miércoles, 20 de octubre de 2021
Los hermanos Belafonte
viernes, 15 de octubre de 2021
Si vuelvo alguna vez
jueves, 14 de octubre de 2021
El canto de la sirena
Las muchachas que toman sol en La Estacada, se burlan de mí. Piensan que soy un viejo loco. Ellas no saben. Se ríen porque vengo a la playa de noche después que todos se van y me quedo hasta la madrugada, antes que ilumine el sol. Por eso creen que estoy loco.
No saben que hace muchos años en esta playa dejé mi mejor sueño. Que en estas aguas dejé una noche mi máxima creación. Porque no saben que por las noches, ella viene a buscarme.
Tenía veinte años y en mis manos todo el misterio y la magia. Y la pasión y la creatividad de los grandes. De aquellos que fueron. De los escultores que a martillo y cincel, lograron liberar las formas más bellas apresadas en lo más profundo de la roca.
Entonces era un estudiante de Bellas Artes seducido por la ciencia de esculpir la piedra. Fueron felices aquellos años. Había venido a la capital desde un pueblo del interior lleno de sueños y de proyectos.
Recién llegado fui a vivir en un altillo, en la calle Guipúzcoa, con una ventana que daba al mar. Era mi bastión, mi taller, mi mundo. Trabajaba con ahínco empeñado en aprender, en superarme. Por las noches en la penumbra de mi habitación, exaltado por lo desconocido, comulgaba en una suerte de brujería con los antiguos maestros del cincel. En extraño éxtasis, impulsado por no sé qué fuerza, les pedía ayuda, sensibilidad, luz. Y ellos venían a mí. Soplaban mis manos y mi corazón y era yo, por el resto de la noche, un maestro más. Nunca hablé de mis tratos ocultos con el más allá, sólo hoy lo confieso porque quiero contarles la historia de la sirena.
Una de esas noches agoreras, tocado por la luz de la hechicería, comencé mi obra máxima. Golpe a golpe, trozo a trozo hacia el corazón de la piedra, fui abriéndole paso a mi sirena. Una bellísima sirena de cabellos largos, de senos perfectos y hermosas manos, que me miraba con sus ojos sin luz.
Cautivado por su belleza trabajé varios meses sin descanso cincelando su cuerpo en soledad. Nunca la mostré. Nadie la vio jamás. Y me enamoré. Había nacido de mis manos, me pertenecía. En mi entusiasmo juvenil llegué a soñar con que un día sus ojos se llenarían de luz y se mirarían en los míos, correspondiendo a mi amor . Pero era sólo un sueño ajeno a la realidad, que nunca dejé de soñar.
Pasaron los años y me convertí en un escultor de renombre. Viajé por el mundo, pero siempre conservé mi taller de los días de estudiante. Allí volvía al regresar de cada viaje. Allí me esperaba mi amor eterno y fiel.
Un atardecer, en busca de tranquilidad y silencio, fui a refugiarme en el viejo altillo. La sirena frente a la ventana presentía el mar. Me acerqué a ella y acaricié su rostro. Una lágrima corrió por su mejilla. Recién comprendí que estaba muy sola. Que ansiaba el mar. Su espacio. No pude ignorar la tristeza de sus ojos ciegos. Esa noche la tomé en mis brazos y renunciando a mi amor, la traje hasta la playa. Caminé internándome cada vez más en nuestro río como mar, mientras oía el susurro de las olas que me alertaban sobre no sé qué extrañas historias de amor. Me negué a escuchar y seguí, mar adentro, con mi amorosa carga. De pronto, casi al perder pie, la sirena fijó un instante en mí sus almendrados ojos y escapando de mis brazos se sumergió feliz, invitándome a seguirla con el magnetismo de su canto. Dudé y ante la magia y el misterio prevaleció en mí la cordura. Volví a la playa y me senté en las rocas mientras la observaba nadar dichosa y alejarse. Hasta que al rayar el alba desapareció.
Desde aquellos tiempos han pasado muchos años. Nunca la olvidé ni dejé de amarla. Ahora vivo en un edificio muy alto frente al río. Tengo la cabeza blanca y las manos cansadas y torpes. El taller de la calle Guipúzcoa ya no existe. Aquellos años de estudiante quedaron en el recuerdo.
Pero a veces por las noches, cuando me encuentro solo, siento renacer en mí el fervor de mis años jóvenes. Vuelvo a vivir aquel amor que no quiso llevarme a la locura, entonces cruzo la rambla y vengo a La Estacada. Me siento en las rocas a mirar el mar. Sé que mi sirena viene por mí.
La oigo cantar, llamándome.
Ada Vega, edición 2000 -
domingo, 10 de octubre de 2021
Los pumas del Arequita
Hace muchos años en las sierras del Uruguay moraban los pumas. Cuando nuestra tierra, habitada por los indígenas, era libre, virgen y salvaje. Después vinieron los colonizadores. Impusieron sus leyes, sus costumbres y religiones, y un día, ciertos descendientes se repartieron la tierra, exterminaron a los indígenas y acabaron con los pumas.
Por aquel entonces en la ladera del Arequita que mira hacia el este, en los pagos de Minas, vivía el indio Abel Cabrera. Tenía allí, cobijado junto a un ombú, un rancho de paja y adobe, un pozo con brocal de piedra y por compañía, un caballo pampa y un montón de perros. Una vez al año, tal vez dos, se aliaba con alguna comparsa y se iba de esquila, o a participar en alguna yerra. Poca cosa le bastaba para tirar el año entero.
Gran caminador, conocía cada piedra por donde sus antepasados caminaron libres. Sólo a primera luz, o a la caída de la tarde, armaba tabaco y mateaba bajo el ombú ensimismado en vaya a saber qué pensamientos. Nunca se supo de dónde había venido. Cuando lo conocieron en el lugar, ya estaba aquerenciado en su campito.
Era un mozo callado, de piel cetrina y ojos de mirar profundo; de pelo largo y cuerpo elástico y vertical como una tacuara. Y cuentan que de tanto vivir solo en aquellas serranías, sin tener humano con quién hablar, se había hecho amigo de una yara que vivía entre los peñascos de las sierras. Cada tanto la víbora se llegaba hasta el rancho y conversaban. Ella era la que siempre traía los chismes de todo lo que acontecía en los alrededores. Después de todo, ya se sabe que las víboras son muy de llevar y traer.
Una tarde, hacía mucho que no se veían pumas por los cerros, mientras el indio Abel amargueaba, la yarará enroscada a sus pies le comentó que había visto a la mujer- puma por las costas del Penitente. El indio, mientras daba vuelta el amargo le dijo:
—Una hembra de puma, será. La yara se molestó por la corrección del hombre y desenroscándose le contestó, mientras se retiraba ofendida:
—Si digo la mujer-puma, es porque es una mujer puma. Y se fue contoneando su cuerpo grisáceo entre el yuyal. El muchacho quedó pensando que la yara era muy ignorante.
Aquel año los fríos del invierno pasaron y la primavera, recién nacida, lucía radiante. Abel había salido temprano a recorrer las sierras, cuando divisó el salto del Penitente y hacia allá enderezó su caballo.
De lejos le pareció ver a una muchacha que se bañaba bajo las aguas que caían entre las piedras, aunque al acercarse sólo vio a un puma que desaparecía entre los arbustos. Quedó intrigado, en parte por lo que le pareció ver, y en parte, por comprobar con alegría, que aún quedaba algún puma por el lugar.
Desde la tarde en que la yarará se había ido ofendida del rancho, el indio no la había vuelto a ver, de modo que salió en su busca. La encontró tendida al sol sobre las piedras del cerro. La yara lo vio venir y no se inmutó. El muchacho se bajó del caballo, se puso a armar un cigarro y se sentó a su lado.
—Vi un puma —le dijo.
—Mirá, ¿y es linda? —le contestó la yara.
—Vi un puma —le repitió él.
—Es una mujer —le insistió ella.
—¡Sos ignorante! Es una hembra de puma, te digo.
La yara, molesta, no contestó y quedaron un rato en silencio. De pronto irguiendo la cabeza le dijo al hombre:
—En las estancias ya hace días que han visto merodear un puma, se armaron de rifles y antes del amanecer sale la peonada para ver si lo pueden cazar.
—¿Y qué mal les hace un puma?
—Por ahora es uno. Ellos dicen que si anda uno, la pareja debe andar cerca y que pronto los cerros se van a llenar de cachorros.
—¡Ojalá!
—Eso decís vos porque no tenés hacienda, ¡a ellos no les hace ninguna gracia que ande un puma de visita por los potreros!
Una noche, mientras meditaba tirado en el catre, el indio Abel oyó el eco de tiros de rifle. Después, un gran silencio se perdió en la lejanía. Antes del amanecer lo despertaron los ladridos y gruñidos de los perros. Salió afuera —recién venía clareando—, los perros en círculo, junto al pozo, ladraban y gruñían avanzando y reculando expectantes.
El indio se acercó. En el suelo, cercada por los perros, yacía una joven desnuda, herida en un hombro. Abel la tomó en sus brazos la envolvió en una manta y la recostó en el catre. Una bala le había atravesado el hombro. Con emplastos y yuyos limpió y curó la herida y, dándole un brebaje que él mismo preparó, logró dominar la fiebre que poco a poco comenzó a ceder.
Al día siguiente fue al pueblo a comprar ropa de mujer. Entonces llegó la yarará. Vio a la muchacha dormida y se enroscó en la puerta a esperar al indio. Cuando Abel regresó le quitó el apero al caballo y se sentó a conversar con la yara que le dijo:
—La mujer-puma es la que duerme en tu catre.
—¡No seas majadera! Ella llegó anoche herida en un hombro y ardiendo en fiebre. Yo la curé y ahí está.
—Ayer los peones de la estancia “La baguala”, hirieron en una paleta al puma que anda en las sierras —le contestó la víbora— y, sin esperar respuesta, desenroscándose, se fue ondeando su cuerpo a campo traviesa.
El indio Abel amó a aquella muchacha, desde el mismo momento en que herida la tomó en sus brazos y la entró en su rancho. Y la joven, que no había conocido hombre, se entregó sin reservas, con la mansedumbre de la hembra que se siente amada y protegida. Lo amó como hombre y lo adoró como a un dios. Tres lunas duró el romance del indio con la extraña muchacha. Una mañana al despertarse se encontró solo. La ropa estaba junto al catre y ella había desaparecido. Días y noches la buscó, sin descanso, en todas direcciones, hasta que encontró a la yara que dormitaba junto a una cachimba.
—No la busques más —le dijo—, un día volverá sola para volver a irse. Y así será siempre. Abel no entendió a la víbora y no quiso preguntar. Se quedó en su rancho a esperar a la que era su mujer. Y se cansó de esperar. Un atardecer cuando el sol declinaba y volvía del valle de andar sin rumbo, vio reflejarse a contra luz sobre el Arequita la figura de un puma y su cachorro. Permanecieron un momento para que el indio los viera y luego desaparecieron entre los arbustos del cerro.
No volvió a saber de ellos hasta que una noche lo despertó el calor de la mujer que había vuelto. Se amaron sin preguntas, como la primera vez. Un día ella volvió a partir y él no salió a buscarla. Herido de amor esperó día y noche hasta ver, al fin, la silueta del puma con su nueva cría, recortada en lo alto del Arequita. Pasaron los años y fue siempre así. Amor desgarrado fue el amor del indio por aquella mujer que siempre le fue fiel, pero que nunca logró retener. Hasta que un día, ya anciano, enfermó. Salió, entonces, la yarará a recorrer las sierras en busca de su compañera. La encontró a orillas del Penitente, reinando entre una numerosa manada de pumas. Volvió la mujer a cuidar a su hombre y con él se quedó hasta que, amándola todavía, se fue el indio una noche sin luna a reunirse con sus antecesores, más allá de las praderas orientales.
El rancho abandonado se convirtió en tapera. De aquel indio Abel Cabrera sólo quedaron las mentas, pero aún repiten los memoriosos que un invierno, al pasar unos troperos por aquellas ruinas, encontraron muerta junto al brocal del pozo, a una vieja hembra de puma. Desde entonces por las sierras: desde el Arequita hacia el sur por el Pan de Azúcar, y para el norte por Cerro Chato, volvieron a morar los pumas. Sin embargo, esos hermosos felinos, no son visibles a los ojos de los hombres. Sólo los indígenas, si aún quedan, las yaras y alguna culebra vieja, tienen el privilegio de ver a los pumas dueños y señores, otear el aire de la serranía, desde las legendarias sierras del Uruguay.
Ada Vega, edición 1999
martes, 5 de octubre de 2021
La ventana indiscreta
Todos los días, al atardecer, pasaba el hombre caminando por la vereda de su casa. Lo vio una vez de casualidad, cuando sin pensamientos, observaba la calle desde la ventana del comedor. Para él ya era una costumbre. Le daba placer observar los sauces vetustos en las aceras, que dibujaban sombras sobre las casas bajas; el paso de los dos ómnibus de ida hacia el Centro; los transeúntes yendo y viniendo hasta entrada la noche; el caserío en derredor que comenzaban a encender las luces ante la noche que se anunciaba.
Después de verlo más de una vez comenzó a esperar su pasaje. Era un hombre simple, común. Ni joven ni viejo, ni alto ni bajo. Un hombre que podía pasar desapercibido en cualquier parte. Nadie podía jurar que lo había visto en una fiesta, en la parada del ómnibus, ni pasando alguna vez, por la puerta de su casa. Sin embargo, al atardecer del otro día, se encontraba de pie junto a la ventana como si supiera de ante mano que el hombre volvería a pasar. Y así fue. Puntual, el hombre volvió a pasar.
Esta vez lo observó con atención: vestía traje gris, camisa sin corbata, zapatos negros; el cabello oscuro un poco largo. Le pareció que rengueaba. Por lo menos que arrastraba el pie izquierdo. Varios días vio pasar al hombre del traje gris hacia la parada del ómnibus, demorar un rato y sin subir a ninguno, volver sobre sus pasos. Comenzó a extrañarle ese comportamiento. Después se olvidaba de él se retiraba de la ventana y seguía con sus cosas.
En la acera de enfrente, casi en la esquina, estaba la mansión de los Quintela – Salerno. Un caserón de dos plantas de principios del siglo XX, habitado por un matrimonio mayor, padres de varios hijos que crecieron y, primero unos y luego todos, fueron abandonando el hogar paterno. La mansión tenía a la entrada, un living espacioso, un recibidor a la derecha con ventana a la calle, y el escritorio a la izquierda, también con ventana a la calle. Después del living, había un comedor diario, la cocina, un baño social y una escalera hacia la planta alta donde se encontraban los dormitorios.
El señor Quintela había sido, años atrás, un empresario de mucho éxito. Después, retirado, su empresa pasó a manos de sus hijos. De modo que con su esposa vivían de rentas, en esa hermosa casa. En las noches se encendían todas las luces de la planta baja, a las nueve de la noche se apagaban y se encendían las luces de la planta alta. A las diez de la noche la mansión queda a obscuras con excepción de las luces del jardín. Todas las noches de todos los días, como un ritual.
Un atardecer, cuando la curiosidad superó la inquietud de saber a dónde iba o qué hacía el hombre del traje gris después de pasar por su casa, lo esperó en la puerta de entrada y lo siguió. El hombre se detuvo en la parada. Él también. Varias personas esperaban. Llegó un ómnibus y subieron varios pasajeros. Llegó el segundo y subió el resto. Las luces en la planta baja, de la casona de los Quinquela Salerno que estaban encendidas, se apagaron y se encendieron las luces de la planta alta. El hombre del traje gris cruzó la calle.
Esa noche las sirenas de los patrulleros despertaron a los vecinos del barrio. En la casona de los Quinquela Salerno se había cometido un robo y el señor Quinquela había sido herido. Según se dijo, el mismo dueño de casa explicó lo sucedido. Que ya se encontraban acostados con su esposa y a punto de dormirse cuando le pareció oír ruido en la planta baja. Que bajó de la cama y al bajar la escalera alcanzó a ver la luz de una linterna en el escritorio. Se dirigió allí y al encender la luz de la entrada, la persona que se encontraba dentro de la habitación lo golpeó en la cabeza con un objeto, que considera, era una linterna. Él cayó al suelo y la persona huyó llevándose un sobre con dinero que había en un cajón del escritorio.
El caso lo llevó el inspector Torreira, que opinó de entrada que el ladrón conocía muy bien la casa por dentro, y el movimiento de sus habitantes. En la mañana recorrió la casa, la entrada del frente, las ventanas y la puerta del fondo. Se detuvo en el jardín, observó las casas vecinas y sus ojos se detuvieron en la ventana de una casa de la acera de enfrente. Alguien tal vez allí podría haber visto algo. Dar acaso una pista.
De modo, que se dirigió a la casa y llamó a la puerta. Lo recibió un hombre muy amable, de mediana edad, que al presentarse el inspector lo hizo pasar. Le dijo que conocía al matrimonio Quinquela- Salerno de hacía muchos años. Que sí, conocía la casa por dentro. Había entrado muchas veces, pues era amigo de sus hijos desde que eran niños. No, en esos días no había visto nada anormal, nada que llamara su atención. No, esa noche tampoco, a la hora que ocurrió el robo él estaba durmiendo y la ventana estaba cerrada. Torreira se despidió, agradeció el haberlo recibido y quedó en que, tal vez, lo volvería a visitar. El dueño de casa le dijo que a las órdenes, lo acompañó hasta la puerta y quedó observándolo desde la ventana.
El inspector Torreira se retiró conforme. Una entrevista con muchas puntas. Un hombre de buena presencia, afable, educado. Seguro de sí. Contestó las preguntas como si las hubiese estado esperando. Comenzó a atar cabos.
Ada Vega, edición 2020.
lunes, 4 de octubre de 2021
El fantasma de la calle Ariosto
El viento que esa noche soplaba desde la rambla silbó una funesta melodía entre los altos muros del presidio. Era invierno y amenazaba lluvia. Se apagaron las luces y el silencio cubrió los pabellones. Un sueño pesado y profundo mitigaba apenas tanta soledad y sufrimiento encerrados en el alma de aquellos hombres confinados. Dentro de la institución, los guardias dormitaban. Afuera, los guardias vigilaban. En la penumbra de la celda se animaron sombras que nadie vio, se arrastraron. Treparon.
Hacia la calle García Cortinas saltaron tres hombres.
El primero tras el revolcón corrió hacia la rambla y se perdió en la oscuridad. Detrás, el segundo se enredó al caer y al no lograr ponerse de pie, quedó inerte sobre la vereda. Saltó el tercero vio a su compañero caído, lo cargó sobre su hombro cruzó García Cortinas y entró en Ariosto.
Las luces del penal se encendieron. El penado que corría cargando a su compañero tuvo que decidir entre abandonarlo o ser apresados los dos. Mientras una lluvia inoportuna se descolgaba entorpeciendo la huida, se detuvo frente a una casa de techo a dos aguas con jardín al frente y abrió el portón. Recostado a la verja junto a unos arbustos dejó a su compañero, no sin antes advertirle que permaneciera oculto hasta que él viniera a buscarlo. Luego corrió por Parva Domus, hacia Boulevar.
Los silbatos y sirenas se multiplicaron. Los guardias empuñando sus armas corrían rastrillando el barrio. En la noche somnolienta de Punta Brava los ecos de los disparos retumbaban como truenos. En medio de la calle con los ojos fijos bajo la lluvia, quedó el penado que huía alcanzado por la balacera. Mientras confiado, el herido seguía esperando al amigo que prometió volver.
Nunca volvió. Sin embargo, el que sí volvió a aquella casa de la calle Ariosto fue Felisberto Hernández, quien en aquellos años vivía en el barrio. Cuentan, que el músico – escritor, y bohemio hombre de la noche, al volver a su casa esa madrugada, se encontró con el convicto y al comprobar que se encontraba herido, le brindó su ayuda. Compartió con él su cena y le dio una cama. Al otro día consiguió que un médico amigo atendiera la pierna fracturada.
Casi tres meses estuvo el penado compartiendo la casa de Felisberto, sin que nadie advirtiera su presencia. Hasta que una noche, ya completamente restablecido, vistiendo ropas del escritor, y después de abrazarlo, continuó la fuga que iniciara tres meses antes con dos compañeros de cautiverio.
Por aquellos años Punta Carretas tenía otra fisonomía. El propio penal le infundía al barrio un rasgo peculiar. Era entonces una zona muy tranquila, habitada en su mayoría por emigrantes y sus descendientes. Emigrantes que llegaban a nuestro país trayendo en las manos la diversidad de sus oficios que aquí desarrollaron como medio de vida. Entre ellos se encontraban sastres, peluqueros, carpinteros, zapateros y albañiles. Y también músicos, pintores y poetas. Pero fue el penal, aquel bloque austero y gris, quien le dio al barrio y a sus lugareños una vivencia especial. Precisamente en esos días cuando la fuga de los tres convictos, los vecinos de la calle Ariosto comenzaron a murmurar.
Primero una vecina dijo haber visto el fantasma de un penado en la misma puerta de la casa de Felisberto. Con su traje a rayas. Sí, —aseguró. Aunque en ese momento no se le dio demasiada importancia a lo dicho por la buena mujer pues, se adujo que, como era una señora de avanzada edad, podrían quizá ser solo divagues.
De todos modos, un tiempo después, cuando otro vecino del barrio afirmó que había visto un fantasma, en más de una oportunidad, recorrer la calle Ariosto, tuvieron que reconocer que la señora estaba en lo cierto.
Después de esta aseveración varios vecinos reconocieron que ellos también lo habían visto y afirmaron que dicho fantasma visitaba la cuadra y aunque nunca supieron quién era ni por qué venía, se acostumbraron a verlo. Durante mucho tiempo el espíritu del penado apareció frente a la casa de Felisberto. Algunos vecinos que lograron verlo de cerca comentaron que tenía un rictus de amargura en la boca y una mirada extraña.
En 21 de setiembre y Ellauri, donde hoy se encuentra Mc Donald´s, estaba entonces el Bar de Añón. Allí Felisberto Hernánez solía reunirse con amigos, en las escasas noches que sus múltiples ocupaciones se lo permitían. Una noche al pasar junto al reloj de La Curva se encontró de improviso con el prófugo que una noche cobijó en su casa y ambos se reconocieron. Entraron juntos al bar y al calor de una copa amiga recordaron viejos tiempos. El recién llegado quería saber qué había sido de sus dos compañeros de fuga. Felisberto le contó que al primero nunca lo encontraron y que el amigo que lo dejó en la entrada de su casa, no volvió a buscarlo porque le habían dado muerte apenas lo dejó. Que aunque él lo supo esa misma noche, prefirió no comentarlo. El epílogo de aquella aventura desconcertó al ex presidiario. Se sintió culpable del trágico fin de su amigo. Dedujo que el tiempo que perdió en ayudarlo le faltó para escapar y salvarse. Fue entonces que el músico- escritor le contó del fantasma, que desde aquellos días visitaba la cuadra. Le contó que aquel espíritu vestido como un penado, era sin dudas, el de su amigo que venía a cumplir la promesa que le hiciera cuando lo dejó. Y que posiblemente ahora —le dijo, que se enteraba de la verdad, podría al fin descansar en paz. Dicen que esa noche, en el bar de Añón, se despidieron por última vez y no volvieron a verse.
El ex presidiario salió atribulado del bar. Tomó por Ellauri y pasó por la puerta del penal de Punta Carretas dobló por García Cortinas, se demoró un momento en el lugar donde cayera años atrás, cruzó la calle y entró en Ariosto. Era noche cerrada y hacía frío. Al llegar a la casa donde su amigo lo dejara aquella noche, se detuvo, sintió en ese momento una presencia a su espalda y se volvió. Frente a él su viejo compañero de fuga, con su traje de presidiario, le sonreía. Intentó abrazarlo, pero el fantasma con los brazos extendidos hacia él se fue alejando hasta perderse en las sombras.
Nunca más vieron los vecinos, el espíritu del presidiario recorrer su calle. Nunca más su rictus de dolor y sufrimiento. Aquella noche, al fin, el fantasma de la calle Ariosto, se fue en paz, para no volver.
Ada Vega, edición 2003 -
domingo, 3 de octubre de 2021
Che mozo
Al enfrentarnos ni me miró. Si no le hablo y lo tomo de un brazo ni se hubiese enterado. Se sorprendió cuando detuve su paso y lo saludé .
—Hola, Tito. Se quedó mirándome.
Con el Bebe nos criamos en Punta Carretas, cuando en Punta Carretas había potreros, era considerado un barrio marginal y a mis primos de Pocitos no los dejaban venir a jugar a mi casa porque vivíamos frente a la Penitenciaría. El Bebe tiene unos años más que yo. Me acuerdo que corrían los años cuarenta, el mundo estaba en guerra y él se vestía como un dandy. Y yo, con mis largos recién estrenados, le envidiaba la pinta, la carpeta y aquel andar de rango que tenía al caminar.
De todos modos me fallaron los cálculos: la noche, y el misterio que encierra su bohemia, nunca la alcancé a vivir. Me casé a los veinte, antes de Maracaná, a las diez de la noche ya estaba roncando. Entraba a las seis de la mañana a la fábrica de vidrios que estaba en la calle Asamblea, entre El Buceo y Malvín. Iba en chiva a laburar. Mi mujer me acompañaba hasta la puerta, redonda la panza, esperando el primer hijo. Y un día, sin darme cuenta, entre pañales y sonajeros, me olvidé de mis sueños de compadrito. Mi vida tomó otro rumbo y aunque seguimos viviendo en el mismo barrio, con el Bebe, nos vemos muy de tanto en tanto.