Todos
los días, al atardecer, pasaba el hombre caminando por la vereda de
su casa. Lo vio una vez de casualidad, cuando sin
pensamientos, observaba la calle desde la ventana del comedor. Para él ya era
una costumbre. Le daba placer observar los sauces vetustos en las aceras, que
dibujaban sombras sobre las casas bajas; el paso de los dos ómnibus de ida
hacia el Centro; los transeúntes yendo y viniendo hasta entrada la noche; el
caserío en derredor que comenzaban a encender las luces ante la noche que se
anunciaba.
Después
de verlo más de una vez comenzó a esperar su pasaje. Era un hombre simple,
común. Ni joven ni viejo, ni alto ni bajo. Un hombre que podía
pasar desapercibido en cualquier parte. Nadie podía jurar que lo
había visto en una fiesta, en la parada del ómnibus, ni pasando alguna vez, por
la puerta de su casa. Sin embargo, al atardecer del otro día, se encontraba de
pie junto a la ventana como si supiera de ante mano que el hombre volvería a
pasar. Y así fue. Puntual, el hombre volvió a pasar.
Esta
vez lo observó con atención: vestía traje gris, camisa sin corbata,
zapatos negros; el cabello oscuro un poco largo. Le pareció que rengueaba. Por
lo menos que arrastraba el pie izquierdo. Varios días vio pasar al hombre del
traje gris hacia la parada del ómnibus, demorar un rato y
sin subir a ninguno, volver sobre sus pasos. Comenzó a extrañarle ese
comportamiento. Después se olvidaba de él se retiraba de la ventana y seguía
con sus cosas.
En
la acera de enfrente, casi en la esquina, estaba la mansión de los Quintela –
Salerno. Un caserón de dos plantas de principios del siglo
XX, habitado por un matrimonio mayor, padres de varios hijos que
crecieron y, primero unos y luego todos, fueron abandonando el hogar
paterno. La mansión tenía a la entrada, un living
espacioso, un recibidor a la derecha con ventana a la calle, y el
escritorio a la izquierda, también con ventana a la calle. Después
del living, había un comedor diario, la cocina, un baño social y una
escalera hacia la planta alta donde se encontraban los dormitorios.
El
señor Quintela había sido, años atrás, un empresario de mucho éxito. Después,
retirado, su empresa pasó a manos de sus hijos. De modo que con su esposa
vivían de rentas, en esa hermosa casa. En las noches se
encendían todas las luces de la planta baja, a las nueve de la noche
se apagaban y se encendían las luces de la planta alta. A las diez de la noche
la mansión queda a obscuras con excepción de las luces del jardín. Todas las
noches de todos los días, como un ritual.
Un
atardecer, cuando la curiosidad superó la inquietud de
saber a dónde iba o qué hacía el hombre del traje gris
después de pasar por su casa, lo esperó en la puerta de entrada y lo
siguió. El hombre se detuvo en la parada. Él también. Varias personas
esperaban. Llegó un ómnibus y subieron varios pasajeros. Llegó el
segundo y subió el resto. Las luces en la planta baja, de la casona
de los Quinquela Salerno que estaban encendidas, se apagaron y
se encendieron las luces de la planta alta. El hombre del traje gris
cruzó la calle.
Esa
noche las sirenas de los patrulleros despertaron a los vecinos del barrio. En
la casona de los Quinquela Salerno se había cometido un robo y el
señor Quinquela había sido herido. Según se dijo, el mismo dueño de casa
explicó lo sucedido. Que ya se encontraban acostados con su esposa y a punto de
dormirse cuando le pareció oír ruido en la planta baja. Que bajó de
la cama y al bajar la escalera alcanzó a ver la luz de una linterna en el
escritorio. Se dirigió allí y al encender la luz de la entrada, la
persona que se encontraba dentro de la habitación lo golpeó en la cabeza con un
objeto, que considera, era una linterna. Él cayó al suelo y la persona huyó
llevándose un sobre con dinero que había en un cajón del escritorio. La esposa
fue quien al oír el ruido, desde el dormitorio llamó a la seccional.
El
caso lo llevó el inspector Torreira, que opinó de entrada que el
ladrón conocía muy bien la casa por dentro, y el movimiento de sus
habitantes. En la mañana recorrió la casa, la entrada del
frente, las ventanas y la puerta del fondo. Se detuvo en el jardín, observó las
casas vecinas y sus ojos se detuvieron en la ventana de una casa de
la acera de enfrente. Alguien tal vez allí podría haber visto algo. Dar acaso
una pista.
De
modo, que se dirigió a la casa y llamó a la puerta. Lo recibió un hombre muy
amable, de mediana edad, que al presentarse el inspector lo hizo pasar. Le dijo
que conocía al matrimonio Quinquela- Salerno de hacía muchos años.
Que sí, conocía la casa por dentro. Había entrado muchas veces, pues
era amigo de sus hijos desde que eran niños. No, en esos días no había visto
nada anormal, nada que llamara su atención. No, esa noche tampoco, a la hora
que ocurrió el robo él estaba durmiendo y la ventana estaba cerrada. Torreira
se despidió, agradeció el haberlo recibido y quedó en que, tal vez,
lo volvería a visitar. El dueño de casa le dijo que a las órdenes, lo acompañó
hasta la puerta y quedó observándolo desde la ventana.
El
inspector Torreira se retiró conforme. Una entrevista con muchas puntas. Un
hombre de buena presencia, afable, educado. Seguro de sí. Contestó las
preguntas como si las hubiese estado esperando. Comenzó a atar cabos. Le
pareció que rengueaba. Por lo menos que arrastraba el pie izquierdo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario