viernes, 5 de julio de 2019
Vincent
lunes, 1 de julio de 2019
La cruz de la Serrana
La gente del pago es mañera de pasar de día por ese lugar. Le tiene recelo a la cruz. Tal vez porque a través de los años muchas historias se han contado sobre quien yace o a quien recuerdan esos palos crucificados. Historias de amores truncos, de muertos y aparecidos, de luces malas y espíritus andariegos. Pero han de saber quienes narran, que sólo existe una historia verdadera. Se la contó a mi padre un descendiente de indios charrúas una noche después de unas pencas, mientras churrasqueaban en descampado.
Arriba, la noche se había cerrado como un poncho negro sobre el campo. Abajo, las brasas eran rubíes desperdigados al calor del fuego. Cuando el indio empezó a contar, la luna, sabedora de la historia, se fue escondiendo despacito detrás de los cerros; las almas en pena pararon rodeo para escuchar al indio; el viento en las cuchillas se fue aquietando; y sólo se oía el silencio cargado de preguntas y de porqués. Después, la luna brilló hacia el este, el viento chifló con bronca y mi padre guardó por años la historia que hoy me contó.
Habíamos salido temprano. Andábamos a caballo, al paso, de recorrida por el valle junto a la Sierra de las Ánimas. El sol de la mañana de enero empezó a picar. El alazán de mi padre tironeó para el arroyo, y nos detuvimos para que los animales bebieran. A un costado del arroyo junto a unos talas, había una cruz. Papá, ¿es ésta la cruz de la Serrana? pregunté bajándome del caballo. Sí, m´hija. Déjela tranquila, no la moleste, me contestó. Me detuve junto a ella con intención de limpiarla de maleza y descubrí que no había allí ninguna mala hierba, sólo los cardos de flores azules, le habían hecho un resguardo para que nadie se le acercara. Protegiéndola. Sobre su cimera blanqueaban los panaderos. Nos volvimos en silencio y al llegar a las casas puso a calentar el agua para el mate, armó un cigarro, nos sentamos en unos bancos de cuero crudo junto a la puerta de la cocina y con la vista perdida en las serranías, mi padre se puso a contar.
Me dijo que siendo muchacho anduvo un tiempo de monteador por Mariscala y las costas del Aceguá, que por allá conoció al indio Goyo Umpiérrez. Joven como él, versado y guitarrero. Animoso para el trabajo y conocedor de rumbos, de quien se hizo amigo, saliendo en yunta más de una vez en comparsa de esquiladores por el centro y sur del país.
En una ocasión haciendo noche en Puntas de Pan de Azúcar, salió a relucir la mentada Cruz de la Serrana y las distintas historias que de ella se contaban.
Fue entonces que el Goyo le contó a mi padre la verdadera historia. Según supo el indio de sus mayores por 1860, llegaron a nuestro país varias familias de ricos hacendados europeos con intención de invertir en campos y ganado. Colonos que en su mayoría se establecieron sobre el litoral. Una familia vasca compuesta de un matrimonio y una hija de dieciséis años, enamorada del lugar, se instaló en el valle que descansa junto a la Sierra de las Ánimas. Parece ser que la hija del matrimonio era muy hermosa, belleza comentada entre los lugareños que al nombrarla la apodaron: la Serrana. Afirman que tenía la tez muy blanca, el cabello largo y oscuro y grandes ojos grises.
La casa de los vascos era una construcción fuerte de paredes de piedra, techos de tejas y ventanas enrejadas. Casi a los límites del campo cruzaba un arroyo de agua clara que bajaba de los cerros, con playas de arena blanca y cantos rodados, donde la familia en las tardes de verano solía bajar a pescar y bañarse, permaneciendo allí hasta el atardecer.
Por aquellos días entre las cuchillas verdes y azules, vivía a monte, una tribu de indios charrúas ocultos como intrusos en su propia tierra. Diezmados en Salsipuedes sólo unos pocos recorrían los campos, aún sin alambrar, en busca de caza para su sustento. Una tarde un joven indio que andaba de cacería, al seguir el curso del arroyo, se acercó a la familia que se encontraba a sus orillas. Sólo la joven lo vio acercarse. Al indio lo turbó la belleza de la Serrana. Se cruzaron sus miradas y el indio desapareció.
La joven no comentó su presencia pues sus padres, que eran profundamente católicos, tenían a los indígenas por herejes, sintiendo por ellos desconfianza y temor, no permitiéndoles el más mínimo trato. A la joven europea la impresionó el indio oriental y tal vez por curiosidad ansiaba volver a verlo. Por eso en las tardes, sin que sus padres supieran, se llegaba sola hasta el arroyo con la secreta esperanza de encontrarlo otra vez. También el charrúa bajaba de las sierras sólo para ver a la Serrana, permaneciendo oculto entre los árboles. Así una tarde y otra y otra, llegaba la Serrana a la playa y se sentaba a esperar.
Una tarde decidió salir en su busca y comenzó a recorrer el arroyo. El indio, que la observaba, al verla ir hacia él quedó sorprendido y permaneció muy quieto. El encuentro de los dos fue natural. Ese día la niña blanca y el indio se enamoraron con ese amor que no sabe de tiempo, edades ni razas. Así cada día, en las pesadas horas de la siesta, llegaba la joven a encontrarse con su enamorado indio, ocultando aquel amor que les había nacido sin querer. Todo ese verano se vieron a escondidas.
Una tarde de otoño con un tibio sol acariciando las hojas doradas, caminaban los dos enamorados a la vera del arroyo. En la mano morena del indio oriental se cobijaba la blanca manita de la niña vasca. Caminaban un mundo de luz y felicidad. De pronto el sol de oscureció. En la orilla opuesta, atónito, los observaba el padre de la joven.
Vaya a saber qué sentimiento perverso nubló su mente, cegó su raciocinio y permitió que un ramalazo de odio convirtiera en mármol su corazón, para que sin mediar palabra, ciego de ira, desenfundara el arma que llevaba en su cintura y de un balazo abriera una boca en el pecho del indio, por donde, hacia las remotas praderas indígenas, se le fue la vida.
El grito desgarrador de la Serrana retumbó en ecos por la Sierra de las Ánimas, alertando a la tribu, que presagiaba el final. Horrorizada la joven corrió a su casa y se encerró en su habitación. Esa noche mientras todos dormían fue hasta los galpones, descolgó una coyunda y llegó hasta el arroyo. Sólo en lo alto una luna blanca la acompañaba. Buscó al indio que había caído a sus pies, sin encontrarlo. Ya la tribu al caer la tarde se lo había llevado monte adentro. Y allí, donde cayó herido de muerte, la Serrana se ahorcó.
Contó Goyo que al encontrarla su padre al otro día, la enterró allí mismo y con sus manos hizo una cruz. Al poco tiempo vendieron los animales, abandonaron la casa y se volvieron a Europa. Y la cruz quedó y permanecerá para siempre, mientras ande el Amor de paso por la tierra. Como símbolo quizá, de nuestras propias raíces. Mezcla de sangre europea tenaz y emprendedora y la de nuestros indígenas, rebeldes y libertarios. De todos modos la Serrana y el indio cumplieron su destino y estuvieron al fin, juntos para
El cigarro se había apagado entre los dedos de mi padre que retornó su mirada de la lejanía. Los pollos picoteaban en el ante patio, el perro se desperezó y volvió a dormirse. Mi madre nos llamaba para almorzar.
Esta es la historia que una noche el indio Goyo Umpiérrez le contó a mi padre, que hoy mi padre me contara a mí, y que yo les cuento a ustedes. Desde entonces dicen los lugareños, que por las noches han visto a la Serrana vestida de blanco, como una novia, con su largo cabello suelto, y sus asombrados ojos grises, recorriendo la Sierra de las Ánimas en busca de su amado indio. Llamándolo con la voz del viento que se filtra entre los cerros como un desgarrado lamento. Vaga sola por las noches sin que nadie conteste a su llamado; sólo el aullido lejano de un lobo que nunca han visto acompaña a la Serrana en su vagar. Es por eso que la gente del pago es mañera de pasar de día por la cruz de la Serrana.
Y de noche por la Sierra de las Ánimas, ¡ni Dios pasa...!
Ada Vega, edición 2004 -
La casa encantada de Punta Brava
Hacía mucho tiempo que tenía indicios, no
corroborados, sobre hechos sorprendentes ocurridos alguna vez en una casa de
Punta Carretas y una tarde, sin pensar, me encontré con el tema sobre la mesa.
Renzo, que nació y se crio cerca del Faro,
me contó que por aquellos años cuando la segunda Guerra Mundial estalló en el
Río de la Plata, solía acompañar a su abuelo Vittorio cuando llevaba a
pastar a los caballos a un potrero ubicado en Solano García y Bulevar
Artigas, donde ahora están levantando un edificio. Ya en aquel entonces
el abuelo le hablaba de la extraña casa, por cuya puerta pasaban de ida y de
vuelta, y de las lenguas de fuego que corrían a quien intentara poner un
solo pie dentro del predio
Renzo observaba aquella casa, con
reminiscencias de castillo medieval, y la encontraba hermosa rodeada de plantas
y pájaros y aunque le llamaba la atención que nadie viviera en ella no creyó
demasiado en su encantamiento hasta la tarde en qué, por su cuenta, decidió
investigar qué había de cierto en la historia que le repetía su abuelo.
Esa tarde esperó a que el anciano estuviese
ocupado y salió sigilosamente hacia la casa misteriosa. Al llegar, no bien
abrió el portón, una enorme lengua de fuego salió chisporroteando de la casa y
lo empujó hacia fuera. Volvió con el pelo y la ropa chamuscada y un julepe que
le duró toda su vida. De todos modos no le contó a nadie lo sucedido, por temor
a que no le creyeran o lo tomaran por tonto. Tampoco se lo contó a su abuelo,
que al verlo con el jopo quemado y sin pestañas, no necesitó de palabras para
comprender lo sucedido.
Sin embargo no fue sólo la aventura de
Renzo, la ocurrida en aquellos tiempos. Según se supo y se comentó, aquellas
fatídicas lenguas de fuego corrieron a más de un despistado y curioso
visitante.
Pasado el tiempo sin contar los numerosos
gatos de todo tipo y color y algún par de perros sin domicilio conocido, que se
habían hecho dueños de la mansión, ningún ser humano osó violar el portón de la
casa de los Henry.
Más de medio siglo después, ya sin temor al
escarnio, de sobremesa un mediodía en Noa – Noa y observando el mar tras los
ventanales, Renzo se animó a contarme aquella historia que llevaba atragantada.
Míster Henry era un inglés nacido en
Londres, que había venido al Uruguay por negocios a principios del siglo XX.
Después de cruzar el Atlántico más de una vez, entre el nuevo y el viejo
mundo, el inglés decidió un día establecerse definitivamente en nuestro país.
Fue así que contrajo matrimonio con una joven uruguaya con quien tuvo cuatro
hijos, compró campos en Soriano sobre el “Río de los pájaros pintados” y para
allá se fueron a vivir. De todos modos no se quedaron en el campo mucho tiempo
pues, cuando los niños en edad escolar requirieron ampliar sus estudios, la
familia decidió mudarse a Montevideo, eligiendo para ello el paisaje de Punta
Carretas donde mandó edificar una casa frente a “el campo de los ingleses”,
hoy: Campo de Golf.
Se puso de acuerdo con los arquitectos
señalando gustos personales, acentuando la realización de un gran hogar a leña
en el comedor de la planta baja. Su esposa y sus cuatro hijos rechazaron la
idea de plano Preferían estufas eléctricas en cada habitación. Les molestaba el
humo, el olor a leña quemada, no lo veían práctico y opinaron que para
alimentar esa enorme boca tendrían que vivir acarreando troncos. Por lo que le
pidieron al inglés que desechara la idea de la estrafalaria estufa con la cual
ellos no estaban para nada de acuerdo.
Míster Henry, pese a sentirse decepcionado,
aceptó por el momento la petición de los suyos. Luego, pasado un tiempo y
sin volver a consultar ordenó hacer la estufa a leña en el amplio comedor.
Pesó, acaso, que una vez que la vieran encendida, prodigando desde su rincón
calor a toda la casa, la aceptarían de buena gana.
Cuando la mansión estuvo terminada, con sus
muebles nuevos, alfombras y cortinados, fue a Soriano en busca de su familia.
Llegaron una tarde cuando el sol caía detrás del Parque Hotel y desde el mar un
viento fuerte soplaba encrespando las olas.
A pesar del mal tiempo la vista de la
hermosa casa llenó a todos de alegría. Entraron al gran comedor y subieron las
escaleras hacia sus dormitorios, observando complacidos hasta los mínimos
detalles.
El padre, en la planta baja, aprovechó el
momento para encender la estufa. Llamó entonces a toda la familia y los reunió
ante la cálida lumbre.
La esposa y los niños cambiaron de humor.
Mientras las brasas se encendían y la llamas comenzaban a elevarse, ellos
vociferaban enojados menospreciando aquel hogar donde las lenguas de fuego
lamían cálidamente los troncos.
Míster Henry, los escuchaba herido,
lamentando la actitud de su familia que rechazaba tan cruelmente aquel deseo
suyo hecho realidad.
Las llamas no soportaron más el mal trato.
Ofendidas y humilladas crecieron como enormes lenguas de fuego. Se estiraron, salieron
de entre los troncos encendidos y fueron uno a uno envolviendo y llevándose
hacia el centro del hogar a los niños y a la madre, que desaparecieron ante los
ojos aterrados del padre. Luego la estufa comenzó a apagarse quedando apenas
unas pocas brasas encendidas.
Al ver la malvada reacción del fuego el
padre comenzó a gritarle encolerizado, exigiéndole la devolución de su familia.
Maldiciendo a las llamas que se habían llevado a sus hijos y a su mujer. Tanto
maldijo e insultó ante la desdentada boca de la estufa que en el instante de
apagarse totalmente, brotó una llama rebelde y roja que estirándose fue hacia
él y envolviéndolo se lo llevó con ella para desaparecer entre las cenizas,
mientras se apagaba la última brasa.
El verano comenzaba a insinuarse. Mientras
Renzo le daba término a la vieja historia de la casa encantada, me quedé
pensativo observando el sol que declinaba en el horizonte, camino al faro de
Punta Brava.
sábado, 29 de junio de 2019
Amor es un algo sin nombre
Ada Vega, 2014
jueves, 27 de junio de 2019
No vayas al cielo
Iban por la calle larga a los manotazos. Reían como dos necios mientras pateaban una maltrecha botella de plástico, fumaban un porro a medias y cantaban: “...porque en el cielo no hay vino ni cerveza, no hay milanesas, no hay pizza y café. Porque en el cielo no hay plantitas verdes, no hay tortas fritas, no hay coca ni hojillas...” Ajeno, el sol continuaba su lento vagar hacia el oeste y las primeras sombras dibujaban un incierto atardecer. Con los vaqueros desflecados tajeados en las rodillas y sendos bucitos negros que lucían sobre el pecho las caras enajenadas de alguna banda de metal, los dos muchachos recorrían las calles en busca de lo que pudiera acontecer.
El Pelado y el Chifle eran dos hermanos nacidos en un barrio de “zona roja”. Chorritos sin prestigio, oportunistas natos, se encontraban sin embargo limpios ante la ley. Y aunque robaban desde que tenían memoria, carecían de antecedentes que los involucraran en delitos primarios y sus drásticas consecuencias. Inconcientes por herencia directa, vivían la vida al mango.
Despreocupados, sin importarles el presente ni el futuro, tomaban de la vida lo que la vida les ofrecía a su paso, y lo que no. Acérrimos desconocedores de todo límite, no entendieron nunca que lo ajeno es ajeno, que los derechos de unos terminan donde empiezan los derechos de los otros, y que existen leyes que se hicieron para cumplirlas. Repobres de la más lunga estirpe orillera, aprendieron de muy chiquitos, casi al largarse a caminar, que los dolores que les retorcían las tripas los causa el hambre y los calma el mendigar primero y el robar después.
Así, salían por las mañanas junto a la madre, con otro más pequeño en brazos, a extender las manitas sucias —los pelos revueltos y las caritas moquientas—, a cuanto transeúnte pasara a su lado; algunos presurosos, que sin mirarlos siquiera seguían de largo, otros que sin detenerse dejaban algunas monedas que la madre iba juntando para comprar el pan, primero, y si alcanzaba, la leche.
Desayunaban una fruta que algún puestero les alcanzaba o los bizcochos de ayer de alguna panadería que encontraban al paso y recorrían la ciudad, un día y otro, para regresar al atardecer muertos de sueño y cansancio.
Y de un saque, un día, se les fue la infancia. Sin reyes magos, sin escuela ni educación. Y la pujante adolescencia, al abrirse paso, los dio de narices con la globalización, el neoliberalismo y el “sálvese quien pueda”. Se enteraron que para intentar conseguir trabajo es necesario poseer un brillante “curriculum vitae” que te permita, por lo menos, competir. Que si no sabés inglés no existís y si te quedaste en el Windows, estás muerto. Que los “canillas” y los lustrabotas pertenecen al pasado. Que las fábricas desaparecieron y la construcción es una utopía. ¿Y entonces...?
Subieron el repecho hasta el almacén de don Flores y al iniciar la bajadita lo vieron. El hombre venía remando por la calle empinada, parado en los pedales de su bicicleta. Sofocado. Los muchachos se miraron. Se abrieron para darle paso por entremedio de los dos. Al llegar junto a ellos lo tiraron al suelo, le robaron unos pocos pesos y se fueron calle abajo, montados los dos en la bicicleta, orgullosos por “la hazaña” que acababan de realizar.
Aunque se hicieron apuestas, no llegamos a saber si fueron cinco , o diez, o tan sólo tres, los minutos que corrieron, antes de que al primer automóvil que pasara por el almacén de don Flores, subiera el dueño de la bicicleta y alcanzara en un santiamén a los dos muchachos. Lo que siguió después se sabe: denuncia, policía, comisaría y juez. De ahí al Comcar y seis años por rapiña, fue solamente el principio.
La luna asomada entre los barrotes, iluminaba la soga, a cuyo extremo se balanceaba inerte el cuerpo del muchacho. El pabellón estaba en silencio. Los guardias nunca supieron. Mientras la noche testigo, bostezaba su indiferencia sobre los altos muros, los presos, victimarios-víctimas, dormían sueños torturados. Solo, en la celda contigua, el hermano cantaba: “... porque en el Cielo no hay vino ni cerveza, no hay milanesas, no hay pizza ni café... Porque en el Cielo no hay plantitas verdes, no hay tortas fritas, no hay coca, ni hojillas...”
Ada Vega, edición 1998
miércoles, 26 de junio de 2019
Dramaturgia
Dos veces la Dramaturgia me rozó al pasar!
1º) En Joanicó, en el Departamento de Canelones, nació el 11 de febrero de 1887, el actor y director de teatro Carlos Brussa.
A principios del siglo pasado su familia vino a Montevideo y se instaló en una casa de la calle Camino Castro del barrio Paso del Molino.
Brussa dedicó su vida al teatro, a la formación de actores y a la dirección. Fue muy querido y respetado y el único que, durante décadas, paseó el teatro por todo el interior del país. Murió pobre. Hizo fortuna y la perdió en tiempos difíciles. Falleció en Montevideo, el 13 de setiembre de 1952.
Conocí a Carlos Brussa en el invierno de 1941. Tenía cinco años y hacía uno que había fallecido mi padre. Mi mamá era modista y tenía una amiga que vivía en la calle Camino Castro, frente al Prado, a dos cuadras de Agraciada, a quién le hacía la ropa. Esa amiga se llamaba Élida, estaba empleada en la Caja de Jubilaciones y era hermana de Carlos Brussa.
A veces Élida venía a mi casa a probarse la ropa, pero por lo general era mi madre quién iba a verla. Algunas tardes la acompañaba.
La casa de Élida la recuerdo como una casa muy antigua. De ventanas altas y angostas con postigos y puerta de calle de vidrios gruesos de color verde. Tenía un jardín al frente cargado de plantas y arbustos. Hacia la vereda un muro alambrado y un portón alto de hierro.
Élida tenía la edad de mamá, pero era soltera. Era alta y usaba el cabello castaño con el corte Plumita.
Esa tarde, yo estaba sentada en el escalón de entrada de la casa, con la puerta entornada a mi espalda, jugando con unas piedritas. De pronto, un señor muy alto con un sobretodo largo desprendido y un sombrero de ala ancha, abrió el portón y entró. Yo me puse de pie en tanto él caminó hacia mí y saludó:
—Buenas tardes.
—Buenas tardes, le contesté. El hombre siguió caminando y me aparté para darle paso. Al oír el portón Élida vino a recibirlo, lo saludó sonriendo y señor le preguntó:
—¿Quién es esta niña?
—Es la hija de Paulina, le dijo ella.
—Ah, que bien —contestó—, y entró en la casa. Élida esperó a que yo también entrara y cerró la puerta. Entonces el señor me preguntó sin detenerse:
—¿Vas a la escuela?
—No —le contesté—, pero sé leer.
Yo había quedado un poco atrás de los dos. Él se dirigió a su habitación y, de espaldas a mí, extendió un brazo hacia su hermana y le dijo:
—Ahí tienes una futura escritora.
Al oír esto quedé muy emocionada. Élida sonrió, me tomó de la mano y entramos en la salita donde estaba mamá.
—¡Viste lo que me dijo el señor! —le dije entusiasmada a mi madre .—¡Que yo voy a ser maestra!
—No —dijo mamá—, maestra no. Escritora te dijo.
Yo estaba loca de la vida con lo que me habían pronosticado y mi madre me decía que no me habían dicho lo que yo creía haber oído. Sentí que se me borraba la alegría. Creo que esa tarde conocí la Desilusión.
El asunto era que para mí, escritora era lo mismo que maestra. Yo no sabía qué era ser escritora, para mí ser escritora era saber escribir. Y todo el mundo sabía escribir. Escribía mi mamá, mis hermanos, el almacenero y la señora de la panadería. Cuando empezara la escuela yo también iba a ser escritora. El señor no dijo que yo iba a saber escribir. Él quiso decir otra cosa. ¡Quiso decir que yo iba a ser maestra! Pero mi mamá fue siempre de poco hablar. Si en aquel momento me hubiese explicado qué era ser escritora, tal vez yo no hubiese esperado cumplir 50 años para escribir mi primer cuento.
Nunca más vi a Carlos Brussa. El actor viajaba mucho con su compañía de teatro. Y a pesar de que con mi madre volví varias veces a la casa frente al Prado, nunca más volví a verlo. Cuando años después falleció, yo tenía quince años y estaba en el liceo. Sentí mucho su deceso. Me hubiese gustado hablar con él en mis años de estudiante. Decirle que se había equivocado, que yo no tenía pasta de escritora y que difícilmente llegara a ser maestra algún día.
Pasado el tiempo muchas veces me pregunté por qué se cruzó ese hombre en mi vida en aquel momento y qué fue lo que quiso decir en realidad.
De todos modos, de aquella tarde pasaron sesenta años. Y soy escritora.
Me gustaría que alguien se lo contara.
2º) En el año 2003 conocí brevemente a Gustavo Adolfo Ruegger.
Periodista – Crítico teatral – Conductor de TV. Director de Teatro y Actor. Entonces era alumna del Taller de Literatura que dirigían Sylvia Lago y Jorge Arbeleche y me encontraba preparando la edición de Garúa, mi primer libro.
Una noche de 2003 comenzó a participar del taller, Mabel Altieri, compañera sentimental y artística de Ruegguer, con quien hacía más de un año, auspiciados por el Ministerio de Cultura, recorrían el país llevando y leyendo poesía por todos los departamentos. Algo parecido a lo que, muchos años antes, había hecho Carlos Bruza al llevar el teatro de la ciudad, al interior de la república.
La noche que Mabel entró por primera vez al taller, Sylvia Lago leía un cuento mío. Mabel se sentó y luego preguntó quién era el autor. Alguien me señaló y ella me saludó desde el otro extremo del salón. El taller tenía dos profesores, la primera hora era de narrativa con Sylvia Lago y la segunda de poesía, con Jorge Arbeleche. Los alumnos que escribíamos, presentábamos los trabajos impresos y los profesores los leían y comentaban en la próxima clase.
A Mabel le gustaban mis cuentos y siempre me pedía que le hiciera un duplicado de los trabajos que yo iba presentado. Ruegger venía siempre a buscarla en el auto. Una noche de julio que llovía muchísimo, Mabel preguntó quien vivía por su barrio para alcanzarnos. Resultó que otra compañera y yo vivíamos a pocas cuadras de su casa. Cuando salimos y subimos al auto nos presentó. Al dirigirse a mí Mabel le dijo: esta es la la señora que escribe los cuentos que te gustan tanto. Entonces Ruegger me dijo que hacía días tenía pensado hablar conmigo, a fin de pedirme permiso para usar mis cuentos en un proyecto, dijo, que tenía de hacía muchos años para llevar a la televisión.
Era el martes 3 de julio. Me dijo:
—Nosotros mañana nos vamos para el interior. Volvemos el domingo, yo el lunes la llamo y conversamos, ya tengo todo planeado.
El sábado siguiente, 7 de julio, falleció en el interior del país, a causa de una complicación con el asma que sufría hacía años.
El domingo estuve en su velorio.
El lunes que esperamos ambos, nunca llegó.
martes, 25 de junio de 2019
Como las sirenas
Ada Vega, edición 2008 http://adavega1936.blogspot.com/