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sábado, 18 de junio de 2022

La intrusa

  


 


Nos conocimos un verano de sol y arena. Éramos muy jóvenes y jugamos a amarnos. En el juego el Amor nos desbordó. Fue tan grande y tan pleno que no supimos qué hacer con él y se quedó confundiéndonos. Entendimos entonces que ya nunca otro, que eran sin final su rostro y mis manos. Su piel y mi piel. Nos casamos casi niños en un juzgado de barrio. El juez, con la bandera de la patria atravesada en el pecho y los lentes apenas apoyados en su nariz, nos miraba muy serio, sin entender nuestra risa, nuestra radiante felicidad, nuestro irresponsable amor. Rodeados de familiares y amigos, juramos que sí. Recibimos besos, estrechamos manos, lanzamos al aire el blanco ramo de flores y huimos juntos bajo la nube de arroz que nos auguraba felicidad.

En los primeros años de casados vivíamos en un hotel céntrico cerca de nuestros empleos. Yo trabajaba en una tienda en la Avenida 18 de Julio. Y él en una sastrería de la calle San José. Nos íbamos juntos por la mañana, casi corriendo. Él tironeándome de la mano, yo medio dormida siempre más atrás. Volaba la mañana y apenas sonaba el timbre que anunciaba el final de la media jornada, salíamos apresurados para encontrarnos en un bar de la calle Convención. Almorzábamos mirándonos a los ojos, tocándonos a cada instante para comprobar que estábamos. Que éramos de verdad el uno del otro. Era una fiesta esperarlo a las siete de la tarde, cuando pasaba a buscarme. Nos íbamos abrazados por aquellas veredas angostas, llenas a esa hora de empleados de todos los comercios del Centro de aquel perdido, inocente Montevideo.

 Llegábamos a nuestra pequeña pieza del hotel donde hacíamos el amor descubriéndonos cada día. Afirmando aquel amor con la absoluta seguridad de que, jamás, nada ni nadie lograría separarnos. Soñando después con la casa que algún día tendríamos y con los hijos que vendrían. Dos años nos llevó la espera. Un día alquilamos un departamento en Andes y Colonia. Fuimos construyendo nuestro hogar paso a paso. Despreocupados y felices. No sé bien qué pasó entonces. Tal vez lo nuestro era demasiado hermoso, demasiado perfecto. Los dioses nos envidiaron y apareció la intrusa. 

Surgió de la nada. De las sombras. Calladamente. Fijó en mi hombre sus ojos seductores y abriendo una brecha entre los dos, trató en vano de minar mi amor. Lo conquistó con astucia y comenzó a llevárselo lentamente. Siempre supe que él no quería irse y dejarme sola. Que intentó resistirse. Pero ella es muy hábil. Desplegó ante él todo el poderío de su atracción. Lo envolvió quebrando su resistencia. Doblegándolo. Adueñándose de su vida que era mía. Cuando reconocí su existencia ya estaba instalada entre los dos. Intenté sacarla de mi terreno enfrentándola en una lucha desigual. Ella se ocultaba, no se dejaba ver. Siempre supo que triunfaría, que podía más. Yo no lo sabía y en una jugada desesperada puse sobre la mesa todo lo que tenía para alejarla. Para que lo olvidara.

 Le ofrecí mi vida a cambio. Mi presente, mi futuro. Pero no alcanzó. Más de una vez me dio esperanzas y me engañó. No me dio chance. Me cerró los caminos. Lo fui perdiendo sin saber, casi sin darme cuenta. Tampoco él se dio cuenta de que estaba dejándome, hasta el día que se fue para no volver. Me miró desde lo más profundo de sus ojos cansados y tristes. Intentó hablarme, despedirse, y no pudo. Ella ya estaba allí. Esperando. Impotente lo vi partir. Me quedé con los brazos extendidos queriendo retenerlo. Se quebró en mi garganta su nombre mil veces repetido. Quise partir también más no era mi momento. Desafiante la intrusa me hizo a un lado, condenándome a vivir sin él. Perdimos el futuro y nuestros hijos dibujados en el viento. Caía la tarde cuando lo acompañé por el camino de los altos pinos. Junto a su nombre, dejé una flor. 

Ada Vega, edición 1996 -

viernes, 17 de junio de 2022

Un árbol junto a la medianera




Tenía azules los ojos. Y entre sus largas y arqueadas pestañas yo sentía reptar su mirada azul, desde mis pies hasta mi cabeza, deteniéndose a trechos. Entonces vivía con mis padres y mis hermanos a la orilla de un pueblo esteño, cerca del mar. Mi casa era un caserón antiguo, del tiempo de la colonia, de habitaciones amplias y patios embaldosados. Con jardín al frente y hacia el fondo, una quinta con frutales. A ambos lados de la casa una pared de piedra que hacía de medianera, nos separaba de la casa de los vecinos. El resto de la quinta lo rodeaba un tejido de alambre cubierto de enredaderas. 

Uno de los vecinos era don Juan Iriarte, un hombre que había quedado viudo muy joven, con tres niños, empleado del Municipio. La casa y los niños se hallaban al cuidado de la abuela y una tía, por parte de madre, que fueron a vivir con ellos, ha pedido de don Juan, cuando faltó la dueña de casa. En los días de esta historia yo tenía dieciocho años y un novio alto y moreno que trabajaba en el ferrocarril, que hacía el recorrido diario del pueblo a la capital. Se llamaba Enrique y venía a verme los sábados, pues era el día que descansaba. Enrique era honesto y trabajador. Nos amábamos y pensábamos casarnos.

 Mi padre y mis hermanos trabajaban en el pueblo y mi madre y yo nos entendíamos con los quehaceres de la casa ayudada por Corina, una señora mayor que se dedicaba principalmente a la cocina y que vivió toda su vida con nosotros. Yo era la encargada de lavar la ropa de la familia. Tarea que realizaba en el fondo de casa, en un viejo piletón, una o dos veces por semana. Cierto día, la mirada azul del mayor de los hijos de don Juan empezó a inquietarme. Comencé por intuir que algo no estaba bien en el fondo de mi casa. Como si una entidad desconocida estuviese, ex profeso, acompañándome. Hasta que lo vi subido a un árbol junto a la medianera.

 Era un niño que sentado en una rama me miraba muy serio, entrecerrando los ojos como si la luz del sol le molestara. Pese a comprobar que la ingenua mirada de aquel niño sentado en una rama no merecía mi inquietud, no alcanzó a tranquilizarme lo suficiente. Traté, por lo tanto, de restarle importancia. Sin embargo, al pasar los días no lograba dejar de preocuparme su obstinada presencia pues, por más que fuera un niño, me molestaba sentirme observada. De modo que me dediqué a pensar que algún día se aburriría y dejaría de vigilarme.

 Pasaron los meses. Por temporadas lo ignoraba, trataba de olvidarme de aquel muchachito subido al árbol con sus ojos fijos en mí. Un día, hablando con mi madre de los hijos de don Juan, me dijo que el mayor estaba por cumplir catorce años. ¿Catorce años?, dije, creí que tendría diez. 
—Los años pasan para todos, dijo mi madre. —La mamá ya hace ocho años que falleció y el mayorcito hace tiempo que va al liceo. 
Desde el día que vi a Fernando por primera vez encima del árbol, habían pasado algo más de dos años. Nunca lo comenté con nadie. A pesar de que alguna vez lo increpé duramente: ¡Qué mirás tarado!, le decía con rabia, ¿no tenés otra cosa que hacer que subirte a un árbol para ver qué hacen tus vecinos? Nunca me contestó ni cambió de actitud, de todos modos su fingida apatía lograba sacarme de quicio y alterar mis nervios. 

Finalmente, llegó el día en que su presencia dejó de preocuparme. Cuando salía a lavar la ropa ya sabía yo que él estaba allí. Algunas veces dejaba mi tarea y lo miraba fijo. Él me sostenía la mirada, siempre serio. Yo me reía de él y volvía a mi trabajo. Hasta que una tarde pasó algo extraño: había dejado la pileta y con las manos en la cintura enfrenté, burlándome, como lo había hecho otras veces, su mirada azul. Entonces sus ojos relampaguearon y me pareció que su cuerpo entero se crispaba. Aparté mis ojos de los suyos y no volví a enfrentarlo. Sentí que el corazón me golpeaba con fuerza y comprendí que aquella mirada azul, no era ya la mirada de un niño. 

Ese verano cumplí veinte años y fijamos con Enrique la fecha para nuestro casamiento. Yo había estado siempre enamorada de él, sin embargo, aquella próxima fecha no me hacía feliz, como debiera. Un sábado al atardecer salimos juntos al fondo, para poner al abrigo unas macetas con almácigos, pues amenazaba lluvia. Cuando volvíamos Enrique me arrimó a la medianera de enfrente a la de don Juan y comenzó a besarme y acariciar mi cuerpo. Mientras lo abrazaba levanté la cabeza y vi a Fernando que nos observaba desde su casa. Arreglé mi ropa nerviosamente y me aparté de Enrique que, sin saber qué pasaba, siguiendo mi mirada vio al muchachito en el árbol. 

—¿Qué hace ese muchacho ahí arriba?, me preguntó. 
—No sé, le contesté, él vive en esa casa. 
—¿Y qué hace arriba del árbol? 
—No sé. ¿Qué otra cosa podía decirle, si ni yo misma sabía que diablos hacía el chiquilín ahí arriba? Salí caminando para entrar en la casa seguida por Enrique, que continuaba hablándome, enojado: 
— ¡Habría que hablar con el padre, no puede ser que el muchacho se suba a un árbol para mirar para acá! ¡Está mal de la cabeza! 
—¡Es un chico! —le dije para calmarlo un poco—, son cosas de chiquilín. 
—¡Es que no es un chiquilín, es un muchacho grande! Me contestó, ¡es un hombre!

 ¡Un hombre!, pensé y mi mente fue hacia él, hacia aquellos ojos azules que, sin poder evitarlo, habían comenzado a obsesionarme. A perseguirme en los días y en las noches de mi desconcierto. Un desconcierto que crecía en mí, ajeno a mi voluntad, creando un desbarajuste en mis sentimientos. No podía entender por qué me preocupaba ese chico varios años menor que yo, que solo me miraba. Al día siguiente salí al fondo de casa con la ropa para lavar. No miré para la casa de al lado. No sé si el vigía se encontraba en su puesto. Enjuagué la ropa y fui a tenderla en las cuerdas que se encontraban al fondo de la quinta. Me encontraba tendiendo una sábana cuando oí unos pasos detrás de mí. 

Al darme vuelta me encontré de frente con Fernando que, sin decir una palabra, me tomó con energía de la cintura, me atrajo hacia él y me besó con furia. Sus ojos se hundieron en los míos y sentí su hombría estremecerse sobre la cruz de mis piernas. 
—No te cases con Enrique —me dijo—, espérame dos años. 
—Dos años, para qué —le pregunté. 
—Porque en dos años cumplo dieciocho, estaré trabajando y podremos vivir juntos. 
—Pero Fernando, tienes apenas dieciséis años, y yo tengo veinte... Y … no es esperarte, ¡esto no puede ser! 
—No siempre voy a tener dieciséis años, un día voy a tener veinte y vos vas a tener veinticuatro y un día voy a tener treinta y vos vas a tener treintaicuatro ¿Cuál es el problema? 
—Después no sé, pero ahora es una locura, yo no puedo... ¡Me estoy por casar! 
—Vos no te podés casar con Enrique porque ahora me tenés a mí. ¿Dudás de que yo sea un hombre? 
—No, no dudo, es que yo no... Vos estás confundido, no te das cuenta, ¡estás confundido! Pero, por favor, ahora vuelve a tu casa, no quiero que alguien te encuentre aquí, ¡por favor! 
—Me voy, pero esta noche quiero verte, te espero a las nueve. 
—No, no me esperes —le dije—, porque no voy a venir. 
—Vas a venir —me contestó. 

Pasé el resto del día nerviosa, preocupada, asustada. Feliz. Era consciente de que aquella situación no era correcta. Pero no podía dejar de pensar en lo sucedido esa mañana. No había, siquiera, intentado resistirme. Dejé que me abrazara y me besara, y sentí placer. Hubiera querido seguir en sus brazos. ¿Qué significaba eso? Abrigaba sentimientos desencontrados. En mi cabeza reconocía que no era honesto lo sucedido, pero en mi pecho deseaba volver a vivirlo. No sabía como escapar de la situación que se me había planteado, y a la vez rechazaba la idea de escapar. De lo que no dudaba era que aquello no tendría buen fin. Que si alguien se enterase, sería un terrible escándalo. Para mi familia y para la de él. Entendía que para Fernando era una aventura propia de su edad. Pero yo era mayor, era quien tenía que poner fin a esa alocada situación antes de que pasara a mayores. Decidí, por lo tanto, no salir esa noche a verlo y conseguir, cuando fuese a lavar la ropa, que mamá o Corina me acompañaran. La firme decisión de no concurrir a la cita de las nueve de la noche se fue debilitando en el correr de las horas. 

A las nueve en punto en lo único que pensaba era en encontrarme con Fernando en el cobijo de la quinta. La noche estaba cálida y estrellada. La luna en menguante se asomaba, apenas, entre los árboles. Salí, sin encender la luz, por la puerta de la cocina como una sombra. Estaba esperándome. Me condujo de la mano hasta la parte más umbría de la quinta. Me besó una y mil veces. Y me hizo el amor como si todo el tiempo que estuvo observándome desde su casa, hubiese estado juntando deseo y coraje. Y yo lo dejé entrar en mí, deseando su abrazo, como si nunca me hubiesen amado o como si fuese esa la última vez. 

Después pasaron cosas. No muchas. Cuando Fernando cumplió dieciocho años nos vinimos a vivir a la capital. Cada tanto volvemos al pueblo a ver a mis padres y a mi suegro. Mis hermanos se casaron y se quedaron a vivir por allá. La abuela de Fernando murió hace unos años y el padre se casó con la tía que vino a cuidarlos cuando eran chicos. Enrique vive en Estados Unidos. La quinta de mi padre está un poco abandonada. El viejo piletón aún se encuentra allí. Cuando voy a la casa entro a la quinta hasta la parte más umbría que fue refugio de nuestro amor secreto. Allí vuelvo a ver a aquel chico de dieciséis años empeñado en demostrarme que era todo un hombre. Aquel chico de la mirada azul que, por su cuenta, decidió un día trocar mi destino, trepado a un árbol junto a la medianera. 

Ada Vega, edición 2012

jueves, 16 de junio de 2022

Garúa

 




La noche había llegado con esa calma cómplice que antecede a la lluvia, un viento peligrosamente suave, arrastraba las primeras hojas secas de otoño. Mientras el barrio dormía el pesado sueño de los obreros y la inquieta vigilia de los amantes, dos ladrones pasaron sigilosos por la puerta del bar y se perdieron más allá de la oscuridad. En “El Orejano”, frente a una copa semivacía, los últimos trasnochados, desparramados en cuatro mesas, fumaban su soledad y su “spleen”. Mientras en la penumbra, desde la vieja Marconi con Troilo y su bandoneón, el flaco Goyeneche como un responso: “Que noche llena de hastío y de frío, el viento trae un extraño lamento. Parece un pozo de sombras la noche...” 
El patrón lavaba copas mientras escuchaba a un parroquiano, que por milésima vez le contaba su vida, toda la historia de dramas y fracasos que sufrió y vivió a lo largo de los años.
—Vos sabés Walter, que yo siempre la quise a la Etelvina. Desde que éramos chicos, y después, cuando trabajamos juntos en Campomar. Campomar y Soulas era ¿te acordás? ¡Qué fábrica bárbara! ¡Cómo se laburaba! Después no me acuerdo muy bien lo que pasó, si se fundieron o si las firmas se separaron no más, el asunto fue que un montón de gente se quedó sin laburo. A nosotros nos tomaron en “La Aurora” de Martínez Reina, y casi enseguida nos casamos. ¡No sabés que mujer maniática resultó ser la Etelvina! Maniática y revirada. ¡Me hacía pasar cada verano! Servime otro, querés. A las diez de la noche iba a esperarme a la puerta de la fábrica, iba a buscarme al boliche, ¡me dejaba repegado! Más hielo, hacé el favor. ¡Un infierno de celosa la mujer! Me hacía una marcación de media cancha. Después, cuando vinieron los hijos, se le fue pasando, se le pasó tanto que un día no me dio más bola. ¿Tenés soda? Un vasito, gracias. Mientras fueron chicos vivió pendiente de ellos porque eran chicos, después, preocupada por los novios y las novias de los muchachos como si la que se fuese a casar fuera ella. Hasta hace poco anduvo rodeada de los nietos, mal enseñándolos. Y el otro día me dijo que estaba cansada, que nos había dedicado la vida, que ya era hora de pensar en ella, que quería ser libre y vivir la vida a su manera, metió su ropa en un bolso, me dijo: ¡Chau viejo! Y se fue a vivir a Rivera con un veterano que conoció en la feria. ¡Me dejó mal parado, vo’sabés! ¡En la llaga! ¡Envenenado me dejó! ¿Tenés algo pa’ picar? No sé si te conté lo que me pasó con... 
El viento se había dormido en la copa de los árboles, y una lluvia mansa canturreaba en gotas sobre la vereda. Desde la radio, el flaco Goyeneche canta, hablaba: “Solo y triste por la acera va este corazón transido con tristeza de tapera, sintiendo su hielo, porque aquella con su olvido hoy me ha abierto una gotera...” Los gatos del boliche se echaron a dormir, dos sobre el mostrador y el otro junto a la puerta de entrada. Era la hora del exorcismo. Esa hora incierta cuando el duende de la nochería montevideana despierta, y sale por los barrios a recorrer los boliches que van quedando, para acompañar en silencio a los valientes habitués que aún resisten. A esa hora, justamente, llegó el poeta. Se acodó en el mostrador, se persignó, pidió una cerveza y empezó su confesión.
—Ando mal, che. No sé qué me está pasando con las minas. ¡Se me van! Yo las traigo pa’ la pieza, les dedico mis mejores versos, las mimo, les recito a Machado: “Mi infancia son recuerdos de un patio de Sevilla, y un huerto claro donde madura el limonero; mi juventud, veinte años en tierra de Castilla; mi historia, algunos casos que recordar, no quiero.” Les recito a Neruda: “Me gustas cuando callas porque estás como ausente, y me oyes desde lejos, y mi voz no te toca. Parece que los ojos se te hubieran volado y parece que un beso te cerrara la boca.” Y no hay caso, che, no aguantan ni quince días, ¡y se van! Me dejan en banda como si nada. ¿Quién las entiende a las mujeres? Yo no sé qué pretenden. Están rechifladas, están. A mí me desconciertan, te juro que me desconciertan. Y la verdad es que yo en mi pieza necesito una mina, una amiga, una compañera. ¡¡Una mujer!! Llegar a la madrugada y saber que hay alguien que me espera. No tener que dormir solo. ¡No sabés como me revienta dormir solo! Con esta última piba iba todo de novela, te juro, hasta de escribir había dejado, y vos sabés bien que la poesía para mí es lo primero. Porque yo no me hice, como muchos, en esos talleres de literatura que andan por ahí. No señor. Yo nací poeta. Respiro la poesía. Si me falta el verso, me muero. ¡Y había dejado de escribir, por una mina! Si seré gil. ¡Y se me fue igual! ¿Vos podés entender? Esto para mí ya tiene visos de trágico. Y no le veo vuelta, eh. No sé qué hacer, te juro que no sé qué hacer. ¿Estaré engualichado, che?
Y el polaco acompañaba con su voz de bodegón... “Sobre la calle la hilera de focos lustra el asfalto con luz mortecina y yo voy como un descarte, siempre solo siempre aparte, esperándote...”
Estaba amaneciendo, la lluvia golpeaba en los vidrios como pidiendo permiso para entrar, el patrón empezó a cerrar las ventanas. Mientras los últimos trasnochados iniciaban la retirada, las luces del primer 126 de CUTCSA, que venía de la Aduana, atravesaron la bruma de la mañana yugadora.
Por la vereda, con las manos en los bolsillos, pasaron los dos ladrones de vuelta. Mala noche para ellos. Terrible la mishiadura. Los gatos se desperezaron. En el mostrador el bardo apuraba la cerveza.
— ¡No sé qué hacer, Walter, te juro que no sé qué hacer! El patrón estaba cansado, quería cerrar de una buena vez, para irse a dormir. Miró al poeta y le dijo:
— ¿Y si probaras a darles de comer...? Y empezó a bajar la metálica.

“ Las gotas caen en el charco de mi alma, hasta los huesos calados y helados y humillando este tormento, todavía pasa el viento, empujándome..." 

Ada Vega, edición 1996

miércoles, 15 de junio de 2022

Dale que va

 


Cuando sonó el despertador hacía rato que Antonio estaba despierto. Corrían los años noventa y la preocupación de perder el empleo, que se cernía sobre los trabajadores, había logrado que perdiera el sueño y pasara las noches en vela.María, a su lado, aún dormía. Se levantó tratando de no despertarla. Un frío intenso acosaba. Ante los primeros intentos del sol, la noche se resistía. Puso a hervir el agua para el mate y se sentó junto a la mesa con los ojos fijos en la llama celeste del gas que lamía los costados de la caldera.

Hacía un par de días que el jefe de su sección les había comunicado, a él y a varios compañeros, que dejarían de hacer horas extras. Las extras, para Antonio, eran esenciales, significaban otro sueldo que así, sin más ni más, le quitaban de un día para el otro. Este recorte en su salario se venía a sumar a la controvertida Ley de Puertos que, un tiempo atrás, lo dejara sin un ascenso importante en su carrera. Ahora, ante el cierre sistemático de las secciones de operativa portuaria que, una a una, iban dando paso a la temida privatización con su consabida pérdida de puestos de trabajo, la preocupación pasaba a ser un problema grave. Antonio, con más de cincuenta años de edad, sabía con certeza que si perdía su empleo, no conseguiría otro.

Dejó el mate, se afeitó y terminó de vestirse. Cruzó la bufanda bajo la campera y subió el cierre. Apagó la luz, cerró con dos vueltas de llave y salió. Comenzaba a amanecer. Un viento helado soplaba desde el río. Mientras la Villa del Cerro dormía bajo el faro vigilante de la Fortaleza, caminó por Grecia hacia la salida del 125  frente a la playa. Tomó asiento junto a la ventanilla, aferrado a sus pensamientos. Llegaron el chofer y el guarda a ocupar sus puestos. El ómnibus se puso en movimiento.

Un hombre viejo pidió permiso y se sentó a su lado.
—Buen día, saludó. Antonio lo miró con fastidio. Interrumpía su intimidad.
La cabeza blanca enfundada en un gorro de lana. Dibujado en la cara un mapa de arrugas. De cuerpo enjuto. Se restregaba las manos para calentarlas.
—Buen día, masculló. Subió el cuello de la campera y se arrellanó en el asiento, pegado a la ventanilla.
—Cuando levante la helada va a hacer más frío, pienso. Antonio no se dignó contestar. El viejo siguió hablando. Antonio no quería escuchar, ni hablar con nadie. Necesitaba sufrir, torturarse, enojarse con todo el mundo porque tenía problemas económicos. Intentó no oírlo volviendo a su problema: (Los portuarios estamos liquidados, hasta que no nos refundan, no van a parar…)
—... y nos vinimos del norte con los gurises chicos pa´ver si en la capital repuntábamos un poco. Los del interior del país venimos todos con la misma ilusión, sabe. En la campaña cada día hay menos trabajo. Acá es más fácil. Siempre alguna changa sale. Aunque sea pa´la comida, ¿no?... Yo me vine hace muchos años. Con la patrona, me vine. Con la patrona y los gurises. Trabajé en el frigorífico. En el Nacional. Más de veinte años trabajé. Sí, más de veinte años. Nos habíamos comprado una casita con un campito atrás del Cerro y lo trabajábamos lindo, no más. Pero la capital nos empezó a cobrar. ¡Demasiado se sabe que nada viene de regalo! Fue cuando se nos murió el más chico. Andaba gateando y se nos cayó en un pozo que estábamos haciendo para el agua. Una infamia, mire. Sí, una infamia (y Antonio, vencido, se puso a escuchar). 

Al final criamos tres, dos machitos y una niña. La mujercita en cuanto cumplió quince años entró en amores con un mocito que yo le dije a mi patrona que no me gustaba. Usaba el sombrero requintado, golilla blanca, siempre fumando andaba. De mirada huidiza el mozo. No me gustaba no. Un día la gurisa se fue con él. Después supimos, se dio a la mala vida. Nunca dejó de venir a vernos, pero del todo no volvió más. Hizo plata. Sí. Mucha plata. Se compró una casa por el Hipódromo con un terreno grande. Yo vivo allá, sabe. Lo tengo plantado, buena tierra, lo que usted plante viene, fíjese. Buena tierra. Tuvo un hijo, se lo criamos con la patrona hasta que terminó la escuela. Después ella lo puso en los Talleres Don Bosco para que aprendiera un oficio. Salió como a los dieciocho años, con oficio y con trabajo. Buenísimo el gurí. De ley. ¡Sí señor! Lindo muchacho, alto y fuerte. Toca la guitarra, sabe. ¡Si lo viera...! Vive conmigo, es lo que me queda. Gana buena plata, muy trabajador, en eso de la electrónica, sabe, en eso trabaja. La madre murió, se agarró una peste y se fue en menos de un mes. Él casi no la conoció, mire usted. Tengo un hijo que se fue para la Argentina hace años. Cuando la dictadura, sabe. No supimos más de él. Pero no se fue por la política, no, era demasiado vago para que le interesara la política. Él se desapareció solito, no más. Se fue de mochilero con otros dos. Cosa de muchachos.
El tercero sí, una desgracia, las malas juntas, terminó en la cárcel; vendimos la casita y el campito del Cerro para pagar un abogado. Al poco tiempo, en un ajuste de cuentas, lo mataron. Sí, así fue. No tuvimos suerte con los gurises. Mi patrona decía que la capital nos había castigado por dejar el campo solo. Pobrecita. Ella también me dejó hace dos años. Las vueltas de la vida, ¿no? Mire usted. Ahora vengo del Cerro. Fui a visitar a un hermano. Fui ayer, querían que me quedara, pero ya me voy para casa. Le prometí al nieto que llegaba temprano. Siempre almorzamos juntos. Me espera con el amargo. ¡Abuelo!, me dice cuando me abraza. Es muy pegado conmigo. Se me tenía que dar una buena, ¿no le parece?... ¡Mi nieto, carajo! Es lo que me queda.
Entrecerró los ojos para mirar hacia fuera, por la Estación Central se puso de pie. Me bajo en esta, dijo. Se quitó la gorra, le tendió una mano.
—Adiós, que le vaya bien. Antonio también se puso de pie, estrechó con fuerza, con sus dos manos de hombre joven, fuerte, vital, la callosa mano de aquel viejo desconocido que en menos de una hora le contara su vida.
—¡Suerte, don!
—Gracias, m´hijo.
—¡Y gracias! —le gritó Antonio, y el viejo quedó mirándolo desde la vereda...

Se bajó del 125 en el Neptuno, cruzó el empedrado de la rambla y entró al Puerto por Yacaré. Se dirigió a su puesto de trabajo por la senda. Se puso a silbar.
—¿Te sacaste el Cinco de Oro, flaco?
—Casi... (Al lado de este viejo yo soy Gardel). ¡Dale, que va...!

Ada Vega, año edición 1997

domingo, 5 de junio de 2022

Ofelia Bronfield

  


Ofelia Bromfield nació en la Ciudad Vieja, en una mansión que sus antepasados construyeron a principios del siglo XX. El primero de los Bromfield había llegado al país a fines de la Guerra Grande, con intención de invertir en la industria textil. A su llegada se instaló en la sitiada ciudad de Montevideo, en una casa de paredes muy altas y balcones con barandales de hierro, cerca del Templo Inglés, hoy: Catedral de la Santísima Trinidad y sede de la Iglesia anglicana. Templo que fue construido dentro de las murallas, de espaldas al mar. Luego demolido, al comenzar la construcción de la rambla sur en la década del 20, y vuelto a construir en una réplica del mismo en los años treinta, frente al mar, sobre la calle Reconquista. 
El señor Bromfield se afincó en Montevideo y contrajo nupcias con una joven londinense radicada en la ciudad. Fue uno de los hijos de este matrimonio quien hizo construir, en la primera década del siglo XX, la mansión de la Ciudad Vieja. Heredada, por lo tanto, en línea directa, la mansión pasó a constituirse en propiedad de los padres de Ofelia Bromfield. Para ese entonces, la fortuna de los Bromfield, debido a la poca visión para los negocios, había comenzado a declinar. De todos modos, Ofelia llevó allí una infancia y una adolescencia feliz. Concurrió al British School, aprendió a montar a caballo, a jugar al tenis y a nadar en todos los estilos. Se casó con un joven que fue con el tiempo copropietario de una empresa naviera y tuvo dos hijos: un hijo atorrante y una hija lesbiana. 
El joven atorrante era reconocido por su padre como un vago, un holgazán. Su madre, en cambio, entendía que el muchacho era un chico alegre y bohemio viviendo a pleno su juventud. Con la hija al principio no se enteró. No se dio cuenta de que los años pasaban y nunca la vio en compañía de un varón; con un compañero de clase o un posible enamorado. 
Comenzó a llamarle la atención cuando, ya en la universidad, la veía siempre en compañía de una chica un poco mayor que ella. Aunque no profundizó ni averiguó sobre dicha relación. Hasta que un día su hija le comunicó que se iría a vivir con su amiga. 
—En pareja, le dijo. Ofelia creyó no entender, de todos modos, era una mujer inteligente. 
—Cómo en pareja, le preguntó. 
—Sí, mamá, le contestó la joven muy segura de sí. Somos pareja hace mucho tiempo y, por lo tanto, resolvimos vivir juntas. 
—¿Pero como...? Atinó a decir Ofelia. La chica no la dejó terminar de hablar y le dijo con cierta superioridad: 
—Mamá, a mí los hombres no me atraen. No los quiero a mi lado como novios ni como esposos. No quiero que me toquen. No quiero que me violen en nombre del amor. Que me lastimen. Que con su simiente me hagan un hijo en la barriga. No quiero tener hijos, mamá. No quiero que me hagan daño. Una mujer jamás me haría daño. ¿Comprendes mamá? 
Ofelia comprendía a su hija. Comprendía lo que le estaba diciendo. Pero no la entendía. No la entendió nunca. Aceptó que se fuera a vivir en pareja con su amiga, con la esperanza, quizá, de que algún día recapacitara y se volviera una mujer “normal” que le diera nietos. Y vaya si algo así sucedió. Habían pasado dos años cuando una tarde llegó Fernanda a ver a su madre. Llegó feliz a contarle la buena nueva: 
—¡Vamos a tener un hijo, mamá! Ante tal aseveración, Ofelia llegó a pensar que su cabeza comenzaba a sentir el cruel paso de los años. Que su mente ya no coordinaba como debería. Es cierto, se dijo casi con resignación, estamos transitando el siglo XXI: todo puede ser posible. La ciencia avanza en estos tiempos con una celeridad como nunca antes. Habrá algo que no se pueda lograr en los próximos años, se preguntaba. Dejarán los hombres de ser necesarios para engendrar las nuevas generaciones. Será posible un mundo sin hombres, sin amor, sin sexo entre un hombre y una mujer. ¿No sería ya tiempo de que la Ciencia parara un poco...? Ofelia en su confusión, solo acertó a preguntar: 
—¿Cómo que van a tener un hijo? 
—Sí, mamá, vamos a adoptar un bebé. Una chica que está embarazada y no lo puede criar, me lo va a dar. 
—Y por qué no lo puede criar, quiso saber Ofelia, en parte tranquilizada. 
—Porque es muy pobre y tiene otros hijos y fíjate que nosotras lo podemos criar sin ningún problema. Pensamos adoptar una nena y un varón. Ofelia no pudo disimular su contrariedad. 
—Pero, Fernanda, no me dijiste un día, antes de irte a vivir con tu compañera, que no querías saber nada de los hombres. Que no querías ser violada ni lastimada, que no querías llevar un niño nueve meses en la barriga ni sufrir los dolores de parto. 
—Claro que te lo dije. Y sigo pensando igual. 
—Sigues pensando igual, pero tienes intenciones de criar dos niños ajenos como hijos propios. 
—Sí, mamá, pero yo no necesito un hombre para tenerlos. 
—Tú no, pero la chica que lo va a dar a luz, sí lo necesitó. Ella para tenerlo pasó por todo lo que tú no quisiste pasar. 
—Y bueno, mamá alguien tiene que tener a los bebés, no crecen en los árboles, ¿no? —No, no crecen en los árboles, por eso no es justo que una mujer tenga que dar a sus hijos para que una pareja, como la de ustedes, juegue con ellos a las madres. 
—No vamos a jugar a las madres, los vamos a alimentar y a educar. Los vamos a querer mucho. No van a andar en la calle pasando frío y hambre. 
—Y cuando crezcan cómo les van a decir que no tienen padre, pero que, en cambio, tienen dos madres. 
—No sé, mamá, no sé. Eso lo veremos después. Cuando crezcan. 

Hoy, iniciado el 2012, Fernanda y su pareja tienen tres chicos. Tres varoncitos que criaron de bebés como propios. Tres varoncitos que las muchachas consiguieron legal o ilegalmente, nunca supo la abuela cómo, pero que los aceptó y los amó desde el mismísimo día en que, recién llegados, se los pusieron en los brazos. Tres niños felices que van a la escuela, tienen un hogar con dos mamás, un tío atorrante y dos abuelos que los aman. ¿Qué pasará mañana? Qué les dirán sus madres sobre sus nacimientos. Ya se verá cuando el momento llegue. Desde que el hombre de ciencia comenzó a intervenir en la concepción de los seres humanos por medio de la Fecundación in Vitro, la Reproducción Asistida y sin llegar a dar, por el momento, mucho asidero a la Clonación Humana, no sería de extrañar que los niños, en los tiempos venideros, nacieran de un repollo. Con seguridad para entonces no habrá necesidad de explicaciones. La vida en su andar distorsiona y da vuelta las cosas. Las cambia de rumbo. Pone al sur lo que antes estuvo al norte. 

Ante estas cavilaciones, Ofelia recuerda una historia que de niña le contara su abuelo paterno, sobre el Templo Inglés que los emigrantes británicos construyeron en la Ciudad Vieja allá por 1800, de espaldas al mar y frente a la ciudad, y que un día lo dieron vuelta y quedó como está ahora: de espaldas a la ciudad y frente al mar. Durante años dudó de que esa historia fuese cierta. Mire si un Templo va a girar como una noria. Sin embargo, al pasar los años y ante la evidencia del Templo Inglés construido en la Ciudad frente al mar, y unas antiguas fotos del mismo Templo de espaldas al mar, debe reconocer que lo que hoy parece imposible puede un día, por astucia, por magia o por amor, convertirse en la más pura realidad. 

Ada Vega, año edición 2009


Volando bajo

  



 En los campos de Rocha,  hacia el norte y sobre la costa, tenía su casa don José  Pedro Segovia. Una casa de piedra de estilo español mirando al sur,  del tiempo del coloniaje, que don José Pedro heredara por cuarta generación. Allí vivía con su mujer, Ana Luisa, y sus seis hijos.

La familia llevaba una vida apacible cultivando campos y criando animales. Sólo distorsionaba un poco la tranquilidad del lugar, la mala costumbre de su hija más pequeña de pasarse el día volando.
Extravagancia que nació con ella. Cuando normalmente los niños comienzan a intentar sus primeros pasos, ella desde el corralito  trataba de levantar vuelo. Tenían que cuidarla porque en lugar de caerse al suelo como los niños cuando aprenden a caminar, ella se golpeaba la cabeza en el techo.  Y no volaba con alas, que lógicamente no tenía, ni como Superman con el cuerpo horizontal y  los brazos extendidos. No, nada de eso. Ella volaba de pie, no se impulsaba ni pronunciaba palabras mágicas. Al igual que nosotros caminamos, ella volaba con el sólo deseo de hacerlo. A veces recorría la casa a veinte centímetros del suelo, sin mover los pies. O paseaba recorriendo el  campo por encima de los animales, poniéndolos nerviosos, o andaba por las copas de los árboles revisando nidos.
Sus padres no estaban de acuerdo con esa singularidad. Se lo tenían prohibido, argumentando que los seres humanos no estábamos hechos para esas veleidades y que si Dios hubiese querido que voláramos, nada le hubiera costado agregarnos un par de alas como hizo con los ángeles.
Por lo tanto le ordenaban que pusiera los pies sobre la tierra y que caminara como todo el mundo. Pero María José, que así se llamaba la niña, era tan dulce y sensible como libre y desobediente, y en cuanto los padres se distraían, se elevaba por los aires y desaparecía entre los eucaliptos.
Temiendo entonces que se perdiera, andaba toda la familia buscándola, mirando para arriba cayendo y  tropezándose unos con otros.
A medida que fue creciendo, la chica fue ampliando su espacio de vuelo. Comenzó a pasar revoloteando sobre los campos vecinos llenando de pánico a sus habitantes, quienes  dudaban entre bajarla de un escopetazo, para después averiguar quién era o aceptar lo que decían la mujeres de los campos vecinos: que era un ángel que Dios había mandado a la tierra para ver qué hacíamos los seres humanos con el mundo que nos dio para administrar. Pronto se enteraron que la niña voladora era la más chica de los Segovia, se acostumbraron a verla, creyeron que era un poco excéntrica y agradecieron que no fuese una mensajera de Dios en plan de inspección divina.
María José comenzó entonces a aterrizar en  las fincas  vecinas haciendo amistad con los jóvenes que allí vivían, y con sus padres y parientes con quienes conversaba animadamente pues, dejando de lado su extraña manía, era una chica muy alegre, de buen corazón y muy sociable.
Los padres de los muchachos casamenteros veían con recelo la amistad de éstos con la chica, temiendo que alguno se enamorara, llegara al matrimonio, y vieran un día a sus nietos volando como pájaros sobre sus cabezas, peligrando a que algún desprevenido los llenara de perdigones. Así que cuando Luis Machado, hijo de uno de los matrimonios temerosos, declaró su amor por la joven los padres se opusieron, lloraron, se desesperaron, y terminaron aceptando, bajo la firme promesa del muchacho de que cuando María José fuera su mujer, no abandonaría la casa para andar volando por ahí.
Los jóvenes se casaron en una boda sencilla. Ella entró a la iglesia del brazo de su padre, caminando con paso seguro sobre la alfombra roja. Estaba tan hermosa vestida de novia con su cabello rubio y su cuerpo tan grácil, que muchos recordaron cuando la vieron por primera vez y creyeron que era un ángel que Dios había mandado a la Tierra.
Reconocieron entonces que era toda una mujer y le pidieron al Creador que los hiciera felices y que ella abandonara  de una buena vez la manía de volar.
La nueva pareja fundó su hogar en Treinta y Tres donde los padres de Luis tenían unas hectáreas de campo. De modo que para allá se fueron, se amaron apasionadamente y, aprovechando el joven esas noches de amor y deseo, trató de lograr de su adorada esposa la promesa hecha a sus padres, de que no volvería a andar planeando, escandalizando a la gente.
María José lloró amargamente en sus brazos. Prohibirle volar, le dijo, era como cortarle las alas; le prometió  en cambio que sólo volaría dentro de sus tierras. Fue un acuerdo.
Viajaba en Charré para visitar a sus padre y a sus suegros, y llevándoles a conocer cada año un niño rubio, llegó a completar la media docena.
Mientras tanto, ayudada por una mestiza que vivía con ellos, cocinaba, atendía la casa y criaba a los niños con amor y paciencia tratando de terminar lo más pronto posible con los quehaceres, para volar al encuentro de su marido y acompañarlo mientras trabajaba en el campo.
 Él la esperaba impaciente todas las tardes, hasta que al fin la veía venir volando bajo como las gaviotas. Volvía luego a la casa juntos y abrazados. Tranquilizado porque nunca vio a sus hijos tratando de ganar altura, supuso que no habían heredado la chifladura de su madre.
Los abuelos  de ambos lados, que ya no temían ver a sus nietos atravesando el cielo, se sentían felices cuando los niños pasaban unos días con ellos.
Los seis hijos de María José y Luis crecieron y fueron muchachos formales y muy trabajadores. Un día se casaron,  se radicaron en distintos departamentos, fueron felices y comieron perdices. Sin embargo hubo quienes juraron que cuando María José murió, siendo una adorable viejecita, vieron a seis hombres que al finalizar el sepelio, elevándose, desaparecieron entre las copas de los árboles en distintas direcciones. Pero no sé si será cierto. La gente que no tiene nada que hacer es muy de inventar cosas.

Ada Vega -  edición 2002. -

Siempre en domingo

 


Después que murió mi padre, los sábados al cementerio y los domingos a la casa de la abuela eran todos nuestros paseos de fin de semana. Mamá tenía entonces treinta y pocos años. Cuando enterró a mi padre se recogió el cabello en un moño sobre la nuca, se vistió de negro de pie a cabeza y le arremetió a la vida para terminar de criar cuatro gurises, en un Montevideo inhóspito y desconocido. Hacía apenas cuatro años que conmigo en la panza, mi padre y mis tres hermanos, había llegado desde su Solís natal con la esperanza de encontrar en la gran ciudad un mejor futuro para todos. La suerte le dio la espalda. Papá murió en un accidente de trabajo y ella se quedó sin hombre hasta el fin de sus días. Creo que desde entonces prevalecieron sus obligaciones sobre sus escasas distracciones y nunca llegué a saber si visitar a la abuela los domingos, formaba parte de unas o de otras.
 La casa de la abuela estaba en una calle interna del Prado. Tenía un jardín al frente con plátanos y palmeras, mantenido por don Martín, un viejo jardinero que cuidaba con dedicación rosales, dalias y jazmines. No era una casa muy grande, tampoco lujosa. De líneas más bien severas, lo único que resaltaba era el pórtico con sus cuatro columnas de granito blanco. Hacia ese pórtico se abría una pesada puerta de roble oscuro, con un llamador en forma de aro. A ambos lados de la puerta, cuatro ventanas alargadas y enrejadas dejaban ver, tras los postigos siempre entornados, blancas cortinas de encaje hecho a mano. Bordeaba la casa una verja de hierro muy alta, con un portón de dos hojas cerrado por dentro con un candado. A pesar de ser una hermosa casa, a nosotros nos sobrecogía su austeridad. No nos gustaba ir, pero los domingos era obligatoria la visita a la abuela, para nosotros y para nuestros tíos y primos. Ese día mamá nos vestía con nuestras mejores galas, nos recitaba mil recomendaciones de buen comportamiento y a las tres de la tarde de cada domingo, estábamos junto al portón de la casa del Prado. Nelly, con las manos cruzadas sobre la falda, se miraba la punta de los zapatos; Walter ausente, con un libro bajo el brazo; Venus sacudiendo la reja o dándole de  patadas al portón; y yo, de la mano de mamá.
—Buenas tardes doña Paulina.
—Buenas tardes don Martín.
—Este viejo trabaja hasta los domingos...
—¡Cállense la boca! –mamá nos revoleaba los ojos, tras lo cual hacíamos nuestra
entrada triunfal en la casa de la abuela.
     Cuando entrábamos a la casona, después de la puerta cancel de vidrios tallados, quedábamos en la sala principal que era muy amplia. La pared frente a la entrada la sustituía un enorme vitral con una puerta de cada lado. Representaba una escena de la campiña italiana; con mucho cielo, árboles y hermosos niños rubios acompañados de perros blancos con hocicos finos, precioso pelaje y largas colas jugando sobre un verde prado. Ese paisaje me maravillaba.                             
     Una vez pregunté qué lugar era ese, donde había tanta belleza. Me dijeron: Italia.  Por años creí que Italia era algo así como el Paraíso. Después supe que no, que allá también hay niños pobres y cuzcos callejeros. Pero eso lo supe mucho después. La sala donde nos reuníamos los domingos tenía una mesa muy larga con doce sillas, un aparador y un cristalero enorme. Un juego de sala con sillones esterillados, almohadones rojos y varias mesitas distribuidas por los rincones.
    Sobre el piso de madera lustrado, alfombras y camineros, y a un costado, junto a una de las ventanas: el piano. Un piano negro y recto con su banqueta giratoria, donde mis tías solían sentarse a tocar llenando el aire con los acordes de Mantelito blanco, El pañuelito, o Desde el alma, o alguna de mis primas que empezaba a aporrearlo, le demostraba a la abuela su habilidad para ejecutar a la pobre Para Elisa. Mi madre no tocaba el piano. Gracias a Dios fue más práctica y aprendió a coser. No sé que hubiésemos hecho cuando murió papá si ella, en lugar de confeccionar  prendas para todo el barrio, nos hubiera tocado el piano. Nosotros tampoco estudiamos. Según mi madre, para defendernos en la vida, teníamos otras cosas que aprender antes que las fusas y las  corcheas.
    El vitral separaba la sala de entrada de un gran patio con claraboya y baldosas blancas y negras hacia donde desembocaban los dormitorios, un par de salitas y el baño principal, que era tan grande como toda nuestra casa de la Teja. El techo y las paredes estaban revestidos de baldosas blancas con flores multicolores en relieve. Y lo que me parece estar viendo todavía y aún me asombra, era la bañera. Una bañera redonda, apoyada en cuatro patas de león, de porcelana blanca y brillante donde uno podía, graciosamente, desnucarse.
     Siguiendo este patio había otro de baldosas rojas y hacia un costado la cocina, otro baño chico, despensa y alguna otra pieza más, para al fin llegar al fondo lleno de frutales, grandes macetones con plantas y un hermoso juego de patio en hierro, pintado de blanco. Y a la sombra, junto a su cucha, el Centella. Un perro frisón, feo como el Diablo, que se paseaba mostrando los dientes. Perro maldito al que no se podía mirar fijo, pues gruñía levantando el hocico y acercándose agazapado, dejaba ver sus terribles colmillos. Teníamos que ir al fondo acompañados de la tía Marina, una tía solterona que vivía con la abuela, de lo contrario abstenerse, so pena de terminar comidos por el mastín.  Pero como en todo hay excepciones, nunca supimos cómo, ni por qué, el bicho simpatizaba con Venus. Jugaba con mi hermano como un cachorro, le lamía las manos, le movía la cola y corría con él por el fondo. La tía Marina decía que mi hermano era como San Francisco de Asís, que tenía poder sobre las bestias. A lo que la abuela respondía: ¡Bah, bah, bah! No sé si dudaba de San Francisco, o del poder de mi hermano. Ella opinaba socarronamente, que tal vez los dos (mi hermano y el perro) habían venido del mismo planeta. A mi madre esto no le hacía gracia.
   Al entrar a la sala, Walter buscaba un lugar tranquilo y se sentaba a leer olvidándose del mundo y su mascarada. Nelly conversaba con mis primas más grandes, vaya a saber de qué, cuchicheando y tapándose la boca con la mano mientras reían. Venus se sacudía los abrazos recibidos, de un manotazo se limpiaba los besos y se iba al fondo a jugar con el perro. Y yo me aburría toda la tarde, sin saber qué hacer, sentada junto a mi madre.  A las cuatro se servía la merienda. En esto participaba toda la familia. Mamá llevaba una rosca con pasas y nueces que le quedaba riquísima y mis tías, torta de manzanas y de chocolate. Mientras, circulaba el mate dulce para las señoras y el amargo para los caballeros que por lo general cebaba mi tío Juan. A los niños nos daban chocolate en unas tacitas muy lindas con dibujitos chinos: para nuestro gusto demasiado chicas. Pasada la merienda los primeros en irnos éramos nosotros porque Venus venía del fondo, se paraba en la puerta y decía:
—Y má, ¿cuándo nos vamos? Y al poco rato volvía a insistir.
         —Má, ¿nos vamos a quedar pa’siempre acá?
      Entonces mamá al ver que la abuela ya no toleraba más a ese muchacho mal educado, se ponía de pie y se despedía. Nosotros, de inmediato, nos alineábamos junto a ella. Nos volvían a besar y salíamos. Walter adelante, Nelly después, Venus pateando todo lo que encontraba y yo de la mano de mamá. Habíamos cumplido con la visita de los domingos y volvíamos felices a nuestra casa de La Teja.
     Cuando falleció la abuela la tía Marina volvió al campo y dejamos de ir a la casona, poniéndole fin a la Odisea de los domingos en el Prado. Papá nos dejó demasiado pronto y los cuatro junto a mamá crecimos y nos casamos en La Teja. Después, la vida nos condujo por distintos senderos y abandonamos el viejo barrio.  
  Obstinados, fueron pasaron los años. Y un día, de paseo con mis nietos por el barrio del Prado, pasé por la casona de la abuela. Me detuve un momento.  No era la misma: estaba abandonada. Sin jardín, sin rosales, ni dalias. Una maraña de plantas y yuyos lo cubría todo. Las ventanas estaban rotas y las columnas grises y cubiertas de musgo. ¿Qué había pasado con la casa? ¿por qué estaba abandonada? No quise saber, no me interesó despertar fantasmas. Recordé el pasado y por un instante volví a ver aquellos cuatro niños de la mano de mamá, junto al portón de la antigua reja, a las tres de la tarde...
-—Buenas tardes don Martín.
-—Buenas tardes doña Paulina.
 -—Este viejo trabaja hasta los domingos.
-—¡Cállate la boca, no seas atrevida!
Siempre en domingo.


Ada Vega, año edición 1998  -