Hace muchos años en las sierras del Uruguay moraban los pumas. Cuando nuestra tierra, habitada por los indígenas, era libre, virgen y salvaje. Después vinieron los colonizadores. Impusieron sus leyes, sus costumbres y religiones, y un día, ciertos descendientes se repartieron la tierra, exterminaron a los indígenas y acabaron con los pumas.
Por aquel entonces, en la ladera del Arequita que mira hacia el este, en los pagos de Minas, vivía el indio Abel Cabrera. Tenía allí, cobijado junto a un ombú, un rancho de paja y adobe, un pozo con brocal de piedra y por compañía, un caballo pampa y un montón de perros. Una vez al año, tal vez dos, se aliaba con alguna comparsa y se iba de esquila, o a participar en alguna yerra. Poca cosa le bastaba para tirar el año entero. Gran caminador, conocía cada piedra por donde sus antepasados caminaron libres. Solo a primera luz, o a la caída de la tarde, armaba tabaco y mateaba bajo el ombú, ensimismado en vaya a saber qué pensamientos. Nunca se supo de dónde había venido. Cuando lo conocieron en el lugar, ya estaba aquerenciado en su campo. Era un mozo callado, de piel cetrina y ojos de mirar profundo; de pelo largo y cuerpo elástico y vertical como una tacuara. Y cuentan que de tanto vivir solo en aquellas serranías, sin tener humano con quien hablar, se había hecho amigo de una yarará que vivía entre los peñascos de las sierras. Cada tanto la víbora se llegaba hasta el rancho y conversaban. Ella era la que siempre traía los chismes de todo lo que acontecía en los alrededores. Después de todo, ya se sabe que las víboras son muy de llevar y traer. Una tarde, hacía mucho que no se veían pumas por los cerros, mientras el indio Abel amargueaba, la yarará enroscada a sus pies le comentó que había visto a la mujer - puma por las costas del Penitente. El indio, mientras daba vuelta el amargo, le dijo:
—Una hembra de puma, será. La yarará se molestó por la corrección del hombre y desenroscándose, le contestó, mientras se retiraba ofendida:
—Si digo la mujer-puma, es porque es una mujer puma. Y se fue contoneando su cuerpo grisáceo entre el yuyal. El muchacho quedó pensando que la yarará era muy ignorante. Aquel año los fríos del invierno pasaron y la primavera, recién nacida, lucía radiante. Abel había salido temprano a recorrer las sierras, cuando divisó el salto del Penitente y hacia allá enderezó su caballo. De lejos le pareció ver a una muchacha que se bañaba bajo las aguas que caían entre las piedras, aunque al acercarse solo vio a un puma que desaparecía entre los arbustos. Quedó intrigado, en parte por lo que le pareció ver, y en parte, por comprobar con alegría, que aún quedaba algún puma por el lugar. Desde la tarde en que la yarará se había ido ofendida del rancho, el indio no la había vuelto a ver, de modo que salió en su busca. La encontró tendida al sol sobre las piedras del cerro. La yarará lo vio venir y no se inmutó. El muchacho se bajó del caballo, se puso a armar un cigarro y se sentó a su lado.
—Vi un puma —le dijo.
—Mirá, ¿y es linda? —le contestó la yarará.
—Vi un puma —le repitió él.
—Es una mujer —le insistió ella.
—¡Sos ignorante! Es una hembra de puma, te digo.
La yarará, molesta, no contestó y quedaron un rato en silencio. De pronto irguiendo la cabeza le dijo al hombre:
—En las estancias ya hace días que han visto merodear un puma, se armaron de rifles y antes del amanecer sale la peonada para ver si lo pueden cazar.
—¿Y qué mal les hace un puma?
—Por ahora es uno. Ellos dicen que si anda uno, la pareja debe andar cerca y que pronto los cerros se van a llenar de cachorros.
—¡Ojalá!
—Eso decís vos porque no tenés hacienda, ¡a ellos no les hace ninguna gracia que ande un puma de visita por los potreros!
Una noche, mientras meditaba tirado en el catre, el indio Abel oyó el eco de tiros de rifle. Después, un gran silencio se perdió en la lejanía. Antes del amanecer lo despertaron los ladridos y gruñidos de los perros. Salió afuera —recién venía clareando—, los perros en círculo, junto al pozo, ladraban y gruñían avanzando y reculando expectantes. El indio se acercó. En el suelo, cercada por los perros, yacía una joven desnuda, herida en un hombro. Abel la tomó en sus brazos, la envolvió en una manta y la recostó en el catre. Una bala le había atravesado el hombro. Con emplastos y yuyos limpió y curó la herida y, dándole un brebaje que él mismo preparó, logró dominar la fiebre que poco a poco comenzó a ceder. Al día siguiente fue al pueblo a comprar ropa de mujer. Entonces llegó la yarará. Vio a la muchacha dormida y se enroscó en la puerta a esperar al indio. Cuando Abel regresó, le quitó el apero al caballo y se sentó a conversar con la yarará que le dijo:
—La mujer-puma es la que duerme en tu catre.
—¡No seas majadera! Ella llegó anoche herida en un hombro y ardiendo en fiebre. Yo la curé y ahí está.
—Ayer los peones de la estancia “La baguala”, hirieron en una paleta al puma que anda en las sierras —le contestó la víbora— y, sin esperar respuesta, desenroscándose, se fue ondeando su cuerpo a campo traviesa.
El indio Abel amó a aquella muchacha, desde el mismo momento en que herida la tomó en sus brazos y la entró en su rancho. Y la joven, que no había conocido hombre, se entregó sin reservas, con la mansedumbre de la hembra que se siente amada y protegida. Lo amó como hombre y lo adoró como a un dios. Tres lunas duró el romance del indio con la extraña muchacha. Una mañana, al despertarse, se encontró solo. La ropa estaba junto al catre y ella había desaparecido. Días y noches la buscó, sin descanso, en todas direcciones, hasta que encontró a la yarará que dormitaba junto a una cachimba.
—No la busques más —le dijo—, un día volverá sola para volver a irse. Y así será siempre. Abel no entendió a la víbora y no quiso preguntar. Se quedó en su rancho a esperar a la que era su mujer. Y se cansó de esperar. Un atardecer, cuando el sol declinaba y volvía del valle de andar sin rumbo, vio reflejarse a contra luz sobre el Arequita la figura de un puma y su cachorro. Permanecieron un momento para que el indio los viera y luego desaparecieron entre los arbustos del cerro. No volvió a saber de ellos hasta que una noche lo despertó el calor de la mujer que había vuelto. Se amaron sin preguntas, como la primera vez. Un día ella volvió a partir y él no salió a buscarla. Herido de amor, esperó día y noche hasta ver, al fin, la silueta del puma con su nueva cría, recortada en lo alto del Arequita.
Pasaron los años y fue siempre así. Amor desgarrado fue el amor del indio por aquella mujer que siempre le fue fiel, pero que nunca logró retener. Hasta que un día, ya anciano, enfermó. Salió, entonces, la yarará a recorrer las sierras en busca de su compañera. La encontró a orillas del Penitente, reinando entre una numerosa manada de pumas. Volvió la mujer a cuidar a su hombre y con él se quedó hasta que, amándola todavía, se fue el indio una noche sin luna a reunirse con sus antecesores, más allá de las praderas orientales.
El rancho abandonado se convirtió en tapera. De aquel indio Abel Cabrera solo quedaron las mentas, pero aún repiten los memoriosos que un invierno, al pasar unos troperos por aquellas ruinas, encontraron muerta, junto al brocal del pozo, a una vieja hembra de puma. Desde entonces, por las sierras: desde el Arequita hacia el sur por el Pan de Azúcar, y para el norte por Cerro Chato, volvieron a morar los pumas. Sin embargo, esos hermosos felinos, no son visibles a los ojos de los hombres. Solo los indígenas, si aún quedan, las yaras y alguna culebra vieja, tienen el privilegio de ver a los pumas, dueños y señores, otear el aire de la serranía, desde las legendarias sierras del Uruguay.
Ada Vega, año edición 1999
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