jueves, 6 de noviembre de 2014
viernes, 31 de octubre de 2014
La cita
La tarde de marzo comenzaba a
disiparse tras los edificios de la rambla. En la arena de la playa
jugaban algunos niños. Varios veleros a lo lejos y en el horizonte, cargueros
en el antepuerto. En la acera opuesta, junto a los edificios, Julio
Miraflores se dirigía inseguro hacia la cita.
—Estaré sentada en la rambla frente
a la plaza —había dicho Luisa—, llevaré un vestido azul.
Al principio Julio se había
alegrado, hacía ya tiempo que sentía curiosidad por conocer a la mujer. Sin
embargo, llegado el momento de la verdad, no estaba tan seguro. Pensó en su
vida pasada, los años de matrimonio con Laura.
Se habían conocido muy jóvenes y se
casaron enamorados. Trabajaban juntos en las oficinas de una empresa
exportadora. Julio en poco tiempo obtuvo varios ascensos que lo llevaron a un puesto importante, con
muy buen sueldo. De modo que Laura en su primer embarazo dejó de trabajar.
Julio piensa que en esa época comenzó el deterioro de su matrimonio. Ambos se
habían acostumbrado a gastar sin control. Un día se dio cuenta de que estaban
sobregirados. Las cuentas no daban. Su sueldo ya no alcanzaba. Comenzó a
invertir en negocios no muy claros que lo fueron llevando a la ruina.
Nunca le confesó a Laura que estaban pasando dificultades. Nunca lo conversó
con su mujer a fin de bajar los gastos y llevar una vida acorde a su salario.
Cuando comenzaron a rebotar los cheques, cuando no tuvo más remedio que vender
el auto, recién entonces Laura quiso saber qué sucedía, y Julio se animó a
confesar que estaban en quiebra, que se habían excedido en los gastos. Ella no
entendió, no quiso saber, no le perdonó su mala administración y volvió
con los niños a la casa de sus padres. Julio vendió la casa, pagó
sus deudas y comenzó de nuevo. Ya habían pasado 10 años. Laura nunca quiso
volver.
Atardecía. Un viento suave soplaba desde
el mar. Luisa estaría esperando. No quería ilusionarse, pero sería bueno volver
a creer en el amor.
Poca gente paseando por la rambla.
—Llevaré un traje gris y un diario bajo el
brazo, —le había dicho él.
Luisa esperaba ansiosa esa cita. Tal
vez no era demasiado tarde. Quizá habría valido la pena esperar tantos años
para que al fin el Amor le hiciera un guiño. Luisa fue única hija de un
matrimonio mayor. Criada con mucho amor, llevó una niñez y una juventud
feliz rodeada de amigas y compañeros de
estudios. Hasta que sus amigas comenzaron a casarse y ella a quedar
relegada. Nunca un hombre la pidió en matrimonio, nunca un hombre le dijo que
la amaba y quería vivir para siempre a su lado. Al cabo, sus padres se
fueron de este mundo y quedó sola.
Dijo llamarse Julio, se conocieron en la Web , estaban en un grupo de Amantes del Cine.
Comenzaron coincidiendo en las películas que habían visto, en la música que
preferían. Después comenzaron a comunicarse directamente y conversar de
ellos, contarse sus vidas. Se conocían, sin conocerse. De modo que un día
él le pidió una cita y ella se sintió feliz. Durante toda una semana sólo
pensó en ese encuentro. Tímidamente comenzó a forjar una esperanza
Se vistió con esmero, se maquilló y
se miró al espejo. La imagen que le devolvió le agradó. Miró el reloj, la tarde
estaba cálida, el sol comenzaba a ocultarse detrás de lo edificios. Se dirigió
a la cita.
Desde lejos la vio sentada con su vestido
azul. Miró el reloj, era ya la hora concertada y no quería a ser
impuntual. Bajó el cordón de la vereda y comenzó a cruzar la calle. El
automóvil venía a gran velocidad. Él no lo vio. Y el conductor no tuvo tiempo
de maniobrar.
La noche bajó de golpe. Los focos de la
rambla se encendieron. El viento se hizo más frío. Luisa decidió no esperar más. Dedujo que el
destino nuevamente se había burlado. Por última vez giró su cabeza hacia un lado de la rambla, hacia el otro lado. Nada, nadie. Los últimos paseantes se iban retirando. Suspiró, se puso de pie, y comenzó a
alejarse cabizbaja. Resignada.
A oscuras, una bandada de pájaros
migrantes atravesaba el cielo.miércoles, 22 de octubre de 2014
De boliches y otras yerbas
Don Alberto Aquino era un tipo de pocas pulgas. Genioso y mal arreado como he conocido pocos. Tenía el pelo entrecano de tordillo viejo, pero conservaba el cuerpo duro y fornido de sus años mozos. Nunca le gustó andar averiguando la vida de otros, y de la suya no era dado a hablar. No hacía liga con los gurises que peloteaban frente a su casa, y más de una vez les tajeó la pelota que caía en su jardín destrozando algún almácigo, o alguna rosa temprana. Peleaba por las mañanas con el diariero porque venía muy tarde, y con el panadero, que ataba la jardinera al árbol de su vereda, y el caballo dejaba de estiércol la calle a la miseria. Discutía en el almacén y protestaba en la feria. Con razón o sin ella, vivía enojado.
El asunto era quejarse, rezongar. Si tenía un genio del diablo, después que enviudó fue peor. Quedó solo, con un par de gatos barcinos y unas batarazas en el fondo. Nunca tuvo perro. Vivía en la casa pegada a la del Cacho Forlán, que había comprado con su mujer cuando la ley Serrato. No sé si usted se acuerda.
-Más o menos.
-No, más o menos no, se acuerda o no se acuerda.
-No me acuerdo.
-Eran unas casas que se vendían a pagar a largo plazo.
-No, digo que de lo que no me acuerdo, es del Cacho Forlán.
-¡Cómo no se va a acordar! Era el electricista que le hacía arreglos a todo el barrio.
-Ah, un flaco que era guinchero del puerto.
- El mismo, las dos casas las compraron por la ley Serrato.
- De esa ley no me acuerdo.
-Lo instruyo: era una ley muy buena que sacó Serrato, un ingeniero que fue presidente de la República entre el 23 y el 27, y por la cual uno se podía comprar una casa y pagarla en treinta años.
-¿Y qué?, ahora también con el Banco Hipotecario...
-Cállese. No me hable del Banco Hipotecario. Un día que tenga tiempo, le voy a contar lo que me pasó a mí con el Banco Hipotecario.
-Está bien don, ¿y qué fue de don Alberto Aquino? blancazo el hombre ¿no?
-Mire, sinceramente no sé. Tal vez. Nunca supe de su filiación política.
-¿Y qué fue lo que le pasó al hombre?
-Como le iba diciendo, la casa de don Alberto era esa que tiene el sauce al frente.
-Ah, si si.
-Bueno, resulta que el hombre tenía un taller de relojería y allí, entre sus gatos, sus plantas y sus gallinas, mataba el tiempo rumiando solo todo el día. Pero vea usted, que a eso de las nueve de la noche, como algo preestablecido, cerraba el negocito, armaba un cigarro y cruzaba al boliche del gallego Paco. Otro tipo si lo hubo, callado como una tumba. Amargado y triste vivía por no morirse. Obligado. Había llegado a Montevideo muy joven, recién casado, acá lo esperaban unos parientes que le habían conseguido una casa donde vivir y trabajo. Y mire usted lo que es el destino, al mes de llegar, se le muere la mujer.
No quiso volver a España. Un día se compró el boliche de la esquina, y allí pasó el resto de su vida, solo, sin poder ni querer olvidar. Y así, hablaba lo estrictamente necesario, escuchando a los parroquianos como un confesor, quienes a pesar de su parquedad le tenían sincero aprecio. Yo creo que la soledad los hizo unirse y hacerse amigos. El asunto era que a las nueve de la noche, el gallego Paco servía dos cafecitos con coñac, dejaba al Carlitos de mozo en el mostrador, y se llevaba los cafecitos a una de las mesas junto a la ventana. Allí llegaba don Alberto fumando manso y se sentaban los dos.
-¿Y hablaban?
-No mucho. Pero hablaban, sí. A veces del tiempo, del fútbol, o de la guerra en Europa. Y entre un cafecito y otro, se contaban la vida. Y finalmente, creo que las nueve de la noche era, para ellos dos, la hora más importante del día.
-Vivían al cuete.
-No crea, vivieron intensamente la soledad y el dolor.
-Pero vivieron pa’dentro.
-Así somos los seres humanos. Unos viven pa’dentro, como usted dice y otros pa’ fuera. La vida nos va tallando a fuerza de golpes y a según como la enfrentamos es como se nos va formando el carácter. Algunas veces sacamos coraje de donde no hay, pero otras veces nos chicotea tanto, que nos apabulla y nos achica, y se nos van hasta las ganas de seguir tirando. ¿Nunca le pasó?
-Más bien.
-¿Ha visto? Y estos dos seres eran así, vivían pa’ dentro. Hasta que se encontraron. Porque vea usted que la amistad, cuando es sincera, es un bálsamo muy difícil de encontrar en estos tiempos. Y una noche mire lo que sucedió. Serían las diez y media de la noche, llovía agua que Dios manda, como si no hubiese llovido nunca. Don Alberto no atinaba a irse del boliche, esperando a que amainara. Así que en cuanto escampó el aguacero, se apresuró a cruzar hacia su casa. En eso, un camión que pasaba, atropelló a un perro que quedó tirado junto al viejo.
Don Alberto se acercó al animal que estaba golpeado, pero vivo. Como pudo lo arrastró y se lo llevó a su casa. Era un perro medio viejo, pero cuidado. Pensó que andaría perdido o escapado. Vaya a saber. El golpe había sido en la parte de atrás, estaba como descaderado. El pobre animal no se podía parar. El viejo lo cuidó días y días. Preguntó, no mucho ni muy fuerte, si alguien lo conocía. Nadie lo reclamó. Así que lo llamó Nerón y desde entonces don Alberto tuvo perro. Con el tiempo y los cuidados, Nerón volvió a caminar. Torcido, medio arrastrando las patas de atrás, pero andaba contento y pegado, día y noche, a su nuevo dueño. Como agradecido, vea usted.
-Como el perro no hay.
-Usted lo ha dicho. Desde entonces, fíjese, que noche a noche, llegaban al boliche del Paco don Alberto y su perro. Allí, bajo la mesa de los amigos, se echaba el animal a dormitar. A eso de las diez y media se desperezaba estirándose, y se iba con su dueño. Y en la casa que compartían, mientras las sombras se desparramaban por las habitaciones, el bicho dormía echado junto a la cama del viejo.
Por mucho tiempo los vimos juntos entre bohemios, filósofos y nostálgicos, en las ruedas de boliche del gallego Paco. Una noche se hicieron las nueve, las nueve y media y como no venían, don Paco mandó al Carlitos a ver que le pasaba a don Alberto. Un alboroto de dientes y ladridos no le permitió al muchacho ingresar a la casa. Entonces cruzó don Paco. El perro se le acercó gimiendo y acompañó al gallego hasta donde don Alberto, tendido en su cama, dormía su último sueño.
Con Nerón se quedaron los muchachos del taller mecánico. Pero a las nueve de la noche lo veíamos entrar al boliche. Allí, mientras don Paco se tomaba un cafecito, él se echaba a sus pies bajo la mesa y esperaba. A eso de las diez y media, arrancaba para el taller. Yo creo que don Alberto la noche esa, antes de morir, le recomendó al perro que acompañara al gallego. Para que no estuviera tan solo, digo yo. ¡Bicho inteligente el perro!
- Y fiel.
- Y fiel... “Cuanto más conozco a los hombres...
- Más quiero a los perros.”
- ¡Eso mismo! ¿Nos tomamos la penúltima?
-¿Y quién soy yo pa’ decir que no?
- ¡Chacho, otra vueltita, y serví acá al amigo!
Ada Vega, 1996
sábado, 18 de octubre de 2014
A destiempo
Maduraron a destiempo las frutas de aquel verano. Los duraznos jugosos y aterciopelados, las manzanas rojas y tentadoras, las uvas rosadas del dios Baco. Los damascos, las sandías y las naranjas.
Fue aquel un verano agobiante con un sol abrasador que mantenía a las personas tumbadas, sin deseos de trabajar, esperando el refresco de la tarde.
A la salida del pueblo, un camino bordeado de palmeras llegaba hasta la finca de don Emilio Acosta Piriz. Ubicada sobre un otero, al norte de Treinta y tres, la propiedad consistía en una amplia extensión de tierra dedicada a la labranza. Don Emilio junto a sus hijos y algunos peones, salían muy temprano a sus labores del campo y volvían cuando el sol del mediodía caía vertical.
Ese día, mientras un par de morenas preparaban la comida para todos, las muchachas que ayudaban en las tareas, volvían del monte de frutales con las canastas rebosantes Bajo la sombra fresca de un bosque de paraísos, haciendo un alto para un pequeño descanso, se sentaron con las faldas remangadas y se hartaron de comer.
Con ellas también se encontraba Merceditas, la hija menor de la familia Acosta Piriz, que acababa de cumplir sus quince años.
En la cocina doña Elvira, la esposa de Don Emilio, rodeada de latas de melaza y azúcar rubia, de canela y clavos de olor, iba preparando el almíbar y el caramelo a punto en ollas de cobre, donde se cocinarían los dulces y las mermeladas para consumir en el próximo invierno.
Aquellas dulzuras eran luego guardadas en frascos herméticos, y almacenadas en las amplias alacenas de la despensa. Todos los veranos la casa se inundaba de aquel aroma a frutas y dulces caseros.
Merceditas sentada bajo los árboles contaba muy entusiasmada a las muchachas, que esa tardecita había retreta en la plaza del pueblo y que ella concurriría con sus padres.
El paseo a la plaza a escuchar las interpretaciones de la banda era para el pueblo un acto de importancia social.
Allí se congregaban los vecinos más relevantes del lugar con sus hijas y sus hijos casamenteros. Las señoras se ponían al tanto sobre las tendencias de la moda, los caballeros se reunían a conversar de política y las chicas paseaban del brazo con sus primas y amigas alrededor de la pérgola donde se ubicaba la banda. Al pasar junto a los jóvenes reunidos en grupos, cambiaban con ellos saludos y miradas cargadas de intención animándolos, de ese modo, a que se les acercaran.
Aquella tarde la familia de don Emilio Acosta Piriz llegó a la plaza en una volanta. Doña Elvira tomó asiento en un banco junto a unas señoras de su amistad, mientras don Emilio, en grupo de correligionarios, se ponía al día con las últimas noticias llegadas desde la capital.
Mientras la banda interpretaba un vals de Strauss, Merceditas, con un grupo de amigas, fue a dar una vuelta por la plaza. A un costado de la banda, se encontraba un joven alto, de cabello y ojos oscuros, que la miró interesado. Ella también se sintió tocada. Quedó pensando en él hasta el otro día en que volvió a verlo en la esquina de la iglesia, cuando pasó con su madre para la misa de once.
El joven volvió a mirarla con una mirada llena de ruegos y promesas. Ella le devolvió, en la media sonrisa, la seguridad de ser correspondido.
Para la próxima tarde de retreta ya sabían ambos quién era quién. Presos del destino, se habían enterado que nada podía ser posible entre los dos. La familia de don Emilio pertenecía al partido político que gobernaba el país. La familia del joven era gente de Saravia. De todos modos, la primera tarde en que volvieron a encontrarse en la plaza, el muchacho se acercó y le confesó su amor. Ella lo aceptó de buen grado y le comunicó que pediría permiso a sus padres para que la visitara.
Merceditas no quiso esperar y esa misma noche habló con sus padres y les contó quién era su pretendiente. Si una bomba hubiese caído en la casa de don Emilio, no hubiese hecho tanto daño ni causado tanto dolor.
La madre juró que nunca, bajo ningún concepto, permitiría ella que un “blanco” pisara su casa. Demasiados familiares habían enterrado, caídos en batallas a manos de los blancos saravistas.
El padre se puso rojo de ira y gritó que nunca. Ni sobre su cadáver. La joven lloró, imploró. Las batallas ganadas y perdidas habían quedado atrás. Ellos ni siquiera habían nacido cuando esos hechos luctuosos ensangrentaron al país. Pero los padres no tranzaron. Jamás lo harían.
Le prohibieron volver a las tardes de retreta en la plaza del pueblo. A misa iría solamente acompañada de su madre.
Desde entonces Merceditas fue solo una sombra recorriendo la casa.
Un día recibió un mensaje.
Un día recibió un mensaje.
El joven enamorado calculando la reacción de su padre, cuando se enterara a qué familia pertenecía su enamorada, intentó un armisticio por el lado de su madre. Le habló con el corazón abierto rogándole que intercediera ante su padre, a fin de que aceptara a la joven que había elegido para madre de sus hijos. Le contó de su sincero amor por Merceditas y su deseo de casarse con ella. Su madre no reaccionó como el joven esperaba. Lo miró horrorizada sin poder creer lo que el hijo le decía.
No, jamás intercedería ante su marido por semejante despropósito. Aún lloraba a sus hermanos muertos en combate con los “colorados”.
Enterado el padre dijo que no permitiría esa unión bajo su techo. Que no había nacido el “colorado” que tuviese la osadía de atravesar la puerta de su casa. Y que si él se obstinaba en esos amores, abandonara la casa y se olvidara de que alguna vez tuvo padres.
Nunca se supo con certeza quien le llevó el mensaje a Merceditas. Alguien dijo que fue un peón de don Emilio. Otros, alguna de las muchachas que ayudaban en las tareas. Pero es indudable que alguien le avisó que esa noche debía esperar a su enamorado en el monte de frutales.
La joven a medianoche estaba allí. El muchacho llegó y en ancas de su caballo se la llevó. Llegaron a la estación del ferrocarril y con los boletos en la mano corrieron por el andén.
La campana del tren, que salía rumbo a la capital, amortiguó apenas el sonido seco de dos disparos.
Mientras el ferrocarril arrastraba su esqueleto de hierro y madera, los dos jóvenes quedaron sobre el andén.
Un viento porfiado intentó desprender de la mano del muchacho, los dos boletos marcados con destino a la gran ciudad del sur.
Doña Elvira en la mesa de la cocina, entre mieles perfumadas, canela y clavo de olor, prepara el dulce de zapallo en cal, para que los trozos no se deshagan. Los pequeños boniatos, parejos, iguales, con azúcar y miel. Los duraznos Rey del Monte, cortados a la mitad, en almíbar. Las jaleas de cáscaras de manzana.
Maduraron a destiempo, las frutas de aquel verano.
Ada Vega, 2003
Ada Vega, 2003
miércoles, 15 de octubre de 2014
Al final del otoño
Era extraño que aquel rosal trepador, se cubriera de pimpollos al final del otoño. No era época de florecer. Y más extraño ese rosal, por el que el viejo Leonidas pasó tantos desvelos. Lo había recogido de entre las ramas de una poda, que un vecino dejara en la calle para que el camión de la intendencia se las llevara. Pese a la apariencia de ser aquel, un arbolito debilucho, tenía una raíz fuerte y sana. De manera que lo trasplantó contra el muro, sobre el que cruzó hilos para ayudarlo a extenderse. Tardó en desarrollarse. De todos modos, un otoño de tibios soles, comenzó a crecer abrazado a la pared. Sus ramas se alargaron firmes sobre las guías de hilos, cubiertas de brillantes y dentadas hojas verdes. Sin embargo, a pesar de que fue creciendo firme y arrogante no acababa nunca de mostrar el más mínimo atisbo de florecer.
Leonidas, que conversaba con sus plantas como si fuesen sus hijas, no entendía por qué el bendito rosal se negaba a dar rosas. Y aunque cada año que pasaba seguía desdeñoso, siempre tuvo la certeza de que una primavera, a fuerza de paciencia y de cuidados, se le entregaría en racimos de pimpollos. No sucedió así. No en primavera. Sucedió en el mes de junio, cuando ya nadie esperaba que florecieran los rosales. Allí estaba el caprichoso rosal, dejando entrever los racimos de pequeños pimpollos matizados.
Aquella mañana de fines
de junio mientras podaba y retiraba maleza de los canteros, Leonidas escuchó
una animada conversación desde la casa y detuvo su trabajo para mirar hacia el
patio exterior que daba al jardín. Recordó entonces que Marcela, la directora de Casablanca, le había
comentado que ese día ingresaba a la residencial una nueva compañera. Observó un momento al grupo que
conversaba y alcanzó a divisar el rostro de la nueva. Por un instante se sintió desconcertado. No
podía ser ella. Tal vez la vista comenzaba a traicionarlo. Su vida había dejado muy atrás los años primeros y ese rostro que acababa de vislumbrar, lo retrotrajo a un tiempo
lejano. A un recuerdo triste, que guardaba dormido, del tiempo aquel de los
verdes años. Regresó a una época casi
olvidada. Volvió a recorrer los patios de la vieja casa donde pasó su infancia.
Vinieron a su memoria sus padres y sus hermanos. Y se vio él, entonces estudiante, en la ardiente primavera de su vida.
2
La casa de Leonidas se encontraba en un barrio fabril en los suburbios
de la ciudad. Casas bajas con chimeneas, calles adoquinadas y faroles en las esquinas de ochavas. Barrio
con olor a madreselvas y cielos enormes de lunas blancas.
A unas cuadras de su
casa vivía una familia muy pobre y de mal vivir. Los vecinos, gente toda de
trabajo, no la aceptaba. La conformaba una pareja con siete u ocho hijos que andaban todo el día en
la calle, pidiendo o robando. Cuando los padres lograban reunir algunos pesos
compraban alcohol, se emborrachaban, se insultaban, se castigaban entre ellos y
castigaban a los hijos. Temprano por las mañanas los mandaban a pedir, a robar y
no volver sin dinero.
Una de las niñas se llamaba Caterina. Era rubia, triste y
sucia. Tenía doce años y andaba siempre llorando por la calle. Caterina le
dolía en el corazón a Leonidas. Ansiaba crecer de una vez para protegerla. A veces se encontraban a la
vuelta del puesto de verduras y él le decía que la quería. Que no llorara. Que
cuando fuera más grande y consiguiera trabajo iban a vivir juntos. Entonces
ella lloraba con más ganas.
En aquellos días Leonidas tenía apenas catorce años y aunque
lo intentó no llegó nunca a definir el real sentimiento, aparte de una gran
ternura, que lo ataba a la muchacha. De lo que en cambio estuvo siempre seguro,
fue de su firme deseo de protegerla. Protegerla de la maldad de la gente. De
los hombres que la asediaban. De la ignominia de sus padres que la vendían por
una botella de alcohol. Entonces pensó que la amaba. Y tal vez la amó. Tal vez.
Con ese amor compasivo que despierta un cachorro apaleado, abandonado en la
calle una noche de lluvia.
Los padres comenzaron a preocuparse por el joven. Lo notaban desganado,
sin deseos de comer ni de estudiar. Fue el padre quién enfrentó la situación.
Indagó. Quiso saber qué le estaba pasando. No pudo aceptar la explicación que
dio Leonidas. No quiso. Su hijo se había enamorado de la única persona de la
cual no podía enamorarse. Caterina era
una chica de la calle. Todo el mundo lo sabía. ¿No se daba cuenta él? No era
amor, no, lo que sentía por ella. Era solamente lástima. Lástima, Leonidas.
¿Cómo te vas a enamorar de esa muchacha? ¡No, no vuelvas ni a mencionarlo!
Ya te vas a olvidar. Sacátela de la
cabeza. Sos muy chico todavía. ¡Qué podés saber vos de amores y mujeres! Ya vas
a encontrar, cuando termines los estudios, una buena chica de familia bien como nosotros de quien enamorarte. ¡Te pido por favor que te
olvides de ese asunto! Sos muy chico para entender ciertas cosas. Ella no es una muchacha para casarse.
¿Entendés? Ningún hombre honesto se casa
con una mujer de esas. ¡Vamos, Leonidas! No querrás que tu madre se enferme del
disgusto, ¿no?
Y Leonidas no supo qué
contestar
3
Caterina no tuvo tiempo de terminar la escuela. Era la mayor de los hermanos y
aprendió, junto con los primeros pasos, a extender la manita por una limosna.
Vestida siempre de túnica y moña, subía y bajaba sola de los ómnibus desde
antes de cumplir los cinco años. Al principio pedía una moneda y la gente le
daba, porque era bonita. En la calle aprendió a robar. Con amigos de la calle.
Entraban a los comercios dos o tres juntos, ellos entorpecían a los que estaban
comprando y ella, que era la más ágil, manoteaba lo que podía y salía
corriendo. Tenía diez años cuando una noche, borrachos, los padres la vendieron
a un fulano por cincuenta pesos. Después, cuando se les pasó la borrachera,
lloraron los padres por lo que habían hecho.
Al otro día la volvieron a vender.
Caterina, por primera vez, siente un poquito de felicidad. Les
cuenta a sus padres que el joven
Leonidas le prometió que cuando trabaje van a vivir juntos. La madre gritó
desaforada: ¡¿qué te dijo ese atorrante?!
¡¿Qué te va a llevar con él?!
Insultó el padre como
un demente: ¡la puta madre que lo parió! ¡Decile a ese guacho que no se meta con nosotros si no quiere que le
parta la cabeza de un fierrazo! Decile
que digo yo, no más. ¡Guacho de mierda!
Mal parido ¡V´ia tener que hablar con el padre pa´que lo ponga
en vereda, al hijo de puta! ¿Te fijaste vos como se mete la gente en lo que no
le importa? ¿No se da cuenta el guacho que vos tenés hermanos que mantener? Y
nosotros. Tu madre y yo. ¿De qué vamos a vivir? Ahora que los tipos te empiezan
a pagar bien, te quiere llevar. Mirá, ¡si
me dan ganas de salir ahora y
cagarlo a patadas! Desgraciado. Guacho hijo de mil putas. Lo v´ia matar, mirá. Más
vale que nunca lo vea contigo porque lo mato. ¡Te juro que lo mato!
Al mediodía
la vio en el almuerzo. Era ella, no cabía dudas. La pequeña Caterina del barrio
olvidado. La Caterina
con doce años llorando por la calle. Su primer amor. Amor delirante al que ella
misma lo obligó, una noche a renunciar.
Leonidas la miró para saludarla. Ella le
sonrió sin reconocerlo. ¡Habían pasado tantos años! Cómo podía reconocer en el
viejo que era ahora, a aquel adolescente que una vez le dijo que la amaba y que
un día se irían a vivir juntos.
Y él, por tercera vez,
permaneció callado.
4
Las matas de cartuchos,
con sus hojas grandes y lustrosas, los bulbos de gladiolos trasplantados, las
dalias dobles y los crisantemos, iban a su tiempo floreciendo en el jardín de
Casablanca. Leonidas en su oficio de jardinero fue haciéndose cada vez más
eficiente. Aprendió que según la luz que necesitan para desarrollarse pueden
las plantas dividirse en: plantas de solana y plantas de umbría. Que si se
multiplican por semillas, injertos o bulbos, requerirán más o menos riego. Que
es necesario abonar la tierra periódicamente, combatir los insectos que las
dañan y podar algunas de ellas.
Leonidas hace ya varios años que es jardinero de la Residencial Casablanca
para el Adulto Mayor. Comenzó después de haberse jubilado, por el deseo de
hacer algo con su vida, pues entendió que el tiempo le sobraba y el cuidado de
las plantas fue algo que siempre le atrajo. De hecho, siempre había tenido en
su casa un muy cuidado jardín. Cuando se enteró
que la residencial necesitaba un jardinero, se ofreció sin pretensiones.
Presentó referencias sobre su persona y fue aceptado de inmediato. Un par de
años después, cuando falleció su esposa, se dio cuenta de la soledad que lo
esperaba cada tarde al volver a su
hogar. De manera que un día decidió quedarse
a vivir en la residencial, donde se sintió realmente acompañado,
entrando a formar parte de aquella familia. La vida para Leonidas no ha tenido
demasiados altibajos. A veces, en las
tardecitas, se sienta bajo los árboles a tomar mate. Entonces los recuerdos lo
invaden. Examina, sopesa los años vividos. Y aunque reconoce logros y desaciertos no puede, no pudo nunca, arrancar de su pecho,
una espina que lo ha acompañado desde siempre y lo hiere todavía.
5
Hace días que
Leonidas no ve a Caterina. Cuando vuelve del liceo camina unas cuadras más,
para pasar por la casa de ella. El padre lo vio un día y le gritó: ¡Hijo de puta!
¿qué andás haciendo por acá? ¡Si te veo con la Caterina te v´ia matar!
Pensó que podría estar enferma y no tenía a quién
preguntarle. Después supo que no. Alguien dijo que la habían visto por el Centro. Trabajando. Él no lo podía
creer. Los vecinos del barrio no la querían, eso lo sabía bien. Tendría que
verlo con sus propios ojos. La gente a
veces se ensaña, inventa cosas.
Al cabo de unos meses la vio una noche salir de su casa. La
encontró más linda. Maquillada y bien vestida parecía de dieciocho. No dudó en
seguirla. Ella tomó un ómnibus para el Centro. Allí se paró en una esquina con
otras mujeres. No demoró en irse. Se le acercó un hombre, habló dos palabras y
se fue con él. Pasó junto de Leonidas sin advertir su presencia. Con la cabeza
apenas inclinada, presa todavía de un poco de vergüenza. Vergüenza que irá,
poco a poco, perdiendo para siempre y hasta nunca en ese submundo aberrante del
que no puede, no podrá ya salir. Evadirse. Donde deberá seguir, sin salvación
posible, arrojada allí como en una pesadilla. Convencida de que, aunque logre un día apartarse de esa vida,
será ya hasta el fin y para todos: una mujer de la calle. Recién entonces
Leonidas comprendió que la había perdido. Entendió que Caterina no podía
esperar a que él finalizara los estudios y consiguiera trabajo; terminara de
criarse y se hiciera un hombre. Ella ya
era una mujer. Los tiempos de ambos no eran los mismos. Los tiempos de él no
tenían prisa. Pero a ella la vida la venía empujando hacia un abismo al que no
tuvo más remedio que saltar.
Volvió al barrio con una herida que le laceraba el pecho. Por
mucho tiempo se culpó de no haber podido ayudarla. Después prefirió pensar que
la vida de ellos dos, tenía marcados caminos opuestos. Y decidió no volver a verla.
6
Cuando terminó el liceo, Leonidas ingresó al IPA. Era entonces un joven callado e introvertido.
Estudiaba historia y filosofía. Allí conoció a Marlene, una chica del interior,
que había venido a estudiar a la capital.
Compañeros de estudios, se hicieron primero amigos y luego, más enamorada ella
que él, formalizaron el noviazgo.
Marlene vivía en Montevideo en una casa para estudiantes con la idea de que, una vez
recibido el título, volvería a su ciudad. Por lo tanto, a partir del
noviazgo, la joven le propuso a
Leonidas, irse a vivir con ella a su departamento. Él aceptó, pues era una
forma de desprenderse del recuerdo de
Caterina, que continuaba mortificándolo. Pues en su pensamiento la veía niña,
llorando por las calles del barrio, y otras veces hecha una mujer pintados los
ojos y la boca, vendiendo por las esquinas del Centro su belleza fugaz.
En esos años, más de una vez, la buscó e intentó hablarle.
Ella no quería escucharlo. Una noche, sin embargo, conversaron. Él estaba
terminando el profesorado. Ese verano se casaba con Marlene y se iba a vivir al
litoral. Sintió deseos de verla, de hablar con ella. Tal vez, nunca más volverían a encontrarse.
Una noche pasó por la esquina donde sabía que podía
encontrarla. Se fueron juntos a tomar un café por la Ciudad Vieja. Las
luces aburridas de los faroles estiraban sombras sobre las veredas
cuadriculadas. El país arrastraba sinsabores. Poca gente y poca plata en la
calle. Entraron a un boliche esquinero alumbrado por una magra lamparilla que
regaba su luz moribunda sobre el mostrador. Mientras el mozo se empeñaba
con las palabras cruzadas de El Diario,
el patrón, sentado frente a la registradora, descabezaba el sueño de la media
noche.
En la radio: Magaldi
el sentimental.
Se sentaron al fondo, donde casi no llegaba la luz. El
muchacho no sabía cómo empezar a hablar, ni qué decir. Ella lo miró desde sus
avezados veinte años y sonrió.
—Bueno, Leonidas, hablá
¿qué querés decirme? Conseguiste
trabajo. Me vas a llevar a vivir con vos. Cuanto ganás. Podrás bancarme. Sabés
la guita que hago yo por noche. Vas a trabajar vos para mí. ¿O voy a trabajar
yo para vos?
¡Hablá! ¿Qué querías
decirme?
Volvió a sonreír con
una sonrisa que no le conocía. Trágica. Absurda. Él intentó ver a través de
aquella hermosa muchacha que lo miraba
desafiante, a la frágil Caterina que un
día amó y que todavía le dolía. La buscó
detrás de los ojos burlones y la boca pintada. Supo que seguía allí. Pequeña.
Desamparada. Oculta tras un disfraz denigrante que la vida le ofreció por
vestidura. En las preguntas de la joven encontró las respuestas que había ido a
buscar. Se sintió torpe. Fuera de lugar.
Avergonzado de estar allí. De haberla buscado. Si él ya había resuelto
su vida. No tenía derecho a perturbar a la muchacha que estaba, tan solo,
intentando sobrevivir.
Ella tomó el bolso, se puso de pie y dijo con preeminencia:
—Viví tu vida Leonidas, y dejame a mí vivir la mía. Olvidate. No quiero volver a verte... gracias por el café.
—Viví tu vida Leonidas, y dejame a mí vivir la mía. Olvidate. No quiero volver a verte... gracias por el café.
Le palmeó el hombro y
lo miró con unos ojos que hablaban de un tiempo pasado. —Chau, pibe —le susurró casi con ternura maternal al
despedirse.
Colgó su bolso al hombro. Sacudió la cabeza y la mata de su
cabello cayó sobre la espalda, como el telón de un trágico final. Se fue haciendo equilibrio sobre
unos tacos increíbles. Luciendo una falda demasiado corta y un escote demasiado
largo.
Leonidas quedó impávido sentado en el boliche. Caterina había
tomado la palabra y en cuatro frases marcó el tablero. Colocó las fichas de
cada lado y esperó a que él moviera. Sabía que él no se iba a animar. Por
experiencia lo supo. Y comenzó ella a jugar. Cada pregunta era una jugada. Lo
apabulló ante la destreza con que llevó la conversación. Y él, por segunda vez,
no pudo hablar. No se animó. La joven
comenzó y terminó el juego. Dijo todo lo que había que decir y se retiró poniéndole fin a la ajetreada relación que,
alguna vez, pudo haber existido entre los dos.
Y Leonidas supo esa noche que Caterina lo había marcado
a fuego y que esa marca la llevaría mientras viviera.
7
Habían pasado ya
varios días desde la llegada de la nueva a Casa del Parque. No dejó de
llamar la atención de todos los
residentes, lo pronto que se adaptó a la
vida en la residencial. No era común. Por lo general, a las señoras les cuesta
un poco acostumbrarse a la convivencia
con personas ajenas a su entorno familiar. Extrañan y es comprensible, dejan su
casa, sus muebles, recuerdos, afectos que las han acompañado durante toda su vida.
A los señores también les cuesta integrarse. Por lo menos al principio.
Deben hacer un esfuerzo, hasta que se
conozcan, luego la camaradería surge sola. De modo que esta señora que desde el
primer día de su ingreso se sintió como en su casa, les ha llamado gratamente
la atención a todos. Ha entablado una amistad franca con los residentes y con
el personal. Tan cómoda y feliz se encuentra que pareciera que nunca hubiese
vivido tan bien. Tan acompañada. Tan protegida.
Con Leonidas conversan
asiduamente. Ella baja al jardín y se
sienta en un banco a conversar con el jardinero. Le encanta hablar. Cuenta
cosas agradables de su vida pasada. Leonidas le hace preguntas directas. Si era
casada. Si tuvo hijos. En qué barrio nació. Y ella complacida ha comenzado a
contarle su vida.
Nací, dice, en un barrio muy lindo. Por el Parque Rodó.
¿Conoce señor Leonidas ese barrio? Mi
madre nos llevaba todos los días a pasear por el parque. En otoño íbamos para
el lado de las canteras a tomar sol. Por el campo de Golf. ¿Conoce el campo de
Golf? En verano nos llevaba a la playa y
a pasear por la rambla. Nosotros éramos dos hermanos, nada más. Mi mamá y mi
papá eran muy buenos y nos querían mucho. Mi padre trabajaba. Era muy
trabajador. Le compró una casa preciosa a mi madre. Ahí nací yo. Por el Parque
Rodó. A los dos hermanos nos mandaron a estudiar. Fuimos a la escuela y al
liceo. Nos cuidaban mucho, sabe. Yo nunca trabajé porque a mi padre no le
gustaba que anduviese por la calle. Él decía que no tenía ninguna necesidad de
salir a trabajar. Yo salí de mi casa para casarme.
Me casé de vestido
blanco...con un velo largo, muy largo. Y flores. Llevaba flores en las manos.
Un ramo de rosas. Como esas. Esas chiquitas. Las del muro. Como las rositas del
muro. Sí, iguales a las rositas del muro. Sí, señor Leonidas, gracias a Dios,
yo tuve una vida muy linda.
—¿Con quién se casó señora Caterina? Cómo se llamaba su
esposo ¿Se acuerda?
—Si, como no me voy a acordar. Se llamaba Leonidas. Como
usted. Qué casualidad ¿no? Fue mi único novio. Lo conocí cuando iba a la
escuela. O al liceo. No me acuerdo bien. Fuimos novios y después nos casamos.
Yo me casé con un vestido blanco...y un velo largo, muy largo... Después nos
fuimos del barrio.
—¿Se mudaron del Parque Rodó?
—¿Del Parque Rodó?
—¿No me dijo que vivía por el Parque Rodó?
-—Ah, sí, creo que vivíamos por el Parque Rodó. De eso no me acuerdo muy bien.
—¿Y tuvieron hijos?
—¿Hijos? Sí, creo que sí. Muchos hijos. O pocos. Uno o dos.
No me acuerdo cuantos hijos tuvimos. De
algunas cosas me olvido, sabe. De algunas cosas. De otras no. De otras no me
olvido. Creo.
Mientras cuenta, Leonidas comprueba el deterioro que ha
sufrido la mente de Caterina. No sabe, la anciana, quién es en realidad. Vive
en un estado de semi locura habitando un mundo de personajes irreales que la hacen
engañosamente feliz.
Marcela le ha contado a Leonidas que la señora Caterina no
está del todo bien. Que ha perdido la
memoria y que confunde las cosas y las
personas. También le ha dicho que la dejó en la residencial una señora muy
católica, quien se hizo cargo de todos sus gastos. La señora, contó Marcela, la
había sacado de la calle como un acto de caridad, una tarde muy fría en que la
pobre se había cobijado en su portal.
Leonidas comprende que la casualidad o el destino han hecho
que volvieran a encontrarse cuando las
vidas de ambos, están ya al final del otoño.
No sabe, aunque se
imagina, la vida que ella llevó todos esos años en que no supieron el uno del
otro. Mientras tanto Caterina sigue contando, cuenta la vida que le hubiese
gustado vivir. Y la cuenta como si
realmente la hubiera vivido.
Ha conseguido dejar a
un lado de su memoria, la vida de oprobio que llevó. Ha inaugurado un mundo
propio. Mágico. En el que se ha instalado a vivir con todo el derecho del mundo
y donde, ella misma, construirá la felicidad que durante toda su vida le fue
negada. Edificará su vida desde los cimientos. Le contará a este viejo
jardinero, que escucha con atención sus
relatos, sobre su niñez en una hermosa casa junto a dos padres que la amaron y
la cuidaron. Le contará de Leonidas, su primer y único amor, con quien se casó
un día. De su juventud dichosa, de los hijos adorados y sus viajes por el mundo, junto a un
marido que la amó y fue su apoyo.
Le contará una historia fantástica donde ella será la única protagonista. Un
hermoso cuento de Hadas en el que será, al fin, inmensamente feliz.
—Estuve en España y
en Francia. Estuve en París. En el Sena...
—¿Con su esposo,
estuvo?
—¿Mi esposo...?
—¿No fue a París con
su esposo?
—No sé... creo que sí...
—¿Y cómo es París?
—París... no sé.... no
sé cómo es París...nunca fui a París...
Ada Vega, 2006, http://adavega1936.blogspot.com.uy/
jueves, 9 de octubre de 2014
Un árbol junto a la medianera
Tenía azules los ojos. Y entre sus largas y arqueadas
pestañas yo sentía reptar su mirada azul, desde mis pies hasta mi cabeza,
deteniéndose a trechos.
Entonces vivía con mis padres y mis hermanos a la orilla de un pueblo
esteño, cerca del mar. Mi casa era un caserón antiguo, del tiempo de la colonia,
de habitaciones amplias y patios
embaldosados. Con jardín al frente y hacia el fondo, una quinta con frutales. A
ambos lados de la casa una pared de piedra que hacía de medianera, nos separaba
de la casa de los vecinos. El resto de la quinta lo rodeaba un tejido de
alambre cubierto de enredaderas.
Uno de los vecinos era don Juan Iriarte, un hombre que había quedado viudo muy joven,
con tres niños, empleado del Municipio. La casa y los niños se hallaban al
cuidado de la abuela y una tía, por parte de madre, que fueron a vivir con
ellos ha pedido de don Juan, cuando faltó la dueña de casa.
En los días de esta historia yo tenía dieciocho años y un novio alto y moreno que trabajaba en el
ferrocarril, que hacía el recorrido diario del pueblo a la capital. Se llamaba
Enrique y venía a verme los sábados pues era el día que descansaba. Enrique era
honesto y trabajador. Nos amábamos y pensábamos casarnos.
Mi padre y mis hermanos trabajaban en el pueblo y mi madre y yo nos entendíamos con los
quehaceres de la casa ayudadas por Corina, una señora mayor que se dedicaba
principalmente a la cocina y que vivió toda su vida con nosotros. Yo era la
encargada de lavar la ropa de la familia. Tarea que realizaba en el fondo de casa, en un
viejo piletón, una o dos veces por semana.
Cierto día, la mirada azul del mayor de los hijos de don Juan
empezó a inquietarme. Comencé por intuir
que algo no estaba bien en el fondo de mi casa. Como si una entidad desconocida estuviese, ex profeso, acompañándome. Hasta que lo vi subido a un
árbol junto a la medianera. Era un niño que sentado en una rama me miraba muy
serio, entrecerrando los ojos como si la
luz del sol le molestara.
Pese a comprobar que
la ingenua mirada de aquel niño sentado en una rama no merecía mi inquietud, no
alcanzó a tranquilizarme lo suficiente. Traté por lo tanto de restarle
importancia. Sin embargo al pasar los días no lograba dejar de preocuparme su obstinada presencia pues,
por más que fuera un niño, me molestaba sentirme observada. De modo que me dediqué a pensar
que algún día se aburriría y dejaría de vigilarme.
Pasaron los meses. Por temporadas lo ignoraba, trataba de
olvidarme de aquel muchachito subido al
árbol con sus ojos fijos en mí. Un día hablando con mi madre de los hijos de
don Juan, me dijo que el mayor estaba por cumplir catorce años. ¿Catorce años?,
dije, creí que tendría diez. —Los años pasan para todos, dijo mi madre. — La mamá
ya hace ocho años que murió y el mayorcito hace tiempo que va al liceo.
Desde el día que vi a Fernando por primera vez encima del
árbol, habían pasado algo más de dos años. Nunca lo comenté con nadie. A pesar
de que alguna vez lo increpé duramente: ¡Qué mirás tarado!, le decía con rabia,
¿no tenés otra cosa que hacer que subirte a un árbol para ver qué hacen tus
vecinos? Nunca me contestó ni cambió de actitud, de todos modos su fingida
apatía lograba sacarme de quicio y alterar mis nervios.
Finalmente llegó el día en que su presencia dejó de
preocuparme. Cuando salía a lavar la ropa ya sabía yo que él estaba allí.
Algunas veces dejaba mi tarea y lo miraba fijo. Él me sostenía la mirada,
siempre serio. Yo me reía de él y volvía a mi trabajo. Hasta que una tarde pasó
algo extraño: había dejado la pileta y con las manos en la cintura enfrenté,
burlándome, como lo había hecho otras veces, su mirada azul. Entonces sus ojos
relampaguearon y me pareció que su cuerpo entero se crispaba. Aparté mis ojos
de los suyos y no volví a enfrentarlo. Sentí que el corazón me golpeaba con fuerza y comprendí que aquella mirada
azul, no era ya la mirada de un niño.
Ese verano cumplí veinte años y fijamos con Enrique la fecha
para nuestro casamiento. Yo había estado siempre enamorada de él, sin embargo,
aquella próxima fecha no me hacía feliz,
como debiera. Un sábado al atardecer salimos juntos al fondo, para poner al
abrigo unas macetas con almácigos, pues amenazaba lluvia.
Cuando volvíamos Enrique me arrimó a la medianera de enfrente
a la de don Juan y comenzó a besarme y acariciar mi cuerpo. Mientras lo
abrazaba levanté la cabeza y vi a Fernando que nos observaba desde su casa. Arreglé mi ropa nerviosamente y me
aparté de Enrique que, sin saber qué pasaba, siguiendo mi mirada vio al
muchachito en el árbol.
—¿Qué hace ese botija ahí arriba?, me preguntó. —No sé, le contesté, él vive en esa casa. —¿Y qué hace arriba del árbol? –—No sé. ¿Qué
otra cosa podía decirle, si ni yo misma
sabía que diablos hacía el chiquilín ahí arriba? Salí caminando para entrar en
la casa seguida por Enrique que continuaba hablándome, enojado: — ¡Habría que
hablar con el padre, no puede ser que el muchacho se suba a un árbol para mirar
para acá! ¡Está mal de la cabeza! —¡Es
un chico! —le dije para calmarlo un poco, son cosas de chiquilín. -—¡Es que no es un chiquilín, es un muchacho
grande!, me contestó, ¡es un hombre!
¡Un hombre! pensé, y mi mente fue hacia él, hacia aquellos
ojos azules que, sin poder evitarlo, habían comenzado a obsesionarme. A
perseguirme en los días y en las noches de mi desconcierto. Un desconcierto que
crecía en mí, ajeno a mi voluntad,
creando un desbarajuste en mis sentimientos. No podía entender por qué me
preocupaba ese chico varios años menor que yo, que solo me miraba.
Al día siguiente salí al fondo de casa con la ropa para
lavar. No miré para la casa de al lado. No sé si el vigía se encontraba en su
puesto. Enjuagué la ropa y fui a tenderla en las cuerdas que se encontraban al
fondo de la quinta. Me encontraba tendiendo una sábana cuando oí unos pasos
detrás de mí. Al darme vuelta me encontré de frente con Fernando que, sin decir
una palabra, me tomó con energía de la cintura, me atrajo hacia él y me besó
con furia. Sus ojos de hundieron en los míos y sentí su hombría estremecerse
sobre la cruz de mis piernas.: —No te
cases con Enrique —me dijo—, espérame
dos años. —Dos años, para qué —le
pregunté. —Porque en dos años cumplo
dieciocho, estaré trabajando y podremos
vivir juntos. —Pero Fernando, tienes apenas dieciséis años, y yo tengo veinte...yo...no
es esperarte, ¡esto no puede ser!
—No siempre voy a tener dieciséis años, un día voy a tener
veinte y vos vas a tener veinticuatro y un día voy a tener treinta y vos vas a
tener treintaicuatro ¿cual es el
problema? —Después no sé, pero ahora es una locura, yo no puedo... ¡voy a casarme! —Vos no te podés casar con
Enrique porque ahora me tenés a mí. ¿Dudás de que yo sea un hombre? —No, no
dudo, es que yo no... Vos estás confundido, no te das cuenta, ¡estás confundido! Pero, por favor, ahora vuelve a tu casa, no
quiero que alguien te encuentre acá, ¡por favor! —Me voy, pero esta noche quiero verte, te
espero a las nueve. —No, no me esperes —le
dije—, porque no voy a venir. —Vas
venir —me contestó.
Pasé el resto del día
nerviosa, preocupada, asustada. Feliz. Era consciente de que aquella
situación no era correcta. Pero no podía
dejar de pensar en lo sucedido esa mañana. No había, siquiera, intentado
resistirme. Dejé que me abrazara y me besara, y sentí placer. Hubiera querido
seguir en sus brazos. ¿Qué significaba eso? Abrigaba sentimientos
desencontrados. En mi cabeza reconocía que no era honesto lo sucedido, pero en
mi pecho deseaba volver a vivirlo. No
sabía como escapar de la situación que se me había planteado, y a la vez rechazaba
la idea de escapar. De lo que no dudaba era de que aquello no tendría buen fin.
Que si alguien se enterase, sería un terrible escándalo. Para mi familia y para
la de él. Entendía que para Fernando era una aventura propia de su edad. Pero
yo era mayor, era quien tenía que poner fin a esa alocada situación antes de
que pasara a mayores. Decidí por lo
tanto no salir esa noche a verlo y conseguir, cuando fuese a lavar la ropa, que mamá o Corina me acompañaran.
La firme decisión de no concurrir a la cita de las nueve de
la noche se fue debilitando en el correr de las horas. A las nueve en punto en
lo único que pensaba era en encontrarme con Fernando en el cobijo de la quinta.
La noche estaba cálida y estrellada. La
luna en menguante se asomaba apenas, entre los árboles. Salí, sin encender la
luz, por la puerta de la cocina como una sombra.
Estaba esperándome. Me condujo de la mano hasta la parte más
umbría de la quinta. Me besó una y mil veces. Y me hizo el amor como si todo el
tiempo que estuvo observándome desde su casa, hubiese estado juntando deseo y
coraje.
Y yo lo dejé entrar en
mí, deseando su abrazo, como si nunca me hubiesen amado o como si fuese esa la
última vez.
Después pasaron cosas. No muchas. Cuando Fernando cumplió
dieciocho años nos vinimos a vivir a la capital. Cada tanto volvemos al pueblo
a ver a mis padres y a mi suegro. Mis
hermanos se casaron y se quedaron a vivir por allá. La abuela de Fernando murió
hace unos años y el padre se casó con la tía que vino a cuidarlos cuando eran
chicos. Enrique vive en EE.UU. La quinta de mi padre está un poco abandonada.
El viejo piletón aún se encuentra allí. Cuando voy a la casa entro a la quinta hasta la parte más umbría
que fue refugio de nuestro amor secreto. Allí vuelvo a ver a aquel chico de dieciséis
años empeñado en demostrarme que era todo un hombre. Aquel chico de la mirada
azul que por su cuenta decidió un día trocar mi destino, trepado a un árbol
junto a la medianera.
Ada Vega http://adavega1936.blogspot.com/
Ada Vega http://adavega1936.blogspot.com/
domingo, 5 de octubre de 2014
La farolera
Había pasado su infancia en
una casa de bajos de un barrio
montevideano. Un barrio suburbano de gente
sencilla. De trabajo. Con veredas anchas
y árboles cargados de gorriones barullentos al norte de la capital.
Un barrio alejado de las
playas que bordean la ciudad donde, por las tardecitas, los vecinos se sentaban
a conversar en las veredas y las niñas hacían rondas y cantaban:
“La
farolera tropezó y en la calle se cayó
y al
pasar por un cuartel se enamoró de un coronel...”
Saltaban a la
cuerda :
“Al
pasar la barca me dijo el barquero:
las
niñas bonitas no pagan dinero.
Yo
no soy bonita, ni lo quiero ser,
porque
las niñas bonitas se echan a perder...”
Imitaban un baile de palacio con una canción
que decía:
“Andelito andelito de oro, un sencillo y un marqués,
Que me ha dicho una señora que bellas
hijas tenéis.”
y también decía:
“Téngala usted bien guardada. -Bien guardada la tendré
sentadita en silla de oro en los
palacios del rey.”
Recordaba los años de escuela de
túnica blanca y moña azul. Las tablas de multiplicar, las vocales y las
consonantes. Son diecinueve los departamentos. El Éxodo del pueblo Oriental. Y,
orientales la patria o la tumba. El
primer libro de cuentos que leyó en primero: La Cenicienta y aquel
primer poema del charrúa de los ojos azules:
El Uruguay y el Plata vivían su
salvaje primavera... y entre El gato con botas y
Bernardette: La cabaña del tío Tom.
Después el liceo. Desde el primer año, Francés y: fermez la
bouche. Y también: Cuentos de la selva,
Tacuruces, Los albañiles de los tapes y
Química y Física. En tercero
Inglés, open the door y: El cántaro
fresco, Los cálices vacíos y La isla de los cánticos. En cuarto mucha
literatura (no existían los celulares, no se conocían las computadoras, recién
comenzaban a llegar los primeros televisores, todo el mundo leía): Onetti,
Espínola, Morosoli, Quiroga, E.Acevedo, Arregui, Hernández y más, muchos más, Y
se terminó el liceo. Después taquigrafía y dactilografía y el empleo en las
oficinas de un Comercio Mayorista. Para
Ana Clara se abriría otro mundo. Atrás quedarían las mañanas de la escuela, las
tardes del liceo y su pasión por los libros. Piensa y no recuerda cuando ni por
qué dejo de leer.
En su empleo del
Comercio Mayorista conoció a Raúl. Un
muchacho serio y muy tranquilo que estudiaba derecho. Se enamoraron en cuanto
se vieron y se hicieron novios. Vivía,
le dijo él, cerca de la costanera
a una cuadra de la playa. Ana Clara conocía muy poco esa parte de la ciudad.
Una tarde fueron a caminar por la rambla. Acá es Trouville,
le mostró Raúl. (Aún estaban las piletas donde se enseñaba a nadar). Y esta es
Pocitos, le dijo al llegar a la playa. Ella quedó maravillada. Miró hacia el
mar y hacia los edificios de apartamentos que se levantan sobre la rambla y
dijo: quiero vivir ahí. El muchacho se rió ante la ocurrencia, seguro de que
nunca podría pagar un apartamento en la rambla. Se casaron, al tiempo,
realmente enamorados los dos. Alquilaron un apartamento en el Centro, cerca del
empleo de ambos. Él se recibió de abogado y siguió trabajando en la empresa
donde lo ascendieron con sueldo mejorado.
Ana Clara seguía
soñando con el departamento en la
rambla.
Un día el dueño de la empresa comenzó a mirarla con un velado
interés. Era un hombre mayor, casado, con hijos grandes. Ana Clara le pidió un
departamento en la rambla y él le puso un departamento en el octavo piso de un
edificio frente al mar. “Sentadita en
silla de oro en los palacios del rey” .
Ella juntó su ropa,
abandonó a su marido y dejó el empleo
del Comercio Mayorista. Al poco tiempo el dueño de la empresa se separó de su familia y se fue a vivir con
ella. Y un día se casaron.
Ana Clara consiguió más, mucho más de lo
que alimentó en sus sueños escondidos: joyas, cruceros por el mundo,
automóvil, casa de verano en las playas del
este.
Ahora se encuentra en la terraza de su departamento que da sobre la rambla. Acaba de llegar de una fiesta.
Está hermosa con su vestido de fiesta ceñido al cuerpo. Deslumbran sus alhajas.
Su esposo ha bajado un momento a guardar el auto y ella se ha quedado
pensativa.
Es una apacible noche
de verano. La rambla está concurrida de paseantes. El mar está sereno. Allá, a
la derecha, como en una cuña metida en el mar, parpadea el faro de Punta
Carretas.
La ciudad de Montevideo es hechicera. Hermosa y seductora descansa junto al Río de la Plata : su cómplice y amante.
Ana Clara recuerda su vida pasada. La casa en el viejo barrio
al que nunca más volvió. “Yo no soy
bonita ni lo quiero ser, porque las niñas bonitas se hechan a perder”. Las
amigas de entonces y sus juegos en la vereda. La escuela lejana: “no ambiciono otra fortuna otra fortuna, ni reclamo más honor más honor
que morir por mi bandera, la bandera bicolor” El liceo donde hizo amigos que no volvió a ver.
Su entrada a las oficinas de la empresa
mayorista.
Recuerda a Raúl.
Admite que no se portó bien con él. Raúl era muy bueno y la quería mucho. Ella
también lo quiso mucho. Pero con él no
hubiese tenido nunca todo lo que le dio su marido. Se pregunta qué habrá sido
de su vida. Cuando lo dejó y abandonó el departamento que compartían, él se fue de la empresa. Ana Clara no
preguntó. Nunca le interesó saber que fue de él.
“las niñas bonitas no pagan dinero...”
Arrecia el viento que viene del mar. Trae consigo un olor
profundo de peces dormidos, de algas y caracolas. En las noches siempre
refresca en la zona costera. Ana Clara se acerca al balcón y queda, por un momento, observando un
barco iluminado que, a lo lejos, va perdiéndose en la oscuridad. Entonces saltó.
“La farolera tropezó y en la calle se
cayó
Y al pasar por un cuartel se enamoró de un coronel”.
Y al pasar por un cuartel se enamoró de un coronel”.
Ada Vega, 2010
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