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viernes, 22 de octubre de 2021

Vacaciones de enero

   

  
Parecía inevitable. Todos los años en los primeros días de diciembre, antes de terminar las clases de la escuela, mi madre y mi padre empezaban la misma discusión: dónde íbamos a pasar las vacaciones. Mamá comenzaba la polémica en cuanto mi padre dejaba sobre la mesa del comedor todo su equipo de pesca y se concentraba en revisarlo. Era el pie. Arremetía cautelosa pero tenaz.

—El verano pasado me prometiste que este año iríamos a Piriápolis.
—Mirá, Laurita, vos sabés que en Piriápolis se gasta mucho. Mejor vamos a Valizas. Es más barato para nosotros y más sano para los chiquilines. El agua tiene más yodo y el aire es más puro.
—Yo me aburro en Valizas. Sólo hay arena y agua. ¡Y ese viento!
—Podés ir al Chuy y comprar todo lo que necesites.
—Yo no necesito nada del Chuy. Tenemos suficientes sábanas y toallas y en la despensa todavía guardamos aceite y ticholos de hace dos años.

Imposible. No se ponían de acuerdo. Mi madre insistía en ir a Piriápolis porque allí pasaron su luna de miel y el balneario le encantó. Pero por una u otra causa nunca habían vuelto.
—Yo quiero volver a aquel hotel y pasear con los chiquilines por donde paseábamos nosotros. ¡Vos me lo prometiste!
Mi padre, entusiasmado con las cañas y los anzuelos, no le prestaba mucha atención. De todos modos, cuando mi madre arreciaba con su deseo de revivir aquellos días de luna de miel, abandonaba por un momento su tarea y con sus brazos le rodeaba la cintura.

—Mi amor, no necesitamos ir a Piriápolis para rememorar nuestra luna de miel. La luna de Valizas es también muy romántica y se refleja como una moneda de plata sobre el negro manto del océano.
Poeta y pico mi padre. Cuando había que serlo. 
Entonces la besaba y, creyendo que ponía fin al debate, seguía ordenando los anzuelos. Su pasión era veranear en un lugar solitario. Con todo el mar sólo para él; enfrentando el oleaje que lo golpeaba con furia como si quisiera echarlo de sus dominios.

Mi madre, en cambio, prefería hacer sociabilidad. Variar sus conjuntos de ropa y por las noches salir juntos a cenar y a bailar. Eran los dos polos. Por lo menos para elegir donde pasar las vacaciones que siempre las determinó mi padre, pues, aunque todos los años le prometía que las próximas serían en Piriápolis, esas vacaciones no llegaron nunca. De todos modos, ella insistía:

—Los chiquilines pasarían mejor en Piriápolis. Hay muchos lugares para visitar, andarían en bicicleta y la playa no es tan peligrosa.
Y papá hacía cintura:
—Yo no quiero salir de una ciudad y meterme en otra. Quiero unos días de paz y tranquilidad. Necesito descansar, Laura. Entendeme.
—¡Pero aquello es más que tranquilo! ¡Es un desierto de arena agreste y salvaje! ¡Si hasta da la impresión de que en cualquier momento vamos a estar rodeados de charrúas!

Total, perdido por perdido, un poco de sarcasmo no venía mal. De más está decir que ese año, como los anteriores, terminamos los cuatro en Valizas. Pero fue el último. El último verano que pasamos juntos.
Valizas, es una de las playas más hermosas al este de nuestro país. Agreste, sí, pero con enormes arenales de arena blanca y fina salpicados de palmeras Butiá, a cuyas orillas ruge el Océano Atlántico.

En aquellos años había en el paraje un pequeño pueblo de pescadores, con ranchos de techos quinchados y paredes de paja, y tres o cuatro casitas modestas, distribuidas aquí y allá entre las dunas. Una de ellas la había hecho mi padre con unos amigos para, justamente, ir en vacaciones a pasar unos días. 
Tenía un viejo Ford, que cargaba con algunas cosas personales, sus cañas y sus anzuelos y en las vacaciones de enero enderezaba rumbo al balneario.

En los primeros años de casados mamá se quedaba con nosotros, que recién empezamos a ir cuando cumplimos tres y cuatro años. Creo que fue durante nuestro primer veraneo cuando supe que Fede y yo éramos un casal. Eso le oí decir a un compañero de papá, la tarde que nos conoció. 
Aquellos fueron buenos tiempos. Un año las discusiones comenzaron mucho antes. Como a principios de octubre. La discusión sonaba distinta. Como siempre la que se quejaba era mi madre.

—Vos sos un sinvergüenza. ¡Con esa mosquita muerta!
—Estás loca, ¿qué decís? ¿qué te contaron?
—No me contaron nada. ¡Yo los vi!
—Vos tenés que estar mal de la cabeza. ¿ Qué viste?
—No te hagas el inocente, yo te vi con esa mosquita muerta, ¡no soy ciega ni estúpida.

Tampoco esa vez lograron ponerse de acuerdo. Hasta que un buen día dejaron de discutir. No se hablaron más. Y una tarde, ya casi al final de la primavera, mi padre cargó sus cosas en el viejo Ford y se fue con esa “mosquita muerta”.
Nos quedamos sin padre, sin auto y sin vacaciones.
En los años que siguieron veíamos regularmente a papá que un día, sin más trámite, nos comunicó que se casaba. No le dijimos nada a mamá: que igual se enteró. 

Nunca pisamos la casa de papá. Mientras fuimos chicos él venía a vernos. Cuando fuimos más grandes íbamos nosotros a verlo al Banco donde trabajaba, para su cumpleaños y para Navidad. También algunas veces fue a esperarnos al liceo, nos llevaba a comer algo, dábamos una vuelta en el auto y nos dejaba en la puerta de casa. Después, no recuerdo cuando, ni en qué momento, poco a poco nos dejamos de ver.

Un verano mamá nos anunció que había reservado alojamiento en un hotel de Piriápolis, para pasar juntos las vacaciones de enero. Con nosotros iba también una amiga de ella. El hotel quedaba a dos cuadras de la rambla. Fueron unas vacaciones inolvidables. Subimos al Cerro del Toro, al de San Antonio, comimos los famosos mejillones de Don Pepe, y nos bañamos en las verdes aguas de Piriápolis.

Una tarde salimos con Fede a pasear en bicicleta junto con unos amigos y en el jardín de una casa, un poco retirada de la rambla, vimos a papá conversando con su esposa. Ella no parecía “una mosquita muerta”, era una señora como cualquier señora, con el físico parecido al de mamá y un rostro agradable. Fede y yo no lo comentamos hasta que estuvimos solos, preocupados porque mamá también los viera alguna de esas tardes en que salía a pasear con su amiga. Así que desde ese momento las empezamos a cuidar. 

Averiguábamos a dónde iban y por qué camino. Hasta que una tarde, del modo más inesperado, nos cruzamos los cinco por la rambla. La amiga de mamá estaba en la peluquería y habíamos salido los tres a tomar un helado.
Yo iba del brazo de mamá y Fede, que ya la pasaba casi una cabeza de altura, le apoyaba su brazo sobre los hombros. Mamá hizo una broma y Fede le dio un beso. Justo en ese momento nos cruzamos con papá y su esposa. 

Ella, sin advertir nuestra presencia, siguió caminando. Él se entre paró, abrió la boca para saludar o decirnos algo, pero no dijo nada. Me miró a mí, a Fede, a mamá. Se le llenaron los ojos con nuestra imagen. A mí me hubiese gustado saludarlo y hablar con él. Hasta extendí una mano para tocarlo. Pero al verlo titubear, no me animé. Sólo le dije: chau. Y seguí caminando. 

Nunca pude descifrar lo que pasó en aquel momento por el semblante de mi padre: ¿dolor, asombro, ansiedad, alegría? Nunca pude descifrarlo, pero me dolió su reacción. Aún me parece verlo en la rambla con todo aquel mar a su espalda, mirando sorprendido el paso de aquella familia que un día formó, luego abandonó y en aquel momento veía pasar a su lado como ante un extraño.

Para mamá el impacto no fue tan grande. Si bien nunca había dejado de imaginar su regreso, estaba empezando a convencerse de que él nunca volvería con nosotros. Nos sonrió, quedó un momento pensativa y luego dijo:
—Al fin papá vino de vacaciones a Piriápolis.

Mientras la tarde moría en un cielo celeste y rosa de enero, y nos alejábamos caminando por la rambla, yo pensé en Valizas. En Fede y en mí corriendo por los arenales. En mamá, con el cabello al viento, descalza, en la orilla, mirando el mar. En papá colocando dos, tres cuatro cañas en hilera, revisando las tanzas, curtido de sol y arena. Feliz. Siempre los recuerdo bañándose juntos en el mar, abrazados, o besándose bajo la redonda luna de Valizas, que según mi padre: es muy romántica. 

Mamá nunca volvió a casarse. Estuvo siempre alrededor nuestro. En este momento me mira distraída, ajena por completo a lo que escribo, sentada frente a la tele. En sus brazos, cansado de corretear, se ha dormido Darío, mi hijo menor.
En fin, ya llega enero, es tiempo de empezar los preparativos. En pocos días Fede, su esposa y sus hijos, yo, mi esposo, mis hijos y mamá, con los autos abarrotados de cañas, riles y cajas con anzuelos, nos vamos de vacaciones.
¿Qué adónde vamos? ¡ A Valizas!... ¿Dónde, si no?

Ada Vega. edición 2002 

No vayas al cielo

 



Iban por la calle larga a los manotazos. Reían como dos necios mientras pateaban una maltrecha botella de plástico. Fumaban un porro a medias y cantaban: “...porque en el cielo no hay vino ni cerveza, no hay milanesas, no hay pizza y ni café. Porque en el cielo no hay plantitas verdes, no hay tortas fritas, no hay coca ni hojillas...” .  Ajeno, el sol continuaba su lento vagar hacia el oeste, mientras las primeras sombras dibujaban un incierto atardecer. Con los vaqueros desflecados tajeados en las rodillas, y sendas camisetas negras que lucían sobre el pecho las caras enajenadas de alguna banda de metal, los dos muchachos recorrían las calles en busca de lo que pudiera acontecer.


El Pelado y el Chifle eran dos hermanos nacidos en un barrio de “zona roja”. Ladrones sin prestigio, oportunistas natos, se encontraban sin embargo limpios ante la ley. Y aunque robaban desde que tenían memoria, carecían de antecedentes que los involucraran en delitos primarios, y sus drásticas consecuencias. Inconscientes por herencia directa, vivían la vida al mango.

Despreocupados, sin importarles el presente ni el futuro, tomaban de la vida lo que la vida les ofrecía a su paso, y lo que no. Acérrimos desconocedores de todo límite, no entendieron nunca que lo ajeno es ajeno, que los derechos de unos terminan donde empiezan los derechos de los otros, y que existen leyes que se hicieron para cumplirlas. Repobres de la más lunga estirpe orillera, aprendieron de muy chiquitos, casi al largarse a caminar, que los dolores que les retorcían las tripas los causa el hambre, y los calma el mendigar primero y el robar después.

Así, salían por las mañanas junto a la madre, con otro más pequeño en brazos, a extender las manitas sucias —los pelos revueltos y las caritas moquientas—, a cuanto transeúnte pasara a su lado; algunos presurosos, que sin mirarlos siquiera seguían de largo, otros que sin detenerse dejaban algunas monedas que la madre iba juntando para comprar el pan, primero, y si alcanzaba, la leche.

Desayunaban una fruta que algún puestero les alcanzaba o los bizcochos de ayer de alguna panadería que encontraban al paso y recorrían la ciudad, un día y otro, para regresar al atardecer muertos de sueño y cansancio.

Y de un saque, un día, se les fue la infancia. Sin reyes magos, sin escuela ni educación. Y la pujante adolescencia, al abrirse paso, los dio de narices con la globalización, el neoliberalismo y el “sálvese quien pueda”. Se enteraron que para intentar conseguir trabajo es necesario poseer un brillante “curriculum vitae” que te permita, por lo menos, competir. Que si no sabés inglés no existís y si te quedaste en el Windows, estás muerto. Que los “canillas” y los lustrabotas pertenecen al pasado. Que las fábricas desaparecieron y la construcción es una utopía. ¿Y entonces...?

Subieron el repecho hasta el almacén de don Flores y al iniciar la bajada lo vieron. El hombre venía remando por la calle empinada, parado en los pedales de su bicicleta. Sofocado. Los muchachos se miraron. Se abrieron para darle paso por entremedio de los dos. Al llegar junto a ellos lo tiraron al suelo, le robaron unos pocos pesos y se fueron calle abajo, montados los dos en la bicicleta, orgullosos por “la hazaña” que acababan de realizar.

Aunque se hicieron apuestas, no llegamos a saber si fueron cinco , o diez, o tan sólo tres, los minutos que corrieron, antes de que al primer automóvil que pasara por el almacén de don Flores, subiera el dueño de la bicicleta y alcanzara en un santiamén a los dos muchachos. Lo que siguió después se sabe: denuncia, policía, comisaría y juez. De ahí al Comcar y seis años por rapiña, fue solamente el principio.

La luna asomada entre los barrotes, iluminaba la soga a cuyo extremo se balanceaba inerte, el cuerpo del muchacho. El pabellón estaba en silencio. Los guardias nunca supieron. Mientras la noche testigo, bostezaba su indiferencia sobre los altos muros, los presos, victimarios-víctimas, dormían sueños torturados. Solo, en la celda contigua, el hermano cantaba: “... porque en el Cielo no hay vino ni cerveza, no hay milanesas, no hay pizza ni café... Porque en el Cielo no hay plantitas verdes, no hay tortas fritas, no hay coca, ni hojillas...”


Ada Vega, edición 1998 -


miércoles, 20 de octubre de 2021

Los hermanos Belafonte

   






Nadie, de quienes conocieron a los hermanos Aldo y Giuliano Belafonte, podía creer que aquellos dos eran mellizos. No se parecían en su complexión ni en su temperamento. Mientras crecían fueron, entre los vecinos, un tema casi obligado. Después, al correr el tiempo, fueron historia. 

Cuando eran niños había en el barrio un cuadro de fútbol, los domingos armaban partido con los botijas del Barrio Jardín. De puntero derecho jugaba Giuliano, el más chico de los mellizos. Al Aldo nunca le gustó el fútbol, jugaba al básquet en la cancha de los curas.

De entreala derecho jugaba Joselo Torreira, el hijo del gallego que tenía una carnicería en la curva y que, cuando jugaban a los policías y ladrones siempre quería ser el comisario. Con los años Joselo se vio realizado y llegó a ser un inspector de policía muy respetado; trabajaba en la Jefatura de Policía de Montevideo donde tenía una oficina algo venida a menos, pero privada. Cuando sucedieron los crímenes, más que nada por intuición, fue él quien develó el misterio. Vaya a saber cual fue el móvil que lo indujo a traer de los pelos, el recuerdo de los hermanos Belafonte.

Aldo era el mayor de los mellizos, aventajaba a Giuliano en escasos veintisiete minutos. Se comentaba que cuando nació, como Giuliano demoraba en hacer su aparición, se puso a llorar a gritos hasta que el mellizo asomó la cabeza. Por lo tanto, desde el momento de su llegada al mundo, quedó clarísimo que estarían íntimamente unidos como si fuesen la cara y la cruz de una misma moneda.
A medida que fueron creciendo, la diferencia física entre los dos se hizo cada vez más evidente. También se hizo evidente la arraigada hermandad que los unía y quién, entre los dos, llevaría la voz cantante.

 Próximo a cumplir los seis años los padres de los mellizos decidieron, de común acuerdo, enviarlos a escuelas distintas a fin de que, separados, pudiesen desarrollar mejor sus propias personalidades.
Giuliano fue buen estudiante en primaria y secundaria y ya ingresado a la universidad optó por la abogacía. Aldo pasó la escuela sin pena ni gloria, cursó el liceo entre rabonas y pillerías y le dedicó más años de los normales a las Ciencias Económicas.

Pese a las diferencias de los dos hermanos, como la mayoría de los mellizos gemelos, solían usar como aquellos la vieja travesura de hacerse pasar el uno por el otro. Con la particularidad de que los mellizos Belafonte se hacían pasar por ellos mismos, creando un doble de cada uno. Patraña que había inventado Aldo y que usaron los muchachos, más de una vez, en los primeros años de estudiantes como una aventura sin consecuencias, pero que perduró en Aldo como un resabio de su juventud irreflexiva.

Los años y sus propias actividades fueron separando las vidas de los mellizos. Giuliano que siempre exteriorizó una personalidad diferente a la de su hermano, trató de poner distancia entre los dos. Un día decidió irse del país a recorrer el mundo. Vivió unos años en Europa para afincarse luego en el Cairo.
Mientras tanto Aldo, empleado en una financiera como contador, seguía perfeccionando su otro yo que aparecía cada tanto entre sus conocidos como el hermano mellizo. Solía, por lo tanto, vestirse, peinarse, caminar y hablar de manera distinta a su modo habitual, llegando a crear un personaje que llegó a recorrer las calles y comercios de Montevideo, como si fuese realmente su hermano gemelo.

Esa creatividad, que comenzó como una simple diversión, pasó a ser primordial el día que Aldo comenzó a planear el primer crimen. Que, aunque lo fue preparando minuciosamente hasta en los más pequeños detalles dejó, tal vez, el más importante por el camino.
Una noche, jugando el juego del otro yo, se vistió y se peinó como su hermano mellizo y concurrió a una cena donde había sido invitado. A nadie le llamó la atención la presencia de Giuliano pues varias personas ya lo habían visto antes y sabían además que Aldo tenía un hermano mellizo.

Fue en esa cena que el seudo Giuliano conoció a Clara Gabaran una mujer muy interesante casada con un francés llamado Bastian Hardoy, un hombre de mucho dinero con quien comenzó, al poco tiempo, una relación amorosa. Relación que fue cobrando fuerza principalmente del lado de “Giuliano” quien terminó enamorándose perdidamente al punto de no lograr controlar los celos que comenzaron a atormentarlo. De modo que en cada encuentro de la pareja se fue haciendo más obsesivo el pedido del hombre hacia la mujer, para que dejara a su marido y se fuera a vivir con él. Algo que nunca prosperó, debido a que el amor de ella no era tan contundente como el joven suponía ni él podía darle la vida que ella llevaba junto a su marido.

Aldo cayó entonces en la cuenta de que sólo si Bastian no existiera, aquella mujer podría seguir siendo suya. Fue en esos días que comenzó a maquinar la muerte del esposo de su amante, involucrando para ello a su doble con el fin de cubrirse por si alguna persona lo veía merodeando por el barrio. Durante días y días estudió las entradas y salidas del Sr. Hardoy desde su casa hacia la empresa, así como la hora en que retornaba al hogar. Elaboró un esquema con mucha precisión y una noche, cuando estuvo seguro y decidido, se vistió como Giuliano, su hermano mellizo, y fue a esperar a su víctima a la entrada del garaje de su casa donde Bastian Hardoy acostumbraba a dejar el auto.

Desde la violenta muerte del empresario en la puerta de su casa por un desconocido, que tras apuñalarlo huyó sin dejar rastro, Clara tuvo la percepción de que el autor del homicidio había sido el mellizo de Aldo. No lo dijo a la policía. Antes quería verlo. Estar segura. Mientras tanto comenzaron las indagaciones. Era aquel un crimen extraño. No hubo intento de robo. Nadie vio ni oyó nada. El hombre no tenía enemigos. Aparentemente a nadie le beneficiaba su muerte.

En los días que siguieron muchas personas, por distintos motivos, visitaron la casa de la señora Clara Gabaran de Hardoy: abogados, gente de la empresa, de seguros, conocidos que se enteraron tarde, algún pariente en visita de duelo. Entre esa gente Clara citó a Giuliano. Cuando estuvieron solos lo acusó de la muerte de su marido y le dijo que lo iba a denunciar. Él lo negó, con una seguridad determinante. Dijo que esa noche había estado en el estadio y que tenía testigos. Ella no quedó muy segura. Esa misma semana quedaron de verse en un hotel céntrico, donde solían encontrarse .

Para Aldo, fue una sorpresa que Clara desconfiara de Giuliano. No se le había ocurrido que tal cosa pudiera suceder. De modo que concurrió al hotel con una idea formalizada. Clara volvió a increparle la muerte de su marido. Y Giuliano entendió que si Clara lo mencionaba, la policía se daría cuenta del doble juego y que el único que se beneficiaba con la muerte del empresario era él. No tuvo alternativa. Se vio obligado a tirarla por la ventana del décimo sexto piso.

A la mañana siguiente, enterados en Jefatura del discutible suicidio de la viuda de Hardoy, y ante la notoria comprobación de que quedaban muchos cabos sin atar decidieron, de una vez por todas, llamar al brillante inspector Joselo Torreira para que se hiciera cargo del caso, antes de que siguieran apareciendo muertos.
El inspector Torreira se llevó el sumario y pidió que por unos días detuvieran las indagaciones. Necesitaba esos día para mover algunas piezas que la intervención policial podía llegar a entorpecer. Ya concentrado en la causa intentó averiguar quien visitaba a la señora de la casa. 

Nadie, ningún hombre visitaba a la señora. ¿Llamadas telefónicas? Sí, una vez la empleada de limpieza la oyó hablar por teléfono con alguien a quien llamó: Giuliano. No, no sabían quién era. Visitó el hotel donde la joven mujer cometió posible suicidio. Allí le informaron que la señora solía encontrarse con un hombre. Llegaba sola y se iba sola. ¿Qué fisonomía tenía el hombre? El hombre tendría, tal vez, cuarenta años, alto, de cabello y ojos oscuros. No supieron dar más datos. Una amiga dijo que una vez Clara le comentó que había conocido a un hombre que tenía un hermano mellizo. ¿Cómo se llamaba? No recordaba si Clara se lo había mencionado.

Giuliano — quedó pensando el entreala derecho. Y su sagacidad le trajo a la memoria a los mellizos Belafonte. Giuliano era bajo, rubio y de ojos claros. Aldo. Aldo, el hermano mellizo tenía el pelo y los ojos oscuros. Aldo Belafonte, el basquetbolista del cuadro de los curas. ¿Qué fue de Giuliano? Tengo que encontrar a Giuliano Belafonte —se dijo.

El inspector Torreira volvió al barrio de su niñez a recabar datos. Aldo era contador, trabajaba en una empresa. No sabían en qué empresa. No, no se habían casado. Ninguno de los dos hermanos se había casado. Giuliano se había ido del país hacía más de veinte años. Tenían entendido que vivía en El Cairo. Alguna vez le escribió a una novia que tuvo cuando estaba en la universidad. Sí, la joven vivía acá. No, ya no vive más, se casó hace mucho tiempo y se fue del barrio. Creen que vive por Malvín. ¿Más datos? Dos cuadras más abajo, frente a la escuela, viven unos parientes de ella.

El inspector Torreira consiguió la dirección de Giuliano Belafonte en el Cairo. Conseguir la dirección de la empresa y el domicilio particular del contador Aldo Belafonte, en Montevideo, fue sencillo. De modo que organizó de inmediato su viaje al Cairo. Si su razonamiento no le fallaba Aldo estaría viajando a Egipto en los próximos días. Debía encontrar a Giuliano antes que lo encontrara su hermano.

El mutismo de la investigación policial comenzó a preocupar a Aldo. Las autoridades no podían haber abandonado las pesquisas tan pronto y sin motivo aparente. Algo estaba sucediendo. Por terceros se enteró de que el caso Hardoy había sido entregado al inspector Joselo Torreira. Tenía pues que obrar con suma rapidez. Joselo no podía encontrar al verdadero Giuliano. Encontrarlo significaba tener casi resuelto el doble crimen. Su hermano tenía que desaparecer. Con el fin de eliminarlo, apenas tuviera la documentación en regla, viajaría a Egipto.

Al Salam, es un suburbio de El Cairo rodeado de marginalidad. Állí, hace más de quince años, vive Giuliano Belafonte. Mimetizado con el lugar, las costumbres y los valores del Islam, se dedica a enseñar artesanías a los niños de la calle.
La mezquita había llamado a oración cuando aquella tarde Giuliano vio subir, por la callecita quebrada que llega hasta su casa, la figura de aquel extranjero.
Antes de llegar, el extraño preguntó: ¿Giuliano Belafonte? Así me llamo, le contestaron desde la casa, ¿quién pregunta? Joselo, Joselo Torreira, le contestó el inspector de policía.

Torreira se quedó un día con Giuliano. Antes de volver envió la orden de captura de Aldo Belafonte, acusado de doble crimen. El contador, tenía varios detalles que aclarar ante la Justicia. Aldo fue detenido por la Policía del Aeropuerto de Montevideo, cuando intentaba abordar el avión que lo llevaría a la República Árabe de Egipto.

Ada Vega, edición 2010 -  

viernes, 15 de octubre de 2021

Si vuelvo alguna vez

 


Cuando tuve el primer síntoma no dije nada en casa. Esperé la evolución. Necesitaba estar segura para saber después a qué atenerme. No pensaba, en aquel momento, considerar con los míos un suceso que solo a mí me afectaba. No fue por temor o egoísmo. Creo que fue simplemente para preservar mi intimidad de alusiones compasivas, aunque estas fuesen vertidas por familiares muy queridos. Creía que encontrarme padeciendo un trastorno en mi salud, no era mérito para involucrarlos en una conversación que los alarmaría. Pues comentar el caso no traería alivio para mí y sí, preocupación o angustia para ellos. Además, para qué. Estaban tan acostumbrados a saberme sana que lo más probable sería que no le otorgaran, a mi enfermedad, la importancia que debían. Podrían pensar, tal vez, que mi malestar era causado por una gripe que, al fin, me daba por primera vez. Mi familia con respecto a mi persona fue siempre algo apática. No por falta de cariño, sino por haberse creído la fábula de que era yo una supermamá. Claro que la culpa de que pensaran así, fue mía. Aparte de haber sido muy sana nunca me quejé de dolores que sí, los tuve; ni hice cama por fiebres, ni gripes, ni reumas, ni ataques al hígado. La familia fue siempre mi prioridad: mi esposo que trabajaba mucho y mis hijos que crecían, estudiaban y comenzaban a irse de casa. Mi quehacer con ellos fue full time. Siempre estuve a la orden. Ahora que todo pasó, me doy cuenta de que no hice nada de provecho con mi vida. Ni maestra fui, que era la carrera mejor vista que hacían las jóvenes, en aquellos años. Solo mi madre reparó que mi destino se encaminaba por su mismo rumbo. Por lo tanto, trató de evitarlo y para ello, solía ponerme de ejemplo a su amiga Elena. Fui a ver al médico y le expliqué lo que me sucedía, con la casi seguridad de conocer el dictamen. Él me miró, me escuchó con mucha atención y después de examinarme y hacerme algunas preguntas me dio pase para el oncólogo. Conseguí número para la semana entrante y fui a verlo. Era un médico muy mayor, de pocas palabras. Pronunció las necesarias al entregarme una orden para una serie de estudios con fecha urgente. Cuando tendió su mano para despedirse dijo.
—Véame en cuanto los estudios estén prontos. La primera en irse de casa fue Laurita. Había terminado la Licenciatura en Letras en la Facultad de Humanidades, y quería ser escritora. De manera que con ese propósito se fue a vivir con su novio a un departamento del Centro. Desde pequeña Laurita supo que se dedicaría a las letras. Tenía en su haber todos los condimentos necesarios para lograrlo. Era una joven alegre, curiosa y apasionada. Mentía con la habilidad del más encumbrado escritor. Y lo hacía con tanta naturalidad que hasta ella misma creía sus propios embustes. No podía fracasar. Mamá y su amiga Elena crecieron en un barrio de las afueras de la ciudad. Fueron amigas desde niñas, hicieron juntas la escuela y el liceo. Mi madre se enamoró antes de terminar la secundaria. Cuando apenas cumplidos los veinte años contrajo matrimonio, Elena ya estaba en la Facultad de Medicina. Años después, ante de volar a Europa en el viaje de egresados, fue a despedirse de mamá que ya tenía tres hijos, dos gatos y un perro. Los estudios que mandó hacer el oncólogo confirmaron mi vaticinio. Me explicó que en lo inmediato iba a solicitar una consulta con un patólogo, para obtener un diagnóstico definitivo sobre el pronóstico y la selección del tratamiento. Por lo tanto, me realizaron una biopsia para que el facultativo estudiara el tejido y las células en su microscopio. Después se fue Analía. Analía era la mayor de los tres. Trabajaba como analista de sistema en una financiera. Fue, de mis hijos, la más aplicada. La más responsable. Se casó con un compañero de trabajo hecho a su medida: trabajador, serio y con un futuro planificado de ante mano con el cual armonizaban los dos. Se compraron primero el auto, después la casa, luego viajaron a Europa y por último tuvieron los hijos. Fue la única que se vistió de novia y se casó por la iglesia en una boda de campanillas. Elena volvió de Europa a los seis meses. La primera visita fue para mamá, le llevó de regalo una blusa de Florencia y perfumes de París. En esos meses se había convertido en una mujer elegante y sofisticada. Aunque comenzó a trabajar, siguió estudiando para especializarse en neurología. Para entonces mamá estaba embarazada de su cuarto hijo y había agregado a sus quehaceres, el cuidado del jardín que mantenía todo el año con flores y el de un jaulón lleno de pájaros que tenía mi padre y que ella sufría: no toleraba ver pájaros enjaulados. El resultado de la biopsia, que envió el médico patólogo, confirmó lo que el oncólogo y yo presumíamos. Antes de dar comienzo al tratamiento, que era un tanto largo y con medicación agresiva, el doctor quiso hablar con algún miembro de mi familia. Yo me opuse. Le dije que por el momento, mientras no fuese necesario, prefería que nadie se enterara de mi enfermedad. Ya habría tiempo más adelante. Jorge demoró más en abandonar la casa. Con el padre llegamos a pensar que nunca nos dejaría. Era ingeniero, oficial de la Marina Mercante, y pasaba la mayor parte del año embarcado. A la vuelta de cada viaje se quedaba con nosotros hasta que volvía a partir. Nos habíamos acostumbrado a su alternada compañía, cuando un buen día conoció a una chica que lo trastornó y antes del año, anunció su casamiento. El matrimonio se llevó a cabo una mañana en el Registro Civil. Concluido el mismo, con amigos y familiares compartimos un almuerzo en un restaurante céntrico. De allí se despidieron y se fueron de luna de miel. Mi madre tuvo cinco hijos, tenía cincuenta y pocos años cuando falleció papá. Lo primero que hizo cuando quedó sola fue abrir la puerta del jaulón y soltar los pájaros. Muchos salieron a volar enloquecidos, otros no se animaron y aún con la puerta abierta prefirieron quedarse al amparo. Algunos alcanzaron los tallos más bajos de los árboles y de a poco, volando de rama en rama fueron calentando las alas hasta que al fin se fueron y no volvimos a verlos. Pero otros muchos, sin experiencia, sucumbieron. No estaban acostumbrados a volar. Intentaron vuelos cortos y quedaron por allí, entre las plantas, sobre el muro, cansados, desorientados. No les dieron las alas. Y pese a los gritos de mi madre y a los ladridos del perro, los gatos los alcanzaron. Pobre mamá, ese dolor la acompañó siempre. Ella entendió demasiado tarde. Y nosotros aprendimos que existen los pájaros jauleros. Y existen los otros. Al principio la medicación era muy suave. Tolerable. El doctor pensaba abarcar todos los tratamientos posibles, antes de ir a la intervención quirúrgica en la que no confiaba demasiado. Pero yo comencé con mareos y pérdida de equilibrio, por lo tanto, decidió no esperar más. Ese mismo día, cuando fui a verlo, también me vio el cirujano. De manera que decidí hablar con mi familia. Reunirlos a todos no fue fácil. Cuando no era uno, era otro, que por distintas causas no podía venir. Al fin, después de idas y venidas, logré reunirlos. De los cinco hijos que tuvo mi madre, dos se radicaron fuera del país. Los otros tres nunca dejamos la ciudad. Murió de casi ochenta años. Los últimos los vivió sola en aquella casa donde de recién casada cultivaba un jardín. Su amiga Elena, la neuróloga, murió el mismo año. Nunca se casó ni tuvo hijos. Consagró la vida a su profesión. Murió unos meses después que mamá. Fueron amigas, hasta el fin de sus días. Mi esposo sabía que estaba enferma, que de algo me estaba tratando. No sabía bien de qué. Nunca le di muchas explicaciones. Mis hijos pusieron un poco en duda la historia de mi mentada enfermedad. Creyeron que el malestar que mencionaba era causado por desajustes propios de la edad. Tienes que cuidarte mamá. Ahora están solos, no trabajes demasiado. Hagan alguna excursión, váyanse de viaje a alguna parte. No tienes mala cara mami, te vemos bien. —El doctor tiene interés, a la brevedad, en hablar con alguno de ustedes —arriesgué durante la conversación. —Voy yo —se apresuró a decir mi esposo. —Analía —recuerdo que dije—, me gustaría que acompañaras a papá. —Sí, claro —me contestó—, mañana y pasado no puedo, ¿puede ser la semana próxima? No entendió que era urgente. Antepuso un par de asuntos suyos a la visita que pedía el doctor. Preferí no insistir. Mi esposo de golpe comprendió todo. Lo hablamos cuando se fueron y nos quedamos solos. Le pedí que me ayudara a pasar el trance. Laurita me atravesó con sus ojos de escritora que ve más allá, que todo lo sabe o lo presume. No necesitó decirme nada. La miré, y fuimos cómplices. Jorge asimiló el golpe lo mejor que pudo. Me miró como miran los varones a las madres, cuando tienen miedo. Mi fingida serenidad dio un respiro a su inquietud. Después, todo pasó tan rápido que aún me parece un sueño terrenal. No llegué a conocer a mis nietos. Si vuelvo alguna vez, me gustaría ser maestra. Ada Vega, edición 2009-

jueves, 14 de octubre de 2021

El canto de la sirena

 



   Las muchachas  que toman sol en La Estacada, se burlan de mí. Piensan que soy un viejo loco. Ellas no saben. Se ríen porque vengo a la playa de noche después que todos se van y me quedo hasta la madrugada, antes que ilumine el sol. Por eso creen que estoy loco.

No saben que hace muchos años en esta playa dejé mi mejor sueño. Que en estas aguas dejé una noche  mi máxima creación. Porque no saben que por las noches, ella viene a buscarme.

Tenía veinte años y en mis manos todo el misterio y la magia. Y la pasión y la creatividad de los grandes. De aquellos que fueron. De los escultores que a martillo y cincel, lograron liberar las formas más bellas apresadas en lo más profundo de la roca.

 Entonces era un estudiante de Bellas Artes seducido por la ciencia de esculpir la piedra. Fueron felices aquellos años. Había venido a la capital desde un pueblo del interior lleno de sueños y de proyectos.

Recién llegado  fui a vivir en un  altillo, en la calle Guipúzcoa, con una ventana que daba al mar. Era mi bastión, mi taller, mi mundo. Trabajaba con ahínco empeñado en aprender, en superarme. Por las noches en la penumbra de mi  habitación, exaltado por lo desconocido, comulgaba en una suerte de brujería con los antiguos maestros  del cincel. En extraño éxtasis, impulsado por no sé qué fuerza, les pedía ayuda, sensibilidad, luz. Y ellos venían a mí. Soplaban mis manos y mi corazón y era yo,  por el resto de la noche, un maestro más. Nunca hablé de mis tratos ocultos con el más allá, sólo hoy lo confieso porque quiero contarles la historia de la sirena.

Una de esas noches agoreras, tocado por la luz de la hechicería, comencé mi obra máxima. Golpe a golpe, trozo a trozo hacia el corazón de la piedra, fui abriéndole paso a mi sirena. Una bellísima sirena de cabellos largos, de senos perfectos y hermosas manos, que me miraba con sus ojos sin luz.

Cautivado por su belleza trabajé varios meses sin descanso cincelando su cuerpo en soledad.  Nunca la mostré. Nadie la vio jamás. Y me enamoré. Había nacido de mis manos, me pertenecía. En mi entusiasmo juvenil llegué a soñar con que un día sus ojos se llenarían de luz y se mirarían en los míos, correspondiendo a mi amor . Pero era sólo un sueño ajeno a la realidad, que nunca dejé de soñar.

 Pasaron los años y me convertí en un escultor de renombre. Viajé por el mundo, pero siempre conservé mi taller de los días de estudiante. Allí volvía al regresar de cada viaje. Allí me esperaba mi amor eterno y fiel. 

Un atardecer, en busca de tranquilidad y silencio, fui a refugiarme en el viejo altillo. La sirena frente a la ventana presentía el mar. Me acerqué a ella y acaricié su rostro. Una lágrima corrió por su mejilla. Recién comprendí que estaba muy sola. Que ansiaba el mar. Su espacio. No pude ignorar la tristeza de sus ojos ciegos. Esa noche la tomé en mis brazos y renunciando a mi amor, la traje hasta la playa. Caminé internándome cada vez más en nuestro río como mar, mientras oía el susurro de las olas que me alertaban sobre no sé qué extrañas historias de amor. Me negué a escuchar y seguí, mar adentro,  con mi amorosa  carga. De pronto, casi al perder pie, la sirena fijó un instante en mí sus almendrados ojos y escapando de mis  brazos se sumergió feliz, invitándome a seguirla con el magnetismo de su canto. Dudé y ante la magia y el misterio prevaleció en mí la cordura. Volví a la playa y me senté en las rocas mientras la observaba nadar dichosa y alejarse. Hasta que al rayar el alba desapareció.

Desde aquellos tiempos han pasado muchos años. Nunca la olvidé ni dejé de amarla. Ahora vivo en un edificio muy alto frente al río. Tengo la cabeza blanca y las manos cansadas y torpes. El taller de la calle Guipúzcoa ya no existe. Aquellos años de estudiante quedaron en el recuerdo.

Pero a veces por las noches,  cuando me encuentro solo, siento renacer en mí el fervor de mis años jóvenes. Vuelvo a vivir aquel amor que no  quiso llevarme a la locura, entonces cruzo la rambla y vengo a La Estacada. Me siento en las rocas a mirar el mar. Sé que mi sirena viene por mí.

La oigo cantar, llamándome.


Ada Vega, edición 2000 -  

domingo, 10 de octubre de 2021

Los pumas del Arequita

      


Hace muchos años en las sierras del Uruguay moraban los pumas. Cuando nuestra tierra, habitada por los indígenas, era libre, virgen y salvaje. Después vinieron los colonizadores. Impusieron sus leyes, sus costumbres y religiones, y un día,  ciertos descendientes se repartieron la tierra, exterminaron a los indígenas y acabaron con los pumas.

 Por aquel entonces en la ladera del Arequita que mira hacia el este, en los pagos de Minas, vivía el indio Abel Cabrera. Tenía allí, cobijado junto a un ombú, un rancho de paja y adobe, un pozo con brocal de piedra y por compañía,  un caballo pampa y un  montón de perros. Una vez al año, tal vez dos, se aliaba con alguna comparsa y se iba de esquila, o a participar en alguna yerra. Poca cosa le bastaba para tirar el año entero.

 Gran caminador, conocía cada piedra por donde sus antepasados caminaron libres. Sólo a primera luz, o a la caída de la tarde, armaba tabaco y mateaba bajo el ombú ensimismado en vaya a saber qué pensamientos. Nunca se supo de dónde había venido. Cuando lo conocieron en el lugar, ya estaba aquerenciado en su campito.

Era un mozo callado, de piel cetrina y ojos de mirar profundo; de pelo largo y cuerpo elástico y vertical como una tacuara. Y cuentan que de tanto vivir solo en aquellas serranías, sin tener humano con quién hablar, se había hecho amigo de una yara que vivía entre los peñascos de las sierras. Cada tanto la víbora se llegaba hasta el rancho y conversaban. Ella era la que siempre traía los chismes de todo  lo que acontecía en los alrededores. Después de todo, ya se sabe que las víboras son muy de llevar y traer.

Una tarde, hacía mucho que no se veían pumas por los cerros,  mientras el indio Abel amargueaba, la yarará enroscada a sus pies le comentó que había visto a la mujer- puma por las costas del Penitente. El  indio, mientras  daba vuelta  el  amargo le dijo:

 —Una  hembra de puma, será.      La yara se molestó por la corrección del hombre y desenroscándose le contestó, mientras se retiraba ofendida:

—Si digo la mujer-puma, es porque es una mujer puma. Y se fue contoneando su cuerpo grisáceo entre el yuyal. El muchacho  quedó pensando  que la yara era muy ignorante.

Aquel año los fríos del invierno pasaron y la primavera, recién nacida, lucía radiante. Abel había salido temprano a recorrer las sierras, cuando divisó el salto del Penitente y hacia allá enderezó su caballo.

De lejos le pareció ver a una muchacha que se bañaba bajo las aguas que caían  entre las piedras, aunque al acercarse sólo vio a un puma que desaparecía entre los arbustos. Quedó intrigado, en parte por lo que le pareció ver, y en parte, por comprobar con alegría, que aún quedaba   algún puma por el lugar.

Desde la tarde en que la yarará se había ido ofendida del rancho, el indio no la había vuelto a ver, de modo que salió en su busca. La encontró tendida al sol sobre las piedras del cerro. La yara lo vio venir y no se inmutó. El muchacho se bajó del caballo, se puso a armar un cigarro y se sentó a su lado.

 —Vi un puma —le dijo.

 —Mirá, ¿y es linda? —le contestó la yara.

 —Vi un puma  —le repitió él.  

  —Es una mujer —le insistió ella.

 —¡Sos ignorante! Es una hembra de puma, te digo.

  La yara, molesta, no contestó y quedaron un rato en silencio. De pronto irguiendo la cabeza le dijo al hombre:

 —En las estancias ya hace días que han visto merodear un puma, se armaron de rifles y antes del  amanecer sale la peonada para ver si lo pueden cazar.

        

    —¿Y qué mal les hace un puma?

    —Por ahora es uno. Ellos dicen que si anda uno, la pareja debe andar cerca y que pronto los cerros se van a llenar  de cachorros.

   —¡Ojalá!

   —Eso decís vos porque no tenés hacienda, ¡a ellos no les hace ninguna gracia que ande un puma de visita por los potreros!

   Una noche, mientras  meditaba tirado en el catre, el indio Abel oyó el eco de tiros de rifle. Después, un gran silencio se perdió en la lejanía. Antes del amanecer lo despertaron los ladridos y gruñidos de los perros. Salió afuera  —recién venía clareando—, los perros en círculo, junto al pozo,  ladraban y gruñían avanzando y reculando expectantes.

 El indio se acercó. En el suelo, cercada por los perros,  yacía una joven desnuda, herida en un hombro. Abel la tomó en sus brazos la envolvió en una manta y la recostó en el catre. Una bala le había atravesado el hombro. Con emplastos y yuyos limpió y curó la herida y, dándole un brebaje que él mismo preparó, logró dominar la fiebre que poco a poco comenzó a ceder.

  Al día siguiente fue al pueblo a comprar ropa de mujer. Entonces llegó la yarará. Vio a la  muchacha dormida y se enroscó en la puerta a esperar al indio. Cuando Abel regresó le quitó el apero al caballo y se sentó a conversar con la yara que le dijo: 

   —La mujer-puma es la que duerme en tu catre.

  —¡No seas majadera! Ella llegó anoche herida en un hombro y ardiendo en fiebre. Yo la curé y ahí está.

  —Ayer los peones de la estancia “La baguala”, hirieron en una paleta al puma que anda en las sierras —le contestó la víbora— y, sin esperar respuesta, desenroscándose, se fue ondeando su cuerpo a campo traviesa.

 El indio Abel amó a aquella muchacha, desde el mismo momento en que herida la tomó en sus brazos y la entró en su rancho. Y la joven, que no había conocido hombre, se entregó sin reservas, con la mansedumbre de la hembra que se siente amada y protegida. Lo amó como hombre y lo adoró como a un dios. Tres lunas duró el romance  del indio con la extraña muchacha. Una mañana al despertarse se encontró solo. La ropa estaba junto al catre y ella había desaparecido. Días y noches la buscó, sin descanso, en todas direcciones, hasta que encontró a la yara que dormitaba junto a una cachimba.

  —No la busques más  —le dijo—, un día volverá sola para volver a irse. Y así será siempre. Abel no entendió a la víbora y no quiso preguntar. Se quedó en su rancho a esperar a la que era su mujer. Y se cansó de esperar. Un atardecer cuando el sol declinaba y volvía del valle de andar sin rumbo, vio reflejarse a contra luz sobre el Arequita la figura de un puma y su cachorro. Permanecieron un momento para que el indio los viera y luego desaparecieron entre los arbustos del cerro.

No volvió a saber de ellos hasta que una noche lo despertó  el calor de  la mujer que había vuelto. Se amaron sin preguntas, como la primera vez. Un día ella volvió a partir y él no salió a buscarla. Herido de amor esperó día y noche hasta ver, al fin, la silueta del puma con su nueva cría, recortada en lo alto del Arequita. Pasaron los años y fue siempre así. Amor desgarrado fue el amor del indio por aquella mujer que siempre le fue fiel, pero que nunca logró retener. Hasta que un día, ya anciano, enfermó. Salió, entonces, la yarará a recorrer las sierras en busca de su  compañera. La encontró a orillas del Penitente, reinando entre una numerosa manada de pumas. Volvió la mujer a cuidar a su hombre  y con él se quedó hasta que, amándola todavía, se fue el indio una noche sin luna a reunirse con sus antecesores, más allá de las praderas orientales.

         El rancho abandonado se convirtió en tapera. De aquel indio Abel Cabrera  sólo quedaron las mentas, pero aún repiten los memoriosos que un invierno, al pasar unos troperos por aquellas ruinas, encontraron muerta junto al brocal del pozo, a una vieja hembra de puma. Desde entonces por las sierras: desde el Arequita hacia el sur por el Pan  de Azúcar, y para el norte por Cerro Chato, volvieron a morar los pumas. Sin embargo, esos hermosos felinos, no son visibles a los ojos de los hombres. Sólo los indígenas, si aún quedan, las yaras y alguna culebra vieja, tienen el privilegio de ver a los pumas dueños y señores, otear el aire de la serranía, desde las legendarias sierras del Uruguay.


Ada Vega, edición 1999  

martes, 5 de octubre de 2021

La ventana indiscreta

  





Todos los días, al atardecer, pasaba el hombre caminando por la vereda de su casa. Lo vio una vez de casualidad, cuando sin pensamientos, observaba la calle desde la ventana del comedor. Para él ya era una costumbre. Le daba placer observar los sauces vetustos en las aceras, que dibujaban sombras sobre las casas bajas; el paso de los dos ómnibus de ida hacia el Centro; los transeúntes yendo y viniendo hasta entrada la noche; el caserío en derredor que comenzaban a encender las luces ante la noche que se anunciaba.

Después de verlo más de una vez comenzó a esperar su pasaje. Era un hombre simple, común. Ni joven ni viejo, ni alto ni bajo. Un hombre que podía pasar desapercibido en cualquier parte. Nadie podía jurar que lo había visto en una fiesta, en la parada del ómnibus, ni pasando alguna vez, por la puerta de su casa. Sin embargo, al atardecer del otro día, se encontraba de pie junto a la ventana como si supiera de ante mano que el hombre volvería a pasar. Y así fue. Puntual, el hombre volvió a pasar.

Esta vez lo observó con atención: vestía traje gris, camisa sin corbata, zapatos negros; el cabello oscuro un poco largo. Le pareció que rengueaba. Por lo menos que arrastraba el pie izquierdo. Varios días vio pasar al hombre del traje gris hacia la parada del ómnibus, demorar un rato y sin subir a ninguno, volver sobre sus pasos. Comenzó a extrañarle ese comportamiento. Después se olvidaba de él se retiraba de la ventana y seguía con sus cosas.

En la acera de enfrente, casi en la esquina, estaba la mansión de los Quintela – Salerno. Un caserón de dos plantas de principios del siglo XX, habitado por un matrimonio mayor, padres de varios hijos que crecieron y, primero unos y luego todos, fueron abandonando el hogar paterno. La mansión tenía a la entrada, un living espacioso, un recibidor a la derecha con ventana a la calle, y el escritorio a la izquierda, también con ventana a la calle. Después del living, había un comedor diario, la cocina, un baño social y una escalera hacia la planta alta donde se encontraban los dormitorios.

El señor Quintela había sido, años atrás, un empresario de mucho éxito. Después, retirado, su empresa pasó a manos de sus hijos. De modo que con su esposa vivían de rentas, en esa hermosa casa. En las noches se encendían todas las luces de la planta baja, a las nueve de la noche se apagaban y se encendían las luces de la planta alta. A las diez de la noche la mansión queda a obscuras con excepción de las luces del jardín. Todas las noches de todos los días, como un ritual.

Un atardecer, cuando la curiosidad superó la inquietud de saber a dónde iba o qué hacía el hombre del traje gris después de pasar por su casa, lo esperó en la puerta de entrada y lo siguió. El hombre se detuvo en la parada. Él también. Varias personas esperaban. Llegó un ómnibus y subieron varios pasajeros. Llegó el segundo y subió el resto. Las luces en la planta baja, de la casona de los Quinquela Salerno que estaban encendidas, se apagaron y se encendieron las luces de la planta alta. El hombre del traje gris cruzó la calle.

Esa noche las sirenas de los patrulleros despertaron a los vecinos del barrio. En la casona de los Quinquela Salerno se había cometido un robo y el señor Quinquela había sido herido. Según se dijo, el mismo dueño de casa explicó lo sucedido. Que ya se encontraban acostados con su esposa y a punto de dormirse cuando le pareció oír ruido en la planta baja. Que bajó de la cama y al bajar la escalera alcanzó a ver la luz de una linterna en el escritorio. Se dirigió allí y al encender la luz de la entrada, la persona que se encontraba dentro de la habitación lo golpeó en la cabeza con un objeto, que considera, era una linterna. Él cayó al suelo y la persona huyó llevándose un sobre con dinero que había en un cajón del escritorio.

 La esposa fue quien al oír el ruido, desde el dormitorio llamó a la seccional.
El caso lo llevó el inspector Torreira, que opinó de entrada que el ladrón conocía muy bien la casa por dentro, y el movimiento de sus habitantes. En la mañana recorrió la casa, la entrada del frente, las ventanas y la puerta del fondo. Se detuvo en el jardín, observó las casas vecinas y sus ojos se detuvieron en la ventana de una casa de la acera de enfrente. Alguien tal vez allí podría haber visto algo. Dar acaso una pista.

De modo, que se dirigió a la casa y llamó a la puerta. Lo recibió un hombre muy amable, de mediana edad, que al presentarse el inspector lo hizo pasar. Le dijo que conocía al matrimonio Quinquela- Salerno de hacía muchos años. Que sí, conocía la casa por dentro. Había entrado muchas veces, pues era amigo de sus hijos desde que eran niños. No, en esos días no había visto nada anormal, nada que llamara su atención. No, esa noche tampoco, a la hora que ocurrió el robo él estaba durmiendo y la ventana estaba cerrada. Torreira se despidió, agradeció el haberlo recibido y quedó en que, tal vez, lo volvería a visitar. El dueño de casa le dijo que a las órdenes, lo acompañó hasta la puerta y quedó observándolo desde la ventana.

El inspector Torreira se retiró conforme. Una entrevista con muchas puntas. Un hombre de buena presencia, afable, educado. Seguro de sí. Contestó las preguntas como si las hubiese estado esperando. Comenzó a atar cabos. 
Le pareció que rengueaba. Por lo menos que arrastraba el pie izquierdo.


Ada Vega, edición 2020.