Era extraño que aquel rosal trepador, se cubriera de pimpollos al final del otoño. No era época de florecer. Y más extraño ese rosal, por el que el viejo Leonidas pasó tantos desvelos. Lo había recogido de entre las ramas de una poda, que un vecino dejara en la calle para que el camión de la intendencia se las llevara. Pese a la apariencia de ser aquel, un arbolito debilucho, tenía una raíz fuerte y sana. De manera que lo trasplantó contra el muro, sobre el que cruzó hilos para ayudarlo a extenderse. Tardó en desarrollarse. De todos modos, un otoño de tibios soles, comenzó a crecer abrazado a la pared. Sus ramas se alargaron firmes sobre las guías de hilos, cubiertas de brillantes y dentadas hojas verdes. Sin embargo, a pesar de que fue creciendo firme y arrogante no acababa nunca de mostrar el más mínimo atisbo de florecer.
Leonidas, que conversaba con sus plantas como si fuesen sus hijas, no entendía por qué el bendito rosal se negaba a dar rosas. Y aunque cada año que pasaba seguía desdeñoso, siempre tuvo la certeza de que una primavera, a fuerza de paciencia y de cuidados, se le entregaría en racimos de pimpollos. No sucedió así. No en primavera. Sucedió en el mes de junio, cuando ya nadie esperaba que florecieran los rosales. Allí estaba el caprichoso rosal, dejando entrever los racimos de pequeños pimpollos matizados.
Aquella mañana de fines
de junio mientras podaba y retiraba maleza de los canteros, Leonidas escuchó
una animada conversación desde la casa y detuvo su trabajo para mirar hacia el
patio exterior que daba al jardín. Recordó entonces que Marcela, la directora de Casablanca, le había
comentado que ese día ingresaba a la residencial una nueva compañera. Observó un momento al grupo que
conversaba y alcanzó a divisar el rostro de la nueva. Por un instante se sintió desconcertado. No
podía ser ella. Tal vez la vista comenzaba a traicionarlo. Su vida había dejado muy atrás los años primeros y ese rostro que acababa de vislumbrar, lo retrotrajo a un tiempo
lejano. A un recuerdo triste, que guardaba dormido, del tiempo aquel de los
verdes años. Regresó a una época casi
olvidada. Volvió a recorrer los patios de la vieja casa donde pasó su infancia.
Vinieron a su memoria sus padres y sus hermanos. Y se vio él, entonces estudiante, en la ardiente primavera de su vida.
2
La casa de Leonidas se encontraba en un barrio fabril en los suburbios
de la ciudad. Casas bajas con chimeneas, calles adoquinadas y faroles en las esquinas de ochavas. Barrio
con olor a madreselvas y cielos enormes de lunas blancas.
A unas cuadras de su
casa vivía una familia muy pobre y de mal vivir. Los vecinos, gente toda de
trabajo, no la aceptaba. La conformaba una pareja con siete u ocho hijos que andaban todo el día en
la calle, pidiendo o robando. Cuando los padres lograban reunir algunos pesos
compraban alcohol, se emborrachaban, se insultaban, se castigaban entre ellos y
castigaban a los hijos. Temprano por las mañanas los mandaban a pedir, a robar y
no volver sin dinero.
Una de las niñas se llamaba Caterina. Era rubia, triste y
sucia. Tenía doce años y andaba siempre llorando por la calle. Caterina le
dolía en el corazón a Leonidas. Ansiaba crecer de una vez para protegerla. A veces se encontraban a la
vuelta del puesto de verduras y él le decía que la quería. Que no llorara. Que
cuando fuera más grande y consiguiera trabajo iban a vivir juntos. Entonces
ella lloraba con más ganas.
En aquellos días Leonidas tenía apenas catorce años y aunque
lo intentó no llegó nunca a definir el real sentimiento, aparte de una gran
ternura, que lo ataba a la muchacha. De lo que en cambio estuvo siempre seguro,
fue de su firme deseo de protegerla. Protegerla de la maldad de la gente. De
los hombres que la asediaban. De la ignominia de sus padres que la vendían por
una botella de alcohol. Entonces pensó que la amaba. Y tal vez la amó. Tal vez.
Con ese amor compasivo que despierta un cachorro apaleado, abandonado en la
calle una noche de lluvia.
Los padres comenzaron a preocuparse por el joven. Lo notaban desganado,
sin deseos de comer ni de estudiar. Fue el padre quién enfrentó la situación.
Indagó. Quiso saber qué le estaba pasando. No pudo aceptar la explicación que
dio Leonidas. No quiso. Su hijo se había enamorado de la única persona de la
cual no podía enamorarse. Caterina era
una chica de la calle. Todo el mundo lo sabía. ¿No se daba cuenta él? No era
amor, no, lo que sentía por ella. Era solamente lástima. Lástima, Leonidas.
¿Cómo te vas a enamorar de esa muchacha? ¡No, no vuelvas ni a mencionarlo!
Ya te vas a olvidar. Sacátela de la
cabeza. Sos muy chico todavía. ¡Qué podés saber vos de amores y mujeres! Ya vas
a encontrar, cuando termines los estudios, una buena chica de familia bien como nosotros de quien enamorarte. ¡Te pido por favor que te
olvides de ese asunto! Sos muy chico para entender ciertas cosas. Ella no es una muchacha para casarse.
¿Entendés? Ningún hombre honesto se casa
con una mujer de esas. ¡Vamos, Leonidas! No querrás que tu madre se enferme del
disgusto, ¿no?
Y Leonidas no supo qué
contestar
3
Caterina no tuvo tiempo de terminar la escuela. Era la mayor de los hermanos y
aprendió, junto con los primeros pasos, a extender la manita por una limosna.
Vestida siempre de túnica y moña, subía y bajaba sola de los ómnibus desde
antes de cumplir los cinco años. Al principio pedía una moneda y la gente le
daba, porque era bonita. En la calle aprendió a robar. Con amigos de la calle.
Entraban a los comercios dos o tres juntos, ellos entorpecían a los que estaban
comprando y ella, que era la más ágil, manoteaba lo que podía y salía
corriendo. Tenía diez años cuando una noche, borrachos, los padres la vendieron
a un fulano por cincuenta pesos. Después, cuando se les pasó la borrachera,
lloraron los padres por lo que habían hecho.
Al otro día la volvieron a vender.
Caterina, por primera vez, siente un poquito de felicidad. Les
cuenta a sus padres que el joven
Leonidas le prometió que cuando trabaje van a vivir juntos. La madre gritó
desaforada: ¡¿qué te dijo ese atorrante?!
¡¿Qué te va a llevar con él?!
Insultó el padre como
un demente: ¡la puta madre que lo parió! ¡Decile a ese guacho que no se meta con nosotros si no quiere que le
parta la cabeza de un fierrazo! Decile
que digo yo, no más. ¡Guacho de mierda!
Mal parido ¡V´ia tener que hablar con el padre pa´que lo ponga
en vereda, al hijo de puta! ¿Te fijaste vos como se mete la gente en lo que no
le importa? ¿No se da cuenta el guacho que vos tenés hermanos que mantener? Y
nosotros. Tu madre y yo. ¿De qué vamos a vivir? Ahora que los tipos te empiezan
a pagar bien, te quiere llevar. Mirá, ¡si
me dan ganas de salir ahora y
cagarlo a patadas! Desgraciado. Guacho hijo de mil putas. Lo v´ia matar, mirá. Más
vale que nunca lo vea contigo porque lo mato. ¡Te juro que lo mato!
Al mediodía
la vio en el almuerzo. Era ella, no cabía dudas. La pequeña Caterina del barrio
olvidado. La Caterina
con doce años llorando por la calle. Su primer amor. Amor delirante al que ella
misma lo obligó, una noche a renunciar.
Leonidas la miró para saludarla. Ella le
sonrió sin reconocerlo. ¡Habían pasado tantos años! Cómo podía reconocer en el
viejo que era ahora, a aquel adolescente que una vez le dijo que la amaba y que
un día se irían a vivir juntos.
Y él, por tercera vez,
permaneció callado.
4
Las matas de cartuchos,
con sus hojas grandes y lustrosas, los bulbos de gladiolos trasplantados, las
dalias dobles y los crisantemos, iban a su tiempo floreciendo en el jardín de
Casablanca. Leonidas en su oficio de jardinero fue haciéndose cada vez más
eficiente. Aprendió que según la luz que necesitan para desarrollarse pueden
las plantas dividirse en: plantas de solana y plantas de umbría. Que si se
multiplican por semillas, injertos o bulbos, requerirán más o menos riego. Que
es necesario abonar la tierra periódicamente, combatir los insectos que las
dañan y podar algunas de ellas.
Leonidas hace ya varios años que es jardinero de la Residencial Casablanca
para el Adulto Mayor. Comenzó después de haberse jubilado, por el deseo de
hacer algo con su vida, pues entendió que el tiempo le sobraba y el cuidado de
las plantas fue algo que siempre le atrajo. De hecho, siempre había tenido en
su casa un muy cuidado jardín. Cuando se enteró
que la residencial necesitaba un jardinero, se ofreció sin pretensiones.
Presentó referencias sobre su persona y fue aceptado de inmediato. Un par de
años después, cuando falleció su esposa, se dio cuenta de la soledad que lo
esperaba cada tarde al volver a su
hogar. De manera que un día decidió quedarse
a vivir en la residencial, donde se sintió realmente acompañado,
entrando a formar parte de aquella familia. La vida para Leonidas no ha tenido
demasiados altibajos. A veces, en las
tardecitas, se sienta bajo los árboles a tomar mate. Entonces los recuerdos lo
invaden. Examina, sopesa los años vividos. Y aunque reconoce logros y desaciertos no puede, no pudo nunca, arrancar de su pecho,
una espina que lo ha acompañado desde siempre y lo hiere todavía.
5
Hace días que
Leonidas no ve a Caterina. Cuando vuelve del liceo camina unas cuadras más,
para pasar por la casa de ella. El padre lo vio un día y le gritó: ¡Hijo de puta!
¿qué andás haciendo por acá? ¡Si te veo con la Caterina te v´ia matar!
Pensó que podría estar enferma y no tenía a quién
preguntarle. Después supo que no. Alguien dijo que la habían visto por el Centro. Trabajando. Él no lo podía
creer. Los vecinos del barrio no la querían, eso lo sabía bien. Tendría que
verlo con sus propios ojos. La gente a
veces se ensaña, inventa cosas.
Al cabo de unos meses la vio una noche salir de su casa. La
encontró más linda. Maquillada y bien vestida parecía de dieciocho. No dudó en
seguirla. Ella tomó un ómnibus para el Centro. Allí se paró en una esquina con
otras mujeres. No demoró en irse. Se le acercó un hombre, habló dos palabras y
se fue con él. Pasó junto de Leonidas sin advertir su presencia. Con la cabeza
apenas inclinada, presa todavía de un poco de vergüenza. Vergüenza que irá,
poco a poco, perdiendo para siempre y hasta nunca en ese submundo aberrante del
que no puede, no podrá ya salir. Evadirse. Donde deberá seguir, sin salvación
posible, arrojada allí como en una pesadilla. Convencida de que, aunque logre un día apartarse de esa vida,
será ya hasta el fin y para todos: una mujer de la calle. Recién entonces
Leonidas comprendió que la había perdido. Entendió que Caterina no podía
esperar a que él finalizara los estudios y consiguiera trabajo; terminara de
criarse y se hiciera un hombre. Ella ya
era una mujer. Los tiempos de ambos no eran los mismos. Los tiempos de él no
tenían prisa. Pero a ella la vida la venía empujando hacia un abismo al que no
tuvo más remedio que saltar.
Volvió al barrio con una herida que le laceraba el pecho. Por
mucho tiempo se culpó de no haber podido ayudarla. Después prefirió pensar que
la vida de ellos dos, tenía marcados caminos opuestos. Y decidió no volver a verla.
6
Cuando terminó el liceo, Leonidas ingresó al IPA. Era entonces un joven callado e introvertido.
Estudiaba historia y filosofía. Allí conoció a Marlene, una chica del interior,
que había venido a estudiar a la capital.
Compañeros de estudios, se hicieron primero amigos y luego, más enamorada ella
que él, formalizaron el noviazgo.
Marlene vivía en Montevideo en una casa para estudiantes con la idea de que, una vez
recibido el título, volvería a su ciudad. Por lo tanto, a partir del
noviazgo, la joven le propuso a
Leonidas, irse a vivir con ella a su departamento. Él aceptó, pues era una
forma de desprenderse del recuerdo de
Caterina, que continuaba mortificándolo. Pues en su pensamiento la veía niña,
llorando por las calles del barrio, y otras veces hecha una mujer pintados los
ojos y la boca, vendiendo por las esquinas del Centro su belleza fugaz.
En esos años, más de una vez, la buscó e intentó hablarle.
Ella no quería escucharlo. Una noche, sin embargo, conversaron. Él estaba
terminando el profesorado. Ese verano se casaba con Marlene y se iba a vivir al
litoral. Sintió deseos de verla, de hablar con ella. Tal vez, nunca más volverían a encontrarse.
Una noche pasó por la esquina donde sabía que podía
encontrarla. Se fueron juntos a tomar un café por la Ciudad Vieja. Las
luces aburridas de los faroles estiraban sombras sobre las veredas
cuadriculadas. El país arrastraba sinsabores. Poca gente y poca plata en la
calle. Entraron a un boliche esquinero alumbrado por una magra lamparilla que
regaba su luz moribunda sobre el mostrador. Mientras el mozo se empeñaba
con las palabras cruzadas de El Diario,
el patrón, sentado frente a la registradora, descabezaba el sueño de la media
noche.
En la radio: Magaldi
el sentimental.
Se sentaron al fondo, donde casi no llegaba la luz. El
muchacho no sabía cómo empezar a hablar, ni qué decir. Ella lo miró desde sus
avezados veinte años y sonrió.
—Bueno, Leonidas, hablá
¿qué querés decirme? Conseguiste
trabajo. Me vas a llevar a vivir con vos. Cuanto ganás. Podrás bancarme. Sabés
la guita que hago yo por noche. Vas a trabajar vos para mí. ¿O voy a trabajar
yo para vos?
¡Hablá! ¿Qué querías
decirme?
Volvió a sonreír con
una sonrisa que no le conocía. Trágica. Absurda. Él intentó ver a través de
aquella hermosa muchacha que lo miraba
desafiante, a la frágil Caterina que un
día amó y que todavía le dolía. La buscó
detrás de los ojos burlones y la boca pintada. Supo que seguía allí. Pequeña.
Desamparada. Oculta tras un disfraz denigrante que la vida le ofreció por
vestidura. En las preguntas de la joven encontró las respuestas que había ido a
buscar. Se sintió torpe. Fuera de lugar.
Avergonzado de estar allí. De haberla buscado. Si él ya había resuelto
su vida. No tenía derecho a perturbar a la muchacha que estaba, tan solo,
intentando sobrevivir.
Ella tomó el bolso, se puso de pie y dijo con preeminencia:
—Viví tu vida Leonidas, y dejame a mí vivir la mía. Olvidate. No quiero volver a verte... gracias por el café.
—Viví tu vida Leonidas, y dejame a mí vivir la mía. Olvidate. No quiero volver a verte... gracias por el café.
Le palmeó el hombro y
lo miró con unos ojos que hablaban de un tiempo pasado. —Chau, pibe —le susurró casi con ternura maternal al
despedirse.
Colgó su bolso al hombro. Sacudió la cabeza y la mata de su
cabello cayó sobre la espalda, como el telón de un trágico final. Se fue haciendo equilibrio sobre
unos tacos increíbles. Luciendo una falda demasiado corta y un escote demasiado
largo.
Leonidas quedó impávido sentado en el boliche. Caterina había
tomado la palabra y en cuatro frases marcó el tablero. Colocó las fichas de
cada lado y esperó a que él moviera. Sabía que él no se iba a animar. Por
experiencia lo supo. Y comenzó ella a jugar. Cada pregunta era una jugada. Lo
apabulló ante la destreza con que llevó la conversación. Y él, por segunda vez,
no pudo hablar. No se animó. La joven
comenzó y terminó el juego. Dijo todo lo que había que decir y se retiró poniéndole fin a la ajetreada relación que,
alguna vez, pudo haber existido entre los dos.
Y Leonidas supo esa noche que Caterina lo había marcado
a fuego y que esa marca la llevaría mientras viviera.
7
Habían pasado ya
varios días desde la llegada de la nueva a Casa del Parque. No dejó de
llamar la atención de todos los
residentes, lo pronto que se adaptó a la
vida en la residencial. No era común. Por lo general, a las señoras les cuesta
un poco acostumbrarse a la convivencia
con personas ajenas a su entorno familiar. Extrañan y es comprensible, dejan su
casa, sus muebles, recuerdos, afectos que las han acompañado durante toda su vida.
A los señores también les cuesta integrarse. Por lo menos al principio.
Deben hacer un esfuerzo, hasta que se
conozcan, luego la camaradería surge sola. De modo que esta señora que desde el
primer día de su ingreso se sintió como en su casa, les ha llamado gratamente
la atención a todos. Ha entablado una amistad franca con los residentes y con
el personal. Tan cómoda y feliz se encuentra que pareciera que nunca hubiese
vivido tan bien. Tan acompañada. Tan protegida.
Con Leonidas conversan
asiduamente. Ella baja al jardín y se
sienta en un banco a conversar con el jardinero. Le encanta hablar. Cuenta
cosas agradables de su vida pasada. Leonidas le hace preguntas directas. Si era
casada. Si tuvo hijos. En qué barrio nació. Y ella complacida ha comenzado a
contarle su vida.
Nací, dice, en un barrio muy lindo. Por el Parque Rodó.
¿Conoce señor Leonidas ese barrio? Mi
madre nos llevaba todos los días a pasear por el parque. En otoño íbamos para
el lado de las canteras a tomar sol. Por el campo de Golf. ¿Conoce el campo de
Golf? En verano nos llevaba a la playa y
a pasear por la rambla. Nosotros éramos dos hermanos, nada más. Mi mamá y mi
papá eran muy buenos y nos querían mucho. Mi padre trabajaba. Era muy
trabajador. Le compró una casa preciosa a mi madre. Ahí nací yo. Por el Parque
Rodó. A los dos hermanos nos mandaron a estudiar. Fuimos a la escuela y al
liceo. Nos cuidaban mucho, sabe. Yo nunca trabajé porque a mi padre no le
gustaba que anduviese por la calle. Él decía que no tenía ninguna necesidad de
salir a trabajar. Yo salí de mi casa para casarme.
Me casé de vestido
blanco...con un velo largo, muy largo. Y flores. Llevaba flores en las manos.
Un ramo de rosas. Como esas. Esas chiquitas. Las del muro. Como las rositas del
muro. Sí, iguales a las rositas del muro. Sí, señor Leonidas, gracias a Dios,
yo tuve una vida muy linda.
—¿Con quién se casó señora Caterina? Cómo se llamaba su
esposo ¿Se acuerda?
—Si, como no me voy a acordar. Se llamaba Leonidas. Como
usted. Qué casualidad ¿no? Fue mi único novio. Lo conocí cuando iba a la
escuela. O al liceo. No me acuerdo bien. Fuimos novios y después nos casamos.
Yo me casé con un vestido blanco...y un velo largo, muy largo... Después nos
fuimos del barrio.
—¿Se mudaron del Parque Rodó?
—¿Del Parque Rodó?
—¿No me dijo que vivía por el Parque Rodó?
-—Ah, sí, creo que vivíamos por el Parque Rodó. De eso no me acuerdo muy bien.
—¿Y tuvieron hijos?
—¿Hijos? Sí, creo que sí. Muchos hijos. O pocos. Uno o dos.
No me acuerdo cuantos hijos tuvimos. De
algunas cosas me olvido, sabe. De algunas cosas. De otras no. De otras no me
olvido. Creo.
Mientras cuenta, Leonidas comprueba el deterioro que ha
sufrido la mente de Caterina. No sabe, la anciana, quién es en realidad. Vive
en un estado de semi locura habitando un mundo de personajes irreales que la hacen
engañosamente feliz.
Marcela le ha contado a Leonidas que la señora Caterina no
está del todo bien. Que ha perdido la
memoria y que confunde las cosas y las
personas. También le ha dicho que la dejó en la residencial una señora muy
católica, quien se hizo cargo de todos sus gastos. La señora, contó Marcela, la
había sacado de la calle como un acto de caridad, una tarde muy fría en que la
pobre se había cobijado en su portal.
Leonidas comprende que la casualidad o el destino han hecho
que volvieran a encontrarse cuando las
vidas de ambos, están ya al final del otoño.
No sabe, aunque se
imagina, la vida que ella llevó todos esos años en que no supieron el uno del
otro. Mientras tanto Caterina sigue contando, cuenta la vida que le hubiese
gustado vivir. Y la cuenta como si
realmente la hubiera vivido.
Ha conseguido dejar a
un lado de su memoria, la vida de oprobio que llevó. Ha inaugurado un mundo
propio. Mágico. En el que se ha instalado a vivir con todo el derecho del mundo
y donde, ella misma, construirá la felicidad que durante toda su vida le fue
negada. Edificará su vida desde los cimientos. Le contará a este viejo
jardinero, que escucha con atención sus
relatos, sobre su niñez en una hermosa casa junto a dos padres que la amaron y
la cuidaron. Le contará de Leonidas, su primer y único amor, con quien se casó
un día. De su juventud dichosa, de los hijos adorados y sus viajes por el mundo, junto a un
marido que la amó y fue su apoyo.
Le contará una historia fantástica donde ella será la única protagonista. Un
hermoso cuento de Hadas en el que será, al fin, inmensamente feliz.
—Estuve en España y
en Francia. Estuve en París. En el Sena...
—¿Con su esposo,
estuvo?
—¿Mi esposo...?
—¿No fue a París con
su esposo?
—No sé... creo que sí...
—¿Y cómo es París?
—París... no sé.... no
sé cómo es París...nunca fui a París...
Ada Vega, 2006, http://adavega1936.blogspot.com.uy/
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