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miércoles, 28 de septiembre de 2016

La verbena - Mini cuento

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Estaba recostado al puente a la salida del pueblo.

—¿Dónde vas sin mantón de Manila? 
Me dijo al verme pasar cargando mi maleta.
—A lucirme y a ver La Verbena, y a esperar lo que venga después. Le contesté
 sin mirarlo y seguí.
—¡Aquí te espero! Me gritó, sin mover un pie.
 
Diez años después, de regreso, volví a cruzar el puente. Él tomaba una cerveza
 en el bar de José Escudero.
--¿Y? Me preguntó al verme pasar de vuelta, cargando mi maleta.
--No vino nadie, le contesté y seguí.
Terminó su cerveza,  tiró una moneda sobre el mostrador. Con una mano tomó mi
 maleta. Con la otra rodeó mi cintura. 
 ---Te dije que te esperaría. Susurró a mi oído. Acompasó su paso a mi paso.
 Y era cálida y firme, su mano en mi cintura.

    Ada Vega, edición 2016.

La diferencia - Minicuento



Con mi esposo pasamos toda la mañana buscando un recibo que había que pagar hoy, y que no sé donde diablos lo guardé. Se enojó y me dijo: 

—¡Me vas a volver loco, mamá! Le dije:

—Eso me decías cuando nos conocimos ¿te acordás?

—No —contestó—, yo te decía:

—¡Me vas a volver loco, mamita!

Pasé toda la tarde tratando de encontrar la diferencia.

¡Los hombres, bah, bah! 

                                                      FIN

El caño ( Minicuento)






A mi esposo le gusta el fútbol. Antes jugaban los domingos. Ahora todos los días. De mañana, al mediodía, de tarde, de noche, de madrugada. Antes mi esposo iba al estadio a ver a su cuadro. Ahora mira fútbol por TV. Fútbol de todo el mundo. Con pasión. Hace un tiempo se rompió un caño de agua en la cocina. Apareció una mancha de humedad en la pared. Vinieron de una empresa picaron la pared y solucionaron. Después volvió aparecer la mancha. Volvieron los de la empresa picaron la pared y arreglaron. Hoy almorzamos muy tarde. Estaba en la cocina y volví a ver la mancha en la pared. Me asomé a la puerta donde mi esposo miraba un partido.

—¿Se puede hablar?
—Claro.
—Otra vez se rompió el caño de la cocina. Creo que vos tendías que ir mañana a la empresa y exigirles que arreglen como es debido. Que si tienen que cambiar el caño que lo cambien. ¡Hasta cuando vamos a seguir así?. Fijate que hace más de un año que estamos con este problema, recordales que la última vez que vinieron…
—¡¡Penal!!...¿no lo cobró…?


Ada Vega, 2016 

Cuento erótico - Minicuento




Dos abuelos dormían. Ella se despierta.

—¿Te acordás cuando jugábamos a los padres? Él se despierta y medio dormido contesta.

—Sssssii. Ella le dice
—¿Vamos a jugar ahora?
— No me acuerdo como era el juego, mejor jugamos a los abuelos.
—Y cómo es el juego de los abuelos?
—¿Vos te quedás quietita ahí y te dormís.
—¿Y vos que hacés?
—Zzzz Zzzzzz Zzzzzzz.
FIN

Juan - Minicuento


Terminábamos de ver una película en la tele, de amor, de penurias y abandono. Le dije:
—Mi vida, así te amé yo desde que te conocí. Te esperé mucho tiempo, siempre supe que un día nos encontraríamos. Yo nací para vos. Era virgen cuando te conocí!
—Bué, cuando te conocí tenías 3 hijos!
—¿Y?
—Y si tenías 3 hijos no eras tan virgen.Porque una mujer virgen es la que nunca intimó con hombre alguno. Que supo conservarse pura e impoluta hasta conocer a quien sería el padre de sus hijos. Pero una mujer que amó, se casó y tuvo tres hijos antes de conocer otro hombre, con quien volvió casarse y tuvo más hijos, creo yo, que de virgen no tiene nada!
—Yo me refería a que cuando te conocí era virgen en mi alma. Porque el verdadero amor lo conocí a tu lado, mi amor. Porque cuando te conocí se borró mi pasado. ¡Porque ese día volví a nacer, mi vida!
—Perdoname, pero tu pasado no se borró, que yo sepa, a tu pasado los mandamos a la escuela y con nuestros presentes estudiaron, se casaron y andan caminando por la vida. Formamos una gran familia con tus hijos y los nuestros.
—¿Y?
—Y que entonces eso de que eras virgen cuando me conociste no pega ni con La gotita! ¿No te parece mi amor?
—¡¡Andá a la mierda, Juan! 

                                              FIN

El fresno




Un año el Municipio plantó árboles en mi barrio. Sobre la vereda de mi casa dejó un fresno adolescente y altanero. Desde la ventana del comedor lo veíamos crecer y desarrollarse.  A los dos años coronado de flores, se hizo hombre.
 Mi casa tenía un jardín con un muro y un portón. 
                   En esos días mi padre había comprado, en el invernadero, una Palmera Canaria de pocos meses para un cantero del frente.
 La palmera, exuberante, comenzó a crecer en belleza y  regocijo. Con cada nueva palma su tronco se iba engrosando  y entre  su ramazón, fuerte y segura, comenzaron a anidar los gorriones sin querencia.
Una primavera el fresno descubrió a la palmera llena de frutos y trinos. Y comenzó a estirarse hacia el muro para observar a la princesa.
Al principio creímos que era solo  su copa  quien se inclinaba curiosa, pero al llegar el invierno, vimos su tronco encorvado con las ramas ateridas apoyadas en el muro. El fresno trató siempre de llegar a la palmera. Acariciarla, quería. Cada año que pasaba su pobre tronco se encorvaba más, pero la princesa, de aquel amor, nunca se enteró.
 Indiferente y altiva cada día lucía más esbelta.
Los vecinos comenzaron a quejarse porque sus ramas puntiagudas  podían pinchar los cables de la luz y dejar el barrio a oscuras. De modo que mi padre decidió un día quitarla del jardín y se la regaló a  un amigo.
 Desde la ventana viví el dolor del árbol de mi vereda.
 Ese invierno pasó, el fresno no volvió a florecer y ni a dar frutos.  Su cuerpo vencido nunca se enderezó.
Una tarde gris de lluvia anunciada llegó  un niño con una sevillana,  jugando se acercó al fresno y le hizo un corte alrededor del tronco.
Al otro día volvió y paralelo al primero, hizo otro corte más abajo.

Al tercer día,  con la punta de la navaja, fue retirando la corteza entre ambos cortes. Tal vez no era un niño. Tal vez era un ángel, que algún dios compasivo, envió  a conocer el mundo y sus habitantes. Nunca volví a ver al ángel-niño. 
Y sucedió que al final de ese invierno, al fresno de mi vereda, por aquella herida injusta,  se le escapó la vida.

Ada Vega, 2015

lunes, 26 de septiembre de 2016

El que primero se olvida



María Eugenia nació en primavera. Cuando los rosales florecían y los árboles en las aceras se llenaban de gorriones. Nació cuando nadie la esperaba. Su madre ya había traído al mundo cuatro varones que al nacer la niña ya eran adolescentes. Y ella llegó una tarde como obsequio del buen Dios.
María Eugenia era una mujer de antes. Criada a la antigua. Conocedora de todos los deberes de una mujer nacida para servir. Servir a sus padres, a sus hermanos y si se cuadraba, algún día, servir a su marido y por ende a sus hijos. Todos los deberes le habían enseñado. Todos sus deberes se sabía. De niña, recatada, con su vestidito a media pierna, los ojos bajos, las manos juntas. De adolescente, con blusitas de manga larga, nada de escote ni andar sin medias. Una chica de su casa. Respetuosa.
Siempre supo que menstruar era un estigma. Una afrenta con la que Dios había castigado a la mujer por haber comido una manzana del árbol prohibido, en los tiempos del Paraíso Terrenal. Que se debía ocultar y que de eso: no se habla. Que por el mismo pecado los hijos se paren con dolor y para llegar a parirlos, primero hay que casarse ante Dios y ante los hombres. Que la mujer debe llegar virgen al matrimonio so pena de que el marido la repudie y quede, por ello, sola y cubierta de vergüenza para el resto de su vida.
Todo eso le habían enseñado. Todo eso sabía María Eugenia, y más. Sabía que jamás, una mujer decente, debe gozar el acto sexual. Del gozo si lo hubiese, sólo tiene derecho el hombre. Que el marido no tiene por qué verla sin ropas, pues sólo se desnudan para hacer el amor las mujeres de vida fácil. Y sabía también que perder la virginidad la noche de bodas era algo terrible de lo que por desgracia, no se podía evitar.
De todo estaba enterada así que cuando a los dieciocho años su padre le consiguió un novio y le ordenó casarse con él, aunque no le pareció mal, desde que la decisión le fue expresada el terror hizo presa de su pobre alma.
El futuro pretendiente de María Eugenia se llamaba Germán. Era un muchacho de veinte años, virgen como ella, no por mandato de padre, sino por no haber tenido oportunidad de conocer mujer. Hijo de un matrimonio chacarero, amigo de la familia, trabajaba la tierra con su padre y sus hermanos y era un muchacho muy callado y respetuoso. Un domingo vino con sus padres a almorzar. Los jóvenes se conocieron. Si se gustaron o no, no tenía la mayor importancia. El matrimonio ya estaba decretado así que se fijó la fecha para el mes siguiente. Él le servía a ella y ella le servía a él.
La madre del novio opinó que los recién casados deberían vivir con ellos en la chacra, pues había mucho lugar, el joven trabajaba allí mismo y ella —la futura suegra—, prefería tener en su casa una chica tan bien criada, antes que a la esposa de otro de sus hijos que también estaba para casarse. Una joven —dijo escandalizada—, que andaba pintada desde la mañana, que en una oportunidad la había visto fumar y que usaba pantalones como un varón. ¡Dios nos libre! También opinó que ella había trabajado mucho en la vida y que la nuera, joven y fuerte, podía hacerse cargo de la casa. De modo que les acomodaron un dormitorio junto al de los suegros, para tenerla cerca por si alguna vez la necesitaban. Los jóvenes se casaron al fin, en una boda sencilla, en la parroquia del pueblo. María Eugenia con su vestido blanco, mantilla de encaje y un ramo de azucenas blancas que Germán le llevó y que él mismo cultivara. Y el joven, de traje negro comprado de apuro para la ceremonia y camisa blanca con cuello palomita. Celebrada la boda, después de una pequeña reunión con familiares y amigos, los novios se fueron para la chacra manejando el muchacho el mismo camión en que llevaba los pollos al mercado.
La nueva señora, sola en su dormitorio, cambió su vestido de novia por un camisón de manga larga y cuello con festón; se acostó, cerró los ojos y se cubrió hasta las orejas dispuesta a soportar lo que viniera. El muchacho estrenando calzoncillo largo se metió en la cama y, aunque no sabía muy bien por donde empezar, se portó como todo un hombre. Esa noche perdieron ambos la virginidad. Ella, entre asustada y curiosa, dejó que él le hiciera el amor con el camisón remangado, los ojos cerrados y los labios apretados y se durmió junto a su hombre, desconcertada, al comprobar que no era tan bravo el león como se lo habían pintado.
A la mañana siguiente se levantaron al alba. Ella nerviosa a preparar el desayuno para todos. Él, contento como perro con dos colas, bebió su café sin dejar de mirarla, limpió las jaulas de los cardenales de la patria, y se fue al campo seguido de su perro, pisando fuerte y sacando pecho. Maravillado ante el descubrimiento del placer que significa hacer el amor con una mujer. Su propia mujer.
María Eugenia se hizo cargo de la casa desde el primer día. Estaba acostumbrada al trabajo. De todos modos, a pesar de que su marido nunca le ocultó el haberse enamorado desde que la vio por primera vez, ella luchaba por desatar el nudo que se le había armado en el pecho entre el placer, los prejuicios y el amor. Y en esa ambigüedad de sentimientos se fueron sucediendo los días, el tiempo fue pasando, y aunque ambos los anhelaban los hijos no venían. Un día la mamá de María Eugenia se enfermó y la mandó llamar para que la cuidara. La joven juntó un poco de ropa, dejó la chacra y volvió a su casa para cuidar a su madre. Germán sin su mujer no tenía sosiego. Iba a verla como cuando era novios y conversaban mientras ella cocinaba.
Cansado de la situación el muchacho decidió, por su cuenta, buscar en el pueblo una casa para alquilar. Encontró una a su gusto. Con un dormitorio y fondo con aljibe. Trajo de la chacra los muebles del dormitorio, las jaulas de los cardenales de la patria, la cucha del perro y el perro. Compró algunos enseres para la cocina y fue a buscar a su mujer, y como estaba se la llevó. De delantal, el pelo trenzado y las manos llenas de harina. La entró en la casa donde ella sería la reina. María Eugenia reía llena de asombro ante la ocurrencia de su marido.
Él le mostró la casa y el fondo con el aljibe. El perro y los cardenales. La condujo al dormitorio, le soltó el pelo, la desnudó por completo y por primera vez hicieron el amor como Dios manda. Él, dueño de la situación y ella sin nudos en el pecho, entregada a su hombre con la boca y los ojos abiertos para no perderse nada. Y a los nueve meses exactos, María Eugenia tuvo su primer y único hijo. Un varón hermoso que pesó cuatro quilos y que por nombre me puso Germán. Igual que mi padre.
Cuando terminó de contarme esta historia, mi madre me dijo sonriendo que el dolor de parto es el dolor más grande, sí, pero es también... el que primero se olvida. FIN


Ada Vega - 2004