Hacía mucho tiempo que tenía indicios, no
corroborados, sobre hechos sorprendentes ocurridos alguna vez en una casa de
Punta Carretas y una tarde, sin pensar, me encontré con el tema sobre la mesa.
Renzo, que nació y se crio cerca del Faro,
me contó que por aquellos años cuando la segunda Guerra Mundial estalló en el
Río de la Plata, solía acompañar a su abuelo Vittorio cuando llevaba a
pastar a los caballos a un potrero ubicado en Solano García y Bulevar
Artigas, donde ahora están levantando un edificio. Ya en aquel entonces
el abuelo le hablaba de la extraña casa, por cuya puerta pasaban de ida y de
vuelta, y de las lenguas de fuego que corrían a quien intentara poner un
solo pie dentro del predio
Renzo observaba aquella casa, con
reminiscencias de castillo medieval, y la encontraba hermosa rodeada de plantas
y pájaros y aunque le llamaba la atención que nadie viviera en ella no creyó
demasiado en su encantamiento hasta la tarde en qué, por su cuenta, decidió
investigar qué había de cierto en la historia que le repetía su abuelo.
Esa tarde esperó a que el anciano estuviese
ocupado y salió sigilosamente hacia la casa misteriosa. Al llegar, no bien
abrió el portón, una enorme lengua de fuego salió chisporroteando de la casa y
lo empujó hacia fuera. Volvió con el pelo y la ropa chamuscada y un julepe que
le duró toda su vida. De todos modos no le contó a nadie lo sucedido, por temor
a que no le creyeran o lo tomaran por tonto. Tampoco se lo contó a su abuelo,
que al verlo con el jopo quemado y sin pestañas, no necesitó de palabras para
comprender lo sucedido.
Sin embargo no fue sólo la aventura de
Renzo, la ocurrida en aquellos tiempos. Según se supo y se comentó, aquellas
fatídicas lenguas de fuego corrieron a más de un despistado y curioso
visitante.
Pasado el tiempo sin contar los numerosos
gatos de todo tipo y color y algún par de perros sin domicilio conocido, que se
habían hecho dueños de la mansión, ningún ser humano osó violar el portón de la
casa de los Henry.
Más de medio siglo después, ya sin temor al
escarnio, de sobremesa un mediodía en Noa – Noa y observando el mar tras los
ventanales, Renzo se animó a contarme aquella historia que llevaba atragantada.
Míster Henry era un inglés nacido en
Londres, que había venido al Uruguay por negocios a principios del siglo XX.
Después de cruzar el Atlántico más de una vez, entre el nuevo y el viejo
mundo, el inglés decidió un día establecerse definitivamente en nuestro país.
Fue así que contrajo matrimonio con una joven uruguaya con quien tuvo cuatro
hijos, compró campos en Soriano sobre el “Río de los pájaros pintados” y para
allá se fueron a vivir. De todos modos no se quedaron en el campo mucho tiempo
pues, cuando los niños en edad escolar requirieron ampliar sus estudios, la
familia decidió mudarse a Montevideo, eligiendo para ello el paisaje de Punta
Carretas donde mandó edificar una casa frente a “el campo de los ingleses”,
hoy: Campo de Golf.
Se puso de acuerdo con los arquitectos
señalando gustos personales, acentuando la realización de un gran hogar a leña
en el comedor de la planta baja. Su esposa y sus cuatro hijos rechazaron la
idea de plano Preferían estufas eléctricas en cada habitación. Les molestaba el
humo, el olor a leña quemada, no lo veían práctico y opinaron que para
alimentar esa enorme boca tendrían que vivir acarreando troncos. Por lo que le
pidieron al inglés que desechara la idea de la estrafalaria estufa con la cual
ellos no estaban para nada de acuerdo.
Míster Henry, pese a sentirse decepcionado,
aceptó por el momento la petición de los suyos. Luego, pasado un tiempo y
sin volver a consultar ordenó hacer la estufa a leña en el amplio comedor.
Pesó, acaso, que una vez que la vieran encendida, prodigando desde su rincón
calor a toda la casa, la aceptarían de buena gana.
Cuando la mansión estuvo terminada, con sus
muebles nuevos, alfombras y cortinados, fue a Soriano en busca de su familia.
Llegaron una tarde cuando el sol caía detrás del Parque Hotel y desde el mar un
viento fuerte soplaba encrespando las olas.
A pesar del mal tiempo la vista de la
hermosa casa llenó a todos de alegría. Entraron al gran comedor y subieron las
escaleras hacia sus dormitorios, observando complacidos hasta los mínimos
detalles.
El padre, en la planta baja, aprovechó el
momento para encender la estufa. Llamó entonces a toda la familia y los reunió
ante la cálida lumbre.
La esposa y los niños cambiaron de humor.
Mientras las brasas se encendían y la llamas comenzaban a elevarse, ellos
vociferaban enojados menospreciando aquel hogar donde las lenguas de fuego
lamían cálidamente los troncos.
Míster Henry, los escuchaba herido,
lamentando la actitud de su familia que rechazaba tan cruelmente aquel deseo
suyo hecho realidad.
Las llamas no soportaron más el mal trato.
Ofendidas y humilladas crecieron como enormes lenguas de fuego. Se estiraron, salieron
de entre los troncos encendidos y fueron uno a uno envolviendo y llevándose
hacia el centro del hogar a los niños y a la madre, que desaparecieron ante los
ojos aterrados del padre. Luego la estufa comenzó a apagarse quedando apenas
unas pocas brasas encendidas.
Al ver la malvada reacción del fuego el
padre comenzó a gritarle encolerizado, exigiéndole la devolución de su familia.
Maldiciendo a las llamas que se habían llevado a sus hijos y a su mujer. Tanto
maldijo e insultó ante la desdentada boca de la estufa que en el instante de
apagarse totalmente, brotó una llama rebelde y roja que estirándose fue hacia
él y envolviéndolo se lo llevó con ella para desaparecer entre las cenizas,
mientras se apagaba la última brasa.
El verano comenzaba a insinuarse. Mientras
Renzo le daba término a la vieja historia de la casa encantada, me quedé
pensativo observando el sol que declinaba en el horizonte, camino al faro de
Punta Brava.
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