viernes, 18 de diciembre de 2020
Si vuelvo alguna vez
jueves, 17 de diciembre de 2020
La ventana indiscreta
Todos
los días, al atardecer, pasaba el hombre caminando por la vereda de
su casa. Lo vio una vez de casualidad, cuando sin
pensamientos, observaba la calle desde la ventana del comedor. Para él ya era
una costumbre. Le daba placer observar los sauces vetustos en las aceras, que
dibujaban sombras sobre las casas bajas; el paso de los dos ómnibus de ida
hacia el Centro; los transeúntes yendo y viniendo hasta entrada la noche; el
caserío en derredor que comenzaban a encender las luces ante la noche que se
anunciaba.
Después
de verlo más de una vez comenzó a esperar su pasaje. Era un hombre simple,
común. Ni joven ni viejo, ni alto ni bajo. Un hombre que podía
pasar desapercibido en cualquier parte. Nadie podía jurar que lo
había visto en una fiesta, en la parada del ómnibus, ni pasando alguna vez, por
la puerta de su casa. Sin embargo, al atardecer del otro día, se encontraba de
pie junto a la ventana como si supiera de ante mano que el hombre volvería a
pasar. Y así fue. Puntual, el hombre volvió a pasar.
Esta
vez lo observó con atención: vestía traje gris, camisa sin corbata,
zapatos negros; el cabello oscuro un poco largo. Le pareció que rengueaba. Por
lo menos que arrastraba el pie izquierdo. Varios días vio pasar al hombre del
traje gris hacia la parada del ómnibus, demorar un rato y
sin subir a ninguno, volver sobre sus pasos. Comenzó a extrañarle ese
comportamiento. Después se olvidaba de él se retiraba de la ventana y seguía
con sus cosas.
En
la acera de enfrente, casi en la esquina, estaba la mansión de los Quintela –
Salerno. Un caserón de dos plantas de principios del siglo
XX, habitado por un matrimonio mayor, padres de varios hijos que
crecieron y, primero unos y luego todos, fueron abandonando el hogar
paterno. La mansión tenía a la entrada, un living
espacioso, un recibidor a la derecha con ventana a la calle, y el
escritorio a la izquierda, también con ventana a la calle. Después
del living, había un comedor diario, la cocina, un baño social y una
escalera hacia la planta alta donde se encontraban los dormitorios.
El
señor Quintela había sido, años atrás, un empresario de mucho éxito. Después,
retirado, su empresa pasó a manos de sus hijos. De modo que con su esposa
vivían de rentas, en esa hermosa casa. En las noches se
encendían todas las luces de la planta baja, a las nueve de la noche
se apagaban y se encendían las luces de la planta alta. A las diez de la noche
la mansión queda a obscuras con excepción de las luces del jardín. Todas las
noches de todos los días, como un ritual.
Un
atardecer, cuando la curiosidad superó la inquietud de
saber a dónde iba o qué hacía el hombre del traje gris
después de pasar por su casa, lo esperó en la puerta de entrada y lo
siguió. El hombre se detuvo en la parada. Él también. Varias personas
esperaban. Llegó un ómnibus y subieron varios pasajeros. Llegó el
segundo y subió el resto. Las luces en la planta baja, de la casona
de los Quinquela Salerno que estaban encendidas, se apagaron y
se encendieron las luces de la planta alta. El hombre del traje gris
cruzó la calle.
Esa
noche las sirenas de los patrulleros despertaron a los vecinos del barrio. En
la casona de los Quinquela Salerno se había cometido un robo y el
señor Quinquela había sido herido. Según se dijo, el mismo dueño de casa
explicó lo sucedido. Que ya se encontraban acostados con su esposa y a punto de
dormirse cuando le pareció oír ruido en la planta baja. Que bajó de
la cama y al bajar la escalera alcanzó a ver la luz de una linterna en el
escritorio. Se dirigió allí y al encender la luz de la entrada, la
persona que se encontraba dentro de la habitación lo golpeó en la cabeza con un
objeto, que considera, era una linterna. Él cayó al suelo y la persona huyó
llevándose un sobre con dinero que había en un cajón del escritorio. La esposa
fue quien al oír el ruido, desde el dormitorio llamó a la seccional.
El
caso lo llevó el inspector Torreira, que opinó de entrada que el
ladrón conocía muy bien la casa por dentro, y el movimiento de sus
habitantes. En la mañana recorrió la casa, la entrada del
frente, las ventanas y la puerta del fondo. Se detuvo en el jardín, observó las
casas vecinas y sus ojos se detuvieron en la ventana de una casa de
la acera de enfrente. Alguien tal vez allí podría haber visto algo. Dar acaso
una pista.
De
modo, que se dirigió a la casa y llamó a la puerta. Lo recibió un hombre muy
amable, de mediana edad, que al presentarse el inspector lo hizo pasar. Le dijo
que conocía al matrimonio Quinquela- Salerno de hacía muchos años.
Que sí, conocía la casa por dentro. Había entrado muchas veces, pues
era amigo de sus hijos desde que eran niños. No, en esos días no había visto
nada anormal, nada que llamara su atención. No, esa noche tampoco, a la hora
que ocurrió el robo él estaba durmiendo y la ventana estaba cerrada. Torreira
se despidió, agradeció el haberlo recibido y quedó en que, tal vez,
lo volvería a visitar. El dueño de casa le dijo que a las órdenes, lo acompañó
hasta la puerta y quedó observándolo desde la ventana.
El
inspector Torreira se retiró conforme. Una entrevista con muchas puntas. Un
hombre de buena presencia, afable, educado. Seguro de sí. Contestó las
preguntas como si las hubiese estado esperando. Comenzó a atar cabos. Le
pareció que rengueaba. Por lo menos que arrastraba el pie izquierdo.
La capital te atrapa
Creo que fue ese verano por febrero, cuando al viejo se le puso entre ceja y ceja que teníamos que venir a vivir a la capital. No sé que bicho lo habría picado, pero lo cierto fue que no hubo manera de hacerlo desistir de la mudanza. Él se vino primero a buscar trabajo y casa, cuando consiguió todo fue a buscarnos. Y un viernes de marzo a la hora de la siesta con el Nando, en un mar de lágrimas, nos despedimos de todos. Nunca creí que pudiese llegar ese día. Allí, en la estación del ferrocarril, estaban mis tíos, mis primos, los vecinos y mis amigos: Marcelo, Gardelito, el armenio Boruc, el rengo Julio, el Gonchi, el Negro Vidal, el Luis Alberto y Carmencita. Les prometí llorando que todas las vacaciones las iba a pasar con ellos. El jefe de la estación hizo sonar la campana, la locomotora echó al aire una bocanada de humo negro y el ferrocarril comenzó a moverse lentamente sobre los rieles. Carmencita, sin dejar de mirarme, comenzó a correr por el andén junto al ferrocarril que se alejaba. Sin saludar, sin sonreír. Tan sólo mirándome. Sin comprender porqué me iba. Y su imagen se fue achicando, se fue perdiendo y se quedó en la estación. Adiós.
En la boda de mi prima nos volvimos a encontrar. Cuando llegué al salón de fiesta todo era alegría, música y brindis. Busqué esperanzado a Carmencita entre mis amigos que bailaban, pero no se encontraba allí. De pronto la vi llegar. No oí la música. Desapareció la gente. Sólo tuve ojos para ella. Estaba más linda que nunca, la felicidad brillaba en sus ojos y la envolvía en una áurea de serenidad que la hacía aún más hermosa.
Ada Vega, edición 1997 -
miércoles, 16 de diciembre de 2020
Los hermanos Belafonte
Por mano propia
lunes, 14 de diciembre de 2020
Fue a conciencia pura
Ramón Bustamante se llamaba el hombre. Y aunque siempre fue enemigo de llevar apodos, pues según decía, su nombre de pila y su apellido eran suficiente garantía de su persona, a la sordina en el barrio le decían Matarife porque de joven había sido friyero del Nacional, y desde entonces andaba siempre calzado con un naife largo y fino que daba chucho sólo de verlo.
Vivía en la Villa del Cerro, frente a la Plaza de los Inmigrantes, en una casa de dos patios y fondo con madreselvas que en años de bonanza sus padres levantaron. En esa casa había nacido cincuenta y tantos años atrás. De esa casa se fue un día engrillado y al volver diez años después, con el alma en jirones y sin apremio alguno de enfrentarse otra vez a la vida, la encontró vacía.
En esa época lo conocí yo. Todas las tardes arrancaba caminando, cruzaba el puente sobre el Pantanoso y se venía para La Teja a leer El Diario y a tomar copas en El 126, un café que hacía de largador del 126 de CUTCSA, cuando el recorrido era Aduana, Pantanoso - Pantanoso, Aduana, ubicado en la esquina de Camambú y la avenida Carlos María Ramírez.
El Matarife era un tipo flaco y alto, parco en el decir y lerdo en el andar. Tenía el pelo negro, que ya blanqueaba, largo y lacio cayéndole sobre los hombros y los ojos oscuros de mirada penetrante y fría. Lo recuerdo de lengue y gacho gris, de traje negro a rayas con pantalón bombilla y saco largo y entallado, de sus tiempos de tahura. Opinaban, los que la sabían lunga, que hombres de su laya iban quedando pocos.
De su vida y sus hazañas hubo mucha chamuyina. Que fue tallador de fuste, temido entre los martingaleros, y respetado en el ambiente gurda del escolazo, de aquel orgulloso Montevideo de los años cincuenta. Entrador con las mujeres, escabiador sin límite y pendenciero, supo, sin embargo, mantener la yuta a respetable distancia hasta el nefasto día aquel en que le fallaron todas las predicciones.
Hacía poco tiempo que yo frecuentaba El 126, pues tenía recién cumplidos los dieciocho años cuando el Matarife, después de la cana, volvió al café. Algunos parroquianos lo recordaban y se acercaron a saludarlo. Entró al bar con paso cansino, se acercó al mostrador y pidió una caña. Al reconocerlo el dueño le tendió una mano amistosa por encima del mármol y le dijo:
—¿Cómo anda eso Ramón? y él le contestó con su voz pausada:
—Acá andamos, patrón, en estas pocas, no más.
—Ésta va por la casa, le dijo el bolichero.
—Se agradece, contestó el hombre levantando apenas la copa.
Mientras conversaban lo miré a la cara y la mueca que dibujó su boca me pareció una sonrisa. Era un hombre que imponía. Hasta ese momento no sabía quién era. De todos modos, junto al murmullo que al entrar se levantó entre los parroquianos, oí clarito aquel cuchicheo que lo señalaba como: el Matarife. Recién entonces supe que era cierta la historia que durante años oí contar a mis vecinos de La Teja. El Matarife existía y estaba allí, de pie, tomando una caña con el patrón.
Desde esa tarde todas las tardes bajaba desde el Cerro y se quedaba hasta muy entrada la noche acodado al mostrador. Con el faso apretado entre los labios, a un costado de la boca, y la copa semivacía. Con la mirada extraviada. Cavilando. Que diez años es mucho tiempo de estar a la sombra. Y poco tiempo para olvidar. Algunas tardes se quedaba afuera, recostado en la ventana que daba sobre Carlos María Ramírez, mirando pasar los ómnibus que iban para el Cerro, mientras el sol se hundía lentamente en las aguas del Río de la Plata, y la luna, cómplice de fierro de la rantería bohemia, subía lento hasta el cenit.
A partir de su vuelta la gente del barrio resucitó la historia de amor y de muerte que el hombre protagonizara. Volvieron los comentarios y se agregaron a la historia hechos nuevos que muchos no conocíamos.
Cuando Ramón Bustamante vino al barrio por primera vez, era un facha leonero, laburante de día del Frigorífico Nacional y trashumante en la noche, entre copas y escolazo. Lo trajo de recalada la Carmencita, una piba que conoció una noche en un baile del club Colón, que vivía por la calle Laureles y trabajaba en La Mundial, una textil muy famosa que existía por aquellos años, en Nuevo Paris.
La Carmen era una rubita de ojos celestes, única hija de un matrimonio italiano que había llegado al país en la década del treinta. El tano, apenas llegó al barrio abrió un almacén y se hizo una casita económica, de aquellas que se hicieron en el país bajo la ley Serrato. Y allí vivió toda su vida con su familia. Dicen que dicen, los que llevan un registro en la memoria, que el Matarife se había agarrado con la piba una metida de mi flor. La seguía a sol y a sombra y por ella, empezó a parar en el boliche sólo para estar cerca de su casa. Según cuentan los veteranos que la conocieron, la Carmencita era una gurisa muy bonita y diquera, detalle que al hombre lo ponía como loco, porque siempre andaba algún moscón zumbándole alrededor. De manera que, cuando ya no pudo bancar más la situación de vivir lejos de la muchacha, alquiló una casa y se casó con ella.
Al principio el matrimonio marchaba como una seda. Desde el pique se supo que existía entre los dos terrible metejón, por lo que no se intuía, en las inmediaciones, nada que pudiese alterar la paz y la armonía de la pareja. Sin embargo, no demoró mucho en estallar la primera trifulca entrambos, causada por los celos de Ramón que comenzaron a poner nerviosa a su compañera.
Desde entonces, el matrimonio fue barranca abajo. De entrada, no más, decidió que no fuera más a trabajar a la fábrica para tenerla quieta en la casa. Y aunque él no la atendía de día, por su laburo en el frigorífico, ni de noche, por sus actividades de nochero empedernido, lograron a duras penas, por un tiempo, mantenerse unidos.
Fue un curda canero que una noche le batió la justa en un boliche del Centro. Le dijo entre caña y caña, que era muy noche p’andar tan lejos del barrio. Le tocó el orgullo al Matarife que le contestó de prepo:
—¿Qué andás queriendo decir?
—Que el que tiene tienda que la atienda —se atrevió el tipo. El Matarife lo agarró de la solapa y al curda se le aclaró la mente.
—Seguí hablando, ¿qué tenés que decirme? —le increpó con rudeza. Y el ortiba le tiró a la cara lo que las mentas batían. Que hacía un tiempo andaba un moreno joven, estibador de oficio y diestro cuchillero, rondando a la percanta —le dijo.
—Hasta ahí te sé decir. Lo demás es cosa tuya. Y el Matarife, hecho una fiera, empezó a cuidar el nido.
Un día salió para el frigorífico y al poco rato pegó la vuelta. Se quedó, de botón, vigilando desde la esquina. El dolor y la furia le nublaron los ojos cuando vio al moreno salir de su casa. Apuró el paso y le pegó el grito al gavilán que al verlo manoteó su faca. El moreno, que era guapo y no conocía el achique, no esquivó el encuentro. Trató de enfrentar al rival que lo madrugó sin darle tiempo a nada. El Matarife de un hachazo se cobró la ofensa. Difunto quedó el moreno enfriándose en la vereda. A la malvada no quiso verla. Se volvió a la casita del Cerro, frente a la plaza de Los Inmigrantes, a despedirse de los viejos por si no los volvía a ver en esta vida. De allí se lo llevó la yuta.
—¿Quién es el Matarife? Ramón se dio vuelta despacio mientras contestaba:
—Yo soy. ¿Quién lo busca? Quedaron mirándose de frente.
—¡Ramón Bustamante, lo busca! —le contestó el muchacho. En el boliche no volaba una mosca, esperando los parroquianos la reacción del hombre. Toda la bravura del tahura que fue, se hizo añicos ante la presencia de aquel hombre joven que traía en sus ojos, los ojos de la mujer que amó tanto y cuyo recuerdo aún lo perseguía. El muchacho continuó:
—Mi madre antes de morir me pidió que lo buscara para que supiera, nada más, que tenía un hijo. Ella murió ayer. Vine a cumplir con la promesa. Dio media vuelta y se fue sin esperar respuesta.
Ni una sola palabra acertó a decir el Matarife. Era indudable que todo el pasado volvía a golpearlo con aquel muchacho que había venido a gritarle su paternidad. Un par de conocidos se acercaron a tomar con él en el mostrador.
A partir de esa noche lo comenzamos a ver nervioso, confundido. Conversaba con uno, con otro. Indagaba, quería saber más. Varios días estuvo Ramón hablando de aquel joven que decía ser su hijo. Le apenó la muerte de la que fuera su esposa, sin embargo, en el café nos dimos cuenta que enterarse de la existencia del hijo le había aligerado el corazón.
Una tarde lo encontramos más callado que nunca, abstraído en sus pensamientos. En el bar respetamos su silencio. La noche se había ido a baraja cuando pagó y salió caminando hacia la calle Laureles. Se detuvo frente a la casa de Carmencita. De entre los postigos de la ventana se filtraba, tenue, una luz. Alguien, al pasar, lo vio golpear la puerta de calle y esperar allí, confiado, el dictamen que, por segunda vez, le decretaba el destino.
Ada Vega, edición 2007 -
viernes, 11 de diciembre de 2020
Milico
Con Miguelito nos criamos juntos. Vivíamos en el mismo barrio y en la misma calle. Tenía uno o dos años menos que yo. Era el más chico de cinco hermanos: cuatro varones y Juanita, mi amiga. Miguelito era mimoso y mal criado. Se pasaba fastidiando y no nos dejaba jugar tranquilas. Casi siempre teníamos que andar cuidándolo para que no se cayera y se lastimara. Los hermanos varones no querían jugar con él porque era muy chico y al final terminaba siempre jugando con nosotras.
El padre, que estaba empleado en el Frigorífico Artigas, se llevó a trabajar con él al mayor de los varones, antes de que el muchacho cumpliera los catorce años. Los otros dos hermanos, más o menos a la misma edad, entraron en la Fábrica de Vidrios. Pero a Miguelito no le gustaba trabajar, era medio vago, ningún trabajo le venía bien.
Un día el padre se lo llevó con él al frigorífico como había hecho con el hermano mayor, para que fuera conociendo el trabajo. Se fueron los tres de madrugada. Cerca del mediodía lo trajeron blanco como un papel, con los ojos desorbitados, vomitando y medio muerto de susto. Le explicaron a la madre que cuando vio las reses colgadas, la sangre, las tripas, los hombres faenando con los enormes cuchillos: se desmayó. Sin duda el trabajo del frigorífico no era para Miguelito.
Le llevó un tiempo reponerse del susto. Lo perseguían los ojos de las vacas muertas y por las noches no podía dormir. Dejó de comer carne hasta que, pasado de arroz y verdura volvió a los churrascos, al asado y a los chorizos. De todos modos tenía que trabajar en alguna parte. Estaba llegando a los diecisiete años y el padre no lo quería en la casa. Los hermanos lo llevaron a la fábrica donde ellos trabajaban.
No. Tampoco. Le dijo a los hermanos que se podía equivocar y en vez de soplar el vidrio para afuera hacerlo para adentro y formarse una botella en la barriga. En vano le explicaron que ese trabajo sólo lo realizaba personal especializado, que él sería derivado a otra sección. No hubo caso. Plantado en una decidida negativa les dijo que allí adentro hacía mucho calor, que se podía quemar con esos hornos tan grandes o cortar con tanto vidrio. Los hermanos se enojaron, le dijeron que era un maricón y que se buscara trabajo él solo, que era un vago y un inservible. Y Miguelito se volvió a su casa antes del mediodía, a tomar mate con "pancongrasa".
El padre de Miguelito levantó presión. Hizo lo único que le quedaba por hacer. Para evitar que anduviera de vago por la calle y un día fuese a parar a la comisaría, lo llevó de entrada y lo metió de milico en la 19.
¡Milico! A los hermanos no les cayó muy bien eso de tener un hermano policía. Pero el padre que era amigo del comisario, sabría lo que hacía. Se conocían de Treinta y Tres de donde habían venido siendo muchachos, y le prometió cuidar a Miguelito que quedó para hacer mandados y alguna recorrida por nuestro barrio. Heredó el uniforme de un policía muerto, tres talles más grande que el suyo y una gorra que se le caía encima de los ojos, pero que él se acomodaba a un costado y se sentía un alférez de la Fuerza Aérea.
Le habían dado un pito de metal que se colgaba del cuello como un juez de fútbol, con el que corría a los gurises que jugaban a la pelota en la calle. Otras veces se lo ponía en el bolsillo y, con la gorra bajo el brazo, se entreveraba con ellos en algún picadito. Después se recomponía, tocaba el pito y se terminaba el partido. Hacía la recorrida por el barrio todas las tardes, pero no tenía una hora determinada, creo que el comisario lo mandaba a la hora exacta en que ya no lo soportaba más.
Y él venía al barrio contento, tomaba mate con los vecinos, lo convidaban con tortas fritas, y se quedaba en la esquina con los muchachos a fumar y hablar de fútbol. Jamás desenfundó el revólver ni permitió que se lo tocaran. “Con las armas no se juega, son cosa seria”, y aparte él “era la ley”. Protegido por el comisario, nunca actuó en un hecho de sangre o de riesgo. Miguelito jugaba a ser policía. Había dado con el trabajo justo para él. Se pasaba el día en la calle y aunque nunca fue corrupto, era un milico cegatón. Alguna cosilla no veía y alguna otra esquivaba. Cosas menores, sin importancia, una gallina que cambiaba de dueño, algún vidrio roto por una pelota. Pavadas. Miguelito era feliz. Y nosotros también. Era lindo verlo pasear por el barrio con su cachiporra en la mano, que sólo usaba para enderezar su gorra cuando se le caía sobre un ojo.
Nadie sabe a ciencia cierta que andaba haciendo Miguelito por Belvedere la tarde del tiroteo. Unos malandras con prontuario groso habían copado una casa y, alertada la policía, los tenía cercados mientras se batían a tiros. Miguelito no estaba en el procedimiento. Pasaba de casualidad por la esquina cuando uno de los copadores, agazapado en la azotea, vio el uniforme y le apuntó, dándole en la mitad del pecho. Miguelito murió sin saber por qué moría.
Toda La Teja lo lloró: Los muchachos callejeros, los chorritos, los canillas, los trabajadores y las vecinas. Y a pesar de los años que han pasado, guardo vivo el recuerdo de aquel Miguelito mimoso que teníamos que cuidar para que no se cayera y se lastimara. Aquel Miguelito vestido de milico, comiendo una torta frita mientras hacía la ronda. Aquel Miguelito que una tarde en Belvedere: “Cayera abatido en un trágico episodio, cumpliendo con su deber de defender la Ley y el Orden...”
Ada Vega, edición 1996 -