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jueves, 25 de noviembre de 2021

Sergei Radov primer violín

  

                                         Filarmónica de Viena


   
Era un niño cuando asistí a la lenta agonía de nuestra amada Playa Capurro. Pude ver, con amargura, como cada día su arena blanca desaparecía bajo la resaca que, poco a poco, la fue sepultando. Sus aguas se fueron tornando sucias y revueltas, debido, en parte, a los buques que llegaban a nuestro puerto principal y vertían los desperdicios en sus aguas. Se sumaron las vertientes contaminadas de los arroyos Miguelete y Pantanoso y el ultimátum del crudo, en el trasiego de los barcos petroleros anclados en el puerto de Ancap, junto a los desechos que la propia refinería volcaba en la bahía. 

Yo, como muchos capurrences, presencié su ejecución. Y un día la playa quedó sola y olvidada. De todos modos, en el verano me gustaba recorrerla. Con mis zapatillas bajo el brazo caminaba descalzo entre las piedras cuando había bajante, pisando aquí y allá hasta alcanzar la roca más grande junto al viejo lavadero. Allí me sentaba rodeado de gaviotas a escuchar el susurro del mar, a veces suave y aletargado y otras veces furioso creciendo con rapidez.

 Una tarde, en medio de mi contemplación, me sorprendió un viento repentino y traté de salir lo más rápido posible, pisando las rocas que desaparecían bajo las olas que avanzaban agitadas. Cerca de la orilla, vi a un botija de más o menos mi edad que, con mucha dificultad, trataba de salir de entre las grandes piedras. Al pasar junto a él le ofrecí mi mano y salimos juntos. No lo conocía. Nos calzamos y cruzamos al parque. Sentados en la verja de ladrillos, que entonces lo rodeaba, me contó que era nuevo en el barrio. 

Hacía unos días se había mudado con sus padres a una casa en Húsares a la altura de Flangini. En ese entonces vivía en Coraceros, así que éramos vecinos. Como ya lo habían apuntado en la Escuela Capurro, seríamos también compañeros. Esa tarde, sin más datos, sellamos una amistad para toda la vida. Mi flamante amigo se llamaba Sergei Radov, pero para mí y los botijas del barrio fue siempre el Rusito. Empezó a ir con nosotros a las matinés del Cine Capurro. También lo hicimos hincha del glorioso Fénix, por aquel año con: Pessina, González Plada, Saccone, Montuori y Herol, aunque abajo llevó siempre la camiseta de Nacional.

Como a todos nosotros al Rusito le gustaba jugar al fútbol. Pero jugar con él era difícil. En el cuadro de la escuela nunca lo ponían y cuando jugábamos en la calle o en el parque, ninguno lo quería de compañero, porque el Rusito era rengo. Una parálisis infantil que lo atacó en su niñez lo dejó con una pierna más corta que la otra. No era muy evidente, pero rengueaba. La cuestión era que al cuadro donde él jugara lo llenaban de goles. Don Igor, el padre, lo hacía estudiar violín. 

Algunas veces lo oíamos tocar desde el living de su casa: era como oír mil gatos maullando. Por eso los botijas del barrio cuando él jugaba en la calle le gritaban: ¡dejá la globa Rusito, chapá el violín!¡Con el violín disimulás la pata corta! Cuando terminamos la escuela fuimos juntos al Bauzá. Para entonces el Rusito tenía una novia. Marianela. Siempre la quiso, desde la escuela, y ella también. Marianela era una chiquilina de trenzas y ojos oscuros que vivía por Francisco Gómez y la vía. 

Ya en sexto se sentaban juntos y juntos hacían los deberes. En el primer año del liceo él pasaba a buscarla y la acompañaba al regreso. Fue en las vacaciones de julio, cuando estábamos en segundo, que Marianela se enfermó. Cuando veníamos del liceo él entraba en su casa y se quedaba con ella. Le leía cuentos y le escribía versos. Leyéndole a Machado, una tarde, ni se dio cuenta de que Marianela... ya no lo oía.

Fue su primer gran dolor y aunque él trataba de disimularlo yo sabía de su sufrimiento. Íbamos y veníamos del Bauzá sin hablar. Yo hubiese querido decirle algo que lo animara, pero nunca encontré las palabras. Sin embargo, en esa época fuimos más amigos que nunca, y aunque la tristeza lo hacía aislarse de todos yo siempre lo acompañé. Él volcó entonces en el violín toda la pena que le dejara la pérdida de su amor adolescente. Salimos del Bauzá y fuimos al I.A.V.A. Entramos juntos a la Facultad de Medicina. 

El Rusito tenía una gran vocación de médico. Pensaba hacer Pediatría y dedicarse a los niños con Poliomielitis. Entonces los problemas políticos del país se fueron agudizando. Los estudiantes empezaron a ser acosados. Comenzaron las grandes huelgas. El Rusito no les daba importancia, pero el padre le pidió un día que fuese a sacar el pasaporte y consiguió unas direcciones en Europa, por las dudas. No se equivocó don Igor, al Rusito comenzaron a molestarlo. 

No sabía nada de política, pero era hijo de ruso, ergo, era comunista. Se lo llevaron dos o tres veces. Un día vino muy lastimado. Don Igor no esperó más, le sacó los pasajes, le dio las direcciones, todos sus ahorros y el violín. Nos abrazamos muy fuerte en el Aeropuerto la noche que se fue. —Adiós, Rusito.
 —Voy a volver. 
Y el avión se perdió en el cielo. Adiós. 

No volvió. Vivió en Austria con unos tíos orfebres. Abandonó la carrera de medicina, aprendió el oficio de sus tíos y trabajó con ellos. Siguió con el violín. Ayer don Igor me llamó para mostrarme el recorte de un diario que le enviara el Rusito desde el Viejo Continente. Bajo su foto leyó el siguiente texto: “Invitado por el gobierno de su país, el laureado Primer Violín de la Filarmónica de Viena, Sergei Radov, viajará en breve a la República Oriental del Uruguay, donde ofrecerá varios conciertos, iniciando allí una gira por las tres Américas.” 

Hoy, desde el costado de la Ruta 1, he vuelto a pisar las rocas junto al viejo lavadero. Bajo la moderna vía de hierro y hormigón que atraviesa el viejo parque, amurallada por grandes piedras como enorme mausoleo, descansa para siempre mi vieja Playa Capurro. Gritan las gaviotas molestas con mi presencia. 
El Rusito vuelve. El mar susurra. Hay bajante.

Ada Vega, edición 2004  

Malena

   




Dicen que Malena cantaba bien. No sé. Cuando yo la conocí ya no cantaba. Más bien decía con su voz ronca, las letras amargas y tristes de viejos tangos de un repertorio, que ella misma había elegido: Cruz de palo, La cieguita, Silencio. Con ellos recorría en las madrugadas los boliches del Centro. Cantaba a capela con las manos hundidas en los bolsillos de aquel tapado gris, viejo y gastado, que no  alcanzó nunca a proteger su cuerpo del frío que los inclementes inviernos fueron cargando sobre su espalda.  Alguien  una noche la bautizó: Malena. Y le agradó el nombre.
  Así la conoció la grey noctámbula que por los setenta, a duras penas  sobrevivía el oscurantismo acodada en los boliches montevideanos. No fumaba. No aceptaba copas. Tal vez sí, un café, un cortado largo, en alguna madrugada lluviosa en que venía de vuelta de sus conciertos a voluntad.  Entonces, por filantropía, aceptaba el convite y acompañaba al último parroquiano - bohemio que, como ella, andaba demorado.
 Una noche coincidimos en The Manchester. Yo había quedado solo en el mostrador. Afuera llovía con esa lluvia monótona que no se decide a seguir o  a parar. Los mozos comenzaron a levantar las sillas y Ceferino a contar la plata. Entonces entró  Malena. Ensopada.
 La vi venir por 18, bajo las marquesinas, y cruzar Convención esquivando los charcos. Sacó un pañuelo y se secó la cara y las manos. Debió haber sido una linda mujer. Tenía una edad indefinida. El cabello gris y los ojos oscuros e insondables como la vida, como la muerte.
 Le mandé una copa y prefirió un cortado, se lo dieron con una medialuna. No se sentó. Lo tomó, a mi lado, en el mostrador. Yo, que andaba en la mala, esa noche sentí su presencia como el cofrade de fierro que llega, antes de que amanezca, a  compartir el último café.
Me calentó el alma.
    Nunca le había dirigido la palabra. Ni ella a mí. Sin embargo esa noche al verla allí conmigo, oculta tras su silencio, le dije algo que siempre había pensado al oírla cantar. Frente a mi copa le hablé sin mirarla. Ella era como los gorriones que bajan de los árboles a picotear  por las veredas entre la gente que pasa: si siguen de largo continúan en lo suyo, si se detienen a mirarlos levantan vuelo y se van.
  —Por qué cantás temas tan tristes —le pregunté. Ella me miró y me contestó:
 —¿Tristes?  — la miré un segundo.
 —Tu repertorio es amargo ¿no te das cuenta? Por qué no cantás tangos del cuarenta.  Demoró un poco en contestarme.
 —No tengo voz  —me dijo. Su contestación me dio  entrada y seguimos conversando mirándonos a la cara.
 —¡Cómo no vas a tener voz! Cantá algún tema de De Angelis, de D’Agostino, de Anibal Troilo.
—Los tangos son todos tristes —afirmó—, traeme mañana la letra de un tango que no sea triste, y te lo canto. Acepté. Ella sonrió apenas, dejándome entrever su conmiseración. Se fue bajo la lluvia que no aflojaba. No le importó, dijo que vivía cerca.  Nunca encontré la letra de un tango que no fuera triste. Tal vez no puse demasiado empeño. O tal vez tenía razón. Se la quedé debiendo.
      Ceferino terminó de hacer la caja.
 —¿Quién es esta mujer? ¿Qué historia hay detrás de ella? —, le pregunté.
 —Una  historia común — me dijo. De todos los días. ¿Tenés  tiempo? 
 —Todo el tiempo.
 Era más de media noche. Paró un "ropero" y entraron dos soldados pidiendo documentos. Se demoraron mirando mi foto en la Cédula. 
  —Es amigo —les dijo Ceferino. Me la devolvieron y se fueron. Uno de ellos volvió con un termo y pidió agua caliente. Me miró de reojo con ganas de joderme la noche y llevarme igual, pero se contuvo. Los mozos empezaron a lavar el piso.
             —Yo conozco la vida de Malena  —comenzó a contar Ceferino—,  porque una noche, hace unos años, se encontró aquí con un asturiano amigo mío que vivió en su barrio. Se saludaron con mucho afecto y cuando ella se fue mi amigo me dijo que habían sido vecinos y compañeros de escuela. Malena se llama  María Isabel. Su familia pertenecía a la clase media. Se  casó, a los veinte años, con un abogado, un primo segundo de quien estuvo siempre muy enamorada. Con él tuvo un hijo. Un varón. La vida para María Isabel transcurría  sin ningún tipo de contratiempos.
      Un verano al edificio donde vivía se mudó Ariel, un muchacho joven y  soltero que había alquilado uno de los apartamentos del último piso. El joven no trató, en ningún momento, de disimular el impacto que la belleza de María Isabel  le había causado. Según parece el impacto fue mutuo. Comenzaron una relación inocente y el amor, como siempre entrometido, surgió como el resultado lógico.
 Al poco tiempo se convirtieron en amantes y  como tales se vieron casi tres años. El muchacho enamorado de ella le insistía para que se separara del esposo a fin de formalizar la relación entre los dos.  Sin embargo, ella nunca llegó a plantearle a su esposo el tema del divorcio. Después se supo el porqué: no deseaba la separación pues ella amaba a su marido. Sí, y también lo amaba a él, y no estaba dispuesta a perder a ninguno de los dos.
 Esta postura nunca la  llegó a comprender Ariel que  sufría, sin encontrar solución, el amor compartido de la muchacha. Un día el esposo  se enteró del doble juego. María Isabel, aunque reconoció el hecho,  le juró que a él lo seguía amando. Que amaba a los dos.  Eso dijo. El hombre creyó que estaba loca y  negándose a escuchar una  explicación que entendió innecesaria, abandonó el apartamento llevándose a su hijo.
    María Isabel estuvo un tiempo viviendo con Ariel, aunque siempre en la lucha por recobrar a su marido y su hijo. Nunca lo consiguió. Y un día Ariel, harto de la insostenible peripecia en que se había convertido su vida, la abandonó.
    Me contó mi amigo — continuó diciendo Ceferino —, que por esa época la dejó de ver. Aquella noche que se encontraron aquí hablaron mucho. Ella le contó que estaba sola. Al hijo a veces lo veía,  de su ex  marido supo que se había vuelto a casar y  de Ariel que  continuó su vida solo. De todos modos, seguía convencida  que de lo  ocurrido la culpa había sido  de sus dos hombres que se negaron rotundamente a aceptar que ella los amaba a ambos  y no quería renunciar a ninguno.
 Tendríamos que haber seguido como estábamos —le dijo—, yo  en mi casa con mi marido, criando a mi hijo, y viéndome con Ariel de vez en cuando en su departamento. Pero no aceptaron. Ni uno ni otro. 
 Esa noche se despidieron y cuando Malena se fue  mi amigo, me dijo convencido:
—  Pobre  muchacha, ¡está loca!
 — Ya te lo dije: la historia de Malena es una historia común. Más común de lo que la gente piensa. Aunque yo no creo, como afirma mi amigo, que esté loca. Creo, más bien, que es una mujer que está muy  sola y se rebusca cantando por los boliches. Pero loca,  loca no está.
 Todo  esto  me contó Ceferino,  aquella  madrugada  lluviosa  de  invierno,  en The Manchester. Malena  siguió cantando mucho tiempo por los boliches. La última vez  que la vi fue una madrugada,  estaba cantando en El  Pobre Marino. Yo estaba con un grupo de amigos, en un apartado que tenía el boliche.  Festejábamos la despedida de un compañero que se jubilaba. La saludé de lejos, no sé si me reconoció. Cantó a pedido: Gólgota, Infamia y Secreto. No la vi cuando se fue.
 Ceferino estaba equivocado. No quise discutir con él aquella noche: Malena estaba loca.  Suceden hechos en la vida que no se deben comentar ni  con  los más íntimos. Podemos, alguna vez,  enfrentarnos a situaciones antagónicas que al prójimo le costaría aceptar. Además,  lo  que es moneda corriente para el hombre, se sabe, que a  la mujer le está vedado.
       Hace mucho tiempo que abandoné los mostradores. Los boliches  montevideanos,  de los rezagados después de la medianoche, ya fueron para mí. A Malena no la volví a ver. De todos modos, no me olvidé de  su voz ronca diciendo tangos. Cada tanto siento venir  desde el fondo de mis recuerdos,  a aquella Malena que una noche  de malaria me calentó el alma y quisiera darle el abrazo de hermano que no le di nunca. Decirle que  yo conocí su historia  y  admiré el coraje que tuvo de jugarse por ella.
Aquella Malena de los tangos tristes. Aquella, de los ojos pardos y el tapado gris, que “cantaba el tango con voz de sombra  y  tenía  penas de bandoneón.”

Ada  Vega, edición 2007 

miércoles, 24 de noviembre de 2021

Pesadilla de una noche de verano



Todo ocurrió durante las fiestas de fin de año. Creo yo. El 15 de diciembre, nos reunimos varios amigos para despedir el año en la casa de uno de ellos en La Floresta. El día estaba ideal. A las siete y media empezaron a llegar los primeros. Se instalaron junto al parrillero, comenzaron por prender el fuego, preparar el mate, destapar la primera botella de whisky y disponer el cordero en la parrilla.

A las once de la mañana se había completado el cuadro. Algunos muchachos cantaban alrededor de un guitarrista improvisado, otros mentían enfrascados en un truco de seis, el dueño de casa aliñaba las ensaladas y el encargado de la parrilla, alardeaba de su condición de asador repartiendo picadas de chorizos, morcillas y chinchulines. Se habían abierto dos botellas de whisky y había entrado en escena la primera damajuana de tinto.
A las cinco de la tarde terminamos de comer. Algunos se fueron a dormir un rato y otros a la playa a jugar al fútbol en la arena. Los demás continuamos. A las ocho de la noche, empezamos a comer otra vez el asado frío, el resto de las ensaladas, el helado, el vino y el whisky que habían sobrado del mediodía. A las diez de la noche, más alegres que nunca y próximos a un ataque al hígado, nos volvimos.
Yo llegué a mi casa cerca de las doce de la noche, le di un beso a Daniela, y no sé si me saqué la ropa o me la sacó ella. Me dormí de un tirón, y allí empezó mi pesadilla. Me había convertido en un gato.
Parece que yo, o el gato, era un vagabundo que andaba maullando por las calles de un barrio desconocido. Y de pronto entre esas casas extrañas descubrí mi casa y traté de entrar. Busqué mi llave, pero no tenía llave, ni pantalón ni nada, sólo cuatro patas y una larga cola. Recordé entonces que la ventana de la cocina podría estar entornada, salté el muro con una agilidad que me desconcertó, entré y me dirigí al dormitorio donde mi esposa dormía.
Subí a la cama y hecho un ovillo me acomodé en mi lugar. A la mañana siguiente cuando Daniela se despertó yo estaba en el fondo de la casa echado al sol. Cuando me vio se alegró: —¡Pero gatito! Qué hacés ahí echado al sol. Yo me acerqué e intenté decirle quién era, pero sólo me salió un maullido. Entonces me tomó en sus brazos y me llevó a la cocina. Me dio leche tibia en un plato y me dijo: mi amor, no te podés quedar. Tenés que irte. A mi esposo no le gustan los gatos.
Me destrozó el corazón.
De pronto como un ventarrón entró el Pelé y se me vino al humo ladrando como un desaforado. Pegué un salto y quedé parado encima de la heladera con el lomo arqueado y los pelos erizados. Daniela trató de calmar al perro, que al parecer él sí me había reconocido. Era evidente que quería vengarse de mis malos tratos y de algún par de patadas que le había dado por echarse sobre la cama. Por fortuna el perro adora a mi mujer, le hizo caso y por el momento me dejó en paz.
Y en eso estaba cuando sentí las caricias de Daniela. Me desperté transpirando y aterrado, pero agradecido de que todo aquello hubiese sido sólo un sueño. Entonces al ver que estaba despierto me dijo mimosa: —Gatito, ¿con quién soñabas? La miré y la encontré tan seductora, mientras me extendía los brazos, que me olvidé del bendito gato. Recordé que yo era un hombre, el hombre que ella estaba esperando…
Desde el 16 de diciembre hasta Nochebuena no probé una gota de alcohol. En Nochebuena me tomé todo. Pasamos en casa, con un matrimonio amigo y mis cuñados con sus esposas. Comimos una cena fría preparada entre todas las mujeres. Empezamos temprano con los brindis, y terminamos en la tardecita de Navidad. Mi esposa y las esposas de mis cuñados limpiaron la casa. Cuando se fueron yo estaba muerto. Quedé dormido hecho piedra, en el sofá del living. Daniela, que no logró despertarme, se fue a dormir sola y dejó que yo siguiera durmiendo tranquilo.
Entonces volvió mi pesadilla. Esta vez yo andaba por los techos de las casas del barrio peleando con otros gatos. Los vecinos tiraban piedras y los perros ladraban. Anduve corriendo por las calles, casi me pisa un auto. Hasta que al fin llegué a mi casa. Como ya sabía lo de la ventana de la cocina, entré por ahí. En mi plato en el suelo había leche, la tomé con gusto, fui al dormitorio y me ovillé junto a Daniela que me oyó y me dijo:
—Gatito, y siguió durmiendo. Me dormí ronroneando.
Cuando el 26 de diciembre desperté, me sentí bien, ágil, despejado. Preparé el baño. Mientras me bañaba creí advertir que mis uñas habían crecido demasiado y que el vello, que normalmente cubría mi cuerpo, era más oscuro y abundante. Tal vez eran figuraciones mías. No le di importancia, me sequé la cabeza y fui a la cama con Daniela que dormía voluptuosa. Esta vez la desperté yo.
Daniela. Daniela es maravillosa. Es una muchacha buena, simple y crédula. Cree en cosas que ya nadie cree. En el mal de ojo, en la paletilla caída y en que todos somos iguales ante la ley. Cree que si sos buena persona Dios te premia. Cree en Dios, en los políticos de su partido y en la garra charrúa. Cree que un día vamos a vivir mejor y cree en los sueños. Por eso nunca le conté de mis sueños infernales. Con seguridad se hubiese puesto a rezar por la salvación de mi alma, que ella vería en peligro de perdición. Era preocuparla sin motivo. Aunque hoy no sé si no hubiese sido bueno contarle, por lo menos, lo del gato.
Del 26 al 31 de diciembre, estuve un poco extraño, me daba por dormir de día y de noche tenía deseos de salir a caminar. El 31 pasamos en la casa de mis suegros. Éramos como treinta. Todos llevaron comida, asaron un lechón. Había de comer como si no fuésemos a comer nunca más. Y de tomar: dos boliches y medio. Llegamos a casa a las 10 de la mañana del 1º de enero, yo no sabía donde estaba ni quién era. Dormí todo el día, de noche me levanté sigilosamente, salí afuera, y desaparecí por los techos.
Daniela desconcertada por mi desaparición, preguntó a mis amigos, a mis familiares y a los vecinos. Nadie pudo darle noticias sobre mi paradero. Por lo tanto esperó un par de días y empezó a llorar. Creyó que la había abandonado. Nunca la abandoné. El día que supuso que la había dejado, encontró echado en el fondo de casa un gato negro. Lo tomó en sus brazos le dio leche tibia y le dijo que tenía que irse porque su marido no quería gatos en la casa. Yo le dije medio serio: —Mami, soy yo, tu marido, qué decís.
Ella no entendió, me sacó para afuera y cerró la puerta.
Poco a poco fue dejando de esperar a su marido, convencida de que ya no volvería. Por lo tanto me fui quedando en casa, me daba leche tibia y carne cruda. No estaba mal y era abundante. Los primeros meses lloró mucho, salió a buscarme por los hospitales y las comisarías. Fue hasta la morgue. Y no me encontró, claro. De modo que al no encontrarme ni muerto, ni enfermo se puso como loca, al pensar que me habría ido con otra mujer.
Mientras tanto me hice dueño de casa. Mi mujer y yo teníamos una extraña relación. Desde mi condición de gato la seguía amando, me gustaba dormir en su regazo, le andaba detrás por la casa y le maullaba mimoso. Por su parte, ella me acariciaba, me acunaba en sus brazos, y volcaba en mí toda su ternura pues, en cierto modo, creo que había reemplazado a su marido, al llenar en su afecto el espacio que él dejó.
Nuestra convivencia era casi perfecta. Por las noches yo la abandonaba y durante el día era su más ferviente adorador. Era un gato feliz. No necesitaba nada más. Y ella, bueno, yo creía que ella tampoco necesitaba nada más.
Hasta que un año después, cerca de la Navidad, vino a cenar un antiguo amigo mío. Cuando llegó el invitado ella me tomó en sus brazos me dijo:
—Gatito lindo, y me sacó para afuera.
Eran las leyes del juego. De todos modos la noche y su misterio me llaman. Recorro los techos, los tarros de basura. Los vecinos me tiran piedras y los perros me ladran. Anoche, después de una trifulca, volví a casa cansado y con el cuerpo dolorido. Tomé la leche que Daniela me deja siempre en la cocina y fui al dormitorio a dormir con ella como todas las noches. Pero no pude. Mi lugar estaba ocupado.


Ada Vega, edición 2001 - 

domingo, 21 de noviembre de 2021

Mujer con pasado

  


 

Que era una mujer con pasado lo supe en el mismo momento que la vi por primera vez. Me lo dijeron sus ojos cuando, al entrar, me miró. Yo conocía ese modo de mirar y sabía que solo una mujer con pasado mira a un hombre de esa manera: irónica, altanera. Desafiante. Detuvo sus ojos en mí apenas un segundo. El tiempo exacto de clavarme un aguijón. Después me olvidó. No volvió a mirarme en toda la noche. Me ignoró. A propósito. Con toda intención. De eso también me di cuenta y aunque no tuve oportunidad de acercarme a ella en el correr de la noche, y sé bien que lo advirtió, no la perdí de vista ni un segundo. La vi conversar, reír, brindar. Bailar. Y en un momento dado, casi al final de la fiesta, observé que se retiraba. Su mesa, que compartía con otros invitados, se encontraba cerca de la puerta de entrada. La que tenía yo con unos compañeros de oficina, hacia el centro del salón. Se despidió y sin más se dirigió a la salida. Antes de llegar a la puerta giró su cabeza y entre un mar de personas que nos separaban volvió a mirarme. Insinuante. Prometedora. Hice lo que ella esperaba: dejé a mis compañeros, atravesé el salón esquivando las mesas de los comensales, los mozos haciendo equilibrio con sus bandejas y algunas parejas que bailaban una música lenta. Cuando al fin logré llegar a la puerta de calle solo alcancé a ver el taxi que la llevaba, perdiéndose en la diagonal. Me quedé en la vereda con la seguridad de que muy pronto volveríamos a vernos. Dependía de mí. Y de cómo implementara los primeros pasos para dar con ella. Al principio tuve algunos tropiezos. Un par de conocidos, con quienes inicié mis averiguaciones, me miraron con cierto recelo y dijeron no conocerla o no darse cuenta de quien era la persona sobre la que yo indagaba. A las mujeres con pasado mucha gente las conoce debido, justamente, a ese pasado. Parecía no ser este el caso. La mujer de mi empeño no vivía en el barrio de la pareja que esa noche festejaba su boda. No era pariente de ninguno de los dos. En lo que yo alcancé a sondear, nadie la conocía. En la reunión que menciono me encontraba junto a un grupo de compañeros de trabajo de Matilde, la chica que se casaba. De modo que al no conseguir datos sobre la enigmática desconocida que había logrado moverme el piso, solo me quedó esperar el regreso de los novios de su luna de miel para preguntarle a Matilde sobre la muchacha a quien tenía intenciones de conocer. Mientras tanto me imaginé a Anabel —que así se llamaba—, de mil maneras. La imaginé casada. Infiel, por supuesto. La imaginé divorciada. Liberal. La imaginé soltera. Exigente, por eso soltera. Autoritaria. Con mucha personalidad. Y en todos los casos: buena amante. A mí no me interesaba en absoluto su estado civil. Yo quería encontrarla. Conocerla. Amarla. Ya la amaba, creo, antes de saber quién era. La hubiese amado igual soltera, casada, con pasado, sin pasado o extraterrestre. Cuando le pregunté a Matilde por ella me dijo que era la hija de una amiga de su mamá. Dudó un poco antes darme su nombre y su teléfono. Pienso que iba a decirme algo más, pero se detuvo y solo afirmó que la conocía desde niña y que le tenía gran estima. Esa misma noche la llamé por teléfono. Opinó que había demorado en llamarla. Nos quedamos de ver a la noche siguiente en el bar Facal, de 18 y Yi. No tuve que esperarla, llegó en punto a la hora prevista. En esa primera cita encontré en ella una mujer inteligente, frontal y desinhibida. Directa en sus expresiones. Puso los puntos sobre las íes y, aclarando antes de la tormenta, me habló de su vida y me contó su pasado. Vivía con su madre en un apartamento céntrico y trabajaba como recepcionista en las oficinas de unos abogados. Acababa de cumplir treinta años de edad y hacía dos que había salido de la cárcel luego de haber cumplido siete años de reclusión por homicidio. Yo estaba preparado para escuchar cualquier cosa sobre el pasado reciente de Anabel, cualquier cosa, digo, menos que había estado presa por matar a una persona. Quedé mirándola, tratando de disimular mi asombro al escuchar aquella confesión tan distante de la idea que, sobre su pasado, había estado elaborando mi mente procaz. No por entender que era una criminal y sentirme impresionado por ello, sino por la casi decepción que sobre su persona y su pasado me había hecho yo desde que la vi por primera vez. Tomábamos un café en una de las mesas, junto a uno de los ventanales, sobre la avenida. Había mucha gente en el bar. Muchas voces. Música disco de fondo. No era un lugar propicio para la intimidad. Para desnudar el alma ante un desconocido, como yo. Pero Anabel estaba complacida, le gustaba el bar y se sentía bien. Pasó un muchacho vendiendo rosas. Ella se distrajo para mirarlas, llamé al florista y le compré un ramo. Con las rosas en las manos quedó un momento impactada. Luego sonrió y terminó de beber su café. Afuera llovía intensamente. Entonces ella, otra vez con las rosas en sus manos, a grandes rasgos, me contó su historia. Tenía quince años cuando conoció a Ismael, un poco mayor que ella, con quien llevó durante seis años una relación de pareja. Ella, confiesa, estaba muy enamorada. Un día se enteró de que el muchacho se casaba con una joven con la que, según le habían dicho, llevaba amores hacía ya algunos años. Ella lloró, se enojó y lo increpó con firmeza. Lo acusó de haberla engañado. Él negó la acusación con énfasis y juró por lo más sagrado que lo que le habían contado era una vil calumnia de gente envidiosa y enredadora. Que la amaba como siempre y que en cuanto ganara un poco más en su trabajo se casarían como ya lo tenían resuelto. Anabel aceptó las explicaciones de su enamorado, pero el bichito de la duda comenzó a molestarla. Comenzó a prestar oídos a ciertos comentarios que circulaban a media voz y así se enteró del día y la hora en que Ismael se casaba. El despecho y el dolor que la invadió superó al amor que durante tantos años la había unido a Ismael. No volvió a llorar por él. Consiguió un revólver y el día señalado para la boda esperó paciente en la puerta de la iglesia. Cuando los novios, después de la ceremonia, salieron al atrio, ella los enfrentó, apuntó el arma hacia el pecho de la novia y disparó. Se fue sin mirarlo. Nunca más supo de él. La condenaron a nueve años de prisión. Salió antes de terminar la condena. Una sola cosa le pregunté. ¿Por qué la mataste a ella y no a él, que fue quien te engañó? Por venganza, dijo. Para vengarme de su falsedad. Quise que sufriera por culpa mía, como sufrí yo por su culpa. No supe, en ese momento, si agradecerle o no su sinceridad. Creo que hubiese preferido que se sincerara conmigo una vez que nos hubiésemos conocido un poco más. De todos modos fue su decisión. Siempre le gustó jugar con las cartas sobre la mesa. Ante semejante historia quedé un poco apabullado, no pude, por lo tanto, decirle que era casado, ni quise mentirle que era soltero. Eso lo solucioné con el tiempo. Ella no preguntó nada sobre mi persona, de modo que no intenté hablar de mi vida pasada ni de mi vida presente. No existía nada en mí fuera de la ley, que debiese aclarar. Nunca pensé tampoco que aquella relación, que recién comenzaba, fuera a convertirse un día en algo más que una aventura casual de corta duración. En aquel momento llevaba casi diez años de casado. No teníamos hijos y la relación entre mi esposa y yo, a esa altura, era más de amigos que de amantes. Trabajábamos los dos y teníamos una posición holgada. No habíamos pensado jamás en separarnos. Por eso me sorprendí a mí mismo cuando unos meses después de comenzar a salir con Anabel, cruzó por mi mente la imagen del divorcio. Un día le comenté que estaba casado. Me dijo que siempre lo había pensado. Que lo nuestro duraría lo que tuviese que durar. Ni un día más. Ni un día menos. Mientras tanto nos seguiríamos amando. Que al destino no se lo podía forzar, dijo. Aquel día de nuestra primera cita, Anabel dejó clara su situación. Era en realidad una mujer con pasado, pero no con el pasado que yo imaginé. Sino un pasado oscuro de odio y venganza. Frente a mí no estaba la mujer liviana a quien le gustaban demasiado los hombres, que en un principio creí y que fue lo que convencido me imaginé. Frente a mí estaba una ex convicta, que había matado a una mujer para vengarse de un hombre. Una mujer con un pasado truculento. Apasionada y vengativa. Una mujer de armas tomar y gatillar. Salimos del bar y nos fuimos juntos caminando por la avenida. Ella llevaba las rosas abrazadas contra el pecho. Cuando le pasé mi brazo sobre sus hombros, me miró con la transparencia y la ternura con que miran los niños.
Ada Vega, edición 2009. 

miércoles, 17 de noviembre de 2021

Cartas para Lucía






Si de algo careció Lucía a los veinte años fue de gracia, belleza. Sensualidad. No era, ni cerca, como las muchachas que al atardecer paseaban del brazo por la plaza, y al cruzarse con los jóvenes del pueblo bajaban los ojos con recato.
Ni como las empleadas de la fábrica “Las Marías” seis cuadras después del puente, que en cada turno circulaban en grupos vestidas con overoles azules, comiendo maníes tostados en cucuruchos de papel de diario. Siempre alegres, y sonriendo con picardía a los muchachos que al pasar las piropeaban.

Recién cumplidos los diez años Lucía quedó huérfana de padre y con sólo quince años perdió a su madre quien al morir, dejándole la casa de herencia y una pensión de por vida, le delegó la tarea de velar por sus hermanos.
En esos días de luto —según dijo—, para acompañarlos y darles una mano, llegó una tía a vivir con ellos hasta que pudieran arreglarse solos.
La tía que vino por un tiempo no aportó ni trabajó nunca, molestaba más que servir para algo, y recién se fue de la casa cuando años más tarde la parca se la llevó.

De manera que Lucía con sus quince años y mientras sus hermanos terminaban de criarse, cargó con la casa y se dedicó a lavar, limpiar y cocinar para todos. Así lo hizo mientras la tía tejía y miraba televisión y los dos varones, terminados sus estudios, se pusieron a trabajar.
Siempre había pensado en dedicarse un poco a ella cuando sus hermanos se casaran o se fueran de la casa. Pero los muchachos resultaron reacios al matrimonio y permanecieron aferrados a la casa paterna y a su alma.

Los años inclementes fueron pasando. Las hojas del almanaque se llevaron su juventud y con ella la esperanza de encontrar el amor. Si bien es cierto que nadie nunca le pidió matrimonio también es cierto que ella desde su ostracismo, nunca miró hombre alguno. De modo que al cabo del tiempo se fue convirtiendo en una mujer gris. Con una grisura que afloraba desde su interior. Despojada de toda coquetería, su feminidad se reducía a mantener la pulcritud de su persona. Ajena al uso del maquillaje, peinaba su cabello negro y lacio recogido en un moño sobre la nuca. Consciente o no, logró que su paso por la vida pasara inadvertido.


Fue así que un día, a fin de vencer la soledad y el encono que le producía el haberse convertido en la solterona del pueblo, comenzó a recibir y contestar cartas de un misterioso enamorado creado por su imaginación. Enamorado que fue perfeccionando tanto en sus misivas que un día se le apareció en cuerpo y alma. Sin darse cuenta había dejado pasar la juventud, los días en que el Amor se respira en el aire. Lucía nunca se cruzó con él, y llegó a la plenitud de su vida sin amor y sin sexo. De todos modos un día entendió que no era demasiado tarde y se dispuso a buscar y encontrar al hombre que, según ella, estaba esperándola en alguna parte. Carente de afecto y de ternura necesitaba sentirse amada y deseada por un hombre. Entonces recibió la primera carta:

Srta. Lucía:
Usted no me conoce. Soy un hombre que desde hace mucho tiempo está enamorado de usted. No he tenido oportunidad de hablarle a pesar de habernos cruzado muchas veces, por ese motivo le escribo esta carta.
Me llamo Albérico Alonso, tengo 58 años y soy viudo. No tengo hijos. Vivo en el Nº 3520 de su misma calle. Me gustaría que nos encontráramos para conversar. Contésteme por favor. Déme la oportunidad de conocerla. Ya sabe mi dirección. Afectuosamente
Albérico Alonso

La carta con su nombre y dirección se encontraba en el buzón de la entrada, cuando uno de los hermanos al volver del trabajo la encontró.
—De quién es —le preguntó al entregársela.
—Cómo voy a saber si aún no la he abierto —le contestó
Leyó con tanta emoción como si aquella misiva fuese en realidad de un extraño, y sintió que el corazón latía como alocado. Esperó un par de semanas y contestó:


Sr. Albérico Aloso
De mi mayor consideración:

Hace unos días recibí su carta. He dudado mucho en contestarla. No sé si es una broma o usted realmente existe. No sé quién es, no he intentado averiguarlo pese a dejarme sus dato y dirección.
Desconozco a qué o a quién estoy enfrentándome, pero créame que ha despertado mi curiosidad. No sé de qué pudo usted enamorarse, como dice.
Tengo en mi habitación un gran espejo que diariamente me recuerda que no soy joven ni hermosa. Le agradezco sus conceptos, pero no creo que vernos resuelva esta extraña situación. De todos modos lo saludo atte.
Lucía Rivero


Cerró el sobre, escribió la dirección que le dejara Albérico y la guardó junto a la primera carta que hizo y recibió.
A los pocos días una nueva carta aguardaba en el buzón.
Cada carta que recibía iba transformando su carácter y su presencia. Se la veía más alegre, más cuidada. Feliz. Casi hermosa. Esa relación escrita se mantuvo poco más de un año. Los hermanos, que creían que efectivamente las cartas las enviaba un admirador, no entendían por qué Lucía se negaba a conocer al hombre que, según ella misma contaba, era una persona de bien. Mientras las cartas, atadas con una cinta roja, se fueron sumando guardadas en un cajón de la cómoda.

Un día Lucía comenzó a no saber con exactitud dónde dejaba los lentes, el monedero, los recibos para pagar las cuentas de la casa. A sentir inseguridad para caminar. De todos modos seguía escribiendo y recibiendo cartas. Hasta el día que Albérico se presentó en su casa.
Se encontraba preparando la cena para sus hermanos que aún no habían llegado, cuando oyó el timbre de la puerta de calle. Se apresuró a abrir y allí se encontraba Albérico.
—No podemos seguir así —dijo el hombre—, no somos niños. No tenemos la vida por delante. ¡Quiero que vivamos juntos!
Lucía lo invitó a entrar. Conversaron mucho, hasta la media noche. Desde entonces todos los días llegaba el hombre a conversar y hacer proyectos. A veces de mañana, otras al medio día. Y muchas veces de noche en que se escuchaba la voz de Lucía en continuo coloquio, hasta entrada la madrugada.

Decidieron vivir juntos y para siempre cuando los hermanos, luego de varias consultas médicas la internaron en un sanatorio para enfermos mentales. Albérico se fue con ella. Vivieron juntos hasta la mañana del invierno aquel, en que Lucía no despertó.


Ada Vega - edición 2010 -

Qué quiere que le diga

   





Fue a principios de la década del sesenta. Los tranvías con los rieles aferrados al hormigón hacía tiempo que habían dejado de recorrer las calles montevideanas, abriéndole paso a los modernos trolebuses de rieles aéreos que resultaron sólo espejismos en su primera y en su segunda etapa.
Las grandes tiendas del Centro fueron cerrando las puertas al público dejando sin trabajo a miles de empleados para apostar a las modernas "Galerías" que no alcanzaron nunca a colmar las expectativas de los quiméricos empresarios de aquellos días. Cerraban los cines y los grandes bares, y el clásico paseo de los sábados al Centro desapareció.
En esa década, a partir de aquel abril de 1959 cuando las inundaciones causadas por treinta días de lluvia continua, produjeron una catástrofe nacional, dejando al país con carreteras cortadas y prolongados cortes de luz, los empleados del comercio obtuvimos algo favorable: dejamos de viajar cuatro veces por día pues se decretó, para ese ramo, el horario continuo. Los comercios del Centro abrían sus puertas   de diez de la mañana a seis de la tarde, con un descanso, para el personal, de una hora al medio día.
En la calle Río Negro entre 18 de Julio y San José había, en aquel entonces, un bar llamado Támesis. Allí íbamos varias compañeras, en la hora de descanso, a conversar y tomar un cortado largo con una medialuna de jamón y queso. En ese bar muchas de nosotras aprendimos a fumar con los Marlboro y los L & M americanos, extralargos con filtro, que comenzaban a aparecer en todos los quioscos del Centro. En esos días también íbamos a comer la famosa pizza con mozzarella que ofrecía, como una novedad, El Subte, la pizzería de Ejido frente a la Intendencia, que era un local chiquito, sin mesas ni sillas, donde había que comer de pie y de apuro, para dar lugar a otras personas que esperaban afuera.
El Támesis tenía un mostrador largo en el medio del local, desde la puerta de entrada hacia el fondo. La caja estaba adelante y a ambos lados y también hacia el fondo, se alineaban las mesas. Entrando, a la derecha, las mesas estaban separadas del mostrador por un tabique que les daba cierta privacidad. Nosotras íbamos ahí y en esa hora ocupábamos todas las mesas.
Un medio día una compañera llamada Abril, encontró debajo de una mesa un monedero rojo. Era un monedero grande con boquilla dorada. Mi compañera lo puso sobre la mesa y lo abrió. Adentro tenía unas monedas sueltas y un pañuelo rojo de mano, envolviendo una foto. Era una foto vieja en sepia, cinco por ocho, sacada en un estudio. Es Gardel, dijo extrañada al mostrarla. Atrás tenía una dedicatoria: “Para mi amiga Juanita con mucho cariño, Carlos Gardel. Montevideo junio de 1933”.
Yo miré la foto con la cara sonriente de Carlos Gardel en aquella muy famosa foto de perfil y gacho gris que le sacara, entre muchas otras, el fotógrafo Silva en su estudio de la calle Rondeau y no le di importancia pues para mí Gardel —en aquel entonces—, era un cantor argentino, uruguayo, francés, de tangos que había muerto en un accidente antes de que yo naciera. Y que la gente, no entendía por qué, lo seguía escuchando por la radio como si no estuviese muerto y enterrado. En esa época yo estaba entusiasmada con las canciones de Sandro y Leonardo Fabio y, a pesar de que siempre me gustó el tango, Gardel no estaba entre mis ídolos del momento. Después los años me enseñaron muchas cosas, entre ellas: que Carlos Gardel es inmortal y que es cierto que cada día canta mejor. Pero eso lo aprendí a medida que fueron pasando los años.
Aquel mediodía en el Támesis nos encontrábamos opinando sobre el monedero y su contenido cuando entró la dueña a buscarlo. Era una mujer que todas conocíamos de vista. Tal vez alguien que la haya conocido, si lee esta historia, la recuerde. Era una mujer de unos cuarenta años, alta, delgada, de piel muy blanca y cabello negro. Que tenía la particularidad de vestir siempre de rojo. Toda de rojo. Zapatos, medias, vestido, tapado, guantes, cartera y en la cabeza un pañuelo, que cruzaba adelante y ataba detrás.
Solía andar con un bolso haciendo compras. Vivía por ahí cerca. No mendigaba ni hablaba con nadie, pero todo el mundo la conocía. Por años vi. a esa mujer andar en la vuelta. Ese mediodía cuando entró y vio a mi compañera con el monedero abierto y la foto en la mano le dijo:
 —Ese monedero es mío, se me cayó y no me di cuenta.
Abril se apresuró aguardar la foto y alcanzarle el monedero mientras nosotras le explicamos que lo habíamos encontrado en el suelo y lo abrimos para ver de quién era. Ella no nos escuchaba. Miraba atentamente a la chica que lo encontró que aún mantenía la foto en la mano. Entonces le hizo una pregunta extraña. Le dijo en voz baja y pausada:
—¿Qué te pasa? ¿Por qué estás preocupada? Abril se puso nerviosa.
 —Nada —le contestó—, a mí no me pasa nada.
 —Estás asustada, ¿de qué tenés miedo? —insistió la mujer de rojo. Entonces Abril más tranquila dijo:
—Mi mamá está internada, hace una semana que está en coma.
—Sí, —dijo la mujer—, por algo perdí el monedero para que vos lo encontraras. Quedate con esa foto, pedile a Carlitos por tu madre. No te separes de esa foto. Mañana vengo a buscarla.
 Cuando se fue nos quedamos comentando que aquella mujer estaba loca. ¡Mire que rezarle a Gardel!
Según Abril, ella no le pidió ni le rezó al Mago. No se sintió motivada. No creyó que Gardel fuera un santo como para pedirle un milagro. De todos modos no se separó de la foto, la tuvo en la mano y la miró varias veces. Esa noche pasó con la madre en el Hospital, y a la mañana siguiente como todos los días vino a trabajar. Ese mediodía regresó la mujer de rojo a buscar la foto. Abril se la devolvió y le dijo que la mamá seguía igual. Que los médicos no daban esperanzas. Ella le contestó:
—¡Qué saben los médicos! ¡Carlitos es un santo! ¡Ya vas a ver!
Esa tarde casi al cierre llamaron a Abril del hospital para decirle que la mamá había vuelto del coma y comenzaba a recuperarse. Diez días después dejaba el hospital completamente curada.
La señora salió del coma y se recuperó debido a la atención de los médicos, a la medicación o porque no era su hora. Pero para Abril y algunas de mis compañeras fue un milagro de Gardel y sé que hasta el día de hoy le rezan y le hacen peticiones que, según ellas, él les concede. No había transcurrido un mes cuando un mediodía vino al bar la mujer de rojo a preguntarle a mi compañera por su madre. Abril le contó la novedad de la feliz recuperación y ella nos contó la historia de la foto de Gardel. Que parece que no sólo es mago. Desde su trágica muerte, hay quienes piensan que el morocho del Abasto se recibió de santo. Esa foto, nos dijo, perteneció a Juanita Olascoaga, una morena que vivió en su juventud el esplendor del Montevideo de los años veinte. Muy conocida en la noche montevideana. Las dos mujeres se habían conocido casualmente, hacía unos años, y cultivaron una cierta amistad. Tal vez las unió la soledad, o aquel modo de vivir en un mundo propio que ambas habían elegido. Lo cierto fue que la morena le contó parte de su vida que fue, sin duda, muy interesante y entre esos recuerdos cómo una noche de lluvia de 1933, en que andaba caminando por 18 de julio, tropezó sin querer con Gardel que bajaba de un taxi en la puerta de su hotel protegiéndose bajo un paraguas. La morena trastabilló y Gardel la tomó de un brazo para que no cayera. Entonces ella lo reconoció y le dijo:
—¡Carlitos! Y él la invitó a tomar un café en un bar de la calle San José. Juanita esa noche le pidió una foto y él le dio una muestra que se había sacado en esos días en el estudio Silva de la calle Rondeau y se la dedicó. Era octubre y Carlos había venido, en esos días, a cantar al teatro 18 de julio. Fue la última vez que vino a Montevideo. Murió trágicamente, a la vuelta de una gira, en junio de1935.
Nos contó la señora de rojo que Juanita siempre tuvo esa foto con ella y que en los últimos años le rezaba a Carlitos como si fuera un santo, pidiéndole que la llevara con él de este mundo. También contó que se habían encontrado las dos, hacía unos días, por 18 de julio y la morena se la dio para que la conservara —le dijo—, porque no se estaba sintiendo bien y no quería que cuando ella faltara, esa foto que era milagrosa, se perdiera.
Yo sigo pensando que Carlos Gardel fue un súper dotado. Que cantaba como un zorzal y las letras que cantó hace cien años, aún hoy están vigentes. Que no hubo ni habrá nadie que lo iguale en su voz y su carisma y que fue, según dicen, un gran tipo. Acepto que fue un mago. Pero de lengue y gacho gris en un altar de la iglesia…¡qué quiere que le diga! 

Ada Vega, edición 2010 

Feminista yo

  

                               Simone de Beauvoir.
                                                        
Al principio fui feminista. Cursaba la secundaria y Sartre había revolucionado a la juventud con su ponencia del existencialismo y del marxismo humanista, sus frases célebres y el sumun que representó en el 64 su rechazo al codiciado Premio Nobel de Literatura. Los jóvenes se embanderaban con la declaración de Jean Paul de que “Dios no existe, por lo tanto la vida carece de valor”. La corriente filosófica de Sartre se había puesto de moda, pues lo más importante en el movimiento existencialista era la declaración de que “el hombre nace libre, responsable y sin excusas”. Que, en traducción libre, quiere decir que cada quién viva como se le dé la gana.

Parte de la juventud de aquellos años asimiló con entusiasmo todo lo proclamado por el famoso pensador hasta que dichos conceptos caducaron, ante la imposibilidad de mantenerlos vigentes, bajo el peso de la realidad. Pero antes, el mundo se sorprendió con la aparición de la joven Simone de Beauvoir. Novelista francesa, existencialista y compañera de Sartre, que al entrar en escena se declaró feminista, filósofa y libre pensadora. Feminista. Para muchas de las jóvenes de aquellos años la palabra Feminista, era ante todo romántica y audaz. 

Pese a que en Uruguay, dichos movimientos, comenzaron hacia 1900 logrando hasta la fecha importantísimos logros, en aquel momento la aparición de la Beauvoir produjo entre las jóvenes universitarias una especie de deslumbramiento. La gran mayoría de las estudiantes querían ser feministas y muchas lo fueron. Otras quedaron por el camino al comprender que Feminismo no es sólo una palabra tendenciosa sino un camino duro de lucha, sacrificio y renunciamientos. 

Pues bien, yo quedé a la zaga en el segundo grupo. Porque hay cosas en la vida que se hacen bien o no se hacen. Y las luchas por la igualdad de los géneros y las oportunidades, como a los derechos reproductivos y el derecho a denunciar la violencia familiar, ha llevado a los grupos feministas a una lucha sin cuartel durante más de un siglo. Y continúa. Además, las mujeres que conforman estos grupos son mujeres de lucha, de trabajo duro, de enfrentamientos. Saben bien que ser Feminista no tiene nada de romántico. 

Como dije antes, al principio fui feminista, concurrí a actos y reuniones, leí libros referentes. Siempre reunida con mujeres comprobé que es absorbente trabajar para una causa determinada con miras de éxito. Por lo tanto fui apartándome de la relación con el “sexo fuerte”.
Comenzó a pasar el tiempo y mis compañeras de estudio y mis amigas del barrio comenzaron a casarse, a tener hijos y yo ni novio, ni amigo, ni simpatizante, ni nada. Hasta que un día un posible candidato que rechacé, me preguntó si me gustaban las mujeres. Le dije que no. Me preguntó: y entonces qué pensás hacer con el sexo, porque a un convento de monjas, si no crees en Dios, no creo que ingreses. 

De modo que me puse a pensar seriamente y me dije: no, ni tanto, ni tan poco. Yo quiero tener una familia. Voy a hacer un poco de lugar en mi vida para dar cabida a un hombre que me lleve al altar. No fue nada fácil: casi me quedo de a pie. En aquellos años si no te casabas antes de los veinte, te quedabas para vestir santos. Y a mí los veinte se me estaban yendo. No podía tampoco salir de cacería y dejar mi lugar en el grupo feminista así como así, que todo lleva su tiempo. Por lo tanto comencé a mirar para los costados por si pasaba algo que me interesara. Y pasaban, pero yo no les interesaba. A los hombres no les caían bien las mujeres declaradas feministas, por lo menos para llegar al matrimonio. Entendían que una mujer que se dedicaba a explorar los dilemas del existencialismo sobre la libertad y la responsabilidad del individuo, en lugar de preocuparse por aprender a cocinar y a zurcir la ropa, no pintaba justamente como un modelo de esposa y madre.

Así estaban las cosas cuando una tarde al salir de la facultad me encontré con Aldo, un ex compañero del liceo que siempre me había gustado. Había hecho arquitectura y se encontraba trabajando en un proyecto auspicioso. Se interesó por mí y nos quedamos de ver ese fin de semana para ir al cine. Fuimos al Cine Censa y vimos “Nunca en domingo”, una película griega con Melina Mercuori sobre una prostituta y un intelectual americano que intenta retirarla de la prostitución. Salimos del cine casi abrazados y fuimos caminando y comentando la película, hasta el Walford, aquel bar que estaba en 18 y Ejido donde, hasta hace unos días, estaba La Pasiva que tenía un luminoso enorme en la ochava, sobre la puerta de entrada. Cuando nos sentamos a fumar y tomar un café, éramos casi novios. Allí me enteré que vivía solo en un apartamento propio, se estaba construyendo una casa en Pinamar y que su economía era estable.
Y él se enteró que yo era Feminista. 

No tenía nada nuevo que contarle de mi vida. Seguía viviendo con mis padres en la misma casa, trabajando como programadora de IBM en una empresa comercial y continuaba soltera y sin compromiso. ¿Que sos, qué? preguntó con un tono desconfiado como si le hubiera dicho que me había convertido en astronauta. Feminista, le repetí. Sentí como si se desmoronara. Y lo comprendí. Él estaba viviendo bien, en calma, con trabajo y sin complicaciones. Lo menos que necesitaba a su lado era una mujer peleando sus derechos.

Esa noche hablamos muchos temas, pero no llegamos a nada. Me di cuenta que mi posición de feminista ante el mundo no le había caído muy bien. No quiso saber detalles. No preguntó y cuando intenté exponer los motivos de mi incorporación a la causa, no me dejó hablar. Dijo que no le interesaba dicho movimiento, que era mi vida y yo sabría lo que hacía. Confieso que me había ilusionado con aquella cita, pero al salir del bar ya no éramos casi novios, ni casi nada. Me acompañó a tomar el ómnibus para mi casa, me dio la mano y no lo volví a ver.

Entonces me di cuenta que no sabía nada de los hombres. Que no sabía como piensan, cuando piensan; de qué hablan, cuando hablan; cómo reaccionan, cuando reaccionan. Y aunque en mi interior reafirmé mi feminismo, entendí que si persistía en la idea de dormir con un hombre para el resto de mi vida, debía aceptar su juego. Que es muy sencillo. Basta con regirse de dos puntos:
A) A los hombre hay que decirles lo que ellos quieren oír.
B) No contarles todo.

De la desilusión que sufrí en aquella cita con Aldo, me costó recuperarme. Por mucho tiempo, guardé la esperanza de que un día volviera a encontrarlo. En fin, el tiempo pasa y aquella cita quedó en el recuerdo. Ocho años después me casé. Tengo dos hijos preciosos y vivo feliz en Pinamar. ¡Ah! Creo que no lo dije: me casé con Aldo. Volvió a los ocho años. Me dijo que había cometido un error conmigo. Que la vida le enseñó a respetar, aunque no se compartan, las ideas del prójimo. Que nunca dejó de pensar en mí y que si no era demasiado tarde, aceptara casarme con él. En el Registro Civil nos dieron fecha para quince días después. Nos casamos a los quince días de haber vuelto por mí.

Si no hubiese sido sincera y no le hubiese contado mi militancia, me hubiese casado ocho años antes. Le dije, cuando me preguntó, que había dejado el grupo feminista hacía muuucho tiempo.  
Era lo que él quería oír.

Ada Vega, edición 2011 -