luger, o la Parabellum 9 mm, era un cartucho para pistolas de uso militar, creado en 1902 por el ingeniero austríaco Georg Luger.

—Actualmente —agregó—, es el calibre adoptado por la OTAN, y por varios ejércitos del mundo. Y, además, usada también como arma deportiva, se la considera muy adecuada para cierta cacería menor y en algunos casos especiales, para caza mayor de montaña.

El cazador escuchaba las referencias del vendedor, sin apartar la vista de la Luger que tenía en sus manos. Nunca le habían interesado las armas cortas, no entendía entonces por qué sentía una especie de atracción por esa pistola de tan mala fama. Sin aclarar demasiado sus ideas decidió devolvérsela al empleado que lo atendía, a fin de que volviera a colocarla en su lugar. Sin embargo, en el preciso momento de entregarla, cambió de parecer y resolvió llevársela consigo. Firmó un nuevo cheque y pidió que no se la enviaran a su casa con el rifle pues —según explicó—, él mismo la llevaría.

Un empleado colocó la Luger en su canana y luego en un estuche de cuero. Después de envolverlo con mucho cuidado, como si fuese una joya de gran valor, se lo entregó al cazador.

Si bien esa tarde la venta se había realizado sin tropiezos para la armería, que se deshacía con rapidez del arma, como esperaban sus anteriores dueños; no sucedió lo mismo con el cazador que subió al auto y en una acción imprevista abrió el estuche, retiró la pistola, la colocó junto a su pecho en el bolsillo interior de su chaqueta y resuelto, hundió a fondo el acelerador. Después de hacer 200 Km sin detenerse, desde la ciudad hasta su casa de campo, Adriano Sabatini llegó a punto para la cena donde lo esperaban su esposa y sus hijos.

La familia Sabatini era dueña de una estancia ganadera herencia de Edmundo Sabatini, padre de Adriano, quien, aunque llegó de Italia a mediados del siglo XX con la idea de comprar tierras para sembradío; una vez establecido decidió consultar con sus vecinos linderos, quienes le informaron que era éste un país netamente ganadero, debido a la buena pastura y al agua abundante de sus ríos y arroyos. Por lo tanto, el recién llegado, decidió cambiar su visión y dedicarse a la empresa ganadera. Al principio organizó una estancia tradicional o cimarrona que luego, ante los avances científicos y tecnológicos, se convirtió en una moderna estancia ganadera.

La propiedad constaba de extensas zonas de pastoreo como también de espesos montes cerriles, cruzados de arroyos, donde se albergaban feroces familias de jabalíes que diezman constantemente las majadas.

Fue debido a dichos cerdos salvajes, y a algún puma que dos por tres se avistaba por los cerros, que Adriano, desde niño, se había formado cazador.

Esa noche, después de su regreso de la ciudad y antes de cenar con su familia, Adriano dejó oculta en un cajón de su escritorio la pistola Luger que comprara en la armería. No habló de ella. No la mencionó. Sí, comentó del rifle y avisó que lo enviarían en breve.

De todos modos, esa misma noche antes de retirarse a su dormitorio entró a su oficina y se detuvo un momento con la Luger en sus manos, acariciándola, mimándola como si hubiese nacido entre ambos el hechizo de un amor prohibido.

Los días y los meses se fueron sucediendo y Adriano fue poco a poco apartándose de su mujer. Rechazándola sin llegar, él mismo, a entender el real motivo de su actitud. En los últimos tiempos solía permanecer largas horas encerrado solo en su oficina.

Nina, la esposa de Adriano, percibió el alejamiento de su marido mucho antes de que él mismo se percatara. Trató en varias oportunidades de hablar con él, pero Adriano estaba obnubilado. Rehuía hablar del tema con su mujer. Nina entendió que la causa del alejamiento de Adriano debía de encontrarse en su oficina, pues era allí donde, cada día, pasaba más tiempo. De modo que, en la primera oportunidad que se le presentó, se dirigió a la oficina de su esposo. Lo primero que hizo, una vez que estuvo dentro, fue abrir el cajón del escritorio. Y encontró la pistola. No dejó de llamarle la atención encontrar allí un arma. Una pistola tan antigua —pensó—, tan vieja. Tan fea. Usada, parecía. La dejó a un costado casi con desprecio. Nina no buscaba un fierro viejo. Nina buscaba algo distinto, fino, delicado, perfumado tal vez. Algo que le hablara de otra mujer. Sólo por ese motivo —creía—, su marido dejaría de amarla. Ella le había dado tres hijos, lo había amado y lo amaba todavía. Si había llegado el fin de aquel amor necesitaba conocer a su rival. Saber quién era la otra, como era, por quién la estaba dejando. Saber si era más joven, más inteligente, más hermosa.

—Y esta pistola ordinaria molestando —se dijo—, y desdeñosa la tiró al fondo del cajón.

La Luger, cegada por el odio, leía los pensamientos de la mujer. Maldita, maldita —pensaba—, y la envidia la corroía. Sabía que con una mujer no podría nunca. Jamás lograría invadir la mente de una mujer. Son fuertes —se decía—, ven mucho más allá de lo que ven los hombres. Saben conquistarlos, seducirlos, enamorarlos, poseerlos. Maldita —y dejó de mirarla—: Nina había cerrado el cajón.

En los días que siguieron Adriano no modificó ni un ápice su modo de vida, la situación ya establecida con su pareja se tornaba cada momento más tensa y él no intentaba una solución. Permanente, en su conciencia, la imagen de la Luger le hablaba sin voz y sin palabras. Ordenaba, decidía por él, su vida y su futuro.

Poco a poco abandonó el trabajo en el campo y últimamente, había delegado en el administrador de la hacienda todo lo concerniente a su heredad, a su patrimonio. Se había despojado de sus bienes y pertenencias que no eran solo suyos, sino de su esposa y de sus hijos, para que el administrador se encargara de manejarlos. Fue así perdiendo interés en todo lo que lo rodeaba. Enfocadas las cosas de esa manera Nina pensó intervenir por última vez. Una tarde en que Adriano se encontraba encerrado en su oficina, Nina entró decidida a poner punto final a la historia.

Adriano se encontraba sentado. Sostenía en sus manos aquella vieja pistola que encontrara ella una tarde en un cajón de su escritorio.

La sostenía, no como se toma un arma para limpiarla o cometer suicidio. La sostenía como…con afecto. Casi… ¿con amor...? Adriano le hablaba muy despacio, muy lento. ¿Qué le decía su marido a aquel pedazo de fierro viejo? Intuía que el hombre, se estaba volviendo loco. No sabía que ya había enloquecido del todo. Decidida se acercó al escritorio.

—Adriano, qué haces con esa arma en la mano. Te has vuelto loco —le gritó enojada. Y trató de quitársela de entre las manos. Pero él no se lo permitió.

— No la toques —le gritó. Y la apretó junto a su pecho.

—Adriano, haz perdido la razón, te haz enamorado de una pistola vieja y arruinada —le dijo más calmada.

—No es una pistola vieja ni arruinada. Es una Luger, legítima. De colección. Y es mía y me necesita.

—Ella te necesita. Hazme caso: si no quieres perder tu casa y tu familia apártate de esa pistola diabólica que te está volviendo loco. Reacciona, por favor. Desde cuándo las armas tienen sentimientos. No te das cuenta que está maldita. Que la han convertido en un instrumento de Satanás, vaya a saber cuándo y por qué. Tienes que tirarla al mar para que se entierre en la arena y nadie la vuelva a encontrar.

—Nina, tú no entiendes, no puedo separarme de ella porque la necesito y ella me necesita a mí. No puedo.

La esposa de Adriano no quiso esperar más y esa misma tarde se fue con los niños para la capital y decidió que lo único que podía hacer era pedir el divorcio. Volvió a los pocos días a buscar sus pertenencias y la de los chicos y cargó todo en la camioneta. Antes de partir se dirigió a la oficina de Adriano. No había nadie. Abrió el cajón y tomó el arma: —No te vas a salir con la tuya pedazo de fierro viejo —le dijo a la Luger— voy a llevarte conmigo y voy a tirarte al fondo del mar.

La Luger la observaba con odio: no podía influirla, ni manipularla no podía entrar en la mente de la mujer. Sintió que el odio la consumía, hubiese querido huir, esconderse, escapar de las manos de la mujer. Llamó al hombre con gritos mudos y desesperados para que la librara de las garras de la mujer. Entonces entró Adriano que al ver a Nina trató de quitarle el arma. La voy a tirar al mar —dijo ella— y se trabaron para ver quién se la quitaba a quién. Se enfrentaron, cara a cara, Adriano y Nina con la Luger en medio de los dos. Y en el forcejeo sonó un disparo que atravesó el aire y el corazón de Nina.




La noche vistió de luto la arena y el agua del río. Sólo el rumor de las olas al morir una tras otra, junto a la orilla. Sobre la rambla los automóviles, con sus luces encendidas, se cruzaban, en un ir y venir de vértigo, ajenos al submundo que habita en cada ciudad. Inmutables anónimos de los dramas que, por las noches, acechan en cada esquina, en cada rincón.




El hombre abandonó su escondrijo. Caminó a tumbos sobre la arena húmeda. Subió por la primera escalera de la playa hacia las luces que, como luciérnagas salvajes, cruzaban impiadosas ante sus ojos alucinados. Qué buscaba el hombre. Hacia donde iba. Intentó cruzar la calzada y un auto lo atropelló. Su cuerpo, boca arriba, quedó tirado sobre la banquina. Los coches que pasaban no se detuvieron. El hombre que lo atropelló viajaba solo. Descendió del auto y fue hacia el que estaba caído, para comprobar que ya no necesitaba auxilio.

Observó que sobre el pecho del hombre la chaqueta desgarrada dejaba ver el cuerpo de un arma de fuego. Se detuvo un momento a observarla. Parece una Luger —se dijo. La tomó en sus manos y comenzó a examinarla sin pestañar.

—Es una Luger Parabellum, de colección. Qué hacía este vagabundo con una Luger de colección —se preguntó extrañado. Sin perder tiempo la colocó en el bolsillo superior de su chaqueta deportiva, volvió subir al auto y hundió a fondo el acelerador.

Mientras la Luger, arrebujada junto al pecho del hombre, se encaminaba, maligna y victoriosa, hacia un nuevo destino.




Ada Vega, edición 2010

El collar de caracoles

 




Era enero en Punta del Diablo. Habíamos llegado esa mañana y el tiempo no acompañaba. El cielo estaba nublado y hacia el medio día un viento fresco encrespó las olas haciéndolas avanzar sobre la arena erizada. De todos modos, en cuanto llegamos salimos a caminar por la orilla de la playa, seguimos hasta más allá de las chalanas de los pescadores y subimos a las gigantescas piedras donde el océano se estrella, elevando olas a más de diez metros de altura. Los cangrejos, barridos por el agua, se escabullían entre las grietas. Algunos peces pequeños, arrojados allí por el oleaje, quedaban presos coleteando entre los intersticios hasta quedar exánimes o hasta que otro golpe de la marea los rescatase y los devolviera al mar. 

El océano comenzó a rugir ensordecedor. Las olas, al golpear contra la pared de piedra que les hacía oposición, se deshacían en millones de gotas que caían sobre nosotros con fuerza, como una lluvia granizada de invierno. Estar allí, de pie, sobre las rocas, impresiona. Asusta. Reconoce uno la pequeñez del ser humano frente a la fuerza devastadora del océano. De pronto apareció el sol, las nubes se disiparon y el viento comenzó a calmarse.

 Andrés dijo que era hora de almorzar, de modo que volvimos sobre nuestros pasos, pasamos junto a las barcas de los pescadores, donde algunos de ellos trabajaban con las redes, y otros calafateaban o ajustaban los motores. Las barcas anaranjadas, alineadas sobre la arena, brillaban al sol recién aparecido. A fin de llegar a un almacén donde comprábamos comida hecha, a base de pescado, claro está, teníamos que atravesar por una serie de ranchos quinchados, donde los artesanos vendían sus trabajos realizados con caracoles, huesos de tiburón o estrellas de mar. 

Todos los veranos compraba algo para mí, y algo para regalar. Las compras las hacía por lo general en los últimos días antes de volver a casa. Ese medio día pasamos por allí. Andrés se había adelantado un poco y me detuve a curiosear en uno de los puestos. Entre las distintas artesanías que se exhibían, me llamó la atención un collar de caracoles. Eran seis caracoles nacarados de distintas formas, pero de igual tamaño, unidos a una cadena de plata. En medio de los seis lucía, engarzado, un caracol negro con reflejos iridiscentes, bellísimo. No comenté nada, pero decidí volver por él después del almuerzo para estrenarlo, esa misma noche, en una cena especial que teníamos programada con Andrés.

 Me fue imposible ir a buscarlo, el tiempo empeoró, refrescó mucho y a media tarde comenzó a llover. Decidí entonces ir por él al día siguiente. La tarde estaba propicia para quedarnos en la cabaña. Andrés encendió la estufa y salió a comprar una botella de vino, agregó también un postre de frutas, según dijo, para endulzar la medianoche. Almorzamos torta de pescado y mejillones a la provenzal. Tendimos una frazada frente a la estufa, mi marido descorchó una botella y allí nos quedamos el resto de la tarde y toda la noche, borrachos de vino y de amor, festejando nuestros primeros cinco años de casados. 

Andrés y yo éramos asiduos visitantes del balneario. Desde antes de casarnos veraneábamos en las playas de Punta del Diablo. Pero ese año lo recuerdo especialmente por aquel collar que me impactó, que quise y no pude estrenar aquella noche y que, cuando al día siguiente fui por él, ya no estaba. Lo habían vendido. Aquel collar de caracoles, que deseé tanto y nunca tuve, un día decidió el destino que estuviese presente en mí, hasta el final de mis días. 

El vínculo amoroso que me unía a Andrés, comenzó cuando éramos estudiantes. Yo abandoné la carrera, él se recibió de arquitecto. Nos casamos, no bien recibió el título. Nuestra relación fue estable. Sin notorios altibajos. Andrés demostró siempre ser un hombre mesurado, tranquilo. Compramos la casa cuando entendió que estábamos en condiciones de comprarla; de adquirir una deuda muy importante que pagamos en diez largos años. Le llevó quince meses buscar la zona y elegir la casa que quería. Y otros quince reformarla. Llevábamos seis años de casados cuando nació nuestro primer hijo, porque yo decidí un día no esperar más. 

A los ocho años de casados nació el segundo varón y a los diez años nació Camila. Nuestros amigos eran amigos de muchos años, casi todos matrimonios. Solíamos reunirnos a comer y comentar sobre nuestras vidas. Ayudarnos, si era necesario. Conocíamos, como propia, la vida de cada uno de nosotros. Micaela era la esposa de un arquitecto amigo de Andrés. Teníamos la misma edad, pero ella era mucho más bonita.
 Fue siempre muy confidente conmigo. Tenía un amante llamado Atilio con quién mantuvo una relación de varios años. Ella se había enamorado, pero el hombre estaba casado y aunque no habló jamás de separarse de su mujer, siempre pensó que la amaba. Micaela se desahogaba conmigo, me contaba todas las peripecias de su amor prohibido. Al principio la aconsejaba, era una relación que no le servía, le decía. Pero ella estaba muy enamorada y no aceptaba consejos. 

Corrieron los años y para mí la situación de Micaela y sus dos hombres pasó a ser algo normal. Cómo manejó ella la realidad en su casa, no sé. No me lo imagino. De eso no hablábamos. Ni yo le pregunté más de lo que ella me contaba. Cuando Camila iba a cumplir los quince años, me encontré con Micaela en la casa de una amiga común y aproveché para comentarle del cumpleaños y que tenía la tarjeta para enviarle. Me contó, en un aparte, que había dejado del todo con Atilio. Que le devolvió unas pertenencias, unas tarjetas y un collar que una vez le regaló. 

—Un collar —le pregunté. 
—Sí, —me contestó— un collar que me trajo hace años al volver de unas vacaciones. 
No me acordaba si me contó o si se lo vi alguna vez. Micaela tenía mucha bisutería que cambiaba constantemente. No recordaba ese collar. Le comenté que me alegraba su decisión. Que había hecho bien. Que ella no tenía por qué ser la segunda de nadie y le recordé que la esperaba a ella y a su marido para los quince de Camila. 

Esos días previos a la fiesta anduve muy complicada. Con la casa revuelta. Deseando que pasara el cumpleaños de una vez para poder descansar. El mismo día de la fiesta, buscando en casa una engrapadora, entré al estudio de Andrés. Revolví los cajones del escritorio y los estantes de la biblioteca, buscándola. Sé que tiene una engrapadora. La había visto más de una vez. Abrí la puerta de un mueble donde guardaba planos y proyectos y, semi oculto, al fondo de un estante, encontré un estuche azul. 

Nunca lo había visto. Hacía pocos días había estado ordenando los estantes y allí no estaba. Lo abrí por curiosidad. Sin siquiera imaginarme lo que podría encontrar. Encontré un puñal que me desgarró el pecho, encontré una cruz, un salto al vacío: encontré el collar de los siete caracoles que un verano de amor y vino, deseé tanto y nunca tuve. 

Ada Vega, año edición 2004

sábado, 26 de agosto de 2023

La última carta

 

   


—Vos no te podes ir así, como si no pasara nada.
—Y si no pasa nada.
—¿Cómo que no pasa nada? ¡Me estás dejando!
—No te estoy dejando. Nos estamos separando de común acuerdo.
—De común acuerdo no. Vos me dejás para irte con otra.
—No empecemos otra vez, Carina. Hace mucho tiempo que sabías que yo me iba a ir. Lo hablamos más de una vez y llegamos a un acuerdo.
—Vos lo hablaste. Vos dijiste que te querías separar. Yo nunca hablé de separarnos.
—No importa quién lo dijo. ¿Lo hablamos o no lo hablamos más de una vez?
—Lo hablamos, sí. Porque vos te entusiasmaste con esa desgraciada que habrás conocido por ahí y yo, como una idiota, pensé que se te iba a pasar. Y ahora resulta que querés irte a vivir con ella y dejarme a mí que soy tu mujer.
—No hables así. Esa no es tu manera de hablar.
—Yo hablo como se me da la gana, ¡Qué embromar! Me metiste los cuernos, te vas con otra y querés que yo cuide mi lenguaje. ¡Sos un hijo de p&ta!
—Nosotros llegamos a un acuerdo. ¿O ya te olvidaste?
—¡No llegamos a nada!
—Llegamos, sí. Quedamos en que vos te quedás con la casa y yo te paso una pensión hasta que consigas un trabajo.
—Yo no quiero trabajar.
—Bueno, qué sé yo, no trabajes si no querés.
—¿Y de qué voy a vivir si no trabajo, me querés decir?
—No sé Carina, no sé. Yo me llevo sólo mi ropa. Los papeles de la casa están en la notaría. Cualquier problema que tengas hablá con el abogado.
—¡Que se vaya al diablo, el abogado!
—Escuchame Carina, no quiero que te quedes mal. Vos sabés bien que el amor entre nosotros se perdió hace mucho tiempo. Que vivimos peleando. No era vida lo nuestro.
—Claro, entonces encontraste a esa desgraciada que es mejor que yo.
—No es mejor ni peor que vos. No quiero tocar ese tema. Ella no tiene nada que ver.
—¿Que no tiene nada qué ver? ¿Deshizo mi matrimonio y no tiene nada qué ver?
—No exageres. Vos sabés que nuestro matrimonio se deshizo hace mucho tiempo.
—¡No me vengas ahora con que encontraste por ahí lo que no tenías en casa!
—Pensá lo que quieras, estoy cansado, no quiero discutir más. Me voy que se hace tarde y no quiero perder el barco. Acá te dejo las llaves.
—¿Qué hacés? ¡Pará un poco! Estamos hablando, ¿no?
—Ya hablamos todo lo que teníamos que hablar.
—Cerrá esa puerta. Vos no te podés ir. ¡Cerrala, te digo!
—¿Y ahora qué pasa?
—Que vos no te podés ir porque estoy embarazada. Estoy esperando un hijo tuyo.
—¡Eso no es cierto! Me lo decís para que no me vaya.
—¡Es cierto! Y si no te quedás te juro que jamás vas a conocer a tu hijo. Desaparezco con él y nunca lo vas a encontrar.
—¡Es mentira!
—Es verdad.
—Es mentira. ¡No puede ser verdad!
—Bueno, si te parece que es mentira…Andate.
—¿…?
—Entrá, hacé el favor. Cerrá la puerta…dame esa valija. Afuera está refrescando.


II


El hotel se encontraba en la Avenida 9 de Julio y Corrientes. Aquella tarde del 10 de julio de 1963, era una tarde fría y tormentosa. Una densa neblina le daba a la ciudad un aspecto borroso. Delia llegó pasada la media tarde. Vestía gabardina, llevaba botas largas y un bolso grande de mano. El cabello largo y oscuro le daba a su rostro un marco perfecto. La joven venía a encontrarse con el hombre que amaba. Tenía una gran noticia que comunicarle y el mal tiempo no sería obstáculo que les impidiera festejar con alegría.

Como siempre, había reservado la habitación 402. No bien hubo retirado su llave se dirigió al ascensor. Aquel cuarto del hotel, pequeño e impersonal, ya era parte de su vida. Hacía tres años que cada quince días se encontraba allí con Joaquín. Pero ésta sería la última vez. Se acercó al amplio ventanal desde donde se podía observar el Obelisco, en el centro de la avenida más ancha del mundo.

Siempre le agradó contemplar la vasta avenida y ese bullir de autos y gente en la gran ciudad. Dejó el bolso sobre la cama y antes de que oscureciera salió a hacer unas compras. Su compañero se embarcaría en Montevideo en el vapor de la carrera “Ciudad de Asunción”, aproximadamente a las diez de la noche, para llegar al puerto bonaerense alrededor de las siete de la mañana. Ella estaría de regreso en un par de horas, se ducharía, se cambiaría de ropa y bajaría a cenar. Dormiría sola por última vez y en la mañana desayunarían juntos.

Delia era maestra. Nacida en la provincia de Córdoba, había llegado a la ciudad de Buenos Aires para trabajar en una escuela de la capital. Con Joaquín se conocieron en una reunión de amigos y no les costó nada enamorarse. El joven era uruguayo, viajante de un laboratorio con sede en Argentina, vivía en Uruguay y estaba casado. Hecho que no trató de ocultar pese a lo cual le declaró su amor en varias oportunidades, bajo la promesa de que un día se separaría de su esposa para vivir con ella. Y ese momento había llegado.

Volvió cargada de bolsos. Decidió no bajar al comedor; pidió un cortado y una medialuna y antes de las diez de la noche estaba en la cama. Sobre la mesa de luz de Joaquín había dejado, con mucha ternura, un babero y un par de zapatitos de bebé. Al día siguiente, como ya lo habían acordado, se irían a vivir al sur. Ella había conseguido empleo en una escuela y él seguiría como viajante, en el mismo laboratorio. De todos modos, esa noche se sentía inquieta, deseaba dormirse pero el sueño se escabullía y no lograba atraparlo. Pensó en Joaquín que a esa hora estaría embarcando.

Para él no sería sencillo dejar a su esposa para venirse con ella. Las separaciones son siempre difíciles. Al fin se durmió con un sueño exaltado. A la mañana siguiente se despertó sobre las ocho, Joaquín estaría próximo a llegar. Bajó al comedor donde sólo un par de mesas estaban ocupadas. Le extrañó que hubiese tan poca gente para el desayuno. El aroma del café y las medialunas recién horneadas despertaron su apetito y decidió comenzar a desayunar mientras esperaba el arribo de Joaquín. 

Pronto se hicieron las diez de la mañana. Inquieta volvió a la habitación y trató de entretenerse ordenando las compras que había hecho el día anterior. No intentaba especular, pero su preocupación a cada segundo iba en aumento. Se preguntaba qué pudo haber sucedido en Montevideo. Si Joaquín se habría arrepentido o si tal vez, llegó tarde al puerto. Pero, no, él era muy meticuloso, si algo hubiese sucedido se lo habría comunicado al hotel. Decidió bajar a la recepción para averiguar si había algún mensaje para ella.

Al bajar del ascensor observó que varias personas se encontraban reunidas en el hall comentando algo con mucha seriedad. Se acercó al mostrador donde el encargado leía los títulos de los diarios mientras hablaba por teléfono. Al ver que se acercaba, el empleado le alcanzó un ejemplar. Delia tomó el periódico en sus manos y leyó, aterrada, los titulares:

"Terrible tragedia en el Río de la Plata. Esta madrugada el vapor de la carrera Ciudad de Asunción, que cumplía la travesía Montevideo – Buenos Aires, debido a la niebla reinante, chocó con el casco del carguero griego Marionga Cairis, semihundido en las aguas del Río de la Plata, a 77 Km. de la entrada al Puerto de Buenos Aires. El buque se hundió en veinticinco minutos con gran pérdida de vidas".

Nunca recordó lo sucedido en las horas siguientes. Sólo que despertó en la habitación 402. En el hotel, después de mucho insistir, lograron comunicarse con Montevideo desde donde recibieron una concisa información:
"Sí, Joaquín Salvo Ramírez estaba en la lista de pasajeros. Lamentamos informar que no se encuentra entre los sobrevivientes".
Delia permaneció unos días en el hotel. Dudó entre quedarse en Buenos Aires o volverse a Córdoba. Luego, como un homenaje a Joaquín, tal como lo habían decidido cuando proyectaban juntos el futuro, se fue al sur. Allí, ocho meses después, nació su hija. Nunca volvió a Buenos Aires.


III


Las ciudades son como su gente. O tal vez, la gente se mimetiza con su ciudad. Y Montevideo es una ciudad cálida, amigable, abierta al cielo y rodeada de mar. Pasear por su rambla no tiene precio. Visitar sus barrios de calles arboladas, los parques y plazas. Las playas. Todo ahí, al paso.
La gente es sencilla, vive sin apuro, siempre tiene tiempo para escuchar a un amigo, para tender una mano.

Viví a 1.500 Ks. de Montevideo y siempre supe que un día vendría a conocer la ciudad. Se lo prometí a mi madre que me hablaba mucho de Uruguay. Mi padre era uruguayo y ella nunca lo olvidó. Me llamo María Belén. Nací en 1964 en Rawson, capital de Chubut, en la Patagonia. Llegué a Uruguay para quedarme hace más de veinte años. A esta tierra me atan raíces profundas y una historia de desencuentros, de equívocos y de muerte.

Mi madre falleció en el invierno de 1980. Me contó que mi padre fue un joven uruguayo llamado Joaquín Salvo Ramírez, desaparecido en el naufragio del ”Ciudad de Asunción”, en el Río de la Plata, el 11 de julio de 1963. Soy maestra de niños con capacidades distintas. Cuando quedé sola acepté la ayudantía para una escuela de niños ciegos en Montevideo. Me despedí de Rawson con mucha pena, sin saber si alguna vez volvería a recorrer sus calles.

Cuando desembarqué en el Aeropuerto de Carrasco, sentí el abrazo de la ciudad y supe que aquí encontraría mi nuevo hogar. En la escuela me recibieron con mucho cariño y logré adaptarme de inmediato. Pasado el tiempo me enamoré de un compañero y al año me casé. Tengo dos hijos, una casa muy linda cerca de la escuela y a una cuadra de la playa. No podía, en este país, encontrar más felicidad.

Un diciembre, antes de Navidad, me pidió la Directora de la escuela, que fuese a retirar el cheque que todos los años nos donaba un laboratorio muy prestigioso. Una vez allí me derivaron al primer piso, donde se encontraba la gerencia.
Mientras subía la escalera sentí a mi lado, la presencia de mi madre que me acompañaba. Me detuve a la entrada de la oficina. Ante mi sorpresa, sobre una chapa dorada, en letras de molde, alcancé a leer: Sr. Joaquín Salvo Ramírez - Gerente

Ada Vega, año edición 2012 -

Eulalia

 



Eulalia era una niña negra nacida esclava en 1850, en una plantación de café propiedad del coronel Oliveira Iriarte, en Minas Gerais. Una plantación extensa, cerca de Belo Horizonte, donde se podía apreciar, por la gran cantidad de esclavos que allí trabajaban, que su propietario era un hombre de mucho poder. La niña, desde su nacimiento, había vivido, junto a su madre, en las barracas de los esclavos. Fue arrancada de su lado el día que el amo decidió vender a su madre, al dueño de una plantación de caucho, al norte de Bahía. Eulalia, entonces, con apenas ocho años, pasó a servir en la fazenda donde vivía la familia Oliveira Iriarte. Destinada a ayudar en los quehaceres de la casa, la niña gozaba de ciertos privilegios: como el de permitirle dormir en una despensa, cerca de la cocina, donde se guardaban el charque, las barricas de yerba mate y las bolsas de harina.


 De todos modos, nunca dejó de sufrir el desarraigo que le produjo la separación de su madre, a quien ya no volvería a ver en esta vida. Los años fueron pasando y a sus catorce años poseía la belleza innata de su raza. De piel renegrida, cuerpo estilizado y elástico, tenía los ojos como dos carbones, y la boca grande y voluptuosa. El viejo coronel, antes que nadie, había puesto sus ojos en la niña. Asediándola. Hacía tiempo que se metía en su cama, cuando tuvo conocimiento de que Eulalia estaba esperando un hijo. Para evitar que las suspicacias de su esposa lo dejaran a la intemperie, cuando la viera embarazada, no demoró en enviarla con otros esclavos a servir en otra de sus propiedades, en Río Grande do Sul, a unas leguas de la frontera con Uruguay. 

Eulalia, ante tal decisión, sintió regocijo al pensar que se libraría del asedio del coronel, un hombre viejo y déspota, que trataba mejor a su perro que a ella. Viajó, pues, hacia el sur, en un viaje interminable, encadenada a otros esclavos apretujados todos en una misma carreta y vigilados, durante el camino, por hombres fuertemente armados. Brasil vivía, en esos momentos, levantamientos y guerrillas continuas que asolaban, de norte a sur y de este a oeste, todo su territorio. En la nueva vivienda, la joven perdió todos los privilegios que tenía en Minas Gerais. Trabajó en el campo con los demás esclavos y durmió en la barraca de las esclavas. No le importó a la morena. Ella estaba elaborando planes de fuga.

 Por lo tanto, una vez instalada en la hacienda riograndense, Eulalia trató de recordar los comentarios oídos a unos farrapos que pasaron una tarde por el cafetal de Minas Eráis. Comentaban ellos que en el pequeño país, al sur del Brasil, llamado Uruguay, no existía la esclavitud. Pues había sido abolida hacía más de veinte años. De modo que, cuando el amo mandó a Eulalia a parir en la fazenda cerca de Bagé la morena solo tuvo la idea de huir con su hijo, en cuanto naciera, a ese país donde los negros eran libertos. En esos meses, mientras su vientre crecía, recorrió junto a los peones, a caballo o en carreta, el camino hasta la frontera; trayendo mercaderías varias y llevando cueros. 

Estudió el camino, grabándose en la memoria cada atajo. Calculó, guiándose por la altura del sol, el tiempo que le llevaría hacerlo a pie y con el niño en brazos. No iba a ser fácil, pero valía la pena intentarlo aunque ella tuviese que volver y la castigaran. Su idea era cruzar la frontera y dejar allí a su hijo. Estaba segura de que alguien lo recogería. Planeó todo con anticipación. Para no extraviarse, el Río Negro a su derecha sería su guía. Eulalia no parió un varón como pensaba. Dio a luz una niña hermosa como ella. Y como ella, negra. Con más razón sintió la necesidad de escapar. Esperó unos días hasta recuperar fuerzas y preparó la fuga. No comentó a nadie su decisión. Sola, sin ayuda ni tener en quien confiar, estaba dispuesta a intentar una hazaña suicida guiada solamente por el deseo de libertad. Haría lo que fuese necesario para que la niña creciera libre.

 Una noche de verano de 1865, ocultándose entre las sombras, abandona cautelosa la fazenda. Lleva en sus brazos, apretada junto al pecho, a la hija recién nacida. Sabe que cuenta con poco tiempo para llegar a la frontera. Pronto notarán su falta y saldrán en su busca hombres y perros. La joven no teme, corre entre los pajonales infestados de víboras y alimañas rastreras, evitando los caminos trazados. El calor es sofocante. Cruza un pequeño monte y guiada por el Río Negro, continúa la huida por las arenas de sus orillas. En el cielo falta la luna. Solo las estrellas iluminan. Un silencio, que asusta, se extiende sobre el campo brasileño. El rumor del río, que va en su misma dirección, la guía con certeza.

 Exhausta y bañada en sudor, deja un momento a su hija sobre la arena y entra en las aguas del río que la abraza y la reanima. Moja su cuerpo en el agua fresca. Lava su cara y su cabeza, y permite que el agua se deslice debajo de su vestido, moje sus senos calientes colmados de leche materna; que corra por su vientre y sus muslos tensos. La niña se ha dormido, la toma en sus brazos y se sienta un momento a descansar en la ribera. A poco, oye a su espalda los gritos de los hombres y los ladridos de los perros que la olfatean. Uno de ellos, el más feroz, el más tenaz, se aparta y sigue una huella. Mientras los hombres lo pierden de vista, el animal se dirige al río. Ya está allí, a unos metros de Eulalia. Ya le gruñe con las fauces abiertas y va a avanzarle. 

Al advertir su presencia, la joven, vuelve a correr con la hija en brazos. Ruega, como su madre le ha enseñado, a las almas de sus antepasados y a los espíritus de la naturaleza, que le permitan entrar, con su hija, en tierra uruguaya. De pronto, el espíritu del río se levanta en un viento sobre el agua. Sacude un viejo coronilla que deja caer una rama, retorcida y espinosa, sobre la arena. El perro trata de esquivarla. No lo consigue, se enreda en ella, y tras un gemido, queda sobre la arena húmeda, abandonando la persecución. Eulalia no entiende qué sucedió con el perro que ha dejado de perseguirla. No tiene tiempo de mirar hacia atrás. La niña en sus brazos ha comenzado a llorar. Su llanto puede ser un señuelo.

 Decidida, trata de calmarla y redobla el esfuerzo. Es joven y fuerte, no obstante, ya comienza a sentir el cansancio. Solo cuenta con su corazón fuerte y sus piernas largas y nervudas. En su mente se agiganta el deseo de llegar a la frontera. Debe cruzarla antes que la alcancen. En la tierra castellana la espera el sol de la libertad. Su niña crecerá libre. Ya los perros la avizoran. Ladran enloquecidos, fustigados por los hombres. Eulalia está agotada. El corazón le salta en el pecho. Ya casi llega. Con el último esfuerzo cruza la frontera. Y corre. Corre Eulalia.

 Sigue corriendo en la tierra de los orientales. Al grito de los hombres, los perros se han detenido. Se arrastran ante los mojones de la Línea Divisoria. Ladran furiosos, las lenguas babeantes colgando, los hocicos levantados mostrando los afilados colmillos. Los hombres sacan sus armas y disparan. Las balas silban sobre la cabeza de la niña madre. De pronto cae. No sabe si de cansancio o de muerte. La noche del Uruguay la cubre con su silencio. Los hombres que la perseguían regresan. Descubren entonces que falta un perro y salen en su busca. Lo llaman y no aparece. Dudan que se haya perdido. Lo encuentran muerto, días después, a orillas del río Negro, enredado en una rama de coronilla, con la garganta desgarrada.

 El sol de la aurora despunta sobre el campo oriental. Junto a una barranca, debajo de un ceibo, unos peones que recorren el campo de la estancia El Pampero, encuentran a Eulalia. Sobre su cuerpo sin vida, la niña mama en su seno.



Ada Vega, año edición 2003 

viernes, 25 de agosto de 2023

El notario









Nací en un pueblo de casas bajas y veredas angostas, cerca del Río Negro, donde todos nos conocíamos. En el centro había una plaza con una fuente de mármol y el busto en bronce del General Artigas, Protector de los Pueblos Libres. Frente a la plaza estaba la Iglesia, el Correo y la “Agencia Varese”, de los ómnibus que hacían los viajes diarios del pueblo a Montevideo. Frente a la Iglesia, cruzando la plaza, estaba la comisaría, la botica y la Financiera “Castro & Osorio”. Frente al otro costado de la plaza, estaba el Hotel de Otegui, la Confitería, y el Almacén de Ramos Generales. Enfrente, cruzando la plaza, estaba la sucursal del Banco de la República, el “Bar Oriental”, con plaza de comidas y la Funeraria. A dos cuadras de la plaza estaba la escuela y en la misma manzana, el liceo. Y a cinco cuadras, la Estación del Ferrocarril Central. Ese era mi pueblo. Tranquilo, amigable.

Un verano llegó un forastero de la capital. Un hombre joven, agradable. Se alojó en el Hotel, alquiló un local junto a la Financiera y colocó en la puerta de entrada, una chapa que decía: “Notario Público” y debajo una nota: “Se necesita Secretaria. Imprescindible Dactilografía”.

Se presentaron al llamado cinco jóvenes. Quedó Laura Martínez, la hija del boticario, que después de terminar el liceo fue a la “Academia”, donde aprendió a escribir a máquina.

Laura y el notario simpatizaron a penas se conocieron. Principalmente Laurita que se sintió atraída por el joven, por su educación y su trato afectuoso. El quehacer en la Notaría creció con rapidez debido a que una vez instalada, comenzó a trabajar para la Financiera. Tarea que al notario le obligaba a viajar a la Capital por certificados, dos o tres veces al mes. De modo que, poco a poco, fue delegando dicha obligación en su secretaria.

En una oportunidad, con fecha y hora fijada con anterioridad, la Notaría debía retirar una carpeta con documentos en la Intendencia de Montevideo, pues urgía entregarla el mismo día en la Financiera, antes de las 18 horas.

De este viaje a la capital se encargaría la secretaria. Como había tiempo, la joven sacó pasaje en el Ferrocarril para las 8 y 30 de la mañana, que la dejaría en la estación Central a las 12.

Para volver con tiempo, debía tomar el tren que salía de Montevideo a las 2 de la tarde. De modo que el día fijado tomó el tren hacia Montevideo, se bajó en la Estación y se dirigió a la Intendencia. Tuvo que esperar más de una hora, pues según le explicaron faltaba una firma. Perdió por lo tanto el tren del regreso, no quiso esperar el siguiente porque llegaría pasadas las 18hs. De modo que sacó pasaje en un ómnibus de la “Empresa Varese” que llegaba al pueblo a las 17 y 30, que ya estaba por salir.

La joven subió, se sentó junto a una ventanilla con la carpeta en su falda, el ómnibus comenzó a moverse, tomó la ruta y ella se durmió.

Mientras el Notario en la oficina, pendiente de la llegada del ferrocarril, consultaba el reloj.

A las 16 y 30 Laura abrió la puerta de la Notaría y entró. Entregó la carpeta al Notario que la saludó efusivo y la invitó a cenar esa noche en la confitería. Cuando se iba apresurado a entregar la carpeta le dijo:

—En seguida vuelvo, Laura, espérame.

—Adiós... le contestó ella.



A las 16 y 30, el ómnibus en el que viajaba Laura, tuvo un accidente en la ruta. Al tomar una curva derrapó y volcó. En el suceso fallecieron tres personas. El conductor, un pasajero y Laura.

El Notario se enteró en la Financiera del suceso. Volvió inmediatamente a la oficina. Pero Laura, ya no estaba.



Ada Vega - 2020 -

jueves, 24 de agosto de 2023

El mensajero

 






Cada tanto, en esas noches calladas y quietas, cuando ni el viento que sopla del río se atreve, hemos visto al Pepe recorrer la Rambla Portuaria. Con su paso cansino, camisa remangada y las manos en los bolsillos, más de una vez, en horas trasnochadas, lo hemos visto bajar desde la calle Solís hasta Juan Lindolfo Cuestas o subir desde Juan Lindolfo Cuestas hasta la calle Solís. Sin hablar con nadie taciturno y solo como una sombra errante, sobre las gastadas veredas de la vieja Aduana pasa el Pepe, se aleja y se pierde. 

El bajo no existe. Los boliches de la zona portuaria han desaparecido. Aguantando la embestida y a coraje, solo apenas, van quedando por la Rambla 25 de Agosto de 1825: La Marina, Manolo, El Perro que Fuma, La Confitería y casi en la rambla, El Nuevo California. Y en la memoria que los retrotrae y los reivindica desfilan en la penumbra viejos boliches que ya no están: El Globo, Dársena y La Picada. Aunque también, desafiante, sobre la fachada del viejo edificio de la Asociación de Apuntadores del Puerto de Montevideo, asta hace poco tiempo podíamos leer, sobre un cartel despintado, el nombre de un boliche que supo ser: el YAMANDÚ. 

Yo he visto al Pepe, en amanecidas noches de bohemia, pasar por mi lado sin siquiera mirarme. A pesar de haber sido tan amigos. Y aunque más de una vez hubiese querido encararlo, me acobardó el sentirlo tan distante. De todos modos, de qué íbamos a hablar. Que todo ha cambiado, lo sabe. Él ya es sabio. Tal vez por eso no quiere hablar con nosotros. A pesar de que hace unos años me contó Ramón, un botija que cuidaba coches en la puerta del boliche Yamandú, que una noche al volver de un seven eleven que se había armado por Las Bóvedas, en el que había perdido, como el mejor, al pasar por El Mercado del Puerto se topó con el Pepe que, según le dijo, lo estaba esperando. Y se pusieron a conversar. 

Nunca supe de qué hablaron. A pesar de que más de una vez se lo pregunté. Siempre me contestaba con evasivas y al final me quedé sin saber, porque a Ramón, ese invierno, lo mataron en una timba por el barrio Jacinto Vera. Unos años después, el Chiquito, que le atendió el boliche hasta que cerró, y que en los últimos tiempos andaba en la vuelta, me contó mientras comíamos un mediodía en Las Tablitas, que un par de noche atrás había visto al Pepe en la Rambla y Pérez Castellanos. Me dijo que lo vio venir, pero como ya otras veces se habían cruzado, no le llamó la atención e intentó seguir de largo. Pero esta vez el Pepe le dio cara. Me contó que estuvieron de conversación hasta la madrugada. De qué hablaron no sé, el Chiquito que andaba medio en copas, no supo explicarme. 

Después de ese día solo lo volví a ver un par de veces. Una de esas veces, en que andaba bastante clarito, le volví a preguntar sobre qué habían hablado con el Pepe y solo me dijo: después te cuento. Nunca me contó. Murió una semana después, en El Globo, en medio de una partida de truco. A veces me pregunto qué andará haciendo el Pepe, cada tanto, por el Puerto. A qué viene. A quién busca. Y para qué. El boliche lo tuvo poco tiempo. Hasta el final. Él recaló en el Puerto, al igual que esos viejos barcos que cansados de navegar, un día buscan un muelle donde amarrar por última, vez para morir. Y no supo, mientras estuvo con nosotros, que quien se embriaga con el olor salobre que en los veranos sube del río, o enfrenta el viento helado que en los inviernos sopla desde la escollera, ya nunca, aunque se vaya, se irá del todo. Que como Troilo: siempre estará volviendo.

 Muchos, como yo, conocen el Puerto de Montevideo. Por dentro y por fuera. Una vida aquí adentro y una vida ahí afuera: la antigua senda empedrada con miles de adoquines, forjados por los presos, con piedra extraída de la Cantera del Puerto de La Teja. Las decenas de grúas, los miles de obreros, los barcos de espera en el antepuerto. La Estiva Internacional. De recorrida por el muelle veo barcos escorados, desguazados. En oscuros fondeaderos viejos barcos anclados para siempre, destruidos. Olvidados. Barcos y lanchones que recorrieron todos los mares y que al final de sus días vinieron a recalar en estos muelles, para siempre jamás. Tripulaciones desaparecidas que otrora llenaron con su presencia y su algarabía los bares, boliches y bodegones del bajo, hoy solo son sombras que duermen agazapadas junto a los despojos de sus viejas naves.

 Todo aquel Puerto entrañable perdió su embrujo, se fue muriendo. Sigue vivo solamente y seguirá, en la memoria de los viejos portuarios jubilados que lo vivieron día a día, noche a noche. Cada tanto vemos al Pepe recorrer la Rambla Portuaria. No todos perciben su sombra. Solo nosotros lo vemos pasar, los noctámbulos de siempre. Los que amanecíamos en el YAMANDÚ en juego de cartas o mesas de billar. Junto al Canario Luna, que cantaba solamente si se lo pedía el Pepe. Cuando Falta y Resto venía a cantar en la vereda. Los que estuvimos hasta el final y aun después de habernos dejado. Los que seguimos aquí. 

Tal vez como nosotros en noches de luna nueva, alguien lo vea vagar por su barrio de Aires Puros y recorrer la cancha del Ypiranga. Quizá lo encuentren caminando por la playa sus amigos del rancho del Buceo, o lo hayan visto sus vecinos buscando la Cruz del Sur en el cielo de Pocitos, desde la terraza del último piso del edificio donde vivió, en sus últimos años. Quién sabe cuantos hinchas de fútbol lo seguirán viendo guapear en el Estadio Centenario, guapo de ley, como guapeó en cualquier parte del mundo. Y cuantos amigos que hizo y dejó, lo seguirán viendo y recordando por su bonhomía, por su sencillez y su amistad sin vueltas. Muchas veces en estos años he visto al Pepe cruzar por la Peatonal del Mercado del Puerto, doblar en La Marina y seguir de largo sin volver la cabeza para mirarme. Muchas veces lo he visto, conteniendo el impulso de llamarlo. 

Por eso me extrañó cuando anoche, al salir del Puerto, lo encontré esperándome en la Rambla y Yacaré. Decidido, se acercó a mí y, como en los viejos tiempos, se puso a conversar.

Ada Vega, año edición 2001

Añoranzas

 



 De un tirón firme en la chaura, dejó al trompo bailando sobre la cuadriculada vereda gris. Permaneció un momento observando sus giros y balanceos, y luego se arrodilló, arrimó su mano con el dorso hacia abajo hasta lograr que el trompo, al girar,  subiera entre los dedos y se durmiera bailando en la palma de su mano. Entonces se puso de pie y levantó la mano a la altura de los ojos, mostrando a los otros chiquilines que lo rodeaban, su pericia en el arte de dominar aquel pequeño trozo cónico de madera que seguía bailando frenéticamente  ante su cara risueña.

   Erguido como un rey ante sus súbditos mostrando su trofeo. Orgulloso como un dios pagano,  allí estaba de pie, con sus nueve años avasallantes, sus pantalones cortos y la honda en el bolsillo de atrás; riéndose con su cara toda, su boca de dientes pequeños, sus ojos  verdosos y  aquel mechón de pelo rebelde que le caía sobre la frente. Era un capo entre los botijas del barrio. El que remontaba más alto las  cometas.  El que mejor jugaba al fútbol. Había que verlo pelear a la salida de la escuela, cuando cortaba en el recreo con  alguno de sexto. Era inteligente, pero muy diablo. Aquel año, no terminó quinto. Un día que por segunda vez no llevó los deberes,  la maestra le dijo:

 —Imbécil, y él  le tiró con un tintero. Lo expulsaron.  Dijo la Sra. Directora que era un niño muy díscolo. Que su comportamiento era un mal ejemplo para sus condiscípulos. Que perdone señora, pero su chico necesita un colegio especial, donde lo puedan  reeducar. Que era un niño muy malo y usted no va a poder con su vida. Adiós señora, y que Dios la ayude, lo va a necesitar.

La mamá no le contestó, ella sabía que no era malo. Era bandido. Callejero. Pero no era malo.

 

   Se fueron juntos de la escuela, callados, ella cada tanto suspiraba, él la miraba a hurtadillas queriendo abrazarla y decirle cosas como:

—Mamá te quiero mucho, no te pongas triste, yo, yo a veces no sé por qué  me porto mal, no sé, yo quisiera ser el mejor de la clase, el mejor del mundo para que vos estés contenta, pero no sé qué me pasa mamá, de repente me entra como una viaraza... ¿me vas a poner en un  colegio especial? ¿Qué es un colegio especial, mamá?

 

    Todo eso hubiera querido decirle a la madre, pero caminaba callado con la moña desatada y la cartera colgada al hombro. Cuando llegaron a la casa  la madre le acarició la cabeza y le dijo:

—Andá,  sacate el guardapolvo y lavate la cara y las manos que vamos a comer. Hice un guiso con dedalitos y le puse choclos,  como a vos te gusta, andá. Y él se puso a llorar. La madre mientras ponía la mesa pensó en voz alta:

—¡Pobre Sra. directora, sabrá mucho de alumnos, pero de hijos no sabe nada!

 

   Al año siguiente la madre lo puso en la escuela de varones, porque la escuela hay que terminarla, para no ser un burro, sabés. Hizo quinto y sexto. Cuando estaba en sexto, una tarde lo llevaron preso. Estaba jugando al fútbol en la calle  con otros gurises, algún vecino rasqueta llamó a la policía y vino un guardia civil en una moto con sidecar, lo encontró justo  a él con la pelota en la mano.

 

    Cuando la madre se enteró y llegó a la comisaría  ya lo habían pasado para el asilo. Ella le preguntó al comisario si los milicos de esa comisaría no tenían  más nada que hacer, habiendo tantos ladrones sueltos, que  llevar preso a un menor que jugaba a la pelota frente a la puerta de su casa. El comisario pasó por alto el comentario y le dijo que fuese a buscarlo al asilo, que un policía la iba a acompañar. Ella desde su dignidad le  dijo:

—No se moleste, yo voy sola, no necesito acompañamiento.

 

    El tranvía la dejó ante la puerta del edificio donde se leía: “Mi padre y mi madre me arrojan de sí, la piedad cristiana me recoge aquí”. Habló con el director  y sin darle tiempo a solucionar el problema, salió nerviosa de su oficina, cruzó un patio embaldosado, buscó al hijo con premura y cuando lo vio lo tomó de un brazo y lo sacó en vilo. 

—¡Manga de energúmenos! murmuró al pasar, pero al llegar a la puerta de salida se dio cuenta que el personal del asilo no tenía nada que ver y antes  de salir se disculpó ante el director:

—Disculpe, estoy muy nerviosa.

—Vaya señora, vaya, le dijo el director, y  a él:

--Portate bien. 

 Se volvieron en el tranvía, la madre preocupada porque tenía que terminar un vestido para el día siguiente y él abrazado a ella  prometiéndole el oro y el moro y  antes de llegar, recostado a su hombro, se quedó dormido. 

Una tarde de ese verano, mientras le probaba una blusa a una clienta, él entró de la calle por la puerta del fondo, llegó al comedor y le dijo a  la madre: Mamá, y cayó desmayado. Traía un brazo chorreando sangre y un hueso expuesto, blanqueando hacia afuera. Se había caído jugando al fútbol en el campito y así se vino  agarrándose el brazo y perdiendo sangre por el camino.

 

    Cuatro cuadras corrió la madre hasta el teléfono más próximo para pedir una ambulancia. Esa noche lo operaron de urgencia. Lleva desde entonces una cicatriz con forma de T, en su brazo izquierdo. Siguió jugando al fútbol por todos los barrios de Montevideo y también  en el interior.  La madre quería que estudiara, hay que prepararse para el futuro. Lo anotó en la Escuela Industrial. Pero él era wing derecho.

—¡Qué sacrificio  Dios mío! ¿Qué voy a hacer con este muchacho? ¿Qué te va a dar el fútbol me querés decir? ¡Te vas a morir de hambre, yo no voy a vivir para siempre!

 

   Una tarde paró un auto frente a la casa, golpearon a la puerta y un señor le entregó a la madre una tarjeta con el escudo de Peñarol. Lo habían visto jugar y lo esperaban para practicar el jueves de mañana. Ella no entendía ni quería saber  de cuadros de fútbol. Le bastaba con saber que debido a ello, el hijo había estado preso, se había quebrado un brazo, y vaya a saber cuántas cosas más que mejor que ella ignorara.

 

   Cuando llegó el muchacho la madre le dio la tarjeta y le comunicó lo que había dejado dicho el hombre. Que hiciera lo que a él le pareciera. El miró la tarjeta amarilla y negra y dijo:

—¡Ta  loco! ¿A Peñarol voy a ir  a practicar?  ¡Ta loco!  Y la tiró a un costado. La madre no opinó. ¿Qué te va a dar el fútbol, qué te va a dar...?

 

             De los cuatro hermanos eras el más arraigado al barrio, el más madrero, el que tuvo siempre más amigos. Y el predilecto de mamá.

 

Sin embargo un día fuimos todos a despedirte al aeropuerto. Un pájaro enorme  te llevó al otro lado del mundo. Aquí se quedaron tus Cancioneras de Gardel, y las fotos de Atilio García. Y tu niñez y mi niñez, y tu adolescencia y mi adolescencia, y nuestra casa en el viejo barrio. Y allí estás, rodeado de chiquilines, con tus nueve años y el trompo de madera bailando en tu mano. Yo también estaba con ellos. Y me sentía orgullosa de mi hermano. ¡Qué  inteligente! Qué hábil. Qué alto remontaba las cometas .Qué bien jugaba al fútbol.

 

¡Qué lejos te fuiste un día...!

 

 Y hoy, que aquella  niñez se ha perdido en el tiempo, que la juventud nos ha dejado de lado y disfrutamos ambos la alegría de ser abuelos, recuerdo tu primer pantalón largo y como tosías, cuando fumabas escondido tras los transparentes del fondo

Ya no estás. Hubiese querido que envejeciéramos juntos. Pero sabés, la vida no logró separarnos, siempre fuiste mi ídolo, mi compinche... mi hermano. 



Ada Vega, año editado 1995