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viernes, 11 de septiembre de 2020

Después

 


La tarde se escurría en la habitación. Los últimos rayos de sol se despedían furtivos, tras los vidrios de la ventana que daba al parque. Mis manos sobre la sábana, sostenían su mano tibia. Dormía en paz. Serena. Se estaba yendo en silencio, sin rencor ni sufrimiento.
Una tarde, cuando supo de su enfermedad, me dijo: 

—No quiero sufrir, ayúdame cuando llegue el momento, no me dejes partir con sufrimiento.


Su mano se enfriaba entre mis manos. De pronto abrió los ojos, sonrió apenas y me dijo sin voz: 

—Te amo. 

Después, cerró los ojos, su rostro se inundó de luz y se fue de este mundo brutal. Me abandonó.

Me quedé allí, velando su último sueño. Se acercó la enfermera, le quitó la guía de su mano, retiró el suero y cubrió su rostro con la sábana. Me pidió que me retirara, hacía tres días que no me apartaba de su lado, pero quise esperar al médico para que confirmara su deceso.

Se llamaba Marianne y fue el candil que iluminó mi vida. El porqué de mi existencia y la madre de mis hijos. Con ella conocí el amor excelso, la pasión descontrolada. También la desesperación, la angustia, y el dolor más grande.

Nos conocimos en Secundaria. En Preparatorio fuimos novios. Marianne era una chiquilina, inquieta, alegre, muy social. Yo en cambio había sido siempre introvertido, callado. Insociable. De todos modos mi amor por ella dio un vuelco a mi austeridad. A su lado mi carácter cambió. Fui más amigable. Más tolerante. Marianne aprendió conmigo el juego del amor, yo con ella: amar después de amar.

En aquellos tiempos el país entraba en una encrucijada política. Se hablaba de subversión. Marianne y yo acompañábamos a nuestros compañeros del IAVA en marchas de protestas contra el gobierno. En varias oportunidades ayudamos a repartir volantes. Cuando se decretó en el país el golpe de Estado, comenzamos a ver en los diarios las fotos de compañeros buscados por subversivos. Compañeros con los que nunca más nos encontramos.

Un día vinieron a mi casa y me llevaron a mí. Cuando me llevaban me dijeron que “a mi noviecita”, ya la habían llevado esa mañana.

Hacía dos años que estábamos detenidos sin saber uno, qué había sido del otro, cuando fuimos deportados y enviados a Francia.

Nos escoltaron hasta la misma puerta del avión que nos llevó directamente a París, donde vivía una tía, hermana de su madre, con su esposo y sus hijos. Cuando desembarcamos en el aeropuerto parisino, nos estaban esperando. Vivían en el Barrio Latino. Fuimos a su casa y allí estuvimos con ellos, hasta que conseguimos trabajo y nos mudamos a un apartamento amueblado con dos dormitorios, en el Barrio Universitario. En esos días salíamos a pasear y sacarnos fotos. Siempre llevo conmigo la primera foto que le saqué a Marianne en París. Sonríe feliz abrazada a un farol, en el puente Alejandro, sobre el Sena.

Nuestro apartamento estaba en el cuarto piso de un edificio de principios del siglo XX. Tenía dos balcones a la calle, uno en el comedor de la entrada y otro en uno de los dormitorios. Habíamos dejado de estudiar, pero estábamos en París, teníamos trabajo y nos amábamos. Pese a que muchas noches nos despertaban las pesadillas, reviviendo los años de cárcel que habíamos sufrido, vivimos a pleno nuestro amor apostando al futuro.

Me acerqué a la ventana. La noche se había apoderado del parque. Solo los focos de luz de las aceras, filtrándose entre las ramas de los árboles. Solos, por última vez, Marianne y yo en la habitación. Ya nunca más su risa, su cabeza en mi hombro, mi brazo rodeándola, atrayéndola junto a mí. Ya nunca más París y la callecita empedrada del barrio Universitario. Ya nunca más su alegría, su amor apasionado. Su rebeldía.

Antes de cumplir el primer año en el departamento nació Adrián, dos años después llegó Alinee. Nos turnábamos para cuidarlos, llevarlos a la escuela y al club donde hacían deportes. La vida pasa sin que nos demos cuenta. Un día terminaron los estudios, comenzaron a trabajar, se enamoraron y primero uno y luego el otro, se fueron de casa.

Un hombre joven, con un perro, atraviesa el parque. Se cruza con dos enamorados, que lo ignoran. El cielo oscuro y tenebroso deja entrever pocas estrellas, la luna en menguante, observa, disimula y se oculta. Una brisa suave mece las ramas de las araucarias.

Fue en esos días, que Marianne habló de visitar un doctor. Que no se sentía bien, dijo. El doctor le ordenó realizarse varios exámenes. No fueron buenas noticias. Y comenzó un tratamiento largo y penoso. Su médico organizó un simposio. Consultamos medicinas de alternativa. Rezamos.

Ya vino el doctor a firmar el deceso de Marianne. Vienen de la empresa a retirar el cuerpo. No puedo ir con ella. Mañana de mañana, dijeron.

Un día en París me dijo que quería volver a Montevideo. Alquilé un departamento frente al Parque Batlle. Era primavera y todos los días bajábamos juntos a recorrer sus senderos arbolados. Un día no pudo bajar. El doctor habló de internarla. Ella le dijo que no quería internarse, que quería quedarse aquí, conmigo. Él estuvo de acuerdo y recomendó una enfermera bajo sus órdenes, que se instaló en el departamento y fue de gran ayuda para ella e importante soporte para mí.

Después, fue la palidez de Marianne, su lucha por vivir y mi desesperación. Su derrumbe y mi miedo. Su entrega final tras su resignación, y mi impotencia. Y mi llanto escondido. Y mis ruegos a un dios a quien nunca le había pedido nada y que no me escuchaba. Y mis gritos y mi llanto apretados en el pecho. Y los por qué, por qué a nosotros, por qué a ella, por qué no a mí, que nunca fui un hombre bueno. Por qué a ella que siempre fue dulce, buena madre, buena esposa. Por qué me la arrebataba si yo la tenía solo a ella que era mi vida. Por qué, por qué.

Después…ya no hubo otro después. 

Ada Vega - edición 2018  (
https://adavega1936.blogspot.com/)


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La ventana indiscreta

 





Todos los días, al atardecer, pasaba el hombre caminando por la vereda de su casa. Lo vio una vez de casualidad, cuando sin pensamientos, observaba la calle desde la ventana del comedor. Para él ya era una costumbre. Le daba placer observar los sauces vetustos en las aceras, que dibujaban sombras sobre las casas bajas; el paso de los dos ómnibus de ida hacia el Centro; los transeúntes yendo y viniendo hasta entrada la noche; el caserío en derredor que comenzaban a encender las luces ante la noche que se anunciaba.
Después de verlo más de una vez comenzó a esperar su pasaje. Era un hombre simple, común. Ni joven ni viejo, ni alto ni bajo. Un hombre que podía pasar desapercibido en cualquier parte. Nadie podía jurar que lo había visto en una fiesta, en la parada del ómnibus, ni pasando alguna vez, por la puerta de su casa. Sin embargo, al atardecer del otro día, se encontraba de pie junto a la ventana como si supiera de ante mano que el hombre volvería a pasar. Y así fue. Puntual, el hombre volvió a pasar.
Esta vez lo observó con atención: vestía traje gris, camisa sin corbata, zapatos negros; el cabello oscuro un poco largo. Le pareció que rengueaba. Por lo menos que arrastraba el pie izquierdo. Varios días vio pasar al hombre del traje gris hacia la parada del ómnibus, demorar un rato y sin subir a ninguno, volver sobre sus pasos. Comenzó a extrañarle ese comportamiento. Después se olvidaba de él se retiraba de la ventana y seguía con sus cosas.
En la acera de enfrente, casi en la esquina, estaba la mansión de los Quintela – Salerno. Un caserón de dos plantas de principios del siglo XX, habitado por un matrimonio mayor, padres de varios hijos que crecieron y, primero unos y luego todos, fueron abandonando el hogar paterno. La mansión tenía a la entrada, un living espacioso, un recibidor a la derecha con ventana a la calle, y el escritorio a la izquierda, también con ventana a la calle. Después del living, había un comedor diario, la cocina, un baño social y una escalera hacia la planta alta donde se encontraban los dormitorios.
El señor Quintela había sido, años atrás, un empresario de mucho éxito. Después, retirado, su empresa pasó a manos de sus hijos. De modo que con su esposa vivían de rentas, en esa hermosa casa. En las noches se encendían todas las luces de la planta baja, a las nueve de la noche se apagaban y se encendían las luces de la planta alta. A las diez de la noche la mansión queda a obscuras con excepción de las luces del jardín. Todas las noches de todos los días, como un ritual.
Un atardecer, cuando la curiosidad superó la inquietud de saber a dónde iba o qué hacía el hombre del traje gris después de pasar por su casa, lo esperó en la puerta de entrada y lo siguió. El hombre se detuvo en la parada. Él también. Varias personas esperaban. Llegó un ómnibus y subieron varios pasajeros. Llegó el segundo y subió el resto. Las luces en la planta baja, de la casona de los Quinquela Salerno que estaban encendidas, se apagaron y se encendieron las luces de la planta alta. El hombre del traje gris cruzó la calle.
Esa noche las sirenas de los patrulleros despertaron a los vecinos del barrio. En la casona de los Quinquela Salerno se había cometido un robo y el señor Quinquela había sido herido. Según se dijo, el mismo dueño de casa explicó lo sucedido. Que ya se encontraban acostados con su esposa y a punto de dormirse cuando le pareció oír ruido en la planta baja. Que bajó de la cama y al bajar la escalera alcanzó a ver la luz de una linterna en el escritorio. Se dirigió allí y al encender la luz de la entrada, la persona que se encontraba dentro de la habitación lo golpeó en la cabeza con un objeto, que considera, era una linterna. Él cayó al suelo y la persona huyó llevándose un sobre con dinero que había en un cajón del escritorio. La esposa fue quien al oír el ruido, desde el dormitorio llamó a la seccional.
El caso lo llevó el inspector Torreira, que opinó de entrada que el ladrón conocía muy bien la casa por dentro, y el movimiento de sus habitantes. En la mañana recorrió la casa, la entrada del frente, las ventanas y la puerta del fondo. Se detuvo en el jardín, observó las casas vecinas y sus ojos se detuvieron en la ventana de una casa de la acera de enfrente. Alguien tal vez allí podría haber visto algo. Dar acaso una pista.
De modo, que se dirigió a la casa y llamó a la puerta. Lo recibió un hombre muy amable, de mediana edad, que al presentarse el inspector lo hizo pasar. Le dijo que conocía al matrimonio Quinquela- Salerno de hacía muchos años. Que sí, conocía la casa por dentro. Había entrado muchas veces, pues era amigo de sus hijos desde que eran niños. No, en esos días no había visto nada anormal, nada que llamara su atención. No, esa noche tampoco, a la hora que ocurrió el robo él estaba durmiendo y la ventana estaba cerrada. Torreira se despidió, agradeció el haberlo recibido y quedó en que, tal vez, lo volvería a visitar. El dueño de casa le dijo que a las órdenes, lo acompañó hasta la puerta y quedó observándolo desde la ventana.
El inspector Torreira se retiró conforme. Una entrevista con muchas puntas. Un hombre de buena presencia, afable, educado. Seguro de sí. Contestó las preguntas como si las hubiese estado esperando. Comenzó a atar cabos. 
Le pareció que rengueaba. Por lo menos que arrastraba el pie izquierdo.


Ada Vega, edición 2020.

jueves, 10 de septiembre de 2020

Mis Derechos Humanos


-Terminala, Daniel. Terminala con los Derechos Humanos. ¡Las clases sociales, los derechos de los trabajadores!...
-¿Que decís? ¿Estás loca?
-No, no estoy loca, estoy cansada. Cansada de oírte siempre la misma cantinela. Hace años que repetís las mismas letanías.
-Pero y ahora ¿qué? ¿Estás en contra de los trabajadores? ¿De los que luchan por una vida digna?
-¡No! ¿Cómo voy a estar en contra? Sólo que en casa también hay otros temas. Yo, por ejemplo, en este momento estoy luchando por una vida digna: mi vida.
-Marta, vos hace mucho que no vas al médico. Tendrías que ver como andás del coleste...
-Daniel, no estoy enferma. ¿Vos te pusiste a pensar alguna vez en lo que se ha convertido mi vida?
-No, yo te digo, porque la mujer del gallego Martínez, con la menopausia anduvo mal de la cabeza y vos sabés que hasta se quiso matar, porque resulta...
-Daniel, a mí la menopausia no me ha afectado. Estoy bien, me siento bien, no tengo por qué ir al médico. Sólo quiero que me escuches. Nunca hablo de mí ¿te habías dado cuenta?
-Pero ¿y que tenés que decirme? Yo sé todo de vos, te conozco como la palma de mi mano.
-¡Qué me vas a conocer! Nunca te preocupaste por conocerme. Me querés, sí, yo sé que me querés. Como algo tuyo, de tu propiedad. Como tu máquina de afeitar, tu reloj o tus zapatos.
-No digas eso, ¡sos la madre de mis hijos!
-Sí, también soy la madre de tus hijos
-Y ¿qué es lo que no sé de vos? ¿Te anda gustando otro? ¿Algún pinta te arrastra el ala? ¿Es ése el problema? Decí, decí.
-No, Daniel, no entendés nada. Hay otras cosas...
-No, no, no hay otras cosas. No digas pavadas.
-¿Me dejás hablar?
-Sí, sí, dale. Hablá nomás.
-Yo me levanto a las seis de la mañana medio dormida, pechándome con los muebles llego a la cocina, pongo la leche a calentar y llamo a Nico, mientras él se viste voy a buscar el pan para que lo coman calentito con manteca, cuando se va para el liceo llamo a Naty, la ayudo a vestirse, toma la leche y la llevo a la escuela. Cuando vuelvo me preparo el mate, son las nueve. Mientras hierve el agua ordeno el cuarto de Nico, tiendo la cama, recojo la ropa y paso el escobillón, pongo el agua en el termo y ordeno el cuarto de Naty, son las diez, tengo que hacer los mandados, dejo el mate para después. Mientras voy a la carnicería y al almacén pienso qué puedo cocinar para el almuerzo que me quede para la cena. Cuando termino con los mandados te llevo el diario a la cama con el jugo de naranjas. Vos estás escuchando la radio y mirando la tele. Yo me pongo a cocinar. A las doce está pronta la comida. Llega Nico: “mami, me muero de hambre, ¿qué hiciste? hm... ¡que rico!” Salgo corriendo a buscar a Naty. Se sientan a comer, yo también me siento con ellos y me traigo el mate, pero vos me gritás del baño: -“ Marta, no hay champú” Dejo el mate, voy al saloncito de al lado, traigo el champú. Vos avisás: “mirá que ya salgo”. Te sirvo la comida, yo almuerzo caminando entre la cocina y el comedor. Y te vas. Es la una y media. Entro al dormitorio, junto la ropa: la camisa sobre la cómoda, un buzo de lana al revés sobre el televisor, un pantalón tirado sobre la cama, los zapatos con las medias adentro y la toalla mojada encima de las sábanas. Junto, guardo y llevo la ropa para lavar, tiendo la cama, llevo los vasos, paso un paño en el piso, son las cuatro. Vengo al comedor, levanto la mesa, llevo todo para la cocina, paso la aspiradora. Me voy a lavar los platos, son las cinco: “ –Naty, vamos a hacer los deberes. ¡Nico, dejá la música, ponete a estudiar!” “Mami, esta cuenta no me sale. ¿Iba, va con hache?” -“ Ahora tomá la leche, Naty. Después te miro los deberes. ¡Vení a comer algo, Nico!” Son las seis y media. Lavo la cocina. No sé si tengo hambre o sueño, el mate se enfrió y no tomé ninguno. Mientras terminan los deberes plancho unas camisas así adelanto para mañana que me toca encerar. Llegás a las once. “-Viejo ¿querés cenar ya, o tomás unos mates?” “ No, dame la cena.” Los chicos ya cenaron y se acostaron. Te sirvo la cena, me siento contigo, quiero hablar con vos de nosotros, de mí. Vos te ponés a hablar del Fondo Monetario Internacional, de que la culpa de todo la tienen los del Norte, que nos oprimen que... Yo sé que todo eso es cierto. Daniel, pero...vos seguís hablando, y a mí me da sueño.
-Che, Marta, te estás durmiendo. Vos te pasás durmiendo. ¡que te tiró!
-Estoy cansada
-¿Y de qué estás cansada, si el que labura soy yo?
- Si, pero vos trabajás ocho horas.
-¿Y?
-Y yo ya llevo diecisiete.
-Pero vos estás en casa.
-Si, Daniel, yo estoy en casa pero estoy trabajando. Y a vos por esas ocho horas te pagan un sueldo.
-Y ¿ qué querés, que yo te pague un sueldo ahora?
- No, es un comentario nada más. Yo trabajo diecisiete horas gratis.
-Gratis no, tenés la casa y la comida.
-Si, pero ni una doméstica trabaja por la casa y la comida.
-Marta, vos haceme caso, andá al médico. ¿No tenés sociedad médica? Bueno, usala, vos no estás bien, ¡te está fallando algo!
-Daniel, ¿sabés que quiero? Quiero comprarme una máquina de escribir y arreglar el cuartito del fondo. Poner la mesita esa que usamos en verano para tomar mate y una silla y hacerme un cuartito para escribir. Quiero escribir, sabés.
- ¿Escribir? ¿ A quién le querés escribir?
- A nadie, quiero contar cosas. ¡ tengo tantas cosas que decir!
-La guita no nos alcanza para nada y vos querés comprar una máquina de escribir para no escribirle a nadie?
- Pero mirá que la podemos comprar a crédito.
- Marta, vos me asustás. ¿ De veras te sentís bien? ¡Prometeme que mañana sin falta vas a ir a médico!
-Sí, Daniel...mañana... mañana voy a ir al médico.

Ada Vega, edición 1998 -


miércoles, 9 de septiembre de 2020

Mistinguett

 




    Era invierno y casi noche. Apagué la computadora, las luces de la oficina, crucé la bufanda debajo del sobretodo y bajé a la calle. Los transeúntes, envueltos en sus abrigos, cruzaban apresurados. Subí por Sarandí hacia la Plaza Independencia rumbo a mi casa. Caminaba abstraído, con la mente en blanco, sin prisa, sin tiempo.

La vi venir hacia mí, al cruzar la puerta de la Ciudadela. Era una muchacha alta y delgada de ojos oscuros y cabello claro; vestía un tapado rojo fuego y botas altas de taco fino. La miré sin querer y me encontré con sus ojos. La seguí mirando porque ella no apartaba su mirada de la mía. Al cruzarnos se detuvo.

—Voy bien para llegar a Río Negro —me preguntó en un español afrancesado.

—No —le contesté sorprendido—, vas al revés. Río Negro queda cinco cuadras para atrás.

—Es por tu camino —quiso saber.

—Sí —le respondí obligado—, yo vivo un poco más adelante.

—Te molesta si vamos juntos.

—No, no. Por favor... vamos.

Comentó —mientras atravesábamos la plaza—, que hacía poco más de un año vivía en Montevideo. Era francesa y había venido enviada por su gobierno para suplir en la embajada de Francia, a una empleada que se jubilaba. La noche abrazaba la ciudad, no quise ser descortés y la invité a tomar un coñac en el bar Rex. Subimos al piso de arriba. El ambiente era agradable. Ella conversaba como si fuésemos viejos conocidos, se llamaba Madelein. Me contó que vivía con sus padres en un barrio de los suburbios de París en una casa antigua, con sótano y bohardilla, con balcones pequeños y enrejados hacia la calle y un jardín, al fondo, con rosas y magnolias. Que, si bien extrañaba a su país, se había enamorado de Montevideo desde el mismo día que llegó. Dijo también que acababa de cumplir veinticinco años y estaba acostumbrada a viajar por el mundo desde muy pequeña, por eso tenía la facilidad de adaptarse a los distintos lugares donde tuviese que vivir.
Hablaba con gran soltura. Cautivaba oírla. Su voz tenía ese suave acento que da la mezcla del idioma francés con el español. Dijo, entre otras cosas, que vivía en un departamento con la sola compañía de una gata mimosa, de tres colores, que tenía un ojo verde y otro amarillo. Una gata que encontró una noche al volver de la embajada, en la puerta del edificio, maullando de hambre dentro de una caja de zapatos. Que al verla allí tan chiquita e indefensa se la llevó con caja y todo a su departamento. Recordó que al tomarla en los brazos le llamaron la atención sus patas tan largas, con relación a su cuerpo y que al verla caminar se le ocurrió llamarla Mistinguett, como una actriz y bailarina francesa muy famosa, dijo, de la primera mitad del siglo pasado, que había asegurado sus piernas en un millón de francos.

Cuando oí esto, yo que soy gardeliano, pude añadir un vocablo a la historia: conozco la existencia de La Mistinguett, le dije, fue una bailarina del Paris cabaretero del siglo XX, cuyo verdadero nombre era Jeanne Bourgeois. Sé de ella porque en el año 1929 Carlos Gardel, que se encontraba en Paris, intervino en un festival donde actuaron figuras relevantes como, La Mistinguett y Maurice Chevalier. También compartió cartel con ella en Niza, donde Gardel conoció a Charles Chaplín.

Al comprobar que yo tenía conocimiento de la existencia de su coterránea y había agregado a su relato un pequeño detalle, se le iluminó la cara, la vi reír abiertamente y sin dejar de mirarme dijo:

—¡Sabía que eras capaz de hablar más de cuatro palabras! También yo me sorprendí. Hacía mucho tiempo que nada me conmovía, nada me llamaba la atención. De todos modos esa noche, en el bar de 18 de Julio y Julio Herrera y Obes, junto a aquella muchacha veinteañera que hablaba sin parar contándome su vida, como si fuese yo un joven como ella y no un viudo que había pasado los cincuenta, sentí como si algo en mí volviera a renacer. Volviera a tener presencia.

En ese primer encuentro hablamos mucho, Madelein me contagió su magnetismo y también le conté parte de mi vida. La noche se alargaba y seguía su curso, fue entonces cuando ella me invitó a tomar un café en su departamento.

—Vamos — dijo—, me gustaría que conocieras a Mistinguett. Yo no quería ir, ni quería quedarme. Me di cuenta entonces que el vivir aferrado a un recuerdo me había hecho perder la seguridad en mí mismo, que siempre había ostentado frente a las mujeres. También pensé que el hecho en sí, no comprometía en nada mi decisión de vivir solo. De modo que acepté y nos fuimos caminando a su departamento que, extrañamente, estaba ubicado en uno de los edificios de la circunvalación de la plaza Zavala, en plena Ciudad Vieja.

Creo que mientras caminábamos me pregunté hacia dónde pensaba ir cuando me interceptó en la plaza para preguntarme por la calle Río Negro. De todos modos, ella a mi lado hablaba tanto que me distraje y no le pregunté. Después, ya no tuvo importancia.

Cuando llegamos al apartamento era pasada la medianoche. Hacía mucho frío y un viento huracanado soplaba sin tregua desde el mar. El apartamento de Madelein era pequeño pero muy confortable. Tenía un solo dormitorio y un living muy espacioso con muebles, alfombras y muchos adornos. La joven encendió la calefacción, puso un disco con música lenta y preparó café. El ambiente estaba dado. Ya nos conocíamos. Nos encontrábamos solos en la penumbra de aquella habitación. No cabían las palabras.

Esa noche inauguramos una relación apasionada. Yo, reacio, seguro de que esa relación no perduraría. No sucedió así y ella, con el tiempo, fue enamorándose de mí. Deseaba vivir conmigo y que fuésemos a Francia, cuando ella cumpliera el plazo de su estadía en Uruguay. No sé si llegué a amarla realmente, si la amé y no quise perjudicarla o si simplemente tuve miedo y no me animé a seguir la vida con ella. Madelein era muy joven, muy hermosa, alegre y llena de vida. Vivía la vida soñando con el futuro, con hijos. Yo ya era el futuro, le llevaba más de veinticinco años, no albergaba venideras expectativas. Se lo decía. Que necesitaba a su lado un hombre joven como ella, con sueños, con esperanzas. Pero no ponía atención, no creía lo que le decía. Entendía que la felicidad no está en la edad que pueda uno tener, sino en desear o no ser feliz.
Vivimos poco más de un año juntos y separados. Un poco en mi casa y un poco en la casa de ella. Un día le avisaron de Francia que tenía que volver a su anterior empleo en París. Lloró como una niña rogándome que fuera con ella. Diciéndome que si prefería, renunciaba a su empleo y se quedaba conmigo, que estaba segura de que yo la amaba, que no me cerrara al amor. Más de una vez estuve a punto de pedirle que se quedara conmigo. Más de una vez, por no verla llorar, estuve en un tris de decirle que iba con ella. Más de una vez. Y me contuve.

Madelein se fue una primavera llevándose a Mistinguett y yo me hundí en la soledad y en la amargura. Durante mucho tiempo me escribió cartas desde Francia, que nunca contesté. Hace unos años recibí la última donde me anunciaba su próxima boda. No volvió a escribir. Nunca más.
Hoy que han pasado tantos años de aquellos días de amor apasionado, sigo pensando que hice bien en no permitir que Madelein se atara a mi amargura. No hubiera sido feliz a mi lado. Ella fue una lucecita que alumbró mi vida en el momento en que más solo y perdido me encontraba. Yo no cambié, no hubiese cambiado nunca. Soy un tipo triste, solitario. Me regodeo con mi soledad. Sigo añorando la esposa que perdí, rehúso que otra mujer borre su recuerdo. Ni siquiera una mujer que me amó y pude haber amado. Vivo solo, no acepto a nadie a mi lado. No necesito a nadie. En mi casa sólo tengo una gata que apareció hace un tiempo. Una gata negra, con el bigote y las patitas blancas. Al principio traté de echarla, de dejarla afuera, pero se empecinó tanto, tanto, en quedarse, que al final la dejé. Por un recuerdo querido que guardaré para siempre, de nombre le puse: Mistinguett.

Ada Vega, edición 2010  - http://adavega1936.blogspot.com/
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lunes, 7 de septiembre de 2020

El embrujo de Maracaná

  



    En el año 1948 Brasil dio inicio a la construcción del que sería, por lo majestuoso de su arquitectura, el estadio más grande y moderno del mundo. Con capacidad para doscientas mil personas, el coloso debía estar pronto para el inicio de la Copa Mundial de Fútbol de 1950. La obra llevó un año, once meses y veintisiete días y se inauguró el 24 de junio de 1950, un día antes de comenzar la competencia. Su denominación actual es: Estadio Jornalista Mário Fhilo.
    
 De todos modos fue y será siempre conocido como estadio Maracaná, por estar enclavado en el barrio Maracaná de Río de Janeiro. Estadio místico donde lo humano se une a lo sagrado y se manifiesta en los hechos sobrenaturales que acontecen entre sus paredes. El pueblo futbolero de América del Sur, piensa que se necesita algo más que buen juego para ganar en el estadio de Maracaná. La magia, lo esotérico, el culto del más allá y la superstición han rodeado al coloso de un halo encantado, donde habitan sombras, duendes y aparecidos. 

Todo surgió a partir el emblemático 16 de julio de 1950, cuando, por la final de la Copa Mundial de Fútbol, se enfrentaron en el campo los equipos de Brasil y Uruguay. Desde entonces incontables historias han corrido de boca en boca bajo el Cristo del Corcovado, cada vez que invocando a espíritus errantes se ha intentado conocer el por qué, cuál fue la causa, el motivo, el castigo de aquel resultado adverso que sumiera a un país entero en la tristeza y al cuida palos en el oprobio, hasta el final de sus días.   

Sólo Barbosa supo siempre cuál fue la causa, qué o quién desvió el balón de sus manos esa tarde. Nadie nunca se lo preguntó. Fue más sencillo erigirlo en chivo expiatorio, por el tremendo error de no haber podido atajar un gol. Sin embargo, en los terreiros de Bahía,  durante mucho tiempo los caboclos de las siete líneas de umbanda repitieron por doquier que lo sucedido aquella tarde en Maracaná fue obra del Espíritu Santo con la venia de Oxalá. 

Durante los dos años que llevó la arquitectura del monumental, muchos curiosos se acercaron a observar la magnitud de la obra y sus avances. Entre ellos, los obreros solían ver a una joven bahiana recorrer sus galerías, pasadizos y corredores. Como también visitar los grandes espacios donde se instalaron bares, restoranes y ascensores, temiendo, más de una vez, que la joven se perdiera entre el complejo laberinto de su estructura.

La bahiana llegó a conocer el corazón del recinto tanto como los mismos hombres que realizaron la obra. De todos modos, no alcanzó a ver la fastuosidad del Estadio terminado. Murió unos días antes de su finalización.

Pese a esa realidad, conocida por todos, aquellos obreros siempre afirmaron que la joven bahiana habitaba el estadio y seguía, como en vida, recorriendo sus instalaciones. También en nuestros días comentan los cariocas que han visto a la bahiana de turbante y vestido blanco recorrer descalza los interiores, las tribunas, los palcos, y los arcos del coloso de cemento. 

Aquel año, cuando se da comienzo a la construcción del estadio, Barbosa era considerado el mejor arquero que tuvo en su historia el Vasco da Gama y el número uno de los porteros del Mundial. Tenía 26 años, simpatía, un físico privilegiado y un porvenir en extremo auspicioso. Los hombres lo admiraban como deportista y las mujeres lo amaban y lo acosaban. A nadie le llamó la atención, entonces, que en su camino se cruzara Yanira, una bahiana bellísima que enamorada de él, a la distancia, había llegado de Bahía con el sólo propósito de conocerlo.  

Yanira era una Bahiana Mae de Santo de un terreiro umbandista de la línea blanca cuya guía u Oriyhá era Yemanyá, diosa que reina en el mar, dadora de abundancia, protectora de las familias y pescadores y máxima Oriyhá del panteón africano con raíces en Nigeria. 

Antes de dejar Bahía Yanira había realizado en su terreiro una ceremonia en honor a la Mae Yemanyá, donde con toque de atabaques acostada en el suelo boca abajo y con los brazos estirados en cruz, hizo un pedido a la diosa y prometió dos ofrendas: una, si la Diosa del Mar le cumplía el pedido y otra si no se lo cumplía.    

Barbosa vivía en esos días el punto más alto de su carrera deportiva. Acumulaba éxitos, dinero y halagos. Todo el mundo ansiaba su amistad, desde los componentes de su parcialidad, hasta políticos e intelectuales de su país. Se había convertido en el número uno entre los arqueros más calificados del mundo. De continuo su foto aparecía en homenajes, fiestas y banquetes o exhibiendo su físico a bordo de un yate siempre rodeado de mujeres hermosas.  

Mientras tanto Yanira había logrado acercarse al círculo donde se movía el guardameta. Un empujoncito más y la primera parte de su objetivo estaría cumplida.
Durante una recepción en el barrio Copacabana de la ciudad de Rio de Janeiro, famoso por su bohemia, fue al fin presentada al ídolo. Esa noche, colmado su objetivo, la bahiana no se separó ni un instante del famoso portero. Y fue para él, durante dos años, como para el preso su condena.  

Barbosa fue siempre asediado por las mujeres. Mujeres dispuestas a todo por estar cerca suyo. Él, sin embargo, no formalizaba compromisos serios con ninguna. Continuaba casado con Clotilde, con quien se casara a los diecinueve años y siempre trató de mantenerse fiel a su pareja. 

La bahiana, enamorada, no hizo otra cosa durante esos años que idear nuevas artimañas con el fin de llegar a convencerlo de abandonar a su esposa para irse a vivir con ella. Detalle que a Barbosa ni en sueños se le había ocurrido y debido a lo cual, unos días antes de la final del Campeonato que se avecinaba, decidió hablar seriamente con Yanira para decirle que no esperara de él más que una simple amistad. Porque entre ellos —le dijo—, nunca sucedería nada más. Que, por favor, volviera Bahía y se olvidara de él.

Para la bahiana fue aquel, el golpe de gracia. Pese a todos sus rezos, peticiones y promesas, Yemanyá no había aceptado su pedido. Se fue sin decir una palabra. Sin despedirse de él ni de nadie. Volvió a su hotel, se vistió con su vestido blanco de Bahiana Mae de Santo y bajó a la playa de Copacabana a cumplir su segunda promesa.  

Atardecía cuando entró al agua. Quienes la vieron pensaron que entraba a dejar una ofrenda a la Diosa del mar. Cuando dejaron de verla, cuando su cuerpo se perdió entre las olas del océano se dieron cuenta que la ofrendada, era ella misma. Muchos días después unos pescadores encontraron el cuerpo de Yanira, enredado entre unas algas, a varias millas de las costas de Brasil. 

El 16 de julio de 1950 fue el día elegido para la gran final. Brasil era el favorito indiscutible, de modo que el equipo brasileño entró al campo acariciando la Copa. Un empate bastaría para constituirse en campeones del mundo por primera vez. Todo Brasil estaba pronto para la gran fiesta. Comenzó el partido y con el primer gol de Brasil estalló el estadio. 

Doscientas mil gargantas rugieron el gol atronando el aire de Maracaná. El equipo uruguayo no se veía entre aquella enormidad de gente que ovacionaba al rival. Entonces Obdulio Varela cruzó la cancha, puso la pelota bajo el brazo y se dirigió al centro del campo a hablar con el juez.
— ¿Qué pasa? —preguntaba la gente.
— ¿Qué reclaman, si no hay nada que reclamar?

 Y un viento helado recorrió las tribunas y atravesó la cancha hasta el área norte.
— ¿Qué le dice al juez si el juez no le entiende, si el juez sólo habla inglés?
—Los de afuera son de palo —dijo el capitán de los celestes—, no miren para arriba, el partido se juega acá abajo.
Caía el sol cuando empataron. Y un miedo inesperado y rotundo se fue instalando en las tribunas. Doscientas mil almas presintieron el final y a duras penas lograron sobreponerse para seguir alentando al favorito. 

Barbosa en los tres palos mantenía la calma. Seguro como siempre. Firme en su puesto. Se adelantó dos pasos cuando vio venir a Ghiggia con aquel disparo desde la punta derecha y entre el balón y él, la ráfaga de una figura blanca que se cruzaba. Se estiró todo lo que pudo y alcanzó a arañar la pelota que llegaba envenenada como si alguien, al pasar, la hubiera desviado con la mano. Y creyó que la había mandado al córner. El mutismo lapidario del Coloso le hizo volver la cabeza para mirar. Allí, con los ojos fijos en él, recostada a la red estaba Yanira, la Bahiana Mae de Santo, con el balón a sus pies.

Ada Vega - edición 2012.


sábado, 5 de septiembre de 2020

La puerta del sol

 






          Domingo por la tarde.  Paseo sola por el centro de Madrid. Bordeo hacia el sur el barrio Recoletos y observo sus monumentos, antiguos palacios, plazas y comercios y no tardo en tener la convicción de que, como dicen, Madrid es una de las  ciudades más hermosas de Europa.
        A la altura de La Puerta del Sol, siento que comienza a atardecer en Madrid. Los cafés, piano bar, restaurantes y puestos de flores circundan la plaza de la media luna que se encuentra a esta hora abarrotada de visitantes. Desde hace unos años, cada vez que camino estas veredas, me detengo ante sus comercios,  observo sus cafés y entonces dejo que a través de los recuerdos,  llegue a  mi memoria la imagen de aquel viejo bar  de la recova del Palacio Salvo de Montevideo con el mismo nombre: La Puerta del Sol.
       Cuando ya la noche se ha extendido, abandono la plaza y camino por la peatonal de la calle Arenal, hasta conseguir un taxi que me  lleve hasta mi casa en Carabanchel. El hombre del volante va silbando un vals que me trae recuerdos. Lo conozco, conozco esa música. Quiero recordar el nombre. Si cantara en lugar de silbar la letra me lo diría. Pero el hombre silba, silba muy bajo. El taxista debe ser uruguayo o argentino. Los españoles no tienen por costumbre silbar una canción y los emigrantes no son tan afines a nuestra música.
   —Por acá está bien  —le digo al llegar al barrio de Buenavista.
   —Se va diciembre con mucho frío — comenta él mientras le pago.
       —¡Feliz año!  —me grita antes de arrancar.
 Es uruguayo. Le sonrío y le agradezco con la mano desde la vereda. Me deja en la puerta de mi casa. ¡Flor de lino! Flor de lino era el vals que silbaba: “Deshojaba noches esperando en vano que le diera un beso, pero yo soñaba con el beso grande de la tierra en celo. Flor de lino que raro destino, truncaba un camino de linos en flor…”
 Es cierto —me digo— se vino el invierno.
                                                              II 
         Entro al edificio  de apartamentos y subo al quinto piso. El apartamento está oscuro y frío. Enciendo la calefacción y también todas las lámparas. Es una vieja costumbre. De noche necesito la compañía de las lámparas encendidas.
Mientras tanto, en Montevideo es verano. La rambla, las playas, el Centro, la noche. Las noches de verano, los cines, los teatros, los cafés. La Puerta del Sol. Y yo. Yo esperándote siempre en la misma mesa, junto a la ventana, para verte llegar y tomar juntos un café.  Después me acompañabas,  salíamos  abrazados hasta la parada del ómnibus. Yo me iba y tú te quedabas.
    Por entonces estaba empleada  en las oficinas de la compañía marítima Alberto Dodero. Salía a las 17 y 30 y todos los días iba al bar a esperarte. El mozo me conocía, se llamaba Julio y trataba siempre de reservarme la mesa. El siguió nuestro romance hasta el final. La primera vez que volví  a Montevideo pasé para ver si lo veía, pero me dijeron que no trabajaba más alli. Unos años después, el bar ya no existía. Nos conocimos en la calle, caminando por la vereda. Una tarde nos cruzamos, me miraste, te miré. Diste vuelta.  --Te puedo acompañar, me dijiste. Durante mucho tiempo me acompañaste y te acompañé. Tuvimos sueños, pero a muy largo plazo. El tiempo corría y yo no lograba dominar mi impaciencia. Tú no me entendías. Yo quería vivir contigo, dormir juntos. No quise esperar más. Y una tarde, ansiosa por vivir, aunque te amaba, te dejé. Sentía que contigo, los años se me iban. Se me iban.
                                                       III
          Es temprano para irme a dormir, querría comer algo antes. Juanita debe haber dejado alguna tarta preparada. Comeré un trozo con un té caliente. Mañana haré lo posible por comunicarme con Carmen, quiero saber si al fin, este año, podremos pasar juntas la Navidad. Este apartamento es muy grande para mi sola. Cuando la abuela murió le dije a mamá que viniese a vivir conmigo. Nunca quiso venir. Nunca quiso dejar aquella vieja casa.
                                                                 IV
       En aquellos años  vivía con mi madre y mi abuela en una casa con puerta de roble a la calle,  cancel de dos hojas y patio con claraboya. Una casa antigua que mi padre  le comprara a mi madre después de diez años de casados, y que nos dejó al morir, cuando yo aún iba a la escuela. Una casa que de pronto un día comenzó a ahogarme. Me deprimía llegar a mi casa y encontrar a mi madre de delantal, en pantuflas, con el cabello apenas prendido con ondulines, terminando la cena mientras ponía la mesa para ella y para mí. Cantando.  Mi madre cantaba todo el día. Reía. Todas las noches tenía algo para contarme. Era feliz. Yo no entendía como podía ser tan feliz. Siempre encerrada en aquella casa antigua con mi abuela en silla de ruedas y la mente perdida en ninguna parte. No nos conocía. Creía que yo era su hija y que mamá era su hermana. Mi madre le daba de comer en la boca, pero ella nunca quería comer. Mi madre le hablaba y le hablaba y le metía cucharadas en la boca de unos ensopados con verduras y carne picada  porque no quería masticar.  Dos por tres se enojaba y escupía la comida. Y mamá con una santa paciencia limpiaba lo que la abuela ensuciaba y volvía a darle de comer. Le hacía flanes de crema porque a la abuela le gustaban y era la única manera de hacerle tomar leche. ¿Cómo podía mi madre ser feliz? Yo no estaba nunca, y cuando llegaba a la noche, venía siempre de mal humor  y terminaba peleando con ella y me iba a dormir sin darle un beso a la abuela.
                                                            V
  El apartamento es grande y cómodo. Lo compró Luis cuando nació Carmen. Antes vivíamos en uno de dos ambientes en el barrio El Viso, en Chamartín, pero resultaba chico para criar un bebé. A Luis lo conocí en la oficina donde trabajábamos. Tenía un cargo importante. Era mayor que yo y estaba enamorado de mí. Me lo dijo varias veces, pero yo estaba de novia y muy enamorada de Pablo. Un día recibió una propuesta de trabajo muy interesante y decidió aceptar. Era en España.
 En aquel momento me dijo de venirme con él  a Madrid, pero no le contesté. A los seis meses fue a buscarme. Un año después, casada y con mi hija recién nacida, volví a Montevideo a ver a mi madre y a mi abuela. A Pablo no lo volví a ver. El día que decidí dejar con él se lo dije sin rodeos. Mi tiempo se había agotado. Que siguiera él por su camino que yo seguiría por  el mío. Ya estaba decidida, no volvería atrás. Luis me amó de verdad, fue un buen esposo y un buen padre. Fueron más de treinta años juntos, hasta que falleció hace cinco años. 
Parece absurdo,  pero cuando el pasado me asalta recuerdo a Pablo y me veo siempre esperándolo, sentada en la mesa  de La Puerta del Sol, aquel bar que existió una vez, hace muchos años en la esquina señorial del Palacio Salvo, en el corazón de Montevideo
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Ada Vega, edición 2010 -

viernes, 4 de septiembre de 2020

Amor de hombre

 




   ¿En qué pensaba Magela tan llorosa aquella noche de verano tendida en la cama junto a su marido, mientras lo miraba dormir con la placidez de un santo? Cuántas noches de cuantos años habían pasado desde aquella primera, sublime, inolvidable noche de bodas de sus veinte años. Quién era ese hombre que dormía boca arriba, un brazo doblado sobre el pecho y las piernas ligeramente abiertas y estiradas. Con una cara de yo no fui, vistiendo apenas un calzoncillo de lino azul tan breve, que apenas lograba contener al pájaro de la lujuria causante de su desasosiego. Pájaro altanero, engañoso y cruel que, conociendo su desconsuelo, trataba de atisbarla, siempre curioso, desde la puerta apenas entreabierta de su escondrijo.
Y ella no merecía ese oprobio.
¿Quién era ese hombre con quién hizo el amor hasta ayer? Con quién engendró sus hijos y compartió su vida, hacía más de veinte años. A quien amó con vehemencia, cada día y cada minuto de esos años. Y a quien estaba dispuesta a arrancar de su vida al enterarse  que ese hombre, que siempre creyó suyo, la engañaba con otra mujer. Lloraba, Magela, en silencio y sin consuelo abrazada a la almohada.

Al verlo dormir con tanta beatitud pensó cuantas veces la habría engañado y ella, en el limbo, ignorándolo como una tonta. Se sentía humillada. Burlada. No pudo dominar el ramalazo que la dominó. Su pecho se llenó de odio. Lo odiaría por el resto de su vida. Lo arrancaría de su corazón. Ya no existía para ella.

Volvió la cara llorosa hacia ese hombre que dormía a su lado semidesnudo. ¡Por Dios! Y que guapo era. Qué bien se conservaba el desgraciado, ¡mal rayo lo parta! No representaba los años que cargaba encima. Conservaba el vientre plano y el cuerpo recio de cuando era un muchacho. Sólo las canas recordaban los años que llevaba vividos. Pero las canas les sientan a todos los hombres y él no iba a ser la excepción, por cierto. Sintió el impulso de matarlo. Clavarle un puñal en el pecho. Pegarle un par de tiros. Ponerle los cuernos con el vecino de la otra cuadra que, según él, siempre la miraba.

Había dejado de llorar y seguía pensando en distintos tipos de venganzas con los ojos fijos en el cuerpo de su marido que dormía, ahora, con la boca abierta y despatarrado sobre la sábana de flores celestes. Le agradaba el cuerpo de su marido. Siempre le agradó. Era hermoso y deseable, maldito sea. Ese cuerpo que besara mil veces, apasionada, de la cabeza a los pies. Ese cuerpo que no tenía misterios para ella. Su pecho fuerte donde adoraba, después del amor, recostar la cabeza. Sus piernas firmes enredadas en las suyas en las noches de invierno. Sus manos que eran pájaros curiosos recorriéndola entera y su boca, su boca húmeda sobre su piel. ¡Santo Dios! ¿Por qué tenía ella que apartarlo de su vida? ¿Por qué tenía que dejar de amarlo y convertir su amor en odio, si fue él quien la ofendió?
Si ella era inocente de toda inocencia. Si jamás le había faltado ni con el pensamiento. ¡No era justo!

Ya esa noche ambos habían tratado el tema. Magela, atando cabos, había llegado a la conclusión de que su marido tenía una amante. Hilando fino, juntando datos, aparentemente sin importancia, como llegadas tarde a la vuelta del trabajo. Desganos u olvidos para el amor, en noches febriles en que ella estuvo impaciente y urgida de él. Pequeños detalles. Simples, tal vez. Que hubieran pasado desapercibidos en otra mujer que no fuese Magela: cuida estricta de su hogar y conocedora de su compañero hasta en sus pensamientos. Detalles que la fueron llevando hacia una realidad no esperada.

Eso le sucedió a Magela. Descubrió que su marido tenía una amante y se lo dijo.
—Oscar, vos tenés otra mujer, le había dicho esa noche cuando terminaron de cenar.
—¿Qué decís? —le contestó él. 

 —Lo que oíste, y no me lo niegues que lo sé bien.
—¡Estás loca de remate! —trató de cortar él.
Empezaron un ping pong de preguntas sin mucho asidero y respuestas esquivas. El le juró que no tenía, ni nunca había tenido una amante.
—Esta semana vos te acostaste con otra mujer —le insistió Magela.
— Eso no es tener una amante —le contestó Oscar, seguro de lo que decía.
---¿Qué decís?
—¡Que no tengo ninguna amante!
—¡Pero te acostaste con otra!
— ¿Y qué tiene eso?
—¿Cómo que tiene? ¡Me engañaste, te burlaste de mí!
—¡Por favor Magela, no dramatices! vos sos mi mujer, yo te quiero a vos, vos sos la única mujer que tuve siempre. ¡Lo demás no tiene nada que ver! Son cosas que pasan. ¡Nada que ver!
Quiso tomarla por la cintura y besarla como la besaba siempre, pero ella estaba muy enojada, recogió los platos y se fue a la cocina. Y él se fue al dormitorio.

Ahora Magela lo mira dormir con la beatitud y la inocencia de un ángel bueno. Y no sabe qué hacer. Si pedirle que se vaya de la casa e iniciar el divorcio, irse ella a pasar mil penurias, con sus hijos, vaya a saber dónde, o aceptar que su marido la siguiera engañando cada dos por tres.
Entrada la madrugada la venció el sueño se cubrió con la sábana de flores celestes mientras su marido, dormido profundamente, roncaba con entusiasmo como roncan los hombres justos, felices y satisfechos.

A la mañana siguiente Oscar se levantó como siempre para ir al trabajo, tomó el café de pie en la cocina y antes de irse pasó por el dormitorio y le dijo a Magela: mamá, no te olvides que hoy Charito tiene hora para el dentista y que tenés que pagar el recibo de la luz porque hoy es el último día. Se inclinó le dio un beso en la mejilla y le dijo: me voy que se me hace tarde, chau. Portate bien.

Para Oscar, la conversación de la noche anterior no había dejado ni rastro. Pero Magela estuvo días y días con la mente aturdida buscando una solución a su problema. Hasta que una tarde llegó de visita su madre: la abuela Ernestina. Mujer cabal, si las hay. De una sensatez y un dominio de las más difíciles situaciones, que pocas personas pueden esgrimir. Magela contó a su madre el momento que estaba viviendo y las posibles situaciones que estaba procesando a fin de separarse de su marido. Hasta de matarlo habló. Doña Ernestina la escuchó atentamente sin pronunciar palabra. Cuando su hija terminó de contar su peripecia le dijo muy calma: —Si yo hubiese matado a tu padre cuando, como vos, me enteré que me engañaba ustedes serían huérfanos y se hubiesen criado en un orfanato. Y hoy yo no tendría a tu padre a mi lado que fue mi contención, mi compañero, quien sin dejar nunca de trabajar me ayudó a criarlos, a educarlos y mandarlos a estudiar, en años largos y difíciles.

Si yo, en lugar de matarlo, me hubiese ido abandonando la casa. Pregunto: ¿dónde hubiese ido con tres niños chicos, sola, sin trabajo y sin dinero? ¿Qué familiar, qué amiga me hubiese ofrecido su casa para mí y mis hijos por tiempo indeterminado? ¿Crees que hubiese sido justa con ustedes al dejarlos sin padre y sin casa? Yo también entonces pensé muchas cosas. Yo también, como vos ahora, me sentí humillada, dolorida. Y no tuve a nadie que me aconsejara para bien ni para mal. Sin embargo, de lo que hice no me arrepentí nunca. Sabés, Magela, vos ahora no te das cuenta, tal vez pase mucho tiempo para que comprendas que lo que dice tu marido es cierto: lo que hizo no tiene importancia. Entendeme, no tiene para los hombres, la importancia que le damos las mujeres. No importa lo que oigas por ahí, no importa lo que te digan, vos no podés poner en riesgo tu casa y tu familia. Tus hijos necesitan al padre y a la madre, y vos sabés bien que tu marido es un buen padre. Tu caso no es para una separación. Haceme caso, olvidate y seguí como si no hubiera pasado nada.

—Mamá, ¿vos me estás diciendo que lo perdone?
— Sí, si olvidar es perdonar, te digo que lo perdones.

¿En qué pensaba Magela, tendida en la cama después de hacer el amor, apoyada la cabeza en el pecho de su esposo, aquella noche de verano, mientras dormía con la beatitud de un santo en la paz de un monasterio?
Desnudo como Dios lo trajo al mundo. Ángel de pecado. Con la cabeza ladeada, las piernas apenas entreabiertas y estiradas, con un brazo a lo largo del cuerpo y el otro rodeando su espalda.

¿Cuántas noches de cuántos años habían pasado desde aquella primera, sublime, inolvidable noche de bodas de sus veinte años?

No sabe, Magela, cuantas noches de amor han pasado ni cuantas restan por venir, sólo sabe que junto a su hombre, el padre de sus hijos, seguirá compartiendo lo bueno y lo malo que la vida le depare, solamente por amor, el resto que le quede por vivir.
 

Ada Vega, edición 2006 -
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