jueves, 22 de octubre de 2015
Querida hermana
Hoy el día amaneció frío. Sabes que en otoño
el sol no calienta casi. Es como si intentara prepararnos para el rigor del
invierno. Nunca me gustó el invierno ¿recuerdas? Es oscuro, húmedo y triste.
Siempre ha provocado en mi ánimo una especie de abatimiento y melancolía, que
aún no he podido controlar. El otoño es cálido. Desde la ventana del comedor
veo filtrarse el sol entre las ramas de las acacias. Los benteveos y los
horneros cantan y se entrecruzan en vuelos cortos ¿no los escuchas?
Con respecto a mí, te diré que estoy bien. Cuando hay mucha humedad o mucho
frío, me duelen un poco los huesos, aunque
no sé exactamente si son los huesos o los años los que me duelen. La
casa, me preguntas, está como cuando te fuiste. El jardín está hermoso, ¿no lo has visto aún?
¡tienes que verlo! don Juan lo ha llenado de alegrías que han florecido por todos los canteros. Tus
malvones rojos, blancos y matizados están en flor y las últimas rosas aún
mantienen sus tallos enhiestos.
Hoy entré
en tu dormitorio y cambié el cubrecama azul por la manta blanca en croché con
rositas y madroños, que te llevó tantas horas de trabajo y que quedó tan
bonita. Todas las tardes abro un poco los postigos de tu habitación y mientras
un aire suave juega con las cortinas, dejo que un rayo de sol
acaricie los porta retratos que dejaste
sobre la cómoda. Desde allí te siguen sonriendo los seres que te amaron.
También entro de noche, antes de acostarme, sabes, para dejar encendida la
veladora de tu mesa de luz. El resplandor se refleja en el corredor y yo me
siento acompañada. Es como si aún
estuvieras aquí. Hasta creo oír pasar las hojas de los libros que leías casi
hasta el amanecer.
La casa me resulta un poco grande. Tengo
vecinos nuevos. Donde vivía doña Eloísa, se mudó un matrimonio con dos niñas. Son buenos. Me
vienen a ver y se han ofrecido para lo que necesite. Les ofrezco uvas. Los parrales están cargados
y se inclinan con el peso de los racimos que inundan la casa con su olor a
vino. Te gustaba ese olor. Yo lo recuerdo. Te reías trepada a una silla
cortando racimos y comiendo las uvas una por una. Un verano hicimos vino, ¿te
acuerdas? No lo pudimos tomar. Nos quedó horrible. Lo tiramos antes de que
alguien se enterara, para que no se rieran de nosotras. Fue nuestra primera y
última vendimia. Después, nos reíamos las dos a escondidas.
Habrás
visto que tengo un perro ¿ por qué te extraña? A mí siempre me gustaron los
perros en la casa. A ti nunca te gustaron. Los perros afuera, decías. Llenan
todo de pelos y de pulgas. De nombre le
puse Chispa. Lo encontré en la calle un día que venía del mercado. Me siguió,
movía la cola y me miraba con sus ojitos pardos. Es mediano, de pelo corto
color café.
Esa tarde
lo dejé entrar y le di agua. Él tomó a grandes sorbos y luego se echó junto a
las macetas de tus malvones. Desde entonces me acompaña. Ladra cuando oye algún
ruido y cuando llaman a la puerta. Últimamente estoy un poco distraída, y él se
ha convertido en mis ojos y mis oídos. Me gusta verlo echado a mis pies, cuando
tejo o cuando leo.
¿Por mis
hijos, me preguntas ? Están bien, pero muy lejos, ya lo sabes. Luis en Estados Unidos, Miguel en Tenerife, y Alicia y Marcela
en Barcelona. Cada vez, los que emigran se van
más lejos.
No he visto nacer a mis nietos ni los he visto
crecer. Sé bien que se fueron buscando un mejor futuro para sus hijos.
Todas los meses recibo cartas de uno o
de otro. Me giran dinero, para que no me falte nada, dicen. Parece que hoy, en
el dinero, se encuentra la solución de todos los males que nos aquejan. La casa, hermana, es demasiado grande para
mí, a veces me pesa tanta soledad. De todos modos la cuido y la mantengo linda por si algún día, alguno de mis hijos quisiera volver.
Ada Vega, edición 2015 - domingo, 11 de octubre de 2015
Vacaciones de enero
Parecía inevitable. Todos los años en los primeros días de diciembre, antes de terminar las clases de la escuela, mi madre y mi padre empezaban la misma discusión: dónde íbamos a pasar las vacaciones. Mamá comenzaba la polémica en cuanto mi padre dejaba sobre la mesa del comedor todo su equipo de pesca y se concentraba en revisarlo. Era el pie. Arremetía cautelosa pero tenaz.
—El verano pasado me prometiste que este año iríamos a Piriápolis.
—Mirá, Laurita, vos sabés que en Piriápolis se gasta mucho. Mejor vamos a Valizas. Es más barato para nosotros y más sano para los chiquilines. El agua tiene más yodo y el aire es más puro.
—Yo me aburro en Valizas. Sólo hay arena y agua. ¡Y ese viento!
—Podés ir al Chuy y comprar todo lo que necesites.
—Yo no necesito nada del Chuy. Tenemos suficientes sábanas y toallas y en la despensa todavía guardamos aceite y ticholos de hace dos años.
Imposible. No se ponían de acuerdo. Mi madre insistía en ir a Piriápolis porque allí pasaron su luna de miel y el balneario le encantó. Pero por una u otra causa nunca habían vuelto.
—Yo quiero volver a aquel hotelito y pasear con los chiquilines por donde paseábamos nosotros. ¡Vos me lo prometiste!
Mi padre, entusiasmado con las cañas y los anzuelos, no le prestaba mucha atención. De todos modos, cuando mi madre arreciaba con su deseo de revivir aquellos días de luna de miel, abandonaba por un momento su tarea y con sus brazos le rodeaba la cintura.
—Mi amor, no necesitamos ir a Piriápolis para rememorar nuestra luna de miel. La luna de Valizas es también muy romántica y se refleja como una moneda de plata sobre el negro manto del océano.
Poeta y pico mi padre. Cuando había que serlo. Entonces la besaba y, creyendo que ponía fin al debate, seguía ordenando los anzuelos. Su pasión era veranear en un lugar solitario. Con todo el mar sólo para él; enfrentando el oleaje que lo golpeaba con furia como si quisiera echarlo de sus dominios.
Mi madre, en cambio, prefería hacer sociabilidad. Variar sus conjuntos de ropa y por las noches salir juntos a cenar y a bailar. Eran los dos polos. Por lo menos para elegir donde pasar las vacaciones que siempre las determinó mi padre, pues, aunque todos los años le prometía que las próximas serían en Piriápolis, esas vacaciones no llegaron nunca. De todos modos, ella insistía:
—Los chiquilines pasarían mejor en Piriápolis. Hay muchos lugares para visitar, andarían en bicicleta y la playa no es tan peligrosa.
Y papá hacía cintura:
—Yo no quiero salir de una ciudad y meterme en otra. Quiero unos días de paz y tranquilidad. Necesito descansar, Laura. Entendeme.
—¡Pero aquello es más que tranquilo! ¡Es un desierto de arena agreste y salvaje! ¡Si hasta da la impresión de que en cualquier momento vamos a estar rodeados de charrúas!
Total, perdido por perdido, un poco de sarcasmo no venía mal. De más está decir que ese año, como los anteriores, terminamos los cuatro en Valizas. Pero fue el último. El último verano que pasamos juntos.
Valizas, es una de las playas más hermosas al este de nuestro país. Agreste, sí, pero con enormes arenales de arena blanca y fina salpicados de palmeras Butiá, a cuyas orillas ruge el Océano Atlántico.
En aquellos años había en el paraje un pequeño pueblito de pescadores con ranchitos de techo y paredes de paja y tres o cuatro casitas modestas de techo quinchado, distribuidas aquí y allá entre las dunas. Una de ellas la había hecho mi padre con unos amigos para, justamente, ir en vacaciones a pasar unos días. Tenía en aquel entonces un Ford no muy nuevo que cargaba con algunas cosas personales, sus cañas y sus anzuelos y en las vacaciones de enero enderezaba rumbo al balneario.
En los primeros años de casados mamá se quedaba con nosotros, que recién empezamos a ir cuando cumplimos tres y cuatro años. Creo que fue durante nuestro primer veraneo cuando supe que Fede y yo éramos un casal. Eso le oí decir a un compañero de papá, la tarde que nos conoció. Aquellos fueron buenos tiempos.
Un año las discusiones comenzaron mucho antes. Como a principios de octubre. La discusión sonaba distinta. Como siempre la que se quejaba era mi madre.
—Vos sos un sinvergüenza. ¡Con esa mosquita muerta!
—Estás loca, ¿qué decís? ¿qué te contaron?
—No me contaron nada. ¡Yo los vi!
—Vos tenés que estar mal de la cabeza. ¿ Qué viste?
—No te hagas el inocente, yo te vi con esa mosquita muerta, ¡no soy ciega ni estúpida!
Tampoco esa vez lograron ponerse de acuerdo. Hasta que un buen día dejaron de discutir. No se hablaron más. Y una tarde, ya casi al final de la primavera, mi padre cargó sus cosas en el viejo Ford y se fue con esa “mosquita muerta”.
Nos quedamos sin padre, sin auto y sin vacaciones.
En los años que siguieron veíamos regularmente a papá que un día, sin más trámite, nos comunicó que se casaba. No le dijimos nada a mamá: que igual se enteró. Nunca pisamos la casa de papá. Mientras fuimos chicos él venía a vernos, cuando fuimos más grandes íbamos nosotros para su cumpleaños y para Navidad, a verlo al Banco donde trabajaba. También algunas veces fue a esperarnos al liceo, nos llevaba a comer algo, dábamos una vuelta en el auto y nos dejaba en la puerta de casa. Después, no recuerdo cuando, ni en qué momento, poco a poco nos dejamos de ver.
Un verano mamá nos anunció que había reservado alojamiento en un hotelito de Piriápolis, para pasar juntos las vacaciones de enero. Con nosotros iba también una amiga de ella. El hotel quedaba a dos cuadras de la rambla. Fueron unas vacaciones inolvidables. Subimos al Cerro del Toro, al de San Antonio, comimos los famosos mejillones de Don Pepe, y nos bañamos en las verdes aguas de Piriápolis.
Una tarde salimos con Fede a pasear en bicicleta junto con unos amigos y en el jardín de una casa, un poco retirada de la rambla, vimos a papá conversando con su esposa. Ella no parecía “una mosquita muerta”, era una señora como cualquier señora, con el físico parecido al de mamá y un rostro agradable. Fede y yo lo comentamos hasta que estuvimos solos, preocupados porque mamá también los viera alguna de esas tardes en que salía a pasear con su amiga. Así que desde ese momento las empezamos a cuidar. Averiguábamos a dónde iban y por qué camino. Hasta que una tarde, del modo más inesperado, nos cruzamos los cinco por la rambla. La amiga de mamá estaba en la peluquería y habíamos salido los tres a tomar un helado.
Yo iba del brazo de mamá y Fede, que ya la pasaba casi una cabeza de altura, le apoyaba su brazo sobre los hombros. Mamá hizo una broma y Fede le dio un beso. Justo en ese momento nos cruzamos con papá y su esposa. Ella, sin advertir nuestra presencia, siguió caminando. Él se entreparó, abrió la boca para saludar o decirnos algo, pero no dijo nada. Me miró a mí, a Fede, a mamá. Se le llenaron los ojos con nuestra imagen. A mí me hubiese gustado saludarlo y hablar con él. Hasta extendí una mano para tocarlo. Pero al verlo titubear, no me animé. Sólo le dije: chau. Y seguí caminando. Nunca pude descifrar lo que pasó en aquel momento por el semblante de mi padre: ¿dolor, asombro, ansiedad, alegría? Nunca pude descifrarlo, pero me dolió su reacción. Aún me parece verlo en la rambla con todo aquel mar a su espalda, mirando sorprendido el paso de aquella familia que un día formó, luego abandonó y veía pasar a su lado como ante un extraño.
Para mamá el impacto no fue tan grande. Si bien nunca había dejado de imaginar su regreso, estaba empezando a convencerse de que él nunca volvería con nosotros. Nos sonrió, quedó un momento pensativa y luego dijo:
—Al fin papá vino de vacaciones a Piriápolis.
Mientras la tarde moría en un cielo celeste y rosa de enero, y nos alejábamos caminando por la rambla, yo pensé en Valizas. En Fede y en mí corriendo por los arenales. En mamá, con el cabello al viento parada en la orilla mirando el mar. En papá colocando dos, tres cuatro cañas en hilera, revisando las tanzas, curtido de sol y arena. Feliz. Siempre los recuerdo bañándose juntos en el mar, abrazados, o besándose bajo la redonda luna de Valizas, que según mi padre es muy romántica.
Mamá nunca volvió a casarse. Estuvo siempre alrededor nuestro. En este momento me mira distraída, ajena por completo a lo que escribo, sentada frente a la tele. En sus brazos, cansado de corretear, de ha dormido Darío, mi hijo menor.
En fin, ya llega enero, es tiempo de empezar los preparativos. En pocos días Fede, su esposa y sus hijos, yo, mi esposo, mis hijos y mamá, con los autos abarrotados de cañas, riles y cajas con anzuelos, nos vamos de vacaciones.
¿Qué adónde vamos?
¡ A Valizas!... Dónde, si no.
Ada Vega. 1999 -
miércoles, 7 de octubre de 2015
Quien esté lIbre de culpa
Llegó al barrio una tarde con el bolso en
bandolera, un gorro negro de lana y su pipa. Era un marino rubio y alto, dorado
de sol y mar, con una sonrisa ancha, la espalda fuerte y los brazos tatuados.
Un verano ancló
frente a mi casa. Alguien dijo que estaba de paso y que viviría allí por un tiempo, pero se fue
quedando. Se llamaba Yony, y según supimos después, había venido en un
barco petrolero que, debido a un desperfecto en su sala de máquinas, debió
quedar amarrado en el puerto de Ancap, y de allí fondeado en la bahía para su
reparación. Como la estadía llevaría algunos meses, la tripulación se fue en
otro buque y él quedó en representación de la empresa naviera. De modo que el ente le ofreció una casa para que viviera allí,
mientras estuviese en tierra. Fue así
como Yony ingresó a la gran familia, que
éramos entonces, todos los vecinos del barrio obrero.
Oriundo de
los Países Bajos, Yony hablaba un español elemental medio gangoso
mixturando cada tanto en su conversación palabras en holandés. Adicto a su barco, se
iba con los obreros muy temprano, por la mañana, y allí pasaba el día.
Al caer la tarde lo veíamos volver. Se
sentaba solo en el jardín, fumando su pipa, entrecerrados sus ojos verdes fijos
en la bahía. Soñando tal vez con su tierra de tulipanes y añorados cantos de
sirenas. Al cabo de un tiempo dejó de sonreír, las paredes de su casa
comenzaron a oprimirlo, perdió la alegría y
la soledad y la tristeza lo quebraron.
Un día vino con una muchacha de cabello negro
muy largo, recogido en una trenza que dejaba caer sobre su espalda. Usaba
vestidos de colores llamativos y muchos collares. Tenía hermosos ojos negros y
la boca pintada. Era alegre y bonita, se llamaba María.
Las vecinas del barrio no la querían,
comentaban que “hacía la vida”, por eso no le hablaban y cerraban las celosías
cuando ella pasaba. La mamá de Dorita fue la que se sintió más molesta, siempre insistió en que la joven
debía irse del barrio. Nunca entendimos por qué tanta aversión y rechazo. De
todos modos ella era feliz con su Yony, y nadie
puede negar que su llegada puso un tinte de color y movimiento en la
paz pueblerina de aquel barrio blanco que dormitaba junto a la bahía.
Se
levantaba por la mañana con los labios pintados, luciendo vestidos de
estampados audaces y calzando sus pies en
sandalias con plataformas y tacos altos.
Así barría la vereda y hacía los mandados, tarareando canciones de moda,
ajena a todo lo que la rodeaba como si viviera sola en un barrio desierto.
Pasaron varios meses, cuando al fin, el
petrolero estuvo reparado.
A su
regreso, el capitán y la tripulación lo hicieron a la mar, y una tarde en medio
de la algarabía de los marineros oímos su sirena de despedida.
Yony pudo levar el ancla y partir, pero la
bruma de los negros ojos de María lo envolvieron, y perdió para siempre la ruta
del mar.
En los tiempos que siguieron muchas veces
los vimos reír, caminar abrazados y hasta besarse. Los vecinos no lo veían muy
bien; besarse en la calle por aquellos años era no tener decoro y se sentían
ofendidos ante la actitud tan descarada de la joven que tenía el atrevimiento
de reírse a carcajadas o estamparle un beso al muchacho como si tal cosa. Y
fueron felices.
María, que había dejado su antiguo oficio, fue
con el tiempo una señora más y aunque al principio fue resistida, el título se
lo ganó. No conocí otra persona más desinteresada y servicial: hizo de
enfermera, de asistente de partos, de acompañante en los velorios. Sabía curar
empacho y culebrilla. Conocía de yuyos y santiguados. Ante cualquier emergencia
llamaban a María, ella siempre sabía qué hacer, por eso las vecinas olvidaron su pasado, del
que nunca más se habló.
Lenta, muy
lentamente fueron pasando los años, en los brazos de Yony los tatuajes palidecieron, su recia espalda
se doblegó, sus ojos verdes se volvieron grises.
Nunca volvió a su tierra de molinos y
tulipanes, ni volvieron las sirenas a enamorarlo navegando los mares antiguos.
María envejeció a su lado rodeándolo de amor hasta que una tarde, cansado tal
vez de añorar el mar, soltó amarras y se fue al cielo de los justos.
María se quedó y está allí, con todos nosotros
que la queremos bien. Ya no usa los zapatos de tacos altos ni sus vestidos de
colores sólo la trenza, que se ha tornado gris, cae sobre su espalda pequeña y
encorvada.
María es una anciana que conserva el brillo
de sus ojos negros y una pícara sonrisa;
continúa viviendo en aquella casa de tejas adonde un día la trajo el
amor de un marino solitario que, vencido ante su embrujo, una tarde lejana se olvidó de zarpar. Y allí
estaba, en su jardín, cuando la mamá de Dorita, que sufre a término una
enfermedad que no perdona, la mandó llamar.
María fue. Entró en esa casa por primera vez. Se enfrentó con aquella
mujer que no la quiso nunca en el barrio. Las dos mujeres se miraron
largamente. Se comprendieron sin hablar. Y la vida pasó ante ellas. La vida que
vivieron juntas, hace muchos años, allá,
en el bajo.
La enferma levantó apenas una mano blanca y
fría. María la sostuvo entre las suyas y, asintiendo con la cabeza, le sonrió.
En los ojos de la enferma, se paralizó la última lágrima.
En los ojos de la enferma, se paralizó la última lágrima.
Ada Vega -2001
viernes, 2 de octubre de 2015
La casa encantada de Punta Brava
Mucha gente no la conoce, ni siquiera
algunos vecinos que la ven como una de las tantas casas deshabitadas que
existen en el barrio. Pero está ahí. Misteriosa. Encantada. Habrá quien
sonreirá y opinará escéptico que en
pleno siglo 21 y ante el disparado avance de la Genética , del ADN y del
Genoma Humano, que nos replantea la vida misma, no se puede andar hablando de
casas misteriosas o encantadas. Y tiene razón, no se debería. Por eso en el
barrio nadie toca el tema. De todos modos, la insólita historia que me contó mi
amigo Renzo, me resultó sumamente interesante.
Hacía mucho tiempo que
tenía indicios, no corroborados, sobre hechos sorprendentes ocurridos alguna
vez en una casa de Punta Carretas y una tarde, sin pensar, me encontré con el
tema sobre la mesa.
Renzo, que nació y se
crió cerca del Faro, me contó que por aquellos años cuando la segunda Guerra
Mundial estalló en el Río de la
Plata , solía acompañar a su abuelo Vitorio cuando llevaba a
pastar a los caballos a un potrero ubicado en Zolano García y Bulevar
Artigas, donde ahora están levantando un
edificio. Ya en aquel entonces el abuelo le hablaba de la extraña casa, por
cuya puerta pasaban de ida y de vuelta, y de las lenguas de fuego que corrían a quien
intentara poner un solo pie dentro del predio
Renzo observaba
aquella casa, con reminiscencias de castillo medieval, y la encontraba hermosa
rodeada de plantas y pájaros y aunque le llamaba la atención que nadie viviera
en ella no creyó demasiado en su encantamiento hasta la tarde en qué, por su
cuenta, decidió investigar qué había de cierto en la historia que le repetía su abuelo.
Esa tarde esperó a que
el anciano estuviese ocupado y salió sigilosamente hacia la casa misteriosa. Al
llegar, no bien abrió el portón, una enorme lengua de fuego salió
chisporroteando de la casa y lo empujó hacia fuera. Volvió con el pelo y la
ropa chamuscada y un julepe que le duró toda su vida. De todos modos no le
contó a nadie lo sucedido, por temor a que no le creyeran o lo tomaran por
tonto. Tampoco se lo contó a su abuelo, que al verlo con el jopo quemado y sin
pestañas, no necesitó de palabras para comprender lo sucedido.
Sin embargo no fue
sólo la aventura de Renzo, la ocurrida en aquellos tiempos. Según se supo y se
comentó, aquellas fatídicas lenguas de fuego corrieron a más de un despistado y
curioso visitante.
Pasado el tiempo sin
contar los numerosos gatos de todo tipo y color y algún par de perros sin
domicilio conocido, que se habían hecho dueños de la mansión, ningún ser humano
osó violar el portón de la casa de los Henry.
Más de medio siglo
después, ya sin temor al escarnio, de sobremesa un mediodía en Noa – Noa y
observando el mar tras los ventanales, Renzo se animó a contarme aquella
historia que llevaba atragantada.
Mister Henry era un
inglés nacido en Londres, que había venido al Uruguay por negocios a principios
del siglo XX. Después de cruzar el Atlántico
más de una vez, entre el nuevo y el viejo mundo, el inglés decidió un día
establecerse definitivamente en nuestro país. Fue así que contrajo matrimonio
con una joven uruguaya con quien tuvo cuatro hijos, compró campos en Soriano
sobre el “Río de los pájaros pintados” y para allá se fueron a vivir. De todos
modos no se quedaron en el campo mucho tiempo pues, cuando los niños en edad
escolar requirieron ampliar sus estudios, la familia decidió mudarse a
Montevideo, eligiendo para ello el paisaje de Punta Carretas donde mandó
edificar una casa frente a “el campo de los ingleses”, hoy: Campo de Golf.
Se puso de acuerdo con
los arquitectos señalando gustos personales, acentuando la realización de un
gran hogar a leña en el comedor de la planta baja. Su esposa y sus cuatro hijos
rechazaron la idea de plano Preferían estufas eléctricas en cada habitación.
Les molestaba el humo, el olor a leña quemada, no lo veían práctico y opinaron
que para alimentar esa enorme boca tendrían que vivir acarreando troncos. Por
lo que le pidieron al inglés que desechara la idea de la estrafalaria estufa
con la cual ellos no estaban para nada de acuerdo.
Mister Henry, pese a
sentirse decepcionado, aceptó por el momento la petición de los suyos. Luego,
pasado un tiempo y sin volver a
consultar ordenó hacer la estufa a leña en el amplio comedor. Pesó, acaso, que
una vez que la vieran encendida, prodigando desde su rincón calor a toda la
casa, la aceptarían de buena gana.
Cuando la mansión
estuvo terminada, con sus muebles nuevos, alfombras y cortinados, fue a Soriano
en busca de su familia. Llegaron una tarde cuando el sol caía detrás del Parque
Hotel y desde el mar un viento fuerte soplaba encrespando las olas.
A pesar del mal tiempo
la vista de la hermosa casa llenó a todos de alegría. Entraron al gran comedor
y subieron las escaleras hacia sus dormitorios, observando complacidos hasta
los mínimos detalles.
El padre, en la planta
baja, aprovechó el momento para encender la estufa. Llamó entonces a toda la
familia y los reunió ante la cálida lumbre.
La esposa y los niños
cambiaron de humor. Mientras las brasas se encendían y la llamas comenzaban a
elevarse, ellos vociferaban enojados menospreciando aquel hogar donde las
lenguas de fuego lamían calidamente los troncos.
Mister Henry, los
escuchaba herido, lamentando la actitud de su familia que rechazaba tan
cruelmente aquel deseo suyo hecho realidad.
Las llamas no
soportaron más el mal trato. Ofendidas y humilladas crecieron como enormes
lenguas de fuego. Se estiraron, salieron de entre los troncos encendidos y
fueron uno a uno envolviendo y llevándose hacia el centro del hogar a los niños
y a la madre, que desaparecieron ante los ojos aterrados del padre. Luego la
estufa comenzó a apagarse quedando apenas unas pocas brasas encendidas.
Al ver la malvada
reacción del fuego el padre comenzó a gritarle encolerizado, exigiéndole la devolución
de su familia. Maldiciendo a las llamas que se habían llevado a sus hijos y a
su mujer. Tanto maldijo e insultó ante la desdentada boca de la estufa que en
el instante de apagarse totalmente, brotó una llama rebelde y roja que
estirándose fue hacia él y envolviéndolo se lo llevó con ella para desaparecer
entre las cenizas, mientra se apagaba la última brasa.
El verano comenzaba a
insinuarse. Mientras Renzo le daba término a la
vieja historia de la casa encantada, me quedé pensativo observando el sol
que declinaba en el horizonte, camino al faro de Punta Brava.
Ada Vega, 2001 - Más cuentos:
viernes, 25 de septiembre de 2015
Hotel Empire
El Empire estaba
en la Ciudad Vieja. Cerca
del puerto. Era un hotel de principios del siglo XX de dos plantas
y ventanas mirando el mar.
A la entrada,
junto a la recepción, había un juego de sala tapizado en brocato celeste y
dorado, una mesa con tapa de mármol, un televisor y una biblioteca.
Hacia el fondo, en el segundo patio, se encontraba el comedor con una mesa
oval, doce sillas de estilo tapizadas en gobelino, y un trinchante de cuatro
puertas de vidrios biselados y fondo de espejos, donde se guardaban la
loza fina y las copas de cristal.
Todas las
habitaciones quedaban en el primer piso, hacia donde se subía por
una escalera de mármol blanco con barandal de hierro
forjado.
Eran
habitaciones muy amplias: con juego de dormitorio, cortinados, alfombras,
cuadros en las paredes y lámparas.
Desde las
ventanas se veía el mar y la escollera, y en las noches de verano todo el cielo
enorme y estrellado. En los días de tormenta el mar crecía y se elevaba en olas
que sepultaban la escollera, como si quisieran llevársela consigo.
Después, cuando la lluvia amainaba, comenzaba a surgir hacia la
superficie como el lomo de una enorme ballena.
Era, aquel, un
barrio de inmigrantes. En la calle jugaban juntos, niños judíos, negros y
criollos. Hijos de gallegos, de armenios y de italianos. En la cuadra había un
almacén, una panadería y un taller de calzado. Una escuela cerca y
el Mercado del Puerto, donde se compraban la carne, el pescado del día, y
las frutas y verduras.
II
En aquellos días
nosotros vivíamos en un barrio de calles empedradas y veredas con Fresnos.
Teníamos una casa espaciosa con jardín al frente y terreno hacia el fondo con
una glorieta bajo los árboles, rodeada de rosales y maceteros con flores.
Cuando murió mi
madre, después de acompañarla al cementerio, mi padre no quiso volver a la casa
y decidió irse conmigo a pasar unos días en algún hotel. Así llegamos al
Empire por unos días, y nos quedamos seis años.
El dueño del
hotel se llamaba Genaro vivía allí con su esposa María, encargada de la cocina,
y una hija llamada Angelina que llevaba los libros y atendía
en la recepción.
Los primeros días
en el hotel fueron una novedad para mí que vivía en una casa hermosa,
pero no tenía amigos. Tampoco teníamos perro, ni gato ni pájaros. La tarde que
llegamos al Empire caía una llovizna aburrida y triste. A penas entramos al
vestíbulo a la primera persona que vi fue a David, un niño de mi edad,
sentado en un sillón de la sala mirando la televisión. Nos miró sin interés y
siguió viendo la pantalla. Mi padre pidió una habitación por una semana y luego
de firmar un libro subimos con Angelina y David, que también nos acompañó.
Al llegar,
la joven abrió la habitación nos dejó instalados y anunció que en
media hora servirían la merienda. Mi padre le explicó que iba a
descansar un rato y que bajaría para la cena, entonces ella me tomó de la
mano y dijo que tomaría la merienda con David y me cuidaría hasta
que él bajara.
III
David vivía
frente al hotel con sus padres y el abuelo Adad, que tenía una tienda en la
calle Colón donde también trabajaban sus padres. Todos los días, después de
almorzar, cruzaba la calle y se quedaba con Angelina hasta que ellos
regresaban.
Teníamos la misma
edad, pero como él había cumplido seis años en febrero ese
marzo pudo entrar a primero en la escuela del barrio. En cambio yo, como
cumplo en mayo, comencé un año después. De modo que en la escuela siempre
me llevó un año de ventaja. Cuando llegué a sexto grado David entraba al
liceo. Y cuando terminé sexto nos fuimos con mi padre de la Ciudad Vieja, y
volvimos a nuestra casa del barrio de calles empedradas y veredas con Fresnos.
No obstante, en los seis años vividos en el Hotel Empire, David estuvo siempre
presente. Fueron años de una infancia feliz, donde compartimos juegos
mientras nos asomábamos confiados a un mundo desconocido.
IV
Dos días después de nuestra llegada al hotel
mi padre me dejó con Angelina para dar una vuelta por nuestra casa, a fin
de recoger algunas cosas que necesitábamos. Ese próximo lunes
debía volver a su empleo y había descubierto que desde el hotel, el Banco le
quedaba solo un par de cuadras. De manera que sin pensar nos fuimos quedando.
Yo, porque me sentía feliz con la novelería de vivir en un hotel, y
con el montón de amigos que en pocos días había hecho. Y él porque se
encontraba cómodo, distendido. Todos los días salía a caminar. A veces
por la rambla, otras veces se dirigía directamente a Linardi &
Risso a revolver libros, para volver siempre con algún texto bajo el brazo. Y el tiempo fue dejando caer, en aquel
barrio, las hojas de los otoños.
Un día,
para hacer nuestra estadía más interesante, sucedió un hecho imprevisto. En una
de las habitaciones al fondo del corredor de la planta alta, se alojaba un
alemán que había llegado una noche en el Julio César, que al desembarcar
se dirigió directamente al Hotel Empire.
Como equipaje
traía una valija y una caja con libros. Era un hombre fornido, de estatura
mediana. Canoso. Usaba lentes y vestía siempre de traje. Un hombre común que
pasaba inadvertido. Sin embargo una noche, cuatro hombres irrumpieron en el
hotel. Dos quedaron abajo y dos subieron hasta su habitación y se lo llevaron,
a punta de revólver, en un auto que los esperaba en la puerta. Cuando
llegó la policía revisó la habitación, se llevó algunas cosas y cerró con
llave prohibiendo abrir hasta nueva orden.
Nunca más
se supo de él. Ni los diarios, ni la televisión dieron cuentas del hecho. Sólo
los padres y el abuelo de David fueron indagados más de una vez, quienes
aseguraron no conocerlo ni saber de su existencia.
V
Los únicos datos
aportados por el alemán a su llegada al hotel, fueron su nombre: Egbert Krumm
y que esperaba a alguien que vendría desde Europa. Por lo demás,
todos coincidieron en que era un hombre muy callado, no se relacionaba con
nadie, sus salidas eran para recorrer librerías y volver con dos o tres
volúmenes cada vez. También opinaron que, para evitar encontrarse con los
demás huéspedes, era el primero en bajar al comedor. Algo que tampoco llamaba
la atención pues los habitantes del hotel eran cambiantes, con excepción
de mi padre y yo, nadie se alojaba por más de un mes. De modo que ningún
huésped llegó a conocerlo, y menos aún hacer amistad.
Como la
habitación había quedado desordenada, Angelina preguntó a los
policías qué hacía con los libros, y le contestaron que ella se hiciera cargo.
Por lo tanto llamó a mi padre para que la ayudara a buscarles
una ubicación. Cuando comenzaron a ordenarlos les llamó la atención
que todos versaban sobre viajes. Viajes al Mato Groso y el Amazonas;
a la Cordillera de
los Andes; a Bolivia; al Paraguay y su parte selvática y así.
De modo que decidieron
dejarlos en la biblioteca de la sala.
Y allí quedaron
con excepción de los libros de la caja, seis libros de tapa dura escritos en
alemán, que Angelina acomodó tal como vinieron del viejo mundo, debajo del
mostrador de la recepción.
VI
Mi inserción en la familia de Angelina fue
natural e inmediata. Mi padre desayunaba muy temprano, luego se quedaba
en la sala a leer el diario y ver algún informativo en la
televisión y después subía a despertarme.
Al
principio, para que no desayunara solo, Angelina me llevaba a la cocina
donde estaba María y desayunaba con ella. Después, a medida que se
sucedían los días, bajaba solo y me dirigía a la cocina por mi cuenta.
Ese invierno
pasó sin sentirlo, todas las tardes venía David o iba yo a su casa. En esas
idas y venidas fui conociendo a sus amigos, y para cuando llegó la
primavera sabía los nombres de todos. Pero fue ese diciembre, cuando terminaron
las clases de la escuela y todos los chiquilines salían a jugar, que me alegré
de verdad por haber ido a vivir a ese barrio.
Jugábamos al
fútbol en la calle, y algunas veces íbamos a la casa de inquilinato
de la otra cuadra a ver a los morenos que, cada tarde al ponerse el sol,
cantaban y tocaban tambores.
VII
Al
acercarse la Navidad toda
la cuadra era alegría. Desde la mañana nos reuníamos a jugar en la
vereda, mientras los vecinos iban y venían haciendo las compras para
esperar la Noche
Buena.
Aquellas fiestas
navideñas donde los judíos comían Pandulce y festejaban con los cristianos el
nacimiento de Jesús, porque en el barrio, era sabido que, para las
fiestas de fin de año éramos todos iguales. Sin embargo los cristianos, no
recuerdo que alguna vez hayamos festejado con ellos, en los primeros días de
setiembre, el comienzo del año judío.
La mamá de David
horneaba para esos días un pan delicioso con miel, que se llama
Jalá. Otras veces lo he comido con amigos en distintas partes del mundo,
pero en ninguno he encontrado el sabor de la Jalá que comíamos con
David, sentados en el pretil de la ventana de su casa, en la noche de
Rosh Hashana.
VIII
En esos años que
viví en el Empire conocí muchísima gente de paso. La mayoría del interior del
país, personas que venían al Hospital Maciel por enfermedad, o a visitar algún
pariente internado. También los que llegaban de vacaciones a visitar Montevideo
y se alojaban por unos días.
Recuerdo que un
invierno llegaron Sixto y Raquel, un matrimonio del interior del
país. La señora, que se encontraba próxima a dar a luz, venía para
el Maciel, pero al llegar le comunicaron que en maternidad no había
cama disponible hasta el día siguiente, de modo que se instalaron en el hotel.
Sobre la madrugada bajó Sixto a pedir que se quedara alguien con su esposa,
pues se sentía mal, mientras él iba hasta el hospital a pedir ayuda. María y
Angelina subieron de inmediato y comenzaron las subidas y bajadas por la
escalera hasta que oímos el llanto del bebé que había nacido.
Cuando al fin
llegó una enfermera, la beba se encontraba dormida en los brazos de la
madre. Se quedaron una semana en el hotel, antes de volver al campo la
bautizaron en la capilla del Maciel y de nombre sus padres le pusieron: María
Angelina.
En los años
siguientes varias veces vimos a la niña y a sus padres, de visita. Muchos
años después, supimos que María Angelina había venido a estudiar a
Montevideo y se encontraba hospedada en el Empire. También supimos que
fue profesora de la
Facultad de Medicina y desde hace unos años, Directora
de Pediatría del Hospital Maciel.
IX
Cuando estaba en
quinto de escuela, un viernes de tarde llegaron al hotel una chica y un
muchacho que venían de Buenos Aires, por el fin de semana. Jóvenes, hermosos y
enamorados. Pidieron una habitación, subieron, y no los volvimos a ver. El lunes Genaro les golpeó la puerta. Tanteó el
pestillo. Creyó que dormían abrazados cuando, recostado a la lámpara, vio el
sobre con la carta. Hubo una gran conmoción. Otra vez la policía,
otra vez la indagatoria. Como en el caso de Egbert Krumm,
nadie pudo aportar datos. Solo quedó entre los huéspedes del hotel un gran
desconcierto y el dolor por aquella juventud que, vaya a saber
porqué, no encontró otro camino, y eligió Montevideo para cometer
suicidio.
X
El episodio del
alemán nunca le terminó de cerrar a Angelina. Ella creía entrever un enigma
entre el rapto y sus libros. Durante años buscó y rebuscó entre aquellos textos
una marca, una palabra escrita al dorso, una señal que la llevara a
descubrir vaya a saber qué. Los leía una y otra vez, revisaba minuciosamente
las hojas, releía los títulos tratando de descifrar un oculto acertijo, que
nunca encontró. Mientras tanto se casó, tuvo hijos, y los hijos le dieron
nietos.
También yo terminé de estudiar, me casé y me
fui a vivir a Barcelona. Mi padre no volvió a casarse, vivió solo en la casa
rodeado al fin, de libros, perros y gatos.
XII
La amistad con
David se profundizó con los años, también él se casó y se fue de aquel
barrio de la Ciudad Vieja. Cuando
voy a Montevideo es con quién primero me encuentro, cuando él viaja y
viene a España no se va sin venir a mi casa. Hoy David es un señor
importante en el mundo de los negocios, pero para mi nunca dejó de ser aquel
niño que conocí el día que enterramos a mi madre, sentado en la recepción
del Hotel Empire mirando dibujitos en la televisión.
Fue él quien
me contó que Angelina después de buscar signos en los libros que compraba
el alemán, decidió revisar los que trajo de Alemania. Un día se puso a
observar con detenimiento uno de aquellos tomos y, como siguiendo un instinto,
con la punta de un cuchillo, fue cortando todo el borde de la
encuadernación.
Nuevos, como
recién salidos de máquina, encontró miles de dólares americanos repartidos en
las tapas y contratapas, de los seis libros. Una verdadera fortuna
que estuvo allí, esperándola, más de cincuenta años.
XIII
El hotel ya no
existe. Hace muchos años lo derrumbaron para levantar un edifico de
apartamentos de diez pisos y enormes ventanales.
Cada tanto, cuando nos encontramos con David,
recordamos nuestros días en aquel barrio de inmigrantes que habían
llegado del viejo mundo, cargando sus dioses y sus idiomas. Huyendo de guerras,
ultrajes y miserias. En la calle angosta donde en primavera remontábamos
cometas, jugábamos con los trompos y la pelota de goma. Que cada
diciembre recorríamos pidiendo un vintén para el Judas que quemábamos
en Noche Buena, en el campito junto la rambla.
La calle del Hotel
Empire, refugio de mi niñez sin mamá, que guardo como el más entrañable
capítulo de mi vida en aquel Montevideo lejano, que espera mi
vuelta bajo la Cruz del
Sur.
Ada Vega – 2014 -
http://adavega1936.blogspot.com/
miércoles, 16 de septiembre de 2015
Cartas para Lucía
Si de algo careció Lucía a los veinte años fue de gracia, belleza. Sensualidad. No era, ni cerca, como las muchachas que al atardecer paseaban del brazo por la plaza, y al cruzarse con los jóvenes del pueblo bajaban los ojos con recato.
Ni como las empleadas de la fábrica “Las Marías” seis cuadras después del puente, que en cada turno circulaban en grupos vestidas con overoles azules, comiendo maníes tostados en cucuruchos de papel de diario. Siempre alegres, y sonriendo con picardía a los muchachos que al pasar las piropeaban.
Recién cumplidos los diez años Lucía quedó huérfana de padre y con sólo quince años perdió a su madre quien al morir, dejándole la casa de herencia y una pensión de por vida, le delegó la tarea de velar por sus hermanos.
En esos días de luto —según dijo—, para acompañarlos y darles una mano, llegó una tía a vivir con ellos hasta que pudieran arreglarse solos.
La tía que vino por un tiempo no aportó ni trabajó nunca, molestaba más que servir para algo, y recién se fue de la casa cuando años más tarde la parca se la llevó.
De manera que Lucía con sus quince años y mientras sus hermanos terminaban de criarse, cargó con la casa y se dedicó a lavar, limpiar y cocinar para todos. Así lo hizo mientras la tía tejía y miraba televisión y los dos varones, terminados sus estudios, se pusieron a trabajar.
Siempre había pensado en dedicarse un poco a ella cuando sus hermanos se casaran o se fueran de la casa. Pero los muchachos resultaron reacios al matrimonio y permanecieron aferrados a la casa paterna y a su alma.
Los años inclementes fueron pasando. Las hojas del almanaque se llevaron su juventud y con ella la esperanza de encontrar el amor. Si bien es cierto que nadie nunca le pidió matrimonio también es cierto que ella desde su ostracismo, nunca miró hombre alguno.
De modo que al cabo del tiempo se fue convirtiendo en una mujer gris. Con una grisura que afloraba desde su interior.
Despojada de toda coquetería, su feminidad se reducía a mantener la pulcritud de su persona. Ajena al uso del maquillaje, peinaba su cabello negro y lacio recogido en un moño sobre la nuca. Conciente o no, logró que su paso por la vida pasara inadvertido. Fue así que un día, a fin de vencer la soledad y el encono que le producía el haberse convertido en la solterona del pueblo, comenzó a recibir y contestar cartas de un misterioso enamorado creado por su imaginación.
Enamorado que fue perfeccionando tanto en sus misivas que un día se le apareció en cuerpo y alma.
Sin darse cuenta había dejado pasar la juventud, los días en que el Amor se respira en el aire. Lucía nunca se cruzó con él, y llegó a la plenitud de su vida sin amor y sin sexo. De todos modos un día entendió que no era demasiado tarde y se dispuso a buscar y encontrar al hombre que, según ella, estaba esperándola en alguna parte. Carente de afecto y de ternura necesitaba sentirse amada y deseada por un hombre. Entonces recibió la primera carta:
Srta. Lucía:
Usted no me conoce. Soy un hombre que desde hace mucho tiempo está enamorado de usted. No he tenido oportunidad de hablarle a pesar de habernos cruzado muchas veces, por ese motivo le escribo esta carta.
Me llamo Albérico Alonso, tengo 58 años y soy viudo. No tengo hijos. Vivo en el Nº 3520 de su misma calle. Me gustaría que nos encontráramos para conversar. Contésteme por favor. Déme la oportunidad de conocerla. Ya sabe mi dirección. Afectuosamente
Albérico Alonso
La carta con su nombre y dirección se encontraba en el buzón de la entrada, cuando uno de los hermanos al volver del trabajo la encontró.
—De quién es —le preguntó al entregársela.
—Cómo voy a saber si aún no la he abierto —le contestó
Leyó con tanta emoción como si aquella misiva fuese en realidad de un extraño, y sintió que el corazón latía como alocado. Esperó un par de semanas y contestó:
Sr. Albérico Aloso
De mi mayor consideración:
Hace unos días recibí su carta. He dudado mucho en contestarla. No sé si es una broma o usted realmente existe. No sé quién es, no he intentado averiguarlo pese a dejarme sus dato y dirección.
Desconozco a qué o a quién estoy enfrentándome, pero créame que ha despertado mi curiosidad. No sé de qué pudo usted enamorarse, como dice.
Tengo en mi habitación un gran espejo que diariamente me recuerda que no soy joven ni hermosa. Le agradezco sus conceptos, pero no creo que vernos resuelva esta extraña situación. De todos modos lo saludo atte.
Lucía Rivero
Cerró el sobre, escribió la dirección que le dejara Albérico y la guardó junto a la primera carta que hizo y recibió. A los pocos días una nueva carta aguardaba en el buzón.
Cada carta que recibía iba transformando su carácter y su presencia. Se la veía más alegre, más cuidada. Feliz. Casi hermosa. Esa relación escrita se mantuvo poco más de un año. Los hermanos, que creían que efectivamente las cartas las enviaba un admirador, no entendían por qué Lucía se negaba a conocer al hombre que, según ella misma contaba, era una persona de bien. Mientras las cartas, atadas con una cinta roja, se fueron sumando guardadas en un cajón de la cómoda.
Un día Lucía comenzó a no saber con exactitud dónde dejaba los lentes, el monedero, los recibos para pagar las cuentas de la casa. A sentir inseguridad para caminar. De todos modos seguía escribiendo y recibiendo cartas. Hasta el día que Albérico se presentó en su casa.
Se encontraba preparando la cena para sus hermanos que aún no habían llegado, cuando oyó el timbre de la puerta de calle. Se apresuró a abrir y allí se encontraba Albérico.
—No podemos seguir así —dijo el hombre—, no somos niños. No tenemos la vida por delante. ¡Quiero que vivamos juntos!
Lucía lo invitó a entrar. Conversaron mucho, hasta la media noche. Desde entonces todos los días llegaba el hombre a conversar y hacer proyectos. A veces de mañana, otras al medio día. Y muchas veces de noche en que se escuchaba la voz de Lucía en continuo coloquio, hasta entrada la madrugada.
Decidieron vivir juntos y para siempre cuando los hermanos, luego de varias consultas médicas la internaron en un sanatorio para enfermos mentales. Albérico se fue con ella. Vivieron juntos hasta la mañana del invierno aquel, en que Lucía no despertó.
Ada Vega - 2010
lunes, 14 de septiembre de 2015
Amor es un algo sin nombre
Los sábados en el club de mi barrio se organizaban bailes entre los
vecinos.
Don Pedro, el albañil que vivía en la otra cuadra, traía una victrola RCA con trompeta y una manivela
que había que girar continuamente para poder escuchar unos discos de
pasta, que llevaban una grabación de
cada lado. También era el encargado de pasar los temas y dar vuelta o cambiar
los discos tras cada canción.
En aquellos años la música que escuchábamos en la radio y que se bailaba,
era de las Orquestas Típicas que interpretaban tangos, milongas y valses; las
Orquestas Características con pasodobles y foxtrot, y las Orquestas de Música Romántica Tropical
también llamada música lenta.
Las personas que concurrían a esos bailes
éramos siempre los mismos, matrimonios con sus hijos pequeños, y los
jóvenes, chicas y chicos, que habíamos
crecido juntos. Rara vez llegaba al baile algún desconocido. Cuando sucedía era
porque venía acompañado de algún vecino.
Las diversiones para nosotras eran escasas, aparte de ir a la playa y los
sábados a bailar, podíamos casi todos los domingos pasar la tarde en el cine. Íbamos en barra y nos sentábamos todas
en la misma hilera, siempre en las mismas butacas. Masticábamos chicles y comíamos
Po acaramelado durante toda la función.
Un sábado de baile a fines del invierno llegó el hermano de una de
mis amigas, con un compañero de trabajo. El joven venía por primera vez, cuando
entró recorrió con sus ojos todo el salón. Su presencia me impactó. Se quedó a
un lado de la pista conversando con unos conocidos.
Al empezar la típica salí a bailar con
Adolfo, un muchacho con el que siempre bailaba el tango, pasé al lado del forastero y lo miré, él no me
vio. Ni se enteró.
Al
finalizar la típica hubo un descanso, salí afuera con mis amigas y nos sentamos
a conversar. Cuando volvimos había comenzado la música lenta. No volví a
verlo y no me importó. Di media vuelta
al salón y me quedé junto a una amiga que no bailaba.
Entonces lo vi venir se detuvo a mi lado y me
invitó a bailar, antes de reaccionar ya estaba en sus brazos. En el disco
Chavela Vargas cantaba: “yo estoy obsesionado contigo y el mundo es testigo de
mi frenesí y por más que se oponga el destino serás para mi, para mí”.
Sentí tal felicidad que pensé que Chavela
cantaba para mí. Me enamoré del
forastero con un amor de película. En el
salón sólo estábamos él, yo y Chavela:
“y por más que se oponga el destino…” recosté mi cabeza en su hombro, él apretó
mi cintura, y bailando me besó en la frente.
Nos
quedamos de ver al otro día en el cine.
Estrené el conjunto Bentley que la abuela
me había regalado cuando cumplí los dieciséis, y el perfume que mi madre usaba
para ocasiones muy especiales.
Mientras el corazón brincaba dentro del pecho
se lo conté a mis amigas. Cambié de butaca y dejé una libre para él. Lo esperé
toda la tarde mientras avanzaba mi decepción. Pero no vino. Ni ese domingo, ni
nunca.
Durante muchos sábados de baile esperé
verlo entrar al club donde nos conocimos. Después, los años pasaron y
aquello fue sólo un recuerdo de mi
primera juventud.
Cuando mi sobrina más chica cumplió los
quince años los padres hicieron una fiesta preciosa. Entre el bullicio, la
gente y la alegría, por sobre las mesas de invitados, mis ojos se volvieron a
encontrar con sus ojos. Quedamos mirándonos.
Él
estaba en una mesa con su esposa y sus hijos. Yo en otra mesa, con mi esposo y
mis hijos. Éramos en la fiesta sólo dos desconocidos
Por un segundo interminable volví a
escuchar la voz de Chavela Vargas en aquel bolero: “por más que se oponga el
destino serás para mi, para mí” y volví a revivir la tarde aquella en que un
forastero, bailando me besó en la frente.
La
fiesta estaba en su punto más alto. Todo el mundo bailaba y se divertía. Sacudí la
cabeza para librarme de recuerdos inoportunos, suspiré, y le dije a mi
marido:
—Adolfo, empieza la típica…¡vamos a
bailar!!
Ada Vega, 2014
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