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lunes, 22 de marzo de 2021

Hotel Empire

  





El Empire estaba en la Ciudad Vieja, cerca del puerto. Era un hotel de principios del siglo XX de dos plantas y ventanas mirando el mar.
A la entrada, junto a la recepción, había un juego de sala tapizado en brocato celeste y dorado, una mesa con tapa de mármol, un televisor y una biblioteca. Hacia el fondo, en el segundo patio, se encontraba el comedor con una mesa oval, doce sillas de estilo, tapizadas en gobelino, y un trinchante de cuatro puertas de vidrios biselados y fondo de espejos, donde se guardaban la loza fina y las copas de cristal.

Todas las habitaciones quedaban en el primer piso, hacia donde se subía por una escalera de mármol blanco con barandal de hierro forjado. Eran habitaciones muy amplias: con juego de dormitorio, cortinados, alfombras, cuadros en las paredes y lámparas.
Desde las ventanas se veía el mar y la escollera, y en las noches de verano todo el cielo enorme y estrellado. En los días de tormenta el mar crecía y se elevaba en olas que sepultaban la escollera, como si quisieran llevársela consigo. Después, cuando la lluvia amainaba, comenzaba a surgir hacia la superficie como el lomo de una enorme ballena.

Era, aquel, un barrio de inmigrantes donde  en la calle jugaban juntos, niños judíos, negros y criollos. Hijos de gallegos, de armenios y de italianos. 

En la cuadra había un almacén, una panadería y un taller de calzado. Una escuela cerca y el Mercado del Puerto, donde se compraban la carne, el pescado del día, y las frutas y verduras.

II 

En aquellos días nosotros vivíamos en un barrio de calles empedradas y veredas con Fresnos. Teníamos una casa espaciosa con jardín al frente y terreno hacia el fondo con una glorieta bajo los árboles, rodeada de rosales y maceteros con flores. 
Cuando murió mi madre, después de acompañarla al cementerio, mi padre no quiso volver a la casa y decidió irse conmigo a pasar unos días en algún hotel. Así llegamos al Empire por unos días, y nos quedamos seis años.

El dueño del hotel se llamaba Genaro vivía allí con su esposa María, encargada de la cocina, y una hija llamada Angelina que llevaba los libros y atendía en la recepción.
Los primeros días en el hotel fueron una novedad para mí que vivía en una casa hermosa, pero no tenía amigos. Tampoco teníamos perro, ni gato ni pájaros. 


La tarde que llegamos al Empire caía una llovizna aburrida y triste. A penas entramos al vestíbulo a la primera persona que vi fue a David, un niño de mi edad, sentado en un sillón de la sala mirando la televisión. Nos miró sin interés y siguió viendo la pantalla. Mi padre pidió una habitación por una semana y luego de firmar un libro subimos con Angelina y David, que también nos acompañó.

Al llegar, la joven abrió la habitación nos dejó instalados y anunció que en media hora servirían la merienda. Mi padre le explicó que iba a descansar un rato y que bajaría para la cena, entonces ella me tomó de la mano y dijo que tomaría la merienda con David y me cuidaría hasta que él bajara.

III

David vivía frente al hotel con sus padres y el abuelo Adad, que tenía una tienda en la calle Colón donde también trabajaban sus padres. Todos los días, después de almorzar, cruzaba la calle y se quedaba con Angelina hasta que ellos regresaban.
Teníamos la misma edad, pero como él había cumplido seis años en febrero ese marzo pudo entrar a primero en la escuela del barrio. En cambio yo, como cumplo en mayo, comencé un año después. De modo que en la escuela siempre me llevó un año de ventaja. 

Cuando llegué a sexto grado David entraba al liceo. Y cuando terminé sexto nos fuimos con mi padre de la Ciudad Vieja, y volvimos a nuestra casa del barrio de calles empedradas y veredas con Fresnos. No obstante, en los seis años vividos en el Hotel Empire, David estuvo siempre presente. Fueron años de una infancia feliz, donde compartimos juegos mientras nos asomábamos confiados a un mundo desconocido.

IV



Dos días después de nuestra llegada al hotel mi padre me dejó con Angelina para dar una vuelta por nuestra casa, a fin de recoger algunas cosas que necesitábamos. Ese próximo lunes debía volver a su empleo y había descubierto que desde el hotel, el Banco le quedaba solo un par de cuadras. De manera que sin pensar nos fuimos quedando. Yo, porque me sentía feliz con la novelería de vivir en un hotel, y con el montón de amigos que en pocos días había hecho. Y él porque se encontraba cómodo, distendido. 
Todos los días salía a caminar. A veces por la rambla, otras veces se dirigía directamente a Linardi & Risso a revolver libros, para volver siempre con algún texto bajo el brazo.
 Y el tiempo fue dejando caer, en aquel barrio, las hojas de los otoños.

Un día, para hacer nuestra estadía más interesante, sucedió un hecho imprevisto. En una de las habitaciones al fondo del corredor de la planta alta, se alojaba un alemán que había llegado una noche en el Julio César, que al desembarcar se dirigió directamente al Hotel Empire.

Como equipaje traía una valija y una caja con libros. Era un hombre fornido, de estatura mediana. Canoso. Usaba lentes y vestía siempre de traje. Un hombre común que pasaba inadvertido. Sin embargo una noche, cuatro hombres irrumpieron en el hotel. Dos quedaron abajo y dos subieron hasta su habitación y se lo llevaron, a punta de revólver, en un auto que los esperaba en la puerta. Cuando llegó la policía revisó la habitación, se llevó algunas cosas y cerró con llave prohibiendo abrir hasta nueva orden.

Nunca más se supo de él. Ni los diarios, ni la televisión dieron cuentas del hecho. Sólo los padres y el abuelo de David fueron indagados más de una vez, quienes aseguraron no conocerlo ni saber de su existencia.

V


Los únicos datos aportados por el alemán a su llegada al hotel, fueron su nombre: Egbert Krumm y que esperaba a alguien que vendría desde Europa. Por lo demás, todos coincidieron en que era un hombre muy callado, no se relacionaba con nadie, sus salidas eran para recorrer librerías y volver con dos o tres volúmenes cada vez. También opinaron que, para evitar encontrarse con los demás huéspedes, era el primero en bajar al comedor. Algo que tampoco llamaba la atención pues los habitantes del hotel eran cambiantes, con excepción de mi padre y yo, nadie se alojaba por más de un mes. De modo que ningún huésped llegó a conocerlo, y menos aún hacer amistad.

Como la habitación había quedado desordenada, Angelina preguntó a los policías qué hacía con los libros, y le contestaron que ella se hiciera cargo. Por lo tanto llamó a mi padre para que la ayudara a buscarles una ubicación. Cuando comenzaron a ordenarlos les llamó la atención que todos versaban sobre viajes. Viajes al Mato Groso y el Amazonas; a la Cordillera de los Andes; a Bolivia; al Paraguay y su parte selvática y así. De modo que decidieron  dejarlos en la biblioteca de la sala.

Y allí quedaron, con excepción de los libros de la caja, seis libros de tapa dura escritos en alemán, que Angelina acomodó tal como vinieron del viejo mundo, debajo del mostrador de la recepción.

VI

Mi inserción en la familia de Angelina fue natural e inmediata. Mi padre desayunaba muy temprano, luego se quedaba en la sala a leer el diario y ver algún informativo en la televisión y después subía a despertarme.
Al principio, para que no desayunara solo, Angelina me llevaba a la cocina donde estaba María y desayunaba con ella. Después, a medida que se sucedían los días, bajaba solo y me dirigía a la cocina por mi cuenta.

Ese invierno pasó sin sentirlo, todas las tardes venía David o iba yo a su casa. En esas idas y venidas fui conociendo a sus amigos, y para cuando llegó la primavera sabía los nombres de todos. Pero fue ese diciembre, cuando terminaron las clases de la escuela y todos los chiquilines salían a jugar, que me alegré de verdad por haber ido a vivir a ese barrio.

Jugábamos al fútbol en la calle, y algunas veces íbamos a la casa de inquilinato de la otra cuadra a ver a los morenos que, cada tarde al ponerse el sol, cantaban y tocaban tambores.

VII

Al acercarse la Navidad toda la cuadra era alegría. Desde la mañana nos reuníamos a jugar en la vereda, mientras los vecinos iban y venían haciendo las compras para esperar la Noche Buena.

Aquellas fiestas navideñas donde los judíos comían Pandulce y festejaban con los cristianos el nacimiento de Jesús. Porque en el barrio, era sabido, que para las fiestas de fin de año éramos todos iguales. Sin embargo los cristianos, no recuerdo que alguna vez hayamos festejado con ellos, en los primeros días de septiembre, el comienzo del año judío.

La mamá de David horneaba para esos días un pan delicioso con miel, que se llama Jalá. Otras veces lo he comido con amigos en distintas partes del mundo, pero en ninguno he encontrado el sabor de la Jalá que comíamos con David, sentados en el pretil de la ventana de su casa, en la noche de Rosh Hashana.

VIII

En esos años que viví en el Empire conocí muchísima gente de paso. La mayoría del interior del país, personas que venían al Hospital Maciel por enfermedad, o a visitar algún pariente internado. También los que llegaban de vacaciones a visitar Montevideo y se alojaban por unos días.

Recuerdo que un invierno llegaron Sixto y Raquel, un matrimonio del interior del país. La señora, que se encontraba próxima a dar a luz, venía para el Maciel, pero al llegar le comunicaron que en maternidad no había cama disponible hasta el día siguiente, de modo que se instalaron en el hotel. Sobre la madrugada bajó Sixto a pedir que se quedara alguien con su esposa, pues se sentía mal, mientras él iba hasta el hospital a pedir ayuda. María y Angelina subieron de inmediato y comenzaron las subidas y bajadas por la escalera hasta que oímos el llanto del bebé que había nacido.

Cuando al fin llegó una enfermera, la beba se encontraba dormida en los brazos de la madre. Se quedaron una semana en el hotel. Antes de volver al campo la bautizaron en la capilla del Maciel y de nombre sus padres le pusieron: María Angelina.

 Varias veces vimos a la niña y a sus padres, de visita. Muchos años después, supimos que María Angelina había venido a estudiar a Montevideo y se encontraba hospedada en el Empire. También supimos que fue profesora de la Facultad de Medicina y desde hace unos años, Directora de Pediatría del Hospital Maciel.

IX

Cuando estaba en quinto de escuela, un viernes de tarde llegaron al hotel una chica y un muchacho que venían de Buenos Aires, por el fin de semana. 

Jóvenes, hermosos y enamorados. Pidieron una habitación, subieron, y no los volvimos a ver. El lunes Genaro les golpeó la puerta. Tanteó el pestillo. Creyó que dormían abrazados cuando, recostado a la lámpara, vio el sobre con la carta. Hubo una gran conmoción. Otra vez la policía, otra vez la indagatoria. Como en el caso de Egbert Krumm, nadie pudo aportar datos. Solo quedó entre los huéspedes del hotel un gran desconcierto y el dolor por aquella juventud que, vaya a saber porqué, no encontró otro camino, y eligió Montevideo para cometer suicidio.

X

El episodio del alemán nunca le terminó de cerrar a Angelina. Ella creía entrever un enigma entre el rapto y sus libros. Durante años buscó y rebuscó entre aquellos textos una marca, una palabra escrita al dorso, una señal que la llevara a descubrir vaya a saber qué. Los leía una y otra vez, revisaba minuciosamente las hojas, releía los títulos tratando de descifrar un oculto acertijo, que nunca encontró. Mientras tanto se casó, tuvo hijos, y los hijos le dieron nietos.

También yo terminé de estudiar, me casé y me fui a vivir a Barcelona. Mi padre no volvió a casarse, vivió solo en la casa rodeado al fin, de libros, perros y gatos.

XII

La amistad con David se profundizó con los años, también él se casó y se fue de aquel barrio de la Ciudad Vieja. Cuando voy a Montevideo es con quién primero me encuentro, cuando él viaja y viene a España no se va sin venir a mi casa. Hoy David es un señor importante en el mundo de los negocios, pero para mi nunca dejó de ser aquel niño que conocí el día que enterramos a mi madre, sentado en la recepción del Hotel Empire mirando dibujitos en la televisión.

Fue él quien me contó que Angelina después de buscar signos en los libros que compraba el alemán, decidió revisar los que trajo de Alemania. Un día se puso a observar con detenimiento uno de aquellos tomos y, como siguiendo un instinto, con la punta de un cuchillo, fue cortando todo el borde de la encuadernación.
Nuevos, como recién salidos de máquina, encontró miles de dólares americanos repartidos en las tapas y contratapas, de los seis libros. Una verdadera fortuna que estuvo allí, esperándola, más de cincuenta años.

XIII

El hotel ya no existe. Hace muchos años lo derrumbaron para levantar un edifico de apartamentos de diez pisos y enormes ventanales.

Cada tanto, cuando nos encontramos con David, recordamos nuestros días en aquel barrio de inmigrantes que habían llegado del viejo mundo, cargando sus dioses y sus idiomas. Huyendo de guerras, ultrajes y miserias. 

 En la calle angosta donde en primavera remontábamos cometas, jugábamos con los trompos y la pelota de goma. Que cada diciembre recorríamos pidiendo un vintén para el Judas que quemábamos en Noche Buena, en el campito junto la rambla.
La calle del Hotel Empire, refugio de mi niñez sin mamá, que guardo como el más entrañable capítulo de mi vida en aquel Montevideo lejano, que siempre espera mi vuelta bajo el amparo de la Cruz del Sur.



Ada Vega, edición 2014 - 

domingo, 21 de marzo de 2021

Yanira

 



    En el año 1948 Brasil dio inicio a la construcción del que sería, por lo majestuoso de su arquitectura, el estadio más grande y moderno del mundo. Con capacidad para doscientas mil personas, el coloso debía estar pronto para el inicio de la Copa Mundial de Fútbol de 1950. La obra llevó un año, once meses y veintisiete días y se inauguró el 24 de junio de 1950, un día antes de comenzar la competencia. Su denominación actual es: Estadio Jornalista Mário Fhilo.
    
 De todos modos fue y será siempre conocido como estadio Maracaná, por estar enclavado en el barrio Maracaná de Río de Janeiro. Estadio místico donde lo humano se une a lo sagrado y se manifiesta en los hechos sobrenaturales que acontecen entre sus paredes. El pueblo futbolero de América del Sur, piensa que se necesita algo más que buen juego para ganar en el estadio de Maracaná. La magia, lo esotérico, el culto del más allá y la superstición han rodeado al coloso de un halo encantado, donde habitan sombras, duendes y aparecidos. 

Todo surgió a partir el emblemático 16 de julio de 1950, cuando, por la final de la Copa Mundial de Fútbol, se enfrentaron en el campo los equipos de Brasil y Uruguay. Desde entonces incontables historias han corrido de boca en boca bajo el Cristo del Corcovado, cada vez que invocando a espíritus errantes se ha intentado conocer el por qué, cuál fue la causa, el motivo, el castigo de aquel resultado adverso que sumiera a un país entero en la tristeza y al cuida palos en el oprobio, hasta el final de sus días.   

Sólo Barbosa supo siempre cuál fue la causa, qué o quién desvió el balón de sus manos esa tarde. Nadie nunca se lo preguntó. Fue más sencillo erigirlo en chivo expiatorio, por el tremendo error de no haber podido atajar un gol. Sin embargo, en los terreiros de Bahía,  durante mucho tiempo los caboclos de las siete líneas de umbanda repitieron por doquier que lo sucedido aquella tarde en Maracaná fue obra del Espíritu Santo con la venia de Oxalá. 

Durante los dos años que llevó la arquitectura del monumental, muchos curiosos se acercaron a observar la magnitud de la obra y sus avances. Entre ellos, los obreros solían ver a una joven bahiana recorrer sus galerías, pasadizos y corredores. Como también visitar los grandes espacios donde se instalaron bares, restoranes y ascensores, temiendo, más de una vez, que la joven se perdiera entre el complejo laberinto de su estructura.

La bahiana llegó a conocer el corazón del recinto tanto como los mismos hombres que realizaron la obra. De todos modos, no alcanzó a ver la fastuosidad del Estadio terminado. Murió unos días antes de su finalización.

Pese a esa realidad, conocida por todos, aquellos obreros siempre afirmaron que la joven bahiana habitaba el estadio y seguía, como en vida, recorriendo sus instalaciones. También en nuestros días comentan los cariocas que han visto a la bahiana de turbante y vestido blanco recorrer descalza los interiores, las tribunas, los palcos, y los arcos del coloso de cemento. 

Aquel año, cuando se da comienzo a la construcción del estadio, Barbosa era considerado el mejor arquero que tuvo en su historia el Vasco da Gama y el número uno de los porteros del Mundial. Tenía 26 años, simpatía, un físico privilegiado y un porvenir en extremo auspicioso. Los hombres lo admiraban como deportista y las mujeres lo amaban y lo acosaban. A nadie le llamó la atención, entonces, que en su camino se cruzara Yanira, una bahiana bellísima que enamorada de él, a la distancia, había llegado de Bahía con el sólo propósito de conocerlo.  

Yanira era una Bahiana Mae de Santo de un terreiro umbandista de la línea blanca cuya guía u Oriyhá era Yemanyá, diosa que reina en el mar, dadora de abundancia, protectora de las familias y pescadores y máxima Oriyhá del panteón africano con raíces en Nigeria. 

Antes de dejar Bahía Yanira había realizado en su terreiro una ceremonia en honor a la Mae Yemanyá, donde con toque de atabaques acostada en el suelo boca abajo y con los brazos estirados en cruz, hizo un pedido a la diosa y prometió dos ofrendas: una, si la Diosa del Mar le cumplía el pedido y otra si no se lo cumplía.    

Barbosa vivía en esos días el punto más alto de su carrera deportiva. Acumulaba éxitos, dinero y halagos. Todo el mundo ansiaba su amistad, desde los componentes de su parcialidad, hasta políticos e intelectuales de su país. Se había convertido en el número uno entre los arqueros más calificados del mundo. De continuo su foto aparecía en homenajes, fiestas y banquetes o exhibiendo su físico a bordo de un yate siempre rodeado de mujeres hermosas.  

Mientras tanto Yanira había logrado acercarse al círculo donde se movía el guardameta. Un empujoncito más y la primera parte de su objetivo estaría cumplida.
Durante una recepción en el barrio Copacabana de la ciudad de Rio de Janeiro, famoso por su bohemia, fue al fin presentada al ídolo. Esa noche, colmado su objetivo, la bahiana no se separó ni un instante del famoso portero. Y fue para él, durante dos años, como para el preso su condena.  

Barbosa fue siempre asediado por las mujeres. Mujeres dispuestas a todo por estar cerca suyo. Él, sin embargo, no formalizaba compromisos serios con ninguna. Continuaba casado con Clotilde, con quien se casara a los diecinueve años y siempre trató de mantenerse fiel a su pareja. 

La bahiana, enamorada, no hizo otra cosa durante esos años que idear nuevas artimañas con el fin de llegar a convencerlo de abandonar a su esposa para irse a vivir con ella. Detalle que a Barbosa ni en sueños se le había ocurrido y debido a lo cual, unos días antes de la final del Campeonato que se avecinaba, decidió hablar seriamente con Yanira para decirle que no esperara de él más que una simple amistad. Porque entre ellos —le dijo—, nunca sucedería nada más. Que, por favor, volviera Bahía y se olvidara de él.

Para la bahiana fue aquel, el golpe de gracia. Pese a todos sus rezos, peticiones y promesas, Yemanyá no había aceptado su pedido. Se fue sin decir una palabra. Sin despedirse de él ni de nadie. Volvió a su hotel, se vistió con su vestido blanco de Bahiana Mae de Santo y bajó a la playa de Copacabana a cumplir su segunda promesa.  

Atardecía cuando entró al agua. Quienes la vieron pensaron que entraba a dejar una ofrenda a la Diosa del mar. Cuando dejaron de verla, cuando su cuerpo se perdió entre las olas del océano se dieron cuenta que la ofrendada, era ella misma. Muchos días después unos pescadores encontraron el cuerpo de Yanira, enredado entre unas algas, a varias millas de las costas de Brasil. 

El 16 de julio de 1950 fue el día elegido para la gran final. Brasil era el favorito indiscutible, de modo que el equipo brasileño entró al campo acariciando la Copa. Un empate bastaría para constituirse en campeones del mundo por primera vez. Todo Brasil estaba pronto para la gran fiesta. Comenzó el partido y con el primer gol de Brasil estalló el estadio. 

Doscientas mil gargantas rugieron el gol atronando el aire de Maracaná. El equipo uruguayo no se veía entre aquella enormidad de gente que ovacionaba al rival. Entonces Obdulio Varela cruzó la cancha, puso la pelota bajo el brazo y se dirigió al centro del campo a hablar con el juez.
— ¿Qué pasa? —preguntaba la gente.
— ¿Qué reclaman, si no hay nada que reclamar?

 Y un viento helado recorrió las tribunas y atravesó la cancha hasta el área norte.
— ¿Qué le dice al juez si el juez no le entiende, si el juez sólo habla inglés?
—Los de afuera son de palo —dijo el capitán de los celestes—, no miren para arriba, el partido se juega acá abajo.
Caía el sol cuando empataron. Y un miedo inesperado y rotundo se fue instalando en las tribunas. Doscientas mil almas presintieron el final y a duras penas lograron sobreponerse para seguir alentando al favorito. 

Barbosa en los tres palos mantenía la calma. Seguro como siempre. Firme en su puesto. Se adelantó dos pasos cuando vio venir a Ghiggia con aquel disparo desde la punta derecha y entre el balón y él, la ráfaga de una figura blanca que se cruzaba. Se estiró todo lo que pudo y alcanzó a arañar la pelota que llegaba envenenada como si alguien, al pasar, la hubiera desviado con la mano. Y creyó que la había mandado al córner. El mutismo lapidario del Coloso le hizo volver la cabeza para mirar. Allí, con los ojos fijos en él, recostada a la red estaba Yanira, la Bahiana Mae de Santo, con el balón a sus pies.

Ada Vega - edición 2012. 

En los tiempos del Zeppelin

 



El 30 de junio de 1934 quedó para siempre impreso en mi memoria. Aquel día de invierno de cielo translúcido, sin nubes, ni el viento que suele azotar la ciudad de Montevideo, vi al Graf Zeppelín al regreso de Buenos Aires, sobrevolar mi casa en la Villa del Cerro. Entonces la Villa era apenas un cerro agreste con algunas viviendas y comercios sobre la calle Grecia, y edificaciones ocupadas por saladeros, frigoríficos e industrias del ramo cárnico. Mi casa se encontraba en lo alto del Cerro. Sólo el faro cuya construcción en la cumbre había sido dispuesta por la corona española, cien años atrás, y la fortaleza,  la superaban en altura. En 1834 el gobierno de la época otorgó el permiso para crear una población con el nombre de Villa Cosmópolis, para recibir y dar lugar a los miles de inmigrantes que llegaban de Europa, adoptando luego el nombre de Villa del Cerro. Mi padre, que había sido peón en una estancia cimarrona del interior del país, se radicó en Montevideo cuando la estancia fue vendida a una familia de Estados Unidos con capitales en el Frigorífico Swift, quienes a su vez le dieron trabajo en dicha empresa. Se estableció por lo tanto en un alto de la Villa y se casó con una joven vecina descendiente de lituanos, quién luego sería mi madre.
                                                 2

En el año del Zeppelín comencé la escuela. Crecí recorriendo el cerro. Fui un adolescente curioso, andariego y medio brujo. Puntual visitante de la fortaleza y testigo natural del crecimiento vertiginoso de la ciudad- puerto, que se extendía a los pies del monte. Desde mi atalaya observaba la entrada y salida de los barcos y lanchones al puerto de Montevideo; la llegada de los troperos desde el interior del país arreando ganado para los frigoríficos; observaba el movimiento de camiones en La Teja en los comienzos de la instalación de ANCAP y las chimeneas humeantes de las distintas fábricas de toda aquella zona industrial.
Solitario y hosco me crié entre los pájaros de los montes, la pasión de recorrer las playas y la costumbre de rezarle al sol. Incansable caminador bajaba hasta la costa y recorría la cadena de playas que se extendía interminable hacia el oeste, juntando tesoros que guardaba ocultos bajo un árbol centenario: puntas de flechas, casquillos de balas, cuchillos herrumbrados, la quijada de un puma, y un crucifijo de madera carcomida, con un cristo claveteado, de plata de ley.
Recogía objetos que las olas dejaban sobre la arena, de barcos naufragados del tiempo del coloniaje: monedas antiguas; enseres de metal; pedazos de tazas y platos de loza pintados con flores de colores; palos y restos de velamen.
Me cautivaba en los atardeceres, observar la entrada del astro rey en el mar, y contemplar en las noches, de espalda sobre la gramilla, el paso de la luna y su séquito de estrellas.
Criado en aquel otero cerril de animales montaraces y montes silvestres, conversaba con los animales del monte y también con los que se criaban en las chacras. Revolucionario y justiciero de alma, conocedor del destino de las aves de corral, solía reunir a las gallinas para disertar sobre el tema de ir a parar a la olla en cualquier momento, por lo que las alentaba a no pasarse el día picoteando el suelo, tragando todo lo que encontraban, sino tratar de perder peso e intentar vuelos cortos, a fin de volar un día como las garzas y las cigüeñas que cada primavera llegaban por miles a empollar en las riveras del Río de La Plata. Pero las gallinas fueron desde siempre muy haraganas, de modo que me escuchaban sin interés y se iban una tras otra pues se venía el atardecer y había que ir acomodándose en el palo del gallinero. Un día, Pedro, un gallo viejo de la familia D’Amore que tenían una quinta detrás del Cerro, cerca del Campo de Golf, me dijo que no gastara pólvora en chimango y dejara a las gallinas vivir su vida. Que las pobres no habían nacido para volar —puntualizó—, que ellas estaban conformes con su destino. No necesitaban emigrar pues todo lo que necesitaban lo encontraban en el gallinero: dormían bajo techo, recibían comida diaria sin necesidad de andar buscando por ahí, se acostaban temprano y nadie las obligaba a madrugar. Por lo tanto dejé la cátedra revolucionaria de lado y seguí haciendo nada, mientras recorría la costa y me bañaba en las aguas del río, entre las lisas plateadas que alegres y confiadas saltaban a mí alrededor.
                                               3

Aquel día de junio, al descubrir en el cielo el dirigible alemán, lo primero que se me ocurrió fue manotear la honda para bajarlo de una pedrada. Fue mi padre, que había salido de la casa para ver el pasaje de la nave, quien gritó a tiempo que me detuviera, pues podía dar en el blanco — dijo—, y hacerle un boquete que lo desinflaría forzándolo a aterrizar sobre el almácigo de cebollines, obligándolo de ese modo a permanecer allí hasta que lo emparcharan, mientras los extraños que llevaba en la barriga, quién sabe por cuánto tiempo deambularían por el Cerro y la fortaleza molestando a los vecinos. De todos modos yo estaba empecinado, quería bajarlo a tierra para ver qué había dentro del globo, no podía creer que, como decía mi padre, dentro de la nave hubiese gente de paseo por el mundo. Por lo tanto quedé refunfuñando mientras el Zeppelín sobrevolaba la bahía y el puerto, para perderse más allá del Centro de Montevideo sin haber pisado suelo uruguayo, ni a su ida ni a su vuelta de Buenos Aires. Me quedó una ojeriza que nunca pude ocultar. Esperé por años volver a ver el dirigible pues, si había venido una vez —le decía a mi padre— lo lógico sería que volviera como volvían los hidroaviones de Causa, que atravesaban el cielo dos veces por día, para acuatizar en el aeropuerto junto al Nacional de Regatas. Estaba convencido de que el globo con forma de cañón, volvería un día brillando al sol como aquel 30 de junio. Mi espera fue en vano. El Graf Zeppelín, orgullo de la Alemania nazi, nunca volvió. Según se dijo entonces, seis años después de su paso por Montevideo, fue desguazado por los alemanes para utilizar su metal en la construcción de armas bélicas.
El avistamiento del dirigible pautó en mí el principio de una vida plagada de aventuras sin salir de ese Cerro de Montevideo, que fue creciendo para convertirse en una ciudad dentro de otra ciudad. Una ciudad cosmopolita, con una enorme riqueza de costumbres, idiomas y religiones.
El pasaje del Zeppelín, me dio a conocer la existencia de otro mundo más allá del Río de la Plata, más allá del horizonte donde cada atardecer veía ocultarse el sol.
En mis correrías de niño, la curiosidad me llevó a visitar las casas de los vecinos que poco apoco iban poblando las laderas de la villa. Familias recién llegadas que no hablaban como nosotros, y se comunicaban con señas. Personas venidas de Dios sabe dónde que, chapuceando y a los golpes, comenzaron hablar español y comunicarse con bastante soltura. En ese intercambio de idiomas y costumbres fui conociendo historias y relatos de otras tierras, que enriquecieron mi mente y le abrieron caminos a mi imaginación.


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Un verano a la villa se mudó una familia árabe, el señor Farid con su esposa y tres niñas. El hombre usaba babuchas y zapatos con las puntas hacia arriba. Las niñas andaban de vestidos largos y pañoletas que les cubrían la cabeza. Al principio tuvieron problemas porque las más pequeñas debían ir a la escuela, pero no con la cabeza cubierta sino de túnica y moña. De manera que por la mañana se vestían con túnica y al regreso de la escuela volvían a sus vestidos largos y sus pañoletas. Cuando llegaron al barrio hice amistad con la familia y así me enteré que la hermana mayor había dejado un novio en Tabuk, que prometió venir a buscarla para formalizar el matrimonio. Los padres de la joven no estaban de acuerdo y esperaban que los dos olvidarán aquel amor. Pasó el tiempo, y una de esas noches en que recostado a la fortaleza observaba el flujo y reflujo de las olas, observé que volando sobre el mar se acercaba algo semejante a un pájaro enorme con las alas extendidas. No era un pájaro, al aproximarse comprobé que era una alfombra apenas iluminada. La alfombra aterrizó junto a la casa de Farid de donde descendió un joven de turbante y capa con pedrerías, ayudó a la hermana de las niñas árabes subir y ambos, abrazados, desaparecieron bajo el cielo y sobre el mar sin dejar rastro. Aunque me pareció extraño no me llamó la atención, ya sabía que desde el cielo a parte de la lluvia, se podía ver flotar, caer o pasar cualquier artefacto por extraño que pareciera. Al otro día, pese a que los padres estaban desesperados buscando a la joven, no di información sobre lo que había visto. Un tiempo después, ya casada, la joven volvió a su casa del Cerro a ver a sus padres y contó cómo su prometido había venido a buscarla una noche sobre una alfombra. Algo que a los vecinos les costó creer, pues si bien las alfombras mágicas eran conocidas surcando los cielos de Arabia, nunca supo nadie de que en Uruguay se usara esa modalidad habiendo en ese tiempo trenes, automóviles y aviones donde se podía viajar sentado, sin que a uno lo despeinara el viento.
                                             
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La cadena de playas que se extienden más allá del Cerro se encontraba en aquellos días cerrada de montes enmarañados. En esos montes a orillas de la playa, de la caza y de la pesca, vivía Athan un viejo asceta que según él mismo contaba, llevaba tantos años vividos que había perdido la cuenta. Habitaba esos montes —decía—, desde antes de la llegada de los españoles y antes de que los charrúa bajaran hasta el Río de la Plata. En mis caminatas por la costa me había hecho amigo del viejo que entre idas y venidas me contaba historias sorprendentes.
Cierto atardecer, sentados en la arena, mientras preparaba las redes que tiraba al anochecer, me contó que en la época de las colonias, muchos barcos cargados de monedas y oro del Perú, quedaron atascados en los arrecifes y se hundieron, llevándose con ellos sus tripulaciones. Me contó también que durante años, en las noches de tormenta entre truenos y relámpagos, más de una vez había visto los espíritus de viejos marinos que, cargando picos y palas, surgían del mar, atravesaban la arena y se internaban en los montes en busca de los tesoros que alguna vez enterraron. Llegaban en noches sin luna y regresaban al mar, antes de que el sol despuntara.
                                         

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Un diciembre, cinco años después del pasaje del Graf Zeppelín, volví a ver la esvástica desde mi puesto en la fortaleza del Cerro, entrando al puerto de Montevideo.
Fue en los inicios de la segunda Guerra Mundial, cuando el acorazado alemán Graf Spee, se enfrentó a tres cruceros ingleses en la llamada Batalla del Río de la Plata,
El Graf Spee, que había zarpado de Alemania en agosto de 1939, llevaba hundidos nueve barcos mercantes cuando se dirigió a las cercanías del Río de la Plata para atacar a los barcos británicos que se abastecían en esta costa. Los tres barcos ingleses lo persiguieron, lo encañonaron y le lanzaron torpedos antes de alejarse. De modo que el Graf Spee abandonó el combate y se dirigió al puerto de Montevideo a fin de reparar los daños. El gobierno uruguayo le dio un plazo de 72 horas. Mientras el Graf Spee era reparado. Su capitán enterró a sus muertos en el Cementerio del Norte, los heridos fueron llevados al hospital Británico y los más embarcaron en el Tacoma,  con destino a Buenos Aires, barco mercante alemán, que se encontraba en el puerto de Montevideo, quien escoltó al "acorazado de bolsillo" hasta apenas pasado el límite internacional. Allí, el Admiral Graf Spee viró al oeste y echó anclas entre el Cerro de Montevideo y Punta Yeguas donde se inmoló mediante la detonación de explosivos.
Durante 3 días, desde la fortaleza del Cerro, vi arder a quien fuera considerado el más moderno buque pesado de la Alemania Nazi.

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Poco tiempo después de la batalla del Río de la Plata, la familia D’Amore vendió la quinta y se fueron del Cerro. No volví a ver aquel gallo viejo y sabio que me enseñó tantas cosas de la vida. Era un gallo con una cresta grande y roja, un manto de plumas doradas sobre su plumaje colorado, y una cola de plumas grandes y arqueadas, azules, verdes y púrpuras, que brillaban tornasoladas al sol. Cuando lo dejé de ver tendría 9 años, no viven mucho más. Emitía un canto puro y potente. Cantaba al amanecer, al mediodía, al atardecer y a media noche. Él iniciaba el canto en el Cerro al amanecer y al atardecer, los gallos de los alrededores le contestaban uno a uno, pero ninguno cantaba con su potencia y musicalidad. El gallinero de la quinta de los D’amore, tenía un techo de chapas acanaladas con un alero más elevado, allí se subía a cantar. Cuando yo andaba por allí, de recorrida, él abandonaba el gallinero y conversábamos bajo los árboles del monte. Siempre supe, que mucho de lo que me contaba no era cierto, que era un gallo muy fantasioso y de inventar historias, de todos modos era agradable escucharlo. Cuando empecé el liceo, mis compañeros se burlaban de mí porque no creían que yo hablaba con los animales y además no sabía fumar. Esto me daba bronca y vergüenza. Un día se lo conté a Pedro y me dijo que llevara hojillas y tabaco que él me iba a enseñar. Así que un día llevé tres cigarros armados y se los mostré, me dijo cómo tenía que aspirar y tragar el humo, le expliqué que no sabía tragar el humo, opinó que tenía que aprender porque si no parecería una chimenea y eso no era fumar, dijo.
Me llevó un tiempo aprender a tragar el humo,, mientras tanto le pregunté un día por qué él no fumaba, me confesó que había fumado cuando joven, pero que había dejado el vicio porque le afectaba la garganta y le enronquecía el canto.

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Cuando en el 45 terminó la guerra en Europa, todo el Cerro festejó. Los árabes, los sirios, los lituanos, los armenios, los griegos, los italianos y los gallegos. Durante varios días el Cerro se vistió de fiesta. En esos día me enteré que la familia D’Amore, había vendido la chacra y se había mudado para Lezica. Fui corriendo a ver a Pedro, pero en el lugar no había gallinero, ni gallinas ni vi a Pedro nunca más.
Por mucho tiempo desde mi casa escuché su canto cuatro veces al día, aunque mi padre decía que el que cantaba sería otro gallo. Que era imposible que en el Cerro, se pudiera escuchar a un gallo cantando en Lezica. De modo que llegué a pensar que tal vez estuviera en los montes junto a la playa. Varias veces salí a buscarlo y a pesar de que nunca lo encontré, por mucho tiempo su canto llegó a mis oídos.

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Años después de avistamiento del Zeppelín, por las calles del Cerro conocí al Dios Verde, un solitario predicador vestido de túnica como Jesús, que descalzo y apoyado en un cayado recorrió por años todo el Uruguay predicando por la salvación del alma. Una tarde ascendiendo por la calle Viacaba me encontré con el místico que disertaba con una Biblia en la mano. Después, ya anochecido, subimos juntos hasta la fortaleza donde, recostado a un antiguo cañón, que apunta hacia la ciudad, me habló de Dios, de la salvación del alma, de los pecados de los hombres, de que, previo arrepentimiento, Dios perdona. Y me aseguró también, que el Cerro de Montevideo, es un volcán dormido.

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En los tiempos del Zeppelín, al norte del Cerro, donde en aquellos años existían grandes extensiones de campos y montes silvestres, se fueron construyendo chacras y casas de campo. En el año 1948, la hija de una de esas familias se casó en la Parroquia Santa María del Cerro, con un marino del Graf Spee. El día aquél de la batalla, cuando el capitán bajó a tierra a los heridos, varios marinos se ocultaron y lograron perderse entre las calles de la Villa.
Algunos estaban heridos, de modo que varios vecinos les prestaron ayuda, los albergaron hasta que  se recuperaron y les consiguieron alojamiento con  familias  que tenían  chacras al norte de Cerro.
Allí se quedaron, trabajaron y formaron sus familias  y nunca se fueron de Uruguay. Por las laderas de la Villa del  Cerro, en estos días, aún viven sus descendientes.
Ochenta años después del pasaje del Graf Zeppelín sobre Montevideo, pienso que somos hijos de un país cosmopolita, bajo cuya bandera no todos nacimos, pero donde sobre el mismo suelo, somos todos hermanos.
Ochenta años después, recostado a la Fortaleza, de espaldas a la Bahía y a la Ciudad de Montevideo, veo hundirse el sol en el horizonte.
Solo, en la cima del Cerro, mientras mi memoria arrea los recuerdos, pienso en mi
 padre y, por si acaso, sigo escudriñando el cielo.

Ada Vega, edición 2014 - 

lunes, 15 de marzo de 2021

Los hermanos Belafonte

  






Nadie, de quienes conocieron a los hermanos Aldo y Giuliano Belafonte, podía creer que aquellos dos eran mellizos. No se parecían en su complexión ni en su temperamento. Mientras crecían fueron, entre los vecinos, un tema casi obligado. Después, al correr el tiempo, fueron historia. 

Cuando eran niños había en el barrio un cuadro de fútbol, los domingos armaban partido con los botijas del Barrio Jardín. De puntero derecho jugaba Giuliano, el más chico de los mellizos. Al Aldo nunca le gustó el fútbol, jugaba al básquet en la cancha de los curas.

De entreala derecho jugaba Joselo Torreira, el hijo del gallego que tenía una carnicería en la curva y que, cuando jugaban a los policías y ladrones siempre quería ser el comisario. Con los años Joselo se vio realizado y llegó a ser un inspector de policía muy respetado; trabajaba en la Jefatura de Policía de Montevideo donde tenía una oficina algo venida a menos, pero privada. Cuando sucedieron los crímenes, más que nada por intuición, fue él quien develó el misterio. Vaya a saber cual fue el móvil que lo indujo a traer de los pelos, el recuerdo de los hermanos Belafonte.
Aldo era el mayor de los mellizos, aventajaba a Giuliano en escasos veintisiete minutos. Se comentaba que cuando nació, como Giuliano demoraba en hacer su aparición, se puso a llorar a gritos hasta que el mellizo asomó la cabeza. Por lo tanto, desde el momento de su llegada al mundo, quedó clarísimo que estarían íntimamente unidos como si fuesen la cara y la cruz de una misma moneda.
A medida que fueron creciendo, la diferencia física entre los dos se hizo cada vez más evidente. También se hizo evidente la arraigada hermandad que los unía y quién, entre los dos, llevaría la voz cantante. Próximo a cumplir los seis años los padres de los mellizos decidieron, de común acuerdo, enviarlos a escuelas distintas a fin de que, separados, pudiesen desarrollar mejor sus propias personalidades.
Giuliano fue buen estudiante en primaria y secundaria y ya ingresado a la universidad optó por la abogacía. Aldo pasó la escuela sin pena ni gloria, cursó el liceo entre rabonas y pillerías y le dedicó más años de los normales a las Ciencias Económicas.
Pese a las diferencias de los dos hermanos con la mayoría de los mellizos gemelos solían usar como aquellos la vieja travesura de hacerse pasar el uno por el otro. Con la particularidad de que los mellizos Belafonte se hacían pasar por ellos mismos, creando un doble de cada uno. Patraña que había inventado Aldo y que usaron los muchachos, más de una vez, en los primeros años de estudiantes como una aventura sin consecuencias, pero que perduró en Aldo como un resabio de su juventud irreflexiva.
Los años y sus propias actividades fueron separando las vidas de los mellizos. Giuliano que siempre exteriorizó una personalidad diferente a la de su hermano, trató de poner distancia entre los dos. Un día decidió irse del país a recorrer el mundo. Vivió unos años en Europa para afincarse luego en el Cairo.
Mientras tanto Aldo, empleado en una financiera como contador, seguía perfeccionando su otro yo que aparecía cada tanto entre sus conocidos como el hermano mellizo. Solía, por lo tanto, vestirse, peinarse, caminar y hablar de manera distinta a su modo habitual, llegando a crear un personaje que llegó a recorrer las calles y comercios de Montevideo, como si fuese realmente su hermano gemelo.
Esa creatividad, que comenzó como una simple diversión, pasó a ser primordial el día que Aldo comenzó a planear el primer crimen. Que, aunque lo fue preparando minuciosamente hasta en los más pequeños detalles dejó, tal vez, el más importante por el camino.
Una noche, jugando el juego del otro yo, se vistió y se peinó como su hermano mellizo y concurrió a una cena donde había sido invitado. A nadie le llamó la atención la presencia de Giuliano pues varias personas ya lo habían visto antes y sabían además que Aldo tenía un hermano mellizo.
Fue en esa cena que el seudo Giuliano conoció a Clara Gabaran una mujer muy interesante casada con un francés llamado Bastian Hardoy, un hombre de mucho dinero con quien comenzó, al poco tiempo, una relación amorosa. Relación que fue cobrando fuerza principalmente del lado de “Giuliano” quien terminó enamorándose perdidamente al punto de no lograr controlar los celos que comenzaron a atormentarlo. De modo que en cada encuentro de la pareja se fue haciendo más obsesivo el pedido del hombre hacia la mujer, para que dejara a su marido y se fuera a vivir con él. Algo que nunca prosperó, debido a que el amor de ella no era tan contundente como el joven suponía ni él podía darle la vida que ella llevaba junto a su marido.
Aldo cayó entonces en la cuenta de que sólo si Bastian no existiera, aquella mujer podría seguir siendo suya. Fue en esos días que comenzó a maquinar la muerte del esposo de su amante, involucrando para ello a su doble con el fin de cubrirse por si alguna persona lo veía merodeando por el barrio. Durante días y días estudió las entradas y salidas del Sr. Hardoy desde su casa hacia la empresa, así como la hora en que retornaba al hogar. Elaboró un esquema con mucha precisión y una noche, cuando estuvo seguro y decidido, se vistió como Giuliano, su hermano mellizo, y fue a esperar a su víctima a la entrada del garaje de su casa donde Bastian Hardoy acostumbraba a dejar el auto.
Desde la violenta muerte del empresario en la puerta de su casa por un desconocido, que tras apuñalarlo huyó sin dejar rastro, Clara tuvo la percepción de que el autor del homicidio había sido el mellizo de Aldo. No lo dijo a la policía. Antes quería verlo. Estar segura. Mientras tanto comenzaron las indagaciones. Era aquel un crimen extraño. No hubo intento de robo. Nadie vio ni oyó nada. El hombre no tenía enemigos. Aparentemente a nadie le beneficiaba su muerte.
En los días que siguieron muchas personas, por distintos motivos, visitaron la casa de la señora Clara Gabaran de Hardoy: abogados, gente de la empresa, de seguros, conocidos que se enteraron tarde, algún pariente en visita de duelo. Entre esa gente Clara citó a Giuliano. Cuando estuvieron solos lo acusó de la muerte de su marido y le dijo que lo iba a denunciar. Él lo negó, con una seguridad determinante. Dijo que esa noche había estado en el estadio y que tenía testigos. Ella no quedó muy segura. Esa misma semana quedaron de verse en un hotel céntrico, donde solían encontrarse .
Para Aldo, fue una sorpresa que Clara desconfiara de Giuliano. No se le había ocurrido que tal cosa pudiera suceder. De modo que concurrió al hotel con una idea formalizada. Clara volvió a increparle la muerte de su marido. Y Giuliano entendió que si Clara lo mencionaba, la policía se daría cuenta del doble juego y que el único que se beneficiaba con la muerte del empresario era él. No tuvo alternativa. Se vio obligado a tirarla por la ventana del décimo sexto piso.
A la mañana siguiente, enterados en Jefatura del discutible suicidio de la viuda de Hardoy, y ante la notoria comprobación de que quedaban muchos cabos sin atar decidieron, de una vez por todas, llamar al brillante inspector Joselo Torreira para que se hiciera cargo del caso, antes de que siguieran apareciendo muertos.
El inspector Torreira se llevó el sumario y pidió que por unos días detuvieran las indagaciones. Necesitaba esos día para mover algunas piezas que la intervención policial podía llegar a entorpecer. Ya concentrado en la causa intentó averiguar quien visitaba a la señora de la casa. Nadie, ningún hombre visitaba a la señora. ¿Llamadas telefónicas? Sí, una vez la empleada de limpieza la oyó hablar por teléfono con alguien a quien llamó: Giuliano. No, no sabían quién era. Visitó el hotel donde la joven mujer cometió posible suicidio. Allí le informaron que la señora solía encontrarse con un hombre. Llegaba sola y se iba sola. ¿Qué fisonomía tenía el hombre? El hombre tendría, tal vez, cuarenta años, alto, de cabello y ojos oscuros. No supieron dar más datos. Una amiga dijo que una vez Clara le comentó que había conocido a un hombre que tenía un hermano mellizo. ¿Cómo se llamaba? No recordaba si Clara se lo había mencionado.
Giuliano — quedó pensando el entreala derecho. Y su sagacidad le trajo a la memoria a los mellizos Belafonte. Giuliano era bajo, rubio y de ojos claros. Aldo. Aldo, el hermano mellizo tenía el pelo y los ojos oscuros. Aldo Belafonte, el basquetbolista del cuadro de los curas. ¿Qué fue de Giuliano? Tengo que encontrar a Giuliano Belafonte —se dijo.
El inspector Torreira volvió al barrio de su niñez a recabar datos. Aldo era contador, trabajaba en una empresa. No sabían en qué empresa. No, no se habían casado. Ninguno de los dos hermanos se había casado. Giuliano se había ido del país hacía más de veinte años. Tenían entendido que vivía en El Cairo. Alguna vez le escribió a una novia que tuvo cuando estaba en la universidad. Sí, la joven vivía acá. No, ya no vive más, se casó hace mucho tiempo y se fue del barrio. Creen que vive por Malvín. ¿Más datos? Dos cuadras más abajo, frente a la escuela, viven unos parientes de ella.
El inspector Torreira consiguió la dirección de Giuliano Belafonte en el Cairo. Conseguir la dirección de la empresa y el domicilio particular del contador Aldo Belafonte, en Montevideo, fue sencillo. De modo que organizó de inmediato su viaje al Cairo. Si su razonamiento no le fallaba Aldo estaría viajando a Egipto en los próximos días. Debía encontrar a Giuliano antes que lo encontrara su hermano.
El mutismo de la investigación policial comenzó a preocupar a Aldo. Las autoridades no podían haber abandonado las pesquisas tan pronto y sin motivo aparente. Algo estaba sucediendo. Por terceros se enteró de que el caso Hardoy había sido entregado al inspector Joselo Torreira. Tenía pues que obrar con suma rapidez. Joselo no podía encontrar al verdadero Giuliano. Encontrarlo significaba tener casi resuelto el doble crimen. Su hermano tenía que desaparecer. Con el fin de eliminarlo, apenas tuviera la documentación en regla, viajaría a Egipto.
Al Salam, es un suburbio de El Cairo rodeado de marginalidad. Állí, hace más de quince años, vive Giuliano Belafonte. Mimetizado con el lugar, las costumbres y los valores del Islam, se dedica a enseñar artesanías a los niños de la calle.
La mezquita había llamado a oración cuando aquella tarde Giuliano vio subir, por la callecita quebrada que llega hasta su casa, la figura de aquel extranjero.
Antes de llegar, el extraño preguntó: ¿Giuliano Belafonte? Así me llamo, le contestaron desde la casa, ¿quién pregunta? Joselo, Joselo Torreira, le contestó el inspector de policía.
Torreira se quedó un día con Giuliano. Antes de volver envió la orden de captura de Aldo Belafonte, acusado de doble crimen. El contador, tenía varios detalles que aclarar ante la Justicia. Aldo fue detenido por la Policía del Aeropuerto de Montevideo, cuando intentaba abordar el avión que lo llevaría a la República Árabe de Egipto.

Ada Vega, edición 2010 - 

domingo, 14 de marzo de 2021

Blanquita por siempre

 



Blanquita era una morena de manos chiquitas y risa contagiosa. Blanquita era el guiso canario y el arroz con leche, el mate con tortas fritas y el dulce de boniatos. Blanquita era el sol. La inquieta llamita que calentaba los inviernos, cuando el viento golpeaba las ventanas de mi casa, junto a un arroyo Miguelete todavía no contaminado y la calle Islas Canarias se llamaba Ganaderos.

Blanquita era la ternura habitando mi casa. La que nos bañaba cantando, nos limpiaba los mocos, nos amenazaba con una alpargata y nos contaba cuentos de negros guerreros, nos hacía merengues al horno y buñuelos de manzana. Blanquita era nuestra infancia y nuestra adolescencia. Nuestra compinche. Inapelable juez de nuestras disputas de hermanos y abogado defensor a muerte de todas nuestras diabluras, cuando enfrentábamos alguna penitencia o pérdida de postre.

Blanquita con olor a canela. Blanquita nuestra. Única. Blanquita por siempre, así en la tierra como en el cielo.

Blanquita era mamama. Así le decía Andrés el más chico de mis hermanos. Y creo que fue ese mamama  que la hizo quedarse para siempre con nosotros, ponerle una tranca a su corazón para el resto del mundo y entregarnos su amor, su tiempo y su vida.

Por aquellos años vivíamos en el Prado Norte, del otro lado del arroyo Miguelete, en una vieja casa con jardín enrejado al frente y un enorme fondo con frutales. En ese fondo pasó nuestra infancia. Mi padre era un médico pobre. Trabajaba en el Hospital de Niños y atendía en casa cobrando poco y nada, en un consultorio armado con sencillez en una de las piezas del frente.

Había comprado esa casa con el dinero de la venta de un campito que su padre le dejara como herencia. Allí nacimos y crecimos mis hermanos y yo; en aquella vieja casa por cuyas paredes se entrelazaban las enredaderas, las santarritas y las madreselvas, envueltas en el perfume de la dama de noche, el canto de los grillos y el titilar de los bichitos de luz.

Blanquita vino de Florida mandada por mis abuelos, los padres de mamá para que le diera una mano con mi hermana Elenita recién nacida. Y mamá, que aún no había cumplido los dieciocho años, le pasó el mando del hogar. Blanquita gobernaba con equidad salvaguardando siempre el lugar de mi madre, obligándola muchas veces a ocupar su sitio de señora de la casa que ella descuidaba.

Para no pagar una enfermera, mi madre había hecho un curso de enfermería en la Cruz Roja y trabajaba mucho con mi padre. Además, no le interesaban los compromisos sociales con el fin de figurar. De modo que Blanquita nos adoptó a todos. Formó parte de nuestra familia y pasando por alto que mi padre se reconociera ateo, nos enseñó a rezar, nos leía la Historia Sagrada y en su momento, opinó que deberíamos concurrir a un colegio católico. Y así fue, alrededor de los siete años fuimos cada uno tomando la Comunión. Mis hermanos con sus trajecitos azules, moña blanca en el brazo y guantes. Mis hermanas y yo, con largos y muy trabajados vestidos blancos y velos como de novias. Los preparativos eran todo un acontecimiento. Principalmente para Blanquita que acompañaba a mi madre al London – Paris a elegir y comprar nuestros vestidos y trajes. Pero fue cuando nació Andrés que Blanquita se hizo imprescindible.

Mamá tuvo un parto prematuro muy complicado que la hizo quedarse en cama casi tres meses. Por lo tanto, mi padre puso a Andrés en los brazos de Blanquita. Brazos que se hicieron cuna y muralla, creándose entre ellos una comunicación mágica. Sus corazones y sus mentes se fundieron. Se entendían con sólo mirarse. Blanquita sabía de antemano todo lo que le iba a suceder a mi hermano. Y Andrés, que fue un niño muy travieso, era protegido, defendido y adorado por Blanquita, detrás de quien se escondía cuando mamá lo rezongaba por alguna de sus bandidiadas. De manera que cuando empezó a hablar, la llamó mamama y ella, a su vez, le decía: mi niño.

Recuerdo una tarde en que estábamos jugando en el fondo de casa. Andrés, que se había subido a un árbol, se le quebró la rama donde estaba a caballo y se cayó. Un instante antes de quebrarse la rama Blanquita salió de la cocina corriendo y gritando: ¡Andrés! Yo era muy chica pero noté algo extraño. La oí gritar y la miré, antes de que se quebrara la rama y mi hermano se cayera. Andrés no se lastimó pero aprovechó la oportunidad para mimosear, dejar que Blanquita lo llevara en brazos y lo consolara en la cocina con algún dulce. Esas cosas, incomprensibles para nosotros, pasaban muy seguido y naturalmente entre ellos. 

Un día, siendo todavía un niño de pocos años, mientras almorzábamos reunidos en la mesa del comedor, Blanquita al dirigirse a mi hermano le dijo: padre Andrés. Todos la miramos. Él no la oyó o no entendió y nadie le dio importancia al hecho. Años después, cuando casi al finalizar sus estudios secundarios anunció su deseo de ser sacerdote, mis padres se sorprendieron. Nosotros no entendimos mucho y Blanquita se sonrió. Creo que supo de la vocación de mi hermano antes de despertarse en él, el llamado de Cristo.

Andrés se ordenó sacerdote y estuvo dos años en Neuquén en la República Argentina. Cuando volvió nos dijo que lo habían designado para un pueblito en Italia por unos cinco años. La tarde que vino a despedirse Blanquita le dijo que volverían a verse antes de que ella muriera. Andrés la abrazó y le dijo: mamama, me voy por cinco años, no para siempre. Ella le contestó que lo esperaría.

Mi hermano no volvió a los cinco años. Hacía ocho años que se había marchado cuando Blanquita se enfermó. Fue una enfermedad larga y sin esperanza. Todas las noches ella y mamá rezaban el Rosario. En los últimos días mamá rezaba sola y en voz alta, pues Blanquita  casi no hablaba. Una noche, en medio de un Ave María, llamaron a la puerta. Blanquita abrió los ojos y le dijo a mamá: Andrés. Mamá fue corriendo a abrir y allí estaba él. Como obedeciendo a un llamado, había volado desde un lejano pueblito de Italia sólo para despedir a su mamama.

Mi hermano entró al dormitorio de Blanquita. Se arrodilló junto a la cama, besó la cara mojada de lágrimas de la morena que guardó el último suspiro para esperarlo y, en un susurro decirle: 

—Bendición mi niño. 
—Mamama, mamama —le dijo mi hermano, apretando entre las suyas las manitas chiquitas de aquella negra que tantas veces lo acariciaron, aquellas manitas que lo recibieron cuando nació, las manitas que se despedían para siempre de su niño Andrés. 
—Ego te absolvo, de los pecados que nunca cometiste y te bendigo, en el nombre del Padre, vas a conocer la gloria de Dios primero que yo, y del Hijo, espérame en el cielo, mamama, y del Espíritu Santo, como me esperaste en la tierra. Amén.

Ada Vega , edición 2004 -

sábado, 13 de marzo de 2021

Edelmira Dos Santos



Aún parece andar su figura espigada por las quietas calles del viejo barrio. Tan pulcra, oliendo a jabón de coco. Tan digna y alegre, tan pícara y sagaz. Edelmira dos Santos era una morena nacida por la frontera, criada en Melo y venida a trabajar a Montevideo siendo una niña. Vivía sola, en un rancho a dos aguas forrado de madera, junto a unos álamos al final de una calle cortada.
Tenía una gata amarilla y un perro zanguango, medio blancuzco, que pasaba durmiendo al sol y que nunca pegó un ladrido. Edelmira hacía limpiezas por hora. Y sabía limpiar. Era seria y responsable. De confianza. Por eso nunca le faltó trabajo. Y aunque hablaba un perfecto español, cuando se enojaba, maldecía en portugués.
Un día don Gabino Gonzaga, que había quedado viudo hacía un par de años, la llamó para que hiciera en la casa una limpieza general. El hombre, desde su viudez andaba perdido, mantener la casa limpia y ordenada era demasiado para él. Ya no cuidaba su jardín; ni limpiaba las jaulas de los pájaros por la mañana, como lo hacía en vida de su mujer. Según él mismo decía: no tenía un por qué.
Edelmira llegó de mañana temprano, entró por la cocina y se puso a ordenar. Lavó cortinas, pisos, ollas, puertas y a las cinco de la tarde terminó. Dejó la casa como un sol y le dijo a don Gabino:
—Esta casa está precisando una mujer.
—Y quedate, le dijo don Gabino.
—¿Cómo es eso? le contestó ella.
—Y, podés elegir — le dijo él—, te quedás con cama en la pieza del fondo y te doy cien pesos por mes y la comida, o te quedás en mi cama y te doy mi jubilación.
La morena puso los brazos en jarra, tiró la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada que retumbó en el barrio entero. Y riéndose salió de la casa de don Gabino, sin contestar. Aún reía cuando llegó a su ranchito, puso una sábana limpia sobre la cama, juntó su ropa, ató la sábana con dos nudos cruzados y se la enganchó en el brazo izquierdo. Levantó a la gata con el derecho, despertó de una palmada al perro, cerró el rancho con dos vueltas de llave, y entró en la casa de don Gabino por la puerta principal.
El hombre, que tomaba mate en la cocina, la vio entrar dirigirse a su dormitorio y sobre la cama matrimonial dejar su atado de ropa. Cuando Edelmira volvió, él le ofreció un mate, ella lo aceptó y él le dijo:
—Cebalo vos.
—No señor —dijo ella—, siga cebando usted, que yo voy a empezar a preparar la cena.
Al principio los vecinos no entendían muy bien cómo era la cosa entre don Gabino y Edelmira. Ellos no soltaban prenda. De  modo que sólo se hacían conjeturas.
—¿La habrá agarrado de mujer? —decían algunos.
—No le veo uña pa’ guitarrero —decían otros.
—Debe estar con cama, concluyeron. Y por esas quedó.
Don Gabino, que ese invierno tuvo quien le calentara la cama, le entregaba la jubilación a Edelmira como se había acordado. Salvo algunos pesos, pocos, como para los cigarros y para tener en el bolsillo por cualquier eventualidad, porque hombre sin cigarros y sin un peso en el bolsillo, ¡era inaudito! peor que andar desnudo. ¡Peor!
Edelmira manejaba la plata de don Gabino mejor que si fuera de ella. Primero separaba los gastos fijos: la luz, el agua y El Día, que el diariero lo dejaba por mes. Elegía en la carnicería el mejor cuadril para los churrascos del hombre, la verdura de hoja más fresca, la mejor fruta. Se hacía un lugarcito en la tarde, y se escapaba hasta el Paso del Molino y le compraba medias, calzoncillos, algún buzo de lana, pañuelos.
Y don Gabino empezó a andar con las camisas almidonadas y los pantalones planchados. A cuidar el jardín y limpiar las jaulas de los pájaros. Una tarde Edelmira le compró en la tienda del barrio, una camiseta y unos calzoncillos largos de abrigo de los que hacían en Martínez Reina, gruesos y afelpados. Don Gabino le dijo que ni soñara ella que él se iba a poner esa ropa de viejo. Que iba a parecer un loco y que qué se pensaba ella, o acaso no sabía muy bien que él estaba en muy buena forma y tenía cuerda para rato.
Edelmira le contestó que la única que lo iba a ver era ella y que lo prefería abrigado y sano y no de slip como un muchacho, pero enfermo y muerto de frío. Don Gabino se puso los calzoncillos largos.
Una tarde, ya hacía tiempo que vivían juntos, don Gabino le dijo:
—El lunes es día de pago en la Caja, quiero que vengas conmigo así te comprás ropa y zapatos.
—¿Y para qué quiero yo ropa y zapatos nuevos?
—Porque quiero que vayamos una noche al cine o a dar una vuelta por el Centro.
Cuando al lunes siguiente salieron para la Caja de Jubilaciones, iban los dos del brazo. Don Gabino saludó a los vecinos:
—Buenos días.
Ella iba muerta de risa. Y los vecinos entendieron: ¡tenía uña, sí!
Esa noche Edelmira estrenando vestido, medias de seda y zapatos con tacón, se fue al cine con don Gabino muy elegante en su traje gris. Para el segundo invierno que pasaron juntos don Gabino se enfermó de una gripe muy fuerte, que lo mantuvo en cama durante un mes. Ella lo cuidó más que una enfermera.
Mientras se recuperaba el hombre pensó que si él se moría ella quedaría en la calle. Conocedor de los quilates que calzaban sus sobrinos daba por seguro que no tardarían ni veinticuatro horas en decirle que se fuera, para luego pelearse entre todos por los cuatro ladrillos de la casa. Así que en cuanto estuvo en pie, la primera salida que hizo fue para apuntarse en el Registro Civil a fin de contraer matrimonio con Edelmira.
Nadie en el barrio supo del casamiento. Sólo al final, y por casualidad, se enteraron que Edelmira era la esposa legítima de don Gabino. No alcanzaron a vivir diez años juntos. Faltando unos meses don Gabino se enfermó. Después de una intervención quirúrgica muy importante, vivió sólo un par de meses. Murió tranquilo en su cama, acompañado por Edelmira que comenzó a llorar mucho antes de su partida.
Don Gabino conocía bien el paño.
La misma noche del entierro llegaron los sobrinos en un camión. A cargar todo lo que les podía servir y a echarla a ella a la calle. Que no fuera a pensar que iba a quedarse dueña de casa, que ella era sólo una sirvienta, así que, que juntara su ropa y… Edelmira no abrió la boca, fue hasta el dormitorio y volvió con un sobre grande. Sacó la Libreta de Casamiento y unos documentos con los títulos de la casa a su nombre, con su firma, la de su marido, autenticado por escribano público, más timbres y sellos.
Se fueron dando un portazo. El perro zanguango, blancuzco y viejo, les ladró hasta que arrancaron. Primera vez.





Ada Vega, edición 1997 -

viernes, 12 de marzo de 2021

Agustina, esposa de Dios

  

  
  Agustina era hija de un político que en su juventud participó, junto al gobierno nacional, en la gesta de 1904 cuando fue herido de muerte el General de poncho blanco. Hombre agnóstico, cerebral y austero, que le negó el sacramento del bautismo y la enseñanza católica. Debido a lo cual la niña aprendió a rezar con la abuela materna, mujer muy creyente, respetuosa de la ley de Dios y recibió el bautismo y la primera comunión a ocultas de su padre, con la complicidad de su madre y la ayuda del Altísimo, cuando recién cumplidos los doce años pudo escaparse un domingo a la misa de once, mientras su progenitor andaba en sus giras políticas, por el interior del país.
La abuela de Agustina, desde que la niña tuvo uso de razón, le fue contando paso a paso cómo Dios creó el cielo y la tierra. Cómo de barro, hizo a Adán a su imagen y semejanza y de qué manera, con una costilla del Hombre, hizo luego a la Mujer. Le habló del Paraíso Terrenal donde los puso a vivir, a crecer y multiplicarse y cómo por culpa de una manzana, aparentemente insignificante pero prohibida, que mordisqueó Eva y convidó a Adán, los echó del Paraíso, sin más ni más, condenándoles a vivir en este mundo adolorido donde, pese a sufrir todo tipo de penurias, aún no se ha logrado conseguir el perdón del pecado original, injusta herencia de nuestros primeros padres.
También le contó la abuela cómo nació Jesús de una virgen, por obra y gracia del Espíritu Santo; su muerte en la cruz para redimirnos de nuestros pecados y la promesa de una vida eterna, en el Reino de los Cielos, para los justos y puros de corazón. Pues la verdadera vida, le decía, no es ésta que vivimos sino la que nos espera después de la muerte.
Agustina escuchaba arrobada las lecturas que hacía su abuela de la Historia Sagrada, como de la existencia contemplativa que llevaron los santos y santas. Y en ese transcurrir fue sumergiéndose en una vida piadosa. Rezando día y noche por los rincones, rechazando la comida para hacer penitencia por el perdón de los pecados de vaya a saber quién y torturando, con un cilicio, su tierno cuerpo de niña para demostrarle su amor al Creador. Vivía, por lo tanto, con su cabecita en las alturas ignorando que pertenecía a este mundo de hombres y mujeres con los pies sobre la tierra.
Fue tal la devoción de la joven por el espacio celeste con su cortejo de ángeles y arcángeles, de santos y santas en el reino del Dios Supremo del cielo y de la tierra que la abuela, pensando que se le había ido un poco la mano al hablarle de la magnificencia de la vida que nos espera si nos portamos medianamente bien en ésta, trató de explicarle a la nieta que tanta vehemencia no era necesaria para que Dios la escuchara y correspondiera a su amor. Pues el Altísimo, le decía, nos ama a todos por igual. Que ella debía vivir la vida como todas las jóvenes de su edad. Pues el Creador no nos pedía sacrificar nuestro cuerpo con ayunos ni penitencias, sino que bastaba con que fuésemos justos y honestos. Pero ¡qué decir! A la abuela se le fue la mano,  porque Agustina, en el paroxismo de su amor por Cristo, decidió un día entrar a un convento de clausura y así se lo comunicó a su abuela.
Menuda decisión de la muchacha como para comunicársela al padre, agnóstico, cerebral y austero. La abuela intentó, por todos los medios posibles, de sacarle a la joven semejante idea de la cabeza. Explicándole que el matrimonio y la maternidad eran el verdadero destino de la mujer en esta vida. Que los santos y santas, le decía, y las monjas de clausura ya eran demodé. La niña escuchaba con los ojos bajos y las manos juntas, rezando al Altísimo para que perdonara a la abuela el sacrilegio de sus palabras que, como Él vería, estaba ya muy viejecita y no sabía bien lo que decía. Mucho rezó la nieta y mucho conversó la abuela tratando de convencerla de abandonar la idea de vestirse de monja, entrar al convento y perderse para siempre en sus patios inhóspitos, sin saber, nunca más, cuando es de día ni cuando de noche. Sin ver nunca más florecer las rosas, ni el declive del sol en el ocaso, ni el brillo titilante que nos envían las estrellas. Por lo tanto, al no lograr que la nieta cambiara de actitud, con el alma compungida no tuvo más remedio que trasmitirle la buena nueva a su hija.
Inés no ocultó su sorpresa al escuchar de su madre la decisión que había tomado la niña. Ocupada con sus otros hijos, la atención a su esposo y el gobierno de la casa pensó, tal vez, que se le había pasado por alto el grado de religiosidad al que había llegado su hija. Siempre supo que fue su madre quien la hizo bautizar y tomar la comunión, a ocultas de su marido. De todos modos, reconociendo que lo hecho había sido en pos de una buena causa, no le dio importancia ni lo comentó en su momento con el padre de la niña que, al enterarse, con seguridad hubiese hecho un tremendo escándalo. De manera que ante la decisión que, según la abuela, había tomado la joven de recluirse de por vida en un convento, no quedaba más remedio, que empezar por el principio y contarle al padre de la niña toda la verdad.
La madre de Agustina eligió el momento que le pareció más propicio para hablar del tema con su marido. Esto sucedió una noche después de cenar, cuando todos los hijos dormían y el matrimonio quedó de sobremesa en el comedor. Él encendió un puro, ella le sirvió un café y se sentó a su lado. El hombre la miró presintiendo una conversación fuera de lo cotidiano. La señora habló sin rodeos antes de arrepentirse. Agustina quiere entrar a un convento de claustro, dijo. Quiere ser monja y apartarse del mundo. El marido la seguía mirando. Atravesándola con los ojos. Callado. No sabía la buena mujer si el marido había entendido o no, lo que acababa de decir. Por las dudas, no se animó a repetirlo.
El hombre seguía mirándola sin hablar. Ella esperaba un estallido, y al no suceder nada se asustó, se le llenaros los ojos de lágrimas. Se humanizó la mirada del hombre, al verla sufrir. Le tomó la mano sobre la mesa y antes de que su mujer se pusiera a llorar, le dijo: Inés, averigua todo lo que debas averiguar. Haz todos los trámites necesarios y, si es real su vocación, déjala que se vaya.
Recién comprendió Inés que su marido estaba al tanto de las enseñanzas de religión que la abuela le impartía a su nieta. Y, aunque se abstuvo de averiguar hasta dónde estaba enterado, reconoció que su marido tan rígido, tan cerebral y tan ateo, era también un padre justo y comprensivo. Pese a que, en esa oportunidad, hubiese preferido verlo enojado prohibiéndole terminantemente a Agustina, tan niña aún, su ingreso al convento.
Era el año 1927, Agustina tenía quince años y estaba decidida a profesar y encerrarse para el resto de su vida. Su decisión era irrevocable pues, según decía, Dios la había llamado para ser su esposa.
En el año 1856, provenientes de Italia, llegaron a Montevideo, junto con las Hermanas del Huerto de la Caridad, las Monjas Salesas de clausura. Primeras congregaciones de religiosas que llegaron a Uruguay. Hoy, a comienzos de 2012 en el Monasterio de La Visitación, en el departamento de Canelones, viven 13 monjas Salesas de Claustro. También, aquel verano de 1928, con dieciséis años de edad, ingresó Agustina al Monasterio de las Salesas para no salir nunca más.
De todos modos, Dios tenía para Agustina otros planes.
El tiempo transcurría y Agustina en su celda del convento fue cumpliendo años. Rezando, haciendo penitencia, flagelándose. Sin hablar, sin levantar los ojos del suelo, rezando dos veces al día en su reclinatorio, los quince misterios del Rosario con sus letanías. Pidiendo a Dios clemencia por los pecados de la humanidad, sin saber siquiera a qué pecados se refería. Pues ella vivía ajena a las guerras por riqueza y por poder. Al hambre de los pueblos más pobres del planeta. A las luchas por la igualdad. Su mundo era pequeño. Cabía en su propio aposento: exiguo rectángulo de paredes muy altas, donde apenas cabía una cama rústica y un mueble que hacía de mesa de luz y de cómoda. Sobre la cabecera de la cama, le hacía compañía un Jesús crucificado y a los pies de la misma, el reclinatorio. También había en lo alto de una de las paredes, una pequeña ventana enrejada, con vidrio fijo y postigo de madera, que se podía abrir y cerrar con la ayuda de un puntero, que durante el día dejaba filtrar a un poco de luz.
De acuerdo a las reglas de cada congregación, las religiosas claustrales hacen votos de castidad, pobreza, humildad y silencio. Agustina tenía cumplidos los veinte años cuando, una noche de tormenta, se rompió el vidrio de la ventana de su celda que cayó al suelo hecho pedazos. No informó a nadie de dicho percance. El tiempo fue mejorando. Se acercaba la primavera y Agustina pegándose a la pared opuesta alcanzaba a ver, por el hueco que dejara el vidrio roto, un pedazo de cielo celeste. A veces dos estrellas y, alguna vez, hasta tres. Y por primera vez sintió nostalgia de aquel cielo enorme que veía en su casa cuando era niña. Recordó el sol y la luna, que nunca más viera. Las quintas de su barrio y los jardines florecidos. El arroyo de agua fresca que pasaba resbalando entre el juncal. Añoró el calor de su casa. Los patios embaldosados abiertos al cielo, donde jugara con sus hermanos. Aquel padre severo que no le negó el ingreso al convento, como todos creían. Su madre, que lloró tanto cuando la abrazó al despedirse. Y la abuela. Aquella abuela alegre y sabia que nunca quiso aceptar su vocación de religiosa. La vocación de monja de clausura, le decía, donde se entra al claustro caminando y se sale, después de los votos perpetuos, solamente muerta, se cimienta viviendo en el mundo donde todos habitamos. Conociendo las dificultades de los más pobres por subsistir. Sufriendo sus carencias.  Las monjas renuncian al mundo y se entregan a Cristo por amor a Dios y a la sufriente humanidad, ¿y qué sabes tú, dime, qué sucede en el mundo en estos momentos...?
Una mañana, antes de levantarse, escuchó el arrullo de una paloma. Amanecía el nuevo día y en el alféizar de la ventana, una pareja de palomas construía el nido donde empollar los huevos. Todas las primaveras anidaban palomas en su ventana, pero era esa la primera vez que las veía. Nacían los pichones, los padres los alimentaban y les enseñaban a volar. Durante todo el año los oía arrullar. Y ella estaba allí, tan sola, tan quieta. Rodeada de oscuridad y silencio. De pronto sintió el deseo de volar ella también. Volar a su casa, a los suyos. El deseo de verlos a todos. Decidió que dejaría el convento y volvería a su casa por unos días. 

Esa primavera pasó y pasó el verano. Una tarde, al principio del otoño, Agustina dejó el hábito de novicia sobre la cama y después de cinco años, volvió a su casa. Toda la familia la esperaba. 
Se encontró rodeada de amor. Sin embargo, la casa de sus padres no era la misma. La encontró distinta. Sus padres y hermanos habían cambiado mucho. Sólo  la abuela estaba igual, conversar con ella fue como volver a su niñez. En los primeros días estuvo a punto de regresar al convento. Tan fuera de lugar, tan extraña se sentía. De todos modos, sucedió un hecho circunstancial que la hizo cambiar de idea. Leandro, un amigo de su familia había enviudado en esos días, quedando con seis hijos pequeños. Debido a su trabajo viajaba constantemente a Europa. Contaba con una buena posición económica, una casa muy grande y con empleados que atendían desde el jardín hasta la cocina. Sin embargo, aunque en la casa había también una niñera, necesitaba otra persona de confianza a quien encomendarle la custodia de sus hijos. 
El día que Agustina llegó a su casa el señor Leandro estaba allí comentando con sus padres dicha preocupación y también le alegró el regreso de la joven. Al retirarse quedó pensando que Agustina era la persona ideal a quien confiarle  sus hijos. Mientras tanto, en los días siguientes, la joven estaba a punto de volverse al convento. Se encontraba pensando el regreso cuando, una tarde, volvió el señor Leandro y le pidió, encarecidamente, que se encargara de sus hijos. Que él viajaba en los próximos días, le dijo, y ella le inspiraba gran confianza. Le rogó que aceptara su ofrecimiento pues estaba seguro que era perfecta para ese trabajo.
Agustina pensó que Dios la estaba probando. Le estaba dando la oportunidad de decidir entre quedarse para cuidar seis niños huérfanos o regresar al silencio y la soledad del convento. De manera que, en primera instancia, aceptó el pedido del amigo de sus padres. Y ese otoño, mientras el padre viajaba hacia el viejo mundo, se instaló en la casa.
No bien llegó a su nuevo hogar, Agustina se enamoró de aquellos niños que, algunos tímidos, otros demostrando rebeldía, fueron poco a poco conquistados por aquella monja que durante años había creído que, en este mundo, amaría solamente a Dios.
Varios meses permaneció el señor Leandro de viaje. Al volver encontró su casa en orden como cuando vivía su esposa y los niños contentos y estudiando. También encontró cambiada a Agustina. No parecía la monja retraída que había vuelto hacía unos meses del convento. Se había convertido en una joven activa y alegre que gobernaba la casa como si hubiese nacido para ese propósito. Y  pensó que podría llegar a enamorarse de la joven. De todos modos, fue y volvió de Europa varias veces, antes de darse cuenta de que, realmente, se había enamorado de Agustina. Al regreso de uno de esos viajes le confesó su amor y le pidió que se casara con él. Le dijo también que lo pensara y le contestara a su vuelta.
El señor Leandro estuvo tres meses viajando cuando anunció su retorno. Agustina estaba confundida, no acertaba a entender que sentimiento la acercaba al padre de los chicos que estaba ayudando a crecer. No era, por cierto, el amor de sacrificio y recogimiento que sentía por su Dios. De todos modos, fuese lo que fuese, Dios no quiso compartir su amor. Y la tarde en que Leandro volvía de Francia, el avión en que viajaba se precipitó en el océano
Agustina se quedó  veinte años regentando aquella casa. Ayudando a todos y a cada uno como si fuese realmente la verdadera madre. Recibiendo y dando amor. Enseñándoles a enfrentar las dificultades. Alentándolos. Compartiendo con ellos los buenos momentos. Enseñándoles a ser pacientes, justos y responsables.
Cuando todos los muchachos terminaron sus estudios. Cuando encaminaron sus vidas. Cuando entendió que ya había cumplido con la prueba que su Dios le había impuesto, se despidió del mundo injusto y profano y volvió al convento de clausura de las Hermanas Salesas a continuar con su primitiva vocación de monja claustral, que abandonara a los veinte años.
Agustina, esposa de Dios, murió en su claustro pasados los setenta años de edad, entregada al fin, y para siempre a Dios, después de hacer sus votos perpetuos.


Ada Vega - edición, 2012 -