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viernes, 19 de mayo de 2017

Como campanilla de recreo

           


    Manuel Arvizu ingresó al  elegante salón de fiestas del Hotel Conrad Punta del Este donde esa noche se ofrecía una recepción a un grupo de científicos llegados del Institut Pasteur de París, en visita a su homólogo de Montevideo.  El grupo lo conformaban tres doctores y un técnico, dedicados al estudio de la Biología Molecular. Uno de los doctores era una bióloga nacida en Uruguay y radicada en Francia, hacía  muchos años.
Manuel Arvizu paseó su mirada sobre toda aquella concurrencia y se encaminó hacia donde se encontraban los homenajeados. Se detuvo ante la mujer que componía el grupo, causante de su presencia en dicho agasajo. Desde que viera su foto en los diarios y el  anuncio del arribo al país, sólo estuvo  pendiente del día de su llegada.
Esa doctora en biología, que anunciaba su visita al Uruguay, había sido una estudiante alumna suya de los años en que fue profesor de  un liceo capitalino. Vivió con ella una brevísima historia de amor. Tan breve que el hombre piensa que  nunca  comenzó y por ende: nunca acabó. Pero que sin embargo, como una imagen recurrente, aún permanece en su memoria. Perturbándolo, a veces, como una obsesión. Que no comenzó con un principio, como comienzan las historias de amor. Más aún, una historia que le pertenecía solamente a él pues, se había enamorado de una mujer que había hecho suya una tarde, de hacía muchos años y que nunca más volvió a ver. Una mujer de la que se enamoró después: al recordarla. Cuando, sin saberlo entonces, ya la había perdido. 
Ahora el destino volvía a cruzarlos y él necesitaba ir a su encuentro. Enfrentar ese recuerdo acuciante que no pudo nunca ocultar en el olvido. Hablar con ella aunque fuesen dos palabras para poder, al fin, olvidar aquella vieja historia. Y allí estaban los dos, otra vez,  frente a  frente.
La mujer lucía espléndida. Elegante, pero sobria. Llevaba un vestido negro de corte clásico y un collar de perlas y, en sus manos, sólo una alianza de matrimonio. Delgada, no muy alta, con el cabello corto y  poco maquillaje, exhibía su rostro una belleza interior que relucía en sus ojos claros y en su boca que se abrió en una sonrisa cuando vio al hombre que se acercaba y lo reconoció. Tenía diecisiete años aquel invierno, cuando  se vieron por primera vez, y él treinta y dos. Ella estaba cursando quinto año de bachillerato, él llegó a suplir al profesor de física que se había enfermado. Se quedó con el cargo de profesor todo el tiempo que quedaba de quinto y todo sexto.
Ella lo volvió loco todo el tiempo que quedaba de quinto y todo sexto. Se había enamorado del profesor. Muchas alumnas se enamoran de sus profesores, pero son sólo amores platónicos. Sin embargo lo de Eliana nada tenía que ver con Platón y su elevada filosofía. Ella  acosaba continuamente, al profesor. Lo seguía, lo esperaba, lo llamaba por teléfono. Lo invitaba a ir al cine, a la biblioteca, a tomar un café. Con él a cualquier parte. El muchacho en ningún momento demostró interés en la joven. Estaba casado y  ella era un compromiso para él  y se lo decía:
 —Dejame en paz, Eliana,  me vas a hacer perder el trabajo.
 Todo fue en vano. En los últimos días de noviembre, antes de terminar el sexto año de bachillerato, Eliana necesitaba urgente una paliza: Manuel prefirió llevársela a un motel.
 Ella se quitó la ropa con la velocidad de un rayo y se tendió en la cama. Manuel pensó que era sabia en amores. La cubrió con su cuerpo y ella permaneció estática. Estiró las piernas juntas sobre las sábanas y se quedó a la espera. Manuel la miró y le preguntó:
—Decime Eliana vos nunca hiciste el amor.  Ella le dijo que no con la cabeza, y la boca cerrada.
 —Eliana, vos sos virgen —volvió a preguntar. Ella le dijo que sí con la cabeza, y  la boca cerrada. Manuel trató de incorporarse y  Eliana se abrazó a su cuello para que no la abandonara. Lo mantuvo quieto, aferrado sobre su pecho desnudo. No supo. No encontró las palabras con las cuales decirle que ella quería que fuese él, y no otro, su primer hombre. Lo miró angustiada. Manuel se zafó del abrazo y se  tendió a lo largo, junto al cuerpo de la muchacha, a esperar que se le pasara el desconcierto. Ella se acurrucó en el cuerpo del hombre buscando refugio.  Entonces la tomó en sus brazos, la besó largamente y ella, entregada al fin, se abrió al amor.
 El profesor no tuvo oportunidad, en los días que siguieron, de instruir a su alumna sobre las distintas fases del arte de amar y, unos meses después Eliana, mediante el usufructo de una beca, se fue a estudiar a Francia. Y no volvió a saber de ella.
Desde aquella tarde en el motel  habían transcurrido treinta años.
Manuel Arvizu observa a la famosa  bióloga que está a su lado, sonriente, desinhibida. Hizo bien en venir a verla. Ahora sabe que ella nunca lo olvidó. Que jamás lo olvidará. Ya puede ponerle fin a aquella historia de amor tan breve, que por distintas razones dejó entre la alumna y el profesor, un recuerdo imborrable. 
Eliana le tendió una mano para saludarlo. Al estrecharla, Manuel alcanzó a ver la alianza de matrimonio. Sólo una palabra pronunció él en voz muy baja, casi al oído:
—¿Aprendiste…? Ella rió al contestarle. Y él la reconoció más hermosa que nunca y más lejana que nunca.
   —¡Con un máster…! —alcanzó a decirle, mientras iba apresurada a reunirse con su grupo. 
Y Manuel  quedó mirando la figura de la mujer que se alejaba de su vida para siempre, mientras su risa retumbaba en el salón, como campanilla de recreo! 
Ada Vega, 2013

miércoles, 17 de mayo de 2017

Patín





No había cumplido los 18 años, cuando la Rocío saltó de La Teja al bajo. Nacida en cuna de avería empezó a caminar de chica y, caminando, llegó a Juan Carlos Gómez y Piedras. Y se quedó.

Era hija de Floreal Antúnez, apodado el Manso, un cafiolo fracasado, chorro de poca monta que una noche, en una batida, terminó en gayola y con un balazo en la canilla debido a que el botón que lo corría tropezó con una baldosa floja y se le escapó un tiro. Quedó rengo de por vida y sin posibilidad de escalar muros, ni de salir rajando ante el grito de: ¡araca, la cana! Sin laburo y maltrecho recién logró subir un escalón entre el malandrinaje que empezó a tenerle un poco de respeto, cuando se casó con la lunga Aurora Cortés. Una mechera de abolengo. ¡Ligera como ninguna! Se daba el lujo de entrar a las tiendas del Centro vestida de sierva y salir como la esposa de un doctor. Nunca la pescaron in fraganti, ni visitaba dos veces el mismo comercio. ¡Sabía su oficio la flaca Aurora!
Enemistada con las fábricas donde laburaban sus hermanas, odiaba los telares y las ollas populares. Siempre creyó que su intelecto estaba para algo más redituable que las ocho horas, hacia donde nunca se dejó arrastrar. Rechazó de plano el yiro, que no iba con su decencia, despreciando a los macrós verseros que viven del cuerpo de una mujer. No tuvo sin embargo la suerte de encontrar en su camino a un guapo yugador que le arrastrara el ala, con quien vivir sin sobresaltos. De modo que, sin mucho espamento, se dedicó a perfeccionar el arte del afano hasta llegar a dominarlo. Y hubiese podido llegar lejos y hacer mucho vento si hubiera seguido sola. Pero un día conoció al Manso que le chamuyó de ternura —único hombre de su vida a quien amó de verdad—, y se perdió.
Juntaron sus desventuras, se casaron, y se dedicaron a criar hijos con la esperanza de verse reflejados en ellos. Y así les nacieron cinco, cuatro varones y la Rocío. Para entonces el Manso no pasaba de robar morrones en la feria y a la Aurora las alarmas de los supermercados, le truncaron la carrera. Fue así que, sin abandonar por completo el choreo, pasó el resto de su vida al servicio de su marido y de los varones que trajo al mundo, muchachos pintunes, bien empilchados: asiduos visitantes a la seccional del barrio.
Tres de ellos eran carteristas cualunques. Lanzas. Rateros. Hacían la diaria. Pero el más chico, gran visionario, se interesó por la importación y la exportación. Su familia afanaba para no trabajar. Él trabajaba para afanar. Consiguió entrar a la estiva del Puerto y en poco tiempo se hizo tan hábil, que en el barrio llegamos a pensar que se estaba trayendo el Puerto de a poco y que un día veríamos un par de buques anclados en el frente de su casa.
Y en ese ambiente nació la Rocío, que para sacar a flote su existencia hizo lo que mejor sabía hacer. Gurisa muy bonita, supo desde muy chica que la plata está en la calle y que sólo hay que salir a buscarla. Y ella salió. Y la encontró. Paraba los relojes cuando llegaba al barrio vestida de vampiresa, con zapatos altos de pulserita, cartera plateada colgada al hombro a lo guarda y la boca pintada en forma de corazón. Se bajaba de un Citroen negro en la puerta de su casa, revoleando la cartera y acompañada de un facha encadenado, que lucía semejante sarzo en el anular derecho y reloj con cadena, del cinto al bolsillo del pantalón. Rufián de medio pelo, pulido y aceitado gracias a la Rocío.
El fiolo arrugaba trajes de alpaca y camisas de seda, desprendidas hasta la mitad del pecho, para poder lucir su terrible cadenaje de oro, que en el barrio dejaron boquiabiertos a más de un pinta. Usaba botas de punta fina y taquito, patillas, y en el índice de la zurda tintineaba un llavero con tres llaves: la del Citroen, la del bulín y la de una celda del primer piso de la cana de Miguelete, donde alternaba sus estadías por hurto y rapiña con la de trata de blancas y afines.
El camba, que tenía cierto cartel entre el ambiente del escolazo, copó la banca el día que empezó a administrarle los bienes a la Rocío. Pasó del conventillo a vivir en telo de superlujo por 18 y Cuareim. A fumar extra largos L. y M. y a desayunar Ballantines on the rocks. Un día la Rocío se dio cuenta que su administrador la estaba timando. Que la que yugaba era ella y que el fiolo vivía encurdelado y encima la engañaba con otras minas. Ni corta ni perezosa le tocó la polca del espiante y se quedó solari. Dueña y administradora de su propio negocio. Y pelechó. Cambió el Citroen por un Cadillac descapotable y ante la envidia de todos nosotros, llegaba al barrio manejando y acompañada de un perro peludo de Afganistán. Llena de brillos y pedrerías.
Las vecinas que criaban a sus niñas en el más puro recato, la ponían como ejemplo del mal. A la espera de que una vuelta de tuerca la volviese a dejar en la vía. Para que las niñas aprendieran que: en la vida lo que vale es la decencia; que quien mal anda mal acaba; que quien vive en pecado termina mal. O sea: que el crimen no paga.
Los hombres no opinaban. Se babeaban disimulando y la miraban con ojos lascivos, sin poder ocultar que la deseaban, conscientes, sin embargo, de que sus haberes no les permitían ni acercarse a la naifa. No pasaba lo mismo con los muchachos de su edad, de quienes fue compañera de escuela. Ellos la aceptaban como era y la trataban como a una más.
Por años la Rocío bancó a sus padres a quienes jamás dejó a la deriva. Que yo recuerde nunca perdió su belleza ni su posición. Cuando los viejos murieron dejó de venir al barrio y no la volvimos a ver. Se empezaron entonces a correr mil rumores que se daban por ciertos y que todos creímos: que una noche en el bajo un chino la asesinó; que en un accidente quedó con la cara desfigurada; que vivía en Italia, vieja y en la ruina; que la habían visto pidiendo limosna en la Catedral; que...
Por eso me alegré y me reí a carcajadas cuando anoche vi en la tele recibir con todos los honores, a un ministro que llegaba al país acompañado de su esposa: la Señora Rocío Antúnez Cortés.

Ada Vega, 1996 

martes, 16 de mayo de 2017

Como las sirenas

                       
          La ventana del primer piso de la casa de enfrente tenía,  en invierno, los postigos siempre abiertos. Detrás de los cristales, entre las cortinas de hilo, una niña rubia nos miraba jugar. A veces, en verano, la abrían totalmente. Entonces la niña apoyaba sus brazos cruzados sobre el marco de la ventana y sus ojos claros recorrían la calle angosta. Sirena se llamaba. Como las sirenas de los cuentos marineros. La casa de Sirena tenía dos pisos, un jardín muy grande, un muro de ladrillos y un portón de hierro con candado.
Los niños del barrio nos reuníamos por las tardes a jugar. Los varones en la calle, las niñas en la vereda. Era aquel un barrio muy tranquilo por donde rara vez pasaba un auto. En aquel tiempo vivía con mi madre y mi hermano Carlos, en una casa de tres piezas y un fondo con parral.
De tanto ver a la niña que nos miraba desde su ventana, una tarde le pregunté a mi madre por qué Sirena no bajaba a jugar en la vereda. Mi madre me explicó que ella no jugaba con los niños del barrio. No entendí porqué no quería jugar con nosotras si éramos todos vecinos y vivíamos en la misma calle y se lo comenté a mi madre, que agregó:
 —Tal vez los padres no le permitan bajar a jugar porque son una familia bien, y no se dan con los vecinos del barrio.
—¿Qué es una familia bien, mamá?
—Una familia que tiene mucho dinero.
—¿Nosotros tenemos mucho dinero?
—No, mi amor, nosotros no tenemos dinero.
—¿No somos una familia bien ?—mi madre sonrió:
—Somos una familia bien, sin dinero.
 Recuerdo que quedé pensando que sería muy triste tener mucho dinero. Y aquellos niños fuimos creciendo. Los años se precipitaron. De los cinco años de pronto llegué a los ocho; tenía diez años cumplidos cuando una tarde observé a mi hermano que miraba fijo la ventana de la casa de enfrente y a Sirena que le sonreía. A partir de ahí, muchas veces los vi intercambiar miradas y sonrisas. Un día mi hermano, que ya había cumplido los catorce años y estaba en el liceo, decidió cruzar a la casa de la familia bien a conocer a la joven Sirena y se lo dijo a mi madre.
— ¡Hijo, cómo vas a ir a esa casa si no tenemos relación! Si apenas nos saludamos.
 —No importa —le contestó decidido—, yo quiero conocer a Sirena.
—Querido,  no te van a recibir —insistió.
De todos modos ese fin de semana mi hermano se acicaló un poco más que de costumbre, le dio un beso a mamá —que quedó angustiada—, cruzó la calle y por primera vez golpeó las manos frente al portón de la casa de enfrente. Una morena gritó desde una ventana.
—Qué desea.
—Hablar con la señora de la casa.
—Para qué —quiso saber la morena.
—Quiero conocer a Sirena.
La morena no contestó. Lo miró de arriba a abajo y entrecerró la ventana. Mi hermano permaneció incólume. Al poco rato volvió la morena, abrió el portón y lo condujo a una salita donde se encontraba la mamá de la joven. La señora le tendió la mano. Quiso saber como se llamaba.
—Carlos —le dijo.
 —Donde vivís, Carlos —le preguntó.
—Vivo enfrente, soy el hijo de la modista.
—Y por qué querés conocer a Sirena.
—Porque la veo siempre asomada a la ventana y quiero hablar con ella.
La señora, después de un momento, le pidió que la acompañara. Subieron una escalera, llamaron a una puerta y entraron. En una habitación llena de libros, muñecas, y osos de peluche, se encontraba Sirena. Se conocieron al fin.
—¡Es linda mamá! Linda, linda. ¡No sabés cuánto! Tiene el pelo rubio y largo, muy largo, y los ojos claros como tus ojos, mamá. Y una risa grande y unas manos blancas y suavecitas. La mamá me dijo que los sábados de tarde puedo ir a verla. ¡Cuando termine de estudiar y me reciba, voy a casarme con ella…! Mi madre lloró esa tarde abrazada a mi hermano, que a los catorce años había decidido que hacer con su futuro.
—No llores, mamá. Está todo bien. Yo la quiero y ella también me quiere, ¿entendés, mamá?
—Hijo, pero ella…
—No importa mamá, no importa.
Mamá entendía, cómo no iba a entender. Los años al pasar, la vida que se empeña siempre en mostrarnos todo lo bueno, todo lo malo, tendrían la última palabra. Mientras tanto mi hermano estaba de novio  con la hija de la familia bien, aquella niña rubia que asomada a la ventana nos miraba jugar.
 Pasaron seis años y una tarde de abril, se casaron en la parroquia del barrio. Todos los vecinos estaban allí.
Cuando sonaron los primeros acordes de la Marcha Nupcial y se  abrieron las puertas de la iglesia, entró Carlos con Sirena vestida de novia en los brazos. Atravesó la nave principal y la bajó frente al altar mayor. La sostuvo todo el tiempo, mientras el sacerdote los unía en matrimonio. Después, volvió a salir con ella en los brazos.
Las amigas, en una ronda, habían rodeado el auto que los esperaba.
 Antes de partir, Sirena arrojó al aire su ramo de novia.

Ada Vega, 2008

domingo, 14 de mayo de 2017

Mi amiga Margarita



           Cuando mi amiga Margarita plantó bandera en su casa y dijo ¡basta!, decidió que sería pintora. Toda su  vida había soñado con los lienzos, los pinceles y las mieles de la fama, de manera que cuando se cansó de andar delante de su marido, pues vivió sacándole las castañas del fuego, y atrás de sus hijos —el Beto y la Marianita— que antes de los diez años se le fueron de las manos y antes de los veinte se le  fueron de la casa, se compró los primeros pinceles y se puso a pintar como una loca.
Convencida  de que había perdido a sus hijos, pues por más que trató de mil maneras no logró retenerlos en el hogar, pero que en cambio conservaba a su marido que, aunque le rogó primero y lo amenazó después, no logró nunca que se mandara mudar y la dejara seguir sola su azarosa vida, guardó las ollas y desconectó la cocina, porque un artista que se precie de tal no  puede ponerse a cocinar y lavar platos que  para algo se inventaron los motoqueros  delivery. Por lo tanto ya sin sus hijos, y su matrimonio a punto de descalabrarse, comenzó con entusiasmo su inserción en el mundo del arte pictórico.
El Beto, el hijo de Margarita, que pintaba como un muchacho  serio y equilibrado,  de un día para otro abandonó sus estudios y se fue detrás de una bailarina libanesa a la que vio bailar la danza de los siete velos descalza y semidesnuda en la boda de un amigo. Antes de que la libanesa se quitara el cuarto velo, ya el Beto la miraba con el corazón a los saltos y los ojos trancados. De modo que la joven que había venido sólo por unos días a Uruguay, se fue con el muchacho a la zaga como un posible candidato a matrimonio. Candidato que no sabía adónde iba, de qué iba a vivir, ni dónde diablos quedaba el Líbano.
Y  la hija de Margarita se fue con un grupo de artesanos hippies que vivían del aire, mientras enhebraban collares con piedras de colores. Marianita había conocido a un joven artesano que llegó un día a dedo a nuestra ciudad desde el país donde “el cóndor pasa” y vivía con un grupo de, según ellos decían, descendientes directos de los incas, en un caserón abandonado por la ciudad vieja que el gobierno, no sé por qué convenio, ley o decreto les había dejado habitar. Pero los hippies  no paraban mucho tiempo en ninguna parte, de modo que un día se calzaron sus sandalias de cuero, sus túnicas de hilo y sus ponchos de vicuña y con los pelos largos  y una vincha  por la mitad de la frente, se fueron con sus mochilas al hombro y los dedos en V, sus panderetas y sus guitarras, fumando hachís cantando loas al amor libre  y repartiendo paz por el mundo.
Así que mi amiga Margarita que por años había sido ama de casa, esposa y madre abnegada, un día se encontró sola  pues su marido no sumaba ni restaba, por lo que sin cargas que llevar ni culpas que reconocer se proclamó a si misma: “Pintora uruguaya, autodidacta”.
Llenó con sus cuadros las paredes con más luz de su casa, y una tarde me llamó para que le diera mi opinión sobre su obra. Yo me excusé con razón: de pintura no conozco un corno, además yo la quiero mucho a Margarita y a veces las opiniones pueden terminar con una amistad de muchos años. De manera que dije lo  que creí más acertado: llamá a un experto, en el país existen muy buenos críticos de arte. Además su opinión te va a servir para tus futuras realizaciones. Aceptó complacida mi recomendación y esa misma tarde inició la búsqueda.
Dos días después, sintiéndose poco menos que Medina, se puso en contacto con un conocido crítico que,  en medio de sus pesquisas, le recomendó un anticuario de la calle Sarandí. Ambos se pusieron de acuerdo y el hombre aseguró su presencia para  el sábado siguiente a las cinco de la tarde.
Recuerdo que aquella fue una tarde de mucho calor y un sol, que en la calle te quemaba vivo y se metía en las casas alumbrando hasta el rincón más escondido. La habitación convertida para el suceso en sala de exposición estaba hermosa. El colorido de las telas atraía.  No  voy a caer en la simpleza de decir que las pinturas de mi amiga eran émulas de las pinturas de Frida Kalho, ni de Merlys Copas, pero, en fin, ahí estábamos  —ellas y nosotras—  esperando al crítico.
El hombre de pantalón y zapatos blancos, y camisa negra, llegó fumando un puro, se detuvo en la puerta dio una rápida mirada a las paredes y dijo con cara de pocos amigos:
—Yo sobre esto no puedo opinar. Dio media vuelta y se fue.
Con Margarita nos quedamos unos minutos en ascuas. Al cabo mi amiga atinó a decir compungida:
—¿Les habrá encontrado demasiado color?
Intenté tranquilizarla y le contesté:
—No es el color, ¡es la luz de este sol! De noche tendrías que haber hecho la exposición, ¡con una lamparita y chau!
Desde ese día, Margarita me negó el saludo.

AdaVega, 2012

viernes, 12 de mayo de 2017

Solo un juego de niños

    


     Simón y yo crecimos en un pueblo de veinte chacras y montes de eucaliptos, junto a una estación de ferrocarril abandonada.    
     Casi todos los habitantes del pueblo éramos parientes,  y vivíamos de lo que el pueblo producía. En cada casa se criaban gallinas, pavos y patos.  Algunos vecinos tenían ovejas y otros cebaban cerdos, y para fin de año se mataban corderos, cerdos  y pollos y  se repartían entre todos. Sólo un vecino tenía dos vacas, de modo que la leche  para el día la mandaba el dueño de una estancia que quedaba del otro lado de la vía.
     Al principio Simón y yo íbamos a la escuela montados los dos en un petizo que se llamaba Majo. Simón adelante porque era el hombre y yo atrás tomada de su cintura. Al comienzo del tercer año el padre  le regaló un zaino oscuro patas blancas y en él íbamos los dos, siempre él adelante con las riendas y yo atrás, siempre abrazada a su cintura.
      Nunca entre nosotros se pronunció la palabra “novios”, pero Simón grabó su nombre y el mío  en el tronco de una higuera del fondo de mi casa, con un cuchillo de filetear que su padre, que era guasquero, le regaló en un cumpleaños.  
       Cuando cumplí los quince Simón me regaló una pulsera de plata con una medalla en forma de corazón que  decía Tú y Yo  de un lado y Para toda la vida, del otro. A la semana siguiente mi madre le compró una pieza de crea al turco que todos los meses pasaba por el  pueblo,  y comencé a bordar mi ajuar. Para sus dieciocho le regalé la camisa y la corbata para la boda y él comenzó a trabajar en la ciudad del departamento.
     Dejamos de vernos todos los días y él comenzó a cambiar. Un día decidió quedarse a vivir en el pueblo porque  se cansaba de tanto viajar en moto cuatro veces por día. Fue espaciando las visitas a mi casa y yo comencé a extrañarlo y a llorar por él. Dejamos de  hablar de casamiento y al final me confesó que ya no me amaba. Que lo nuestro había sido sólo un juego de niños, que habíamos crecido y el verdadero amor, dijo, era otra cosa.
     Seguí bordando mi ajuar porque creí que un día volvería, pero no volvió. Tuvo otra novia en otro pueblo, y otra y luego otra. También los años pasaron para mí. Y una primavera un primo hermano, que tenía unas cuadras  de campo junto al río, me habló de amor y matrimonio
      Esa misma primavera volvió Simón al pueblo a pedirme que me casara con él. Cuando lo vi entrar al patio de mi casa el corazón se me escapó del pecho. Estaba cambiado, tan buen mozo, tan bien vestido.
      Nos abrazamos en la mitad del patio y fuimos por un momento aquellos niños que jugaban al amor: la niña que nunca terminó de bordar el ajuar, el niño que a punta de cuchillo dejó su nombre y el mío grabados en la higuera del fondo de mi casa.
     Me pidió perdón, dijo que me amaba y había vuelto para casarse. Que  había alquilado una casa en  el pueblo para los dos.  Dijo todo lo que por mucho tiempo esperé que me dijera varios años atrás. Pero habíamos crecido y el amor no es un juego. No podía engañarlo, le contesté que ya no lo amaba y que para el próximo otoño me casaría con Andrés.
    Creo que le costó entender. Nunca se imaginó que no aceptaría su propuesta de matrimonio y  menos aún que estuviese de novia con otro hombre. Ante su desconcierto hubiese querido explicarle que ya no éramos los mismos, contarle de mi dolor cuando me dejó, el tiempo que me llevó tratar de olvidarlo, pero no encontré las palabras. Lo acompañé hasta la puerta cuando se fue, al llegar a la esquina se volvió para mirarme.
Ese otoño me casé con Andrés, luego de unos años vendimos el campo y nos fuimos a vivir a Montevideo.
         El pueblo de las veinte casas ya no existe. Ni existen las chacras, ni los montes, ni la estación del ferrocarril.  Todo lo borró la producción de soja. 
En un cajón de la cómoda, olvidada entre cartas y viejos recuerdos, quedó la pulsera de plata.  Pero una de mis hijas la encontró una tarde, le puso un dije que representa un delfín,  y se la llevó.
     Sólo quedó sobre la mesa de luz  la medalla en forma de corazón con el Tú y Yo  y el Para toda la vida, como único testigo de  aquel primer amor, que no pasó de ser, más que un juego de niños.



Ada Vega, 2013

La extraña dama


        Había llegado a la Estación Central  con el tiempo justo. No llevaba equipaje. Corrió anhelante por el andén y en el momento exacto en que el  ferrocarril  comenzó a moverse, ascendió por el último vagón. La noche sin luna, fría  y estrellada, cubría la ciudad.
Bajo un amplio tapado oscuro, se sentó junto a la ventanilla de Segunda Clase. La luz difusa de las lamparillas desdibujaba las sombras, confiriéndole al vagón una visión casi irreal. Altos asientos esterillados ofrecían a los pasajeros  una exigua comodidad.
             Sólo tres personas compartían el lugar: ella, un muchacho vendedor de escobas y un paisano que seguramente volvía a sus pagos. El tren hizo su primera espera en la Estación Bella Vista donde subieron varias personas con valijas, paquetes y cajas atadas con cuerdas. Luego avanzó cansino sobre los durmientes hasta la Estación Yatay, donde subieron más pasajeros.
           Una señora gorda con un par de bolsos, dos niños y un gato, ocuparon el asiento frente al suyo. La señora acomodó los bolsos y saludó: buenas tardes. La extraña dama miró de reojo al gato que, molesto, refunfuñó un maullido. Al llegar a la Estación Sayago  los niños dormían, el gato se revolvía inquieto esquivando su mirada, mientras la señora gorda tejía, en rosa,  una delicada batita de bebé. La locomotora  dejó atrás la ciudad para abrirse paso hacia  el silencio de la noche, que abrigaba los campos dormidos.            
           A pesar de haberse anunciado, no estaba muy segura de ser esperada. Para acortar el viaje intentó dormir un rato. La oscuridad comenzó a disiparse. Cuando despertó, una suave claridad anunciaba la aurora. Miró hacia afuera y permaneció absorta ante el nacimiento del nuevo día.  El tren avanzaba sinuoso entre los cerros de piedras. Un sol  tenue, que despuntaba hacia el este, arrancaba reflejos al pedregal como si miles de gemas se hubiesen esparcido sobre los cerros.  El día se desperezaba. La señora gorda sacó de uno de los bolsos un termo azul y sirvió café con leche a los niños. La  extraña pasajera, en tanto, observaba distraída un campo de labranza que se extendía hasta perderse en la fina línea del horizonte.
        Recordó entonces a Horacio Guerra. Lo había conocido, hacía ya muchos años, cuando dos vehículos protagonizaran un trágico accidente en una de las rutas del país. Ella estuvo allí. Recordó al joven malherido. Estuvo tan cerca que podía sentir su aliento, su respiración entrecortada. Recordó que él también la vio y la reconoció. Que intentó acercarse para besar su frente. Recordó que la Vida la apartó.
         Desde entonces habían pasado muchos años. No  había vuelto a verlo. Tal vez la habría olvidado. Tal vez, a pesar de haberse anunciado, ni siquiera la estaría esperando.
         El tren corría con trote placentero sobre un campo verde que se perdía entre montes de eucaliptos  y pequeñas ondulaciones. Casitas blancas, a lo lejos, brillaban al sol del mediodía. La señora gorda con los niños y el gato habían bajado hacía ya un par de estaciones. En el vagón sólo quedaba ella. Mientras sobre la locomotora se elevaba una nube negra de humo, el tren quejumbroso llegaba jadeante a la última estación.
       La pasajera  abandonó el vagón, atravesó el andén y luego, con paso seguro, comenzó a recorrer las calles del pueblo. A esa hora el hospital se encontraba adormecido y en silencio. En una pequeña sala blanca,  Horacio Guerra peleaba la vida. Rodeado de familiares se encontraba solo. Tan solo como se puede estar al final del camino.
      El anciano dormitaba sereno. Presintió la llegada de la viajera y entreabrió los ojos. Reconoció a la dama que un día en la ruta, a pesar de haber estado tan cerca, se fue sin esperarlo. 
     Nuevamente se encontraban ella estaba allí, esta vez no se iría sola. Había venido solamente por él, desde un mundo de distancia. La extraña dama se acercó al enfermo, y la Vida se apartó.
     En la estación, la campana del tren anunciaba su regreso.


Ada Vega, 2012

jueves, 11 de mayo de 2017

Pasó en mi barrio

        
                                                “no habrá ninguna igual, ninguna nunca
                                                     Como mi vieja Teja no habrá igual.”
                                                                Reina de La Teja. 1981

    Hay que llegar a la punta de la cuchilla dejar atrás el Liverpool y en Belvedere, donde Agraciada no quiere más, doblar por Carlos María Ramírez como quien va para el Cerro, donde el sol se ahoga.  
Ahí, ya vas camino a La Teja. Tal vez el Pueblo Victoria se entrecruce al llegar al Cementerio, pero siguiendo adelante, siempre hacia adelante, hacia el sur y hacia el norte, hacia el este y el oeste: canta La Teja con voz de murga.
La Teja solidaria, combativa, a la izquierda de la ciudad y del progreso. Aquella del cine Miramar, la fábrica de vidrios Vidplan, de jabón El Bao, del Frigorífico Castro. La Plaza 25 de mayo y la Palza Lafone. La Aceitera Montevideola Textil SedalanaLa Cachimba del Piojo y la Casilla Obrera. La escuela Yugoeslavia; la Cabrerala Beltrán, la 170 “de la Ancap” y  del colegio de los Salesianos. La Teja del grana y oro del Club Progreso, del Tellier, el Artigas, el Venus, el Real, el Vencedor, el Bienvenido; el Banfield y el Unión y Fuerza.
La Teja de Los Diablos Verdes; de Araca la Cana del “paraguayo” y del inolvidable Pianito. La Teja de los zanjones, las calles cortadas, la Cantera del Puerto y del Dique Flotante; del 210 de AMDET y del tranvía 16 de la Transatlántica.
Y allí está, en aquella esquina, bajo aquel parral junto a la cortada. Donde pasó mi infancia, mi juventud y mi vida toda. Y los recuerdos y las vivencias crecen y se agigantan. Y quisiera contarles tantas cosas de mi barrio. Decirles que La Teja que yo viví, era un montón de botijas jugando al fútbol en los campitos; era el ir y venir de los obreros en los distintos turnos, eran muchachos y muchachas llenando las fábricas, eran los boliches en cada esquinas y el Amor por las veredas.
El Amor. El viejo Amor que se olvidó de Elenita. De aquella Elenita rubia y dulce de colegio de monjas y lecciones de piano, que se quedó para vestir santos. Tal vez por capricho, o tal vez no. Pudo, quizá, haber sido por amor. ¡Vaya a saber!
Tendría Elenita no más de seis años cuando se enamoró del Pepe, uno de los hijos del gallego Fernández, que tenía el almacén en Heredia y Berinduague. Su niñez de muñecas y jueguitos de té se asomaba al balcón para ver jugar a la pelota a aquel botija flaco,  de pantalón corto, que tenía unos dientes tan grandes y blancos que cuando abría la boca parecía reírse. El Pepe Fernández, inteligente, buen dribleador. Jugaba bien al fútbol. Nunca se enteró de aquel amor y ella lo guardó por siempre en su corazón. Hoy hubiese sido distinto y yo no tendría tema de cuento.
En aquellos años la Administración Nacional de Combustibles Alcohol y Portland, se instalaba en La Teja y extendía un brazo sobre la misma desembocadura del arroyo Miguelete en la Bahía en un puente que nos unía con Capurro, donde se encontraba la destilería de alcoholes. El Ente le robó espacio al río y nos dejó sin una playita de arena blanca y fina que llegaba hasta Luis José de la Peña. Mil veces recorrimos de niños ese puente, hoy en desuso, para ir a la Playa y al Parque Capurro.
En aquella Teja que por el cuarenta tenía la Plaza Lafone alambrada como un potrero, y el puente giratorio que no hermanaba con la Villa del Cerro, que se abría para dar paso a las chatas y a los lanchones que llevaban carbón a la planta de Frigorífico Artigas; sobre un  arroyo Pantanoso que alguna vez tuvo el agua clara y transparente,  que al desembocar en el Río de la Plata bañaba a su paso, las piedras de la Playa Rompeolas. Ya para entonces los Gauchos del Pantanoso habían estrenado sus pantalones largos, saliendo Campeones de la Divisional C, en el 38 y en el 39.
Allí, en aquel barrio de La Teja al sur, crecimos el Pepe Fernández,  Dante Pinaglia, el Negro Vázquez, Walter Vega, el Toto Orlandi y un montón de botijas más. Íbamos a la escuela Yugoeslavia y a nadar y juntar cangrejos a la Cantera del Puerto. Si los domingos íbamos a misa, los curas nos dejaban jugar en la cancha del colegio, a una cuadra de la Plaza Lafone. Algunos oficiaban de monaguillos. Existía un problema: madrugar los domingos.
Cuando terminó la escuela el Pepe fue al liceo de los padres Salesianos en Colón. Era pupilo y salía sólo a fin de año. Elenita seguía esperándolo y tocando el piano. Y puso al fin una chapa dorada en la puerta de su casa que decía: Profesora de Música.
Un año para las vacaciones el Pepe no vino al barrio. Había entrado al  Seminario y por mucho tiempo lo dejamos de ver. Recuerdo que fue un sábado de tardecita a principios de marzo, estaba toda la barra reunida en la esquina de la Plaza Lafone, cuando por Humbolt vimos venir hacia nosotros aquel cura de sotana nueva y zapatos relucientes, que traía las manos juntas sosteniendo un libro sobre el pecho. Cuanto más se acercaba aquella boca de dientes tan grandes y blancos me recordaba a alguien…¡es el Pepe! dijo uno de los muchachos. ¡Un cura, se metió de cura! dijo otro. Pero el Pepe ya estaba entre nosotros y nos saludaba sonriendo: ¿Qué tal muchachos? ¡Volví al barrio! Vengo para el colegio de mis hermanos Salesianos. Alguien le preguntó: ¿y ahora cómo tenemos que llamarte, señor cura, padre o Pepe?  Y él contestó: para ustedes yo sigo siendo el Pepe. Se quedó un momento con nosotros y se despidió diciendo: mañana celebro misa a las ocho, los invito a que compartamos juntos el milagro de la Eucaristía. Mientras se iba le contestamos: ¡no vengas con inventos, Pepe! Nosotros no creemos en Dios. No vamos a la iglesia. Yo soy comunista. Y yo protestante. El Pepe volvió la cabeza y levantando una mano dijo: “Los caminos que conducen al Señor son infinitos” y recalcó: mañana a las ocho.
Estaba feliz. Había vuelto a su barrio, a sus vecinos y a sus amigos sin sospechar siquiera que, esperanzado, lo aguardaba el amor de una mujer.
Dejó a sus viejos amigos y siguió caminando hacia el colegio. Pasó bajo el balcón de Elenita que lo miró incrédula, como quien ve pasar el Amor por su puerta sin detenerse. Él saludó respetuoso: Buenas tardes. Ella contestó inclinando apenas la cabeza. Su voz dolida murió en un susurro. Se quedó mirando aquel Ministro de Dios, que borraba la imagen del muchacho de barrio que ella amara  y por años esperó. Y comprendió que no debía esperar más. El hombre que ella amaba prefirió a Dios. Mirá qué rival. ¿Con qué iba a competir?
Desde entonces sólo escuchamos su piano. Aquella tardecita de principios de marzo, Elenita cerró el balcón para siempre y le puso un candado a su corazón. Pasó en mi barrio, en La Teja del cuarenta.


Ada Vega, 1996.