La casa de Parque del Plata la alquilamos, el primer año de casados, para pasar las vacaciones de verano. Era una
casa de bajos, sobre la rambla, frente al arroyo Solís a cuatro cuadras de su
desembocadura. Una linda casa, cómoda, de fondo con parrillero bajo los
árboles. Durante dos o tres años pasamos allí,
con mi esposa Sonia, el mes de mi licencia anual. Después, cuando
nacieron mis hijos Álvaro y Noelia, decidimos, en lugar de alquilar por un mes,
hacerlo por los tres meses de verano para que los chicos disfrutaran por más
tiempo de la playa y del sol. Ya había comprado el auto y viajaba todos los
días hasta mi trabajo. En aquella época estaba empleado en los escritorios que
unos estancieros, concesionarios de
lana, tenían en Agraciada y Buschental.
Un día decidimos, con Sonia, alquilar la casa por todo el
año. Hablamos con los dueños y comenzamos a pasar allá largas temporadas. Habíamos
terminado de pagar la casa de Williman, los chicos estudiaban y llevábamos una
vida feliz. Y creí que eso era todo.
¡Qué equivocado estaba! Eso fue sólo el principio.
Recuerdo que acababa de cumplir los cuarenta y dos años
cuando en la oficina decidieron tomar
tres empleados más para agilizar un poco el papeleo, dijeron. Pusieron un aviso
en el diario y se presentaron más de treinta jóvenes de ambos sexos.
Seleccionaron a tres de ellos: Aníbal,
Elena y Noel. Noel quedó en mi sector.
Tenía dieciocho años y la belleza y el desparpajo de la propia juventud. Su entrada a la oficina me inquietó. Traté,
por lo tanto, de enfrascarme en mi
trabajo e ignorar su presencia. Fue inútil.
Durante todo el tiempo
que pude intenté negar el sentimiento que crecía y me ahogaba cada día más. Me
lo negué a mí y lo oculté a los demás.
Noel revoloteaba todo el día
alrededor mío. Preguntaba mil cosas del trabajo que decía no entender.
Me hablaba de su casa, de sus plantas. De su mamá. De la película que había
visto el sábado y de la comida que comió el domingo.
Su hostigamiento no
conocía la piedad.
Yo no quería que me contara nada. No quería que me hablara. Que me mirara,
entrecerrando los ojos, mientras tamborileaba con los dedos sobre su escritorio. Que bebiera coca por el pico de la botella con
sus ojos fijos en mí. No quería. Que
pasara la punta de la lengua sobre sus labios o jugara con la lapicera en la
boca, haciéndola rodar sobre sus dientes. Que siguiera mirándome. No quería. Que me sostuviera la mirada
desafiante. Juro que no quería. Me resistí. Juro que me resistí.
Yo era feliz en mi
casa, con mi mujer, con mis hijos. Con mi perro.
Empecé a ponerme
irascible, nervioso. Discutía con Sonia por cualquier tontería, culpándola
siempre a ella de nuestras continuas disputas. A no soportar a mis propios
hijos a quienes amaba. No poder, por las noches, conciliar el sueño. Esperar
que amaneciera el nuevo día para escapar de la cama y de la casa que me
asfixiaban. Salir como un poseído, a caminar por la playa. Caminar, caminar, aturdirme...caminar...
Muchas veces íbamos
solos para Parque del Plata. Mis hijos ya estaban grandes, tenían sus
compromisos, sus amigos, y preferían quedarse en Montevideo. Yo me quería ir de
cualquier manera. Necesitaba pasar todo el tiempo posible junto al mar que siempre ha calmado mis nervios.
Alejarme de aquel círculo agónico que cada día se cernía más sobre mi
conciencia. Sonia, ajena, inocente, me acompañaba feliz. Iba conmigo adonde yo
fuera. Ella fue siempre incondicional mía. Me amaba.
Una tarde Noel me preguntó si cuando saliéramos podía ir
conmigo hasta Las Toscas, pues iba a la
casa de una amiga a pasar el fin de semana. Traté de inventar una excusa creíble
y oí su voz que me urgía: ¿me llevás? Desconocí mi propia voz cuando le
contesté: sí, te llevo. Subió conmigo en el auto. Llevaba su cabello largo
atado con una gomita sobre la espalda. Un vaquero desflecado, una remera
descolorida y una mochila negra enganchada al hombro. Parecía más joven de lo
que era en realidad. Tomé la ruta sin hablar una palabra. Noel tampoco hablaba.
De todos modos, no necesitaba mirar su rostro para imaginar la expresión de
triunfo que reflejaba. La tardecita estaba fresca, pero no como para que se
acercara tanto a mí. Casi me impedía manejar. Miré sus manos de uñas recortadas,
casi rentes, jugar con los botones de la radio.
Antes de llegar a
Salinas dijo que tenía frío y se apretó a mí con impudicia. Había oscurecido.
Entré por una de las calles deshabitadas del balneario y detuve el auto. Noel
se soltó el pelo. Su boca se entreabrió en una sonrisa de dientes blancos.
Perfectos.
Su boca hambrienta.
Lo que sucedió después fue un vértigo alucinante que nubló
mis sentidos, mi razón. Borró de un soplo la vida pasada y dejó ante mí un
abismo como única opción. En el que caí.
Vencido. Sin oponer resistencia. Que en un lapso que no
puedo en este momento discernir, me
llevó a entregar la casa de Parque del Plata y alquilar en el Centro un apartamento
para Noel. Pasé, desde entonces, a llevar una doble vida. Comencé a faltar
noches enteras de mi casa, algo que
nunca había hecho antes. Inventé salidas al interior por asuntos de trabajo. Horas extras,
balances urgentes. El asunto era escapar, del que por años había sido mi hogar,
para pasar unas horas en compañía de
Noel.
Mi mujer, que creía en
mí a pie juntillas, jamás dudó
con respecto a las distintas artimañas que yo fraguaba ante mis continuas
deserciones. No obstante, estaban mis hijos. Ellos comenzaron a dudar.
Anduvieron averiguando. Una tarde fueron a esperarme al trabajo y me siguieron
hasta el apartamento. Como demoraba en
salir del edificio subieron y tocaron timbre. Noel abrió la puerta. Llevaba sobre su cuerpo
solamente un pequeño short con el botón de la pretina desprendido y los pies
descalzos. Detrás estaba yo. Los
muchachos de una sola mirada entendieron todo. Recuerdo que intenté hablar con
ellos, pero no quisieron escucharme.
Dieron vuelta y se fueron casi corriendo. Aún puedo ver sus rostros demudados,
sus ojos empañados fijos en los míos.
Aún siento el
cimbronazo de su dolor.
Le contaron todo a la
madre. Volví a mi casa, después de varios días, a buscar mi ropa. Mi mujer estaba destrozada. Fue una situación
muy penosa. Yo tenía poco que decir y ella no quiso saber nada. Me fui
consciente del dolor que infringía a mi familia. Pero no me importó. Por mucho
tiempo no supe de ellos. Después me enteré que Sonia estuvo enferma, que cayó
en un pozo depresivo del que le costó mucho reponerse. Hasta que hace unos años
se fue del país. Mi hijo, Álvaro, había conseguido trabajo en España y en
cuanto pudo alquilar una casa mandó buscar a la madre y a la hermana. Nunca más
supe de ellos.
Reconozco que para
muchos es ésta una historia amarga, de la que soy único responsable, pero es la
vida que elegí llevar. Tal vez usted
piense que soy un monstruo, un maldito. Sin embargo, no soy una mala
persona. Me considero un hombre de bien. El daño que le hice a mi familia no lo
pude evitar. Créame. Con Noel viví una maravillosa locura. Fuimos rechazados
muchas veces por la gente. Vivimos recluidos. Cambié varias veces de trabajo.
Pero nada de eso fue obstáculo que impidiera nuestra dicha. Nos bastaba con
estar juntos. Nada más. Así transcurrieron veinte años.
Una mañana despertó y
se abrazó a mí. Voy a morir pronto, me
dijo, pero no quiero que sufras, yo te estaré esperando y volveremos a estar
juntos. Al escuchar sus palabras sentí que se me helaba el corazón. ¿Qué dices?
¿Quieres volverme loco?, le grité. Noel
se apartó y comenzó a reír con aquella entrañable risa suya que calmaba
mis enojos, mis dudas, mis miedos.
¡Tonto, me dijo, es una broma! Yo no voy a morir nunca. ¡Jamás te dejaré! Seis
meses después moría en el hospital
víctima de un virus, una enfermedad extraña que los médicos desconocían.
Tenía treinta y ocho años.
Parecía dormido en la blanca cama del hospital. Tenía su mano
entre mis manos, su mano aún tibia, con las uñas recortadas casi rentes.
No lloré, no grité ni maldije. Estaba vacío por dentro.
Estaba más muerto que él. Y así sigo. Esperando que la parca venga a buscarme
para volver con Noel. Mi Noel. El muchacho desfachatado que entró a mi vida sin permiso y se quedó para siempre. Por
quien no me importó perder a mi mujer,
mis hijos, mis amigos, mi trabajo. Por quien me vi obligado a comenzar una nueva vida.
Afrontando a la gente. A mis prejuicios. Enfrentando a
Dios.
Ada Vega - Garúa, http://adavega1936.blogspot.com//
QUE casualidad , allí en ese lugar pasé mis vacaciones este año , estupendo relato , atrapante y con un final inesperado , fuerte, Pasional me encantó , muchas gracias Ada por compartirlo
ResponderEliminarGracias, Olga, por tu lectura y por comunicarte.
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ResponderEliminarATRAPANTE, HERMOSO RELATO.
Gracias ,Sandra!
Eliminarcomo relato está bueno, pero no creo que NADIE LO OBLIGARA A HACER LO QUE HIZO, lo hizo porque le gustó y ya.... y no tiene nada de malo.... la vida es así....
ResponderEliminarGracias por tu lectura, Diana.
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ResponderEliminarBuenísimoooo!
Gracias, Miriam!
ResponderEliminarInteresante.Que tengas un buen día.
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