Nuevamente se encontraban, ella estaba allí, esta vez no se iría sola. Había venido solamente por él, desde un mundo de distancia. La extraña dama se acercó al enfermo, y
martes, 31 de marzo de 2020
La extraña dama
Nuevamente se encontraban, ella estaba allí, esta vez no se iría sola. Había venido solamente por él, desde un mundo de distancia. La extraña dama se acercó al enfermo, y
lunes, 30 de marzo de 2020
Una mujer para recordar
viernes, 20 de marzo de 2020
La glorieta de los Magri Piñeyrúa
Fue
un diciembre, unos días antes de Navidad, cuando la familia Magri
Piñeyrúa se mudó a una casa de dos plantas rodeada de un bonito jardín.
Jugaba con mis amigas, en la vereda, cuando vimos llegar aquellos enormes
camiones y bajar bultos, baúles y muebles. Le dimos la importancia del momento
y seguimos jugando. Los camiones se fueron y quedaron un par de hombres para
ayudar a ordenar la casa. La tarde se cerraba cuando comenzaron a armar
algo en el jardín que llamó mi atención y comencé a caminar hacia la casa
para ver mejor. Me detuve al llegar a la verja de hierro, de varillas
altas y finas, de la que quedé aferrada con mis dos manos extasiada ante
aquella casita que armaban los obreros.
Era
blanca, de forma hexagonal. Las paredes caladas formaban arabescos y flores.
Tenía la abertura del marco de una puerta y el techo repujado en cuyo centro,
como una banderita al viento, un gallito blanco giraba sin cesar. Los hombres
terminaron de armarla, le colocaron dentro una mesita y cuatro silloncitos
también blancos y se fueron a seguir con la mudanza. Deslumbrada, me quedé
mirando la casita. Nunca había visto nada tan lindo. Sólo volví a la realidad
cuando mi hermano me puso una mano en el hombro y me dijo:
-—Anita,
¿qué estás haciendo, qué mirás?
—La
casita —le dije, ¡mirá la casita que trajeron!
—Vamos
para casa Anita, eso no es una casita. Eso se llama glorieta.
—¿Glorieta?
¿ y vos como sabés?
—Porque
en el Prado mucha gente tiene una en el jardín. ¿Viste esos botijas rubios que
viven frente a la casa de la abuela? Bueno, ellos tienen una en el jardín del
fondo, las paredes forman cuadraditos y está pintada de gris.
—¿Y
vos como sabés lo que hay en el fondo de esa casa?
—Bueno,
bueno, menos pregunta Dios y a veces nos perdona.
—
¿A veces? ¿ no nos perdona siempre?Mi hermano no me contestó y nos fuimos de la
mano para casa.
La familia de los Magri Piñeyrúa estaba formada por el matrimonio y dos hijos.
El señor Magri era un ingeniero que había venido a trabajar en ANCAP
contratado y el Ente le cedió la casa de la esquina para que viviese allí, con
su familia, mientras durara el contrato. Era un hombre alto, medio calvo,
fumaba en pipa y andaba siempre de traje y corbata. Su esposa era delgada y
rubia, usaba el cabello recogido y vestía faldas y preciosas blusas
de manga larga. Pasaba el día tejiendo como Penélope, aunque creo que no
deshacía de noche lo que adelantaba de día. Usaba sobre la falda un delantal
con un bolsillo muy grande donde, si en alguna oportunidad tenía que usar
las manos, guardaba agujas, lana y tejido. El matrimonio tenía dos hijos.
Marcia, una niña mayor que yo, rubia, de rulos largos, que lucía hermosos
vestidos con volados y cintas. Era bonita y dulce. Y Martín, menor que la
hermana, pero mayor que yo. Era un pelirrojo flaco y pecoso, que usaba
unos pantalones ni cortos ni largos, digamos que a media asta, y chupaba
siempre unos enormes chupetines de color rojo, azul y verde. Usaba lentes,
tenía un ojo torcido y, cada vez que nos miraba a mí y a mis amigas, nos sacaba
la lengua en tres colores. En la casa vivían también una señora que gobernaba y
hacía de niñera y una morena gorda y sonriente vestida de negro con cuello
blanco, que cocinaba.
No
pegaban en el barrio.
Para
mí, que había nacido y vivía en La Teja donde más o menos éramos todos
económicamente iguales, esa familia me desequilibró. Estaba llena de preguntas.
-Mamá
¿por qué los Magri Piñeyrúa tienen dos apellidos?
-Vos
también tenés dos apellidos, el de papá que es el que usamos y el mío que no
usamos.
-Pero
mami ¿por qué no lo usamos?seríamos Fulanez Fulanoz.
-No
lo usamos porque no es necesario. A nosotros con un solo apellido nos alcanza.
-¿Y
a ellos?
-A
ellos no les alcanza.
-Mami,
¿por qué teje y teje, la señora de los Magri Piñeyrúa?
-Porque
no tiene nada que hacer.
-¿Y
usted por qué no teje como ella?
Mi
mamá no me contestó, pero parece que le causó mucha gracia lo que dije, pues
suspendió un momento su trabajo en la máquina de coser, para reírse.
-Andá
a jugar – me dijo entre risas.
Me
llevó mucho tiempo entender por qué los Magri Piñeyrúa necesitaban una
persona para limpiar y ordenar la casa, más una niñera y una cocinera, más un
jardinero y una señora que iba dos veces por semana a lavar y planchar la ropa.
Mi mamá regentaba la casa, a nosotros, lavaba, planchaba y cocinaba. Sabía
podar las rosas, en el fondo de casa tenía plantado perejil, lechugas y
cebollines y matizaba sus ratos de ocio cosiendo para todo el barrio en su
vieja máquina a pedal.
Los Magri Piñeyrúa se quedaron en el barrio unos seis años. Lo recuerdo porque
cuando fueron a vivir yo no había empezado la escuela y cuando se fueron
entraba al liceo. Ya para entonces me había dejado de interesar la glorieta que
seguía blanca y cuidada como el primer día, sólo que al final se había cubierto
de una enredadera de campanillas azules.
Cuando se fueron del barrio los hermanos todavía estudiaban. Andaban siempre
cargados de libros. Martín ya no nos sacaba la lengua tricolor pero se había
convertido en un joven arrogante que nos ignoraba por completo. Usaba unos
gruesos anteojos y seguía con su ojo torcido. A Marcia la recuerdo con cariño.
Nunca hablé con ella pero me sonreía y me saludaba.
Una vez, que como siempre, yo esta aferrada a la reja de su casa mirando su
jardín, ella, que tomaba el té con su mamá y su hermano, se acercó a mí y me
ofreció una masita. Yo no la quise y le dije que no con la cabeza. Lo que yo
miraba era la glorieta. La chica, al verme observándolos, habrá pensado
que yo deseaba su comida. No, a mí no me interesaban ni su comida ni ellos.
¡Yo
sólo soñaba con entrar a la glorieta y sentarme a jugar...! No se
cumplió mi sueño. Nunca me invitaron los Magri Piñeyrúa a entrar a su casa ni a
su jardín. Y un día, así como vinieron, se fueron de mi barrio y se llevaron la
glorieta. A esa casa vino a vivir un matrimonio con muchos hijos y varios
perros. Nos hicimos todos amigos, niños y perros y me olvidé de los Magri
Piñeyrúa...hasta hoy...
-Doctora,
doctora, llegamos.
-¿Eh?...ah,
sí, ¡vamos Néstor, vamos!
Hermoso
barrio. Hermosa casa.
Entramos.
Al cabo de un rato el paciente ha reaccionado. Se encuentra estable, con el
medicamento suministrado pasará la noche sin complicación. Mañana deberá ver a
su médico tratante. El enfermo abre los ojos lentamente. Me observa con su ojo
torcido. Sonríe y me ofrece su mano agradeciéndome. Yo la estrecho con firmeza
y, refrenando el impulso de sacarle la lengua, acepto su
agradecimiento. Nos volvemos a la ambulancia.
Llueve
la nostalgia sobre la ciudad.
Ada Vega. Edición 2004
martes, 17 de marzo de 2020
Bailemos
Ada Vega, edición 2001 -
sábado, 14 de marzo de 2020
El Oriental
Ada Vega, edición 2000 -
viernes, 13 de marzo de 2020
La casa
—Me voy —dijo—, y se fue.
Sin un beso, sin abrazo, sin siquiera una caricia. Un hasta luego. Un adiós.
Y me quedé sola en aquella habitación. Sola. Pensé si al salir se acordaría de pagar la casa. Terminé de vestirme, descolgué el abrigo del perchero, tomé la cartera y pedí un taxi. Tres minutos, dijeron. Llegó en dos.
Subí al taxi, la Piaf cantaba aquel Himno al Amor de cuando éramos jóvenes estudiantes, la universidad era un castillo y el otoño caía en hojas secas sobre la ciudad. Entonces el amor era Dios, una panacea y el único motivo de vivir.
Parecía una burla, una incongruencia: “mientras el amor inunde mis mañanas —decía la Piaf— mientras mi cuerpo se estremezca bajo tus manos poco me importan los problemas, mi amor, porque tú me amas”.
El conductor me observaba por el espejo retrovisor.
—Qué pasa, le pregunté.
—¿Está sola?
—¿No me ve?
—Creí que había que levantar a alguien.
—No tengo que levantar a nadie.
—Mm..., contestó, no se enoje, no crea que es la primera dama que dejan abandonada por estas latitudes.
—No me diga.
—Le estoy diciendo. Una vez llevé una muchacha que se peleó con el novio y el tipo se fue y la dejó sola.
—¿Y?
—Y nada, él dejó la casa paga y en ese mueble antiguo que está a la entrada, vio, junto a la lámpara, le dejó el dinero para el taxi.
—¡Qué delicadeza!
—Sí. Otra vez a una señora mayor la dejó el compañero que se fue sin pagar y ella tuvo que dejar la cédula de identidad y la alianza de matrimonio para poder retirarse. A mí me pagó con un dinero que tenía para la feria.
—¿Cómo sabe usted que era el dinero para la feria?
—Porque era de mañana, día de feria, y ella andaba con un bolso de hacer mandados.
—Usted tiene mucha imaginación.
—Imaginación no, hace veinte años que manejo un taxi.
—¡Oh! En ese momento recién me di cuenta que no me preguntó a dónde iba, ni yo le avisé. Como no tenía apuro lo dejé seguir y además, por extraña coincidencia mientras conversaba, había tomado el camino que llevaba hacia mi casa.
—Una vez llevé de ahí a una muchacha rubia muy bonita. Subió al taxi nerviosa me dio la dirección de su casa y me pidió que la esperara para llevarla al aeropuerto. Mientras tanto me contó que había matado al hombre que estaba con ella.
—¿Y usted?
—Y yo acá, sentado manejando. No sabía qué hacer. Pensé detener el taxi y pedirle que se bajara, puesto que en mi vida lo menos que necesitaba en ese momento era un problema nuevo. La miré por el espejo y me dio lástima. Era muy joven y estaba llorando.
—¿Y cómo lo mató?
—Eso le pregunté yo, ¿cómo lo mató? Le dije.
—Le pegué cuatro tiros, contestó llorando.
—¡Pobre chica, lloraba arrepentida!
—Eso también le dije. ¿Está arrepentida?
—No, se apresuró a decirme.
—¿Y por qué llora entonces?
—Porque en el apuro por salir de la habitación, dejé el reloj y los anillos sobre la mesa de luz. ¡Qué rabia!
—¿Y el revólver? le pregunté. Abrió la cartera y sacó el arma.
—Lo tengo acá, dijo y me apuntó.
—¿Qué hace?, apunte para otro lado, le grité.
—No tiene más balas, contestó, mientras lo guardaba.
Estaba tan interesante la conversación que no me di cuenta que había detenido el taxi. Pero yo quería saber más: por qué tantos tiros, quién era el hombre, qué clase de relación tenían. Qué pasó después, si la llevó al aeropuerto.
Y el taxista seguía contando: el hombre que mató era el novio, hacía tres años que llevaban una relación, lo mató porque se enteró que era casado y tenía tres hijos. Le pegó cuatro tiros porque eran los que tenía el arma. No, no la llevó al aeropuerto, la joven le dijo que no lo quería comprometer más, que tomaría un coche cualquiera que pasara libre. Nunca más la vio ni supo de ella.
—Llegamos, me dijo.
—Yo no vivo acá, vivo dos cuadras más adelante.
—Su compañero dijo que la dejara acá.
—¿Cómo?
—Cuando pagó la casa dejó la dirección y el dinero para el viaje.
—¡Qué delicadeza!
—Sí, parece un buen tipo.
Mientras me bajaba y saludaba al conductor, en la radio del taxi Charles Aznavour y La Bohème. Y aquel amor de locos. De los veinte años del pintor pobre y la modelo, viviendo del aire en el Montmartre parisino de cuando “París era una fiesta”.
¡Cómo se repite el amor! Quién no vivió un amor a los veinte años y creyó que era para siempre. Sin embargo el camino que andaban juntos, un día se dividió en dos y ambos se perdieron por distintas veredas. Luego pasaron veinte, treinta años, y un día, porque sí, recuerdan aquel amor apasionado de la juventud que los hizo enfrentar al mundo, por defender lo que estaba destinado a morir. Y volvieron al lugar del amor en busca de no saben qué. Y no encontraron nada. Nada. Porque ya no había nada más. Ni las lilas cayendo sobre las ventanas del atelier, ni el amor de locos, ni la juventud. La juventud…¡la bohemia! "La juventus es una flor, y al fin murió"
—Me voy —dijo—, y se fue.
Sin un beso, sin un abrazo. Sin un adiós.
Ada Vega, edición 2014 http://adavega1936.blogspot.com/
jueves, 12 de marzo de 2020
Un árbol junto a la medianera
Tenía azules los ojos. Y entre sus largas y arqueadas pestañas yo sentía reptar su mirada azul, desde mis pies hasta mi cabeza, deteniéndose a trechos.