“no
habrá ninguna igual, ninguna nunca
Como mi vieja Teja no habrá igual.”
Reina de La Teja.
1981
Hay que llegar a la punta de la cuchilla
dejar atrás el Liverpool y en Belvedere, donde Agraciada no quiere más, doblar
por Carlos María Ramírez como quien va para el Cerro, donde el sol se
ahoga.
Ahí,
ya vas camino a La Teja. Tal
vez el Pueblo Victoria se entrecruce al llegar al Cementerio, pero siguiendo
adelante, siempre hacia adelante, hacia el sur y hacia el norte, hacia el este
y el oeste: canta La Teja
con voz de murga.
Y
allí está, en aquella esquina, bajo aquel parral junto a la cortada. Donde pasó
mi infancia, mi juventud y mi vida toda. Y los recuerdos y las vivencias crecen
y se agigantan. Y quisiera contarles tantas cosas de mi barrio. Decirles que La Teja que yo viví, era un
montón de botijas jugando al fútbol en los campitos; era el ir y venir de los
obreros en los distintos turnos, eran muchachos y muchachas llenando las
fábricas, eran los boliches en cada esquinas y el Amor por las veredas.
El
Amor. El viejo Amor que se olvidó de Elenita. De aquella Elenita rubia y dulce
de colegio de monjas y lecciones de piano, que se quedó para vestir santos. Tal
vez por capricho, o tal vez no. Pudo, quizá, haber sido por amor. ¡Vaya a
saber!
Tendría
Elenita no más de seis años cuando se enamoró del Pepe, uno de los hijos del
gallego Fernández, que tenía el almacén en Heredia y Berinduague. Su niñez de
muñecas y jueguitos de té se asomaba al balcón para ver jugar a la pelota a
aquel botija flaco, de pantalón corto,
que tenía unos dientes tan grandes y blancos que cuando abría la boca parecía
reírse. El Pepe Fernández, inteligente, buen dribleador. Jugaba bien al fútbol.
Nunca se enteró de aquel amor y ella lo guardó por siempre en su corazón. Hoy
hubiese sido distinto y yo no tendría tema de cuento.
En
aquellos años la
Administración Nacional de Combustibles Alcohol y Portland,
se instalaba en La Teja
y extendía un brazo sobre la misma desembocadura del arroyo Miguelete en la Bahía en un puente que nos
unía con Capurro, donde se encontraba la destilería de alcoholes. El Ente le
robó espacio al río y nos dejó sin una playita de arena blanca y fina que
llegaba hasta Luis José de la
Peña. Mil veces recorrimos de niños ese puente, hoy en
desuso, para ir a la Playa
y al Parque Capurro.
En
aquella Teja que por el cuarenta tenía la Plaza Lafone
alambrada como un potrero, y el puente giratorio que no hermanaba con la Villa del Cerro, que se
abría para dar paso a las chatas y a los lanchones que llevaban carbón a la
planta de Frigorífico Artigas; sobre un
arroyo Pantanoso que alguna vez tuvo el agua clara y transparente, que al desembocar en el Río de la Plata bañaba a su paso, las
piedras de la Playa
Rompeolas. Ya para entonces los Gauchos del Pantanoso habían
estrenado sus pantalones largos, saliendo Campeones de la Divisional C , en el
38 y en el 39.
Allí,
en aquel barrio de La Teja
al sur, crecimos el Pepe Fernández, Dante Pinaglia, el Negro Vázquez, Walter Vega,
el Toto Orlandi y un montón de botijas más. Íbamos a la escuela Yugoeslavia y a
nadar y juntar cangrejos a la
Cantera del Puerto. Si los domingos íbamos a misa, los curas
nos dejaban jugar en la cancha del colegio, a una cuadra de la Plaza Lafone.
Algunos oficiaban de monaguillos. Existía un problema: madrugar los domingos.
Cuando
terminó la escuela el Pepe fue al liceo de los padres Salesianos en Colón. Era
pupilo y salía sólo a fin de año. Elenita seguía esperándolo y tocando el
piano. Y puso al fin una chapa dorada en la puerta de su casa que decía:
Profesora de Música.
Un
año para las vacaciones el Pepe no vino al barrio. Había entrado al Seminario y por mucho tiempo lo dejamos de
ver. Recuerdo que fue un sábado de tardecita a principios de marzo, estaba toda
la barra reunida en la esquina de la Plaza Lafone , cuando por Humbolt vimos venir
hacia nosotros aquel cura de sotana nueva y zapatos relucientes, que traía
las manos juntas sosteniendo un libro sobre el pecho. Cuanto más se acercaba
aquella boca de dientes tan grandes y blancos me recordaba a alguien…¡es el
Pepe! dijo uno de los muchachos. ¡Un cura, se metió de cura! dijo otro. Pero el
Pepe ya estaba entre nosotros y nos saludaba sonriendo: ¿Qué tal muchachos?
¡Volví al barrio! Vengo para el colegio de mis hermanos Salesianos. Alguien le
preguntó: ¿y ahora cómo tenemos que llamarte, señor cura, padre o Pepe? Y él contestó: para ustedes yo sigo siendo el
Pepe. Se quedó un momento con nosotros y se despidió diciendo: mañana celebro
misa a las ocho, los invito a que compartamos juntos el milagro de la Eucaristía. Mientras
se iba le contestamos: ¡no vengas con inventos, Pepe! Nosotros no creemos en
Dios. No vamos a la iglesia. Yo soy comunista. Y yo protestante. El Pepe volvió
la cabeza y levantando una mano dijo: “Los caminos que conducen al Señor son
infinitos” y recalcó: mañana a las ocho.
Estaba
feliz. Había vuelto a su barrio, a sus vecinos y a sus amigos sin sospechar
siquiera que, esperanzado, lo aguardaba el amor de una mujer.
Dejó
a sus viejos amigos y siguió caminando hacia el colegio. Pasó bajo el balcón de
Elenita que lo miró incrédula, como quien ve pasar el Amor por su puerta sin
detenerse. Él saludó respetuoso: Buenas tardes. Ella contestó inclinando apenas
la cabeza. Su voz dolida murió en un susurro. Se quedó mirando aquel Ministro
de Dios, que borraba la imagen del muchacho de barrio que ella amara y por años esperó. Y comprendió que no debía
esperar más. El hombre que ella amaba prefirió a Dios. Mirá qué rival. ¿Con qué
iba a competir?
Desde
entonces sólo escuchamos su piano. Aquella tardecita de principios de marzo,
Elenita cerró el balcón para siempre y le puso un candado a su corazón. Pasó en
mi barrio, en La Teja
del cuarenta.
Ada
Vega, 1996.
Estimada señora, me gusta la construcción de sus trabajos. En este caso su esfuerzo informativo que amplió mis conocimientos. De nuevo me complace felicitarla
ResponderEliminarMe gusta mucho su estilo y limpieza al escribir. ¿Dónde puedo obtener sus libros?
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