domingo, 12 de diciembre de 2021
Pasional
viernes, 10 de diciembre de 2021
Casamiento accidentado
Había amanecido lindo en mi pueblo, el sábado aquél en que se casaba m’hijo, el menor. El sol tibio de abril, acariciaba manso las calles angostas, las casas bajas. Se filtraba como con timidez entre las ramas ya casi secas de los árboles, en la plaza principal. Asomando entre los cerros arrancaba reflejos dorados del campanario de la iglesia y hacía brillar los botones del uniforme del cabo, en la puerta de la comisaría. El día despertaba augurando felicidad.
Los preparativos del casamiento habían llegado a su fin. ¡Gracias a Dios! Porque hacía como seis meses que la patrona y mis gurisas no daban la ida por la venida con los arreglos del eminente acontecimiento. Que los regalos, los vestidos, el traje del muchacho, la iglesia, ¡la fiesta! Me he pasado firmando boletas de crédito. Diga que en el pueblo todo el mundo me conoce y me da fiado ¡que si no! Pero era el gusto de mi mujer y era el primer hijo que se nos casaba.
Pensar que yo me casé con la madre de mis hijos por atrás de la iglesia. Digamos que me la robé, entonces yo tenía dieciocho años y ella dieciséis. Después formalizamos, cuando los mayorcitos iban a empezar la escuela. Pa´que tuvieran mi apellido, sabe, como manda la ley. Por la iglesia no, nunca nos casamos. El cura decía que estábamos en pecado, que pa´casarnos teníamos que confesarnos y arrepentirnos. ¿Qué íbamos a confesar, si todo el pueblo sabía que vivíamos juntos? ¿Y de qué nos íbamos a arrepentir, si habíamos sido felices? Dios nos habrá perdonado ¡nos mandó siete hijos! Si vinieron como penitencia ¡pa´ nosotros fueron un regalo!
Siete muchachos criamos: cinco gurisas y dos varones. El mayor y el menor ¡mire usted! Las dos puntas. Y el punterito chico rompió el cepo. Yo al principio me opuse:
—¡No señor, qué casorio ni casorio, es muy gurí, tiene tiempo, que viva un poco primero! ¡Tiene tiempo!
Pero no hubo caso, el amor es así, cuando prende, prende. Y la madre que lo apoyaba:
—No es ningún gurí, ¿vos ya te olvidaste? Cuando nació el primero vos no habías cumplido los diecinueve ¡igual que tu hijo ahora!
Y ¿qué iba hacer? ¡Que se case entonces! ¡Quiera Dios sea feliz como yo fui con su madre. Pero ahora la cosa está fiera, no es como antes, nosotros no teníamos nada, ni esperábamos más de lo que teníamos. En esta casa vivimos siempre. Aquí nacieron todos mis hijos. Pero ahora ¡hasta televisión color quieren los muchachos!
Bueno, la cuestión era que el día del casamiento iba pasando, de tarde venía el juez a casarlos en casa y de tardecita se casaban en la iglesia. Ya estaba todo pronto, la casa llena de gente —yo no sé de dónde había salido tanto invitado—, el juez en el comedor y los novios de la manito, de pie frente a él. ¡Cuando sucedió la hecatombe!
Abriéndose paso entre los invitados, una morena joven con dos negritos de la mano y uno en los brazos ¡que eran una gloria! Paró el casamiento.
Dirigiéndose al juez le dijo que el casamiento no se podía efectuar, porque el muchacho que se casaba era el padre de esos tres gurises. Y ahí nomás se suspendió el casamiento civil. Le juro que no me quiero ni acordar. Mire, entre los desmayos, los gritos, los empujones, ¡fue un infierno aquello! La novia agarró a sopapos al novio que parecía que no entendía nada de lo que estaba pasando. El juez, yo y mi compadre, el Nacho, tratamos de calmar el relajo que se armó. Lo conseguimos a medias. La novia llorando a mares, no quería saber de nada, m´hijo o no sabía nomás lo que pasaba, o se había vuelto loco. Andaba como perdido. Yo lo agarré de un brazo y lo enfrenté a la morena.
—¿Conocés esta mujer? —le pregunté indignado.
—Yo no la conozco, ni sé quién es —¡me dijo delante de ella! ¡Qué indecencia, negar así a su propia mujer, a la madre de sus hijos! Sentí un dolor en el pecho, comprobar en mi propio hijo esa falta de dignidad, negar todos los principios que le enseñamos con la madre, yo…
—¿Quién es este hombre? —dijo la morena.
—Cómo quién es? ¡Es el padre de tus hijos! —le contesté.
—¿Qué dice? ¡El padre de mis hijos es su hijo!
—¿A sí? ¿Y éste quién entonces? ¿No es m´hijo?
En medio de semejante lío, viene como del fondo de casa el Hugo, m´hijo mayor, que andaba en la organización de la fiesta de esa noche, ve a la morena y le dice, mientras toma en los brazos al niño que ella cargaba y acaricia a los otros dos.
—¡Tina! ¿Qué hacés acá?
—Me dijeron que te casabas…
—¿Yo?
—Me dijeron…
Él le dio un beso y le dijo:
—Zonza, yo ya me casé contigo.
—Entonces vos… —le dije al Hugo.
—Sí papá, yo hace años que tengo mujer, que vivo con Tina. No sé, al principio no dije nada, después el tiempo fue pasando, siempre esperando que se diera una oportunidad, esas cosas ¿vio? Pero bueno, ahora ya lo sabe. Tina es mi mujer y estos son sus nietos.
Hubo que ir a buscar a la novia y a los padres para seguir con el casorio. El juez y los invitados no se habían ido esperando para ver como terminaba el lío. Al fin los muchachos se casaron por el juez y de tardecita fuimos todos a la iglesia.
Mientras el cura les hablaba a los novios yo, que era el padrino , miré para la primera fila de bancos. Mi mujer con el negrito más chico en los brazos, lloraba, pienso que sería por la emoción de la boda. Nunca le pregunté. Tina y el Hugo con los dos negritos de la mano, sonreían felices y enamorados. Yo me puse a pensar que a ellos habría que armarles casamiento y bautismos. Me gustó eso de tener tres nietos de golpe. Clavado que el Hugo ya los habría hecho hinchas de Peñarol! Si, otro casamiento en puerta.
Había amanecido lindo, en el pueblo, el sábado aquel de abril.
jueves, 9 de diciembre de 2021
Después del café
Era invierno. Recostado a la puerta de calle miraba llover. El viento silbaba austero entre las copas de los sauces. Pasó la muerte y me miró.
—A la vuelta paso por vos —me dijo.Seca, sin mojarse, pasó la muerte bajo la lluvia.
—Por mí no te apures —le contesté resignado.
Ella volvió a mirarme desdeñosa y siguió de largo sin contestar.
Se venía la noche. Entré, cerré la puerta y encendí la luz. Busqué en derredor algo en qué ocupar el tiempo que me quedaba. Demoré buscando un libro en la biblioteca. Recorrí la estantería sin leer los títulos. Mis manos iban acariciando los lomos sin decidirse. Arriba, en la estantería más alta, junto a una vieja Biblia, un libro encuadernado en blanco y negro, de tapas envejecidas, se recostaba en el anónimo y antiquísimo: Las Mil y Una Noches. Lo reconocí en el momento de retirarlo. Se llamaba: Huéspedes de paso, del francés André Malraux. Esa novela autobiográfica la había leído muchos años atrás. Relata gran parte de la vida del autor. Cuenta que vivió las dos guerras mundiales. Como corresponsal recorrió Europa, vivió en África, volvió a Francia y fue ministro de cultura del presidente De Gaulle.
Observo el libro en mis manos. En la tapa, la foto del escritor sentado en su escritorio. La cabeza apoyada en su mano derecha. Viste traje. Lleva corbata y camisa de doble puño con gemelos. Abro el libro al azar.
“—Creo probable la existencia de un dominio de lo sobrenatural —dice—en el sentido en que creía en la existencia de un dominio de lo inconsciente antes del psicoanálisis. Nada más usual que los duendecillos. Rara vez son los que uno cree ver; se domestican poco a poco, y luego desaparecen. Otrora los ángeles estaban por doquier. Pero ya no se los ve. Me inclino a mirar con buenos ojos el misterio; protege a los hombres de su desesperanza. El espiritismo consuela a los infortunados.”
Afuera seguía lloviendo. Pensé en la muerte que quedó de pasar. —A la vuelta —dijo. Mientras esperaba me dirigí a la cocina a preparar café. Siempre me gustó el café: fuerte, sin azúcar. Los médicos, entre otras muchas cosas, me lo habían prohibido. Parece que mi corazón no quería más. Siempre cuidé de mi salud, pero en ese momento, ya no tenía caso.
La muerte demoraba. Pasó caminando. Muy lejos no iría. Dejé el libro en su lugar. Yo también creía en el misterio, en el espiritismo. En los espíritus que cohabitan entre nosotros. El café me cayó de maravilla. Lo disfruté. Se hizo la media noche y el sueño comenzó a rondarme. Preferí quedarme en el living, cerca de la puerta. Me arrellané en el sofá con la luz de la lámpara encendida, por si alguien venía a buscarme. Dormí sin soñar y desperté en la mañana como si nunca hubiese estado enfermo. No sentía cansancio ni fatiga. Salí a la calle a caminar entre la gente.
La inalterable ruta de los Reyes Magos
Creo que a estas alturas los Reyes Magos están un poco desprestigiados. Por equivocarse tanto, digo, por no poner más atención en donde dejan los juguetes. Ellos saben bien que todos los niños esperan regalos, sin embargo, parece que eligieran los barrios y las casas por donde van a pasar. Y así, dejan en su trayecto tantos y tantos hogares sin visitar. Barrios enteros donde miles de niños se durmieron de madrugada esperando a los camellos que no llegaron, y despertaron por la mañana, acongojados, sin comprender por qué otra vez los Reyes se olvidaron de ellos. Esos mismos Reyes que lograron la inmortalidad por llevarle ofrendas a un niño que nació pobre, tan pobre que vino al mundo en un establo. Cuentan que guiados por una estrella, llegaron desde sus lejanos reinos hasta Belén, la noche del 5 de enero, de hace más de 2000 años, y ese niño que dormía en un pesebre los hizo Reyes Magos, para toda la eternidad. Por eso cada 5 de enero recorren las casas de todos los niños de la Tierra, ricos y pobres, negros y blancos, judíos y cristianos, para dejarles un regalo a cada uno. Esa es su misión. Aunque a veces creo que han empezado a cansarse de tanto viajar, porque si bien es cierto que trabajan solo una vez al año, eso de andar cargando bolsas de juguetes para todos los niños del mundo, debe ser un trabajo agobiante. Se han aburguesado. Marcaron una ruta determinada y no se apartan de ella. Y es sabido que en la ruta de los reyes, los pobres quedan al margen. Siempre quedan al margen. Si hace más de 2000 años bajó Dios a la Tierra para ver si podía arreglar el entuerto y no pudo, ¿qué se van a hacer problema los Reyes? Dígame. Parece que allá arriba no tienen la solución. Tal vez tengamos nosotros que resolver este perjuicio, exigiéndoles a los Señores Reyes igualdad para todos los niños. En fin, esto no es nuevo, cuando yo era niña sucedía lo mismo. Por mi casa pasaban, pero según decía mi madre ya venían de vuelta. La nuestra, decía, era una de las últimas casas por donde tenían que pasar, por eso nos dejaban lo último que les quedaba. Yo le preguntaba entonces a mi madre por qué un año no hacían el recorrido al revés. Ella me contestaba que esas, eran cosas de Dios. Y ya sabemos que a Dios uno no le puede andar pidiendo explicaciones. Por lo tanto, nos conformábamos con lo que nos habían dejado. Porque eso sí, a conformarnos, los pobres, aprendemos de chiquitos.
miércoles, 8 de diciembre de 2021
La última carta
—Vos no te podes ir así, como si no pasara nada.
Ada Vega, edición 2012 -
lunes, 6 de diciembre de 2021
La muerte de Mariquena Vargas
Murió Mariquena Vargas. Su muerte repentina nos ha dejado atónitos. Estupefactos. No porque no tuviese edad para morir, que sus bien cumplidos ochenta años los tenía y muy bien llevados por cierto. Sino por un pequeño detalle que ocultó durante toda su vida y que, al morir y enterarnos, nos dolió como un cachetazo en pleno rostro. No nos merecíamos esa burla de tu parte, Mariquena. Fuiste casi cruel. Casi. Cierro los ojos y creo oír tu risa burlona desde el infierno donde estarás. ¿O te habrá perdonado Dios...?
Mariquena era una mujer de ley. Conservó hasta el final de sus días la fortaleza y la presencia de una verdadera matrona. Que eso fue, sin lugar a dudas. Y al decir de quienes la conocimos de cerca: una gran mujer.
Una mujer fantástica, diría yo. De fantasía.
Cuando la conocí tendría algo más de cuarenta años. No muchos más. Conservaba una belleza poco común. Su cara y su pelo renegrido me recordaban a Soraya, aquella princesa de los ojos tristes casada con el Sha de Persia, que fue obligada a abdicar del trono por no lograr concebir hijos que perpetuaran la dinastía del Sha. Como verán, salvando la distancia, Mariquena era una mujer hermosa.
Fue también, en aquel tiempo, una modista muy reconocida. Se acercaban señoras de otros barrios para hacerse la ropa con ella. Vivía por Bulevar Artigas en una de las últimas casas que Bello y Reborati construyeron allá por la década del treinta. Según cuentan los vecinos más viejos del barrio, Mariquena tenía apenas diez años cuando vino a vivir con su tía, doña María Emilia Cufré, hermana de su madre, casada con un italiano de apellido Righetti directivo de la compañía Transatlántica de Tranvías. Era una niña delgada y alta, de cabello negro y ojos oscuros. Introvertida y con marcadas carencias de afecto.
No recuerdo, si es que alguna vez lo supe, el motivo que la llevó a abandonar su hogar, sus padres y hermanos, para venirse del todo con doña María Emilia. Lo cierto fue que con ella vivió en aquella hermosa casa como si su tía fuese su verdadera madre, y la acompañó hasta el final de sus días como si ella fuera su propia hija.
Cuando llegó Mariquena a la casa del señor Righetti doña María Emilia, que no tuvo hijos, recibió a su sobrina con mucho cariño y comprensión. La anotó para terminar primaria en la escuela Grecia, que estaba en aquellos años, en Miranda y Bulevar, frente el Campo de Golf. Terminada la escuela la chica no se inclinó por los estudios; cumplidos los catorce años quería trabajar, de modo que la tía le consiguió empleo en los talleres de confección de Aliverti, una prestigiosa casa de modas de la avenida 18 de Julio, y allí se mantuvo hasta mediados de los ochenta cuando la firma cerró. Entonces se quedó en su casa y trabajó como modista durante muchos años.
Mariquena nunca se casó ni tuvo hijos. Y a pesar de que en el barrio corrieron escabrosas infidencias sobre una turbulenta vida amorosa y sobre varios amores que en su juventud dejó por el camino, nunca le conocí novio ni hombre alguno. De modo que de las historias que de ella se contaron, la mitad no hay que creerla y a la otra mitad ponerla en duda. La recuerdo sí, como una mujer de carácter fuerte que no se dejaba avasallar. Justa. Honesta. Gran discutidora. Defendía sus ideas y los temas de su interés, de igual a igual, tanto con hombres como con mujeres.
Hacía varios años que el señor Righetti había fallecido cuando murió doña María Emilia. El matrimonio, papeles mediante, dejó la casa a Mariquena como herencia. La hermosa casa con torrecita y mirador de tejas. Entonces apareció Teiziña, una morenita de motas, de diez o doce años, que un invierno anduvo pidiendo comida puerta por puerta. Uno de esos días de lluvia y mucho frío Mariquena la entró en su casa, la alimentó, le dio ropa seca y la niña se quedó ese día y el otro y todos los días que siguieron.
La morenita contó que venía de la frontera con Brasil, donde había nacido. Su madre, sola y agobiada con la crianza de ocho hijos, la había puesto en un ferrocarril con destino a Montevideo para que ella misma se buscara la comida, pues la pobre mujer no tenía como alimentarla. La niña, por lo tanto, desde el mismo día que llegó a la capital andaba caminando y durmiendo en los portales. Desde entonces, Mariquena y Teiziña, vivieron juntas como madre e hija. Así las recuerdo yo.
Teiziña terminó de crecer y durante largos años se ocupó de la casa y de Mariquena; una obligación que se impuso a sí misma como modo de agradecimiento, hacia quien la sacó de la calle y le dio un hogar. Tampoco se casó nunca. Tuvieron, si se quiere, un destino común: la casa de bulevar, siendo niñas, las cobijó a las dos.
Fue ella quien encontró a Mariquena muerta. Dormida para siempre estaba la doña en su cama. En la misma posición que se durmió, la encontró la muerte.
La morena llamó una ambulancia, al doctor y a la Pompa Fúnebre. En el living de su casa nos reunimos algunos vecinos, para no dejarla sola. Allí estábamos, cuando del dormitorio de Mariquena salió uno de los empleados de la funeraria, que se encontraba arreglando el cuerpo para las exequias, y preguntó por algún pariente cercano. Pariente no había. La morena era lo más cercano que la difunta tenía en esta vida. No obstante Teiziñia, llorosa y muerta de miedo, se rehusaba a hacer acto de presencia en el dormitorio donde descansaban los restos mortales de Mariquena.
Los empleados de la empresa decidieron que hasta que no se presentara algún responsable del velatorio, ellos no seguirían preparando el cadáver. Ante tal premisa una vecina, aceptando el reto, se ofreció para acompañarla. De manera que, apoyada en la buena mujer, la morena accedió y las dos entraron juntas al dormitorio. Dos empleados de la funeraria esperaban, de pie, uno de cada lado de la cama. Nadie habló. No fue necesario.
Mariquena estaba tendida en su cama mostrando, sin ningún recato, su cuerpo desnudo de varón.
Firme aquí, —le dijo el empleado a Teiziña.
Tuvo que esperar a que volviera en sí del desmayo.
La vecina solidaria había huido espantada.
Aún me cuesta creerlo.
En los tiempos del Zeppelin
El 30 de junio de 1934 quedó para siempre impreso en mi memoria. Aquel día de invierno de cielo translúcido, sin nubes, ni el viento que suele azotar la ciudad de Montevideo, vi al Graf Zeppelín al regreso de Buenos Aires, sobrevolar mi casa en la Villa del Cerro. Entonces la Villa era apenas un cerro agreste con algunas viviendas y comercios sobre la calle Grecia, y edificaciones ocupadas por saladeros, frigoríficos e industrias del ramo cárnico. Mi casa se encontraba en lo alto del Cerro. Sólo el faro cuya construcción en la cumbre había sido dispuesta por la corona española, cien años atrás, y la fortaleza, la superaban en altura.
En 1834 el gobierno de la época otorgó el permiso para crear una población con el nombre de Villa Cosmópolis, para recibir y dar lugar a los miles de inmigrantes que llegaban de Europa, adoptando luego el nombre de Villa del Cerro. Mi padre, que había sido peón en una estancia cimarrona del interior del país, se radicó en Montevideo cuando la estancia fue vendida a una familia de Estados Unidos con capitales en el Frigorífico Swift, quienes a su vez le dieron trabajo en dicha empresa. Se estableció por lo tanto en un alto de la Villa y se casó con una joven vecina descendiente de lituanos, quién luego sería mi madre.
2
En el año del Zeppelín comencé la escuela. Crecí recorriendo el cerro. Fui un adolescente curioso, andariego y medio brujo. Puntual visitante de la fortaleza y testigo natural del crecimiento vertiginoso de la ciudad- puerto, que se extendía a los pies del monte. Desde mi atalaya observaba la entrada y salida de los barcos y lanchones al puerto de Montevideo; la llegada de los troperos desde el interior del país arreando ganado para los frigoríficos; observaba el movimiento de camiones en La Teja en los comienzos de la instalación de ANCAP y las chimeneas humeantes de las distintas fábricas de toda aquella zona industrial.
Solitario y hosco me crie entre los pájaros de los montes, la pasión de recorrer las playas y la costumbre de rezarle al sol. Incansable caminador bajaba hasta la costa y recorría la cadena de playas que se extendía interminable hacia el oeste, juntando tesoros que guardaba ocultos bajo un árbol centenario: puntas de flechas, casquillos de balas, cuchillos herrumbrados, la quijada de un puma, y un crucifijo de madera carcomida, con un cristo claveteado, de plata de ley.
Recogía objetos que las olas dejaban sobre la arena, de barcos naufragados del tiempo del coloniaje: monedas antiguas; enseres de metal; pedazos de tazas y platos de loza pintados con flores de colores; palos y restos de velamen.
Me cautivaba en los atardeceres, observar la entrada del astro rey en el mar, y contemplar en las noches, de espalda sobre la gramilla, el paso de la luna y su séquito de estrellas.
Criado en aquel otero cerril de animales montaraces y montes silvestres, conversaba con los animales del monte y también con los que se criaban en las chacras. Revolucionario y justiciero de alma, conocedor del destino de las aves de corral, solía reunir a las gallinas para disertar sobre el tema de ir a parar a la olla en cualquier momento, por lo que las alentaba a no pasarse el día picoteando el suelo, tragando todo lo que encontraban, sino tratar de perder peso e intentar vuelos cortos, a fin de volar un día como las garzas y las cigüeñas que cada primavera llegaban por miles a empollar en las riberas del Río de La Plata. Pero las gallinas fueron desde siempre muy haraganas, de modo que me escuchaban sin interés y se iban una tras otra pues se venía el atardecer y había que ir acomodándose en el palo del gallinero. Un día, Pedro, un gallo viejo de la familia D’Amore que tenían una quinta detrás del Cerro, cerca del Campo de Golf, me dijo que no gastara pólvora en chimango y dejara a las gallinas vivir su vida. Que las pobres no habían nacido para volar —puntualizó—, que ellas estaban conformes con su destino. No necesitaban emigrar pues todo lo que necesitaban lo encontraban en el gallinero: dormían bajo techo, recibían comida diaria sin necesidad de andar buscando por ahí, se acostaban temprano y nadie las obligaba a madrugar. Por lo tanto, dejé la cátedra revolucionaria de lado y seguí haciendo nada, mientras recorría la costa y me bañaba en las aguas del río, entre las lisas plateadas que alegres y confiadas saltaban a mí alrededor.
3
Aquel día de junio, al descubrir en el cielo el dirigible alemán, lo primero que se me ocurrió fue manotear la honda para bajarlo de una pedrada. Fue mi padre, que había salido de la casa para ver el pasaje de la nave, quien gritó a tiempo que me detuviera, pues podía dar en el blanco — dijo—, y hacerle un boquete que lo desinflaría forzándolo a aterrizar sobre el almácigo de cebollines, obligándolo de ese modo a permanecer allí hasta que lo emparcharan, mientras los extraños que llevaba en la barriga, quién sabe por cuánto tiempo deambularían por el Cerro y la fortaleza molestando a los vecinos. De todos modos, yo estaba empecinado, quería bajarlo a tierra para ver qué había dentro del globo, no podía creer que, como decía mi padre, dentro de la nave hubiese gente de paseo por el mundo. Por lo tanto, quedé refunfuñando mientras el Zeppelín sobrevolaba la bahía y el puerto, para perderse más allá del Centro de Montevideo sin haber pisado suelo uruguayo, ni a su ida ni a su vuelta de Buenos Aires. Me quedó una ojeriza que nunca pude ocultar. Esperé por años volver a ver el dirigible pues, si había venido una vez —le decía a mi padre— lo lógico sería que volviera como volvían los hidroaviones de Causa, que atravesaban el cielo dos veces por día, para acuatizar en el aeropuerto junto al Nacional de Regatas. Estaba convencido de que el globo con forma de cañón, volvería un día brillando al sol como aquel 30 de junio. Mi espera fue en vano. El Graf Zeppelín, orgullo de la Alemania nazi, nunca volvió. Según se dijo entonces, seis años después de su paso por Montevideo, fue desguazado por los alemanes para utilizar su metal en la construcción de armas bélicas.
El avistamiento del dirigible pautó en mí el principio de una vida plagada de aventuras sin salir de ese Cerro de Montevideo, que fue creciendo para convertirse en una ciudad dentro de otra ciudad. Una ciudad cosmopolita, con una enorme riqueza de costumbres, idiomas y religiones.
El pasaje del Zeppelín, me dio a conocer la existencia de otro mundo más allá del Río de la Plata, más allá del horizonte donde cada atardecer veía ocultarse el sol.
En mis correrías de niño, la curiosidad me llevó a visitar las casas de los vecinos que poco apoco iban poblando las laderas de la villa. Familias recién llegadas que no hablaban como nosotros, y se comunicaban con señas. Personas venidas de Dios sabe dónde que, chapuceando y a los golpes, comenzaron hablar español y comunicarse con bastante soltura. En ese intercambio de idiomas y costumbres fui conociendo historias y relatos de otras tierras, que enriquecieron mi mente y le abrieron caminos a mi imaginación.
4
Un verano a la villa se mudó una familia árabe, el señor Farid con su esposa y tres niñas. El hombre usaba babuchas y zapatos con las puntas hacia arriba. Las niñas andaban de vestidos largos y pañoletas que les cubrían la cabeza. Al principio tuvieron problemas porque las más pequeñas debían ir a la escuela, pero no con la cabeza cubierta sino de túnica y moña. De manera que por la mañana se vestían con túnica y al regreso de la escuela volvían a sus vestidos largos y sus pañoletas. Cuando llegaron al barrio hice amistad con la familia y así me enteré que la hermana mayor había dejado un novio en Tabuk, que prometió venir a buscarla para formalizar el matrimonio. Los padres de la joven no estaban de acuerdo y esperaban que los dos olvidarán aquel amor. Pasó el tiempo, y una de esas noches en que recostado a la fortaleza observaba el flujo y reflujo de las olas, observé que volando sobre el mar se acercaba algo semejante a un pájaro enorme con las alas extendidas. No era un pájaro, al aproximarse comprobé que era una alfombra apenas iluminada. La alfombra aterrizó junto a la casa de Farid de donde descendió un joven de turbante y capa con pedrerías, ayudó a la hermana de las niñas árabes subir y ambos, abrazados, desaparecieron bajo el cielo y sobre el mar sin dejar rastro. Aunque me pareció extraño no me llamó la atención, ya sabía que, desde el cielo a parte de la lluvia, se podía ver flotar, caer o pasar cualquier artefacto por extraño que pareciera. Al otro día, pese a que los padres estaban desesperados buscando a la joven, no di información sobre lo que había visto. Un tiempo después, ya casada, la joven volvió a su casa del Cerro a ver a sus padres y contó cómo su prometido había venido a buscarla una noche sobre una alfombra. Algo que a los vecinos les costó creer, pues si bien las alfombras mágicas eran conocidas surcando los cielos de Arabia, nunca supo nadie de que en Uruguay se usara esa modalidad habiendo en ese tiempo trenes, automóviles y aviones donde se podía viajar sentado, sin que a uno lo despeinara el viento.
5
La cadena de playas que se extienden más allá del Cerro se encontraba en aquellos días cerrada de montes enmarañados. En esos montes a orillas de la playa, de la caza y de la pesca, vivía Athan un viejo asceta que según él mismo contaba, llevaba tantos años vividos que había perdido la cuenta. Habitaba esos montes —decía—, desde antes de la llegada de los españoles y antes de que los charrúas bajaran hasta el Río de la Plata. En mis caminatas por la costa me había hecho amigo del viejo que entre idas y venidas me contaba historias sorprendentes.
Cierto atardecer, sentados en la arena, mientras preparaba las redes que tiraba al anochecer, me contó que, en la época de las colonias, muchos barcos cargados de monedas y oro del Perú, quedaron atascados en los arrecifes y se hundieron, llevándose con ellos sus tripulaciones. Me contó también que, durante años, en las noches de tormenta entre truenos y relámpagos, más de una vez había visto los espíritus de viejos marinos que, cargando picos y palas, surgían del mar, atravesaban la arena y se internaban en los montes en busca de los tesoros que alguna vez enterraron. Llegaban en noches sin luna y regresaban al mar, antes de que el sol despuntara.
6
Un diciembre, cinco años después del pasaje del Graf Zeppelín, volví a ver la esvástica desde mi puesto en la fortaleza del Cerro, entrando al puerto de Montevideo.
Fue en los inicios de la segunda Guerra Mundial, cuando el acorazado alemán Graf Spee, se enfrentó a tres cruceros ingleses en la llamada Batalla del Río de la Plata,
El Graf Spee, que había zarpado de Alemania en agosto de 1939, llevaba hundidos nueve barcos mercantes cuando se dirigió a las cercanías del Río de la Plata para atacar a los barcos británicos que se abastecían en esta costa. Los tres barcos ingleses lo persiguieron, lo encañonaron y le lanzaron torpedos antes de alejarse. De modo que el Graf Spee abandonó el combate y se dirigió al puerto de Montevideo a fin de reparar los daños. El gobierno uruguayo le dio un plazo de 72 horas. Mientras el Graf Spee era reparado. Su capitán enterró a sus muertos en el Cementerio del Norte, los heridos fueron llevados al hospital Británico y los más embarcaron en el Tacoma, con destino a Buenos Aires, barco mercante alemán, que se encontraba en el puerto de Montevideo, quien escoltó al "acorazado de bolsillo" hasta apenas pasado el límite internacional. Allí, el Admiral Graf Spee viró al oeste y echó anclas entre el Cerro de Montevideo y Punta Yeguas donde se inmoló mediante la detonación de explosivos.
Durante 3 días, desde la fortaleza del Cerro, vi arder a quien fuera considerado el más moderno buque pesado de la Alemania Nazi.
7
Poco tiempo después de la batalla del Río de la Plata, la familia D’Amore vendió la quinta y se fueron del Cerro. No volví a ver aquel gallo viejo y sabio que me enseñó tantas cosas de la vida. Era un gallo con una cresta grande y roja, un manto de plumas doradas sobre su plumaje colorado, y una cola de plumas grandes y arqueadas, azules, verdes y púrpuras, que brillaban tornasoladas al sol. Cuando lo dejé de ver tendría 9 años, no viven mucho más. Emitía un canto puro y potente. Cantaba al amanecer, al mediodía, al atardecer y a media noche. Él iniciaba el canto en el Cerro al amanecer y al atardecer, los gallos de los alrededores le contestaban uno a uno, pero ninguno cantaba con su potencia y musicalidad. El gallinero de la quinta de los D’amore, tenía un techo de chapas acanaladas con un alero más elevado, allí se subía a cantar. Cuando yo andaba por allí, de recorrida, él abandonaba el gallinero y conversábamos bajo los árboles del monte. Siempre supe, que mucho de lo que me contaba no era cierto, que era un gallo muy fantasioso y de inventar historias, de todos modos, era agradable escucharlo. Cuando empecé el liceo, mis compañeros se burlaban de mí porque no creían que yo hablaba con los animales y además no sabía fumar. Esto me daba bronca y vergüenza. Un día se lo conté a Pedro y me dijo que llevara hojillas y tabaco que él me iba a enseñar. Así que un día llevé tres cigarros armados y se los mostré, me dijo cómo tenía que aspirar y tragar el humo, le expliqué que no sabía tragar el humo, opinó que tenía que aprender porque si no parecería una chimenea y eso no era fumar, dijo.
Me llevó un tiempo aprender a tragar el humo,, mientras tanto le pregunté un día por qué él no fumaba, me confesó que había fumado cuando joven, pero que había dejado el vicio porque le afectaba la garganta y le enronquecía el canto.
8
Cuando en el 45 terminó la guerra en Europa, todo el Cerro festejó. Los árabes, los sirios, los lituanos, los armenios, los griegos, los italianos y los gallegos. Durante varios días el Cerro se vistió de fiesta. En esos días me enteré que la familia D’Amore, había vendido la chacra y se había mudado para Lezica. Fui corriendo a ver a Pedro, pero en el lugar no había gallinero, ni gallinas ni vi a Pedro nunca más.
Por mucho tiempo desde mi casa escuché su canto cuatro veces al día, aunque mi padre decía que el que cantaba sería otro gallo. Que era imposible que, en el Cerro, se pudiera escuchar a un gallo cantando en Lezica. De modo que llegué a pensar que tal vez estuviera en los montes junto a la playa. Varias veces salí a buscarlo y a pesar de que nunca lo encontré, por mucho tiempo su canto llegó a mis oídos.
9
Años después de avistamiento del Zeppelín, por las calles del Cerro conocí al Dios Verde, un solitario predicador vestido de túnica como Jesús, que descalzo y apoyado en un cayado recorrió por años todo el Uruguay predicando por la salvación del alma. Una tarde ascendiendo por la calle Viacaba me encontré con el místico que disertaba con una Biblia en la mano. Después, ya anochecido, subimos juntos hasta la fortaleza donde, recostado a un antiguo cañón, que apunta hacia la ciudad, me habló de Dios, de la salvación del alma, de los pecados de los hombres, de que, previo arrepentimiento, Dios perdona. Y me aseguró también, que el Cerro de Montevideo, es un volcán dormido.
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En los tiempos del Zeppelín, al norte del Cerro, donde en aquellos años existían grandes extensiones de campos y montes silvestres, se fueron construyendo chacras y casas de campo. En el año 1948, la hija de una de esas familias se casó en la Parroquia Santa María del Cerro, con un marino del Graf Spee. El día aquél de la batalla, cuando el capitán bajó a tierra a los heridos, varios marinos se ocultaron y lograron perderse entre las calles de la Villa.
Algunos estaban heridos, de modo que varios vecinos les prestaron ayuda, los albergaron hasta que se recuperaron y les consiguieron alojamiento con familias que tenían chacras al norte de Cerro.
Allí se quedaron, trabajaron y formaron sus familias y nunca se fueron de Uruguay. Por las laderas de la Villa del Cerro, en estos días, aún viven sus descendientes.
Ochenta años después del pasaje del Graf Zeppelín sobre Montevideo, pienso que somos hijos de un país cosmopolita, bajo cuya bandera no todos nacimos, pero donde sobre el mismo suelo, somos todos hermanos.
Ochenta años después, recostado a la Fortaleza, de espaldas a la Bahía y a la Ciudad de Montevideo, veo hundirse el sol en el horizonte.
Solo, en la cima del Cerro, mientras mi memoria arrea los recuerdos, pienso en mi padre y, por si acaso, sigo escudriñando el cielo.
Ada Vega, edición 2014 -