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jueves, 28 de marzo de 2013

Vincent


                       
         
    Nadie se acuerda del día en que Vincent llegó al barrio. Creo que siempre estuvo allí. Su figura desgarbada, sus cuadros vírgenes y su cara de Nazareno, eran parte del paisaje de La Teja al sur que hacia los años cincuenta crecía porfiada junto a la Bahía de Montevideo.

    Vincent era un joven pálido de cabello largo, barba rizada, y de ojos enlutados de mirar perdido. Vincent trastornado, extraviado en su propia esquizofrenia, que deambulaba por las calles del barrio en aquellos esplendentes y perdidos veranos, con una tela de pintor bajo el brazo, algo que alguna vez fue un caballete y un pincel.
    Caminaba la vida con un compañero invisible y permanecía largas horas apoyado en el puente mirando el mar. En sus caminatas sin rumbo llegaba a veces hasta Capurro y vagaba por el parque “donde de niño, jugara Benedetti” y recorría su playa antigua y sentenciada.
   Sonreía y pintaba siempre el mismo cuadro. Entusiasmado con su obra  a veces se retiraba y miraba la tela como un verdadero pintor de oficio, buscando la perfección, entonces se acercaba y corregía hasta quedar satisfecho. Pero la tela en el bastidor permanecía blanca. Muy temprano andaba Vincent haciendo su recorrido diario. Cuando los silbatos de las fábricas llamaban al turno de las seis de la mañana, él pasaba con su cuadro y su pincel. Adónde iba o de dónde venía, nadie lo supo. Simplemente lo veíamos pasar.
    Vivía con otros marginales en un ranchito mísero hecho con latas y cartones, en la misma desembocadura del Miguelete junto a la refinería de Ancap. Decía llamarse Vincent, pero su verdadero nombre, rubricado por apellidos muy sonados en la política de aquellos años, era otro. Pertenecía al seno de una familia adinerada que lo amaba y lo cuidaba. Su madre venía a verlo muy seguido: tanto como él lo permitía.
    Llegaba de mañana en un auto con chofer. Le traía ropa, comida y vitaminas y era éste quien bajaba del coche y le alcanzaba los bolsos, mientras la angustiada madre esperaba para ver a su hijo que, desde lejos, la saludaba con la mano en alto Vincent apenas probaba la comida, las vitaminas jamás las tomó, solía cambiarse el pantalón y la camisa, lo demás lo regalaba. Había logrado, hasta donde le fue posible, mantener alejada a su familia, con excepción de su hermano Diego, con quien en los últimos años mantuvo una gran amistad.
   A Diego le dolía la condición en que se encontraba su hermano. En una oportunidad nos contó que siendo estudiante, Vincent sufrió un trastorno en su mente y perdió la razón. Los médicos nunca acertaron a explicar muy bien que le sucedió. Fue entonces que los padres lo llevaron a Europa y luego a Estados Unidos, en busca de una posible cura, pero volvieron sin encontrarla. Y el joven poco a poco se fue aislando.
     No quería estar en su casa ni con su familia. Desaparecía por días, hasta que al final lo encontraban vagando por las calles, sonriente y feliz. Un día, en sus desvíos, encontró a los cirujas que vivían junto al Miguelete y se quedó con ellos. Desde entonces vivió para “pintar”. Le pidió a Diego una tela y un caballete y el hermano le trajo todo lo necesario: telas, pinceles y óleos. Pero nunca usó las pinturas, los colores estaban en su mente. Era un joven callado y dócil, pero vivía en un mundo donde no había cabida para nadie más.
    Un invierno su madre dejó de venir. Había fallecido. Nunca supimos si su mente registró el hecho. Entonces empezó a venir Diego, le traía telas y tubos de óleos, aceites y pinceles, pero él siguió con su pincel seco y su vieja tela. También le traía ropa, frazadas y comida pero él todo lo daba a sus compañeros. Diego no soportó más la situación. Una tarde se lo llevó con él, lo bañó, lo afeitó y lo dejó en una lujosa casa de salud.
    Lo instaló en una hermosa habitación, con cama de doble colchón y sábanas perfumadas; con televisión, un sillón hamaca, y junto a la ventana un caballete con su tela, caja de óleos, acuarelas y pinceles. Tenía cuatro comidas diarias y podía bajar al jardín. Vincent se quedó un día, pero al llegar la noche con su vieja tela bajo el brazo y su pincel se dirigió a la puerta de calle, y al encontrarla cerrada con llave, enloqueció.
   Se sintió atrapado, no podían controlarlo y llamaron a Diego. Cuando éste llegó y entró en la habitación encontró a Vincent bañado en sangre. El joven, perturbado, se había cortado una oreja. Y Diego comprendió que no podía interferir en la decisión de vida que su hermano había tomado. Si lo amaba, debía respetar su derecho a vivir cómo y donde él quisiera. Y él era feliz en su ranchito tal cual lo tenía: en el baldío, junto al puente, frente a la bahía.
    Y Vincent volvió al barrio. Anduvo meses vagando calle arriba y calle abajo con la cabeza vendada. Hasta la noche en que terminó el cuadro que hacía años estaba pintando. Esa noche se sintió mal y avisaron a Diego, que no demoró en llegar. Vincent estaba acostado en una colchoneta cubierto con una manta. Al verlo así, Diego se alarmó e intentó llevárselo a su casa, pero Vincent no quiso moverse, dijo que tenía frío y que estaba muy cansado.
      Diego se acostó junto a su hermano y lo abrazó muy fuerte. Entonces Vincent, haciendo un esfuerzo, sacó el cuadro terminado de entre las ropas que lo cubrían. Es para vos, le dijo. Diego tomó el cuadro en sus manos  y mientras le oía decir casi en susurro: Adiós, Diego, observó en aquella vieja tela, que durante años, su hermano enfermo pintara sin pintar, la clásica belleza de un “Vaso con girasoles” con su firma: Vincent

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domingo, 24 de marzo de 2013

Qué quiere que le diga




Fue a principios de la década del sesenta. Los tranvías con los rieles aferrados al hormigón hacía ya tiempo que habían dejado de recorrer las calles montevideanas, abriéndole paso a los modernos trolebuses de rieles aéreos que resultaron sólo espejismos en su primera y en su segunda etapa.   
Las grandes tiendas del Centro fueron cerrando las puertas al público  dejando sin trabajo a miles de empleados para apostar a las modernas   Galerías, que no alcanzaron nunca a colmar las expectativas de los quiméricos empresarios de aquellos días. Comenzaron a cerrar los cines y los grandes bares y el clásico paseo de los sábados al  Centro, poco a poco, desapareció.
           En esa década a partir de aquel abril de 1959, cuando las inundaciones causadas por  treinta días de lluvia continua produjeron una catástrofe nacional y dejaron al país con carreteras cortadas y  prolongados cortes de luz, los empleados del comercio obtuvimos algo favorable: dejamos de viajar cuatro veces por día pues se decretó, para ese ramo, el horario continuo.
           El comercio del Centro comenzó entonces a abrir sus puertas al público  de diez de la mañana a seis de la tarde descansando el personal, en tres turnos, una hora al medio día. En la calle Río Negro entre 18 de Julio y San José había, en aquel entonces, un bar  llamado Támesis. Allí íbamos varias compañeras, en la hora de descanso, a conversar  y tomar un cortado largo con  una medialuna de  jamón y queso.  En ese bar muchas de nosotras aprendimos  a fumar con los Marlboro  y  los  L & M  americanos, extralargos con filtro, que comenzaban a aparecer en todos los quioscos del Centro. En esos días también íbamos a comer  la famosa pizza con mozarela que ofrecía, como una novedad, El Subte, la pizzería  de Ejido frente a la Intendencia, que era un local chiquito, sin mesas ni sillas, donde había que comer de pie y de apuro, para dar lugar a otras personas que esperaban afuera.                                  
El Támesis  tenía un mostrador largo en el medio del local, desde la puerta de entrada hacia el fondo. La caja estaba adelante y a ambos lados y también hacia el fondo, se alineaban las mesas. Entrando, a la derecha, las mesas estaban separadas del mostrador por un tabique que les daba cierta privacidad. Nosotras íbamos ahí y en esa hora ocupábamos todas las mesas.               Un medio día, al entrar, una compañera llamada Abril, encontró debajo de una mesa un monedero rojo. Era un monedero grande, con boquilla, tipo carterita. Mi compañera lo puso sobre la mesa y lo abrió.  Adentro tenía unas monedas sueltas y un pañuelo rojo, de mano, envolviendo una foto. Era una foto vieja en sepia cinco por ocho, una muestra, tal vez, sacada en un estudio. Recuerdo a mi compañera con ella en la mano. Es Gardel, dijo extrañada al mostrarla. Atrás tenía una dedicatoria: “Para mi amiga Juanita con mucho cariño, Carlos Gardel. Montevideo junio  de 1933”.
 Yo miré la foto con la cara sonriente de Carlos Gardel en aquella muy famosa foto de perfil y gacho gris que le sacara, entre muchas otras, el fotógrafo Silva en su estudio de la calle Rondeau. Y  no le di importancia pues para mí Gardel —en aquel entonces—,  era un cantor argentino de tangos que había muerto en un accidente antes de que yo naciera. Y que la gente, no entendía por qué, lo seguía escuchando por la radio como si no estuviese muerto y enterrado. En esa época yo estaba entusiasmada con las canciones de Sandro y  Leonardo Fabio y, a pesar de que siempre me gustó el tango, Gardel no estaba entre mis ídolos del momento. Después los años me enseñaron muchas cosas, entre ellas: que Carlos Gardel es inmortal y que es cierto que cada día canta mejor. Pero eso lo aprendí a medida que fueron pasando los años.
Aquel mediodía en el Támesis nos encontrábamos opinando sobre el monedero y su contenido cuando entró la dueña a buscarlo. La quedamos mirando. La dueña del monedero era una mujer que todas conocíamos de vista. Tal vez  alguien que la haya conocido, si lee esta historia, la recuerde. Era una mujer de tal vez, cuarenta o cincuenta años. Alta, delgada. De piel muy blanca y cabello negro. Que tenía la particularidad de vestir siempre de rojo. Toda de rojo. Zapatos, medias, vestido, tapado, guantes, cartera y  en la cabeza un pañuelo, que cruzaba adelante y ataba detrás.
Solía andar con un bolso rojo haciendo compras. Vivía por ahí cerca. No mendigaba ni hablaba con nadie, pero todo el mundo la conocía. Por años vi a esa mujer andar en la vuelta. Ese mediodía cuando entró y vio a mi compañera con el monedero abierto y la foto en la mano le dijo: —Ese monedero es mío, se me cayó y no me di cuenta. Abril se apresuró aguardar la foto y alcanzarle el monedero mientras nosotras le explicamos que lo habíamos encontrado en el suelo y lo abrimos para ver de quién era. Ella no nos escuchaba. Miraba atentamente a la chica que lo encontró  que aún mantenía la foto en la mano. Entonces le hizo una pregunta extraña. Le dijo en voz baja y pausada: —¿Qué te pasa? ¿Por qué estás preocupada? Abril  se puso nerviosa. —Nada —le contestó—, a mí no me pasa nada. —Estás asustada, ¿de qué tenés miedo? —insistió la mujer de rojo. Entonces Abril más tranquila dijo: —Mi mamá está internada, hace una semana que está en coma.     —Sí, —dijo la mujer—, por algo perdí el monedero para que vos lo encontraras. Quedate con esa foto, pedile a Carlitos por tu madre. No te separes de esa foto. Mañana  vengo a buscarla. Cuando se fue nos quedamos comentando  que aquella mujer estaba loca. ¡Mire que rezarle a Gardel...!                     
Según Abril,  ella  no le pidió ni le rezó al Mago. No se sintió motivada. No creyó que Gardel fuera un santo como para pedirle un milagro. De todos modos no se separó de la foto la tuvo en la mano y la miró varias veces. Esa noche pasó con la madre en el Hospital y a la  mañana siguiente como todos los días vino a trabajar. Ese mediodía  regresó la mujer de rojo a buscar la foto. Abril se la devolvió y le dijo que la mamá  seguía igual. Que los médicos no daban esperanzas. Ella le contestó: —¡Qué saben los médicos! ¡Carlitos es un santo! ¡Ya vas a ver!                                                                                                Esa tarde casi al cierre llamaron a Abril del hospital para decirle que  la mamá había vuelto del coma y comenzaba a recuperarse. Diez días después dejaba el hospital completamente curada.                                                      
La señora salió del coma y se recuperó debido a la atención de los médicos, a la medicación o porque no era su hora. Pero para Abril y algunas de mis compañeras fue un milagro de Gardel  y  sé  que hasta el día de hoy le rezan y le piden cosas que, según ellas,  él les concede.                                                  No había transcurrido un mes cuando un mediodía vino al bar  la mujer de rojo a preguntarle a Abril por su madre. Abril le contó la novedad de la feliz recuperación y ella nos contó la historia de la foto de Gardel. Que parece que no sólo es mago. Desde su trágica muerte, hay quienes piensan que el morocho del Abasto pasó a ser santo.    Esa foto, nos dijo, perteneció a Juanita Olascoaga, una morena que vivió en su juventud el esplendor del Montevideo de los años veinte. Muy conocida en la noche montevideana. Las dos mujeres se habían conocido casualmente, hacía unos años, y cultivaron una cierta amistad. Tal vez las unió la soledad, o aquel modo de vivir en un mundo propio que ambas habían elegido. Lo cierto fue que la morena le contó parte de su vida que fue, sin duda, muy interesante y entre esos recuerdos como una noche de lluvia de 1933, en que andaba caminando por 18 de julio, tropezó sin querer con Gardel que bajaba de un taxi en la puerta de su hotel, protegiéndose bajo un paraguas. La morena trastabilló y Gardel la tomó de un brazo para que no cayera. Entonces ella lo reconoció y le dijo: —¡Carlitos!  Y  él la invitó a tomar un café en un bar de la calle San José. Juanita esa noche le pidió una foto y él le dio una muestra que se había sacado en esos días en el estudio Silva de la calle Rondeau y se la dedicó. Era octubre y Carlos había venido, en esos días, a cantar al teatro 18 de julio. Fue la última vez que vino a Montevideo. Murió trágicamente, a la vuelta de una gira, en junio de1935.
 Nos contó la señora de rojo que Juanita siempre tuvo esa foto con ella y que en los últimos años le rezaba a Carlitos como si fuera un santo, pidiéndole que la llevara con él de este mundo. También contó que se habían encontrado las dos, hacía unos días, por  18 de julio y  la morena se la dio para que la conservara —le dijo—, porque no se estaba sintiendo bien y no quería que cuando ella faltara esa foto, que era milagrosa, se perdiera.
 Yo sigo pensando que Carlos Gardel fue un súper dotado. Que cantaba como un zorzal y las letras que cantó hace cien años, aún hoy están vigentes. Que no hubo ni habrá nadie que lo iguale en su voz y su carisma y que fue, según dicen, —argentino, uruguayo o francés—, un gran tipo.
Acepto que fue un mago. Pero de lengue y  gacho gris en un altar de la iglesia…¡qué quiere que le diga!

 Ada Vega -   http://adavega1936.blogspot.com/                   

martes, 19 de marzo de 2013

Pasional



 La casa de Parque del Plata  la alquilamos, el primer año de casados,  para pasar las vacaciones de verano. Era una casa de bajos, sobre la rambla, frente al arroyo Solís a cuatro cuadras de su desembocadura. Una linda casa, cómoda, de fondo con parrillero bajo los árboles. Durante dos o tres años pasamos allí,  con mi esposa Sonia, el mes de mi licencia anual. Después, cuando nacieron mis hijos Álvaro y Noelia, decidimos, en lugar de alquilar por un mes, hacerlo por los tres meses de verano para que los chicos disfrutaran por más tiempo de la playa y del sol. Ya había comprado el auto y viajaba todos los días hasta mi trabajo. En aquella época estaba empleado en los escritorios que unos  estancieros, concesionarios de lana, tenían  en Agraciada y Buschental.
Un día decidimos, con Sonia, alquilar la casa por todo el año. Hablamos con los dueños y comenzamos a pasar allá largas temporadas. Habíamos terminado de pagar la casa de Williman, los chicos estudiaban y llevábamos una vida feliz. Y creí que eso era todo.
¡Qué equivocado estaba! Eso fue sólo el principio.
 Recuerdo que  acababa de cumplir los cuarenta y dos años cuando en  la oficina decidieron tomar tres empleados más para agilizar un poco el papeleo, dijeron. Pusieron un aviso en el diario y se presentaron más de treinta jóvenes de ambos sexos. Seleccionaron  a tres de ellos: Aníbal, Elena y  Noel. Noel quedó en mi sector. Tenía dieciocho años y la belleza y el desparpajo de la propia juventud.  Su entrada a la oficina me inquietó. Traté, por lo tanto, de  enfrascarme en mi trabajo e ignorar su presencia. Fue inútil.
 Durante todo el tiempo que pude intenté negar el sentimiento que crecía y me ahogaba cada día más. Me lo negué a mí y lo oculté a los demás.
Noel revoloteaba todo el día  alrededor mío. Preguntaba mil cosas del trabajo que decía no entender. Me hablaba de su casa, de sus plantas. De su mamá. De la película que había visto el sábado y de la comida que comió el domingo.
 Su hostigamiento no conocía la piedad.

Yo no quería que me contara nada.  No quería que me hablara. Que me mirara, entrecerrando los ojos, mientras tamborileaba con los dedos  sobre su escritorio. Que  bebiera coca por el pico de la botella con sus ojos fijos en mí.  No quería. Que pasara la punta de la lengua sobre sus labios o jugara con la lapicera en la boca, haciéndola rodar sobre sus dientes. Que siguiera mirándome.  No quería. Que me sostuviera la mirada desafiante. Juro que no quería. Me resistí. Juro que me resistí.

Yo era feliz  en mi casa, con mi mujer, con mis hijos. Con mi perro.
 Empecé a ponerme irascible, nervioso. Discutía con Sonia por cualquier tontería, culpándola siempre a ella de nuestras continuas disputas. A no soportar a mis propios hijos a quienes amaba. No poder, por las noches, conciliar el sueño. Esperar que amaneciera el nuevo día para escapar de la cama y de la casa que me asfixiaban. Salir como un poseído, a caminar por la playa.  Caminar, caminar, aturdirme...caminar...
 Muchas veces íbamos solos para Parque del Plata. Mis hijos ya estaban grandes, tenían sus compromisos, sus amigos, y preferían quedarse en Montevideo. Yo me quería ir de cualquier manera. Necesitaba pasar todo el tiempo posible  junto al mar que siempre ha calmado mis nervios. Alejarme de aquel círculo agónico que cada día se cernía más sobre mi conciencia. Sonia, ajena, inocente, me acompañaba feliz. Iba conmigo adonde yo fuera. Ella fue siempre incondicional mía. Me amaba.
Una tarde Noel me preguntó si cuando saliéramos podía ir conmigo hasta Las Toscas, pues iba  a la casa de una amiga a pasar el fin de semana. Traté de inventar una excusa creíble y oí su voz que me urgía: ¿me llevás? Desconocí mi propia voz cuando le contesté: sí, te llevo. Subió conmigo en el auto. Llevaba su cabello largo atado con una gomita sobre la espalda. Un vaquero desflecado, una remera descolorida y una mochila negra enganchada al hombro. Parecía más joven de lo que era en realidad. Tomé la ruta sin hablar una palabra. Noel tampoco hablaba. De todos modos, no necesitaba mirar su rostro para imaginar la expresión de triunfo que reflejaba. La tardecita estaba fresca, pero no como para que se acercara tanto a mí. Casi me impedía manejar. Miré sus manos de uñas recortadas, casi rentes, jugar con los botones de la radio.
 Antes de llegar a Salinas dijo que tenía frío y se apretó a mí con impudicia. Había oscurecido. Entré por una de las calles deshabitadas del balneario y detuve el auto. Noel se soltó el pelo. Su boca se entreabrió en una sonrisa de dientes blancos. Perfectos.
Su boca hambrienta.
Lo que sucedió después fue un vértigo alucinante que nubló mis sentidos, mi razón. Borró de un soplo la vida pasada y dejó ante mí un abismo  como única opción. En el que caí. Vencido. Sin oponer resistencia. Que en un lapso  que  no puedo en este momento discernir,  me llevó a entregar la casa de Parque del Plata y alquilar en el Centro un apartamento para Noel. Pasé, desde entonces, a llevar una doble vida. Comencé a faltar noches enteras  de mi casa, algo que nunca había hecho antes. Inventé salidas al interior  por asuntos de trabajo. Horas extras, balances urgentes. El asunto era escapar, del que por años había sido mi hogar, para pasar unas horas en compañía de  Noel.
Mi mujer, que creía en  mí a  pie juntillas, jamás dudó con respecto a las distintas artimañas que yo fraguaba ante mis continuas deserciones. No obstante, estaban mis hijos. Ellos comenzaron a dudar. Anduvieron averiguando. Una tarde fueron a esperarme al trabajo y me siguieron hasta el apartamento. Como  demoraba  en  salir del edificio subieron y tocaron timbre.  Noel abrió la puerta. Llevaba sobre su cuerpo solamente un pequeño short con el botón de la pretina desprendido y los pies descalzos. Detrás estaba yo.  Los muchachos de una sola mirada entendieron todo. Recuerdo que intenté hablar con ellos, pero no  quisieron escucharme. Dieron vuelta y se fueron casi corriendo. Aún puedo ver sus rostros demudados, sus ojos empañados fijos en los míos.
 Aún siento el cimbronazo de su dolor.
 Le contaron todo a la madre. Volví a mi casa, después de varios días, a buscar mi ropa.  Mi mujer estaba destrozada. Fue una situación muy penosa. Yo tenía poco que decir y ella no quiso saber nada. Me fui consciente del dolor que infringía a mi familia. Pero no me importó. Por mucho tiempo no supe de ellos. Después me enteré que Sonia estuvo enferma, que cayó en un pozo depresivo del que le costó mucho reponerse. Hasta que hace unos años se fue del país. Mi hijo, Álvaro, había conseguido trabajo en España y en cuanto pudo alquilar una casa mandó buscar a la madre y a la hermana. Nunca más supe de ellos.
 Reconozco que para muchos es ésta una historia amarga, de la que soy único responsable, pero es la vida que elegí llevar. Tal vez usted  piense que soy un monstruo, un maldito. Sin embargo, no soy una mala persona. Me considero un hombre de bien. El daño que le hice a mi familia no lo pude evitar. Créame. Con Noel viví una maravillosa locura. Fuimos rechazados muchas veces por la gente. Vivimos recluidos. Cambié varias veces de trabajo. Pero nada de eso fue obstáculo que impidiera nuestra dicha. Nos bastaba con estar juntos. Nada más. Así transcurrieron veinte años.
 Una mañana despertó y se abrazó a mí. Voy a morir pronto,  me dijo, pero no quiero que sufras, yo te estaré esperando y volveremos a estar juntos. Al escuchar sus palabras sentí que se me helaba el corazón. ¿Qué dices? ¿Quieres volverme loco?, le grité. Noel  se apartó y comenzó a reír con aquella entrañable risa suya que calmaba mis enojos, mis dudas,  mis miedos. ¡Tonto, me dijo, es una broma! Yo no voy a morir nunca. ¡Jamás te dejaré! Seis meses después moría en el hospital  víctima de un virus, una enfermedad extraña que los médicos desconocían. Tenía treinta y ocho años.
Parecía dormido en la blanca cama del hospital. Tenía su mano entre mis manos, su mano aún tibia, con las uñas recortadas casi rentes.
No lloré, no grité ni maldije. Estaba vacío por dentro. Estaba más muerto que él. Y así sigo. Esperando que la parca venga a buscarme para volver con Noel. Mi Noel. El muchacho desfachatado que entró a mi  vida sin permiso y se quedó para siempre. Por quien no me importó perder a mi mujer,  mis hijos, mis amigos, mi trabajo. Por quien me vi obligado a  comenzar una nueva vida.
Afrontando  a  la gente. A mis prejuicios. Enfrentando a Dios.
Ada Vega - Garúa,  http://adavega1936.blogspot.com//

miércoles, 13 de marzo de 2013

Andando



Conocí a don Justino Andrade cuando él bordeaba sus floridos ochenta años y yo fatigaba  mis treinta, enredada entre los turnos de un marido taxista  y el infierno de tres hijos varones. Frente a mi casa había entonces una pensión: La Dorotea, chica, modesta. La dueña era doña Amparo, una española viuda y sin hijos. Mujer de mucho temple, gran cocinera, quien con la ayuda de una empleada mantenía la pensión como un jaspe. Y allí llegó un día don Justino. Un día de invierno frío y seco.
Lo vi en una de mis corridas al almacén entre el desayuno y el almuerzo. Lo recuerdo entrando a La Dorotea. Vestía un gastado sobretodo gris, sombrero negro y un poncho blanco y celeste terciado al hombro. Como único equipaje traía una pequeña valija. Lo vi y lo olvidé en el acto. Un día, sin embargo, comencé a fijarme en él. Pese a lo crudo del invierno, solía sentarse mañana y tarde en la vereda de su pensión armando sin apuro su cigarro y con el amargo siempre ensillado. Puse atención en él,  pues vi que siempre me observaba en mis idas y venidas. Una mañana cruzó.
            —Buen día doña.
            —Buen día.
—No se mate tanto m’hija. Vive la vida disparando pues. Pare un poco.
¿Pa’qué  corre tanto?
Yo barría la vereda. Detuve la escoba para contestarle, lo que pensé era un atrevimiento, y me encontré con su mirada sincera, su mano callosa sosteniendo el mate y le contesté:
—Qué más remedio don. Si no corro no me da el tiempo.
          —¿Y pa’que quiere que el tiempo le dé? Lo que no se hace hoy se hará mañana.
Desde  ese día fuimos amigos. Me gustaba llamarlo después de almorzar. Nos sentábamos en la cocina. Él traía el amargo. Yo tomaba un cafecito y conversábamos. Se sentaba junto a la ventana apoyado en la mesa. Miraba hacia afuera fumando lento y me contaba historias.
Había nacido en una estancia de Santa Bernardina a fines del siglo diecinueve. Hijo de la cocinera,  nunca supo si su padre fue el estanciero o el capataz. No se lo dijeron y él no preguntó. Apenas cumplidos los catorce años se unió a una tropa de insurgentes. Vivió a campo y cielo, peleando en guerrillas internas. Fue herido de sable en el combate de Illescas, durante la guerra civil de 1904. Fue su última patriada
Enfermo y debilitado, consumido por alta fiebre, acompañó a su General hasta el arroyo Cordobés cuando éste se dirigía hacia Melo. No volvió a guerrear. Se estableció en La Amarilla hasta restablecer su quebrantada salud. Allí vivió cerca de la casa que en los tiempos heroicos habitara Doña Cayetana María Leguizamón, una paraguaya apodada La Guaireña, que según se dice fue amante de Rivera.
Me contó del dolor que lo aguijoneó cuando en enero del 21 vio pasar por Durazno, rumbo a  Montevideo, el tren expreso que transportaba desde Rivera los restos de su General. Don Justino me contó su vida con simpleza. Como un cuento. Me dijo que nunca se casó, pero que creía tener tres o cuatro hijos por ahí. Hurgando en sus recuerdos me confesó que sólo una vez, se había enamorado de verdad. Pero que había mirado muy alto. Ella era la esposa de un hacendado. Una muchacha joven y muy bonita casada con un portugués viudo y con hijos.
Una primavera  antes de terminar la zafra, ensilló su tordillo y se fue. Le faltaron agallas para pelearla y llevársela con él. No se arrepintió. No hubiese soportado vivir preso de una mujer. Él necesitaba el aire, el viento en la cara, el sol por los caminos, y el andar de pago en pago llevando la luna de compañera. No fue hombre de quedarse en ninguna parte. Fue domador y guitarrero. Anduvo esquilando por el Norte del país,  solo o en comparsas. Diestro con la taba y muy enamorado. Andariego. Por eso no tenía historia propia. Ni familia. Ni amigos. Sólo anécdotas, historias de otros. Recuerdos. Y su visión de la vida, su filosofía aprendida de tanto andar y de tanto vivir. Casi iletrado, de espíritu rebelde, reaccionando siempre ante la injusticia social, fue don Justino un soñador de ideas avanzadas que muchos siguen soñando.  En aquellas tardes de café y amargo descubrí en don Justino a un hombre íntegro, sincero hasta la exageración, simple y sabio.
Aprendí de él a darle otro ritmo a mi vida. A tomarme mi tiempo. A creer en mí. Y a saber que yo puedo. Se hizo amigo de mi esposo con quien compartía amargos y truco. Mis hijos lo aceptaron como de la familia, pero él nunca se entregó. Pese a que nosotros le brindamos toda nuestra amistad y cariño, don Justino conservó siempre cierta distancia. Y los años se fueron sucediendo entre problemas, tristezas y alegrías.
Había pasado largamente los ochenta y pico cuando un invierno se despidió de mí; varias veces me comentó el deseo de terminar sus días en sus pagos del Durazno. Deseché la idea de convencerlo de lo contrario. De todos modos, no me hubiese hecho caso. Y una tarde cruzó por última vez. No se despidió de nadie. Solo doña  Amparo lo acompañó hasta la puerta de la pensión. Sentados en mi cocina y teniendo tanto de qué hablar, compartimos los últimos amargos en silencio.
La tarde empezó a escaparse por las rendijas. Él armó lentamente su cigarro, lo aspiró despacio. Por entre el humo miré su rostro cansado. Apretó mi mano con fuerza. Yo lo abracé y lo besé por primera y última vez. Como a mi padre, como a un amigo. Se fue con su sobretodo gris y su poncho blanco y celeste. Me dejó el regalo de haberlo conocido.
Supimos que murió en el tren antes de llegar a su pueblo.
Murió como vivió: andando.

                  Ada Vega - 

viernes, 8 de marzo de 2013

Edelmira dos Santos



    
     Aún parece andar su figura espigada por las quietas calles del viejo barrio. Tan pulcra, oliendo a jabón de coco. Tan digna y alegre, tan pícara y sagaz. Edelmira dos Santos era una morena nacida por la frontera, criada en Melo y venida  a trabajar a Montevideo siendo una niña. Vivía sola, en un ranchito a dos aguas forrado de madera junto a unos álamos, al final de una calle cortada.
    Tenía una gata amarilla y un perro zanguango medio blancuzco, que pasaba durmiendo al sol y que nunca pegó un ladrido. Edelmira hacía limpiezas por hora. Y sabía limpiar. Era seria y responsable. De confianza. Por eso nunca le faltó trabajo. Y aunque hablaba un perfecto español, cuando se enojaba, maldecía en portugués.
    Un día don Gabino Gonzaga, que había quedado viudo hacía un par de años, la llamó para que hiciera en la casa una limpieza general. El hombre desde su viudez andaba perdido, mantener la casa limpia y ordenada era demasiado para él. Ya no cuidaba su jardín, ni limpiaba las jaulas de los pájaros por la mañana, como lo hacía en vida de su mujer. Según él mismo decía: no tenía un por qué.
    Edelmira llegó de mañana temprano, entró por la cocina y se puso a ordenar. Lavó cortinas, pisos, ollas, puertas y a las cinco de la tarde terminó. Dejó la casa como un sol y le dijo a don Gabino:
—Esta casa está precisando una mujer.
—Y quedate, le dijo don Gabino.
—¿Cómo es eso? le contestó ella.
—Y, podés elegir — le dijo él—, te quedás con cama en la pieza del fondo y te doy cien pesos por mes y la comida, o te quedás en mi cama y te doy mi jubilación.
    La morena puso los brazos en jarra, tiró la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada que retumbó en el barrio entero. Y riéndose salió de la casa de don Gabino, sin contestar. Aún reía cuando llegó a su ranchito puso una sábana limpia sobre la cama, juntó su ropa, ató la sábana con dos nudos cruzados y se la enganchó en el brazo izquierdo. Levantó a la gata con el derecho, despertó de una palmada al perro, cerró el ranchito, y entró en la casa de don Gabino por la puerta principal.
   Don Gabino tomaba mate en la cocina la vio entrar, ir a su dormitorio y sobre la cama matrimonial dejar su atadito de ropa. Cuando volvió a la cocina él le ofreció un mate, ella lo aceptó y él le dijo:
—Cebalo vos.
—No señor —dijo ella—, siga cebando usted, que yo voy a empezar a preparar la cena.
    Al principio los vecinos no entendían muy bien cómo era la cosa entre don Gabino y  Edelmira. Ellos no soltaban prenda. Así que sólo se hacían conjeturas.
—¿La habrá agarrado de mujer? —decían algunos.
—No le veo uña pa’ guitarrero —decían otros.
—Debe estar con cama. Y por esas quedó.
   Don Gabino, que ese invierno tuvo quien le calentara la cama, le entregaba la jubilación a Edelmira como se había acordado. Salvo algunos pesos, pocos, como para los cigarros y para tener en el bolsillo por cualquier eventualidad, porque hombre sin cigarros y sin un peso en el bolsillo, ¡es inaudito! peor que andar desnudo. ¡Peor!
   Edelmira manejaba la plata de don Gabino mejor que si fuera de ella. Primero separaba los gastos fijos: la luz, el agua y El Día, que el diariero lo dejaba por mes. Elegía en la carnicería el mejor cuadril para los churrascos del hombre, la verdura de hoja más fresca, la mejor fruta. Se hacía un lugarcito en la tarde, y se escapaba hasta el Paso del Molino y le compraba medias, calzoncillos, algún buzo de lana, pañuelos.
    Y don Gabino empezó a andar con las camisas almidonadas y los pantalones planchados. A cuidar el jardincito y limpiar las jaulas de los pájaros. Una tarde Edelmira le compró en la tiendita del barrio, una camiseta y unos calzoncillos largos de abrigo de los que hacían en Martínez Reina, gruesos y afelpados. Don Gabino le dijo que ni soñara ella que él se iba a poner esa ropa de viejo. Que iba a parecer un loco y que qué se pensaba ella, o acaso no sabía muy bien que él estaba en muy buena forma y tenía cuerda para rato. 
   Edelmira le contestó que la única que lo iba a ver era ella y que lo prefería abrigado y sano y no de slip como un muchacho, pero enfermo y muerto de frío. Don Gabino se puso los calzoncillos largos.
 Una tarde, ya hacía tiempo que vivían juntos, don Gabino le dijo:
—El lunes es día de pago en la Caja, quiero que vengas conmigo así te comprás ropa y zapatos.
—¿Y para qué quiero yo ropa y zapatos nuevos?
—Porque quiero que vayamos una noche al cine o a dar una vuelta por el Centro.
   Cuando al lunes siguiente salieron para la Caja de Jubilaciones, iban los dos del brazo. Don Gabino saludó a los vecinos:
—Buenos días.
Ella iba muerta de risa. Y los vecinos entendieron: ¡tenía uña, sí!
   Esa noche Edelmira estrenando vestido, medias de seda y zapatos con tacón, se fue al cine con don Gabino muy elegante en su traje gris. Para el segundo invierno que pasaron juntos don Gabino se enfermó de una gripe muy fuerte, que lo mantuvo en cama como un mes. Ella lo cuidó más que una enfermera.
    Mientras se recuperaba el hombre pensó que si él se moría ella quedaría en la calle. Conocedor de los quilates que calzaban sus sobrinos daba por seguro que no tardarían ni veinticuatro horas en decirle que se fuera, para luego pelearse entre todos por los cuatro ladrillos de la casa. Así que en cuanto  estuvo en pie, la primera salida que hizo fue para apuntarse en el Registro Civil a fin de contraer matrimonio con Edelmira.
   Nadie en el barrio supo del casamiento. Sólo al final, y por casualidad, se enteraron que Edelmira era la esposa legítima de don Gabino. No alcanzaron a vivir diez años juntos. Faltando unos meses don Gabino se enfermó. Después de una intervención quirúrgica muy importante, vivió sólo un par de meses. Murió tranquilo en su cama, acompañado por Edelmira que comenzó a llorarlo mucho antes de su partida.
Don Gabino conocía bien el paño.
    La misma noche del entierro llegaron los sobrinos con un camión. A cargar todo lo que les podía servir y a echarla a ella a la calle. Que no fuera a pensar que  iba a quedase  dueña de casa, que ella era sólo una sirvienta, así que, que juntara su ropa y… Edelmira no abrió la boca, fue hasta el dormitorio y volvió con un sobre grande. Sacó la Libreta de Casamiento y unos documentos con los títulos de la casa a su nombre, con su firma, la de su marido, autenticado por escribano público, más timbres y sellos.
   Se fueron dando un portazo. El perro zanguango, blancuzco y viejo, les ladró hasta que arrancaron. Primera vez.
Ada Vega http://adavega1936.blogspot.com/

lunes, 4 de marzo de 2013

El Mánchester Fobal Clú



      El sol del mediodía achicharraba las calles desiertas del barrio. Adentro de las casas no se podía estar, y afuera el calor agobiaba. El cielo lucía limpito sin una nube que presagiara, por lo menos, un poco de viento, una brisa suave, y ni soñar:  una lluvia escasa. Los perros andaban de boca abierta, con la lengua colgando hasta el pecho,  abombados de tanto calor.
      En la cantina de El Mánchester Fobal Clú, estaba reunida la comisión directiva.    Alrededor de una mesa, con los pantalones remangados hasta la rodilla, unos de camisetas y otros con los torsos al aire, los directivos se habían hecho presentes ante la  urgente convocatoria. 
   Sudorosos, tirados en las sillas, bebiendo sodas, cerveza helada o vino con cubitos, esperaban. No era hora de reunión, se sabía, pero el tema que los convocaba ameritaba la presencia en pleno de la comisión. 
   Al fin,  Pedro Zeballos que era el secretario tomó la palabra con unos papeles en la mano: señor presidente, señores de la comisión de El Mánchester Fobal  Clú... ¡Dejate de protocolo, Pedro, y  andá al grano, querés!  Le gritó Martiarena  que era el presidente. Zeballos insistió: los informes a la comisión  reunida para el caso, creo yo que se deben de dar con...¡Pedro!, dejate de macanas y decí de una vez que quieren  los de El Puente antes que terminemos derretidos ¡carajo!
        Se levantaron voces, algunas roncas de vino, otras alegres de tanta cerveza fría: ¡Dale, Pedro, decí de una vez qué  les pasa a los de El Puente! 
    Zeballos dobló los papeles, los guardó en un bolsillo y dijo: nos invitan a un campeonato en beneficio del vecino que  el otro día se le quemó la casilla.
     La comisión comenzó a opinar: ¿Un campeonato con este calor? ¿No se les pudo haber ocurrido nada mejor? ¿Y en qué cancha se va a jugar?
     Zeballos contestó las preguntas de todos: el campeonato se haría ahora, porque el vecino no puede esperar hasta el otoño, y precisa unas chapas y unos tirantes para empezar a armar una casilla donde meter a su familia. Van a entrar los tres cuadros del barrio y los  del otro lado del arroyo. Los partidos se van a jugar en las canchas de todos, así no hay problemas.
      —¿Y quién va a pagar para vernos?  
     —El campeonato es gratis para los vecinos, ellos  piensan mangar unas chapas que sobraron en la fábrica de unos arreglos que  están haciendo, y unos troncos al italiano del terraplén que vende leña. 
      —¿Y los conseguirán?  
      — Anduvieron  tanteando y parece que sí.
      —Todo eso está muy bien, opinó don Alejo el cantinero, apoyado en el mostrador mientras se acariciaba los bigotes. Eso de hacer un campeonato me gusta, los muchachos están muy quietos últimamente, pero nosotros no podemos entrar. Se oyeron varios reclamos:  ¡que cómo que no, que por qué no podían, que  cómo iba a haber un campeonato en el barrio y El Mánchester,  justo,  no iba a entrar! 
        Don Alejo los dejó hablar, se puso a lavar unos vasos y cuando más o menos se calmaron dijo:  no podemos entrar porque los muchachos no tienen equipo. Los otros cuadros tienen camisetas, pero nosotros no y sin equipo no se puede ir a un campeonato, por eso no más. 
        Martiarena, que había estado escuchando en silencio  pidió la palabra: lo que dice Alejo es cierto los muchachos no tienen camisetas, pero  van a tener. Los pantalones que se los consigan ellos y si no tienen zapatos que jueguen de zapatillas. Las camisetas y las medias las ponemos nosotros. 
       Se volvieron a levantar voces:  con qué plata se van a comprar, de dónde iban a sacar guita si todos sabemos que el clú tocó fondo. Si no hay un mango ni para un asado.
       Martiarena volvió a hablar y dijo: vamos a hacer una rifa. 
     — Y qué vamos a rifar, preguntó Antúnez, el tesorero. 
    — Vamos a rifar un lechón para Navidad. Cómo lo vamos a pagar, preguntaron. 
    — Lo vamos a pagar con los primeros números de la rifa.  
   — Y vamos a vender los números sin tener el chancho, preguntó Zeballos. 
  —Nadie tiene por qué saber que no lo tenemos, no vamos a andar ofreciendo números con el chancho de tiro.
      Don Alejo opinó que no era mala idea. Que había que conseguir buen precio. Habría que consultar con Ferrería, dijo, el moreno que trabaja en el frigorífico, para ver cuanto puede salir un lechón de unos diez o doce kilos. Alguien de la comisión también opinó: 
      —Caminando son más baratos.  
     —Cómo caminando, en pie,  querrás decir, dijo don Alejo.  
    ---Bueno, es lo mismo, contestó el hombre, yo digo, porque muertos son más caros.
    — Muertos no, carneados querrás decir.
     —¡Pero, che! ¡Tanta cosa hay que saber pa´comprar un chancho!
     —Nosotros, dijo el presidente,  el lechón lo tenemos que comprar ya faenado. Vos, Bebe y vos Juan, hoy van a hablar con Ferrería. Vos, Zeballos, que sos amigo del armenio Antonio, conseguí precio por las camisetas y las medias,  y  ya encargáselas porque total se las vamos a comprar a él que siempre nos hace precio. Yo  voy a comprar las libretas con los números de la rifa y las traigo prontas. Toto, vos que sos el Director Técnico, citá a los muchachos de apuro, y empezá a moverlos que deben de estar redondos como barricas, mañana nos reunimos a las ocho de la noche para dar los informes. No falten, porque todos  se van a llevar libretas para vender. Parece que aflojó un poco el calor, me voy a  almorzar porque mi mujer hasta que yo  no llego no sirve la comida y deben de estar locos de hambre. Mañana nos vemos, Chau.
      Ferrería quedó de conseguir un lechón de doce quilos que, según aseguró, era una manteca. Tenían que avisarle cuando había que traerlo y  nada más, que se  lo podían pagar a fin de mes, dijo. Así que el lechón estaba. El precio que dio el armenio por doce camisetas y doce pares de medias era razonable. Si en lugar de doce compraban veinticuatro camisetas y veinticuatro pares de medias se las podían pagar en dos veces. Fenómeno, dijeron los de la comisión directiva.
        Al otro día, como prometió, el presidente Martiarena trajo las libretas con los números de la rifa. Avisaron a los de El Puente que entraban al campeonato y se empezaron a preparar. Los números de la rifa se vendieron como agua. El vecino consiguió las chapas y los tirantes y empezó a armar la nueva casilla. Las camisetas quedaron buenísimas, las medias un poco cortas pero en la cancha y corriendo no se notaba. El Antonio, que es un armenio de ley, les hizo y les regaló una bandera del cuadro.
       Salieron segundos porque en la final con El Relámpago del Sur se agarraron a trompadas, le echaron a los dos back  y el diez se lesionó.
El veintitrés de diciembre rifaron el lechón. Lo sacó Fagúndez, un viejo muy callado que vive solo en la cuadra de la iglesia. Que compró el número de pierna no más, qué iba a hacer él con un lechón. Así que cuando se lo llevaron lo donó a la comisión. Era media tarde, antes de las seis sobre la vereda del clú estaba el chancho sobre una parrilla dorándose sobre las brasas. 
        Ferrería se ofreció como asador. Se instaló con mate y una botellita de caña con pitanga junto al fuego, dispuesto a pasar unas cuantas horas. La comisión puso en la parrilla un par de ganchos de chorizos y unas morcillas para ir picando mientras se cocinaba el bicho. Adentro se formaron cuadros de truco y de conga. A  un costado del mostrador, se turnaban las parejas de pool.
      A decir verdad, el campeonato fue un éxito para El Mánchester Fobal Clú, los jugadores reanudaron las actividades, participaron logrando un segundo puesto y se quedaron con las camisetas nuevas y el lechón. 
   La comisión directiva estaba más que satisfecha. Varias veces en la noche llamaron a Ferrería para que entrase a compartir una copa con ellos, pero el moreno cuando está de asador no le gusta moverse de junto a la parrilla le gusta adobarlo, darlo vuelta, arrimar brazas. Es, dice, el oficio del asador.  Recién como a las tres de la mañana entró para avisar que el lechón estaba pronto. 
       Se pusieron a festejar y a brindar y arriba el glorioso Mánchester Fobal Clú,  y que no ni no. Destaparon botellas y chocaron vasos,  alguien se apoderó de una asadera y fueron en busca del lechón. Pero el lechón no estaba. 
      Alguno, nunca se supo quién, estuvo esperando hasta las tres de la mañana para que se terminara de asar y cuando estuvo pronto se lo llevó. 
No tenían consuelo. Ferrería casi lloraba... de bronca.
Don Alejo, el cantinero, comentó para apaciguar: estaban ricos los chorizos ¿no? ¿Y si vamos poniendo otro gancho...? digo, no sé.

Ada Vega, 2010

martes, 26 de febrero de 2013

La muerte de Mariquena Vargas


               
       

       Murió Mariquena Vargas. Su muerte repentina nos ha dejado atónitos.  Estupefactos. No porque no tuviese edad para morir, que sus bien cumplidos ochenta años los tenía y muy bien llevados, por cierto. Sino por un pequeño detalle que ocultó durante toda su vida y que al morir, y enterarnos, nos dolió como un cachetazo en pleno rostro. No nos merecíamos esa burla de tu parte, Mariquena. Fuiste casi cruel. Casi. Cierro los ojos y creo oír tu risa burlona desde el infierno donde estarás. ¿O te habrá perdonado Dios...?
     Mariquena era una mujer de ley. Conservó hasta el final de sus días la fortaleza y la presencia de una verdadera matrona. Que eso fue, sin lugar a dudas. Y al decir de quienes la conocimos de cerca: una gran mujer.
 Una mujer fantástica, diría yo. De fantasía. 
     Cuando la conocí tendría algo más de cuarenta años. No muchos más. Conservaba una belleza poco común. Su cara y su pelo renegrido me recordaban  a Soraya.  Aquella princesa  de los ojos tristes, casada con el Sha de Persia que fue obligada a abdicar del trono por no lograr concebir hijos que perpetuaran la dinastía del Sha. Como verán,  salvando la distancia, Mariquena  era una mujer hermosa.
      Fue también, en aquel tiempo, una modista  muy reconocida. Se acercaban señoras de otros barrios para hacerse la ropa con ella. Vivía por Bulevar Artigas en una de las  últimas casas que Bello y Reborati construyeron allá por la década del treinta. Según cuentan los  los vecinos más viejos del barrio Mariquena tenía apenas  diez años cuando  vino a vivir  con su tía, doña María Emilia Cufré, hermana de su madre, casada con un italiano de apellido Righetti directivo de la compañía Transatlántica de Tranvías. Era una niña delgada y alta de cabello negro y ojos oscuros. Introvertida y  con marcadas carencias de afecto.
       No recuerdo, si es que alguna vez lo supe, el motivo que la llevó a abandonar su hogar, sus padres y hermanos, para venirse del todo con doña María Emilia. Lo cierto fue que con ella vivió en aquella hermosa casa como si  su tía fuese su verdadera madre y la acompañó hasta el final de sus días como si  ella fuera su propia hija.
       Cuando llegó Mariquena a la casa del señor Righetti doña María Emilia, que no tuvo hijos, recibió a su sobrina con mucho cariño y comprensión. La anotó para   terminar primaria en la escuela Grecia que estaba, en aquellos años, en Miranda y Bulevar frente el Campo de Golf. Terminada la escuela la chica no se inclinó por los estudios; cumplidos los catorce años quería trabajar de modo que la tía le consiguió empleo en los talleres de confección de Aliverti, una prestigiosa casa de modas ubicada en la avenida 18 de Julio, y allí se mantuvo hasta mediados  de los ochenta cuando la firma cerró. Entonces  se quedó en su casa y trabajó como modista durante muchos años.  Mariquena nunca se casó ni tuvo hijos. Y a pesar de que en el barrio corrieron escabrosas infidencias sobre una turbulenta vida amorosa y sobre varios amores que en su juventud dejó por el camino,  nunca le conocí novio ni hombre alguno. De modo que de las historias que de ella  se contaron la mitad no hay que creerla y a la otra mitad ponerla en duda. La recuerdo sí, como una mujer de carácter fuerte que no se dejaba avasallar. Justa. Honesta. Gran discutidora. Defendía sus ideas y los temas de su interés, de igual a igual, tanto con hombres  como con mujeres.
      Hacía varios años que el señor Righetti había fallecido cuando murió  doña María Emilia. El matrimonio, papeles mediante, dejó la casa a Mariquena como herencia. La hermosa casa con torrecita y mirador de tejas. Entonces apareció Teiziña una morenita de motas,  de diez o doce años, que un invierno anduvo pidiendo comida puerta por puerta. Uno de esos días de lluvia y mucho frío  Mariquena la entró en su casa la alimentó, le dio ropa seca y la niña se quedó ese día y el otro y todos los días que siguieron.
      La morenita contó que venía de la frontera con Brasil, donde había nacido. Su madre, sola y agobiada con la crianza de ocho hijos, la había puesto en un ferrocarril con destino a Montevideo para que ella misma se buscara la comida, pues la pobre mujer no tenía como alimentarla. La niña, por lo tanto, desde el mismo día que llegó a la capital andaba caminando y  durmiendo en los portales. Desde entonces, Mariquena y Teiziña,  vivieron juntas como madre e hija. Así las recuerdo yo.
     Teiziña terminó de crecer y durante largos años se ocupó de  la casa y de Mariquena; una obligación que se impuso a sí misma como modo de agradecimiento, hacia quien la sacó de la calle y le dio un hogar. Tampoco se casó nunca. Tuvieron, si se quiere, un destino común: la casa de bulevar, siendo niñas,  las cobijó a las dos. Fue ella fue quien encontró a Mariquena muerta. Dormida para siempre estaba la doña en su cama. En la misma posición que se durmió la encontró la muerte.
       La morena llamó una ambulancia, al doctor y a la Pompa Fúnebre. En el living de su casa nos reunimos algunos vecinos, para no dejarla  sola. Allí estábamos cuando del dormitorio de Mariquena salió uno de los empleados de la funeraria que se encontraba arreglando el cuerpo para las exequias y preguntó por algún  pariente cercano. Pariente no había. La morena era lo más cercano que la difunta tenía en esta vida. No obstante Teiziñia,  llorosa y muerta de miedo, se rehusaba a hacer acto de presencia en el dormitorio donde descansaban los restos mortales  de Mariquena.
        Los empleados de la empresa decidieron que  hasta que no se presentara algún responsable del velatorio, ellos no seguirían preparando el cadáver. Ante tal premisa una vecina, aceptando el reto, se ofreció para acompañarla. De manera que, apoyada en la buena mujer, la morena accedió y las dos entraron juntas al dormitorio.  Dos empleados de la funeraria esperaban, de pie, uno de cada lado de la cama. Nadie habló. No fue necesario.
        Mariquena estaba  tendida en su cama mostrando, sin ningún recato, su cuerpo desnudo de varón.
Firme aquí, —le dijo el empleado a Teiziña.
Tuvo que esperar a que volviera en sí del desmayo.
La vecina solidaria había huido espantada.
 Aún me cuesta creerlo.

Ada Vega http://adavega1936.blogspot.com/