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sábado, 30 de abril de 2022

Y los tigres las siguieron

   





Al principio las Sirenas, consideradas en los tiempos sin huellas deidades de menor jerarquía, venían a descansar a la Bahía de Monte vide eu. Debido a desavenencias con Afrodita, un día abandonaron los mares de Grecia y en busca de una playa digna de sus divinidades encontraron esta ensenada en nuestras costas, y aquí comenzaron a reunirse. En aquel entonces las aguas de la bahía, verdes y cristalinas, llegaban mansas hasta las arenas tibias que recibían sedientas la penetración milenaria del mar sobre la tierra virgen.
Las hijas de Nereo llegaban desde las profundidades de todos los mares. Siguiéndolas,  fascinados,  los marinos de barcos perdidos de antiguas civilizaciones, naufragaban y se hundían entre traicioneros arrecifes y ocultos bancos de arena, en fallidos intentos por alcanzarlas.
Cuando Apolo, fatigado de andar la ruta de los dioses, se perdía en el horizonte, y la fría palidez de Artemisa resplandecía en el firmamento con toda su belleza, emergían de las aguas ceñidas las sienes con diademas de oro, collares de perlas y pulseras de coral. Extendían sobre la arena sus colas escamadas que brillaban a la luz de la diosa con reflejos encantados y peinaban sus cabellos con peines de nácar.
Aguardaban pacientes a que el astro lunar presidiera el cenit, y entonaban sus cantos terribles y hechiceros, que se expandían sobre los mares hasta los más lejanos confines.
Entonces la Bahía era un cálido remanso, junto a una selva virgen rematada en un cerro agreste y vigilante.
Las Sirenas llegaban al anochecer. Ocultos entre el follaje, los tigres las observaban. Sanguinarios y feroces félidos, de mirada aguda y afilados colmillos, permanecían expectantes con los ojos fijos y las narices vibrantes, subyugados ante la visión de aquellas ninfas marinas ante quienes perdían su fiereza, doblegados como gatos, prudentes y sometidos.
Noche a noche se acercaban los tigres a observar a las Sirenas.

Un día, el pie de la criatura humana holló la tierra intocada y con ciega persistencia comenzó a bajar hacia la bahía. Se estremeció la selva, Se inquietaron los tigres. El mar se oscureció. Y ante la presencia del Hombre, las diosas comprendieron que habían perdido su refugio marino. 
De las noches paganas en la Bahía de Monte Vide Eu, aún persisten los restos de barcos hundidos y las sombras gimientes de aquellos marinos en la eterna búsqueda de sus sirenas. Y está escrito en el agua que una noche fatídica  entonaron sus cantos de despedida, abandonaron la playa para siempre y se hundieron en las aguas del Río como mar rumbo a los grandes océanos. 
Y los tigres,  las siguieron. 

Ada Vega, edición 2000  

jueves, 28 de abril de 2022

La extraña dama

 



Había llegado a la Estación Central con el tiempo justo. No llevaba equipaje. Corrió anhelante por el andén y en el momento exacto en que el ferrocarril comenzó a moverse, ascendió por el último vagón. La noche sin luna, fría y estrellada, cubría la ciudad. Bajo un amplio tapado, se sentó junto a la ventanilla de Segunda Clase. La luz difusa de las lamparillas desdibujaba las sombras, confiriéndole al vagón una visión casi irreal. Altos asientos esterillados ofrecían a los pasajeros una exigua comodidad. Sólo tres personas compartían el lugar: ella, un muchacho vendedor de escobas y un paisano que seguramente volvía a sus pagos. El tren hizo su primera espera en la Estación Bella Vista, donde subieron varias personas con valijas, paquetes y cajas atadas con cuerdas. 

Luego avanzó cansino sobre los durmientes hasta la Estación Yatay, donde subieron más pasajeros. Una señora gorda, con un par de bolsos, dos niños y un gato, ocuparon el asiento frente al suyo. La señora acomodó los bolsos y saludó: buenas tardes. La extraña dama miró de reojo al gato que, molesto, refunfuñó un maullido. Al llegar a la Estación Sayago los niños dormían, el gato se revolvía inquieto esquivando su mirada, mientras la señora gorda tejía, en rosa, una delicada batita de bebé. La locomotora dejó atrás la ciudad para abrirse paso hacia el silencio de la noche, que abrigaba los campos dormidos. A pesar de haberse anunciado, no estaba muy segura de ser esperada. Para acortar el viaje intentó dormir un rato. La oscuridad comenzó a disiparse. Cuando despertó, una suave claridad anunciaba la aurora.

 Miró hacia afuera y permaneció absorta ante el nacimiento del nuevo día. El tren avanzaba sinuoso entre los cerros de piedras. Un sol tenue, que despuntaba hacia el este, arrancaba reflejos al pedregal como si miles de gemas se hubiesen esparcido sobre los cerros. El día se desperezaba. La señora gorda sacó de uno de los bolsos un termo azul y sirvió café con leche a los niños. La extraña pasajera, en tanto, observaba distraída un campo de labranza que se extendía hasta perderse en la fina línea del horizonte. Recordó entonces a Horacio Guerra. Lo había conocido, hacía ya muchos años, cuando dos vehículos protagonizaran un trágico accidente en una de las rutas del país. 

Ella estuvo allí. Recordó al joven malherido. Estuvo tan cerca que podía sentir su aliento, su respiración entrecortada. Recordó que él también la vio y la reconoció. Que intentó acercarse para besar su frente. Recordó que la Vida la apartó. Desde entonces habían pasado muchos años. No había vuelto a verlo. Tal vez la habría olvidado. Tal vez, a pesar de haberse anunciado, ni siquiera la estaría esperando. 

El tren corría con trote placentero sobre un campo verde que se perdía entre montes de eucaliptos y pequeñas ondulaciones. Casitas blancas, a lo lejos, brillaban al sol del mediodía. La señora gorda con los niños y el gato habían bajado hacía ya un par de estaciones. En el vagón solo quedaba ella. Mientras sobre la locomotora se elevaba una nube negra de humo, el tren quejumbroso llegaba jadeante a la última estación. La pasajera abandonó el vagón, atravesó el andén y luego, con paso seguro, comenzó a recorrer las calles del pueblo. 

A esa hora el hospital se encontraba adormecido y en silencio. En una pequeña sala blanca, Horacio Guerra peleaba la vida. Rodeado de familiares, se encontraba solo. Tan solo como se puede estar al final del camino. El anciano dormitaba sereno. Presintió la llegada de la viajera y entreabrió los ojos. Reconoció a la dama que un día en la ruta, a pesar de haber estado tan cerca, se fue sin esperarlo. Nuevamente se encontraban, ella estaba allí, esta vez no se iría sola. Había venido solamente por él, desde un mundo de distancia. La extraña dama se acercó al enfermo, y la Vida se apartó. En la estación, la campana del tren anunciaba su regreso. 

Ada Vega, edición 2012

miércoles, 27 de abril de 2022

Las gemelas




La tía Pilar vivía a unas cuadras de mi casa. En una casa oscura, antigua y romántica; con paredes muy altas y techos de bovedilla. Tenía diez habitaciones, y pequeñas salas diseminadas entre ellas. Un comedor enorme con balcones cargados de flores que daban al jardín, y un sótano de gran tamaño, donde habitaban los espíritus de los familiares muertos, que olía a un sahumerio dulce y picante que revolvía el estómago, alteraba la cabeza y hacía correr por las venas voraces sensaciones prohibidas. El sótano tenía una puerta de doble hoja, que permanecía arrimada y sin llave, donde solo cada tanto, entraba la abuela. Era ella la encargada de dejar en ese territorio místico, algún mueble fuera de uso, juguetes de niños que crecieron, cartas viejas, documentos vencidos. Espejos. A pesar de que los niños teníamos la entrada prohibida, mi hermana Ester vivía fascinada por aquella puerta entreabierta, que intentó mil veces cruzar, arrastrándome a mí, y la cual estoy segura, logró, en aquellos días, sortear más de una vez. 

Como antes dije, era una casa antigua y romántica. Con aquel romanticismo escondido en los patios con glicinas, hacia donde abrían sus ventanas la mayoría de las habitaciones. En esa casa de fines del siglo XIX, habían vivido mis abuelos y criado a sus hijos. Pilar era una de las hijas menores. Nunca se casó. Cuando murieron mis abuelos, a pesar de que mamá le pidió que viniese a vivir con nosotros, ella prefirió quedarse sola en aquel caserón. También dije que la casa de los abuelos era oscura. Varias de sus habitaciones tenían ventanas hacia los patios interiores dónde no llegaba el sol. Además, los árboles del jardín eran muy frondosos y sus ramas le robaban la luz del día. Esto no alcanzó a preocupar a la tía Pilar, que nunca hizo buenas migas con la solana, ella prefería la penumbra, por eso entornaba los postigos de las ventanas, como temiendo que entrara la luz, y la cegara. Mi hermana Ester y yo íbamos casi a diario a ver a la tía. Mamá nos mandaba con pan casero, un bollón con mermelada o pasteles de dulce membrillo. Cada vez que cocinaba algo especial le llevábamos a la tía. 

Al llegar nos quedábamos junto al portón de la vereda y la llamábamos a gritos: ¡tíaaa...! El portón tenía un candado y cuando nos oía desde la casa, venía sonriendo a recibirnos. Era bonita la tía Pilar. Tenía breve la cintura, las piernas largas y los pies pequeños. Los ojos como la miel y peinaba su cabello oscuro, en un moño trenzado sobre la nuca. Con su vestido de pana azul, de manga larga y cuellito de encaje blanco, sentada en su salita junto al ventanal, semejaba una pintura barroca del siglo XVII. Cuando entrábamos a la casa nos sentábamos en la sala donde ella bordaba. Usaba sobre su falda un redondo bastidor de pie y sobre él sus delicadas manos entretejían los hilos formando preciosos dibujos. En una de las paredes de la sala había un espejo muy grande con el marco dorado, formado de flores y hojas en relieve; que según mi madre nunca había visto antes, ni sabía cuándo ni quién lo había puesto allí, en el que veíamos a la tía reflejada sobre su bastidor. Nosotras, sentadas frente a ella, tomábamos guindado casero en unas copitas de cristal tallado y comíamos unas galletitas que la tía sacaba de una caja cuadrada que estaba sobre el piano. Un piano recto, color borra de vino, que nunca supimos si tenía teclas o no, pues jamás lo vimos abierto. 

Mi madre nos contó una vez que Pilar había tenido una hermana gemela llamada Analí, que había muerto a los diecisiete años, y que la tía nunca logró reponerse de esa pérdida. Contaba mi madre que las gemelas se adoraban, que tocaban el piano a cuatro manos y que Analí escribía versos. En aquellos años las jóvenes comenzaban a preparar su ajuar, aún antes de tener novio. Según decía, a Pilar le encantaba bordar, de manera que para que su hermana gemela escribiera sus poemas, ella bordaba el ajuar de las dos. La muerte inesperada de Analí enlutó y llenó de congoja a toda la familia, principalmente a Pilar, que sintió que la hermana gemela se llevaba con ella la mitad de su ser. Sin embargo, a pesar de que desde entonces vivió recluida, sin salir más allá de los límites del jardín, conservó siempre el carácter afable y nunca descuidó su persona. 

Una tarde, con mi hermana Ester, fuimos a llevarle un bollón de dulce de ciruelas, que mi madre había preparado. Mamá había estado un rato antes; parece que al irse el candado no quedó bien cerrado y, al encontrarlo abierto, entramos sin llamar. Atravesamos el jardín y, al acercarnos a la puerta de entrada, oímos voces. Extrañadas miramos por el ventanal entreabierto: la tía Pilar, sentada ante su bastidor, bordaba como siempre. El espejo reflejaba su imagen. ¡No! No era su imagen. Aquella Pilar no bordaba, leía poemas de un libro que sostenía entre sus manos. Pilar, mientras bordaba, la escuchaba sonriendo... Nos volvimos con el bollón de dulce. Desconcertadas. Mamá no nos quiso creer cuando se lo contamos con lujo de detalles. Asumió que éramos unas aparateras que nos imaginábamos cosas. Que vivíamos en la luna, nos dijo medio enojada, que no servíamos ni para hacer un mandado. Que, aunque hubiésemos encontrado el portón abierto, deberíamos haber llamado igual. Y que, en resumidas cuentas, no habíamos visto lo que creímos ver. Tanto énfasis puso mi madre en convencernos de que estábamos equivocadas, que al pasar el tiempo llegamos a creer que en realidad, como ella decía, no vimos lo que vimos. 

Pasaron los años, nosotras crecimos y, un día, la tía Pilar murió. Nosotras la acompañamos hasta el final. Después del entierro, pasados unos días, volvimos a la casa de los abuelos con mamá. No me gustó ir. Al abrir el portón sentí como si un gran desamparo saliera a nuestro encuentro. Tanta soledad y silencio. No sé por qué, sentí que entrar en aquella casa era como una profanación. Mamá entró con gran serenidad, Ester y yo la seguimos. En la pared de la salita, donde antes había un espejo, se encontraba un cuadro con el marco dorado formado de flores y hojas en relieve. En él, semejando una antigua postal, las dos gemelas con sus vestidos de pana azul y cuellitos de encaje blanco. Una bordando, la otra leyendo. Las dos sonriendo. Mi madre no conocía la existencia de ese cuadro, jamás lo había visto. No encontró una explicación razonable, y si la encontró evitó comentarla. Ordenó algunas cosas, trancó puertas y ventanas y, sin mencionar el cuadro de las gemelas, nos fuimos. 

La casona permaneció cerrada mucho tiempo, de todos modos, los vecinos comenzaron a murmurar. Decían que se oían ruidos en la vieja casa, risas, voces y el sonido de un piano. En mi casa no le ponían atención a esas murmuraciones, sin embargo, mi hermana Ester decidió, un buen día, ponerse a investigar —creo que ella sabía de qué se trataba—. Mamá guardaba los dos rosarios de cuando las gemelas hicieron su primera comunión. Dos rosarios de cuentas blancas que mi hermana encontró revolviendo entre antiguos recuerdos. Todas las acciones que emprendía mi hermana Ester, las hacía conmigo. Hacíamos los mandados, estudiábamos, íbamos a pasear y al cine, siempre las dos juntas. A pesar de que éramos muy distintas. Ester era muy movediza, muy curiosa, muy lanzada. Por el contrario, yo soy sumamente tranquila, no soy curiosa, no pregunto. No me gusta arriesgar. De todos modos, en todo lo que ella hacía me involucraba. Yo la seguía por costumbre o porque ya estaba establecido, quizá desde antes de nacer, que fuese así. 

Una tarde, con el sol todavía alto, me puso un rosario de collar, se colocó ella el otro y me dijo muy seria: vení. Y salimos las dos, rumbo a la casa de la tía Pilar. Mi hermana caminaba muy decidida, yo la seguía sin muchas ganas dos o tres pasos más atrás. Llegamos a la casa, abrimos el portón —que chirrió como quejándose—, y atravesamos el jardín. Ester abrió la puerta y entramos. Se acercó al ventanal y, casi con violencia, abrió de un golpe los postigos. Un rayo de sol, como un puñal, rasgó la oscuridad de la habitación, clavándose, con atrevida arrogancia, en el cuadro de las gemelas. La luz inundó el recinto. Mi hermana frente a las gemelas, con una firmeza que no le conocía, más que hablar, les ordenaba: ¡Bueno, Pilar, Analí, es suficiente! Ha llegado la hora. Deben irse, esta casa ya no les pertenece. Abandonen el mundo terreno. Asustan a los vecinos. ¡Les ordeno en el nombre de Dios que se vayan! Dejó los dos rosarios sobre el piano, cerró el ventanal y nos fuimos. Yo no sé si las gemelas la escucharon, lo que sí sé es que cuando al mes volvimos, los ruidos y los murmullos habían cesado. Todo estaba en calma, los rosarios habían desaparecido de encima del piano y en la pared, impasible, brillaba el antiguo espejo. 

Esto que cuento sucedió hace ya muchos años. Mis padres fallecieron y también mi hermana Ester. Me he quedado sola. Por eso vine a vivir a la casa de los abuelos. Hice limpiar el jardín y dejé en el sótano, muebles que ya no volverán a usarse, juguetes de niños que crecieron, cartas viejas, documentos vencidos... Todo está como antes. He retomado en el bastidor los bordados que al morir dejó sin terminar la tía Pilar. Estoy bien, soy feliz, no estoy sola. Ester, mi hermana gemela, me acompaña desde el espejo. 

Ada Vega edición 2005

lunes, 25 de abril de 2022

Encadenada

 




Eunice y Jaime crecieron juntos en Montevideo en una calle hermosa que baja hacia el mar entre el Cementerio del Buceo y la Plaza de los Olímpicos. Una calle que lleva el nombre del Mariscal paraguayo que en 1870 murió peleando contra Brasil, Uruguay y Argentina, en la llamada Guerra de la Triple Alianza. Vivían en la misma cuadra, en un barrio por entonces más despoblado, de casas rboladas y grandes jardines. Las familias de ambos eran numerosas y amigas, y los niños acostumbraban a jugar juntos todo el día. Desde que Jaime aprendió a caminar vivió prendido a las faldas de Eunice. Y para la niña no comenzaba el día, hasta no verlo atravesar el portón de la entrada de su casa. Cuando nació Eunice, cada una de las abuelas le regaló una cadena de plata con una medalla. Una de ellas con la imagen de Jesús mostrando su Sagrado Corazón, y la otra con la imagen de la Inmaculada flotando sobre una nube en su Asunción a los cielos en cuerpo y alma. Nunca, mientras se amaron, las quitó Eunice de su cuello. La infancia la pasaron juntos correteando con los perros, trepando a los árboles, bajando a la playa. Fueron juntos a la escuela y en la adolescencia, perdieron juntos la virginidad. Se amaron desde entonces bajo el sol y bajo la luna y no existió para ellos otro universo que el de sus miradas ávidas. El amor los había unido el mismo día en que nacieron. Estaban, por lo tanto, destinados el uno al otro. Así lo aceptaron siempre los amigos y las familias de los dos; sin embargo un día Jaime se compró una moto, se adosó una mochila y se fue a recorrer el mundo. Y Eunice, deshecha en lágrimas, se compró una botella de un vino rojo y dulce, muy rojo y muy dulce, y se emborrachó decidida a dejarse morir ese mismo día, si fuese posible. Entre tanto, Jaime cruzaba a la Argentina, de la Argentina al Paraguay, del Paraguay a Bolivia, y en Bolivia se internó en Brasil y en el Mato Groso estuvo perdido cinco años. Reapareció en Venezuela, cruzó a Colombia y de allí a Panamá y a la América Central. Le costó dejar al gran México a su espalda, pero llegando a Matamoros, sobre el Golfo de México, cruzó el Río Grande y entró en los Estados Unidos. Atravesarlos para entrar a Canadá le llevó cinco años más. Vivió dos años en Montreal y después de visitar Toronto decidió volver al Uruguay. Entre la ida y la venida habían pasado algo más de veinte años, desde el día que se fue a recorrer el mundo, cuando una noche estacionó una cuatro por cuatro, al frente de una mansión en José Ignacio, donde unos amigos brasileños ofrecían una recepción. Mientras tanto, Eunice, después de emborracharse con aquel vino dulce y rojo y llorar amargamente durante días y días, decidió seguir viviendo porque al fin entendió que tras la tormenta siempre el sol vuelve a salir. Terminó sus estudios y un día conoció a un joven contador que vivía por la playa de los Ingleses, que se enamoró de ella y le propuso matrimonio. Jaime hacía diez años que se había ido. No escribió, ni nadie supo nunca de su vida. No tenía por qué seguir esperando. Lo más seguro era pensar que se habría casado mientras andaba de turista por esos caminos de Dios. De manera que, pese a no poder olvidar aquel amor juvenil, aceptó al contador que resultó un hombre de fortuna y un verano se casó dispuesta a ser feliz. Eunice conservaba en su cuello las dos cadenas con las medallas que le regalaran las abuelas el día que nació. Nunca se las quitó, porque a Jaime le excitaba el roce de las medallas sobre su rostro y sobre su pecho cada vez que se amaban. Se las quitó, sin embargo, la misma noche de su boda, pues a su marido, según le dijo, el roce de las medallas y su tintineo lo desconcentraban. La noche que Jaime llegó a la fiesta de José Ignacio se encontraba Eunice, que había concurrido con su marido, conversando con una amiga en uno de los salones. Jaime la vio en cuanto entró. Se dirigió a ella y sin preámbulo le preguntó: 
—Qué pasó con las cadenas y las medallas de plata. Al reconocerlo, Eunice quedó pensando que aquel hombre que la interpelaba no era el Jaime de su niñez, ni el de su amor primero, ni el que un día la abandonó. Aquel hombre era un extraño. De todos modos, sintió que su corazón se regocijaba. 
—A mi esposo lo desconcentran —le contestó. Esa noche no tuvieron oportunidad de reanudar la conversación. Solo supo Jaime que ella estaba casada, tenía dos hijos y era feliz. Ella supo de él que continuaba soltero y sin hijos. Cuando volvió, Eunice puso la casa patas arriba,buscando las benditas cadenas, hasta que al fin dio con ellas. A la mañana siguiente su marido la encontró preparando el desayuno con las cadenas al cuello. 
—Y esas cadenas —le preguntó.

—Son mías —le dijo ella.

—¡Pero son viejas! —se quejó el hombre.

—Sí, pero volvieron a estar de moda —contestó y cambió de tema. Los dos volvieron a encontrarse, un medio día, en una comida campestre. Jaime, como la vez del reencuentro, la vio al entrar. Eunice lucía sobre su pecho las cadenas de plata. Fue hacia ella, la tomó de una mano y la llevó a un aparte. 
—Necesito hablar contigo —le dijo. Caminaron hasta la cuatro por cuatro, subieron y desaparecieron por la ruta. En el cuarto de un hotel reiniciaron aquel amor de la niñez, la pasión de adolescentes. El amor interrumpido de los veinte años. Jaime volvió sentir sobre su cara y sobre su pecho el roce de las cadenas de plata, el tintinear de las medallas que siempre lo excitaron. Él había vuelto y ella estaba allí. Todo volvería a ser como fue desde un principio. Eunice había sido solamente suya. Ahora volvería a serlo. Siempre supieron ambos que habían nacido el uno para el otro. Eunice vuelve feliz a la fiesta. Se ha quitado las cadenas del cuello y las ha arrojado por la ventanilla de la cuatro por cuatro. Ha borrado, por fin, de su mente y de su corazón el recuerdo de aquel amor primero. Este Jaime con quien estuvo no es aquel Jaime de los veinte años que un día la dejó para ir a recorrer el mundo. Lo que acaba de vivir es un mal dibujo de un pasado que ya no existe y que, equivocada, guardaba todavía en un rincón del corazón. La vida en su trascurrir todo lo altera. Y la memoria no es tan fiel como creemos. Sentado al extremo del salón, de charla con amigos, está su esposo. Eunice se acerca y sienta a su lado. El hombre le pasa un brazo por los hombros y mientras la atrae hacia sí, le pregunta:
—No tenías puestas las cadenas cuando vinimos. 
—Sí —le contesta ella—, pero me las quité porque ya pasaron de moda. 
—Estás segura de que pasaron de moda. ¿Nunca más te veré encadenada? 
—Muy segura —afirma ella. —¡Nunca más! 

Ada Vega, edición 2011 -

domingo, 24 de abril de 2022

La alianza

 


 

Era invierno. Atardecía en Montevideo. Las luces comenzaron a encenderse. Poca gente en la rambla. Entre los paseantes, artero y obcecado, el Corona – 19, se escurría furtivo dando sus últimos coletazos.
Sentada en un banco, una mujer observaba el mar. Una mujer joven, de una belleza serena. Estaba sola. Vestía pantalón oscuro y chaqueta de abrigo. Una cartera, a su lado, descansaba sobre el banco. Sobre la falda sus manos, una sobre la otra, dejaban ver en el anular de la derecha, una alianza matrimonial.
De pronto, caminando, llegó un hombre. Se detuvo junto al banco. La joven lo miró. Él se inclinó para besarla. Ella le tendió la mano. El hombre titubeó primero, pero correspondió al saludo y se sentó en el banco. La mujer lo miraba. Él comenzó a hablar. La mujer lo miraba. Él seguía hablando y hablando. Movía las manos y hablaba. La mujer lo miraba y sin decir una palabra volvía la cabeza y miraba el mar. El hombre habló sin detenerse y en un momento, resignado, bajó la cabeza, se miró las manos y quedó en silencio.
La mujer tomó la cartera y se puso de pie. Él también se puso de pie. Ella se quitó la alianza y la dejó en la mano del hombre. Dio media vuelta se acercó al cordón de la vereda y detuvo un taxi que pasaba en ese momento. El hombre apretó la alianza en su mano. Se acercó al murallón y con fuerza la lanzó al mar.
Se fue por donde vino. Poca gente en la rambla. Un viento frío comenzó a soplar desde el mar. La noche se había cerrado sobre la ciudad.
Ada Vega, edición 2021 -

Mis perros y yo

 







I

En el año 1919 Thomas Mann escribió una novela que tituló “Amo y Perro”. La novela consta de cinco capítulos donde, en una prosa romántica, el escritor se dedica casi con exclusividad a hablar de su perro. Yo era una joven estudiante cuando leí este relato y recuerdo que no dejó de llamarme la atención que alguien pudiese escribir más de dos páginas hablando de un perro. Pues, aparte de comentar cómo era su tamaño, el color de su pelo, la raza, su condición de cachorro o adulto, si era obediente o no, ¿qué otra cosa —pensaba entonces— se puede decir de un perro? Tal vez que es una grata compañía, que nos provoca ternura. Exaltar su nobleza y lealtad. De todos modos, para todo este relato, sólo nos bastaría una carilla. Sin embargo Mann dejó impresas en dicha narración más de cien páginas.
Muchas lluvias han caído desde aquellos días en que fui estudiante. Los años agazapados, se fueron dejando huellas. Se acaba de morir una perra que fue mi amiga y compañera durante doce años. La he llorado, no por ella que ya no sufre su reuma ni su ceguera. La he llorado por mí. Porque no la tengo y la extraño. Porque he quedado sola y no sé qué voy a hacer sin ella echada a mis pies, mientras escribo, o estirada junto a mi cama. Tendré que aprender a vivir en completa soledad, pues no deseo más compañía de perros ni gatos. Estoy harta de llorar y enterrar mascotas y no sé cuánto más me quedará por vivir, ni qué pueda ser de ellos si me voy y los dejo solos. Por ese motivo, al recordar a Thomas Mann en aquella novela que escribió hace casi un siglo, he decidido contar cómo llegaron a mí y cómo me abandonaron los perros que amé y me amaron, en estos porfiados años que llevo vividos.


II


Cuando abrí los ojos por primera vez ya en mi casa había un perro. Un cachorro Fox Terrier que Antonia y Casio, unos amigos de mis padres, les obsequiaran en esos días de mi nacimiento. Mi madre le puso Terry y crecimos juntos. Terry fue mi primer juguete, mi primer amigo. Mi recuerdo más lejano. Era un perro pequeño, de pelo corto, manchado en blanco y negro. Rabón. Con los ojos marrones, brillantes e inquietos. Un perro fuerte, veloz, inteligente. Ratonero de oficio. Lo recuerdo, a partir de mis tres años, apretado junto a mi pecho, mientras mi madre me decía que no lo fastidiara tanto que podía morderme. Nunca me mordió, a pesar de haber sido un perro genioso y obstinado. No le gustaban las caricias ni que lo tuvieran en brazos. Él era “muy perro”: no soportaba las zalamerías de la gente.
En aquellos días vivíamos en el barrio del Prado, sobre la calle Lucas Obes, en una casa quinta de paredes de piedra y techo de tejas azules que había sido de mis abuelos maternos. Mi madre era una mujer muy hermosa, dueña de un carácter afable y conciliador. Era quien realizaba los quehaceres de la casa ayudada por Benigna, una señora, encargada de la cocina que vivía con nosotros. En los últimos años más que madre hija fuimos amigas a pesar de no haber sido todo lo sinceras que debimos la una con la otra. Nos quedaron muchos detalles sin aclarar y aunque éramos conscientes de ello nunca permitimos que los mismos llegaran a perturbarnos.
A mi padre lo recuerdo como un hombre apuesto, dinámico y benévolo que a pesar de trabajar mucho y estar poco en casa, fue siempre un buen esposo y un padre protector. Durante cinco años fui única hija. Después nacieron Bernarda y Carolina con quienes, a pesar de la diferencia de edad, tuvimos siempre una buena relación. Mientras crecieron y estudiaron vivieron rodeadas de amigas y amigos que iban y venían por la casa entre voces y risas que perdimos cuando se casaron y se fueron.
Durante mi niñez, todas las tardes, mi madre me llevaba a pasear por el Prado. Allí nos encontrábamos con Antonia y Casio. Los tres paseaban por la rosaleda, mientras yo jugaba con Terry. Mantenían extensas y animadas conversaciones, pues tenían mucho en común: Casio era escultor y mi madre que había sido modelo de una escuela de pintores fue también, en una oportunidad, modelo suya. Sus charlas, por lo tanto, giraban sobre exposiciones y pinturas. Mi padre estaba exento de esas conversaciones. Era en aquellos días un fuerte comerciante de plaza y no transaba mucho con el arte, opinando que éste era una vacuidad, algo que no merecía su atención ocupada en pagos, transacciones y recaudos.
Una tarde cuando volvíamos del Prado tuve la impresión de que Casio, al despedirse, retenía demasiado tiempo la mano de mi madre entre las suyas.


III

El tiempo siguió su curso. En ese andar, también llegaron los años de túnica blanca y moña azul. Había cumplido los seis años y esperaba llena de ansiedad el primer día de clase. No lo supe entonces. No me di cuenta. Pero en esos días comencé a separarme de mi amigo Terry. Entusiasmada con mi cartera nueva, los lápices de colores, la cartuchera con dibujos, lo fui apartando sin querer de mi lado. Él, que me seguía a todas partes, que dormía a los pies de mi cama, no me acompañó en mi primer día de escuela. Nunca me acompañó a la escuela. Se quedaba solo toda la tarde, sentado a la entrada del jardín, aguardando mi regreso. Cuando llegaba saltaba a mi alrededor, daba pequeñas corridas, ladraba, como hablándome. Quería jugar conmigo, pero yo venía cansada, no tenía deseos de jugar. Terry comenzó a ponerse triste. Mi madre se dio cuenta y me decía que jugara un poco con él. Que el pobre me extrañaba. Yo nunca lo rechacé, pero los libros y los cuadernos me fueron apartando de Terry, que dejó de esperarme, al volver de la escuela, sentado a la entrada del jardín. Había terminado sexto grado cuando ese verano mi perro Terry, el amigo leal que me acompañara desde mi nacimiento, murió mientras dormía a los pies de mi cama. Aquel Fox Terrier de mi infancia no pudo acompañarme en mi adolescencia. Cuando lo llamé y no se movió ni levantó la cabeza, comprendí que se había ido. Lo levanté del suelo, donde yacía, y lo mantuve en mis brazos mientras él me miraba con sus ojitos turbios. Él me había entregado su fidelidad y yo, en cierto modo, lo había traicionado. Lo había dejado a un lado de mi vida. Lloré tanto con él en mis brazos que sentía oprimido el pecho y apretada la garganta. Mi padre me lo quitó y lo llevó a la quinta para enterrarlo y yo me abracé a mi madre que lloró conmigo, la pérdida del primer perro que me acompañó en la vida. Atravesé mi luto con un arraigado sentimiento de culpa. Desde entonces, cada vez que me acuerdo de Terry, siento el dolor de no haber sido más buena con él. Con aquel pequeño amigo que me enseñó que el amor no debe ser egoísta. Que debemos cuidar, proteger, no abandonar al ser que amamos. A partir de su muerte comencé a comprender muchas cosas que hasta ese momento habían permanecido veladas para mí. Con Terry se fue mi infancia y me enfrenté recelosa con la adolescencia. Un atardecer de ese mismo verano, antes de empezar el liceo, vi a mi madre besarse con Casio en el claroscuro del comedor.

IV

Entrar al liceo significó una experiencia asombrosa que me abrió caminos interiores. Siempre me gustó estudiar y las distintas y nuevas materias despertaron en mí una gran expectativa. No fue así con mi actividad social: no hacía amistades. No me interesaba hacerlas. Fui poco a poco convirtiéndome en una joven retraída. Encerrada en mí misma. Una tarde, al volver a casa encontré un perro callejero. Al pasar junto a él movió la cola, yo lo miré, golpeé mi pierna con la palma de mi mano y me siguió. Era un perro de raza indefinida, de cruzas perdidas en el tiempo. Mediano de tamaño, de pelo negro, tenía los ojos tristes y las orejas caídas. Estaba sucio y con hambre. Lo entré a mi casa y en el fondo le acerqué un balde con agua. Le llevé de la cocina un plato con restos sobrantes del mediodía y fui a buscar alguna ropa en desuso para hacerle una cucha donde pudiera echarse a dormir, pero cuando volví, él ya estaba durmiendo, hecho un ovillo, junto a la casilla que fuera de Terry. Entonces entendí que a ese perro de la calle, sin dueño, que comía de la basura y dormía en cualquier parte, Terry lo había puesto en mi camino para que fuese mi compañero, para que me cuidara y yo lo cuidara, porque los dos estábamos solos y ambos nos necesitábamos. Le conté a mi madre de mi nueva adopción. Ella lo aceptó, de nombre le puse Arapey y comenzó a acompañarme al liceo. Cuando yo entraba, él se volvía a casa. A la salida andaba siempre merodeando mientras me esperaba para acompañarme en el trayecto de vuelta. Sin embargo, no dejó nunca de ser un perro solitario, independiente y callejero. Pese a tener casa y comida, pasaba largas horas vagando por las calles. Regresaba cuando le parecía, entonces se dirigía hacia donde yo estaba estudiando y se echaba a mi lado. Con él conocí otras facetas del amor. Arapey era reacio a las demostraciones exageradas de afecto. Él daba y recibía amor sin ostentación. Me enseñó a amar a la distancia. A confiar en lo que amamos. A no avasallar al ser amado. Los años del liceo no cambiaron mi vida ni mi carácter. Tuve muchos compañeros, pero no hice amigos.

V

Aún no había decidido qué carrera seguir en la universidad, cuando se desató en el país un conjuro cívico que dio a los militares la oportunidad de implantar una nueva dictadura. En mi casa no sufrimos los atropellos y violaciones que sufrieron muchas familias, que como nosotros, no estuvieron implicadas. Pocas veces oí a mis padres hablar de política. A pesar de que ambos tenían ideas claras sobre la situación que vivía el país, nunca los oí explayarse sobre ellas. Sin embargo, un día mi madre gritó y lloró como nunca la había visto hacerlo. Mi padre, enojado, trataba de calmarla. El motivo era que la noche anterior los militares se habían llevado a Casio de su casa y nadie sabía donde se encontraba. Mi padre no entendía por qué ese hecho la ponía tan fuera de sí. Sin embargo, yo, aunque un poco confundida, creí intuir el porqué. Fue entonces que le oímos aquel comentario que destruyó a mi padre, que deshizo la familia y terminó de moldear mi vida de eremita. ¡Casio es el padre de Verónica! Dijo Yo llamé a gritos a mi perro y fui corriendo a encerrarme en mi cuarto. Y allí hubiese querido quedarme para siempre; sin comer, sin oír, sin saber. Morirme, hubiese querido. Pero la vida es un río caudaloso que, a nuestro pesar, nos arrastra y nos lleva en sus remolinos. Decidí seguir respirando. Casio desapareció y la familia no volvió a saber de él. Mi padre, o el que creí mi padre por muchos años, se fue de casa esa misma noche. No obstante, siempre estuvo cuando lo necesitamos. Siempre nos apoyó y nos ayudó y a pesar de que nunca dejó de venir a vernos, a vivir con nosotras nunca volvió. Yo no quise, en aquel momento, que mi madre me explicara nada. La concepción que tenía yo de mi vida, dio esa noche un giro de campana. El que creí mi padre desde que tuve conciencia no era mi padre, mis hermanas eran medio hermanas y mi verdadero padre era un amigo de mi madre. Después, de a pedazos, fui yo misma reconstruyendo la historia: ellos se habían amado cuando mi madre era modelo y él un hombre casado. Nunca supe por qué no se separó de su mujer y se fue a vivir con ella, si es que de verdad la amaba. Lo que sí supe es que para mi madre él fue su gran amor. Después conoció a mi padre que se enamoró de ella y le ofreció matrimonio. Dejó de modelar y se casó. Pero Dios o el destino quiso que, un verano, viniera Casio a vivir al barrio con su familia y se volvieron a encontrar. Lo demás: el epílogo de una historia de amor prohibido y yo su lógica consecuencia. Cuando terminé el liceo fui a la universidad, allí conocí a Leandro, un joven del interior del país que había venido a estudiar a Montevideo. Fuimos primero, amigos compañeros de clase. Después, novios. Él alquilaba un departamento cerca de la facultad. Allí nos encontrábamos para estudiar y hacer el amor. Leandro se enamoró de mí y a mí me gustaba estar con él. No sé si realmente lo amé o si solo apreciaba su compañía. Siempre fui muy introvertida, ni yo misma he llegado a conocer a fondo mis propios sentimientos. Lo cierto fue que, pasado un tiempo, se aburrió de mi ostracismo y una tarde decidió poner fin a nuestra relación ambivalente. No sentí pena, Leandro dejó en mí solo el recuerdo de haber sido mi primer hombre.

VI

En quinto año de facultad estuve de novia con un joven de Montevideo que estaba terminando la carrera. Se llamaba Asdrúbal. Trabajaba y estudiaba. Era unos años mayor que yo. Nos conocimos en la Biblioteca y casi en seguida comenzamos a salir. Congeniábamos y teníamos buena química. Yo me esforzaba por mejorar mi carácter. Por ser más receptiva. Más confiada. Con la ayuda de Asdrúbal, con quien hablábamos mucho sobre mi personalidad, creo que lo hubiese conseguido. Hasta que una noche, mientras tomábamos un café en un bar del Centro, apareció una joven que según dijo, era la prometida de Asdrúbal y le increpó duramente el estar en mi compañía. Yo no quise saber nada. Me levanté, me fui y lo dejé a él que solucionara su problema de pareja. No quise volver a verlo. Creo que él tampoco lo intentó. Un verano, dos años antes de recibirme de Doctora en Derecho, murió Arapey. Hacía tiempo que estaba enfermo. Comenzó por abandonar sus correrías. Y de andar vagando por el barrio. Después fue dejando de comer. El veterinario lo había examinado sin encontrar nada grave. Una tomografía reveló, al final, la existencia de un tumor maligno en la cabeza. No existía una intervención quirúrgica que diera cierta seguridad de cura. Lo fuimos tratando con calmantes, hasta que un día dejaron de hacerle efecto. El veterinario aconsejó sacrificarlo. Lo inyectaron y yo me quedé junto a él, con una de sus manos entre mis manos, hasta que sus ojos quedaron fijos en la nada y su mano rígida entre las mías. No se quejó. Simplemente se fue apagando. No sé cuánto tiempo me quedé sola con él. Mi padre ya no estaba en casa, mi madre me acompañó y yo misma lo enterré en el fondo de la quinta.

VII

Unos meses después de recibir mi título en la Universidad de la República, mi padre se despidió de mí y de mis hermanas y se fue a vivir a España. No lo volvimos a ver. Falleció en Barcelona cinco años después de haber llegado a la península. El verano aquel, cuando terminé mis estudios de Derecho, mi madre colocó junto a la puerta de entrada una chapa que decía: VERÓNICA CARABAJAL, ABOGADA. No se veía desde la calle. Las santarritas y las glicinas entrelazadas cubrían las vetustas paredes de la casa. En esos días, con mi flamante título en la mano, comencé a trabajar en el estudio de un abogado muy respetado, amigo de mi padre. Allí trabajaba el hijo, también abogado, un poco mayor que yo. Se llamaba Guillermo, era soltero y buen mozo. Estaba de novio con la hija de un juez de la Suprema Corte de Justicia. De todos modos, simpatizamos en cuanto nos vimos y comenzamos a salir. Al pasar el tiempo, nuestra relación se afianzó y estuvimos juntos casi dos años. Entonces él anunció su matrimonio y, sin más, se casó con la novia, hija del juez de la Corte. Siguió, sin embargo, afirmando que me amaba y me propuso continuar nuestra relación. Pero para mí, él ya no existía. Durante mucho tiempo intentó un acercamiento, tratando de explicarme hechos irreversibles que no tenían explicación. Jamás trancé Nunca me detuve a escucharlo. Él ya era en mi vida, una historia acabada. Cuando el padre de Guillermo se jubiló, nos dejó el estudio a ambos. Fuimos socios varios años. En los últimos tiempos fui también la encargada de explicarle a su hijo, tercera generación de abogados de la familia, el funcionamiento del estudio. Hacía ya unos meses había decidido dejarle mi puesto al muchacho y retirarme. Tenía pensado dedicar mi tiempo a escribir y así lo hice un fin de año, ante la sorpresa de Guillermo y la alegría del hijo. Cuando murió,Arapey decidí no tener más perro. Mi madre no estaba de acuerdo. Ella, como yo, era muy “perrera”. Cada pocos días me traía noticias de alguien que regalaba un “cachorro divino”. En esa época Bernarda y Carolina se pusieron de novias y se casaron ambas, en el mismo año. Bernarda se casó con un joven argentino que conoció en La Pedrera donde, aún hoy, tenemos una cabaña que nos dejó mi padre junto con otros bienes. Se casó y se fue a vivir a Córdoba, en Argentina. Carolina se casó con un compañero de estudios, vecino del barrio. Con mala suerte, pues, al poco tiempo de casados, el joven murió en un accidente automovilístico donde ella salvó su vida de milagro. Cuando se recuperó se fue a vivir a Córdoba con Bernarda, que tuvo tres hijos. Allí, hace unos años, volvió a casarse.


VIII


Para entonces doña Benigna, la cocinera que vivió con nosotras tantos años, se había jubilado y se había ido a vivir con una hija. Nos quedamos solas, mi madre y yo, en aquella casa tan grande. Le propuse entonces que podríamos mudarnos a una casa más chica, donde no tuviese que trajinar tanto todo el día y la manutención no fuera tan gravosa. Le pareció una buena idea y decidió vender la casona y comprar un apartamento en un barrio más céntrico, cerca de mi trabajo. Al poco tiempo consiguió una transacción beneficiosa. Vendió la casona y compró un departamento en el Centro, frente a la plaza de los Treinta y Tres Orientales.
En esos meses, antes de dejar la casa, entró una tarde de la calle muy alterada. Le pregunté que le sucedía y me contó una historia “enternecedora”. Según le contó una vecina, en el Miguelete algún desalmado había dejado, adentro de una caja, una perrita con cuatro cachorritos recién nacidos.
—Es de raza — me decía—, que parece que se enamoró de un perro cualquiera y los dueños al ver esa camada sin pedigrí, la sacaron con su cría para la calle y la dejaron en el arroyo.
—Bueno mamá —le dije—, qué vamos a hacer, no es asunto nuestro.
—Vos sabés que son preciosos —me dijo—, mientras con sus manos alisaba las arrugas del mantel sobre la mesa.
—Cómo sabés que son preciosos —pregunté.
—Porque fui a verlos —me contestó con un suspiro.
—¡Mamá! ¿Fuiste hasta el arroyo?
—¡Claro! Para ver si era cierto. Y es cierto, están allí. ¿No querés ir a verlos...? Alguna vez me pregunté por qué no me resistí. Por qué no dije:
—¡No! ¡No quiero ir! Nos vamos a un departamento. ¡No hay lugar para un perro…!
Los cachorros eran divinos. Dos de ellos todavía tenían los ojos cerrados y la madre, la joven expulsada de un hogar de humanos inhumanos, una pequinesa de pelo dorado y nariz chata, que nos miraba suplicante con sus ojos redondos y lacrimosos. Demoramos un poco en mudarnos. Desmantelar aquella casa y preparar la mudanza nos llevó mucho tiempo.
La pequinesa es una de las razas más antiguas del mundo. Alguien nos contó que estos perros fueron, durante siglos, venerados como propiedad exclusiva de las Cortes Imperiales de China. Volvimos con la caja, la madre, a la que llamamos Tarita y los cuatro cachorros. Le dije con firmeza a mi madre que los tendríamos hasta que nos mudáramos y ellos estuvieran, por lo menos, con los ojos abiertos. Fue un trato.


IX


Habían pasado dos meses y estaba todo pronto para hacer la mudanza. Como nos estábamos enamorando de los cachorros decidimos comenzar a regalarlos. También decidimos, de común acuerdo, quedarnos con uno. De modo que nos acercamos a donde Tarita dormía con su cría y mi madre se inclinó para retirar un cachorro. Mamá y yo andábamos siempre con los perritos en los brazos, porque eran preciosos y parecían de juguete. Sin embargo, parece que Tarita hubiese adivinado que le íbamos a quitar uno, pues se puso a llorar con hipos y todo, de tal manera, que no podíamos calmarla. Se había incorporado y parada en las patitas de atrás se apoyó en mi madre que tenía el perrito en los brazos. Lloraba como una desaforada. Las lágrimas le caían por la cara hasta el piso. Así que le dije : ¡Por favor, devuélvele el hijo a esta escandalosa!
Ella se apresuró a dejarle el cachorro junto a los otros, Tarita se echó con ellos y siguió llorando. Aunque más tranquila, de todos modos, siguió llorando. En una oportunidad le comenté al veterinario de “la lágrima siempre pronta”, en los ojos de Tarita. El facultativo me contó que los pequineses suelen contraer una enfermedad que les deja los ojos lacrimosos, por lo que aparentan que lloran. Eso dijo el veterinario. Pero yo puedo asegurar que Tarita lloraba, y lloraba de verdad.
Dos días después nos mudamos al departamento frente a la Plaza de los Treinta y Tres Orientales, con los cuatro cachorros bastardos y la pequinesa de lujo venerada en el imperio chino, metidos todos en un cajón de cebollas que el domingo anterior mi madre le había comprado a un puestero de la feria.


X


El apartamento estaba en el octavo piso, tenía una terraza amplia al frente y otra al fondo, hacia donde se abría la puerta de la cocina. En esa terraza le hicimos a Tarita y sus vástagos una cucha amplia donde pudiesen pasar el mayor tiempo posible. Los cachorros se aquerenciaron en seguida a su nueva vivienda y recorrían olfateando y ensuciando toda la terraza: trabajo extra para mi madre. En esos días contratamos a Onilda, una señora que ya conocíamos, que vino a vivir con nosotras pues el apartamento tenía habitación y baño de servicio. Los cachorros pasaban bien en la terraza. Jugaban y comían todo el día y de noche dormían y soñaban felices como niños.
Pero Tarita descubrió la puerta de la cocina el mismo día de la mudanza y cada tanto abandonaba la camada y se colaba al interior del departamento. Lo recorría, estaba un poco con nosotras y se volvía con sus hijos.
Después, el tiempo pasó, los chicos crecieron y ella un día no los toleró más. En realidad estaban grandes, comían solos, andaban por todos lados pero seguían chupando teta. Había llegado el momento de regalarlos. Tenían casi cuatro meses y se habían convertido en unos perritos preciosos. Entre los diez pisos del edificio quedaron los cuatro. Algunos vecinos que nos habían visto llegar con ellos, sabían que cuando crecieran los íbamos a regalar. No tardaron en venir a verlos y dejarlos encargados.
En una tarde se llevaron a los cuatro. Tarita ni se despidió de ellos. Tanto que lloró cuando le quisimos sacar uno y, sin embargo, al ver que se los llevaban a todos, ni parpadeó. Ella quedó con nosotras. Eligió el mejor sofá donde apoltronarse y así recuperar su antigua jerarquía china. Verla allí, recostada en los almohadones, daba la impresión de tener en casa una diminuta y peluda emperatriz.


XI


Nos acostumbramos a vivir en el Centro antes de lo que creímos. El apartamento era muy cómodo, tenía una hermosa vista hacia la plaza y sabemos que en el centro de la ciudad todo queda cerca. Teníamos los cines, los teatros, las grandes tiendas, los restaurantes, todo a mano. Nunca fuimos tanto al cine y al teatro como en los primeros años de vivir en el apartamento. Mi madre estaba contenta. Todas las mañanas bajaba con Tarita a la plaza, se sentaba en un banco y en seguida entablaba conversación con alguien, que como ella, no tuviese nada que hacer. De tarde bajaba a hacer compras o a mirar vidrieras. Mamá fue siempre muy sociable, le encantaba la gente. Conversaba con todo el mundo. Es indudable que no heredé su histrionismo. Yo salgo de mi casa para ir a un lugar determinado y regresar. Salir porque sí, a caminar o a sentarme en la plaza, nunca se me ocurriría. Hacía tres años que vivíamos en el apartamento cuando me retiré del escritorio que compartía con Guillermo. A partir de entonces quedarme en casa: levantarme más tarde, terminar con las corridas a los juzgados, los juicios, las sentencias, el papeleo, fue, para mí, un placer enorme. De todos modos, nada en esta vida es perfecto ni gratuito. Mamá empezó con arritmias y problemas en el corazón. Yo la cuidaba mucho y ella también se cuidaba. Le habían diagnosticado insuficiencia cardiaca, dolencia que llevó varios años. Hasta que sucedió un hecho que trastocó mi vida y aceleró el final de la suya. Habían pasado ya seis años desde nuestra mudanza al Centro. Tarita estaba preciosa. La habíamos hecho socia de una veterinaria de la zona donde, aparte de darle las vacunas y alguna medicina que necesitara, la bañaban, tenía peluquería y corte de uñas. Mamá, frente a mi pedido de que no bajara todos los días, había dejado de llevarla a la plaza. Ese trabajo lo hacía Onilda. Un atardecer que Onilda no se encontraba bajé y crucé al quiosco que estaba en la esquina de la plaza, para comprar una revista. Mamá quedó arriba con Tarita que se puso a llorar y a ladrar, porque yo había bajado. Como no la pudo calmar, mamá la tomó en los brazos y bajó con ella a esperarme. Cuando bajaron yo estaba en la acera de enfrente esperando que pasaran unos autos, para cruzar. Mamá me vio, dejó a Tarita en el suelo y se quedó en la vereda a esperarme. Tarita también me vio y cruzó la calle corriendo. En ese momento un auto que venía le pasó por arriba. Yo grité, mi madre se puso una mano en el corazón, el auto siguió y Tarita salió corriendo de entre las ruedas de atrás hacia donde yo estaba y cayó muerta a mis pies.

XII

Fue tan cruel, tan injusta esa muerte que aún al recordarla siento dolor. Al principio no me di cuenta de que estaba muerta. Mientras, algunas personas que vieron lo que sucedió se acercaron. Entonces yo me agaché junto a ella y la llamé. A mí alrededor nadie hablaba. Un señor se acercó y me dijo: —El perrito está muerto, señora. Me acuerdo que le dije: —No, si el auto no le hizo nada, ¿no vio que salió por la parte de atrás y vino corriendo? — Sí, señora —me contestó—, pero el auto lo golpeó, debe haberle golpeado la cabeza. Yo no podía conformarme, la tomé en los brazos y crucé con ella hasta donde mi madre se encontraba llorando. Cuando llegamos al apartamento la dejé sobre los almohadones donde ella dormía. Tenía los ojos llorosos y abiertos. No tenía sangre ni marca de golpe alguno. Llamamos a la veterinaria que estaba de turno y vino un doctor que comprobó su fallecimiento y dijo lo mismo que me dijera el señor en la esquina de la plaza: el auto la había golpeado, ella salió y corrió ya sin vida, porque el sistema nervioso aún estaba activo o, tal vez, debido a que el corazón aún le latía. —Pero si el golpe que recibió en la cabeza la mató y corrió solamente por la acción del sistema nervioso o del corazón que aún le latía, ¿por qué no corrió para otro lado? ¿Por qué corrió hacia mí? —le pregunté. —La ciencia aún no tiene explicación para esos casos extraños —dijo el veterinario. Nos llevó meses empezar a conformarnos de la pérdida de Tarita. A mí, aquello de verla caer a mis pies, me trajo infinidad de conflictos emocionales. Hasta hoy sigo buscando una explicación. A veces creo encontrarla. La explicación sería muy simple. Bastaría con creer en la existencia de Dios. Ese día mamá empeoró de su deficiencia cardíaca. A la mañana siguiente le dio un infarto, se recuperó, pero ya no fue la misma. Se levantaba de la cama y se sentaba en un sillón, junto al escritorio donde escribo y miraba para afuera. Pasaba horas en silencio, mientras yo escribía. A las cinco Onilda nos servía el té, yo dejaba de escribir o de leer, conversábamos un rato, hablábamos de mis hermanas, de los nietos que tenía en Córdoba, mirábamos juntas alguna película o alguna novela y cuando ella quería irse para su dormitorio y se acostaba, yo volvía a mi trabajo. Una tarde estábamos tomando el té y tocaron timbre. Nos llamó la atención, puesto que si es alguien que llama de afuera lo hace por el portero eléctrico. Onilda fue a abrir: —Es Guida, la nena del apartamento de arriba, anunció. —Que pase —le contesté. Entró Guida con una perra Dóberman preciosa, con las orejas y el rabo cortado. Cuando entró, la niña le quitó la correa y la dejó solo con el collar. Mi madre y yo no atinamos a decir una palabra. La perra entró y ni siquiera nos miró, dio unas vueltas por el living donde estábamos y se echó sobre la alfombra entre mi madre y yo, con el hocico apoyado en mi pie. Guida se había instalado en un sofá frente a nosotras. La perra, en lugar de quedarse junto a la niña, se acomodó con nosotras, como si ella también fuese la dueña de casa y su dueña la visita. Muchas veces las personas cuentan lo que hacen sus mascotas y la gente no cree. Es necesario convivir, principalmente, con los perros para saber a qué grado de inteligencia han llegado esos animales, desde que conocieron al Hombre y se convirtieron en su sombra.

XIII


Guida comenzó hablando de su próximo viaje a la ciudad de Hamburgo. Allí se iba en los próximos días con sus padres y hermanos en un plan de dos años, y perspectivas de quedarse del todo. El padre de Guida era un ingeniero que había venido contratado al Uruguay, a dirigir una empresa naviera. En el transcurso de ese contrato conoció en Montevideo a la madre de Guida, descendiente de alemanes, se casó con ella y se estableció en Uruguay. En esos días volvía a su país a interiorizarse sobre ciertos trabajos realizados, en áreas del operativo portuario, en el puerto de Hamburgo. El ingeniero se iba con toda su familia: esposa, hijos y perros. —Nos vamos dentro de dos días —dijo Guida—, y nos llevamos las dos perras, a Dagma, la madre, y Érika, la hija. Tuvimos que sacarles pasaportes a las dos. Pero hoy mi padre nos dijo que trajéramos a Érika para ustedes. Tiene seis meses, es muy dócil y muy buena. Será una buena compañía para ustedes que son mujeres solas. Que se queden con ella, que no se van a arrepentir — dijo. Ni yo ni mi madre sabíamos qué decir. Era una perra demasiado grande para un departamento. ¿Cómo íbamos a manejarla? ¿Y un perro Dóberman ..? Yo pensaba en aquella boca con semejantes colmillos cruzados y le dije la verdad a la chica: —Muchas gracias, querida, pero no, no podemos aceptar. Yo no me animo a tenerla en casa. Ella no nos conoce. Y tú sabes que esta es una raza con muy mala fama. —Si —dijo ella—, tienen mala fama, pero los perros son como uno los cría. Nosotros siempre tuvimos perros Dóberman y nunca nos causaron problemas. Son vigilantes y muy compañeros De acuerdo, le contesté, pero no creo que ella… Y miro a la perra que, echada entre mi madre y yo... Se había dormido. —¡Érika! —la llamé—, abrió un ojo y me miró. Ni levantó la cabeza. Se quedó un momento con el ojo abierto y como no dije nada más, lo volvió a cerrar. Confundida miré a mi madre y la vi reír. Cubrió su boca con una mano y siguió riéndose. —¡Mamá! —dije emocionada, ¡hacía tanto que no la veía reír! —¿Estás riéndote? —¡Sí! Me contestó. Guida se puso de pie: —¿Se animan a quedarse con ella hasta mañana? Mañana de mañana vengo, si no se quedan con ella, me la llevo. Miré a mamá y me dijo que sí, con la cabeza. Me puse de pie para acompañarla mientras pensaba en qué haría la perra cuando viera que su dueña la dejaba y se iba sola. Comenzamos a caminar las tres hacia la puerta de entrada. Abrí la puerta, Guida se adelantó y salió al pasillo. Se despidió hasta el otro día y dejó la correa de Érika en mi mano. Yo seguía expectante esperando la reacción de la perra. Guida comenzó a caminar hacia el ascensor. Yo continuaba con la puerta abierta. Érika no esperó más, dio media vuelta y fue a echarse a los pies de mi madre… Y volvió a dormirse. Con los ojos húmedos mi madre me sonreía, ¿qué podía hacer yo? Antes de irse al aeropuerto pasaron por casa todos los miembros de la familia de Guida. Menos la madre de Érika, a Dagma, ya la habían embarcado. Nos dejaron la documentación de nuestra hija adoptiva: la partida de nacimiento con su ascendencia y nombre verdadero y su inscripción al Kennel Club del Uruguay. Se despidieron de la joven Dóberman, que les movió un poco el rabo y se fueron.

XIV

Doce años vivió Érika conmigo. Nunca la oí ladrar. Fue la perra más limpia, más prolija y más educada de cuantos perros tuve. Se adaptó con tanta facilidad a nosotras como nosotras a ella. A mí me había adoptado como madre. Donde yo iba, iba ella. Si entraba al baño se sentaba junto a la puerta a esperarme. Cuando me sentaba a escribir en mi escritorio se echaba a mis pies y allí permanecía las horas perdidas. La llegada de Érika reavivó un poco el espíritu de mamá, pero siguió muy delicada de salud. En los días en que ya no se levantaba, la Dóberman me abandonó para acompañarla. Se quedaba, echada de perfil, al costado de la cama día y noche. Cuando falleció, fue Érika la que anunció su deceso. Se puso a lloriquear y a dar vueltas, con la cabeza gacha, entre el dormitorio y el living. Cuando llegué junto a la cama de mamá, ella se fue a la cucha en la terraza, y por dos días no volví a verla. Mamá murió una noche de invierno de hace cuatro años. Después, la soledad solo fue mi compañía. Qué hacer de mi vida sin mi madre, sin ella, mi compañera de todas las horas. Mi amiga. Todo lo que realmente me importaba. Todo lo que tenía, que tuve siempre. Me quedé sola. Entonces redescubrí a Érika. Mi sombra. Mi otro yo caminando a mi lado. El refugio de mi soledad y mi tristeza. Érika y yo, juntas en el apartamento frente a la plaza, comunicándonos, cada día más, en una simbiosis perfecta. Donde yo estaba, estaba ella. Sentada con su cabeza sobre mi pierna; acostada con el hocico sobre mi pie. De pie las dos, tan pegada a mí que me empujaba casi. Sus ojos renegridos, mirándome, mirándome siempre. Tan tristes al final. Tan tristes. ¿Sabía ella, como yo sabía, que se estaba yendo, que estaba abandonándome? Me quedé sin su mirada mansa, su hocico húmedo, sin su sombra junto a mi sombra. Y sigo, porque la vida es eso. Un continuo caminar.
Hoy he dado vuelta la hoja y cerrado el libro de los recuerdos. Comienzo a acostumbrarme al silencio. Algunas veces, al caer la tarde, me detengo a observar la plaza desde el ventanal como lo hacía mi madre. Estos días he visto que, entre los jardines, anda un perro perdido. Debe tener hambre.



Ada Vega, edición 2005 -

sábado, 23 de abril de 2022

Agustina esposa de Dios

  




Agustina era hija de un político que en su juventud participó, junto al gobierno nacional, en la gesta de 1904, cuando fue herido de muerte el General de poncho blanco. Hombre agnóstico, cerebral y austero, que le negó el sacramento del bautismo y la enseñanza católica. Debido a lo cual la niña aprendió a rezar con la abuela materna, mujer muy creyente, respetuosa de la ley de Dios, y recibió el bautismo y la primera comunión a ocultas de su padre; con la complicidad de su madre y la ayuda del Altísimo; cuando recién cumplidos los doce años pudo escaparse un domingo a la misa de once, mientras su progenitor andaba en sus giras políticas, por el interior del país.

 La abuela de Agustina, desde que la niña tuvo uso de razón, le fue contando paso a paso cómo Dios creó el cielo y la tierra. Cómo de barro, hizo a Adán a su imagen y semejanza y de qué manera, con una costilla del Hombre, hizo luego a la Mujer. Le habló del Paraíso Terrenal donde los puso a vivir a crecer y multiplicarse y cómo por culpa de una manzana, aparentemente insignificante pero prohibida; que mordisqueó Eva y convidó a Adán, los echó del Paraíso sin más ni más, condenándoles a vivir en este mundo adolorido donde, pese a sufrir todo tipo de penurias, aún no se ha logrado conseguir el perdón del pecado original. Injusta herencia de nuestros primeros padres. También le contó la abuela cómo nació Jesús de una virgen, por obra y gracia del Espíritu Santo; su muerte en la cruz, para redimirnos de nuestros pecados y la promesa de una vida eterna, en el Reino de los Cielos, para los justos y puros de corazón. Pues la verdadera vida, le decía, no es esta que vivimos, sino la que nos espera después de la muerte. 

Agustina escuchaba arrobada las lecturas que hacía su abuela de la Historia Sagrada, como de la existencia contemplativa que llevaron los santos y santas. Y en ese transcurrir fue sumergiéndose en una vida piadosa. Rezando día y noche por los rincones, rechazando la comida para hacer penitencia por el perdón de los pecados de vaya a saber quién y torturando con un cilicio, su tierno cuerpo de niña, para demostrarle su amor al Creador. Vivía, por lo tanto, con su cabecita en las alturas, ignorando que pertenecía a este mundo de hombres y mujeres con los pies sobre la tierra. Fue tal la devoción de la joven por el espacio celeste, con su cortejo de ángeles y arcángeles, de santos y santas en el reino del Dios Supremo, del cielo y de la tierra, que la abuela pensando que se le había ido un poco la mano al hablarle de la magnificencia de la vida que nos espera si nos portamos medianamente bien en esta, trató de explicarle a la nieta que tanta vehemencia no era necesaria para que Dios la escuchara y correspondiera a su amor. 

Pues el Altísimo, le decía, nos ama a todos por igual. Que ella debía vivir la vida como todas las jóvenes de su edad. Pues el Creador no nos pedía sacrificar nuestro cuerpo con ayunos ni penitencias, sino que bastaba con que fuésemos justos y honestos. Pero ¡qué decir! A la abuela se le fue la mano, porque Agustina, en el paroxismo de su amor por Cristo, decidió un día entrar a un convento de clausura y así se lo comunicó a su abuela. Menuda decisión de la muchacha como para comunicársela al padre, agnóstico, cerebral y austero. La abuela intentó, por todos los medios posibles, de sacarle a la joven semejante idea de la cabeza. Explicándole que el matrimonio y la maternidad eran el verdadero destino de la mujer en esta vida. Que los santos y santas, le decía, y las monjas de clausura ya eran demodé. 

La niña escuchaba con los ojos bajos y las manos juntas, rezando al Altísimo para que perdonara a la abuela el sacrilegio de sus palabras que, como Él vería, estaba ya muy viejecita y no sabía bien lo que decía. Mucho rezó la nieta y mucho conversó la abuela tratando de convencerla de abandonar la idea de vestirse de monja, entrar al convento y perderse para siempre en sus patios inhóspitos, sin saber, nunca más, cuando es de día ni cuando de noche. Sin ver nunca más florecer las rosas, ni el declive del sol en el ocaso, ni el brillo titilante que nos envían las estrellas. Por lo tanto, al no lograr que la nieta cambiara de actitud, con el alma compungida, no tuvo más remedio que trasmitirle la buena nueva a su hija. 

Inés no ocultó su sorpresa al escuchar de su madre la decisión que había tomado la niña. Ocupada con sus otros hijos, la atención a su esposo y el gobierno de la casa pensó, tal vez, que se le había pasado por alto el grado de religiosidad al que había llegado su hija. Siempre supo que fue su madre quien la hizo bautizar y tomar la comunión, a ocultas de su marido. De todos modos, reconociendo que lo hecho había sido en pos de una buena causa, no le dio importancia ni lo comentó en su momento con el padre de la niña que, al enterarse, con seguridad hubiese hecho un tremendo escándalo. De manera que ante la decisión que, según la abuela, había tomado la joven de recluirse de por vida en un convento, no quedaba más remedio, que empezar por el principio y contarle al padre de la niña toda la verdad.

 La madre de Agustina eligió el momento que le pareció más propicio para hablar del tema con su marido. Esto sucedió una noche después de cenar, cuando todos los hijos dormían y el matrimonio quedó de sobremesa en el comedor. Él encendió un puro, ella le sirvió un café y se sentó a su lado. El hombre la miró presintiendo una conversación fuera de lo cotidiano. La señora habló sin rodeos antes de arrepentirse. Agustina quiere entrar a un convento de claustro, dijo. Quiere ser monja y apartarse del mundo. El marido la seguía mirando. Atravesándola con los ojos. Callado. No sabía la buena mujer si el marido había entendido o no, lo que acababa de decir. Por las dudas, no se animó a repetirlo. El hombre seguía mirándola sin hablar. 

Ella esperaba un estallido y al no suceder nada se asustó y se le llenaros los ojos de lágrimas. Se humanizó la mirada del hombre al verla sufrir. Le tomó la mano sobre la mesa y antes de que su mujer se pusiera a llorar le dijo: Inés, averigua todo lo que debas averiguar. Haz todos los trámites necesarios y si es real su vocación, déjala que se vaya. Recién comprendió Inés que su marido estaba al tanto de las enseñanzas de religión que la abuela le impartía a su nieta. Y aunque se abstuvo de averiguar hasta dónde estaba enterado, reconoció que su marid, tan rígido, tan cerebral y tan ateo, era también un padre justo y comprensivo. Pese a que en esa oportunidad, hubiese preferido verlo enojado, prohibiéndole terminantemente a Agustina, tan niña aún, su ingreso al convento. 

Era el año 1927, Agustina tenía quince años y estaba decidida a profesar y encerrarse para el resto de su vida. Su decisión era irrevocable, pues, según decía, Dios la había llamado para ser su esposa. En el año 1856, provenientes de Italia, llegaron a Montevideo, junto con las Hermanas del Huerto de la Caridad, las Monjas Salesas de clausura. Primeras congregaciones de religiosas que llegaron a Uruguay. Hoy, a comienzos de 2012, en el Monasterio de La Visitación, en el departamento de Canelones, viven 13 monjas Salesas de Claustro. También, aquel verano de 1928, con dieciséis años de edad, ingresó Agustina al Monasterio de las Salesas para no salir nunca más. De todos modos, Dios tenía para Agustina otros planes. 

El tiempo transcurría y Agustina en su celda del convento fue cumpliendo años. Rezando, haciendo penitencia, flagelándose. Sin hablar, sin levantar los ojos del suelo, rezando dos veces al día en su reclinatorio, los quince misterios del Rosario con sus letanías. Pidiendo a Dios clemencia por los pecados de la humanidad, sin saber siquiera a qué pecados se refería. Pues ella vivía ajena a las guerras, por riqueza y por poder, al hambre de los pueblos más pobres del planeta, a las luchas por la igualdad. Su mundo era pequeño, cabía en su propio aposento: exiguo rectángulo de paredes muy altas, donde apenas cabía una cama rústica y un mueble que hacía de mesa de luz y de cómoda. Sobre la cabecera de la cama, le hacía compañía un Jesús crucificado y a los pies de la misma, el reclinatorio.

 También había, en lo alto de una de las paredes, una pequeña ventana enrejada, con vidrio fijo y postigo de madera, que se podía abrir y cerrar con la ayuda de un puntero, que durante el día dejaba filtrar a un poco de luz. De acuerdo a las reglas de cada congregación, las religiosas claustrales hacen votos de castidad, pobreza, humildad y silencio. Agustina tenía cumplidos los veinte años cuando, una noche de tormenta, se rompió el vidrio de la ventana de su celda que cayó al suelo hecho pedazos. No informó a nadie de dicho percance. El tiempo fue mejorando. Se acercaba la primavera y Agustina pegándose a la pared opuesta alcanzaba a ver, por el hueco que dejara el vidrio roto, un pedazo de cielo celeste. A veces dos estrellas y alguna vez, hasta tres. Y por primera vez sintió nostalgia de aquel cielo enorme que veía en su casa cuando era niña. 

Recordó el sol y la luna, que nunca más viera. Las quintas de su barrio y los jardines florecidos. El arroyo de agua fresca que pasaba resbalando entre el juncal. Añoró el calor de su casa. Los patios embaldosados, abiertos al cielo, donde jugara con sus hermanos. Aquel padre severo que no le negó el ingreso al convento, como todos creían. Su madre, que lloró tanto cuando la abrazó al despedirse. Y la abuela. Aquella abuela alegre y sabia que nunca quiso aceptar su vocación de religiosa. La vocación de monja de clausura, le decía, donde se entra al claustro caminando y se sale, después de los votos perpetuos, solamente muerta, se cimienta viviendo en el mundo donde todos habitamos. Conociendo las dificultades de los más pobres por subsistir. Sufriendo sus carencias. 

Las monjas renuncian al mundo y se entregan a Cristo por amor a Dios y a la sufriente humanidad. ¿Y qué sabes tú, dime, qué sucede en el mundo en estos momentos...? Una mañana, antes de levantarse, escuchó el arrullo de una paloma. Amanecía el nuevo día y en el alféizar de la ventana, una pareja de palomas construía el nido donde empollar los huevos. Todas las primaveras anidaban palomas en su ventana, pero era esa la primera vez que las veía. Nacían los pichones, los padres los alimentaban y les enseñaban a volar. Durante todo el año los oía arrullar. Y ella estaba allí, tan sola, tan quieta, rodeada de oscuridad y silencio. De pronto sintió el deseo de volar ella también. Volar a su casa, a los suyos. El deseo de verlos a todos. 

Decidió que dejaría el convento y volvería a su casa por unos días. Esa primavera pasó y pasó el verano. Una tarde, al principio del otoño, Agustina dejó el hábito de novicia sobre la cama y después de cinco años, volvió a su casa. Toda la familia la esperaba. Se encontró rodeada de amor. Sin embargo, la casa de sus padres no era la misma. La encontró distinta. Sus padres y hermanos habían cambiado mucho. Solamente la abuela estaba igual, conversar con ella fue como volver a su niñez. En los primeros días, estuvo a punto de regresar al convento. Tan fuera de lugar, tan extraña se sentía. De todos modos, sucedió un hecho circunstancial que la hizo cambiar de idea. Leandro, un amigo de su familia, había enviudado en esos días, quedando con seis hijos pequeños. 

Debido a su trabajo viajaba constantemente a Europa. Contaba con una buena posición económica, una casa muy grande y con empleados que atendían desde el jardín hasta la cocina. Sin embargo, aunque en la casa había también una niñera, necesitaba otra persona de confianza a quien encomendarle la custodia de sus hijos. El día que Agustina llegó a su casa, el señor Leandro estaba allí comentando con sus padres dicha preocupación y también le alegró el regreso de la joven. Al retirarse quedó pensando que Agustina era la persona ideal a quien confiarle sus hijos. Mientras tanto, en los días siguientes, la joven estaba a punto de volverse al convento. Se encontraba pensando el regreso cuando, una tarde, volvió el señor Leandro y le pidió, encarecidamente, que se encargara de sus hijos. Que él viajaba en los próximos días, le dijo, y ella le inspiraba gran confianza. 

Le rogó que aceptara su ofrecimiento, pues estaba seguro de que era perfecta para ese trabajo. Agustina supuso que Dios la estaba probando. Le estaba dando la oportunidad de decidir entre quedarse para cuidar seis niños huérfanos o regresar al silencio y la soledad del convento. De manera que, en primera instancia, aceptó el pedido del amigo de sus padres. Y ese otoño, mientras el padre viajaba hacia el viejo mundo, se instaló en la casa. No bien llegó a su nuevo hogar, Agustina se enamoró de aquellos niños que, algunos tímidos, otros demostrando rebeldía, fueron poco a poco conquistados por aquella monja que durante años había creído que, en este mundo, amaría solamente a Dios. 

Varios meses permaneció el señor Leandro de viaje. Al volver encontró su casa en orden como cuando vivía su esposa y los niños contentos y estudiando. También encontró cambiada a Agustina. No parecía la monja retraída que había vuelto hacía unos meses del convento. Se había convertido en una joven activa y alegre que gobernaba la casa como si hubiese nacido para ese propósito. Y pensó que podría llegar a enamorarse de la joven. De todos modos, fue y volvió de Europa varias veces, antes de darse cuenta de que, realmente, se había enamorado de Agustina. Al regreso de uno de esos viajes le confesó su amor y le pidió que se casara con él. Le dijo también que lo pensara y le contestara a su vuelta. 

El señor Leandro estuvo tres meses viajando cuando anunció su retorno. Agustina estaba confundida, no acertaba a entender que sentimiento la acercaba al padre de los chicos que estaba ayudando a crecer. No era, por cierto, el amor de sacrificio y recogimiento que sentía por su Dios. De todos modos, fuese lo que fuese, Dios no quiso compartir su amor. Y la tarde en que Leandro volvía de Francia, el avión en que viajaba se precipitó en el océano. 

Agustina se quedó veinte años regentando aquella casa. Ayudando a todos y a cada uno como si fuese realmente la verdadera madre. Recibiendo y dando amor. Enseñándoles a enfrentar las dificultades. Alentándolos. Compartiendo con ellos los buenos momentos. Enseñándoles a ser pacientes, justos y responsables. Cuando todos los muchachos terminaron sus estudios. Cuando encaminaron sus vidas. Cuando entendió que ya había cumplido con la prueba que su Dios le había impuesto, se despidió del mundo injusto y profano y volvió al convento de clausura de las Hermanas Salesas, a continuar con su primitiva vocación de monja claustral, que abandonara a los veinte años. Agustina, esposa de Dios, murió en su claustro pasados los setenta años de edad, entregada al fin, y para siempre a Dios, después de hacer sus votos perpetuos.

Ada Vega - año edición, 2012