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viernes, 5 de agosto de 2022

Quien esté libre de culpa

 


Llegó al barrio una tarde con el bolso en bandolera, un gorro negro de lana y su pipa. Era un marino rubio y alto, dorado de sol y mar, con una sonrisa ancha, la espalda fuerte y los brazos tatuados. Un verano ancló frente a mi casa. Alguien dijo que estaba de paso y que viviría allí por un tiempo, pero se fue quedando. Se llamaba Yony, y según supimos después, había venido en un barco petrolero que, debido a un desperfecto en su sala de máquinas, debió quedar amarrado en el puerto de Ancap, y de allí fondeado en la bahía para su reparación. Como la estadía llevaría algunos meses, la tripulación se fue en otro buque y él quedó en representación de la empresa naviera. De modo que el ente le ofreció una casa para que viviera allí, mientras estuviese en tierra. Fue así como Yony ingresó a la gran familia, que éramos entonces, todos los vecinos del barrio obrero. Oriundo de los Países Bajos, Yony hablaba un español elemental medio gangoso, mixturando cada tanto en su conversación palabras en holandés. Adicto a su barco, se iba con los obreros muy temprano, por la mañana, y allí pasaba el día. Al caer la tarde lo veíamos volver. Se sentaba solo en el jardín, fumando su pipa, entrecerrados sus ojos verdes fijos en la bahía. Soñando tal vez con su tierra de tulipanes y añorados cantos de sirenas. Al cabo de un tiempo dejó de sonreír, las paredes de su casa comenzaron a oprimirlo, perdió la alegría y la soledad y la tristeza lo quebraron. Un día vino con una muchacha de cabello negro muy largo, recogido en una trenza que dejaba caer sobre su espalda. Usaba vestidos de colores llamativos y muchos collares. Tenía hermosos ojos negros y la boca pintada. Era alegre y bonita, se llamaba María. Las vecinas del barrio no la querían, comentaban que “hacía la vida”, por eso no le hablaban y cerraban las celosías cuando ella pasaba. La mamá de Dorita fue la que se sintió más molesta, siempre insistió en que la joven debía irse del barrio. Nunca entendimos por qué tanta aversión y rechazo. De todos modos, ella era feliz con su Yony, y nadie puede negar que su llegada puso un tinte de color y movimiento en la paz pueblerina de aquel barrio blanco que dormitaba junto a la bahía. Se levantaba por la mañana con los labios pintados, luciendo vestidos de estampados audaces y calzando sus pies en sandalias con plataformas y tacos altos. Así barría la vereda y hacía los mandados, tarareando canciones de moda, ajena a todo lo que la rodeaba como si viviera sola en un barrio desierto. Pasaron varios meses, cuando al fin, el petrolero estuvo reparado. A su regreso, el capitán y la tripulación lo hicieron a la mar, y una tarde, en medio de la algarabía de los marineros, oímos su sirena de despedida. Yony pudo levar el ancla y partir, pero la bruma de los negros ojos de María lo envolvieron, y perdió para siempre la ruta del mar. En los tiempos que siguieron muchas veces los vimos reír, caminar, abrazados y hasta besarse. Los vecinos no lo veían muy bien; besarse en la calle por aquellos años era no tener decoro y se sentían ofendidos ante la actitud tan descarada de la joven que tenía el atrevimiento de reírse a carcajadas o estamparle un beso al muchacho como si tal cosa. Y fueron felices. María, que había dejado su antiguo oficio, fue con el tiempo una señora más y aunque al principio fue resistida, el título se lo ganó. No conocí otra persona más desinteresada y servicial: hizo de enfermera, de asistente de partos, de acompañante en los velorios. Sabía curar empacho y culebrilla. Conocía de yuyos y santiguados. Ante cualquier emergencia llamaban a María, ella siempre sabía qué hacer, por eso las vecinas olvidaron su pasado, del que nunca más se habló. Lenta, muy lentamente fueron pasando los años, en los brazos de Yony los tatuajes palidecieron, su recia espalda se doblegó, sus ojos verdes se volvieron grises. Nunca volvió a su tierra de molinos y tulipanes, ni volvieron las sirenas a enamorarlo navegando los mares antiguos. María envejeció a su lado rodeándolo de amor hasta que una tarde, cansado tal vez de añorar el mar, soltó amarras y se fue al cielo de los justos. María se quedó y está allí, con todos nosotros que la queremos bien. Ya no usa los zapatos de tacos altos ni sus vestidos de colores, solo la trenza, que se ha tornado gris, cae sobre su espalda pequeña y encorvada. María es una anciana que conserva el brillo de sus ojos negros y una pícara sonrisa; continúa viviendo en aquella casa de tejas, adonde un día la trajo el amor de un marino solitario, que vencido ante su embrujo, una tarde lejana se olvidó de zarpar. Y allí estaba, en su jardín, cuando la mamá de Dorita, que sufre a término una enfermedad que no perdona, la mandó llamar. María fue. Entró en esa casa por primera vez. Se enfrentó con aquella mujer que no la quiso nunca en el barrio. Las dos mujeres se miraron largamente. Se comprendieron sin hablar. Y la vida pasó ante ellas. La vida que vivieron juntas, hace muchos años, allá, en el bajo. La enferma levantó apenas una mano blanca y fría. María la sostuvo entre las suyas y asintiendo con la cabeza, le sonrió. Mientras en los ojos de la enferma se paralizaba la última lágrima. Ada Vega, edición 2001
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miércoles, 3 de agosto de 2022

Como campanilla de recreo

   







Manuel Arvizu ingresó al elegante salón de fiestas del Hotel Conrad Punta del Este, donde esa noche se ofrecía una recepción a un grupo de científicos llegados del Institut Pasteur de París, en visita a su homólogo de Montevideo. El grupo lo conformaban tres doctores y un técnico dedicados al estudio de la Biología Molecular. Uno de los doctores era una bióloga nacida en Uruguay y radicada en Francia hacía muchos años. Manuel Arvizu paseó su mirada sobre toda aquella concurrencia y se encaminó hacia donde se encontraban los homenajeados. Se detuvo ante la mujer que componía el grupo, causante de su presencia en dicho agasajo. Desde que viera la foto en los diarios y el anuncio de su arribo al país, solo estuvo pendiente del día de su llegada.

 Esa doctora en biología que anunciaba su visita al Uruguay, había sido una estudiante alumna suya de los años en que fue profesor de un liceo capitalino. Vivió con ella una brevísima historia de amor. Tan breve que el hombre piensa que nunca comenzó y por ende nunca acabó; pero, que sin embargo, como una imagen recurrente, aún permanece en su memoria perturbándolo, a veces, como una obsesión. Que no comenzó con un principio, como comienzan las historias de amor. Más aún, una historia que le pertenecía solamente a él, pues se había enamorado de una mujer que había hecho suya una tarde, de hacía muchos años y que nunca más volvió a ver. Una mujer de la que se enamoró después: al recordarla. Cuando, sin saberlo entonces, ya la había perdido.

 Ahora el destino volvía a cruzarlos y él necesitaba ir a su encuentro. Enfrentar ese recuerdo acuciante que no pudo nunca dejar en el olvido. Hablar con ella aunque fuesen dos palabras para poder, al fin, olvidar aquella vieja historia. Y allí estaban los dos, otra vez, frente a frente. La mujer lucía espléndida. Elegante, pero sobria. Llevaba un vestido negro de corte clásico y un collar de perlas y, en sus manos, solo una alianza de matrimonio. Delgada, no muy alta, con el cabello corto y poco maquillaje, exhibía su rostro una belleza interior que relucía en sus ojos claros y en su boca que se abrió en una sonrisa cuando vio al hombre que se acercaba y lo reconoció. 

Tenía diecisiete años aquel invierno, cuando se vieron por primera vez, y él había pasado los treinta. Ella estaba cursando quinto año de bachillerato, él llegó a suplir al profesor de física que se había enfermado. Se quedó con el cargo de profesor todo el tiempo que quedaba de quinto y todo sexto. Ella lo volvió loco todo el tiempo que quedaba de quinto y todo sexto. Se había enamorado del profesor. Muchas alumnas se enamoran de sus profesores, pero son solo amores platónicos; sin embargo, lo de Eliana nada tenía que ver con Platón y su elevada filosofía. Ella acosaba continuamente al profesor. Lo seguía, lo esperaba, lo llamaba por teléfono. Lo invitaba a ir al cine, a la biblioteca, a tomar un café. Con él a cualquier parte. El muchacho en ningún momento demostró interés en la joven. Estaba casado y ella era un compromiso para él y se lo decía: 

—Déjame en paz, Eliana, me vas a hacer perder el trabajo. Todo fue en vano. En los últimos días de noviembre, antes de terminar el sexto año de bachillerato, Eliana necesitaba urgente una paliza. Manuel prefirió llevársela a un motel. Ella se quitó la ropa con la velocidad de un rayo y se tendió en la cama. Manuel pensó que era sabia en amores. La cubrió con su cuerpo y ella permaneció estática. Estiró las piernas juntas sobre las sábanas y se quedó a la espera. Manuel la miró y le preguntó: 
---Eliana, nunca hiciste el amor. Ella le dijo que no con la cabeza, y la boca cerrada. 
—Eliana, eres virgen —volvió a preguntar. Ella le dijo que sí con la cabeza, y la boca cerrada. Manuel trató de incorporarse y Eliana se abrazó a su cuello para que no la abandonara. Lo mantuvo quieto, aferrado sobre su pecho desnudo. No supo. No encontró las palabras con las cuales decirle que ella quería que fuese él, y no otro, su primer hombre. Lo miró angustiada. Manuel se zafó del abrazo y se tendió a lo largo, junto al cuerpo de la muchacha, a esperar que se le pasara el desconcierto. Ella se acurrucó en el cuerpo del hombre buscando refugio. Entonces la tomó en sus brazos, la besó largamente y ella, entregada al fin, se abrió al amor. 

El profesor no tuvo oportunidad, en los días que siguieron, de instruir a su alumna sobre las distintas fases del arte de amar y, unos meses después Eliana, mediante el usufructo de una beca, se fue a estudiar a Francia. Y no volvió a saber de ella. Desde aquella tarde en el motel habían transcurrido treinta años. Manuel Arvizu observa a la famosa bióloga que está a su lado, sonriente, desinhibida. Hizo bien en venir a verla. Ahora sabe que ella nunca lo olvidó. Que jamás lo olvidará. Ya puede ponerle fin a aquella historia de amor tan breve, que por distintas razones dejó entre la alumna y el profesor, un recuerdo imborrable. Eliana le tendió una mano para saludarlo. Al estrecharla, Manuel alcanzó a ver la alianza de matrimonio. Solo una palabra pronunció él en voz muy baja, casi al oído: 
—¿Aprendiste…? Ella rio al contestarle. Y él la reconoció más hermosa que nunca y más lejana que nunca. 
—¡Con un máster…! —alcanzó a decirle, mientras iba apresurada a reunirse con su grupo. Y Manuel quedó mirando la figura de la mujer que se alejaba de su vida para siempre, mientras su risa retumbaba en el salón, como campanilla de recreo. 

Ada Vega, año edición 2013

Jaque Mate

 


Serían poco más de las diez, aquella noche de mediados de agosto, había en el aire un anticipo de primavera. Terminaba de dictar clases y me iba abrazado a un montón de escritos para corregir. Bajaba las escaleras de la Universidad y tú subías apresurado. Al cruzarnos, casi sin detenerte, me dijiste que te esperara en el bar donde solíamos reunirnos, pues tenías que hablar conmigo.

Esa noche yo había programado no acostarme hasta terminar de corregir las pruebas. De todos modos entré al bar, encontré una mesa libre junto a la ventana que da a la avenida me senté y pedí un cortado. Nuestra amistad databa de muchos años y si tenías algo urgente que decirme mi deber de amigo era escucharte. No habían pasado diez minutos cuando entraste al bar. Te sentaste frente a mí y el mozo te alcanzó un café. Estabas alterado. Gesticulabas nervioso. Traté de adivinar el problema que, sin dudas te acuciaba, pero mi imaginación se estrelló ante tu seriedad para revolver el café. Encendí un cigarrillo y esperé a que hablaras. De pronto abriste la boca y de ella las palabras salieron a borbotones.
—Manuel —dijiste sin preámbulo—, voy a dejar a Yanina. No hice ningún comentario y continuaste.
—Es una situación difícil, pero no me queda otra salida. Me voy con Estela. Quería contártelo yo antes que te enteraras por otra persona. Comenzaste a beber tu café. Al principio no supe qué decir. No sé qué se acostumbra en estas circunstancias. Traté de salir del paso con lo primero que se me ocurrió.
—¿Lo pensaste bien?
—Sí Manuel —me contestaste—, Estela me gusta, me siento bien con ella y no quiero perderla ¿entiendes? Me sentí confundido y —no, no te entiendo —te dije. Entonces el que no supo qué contestar fuiste tú. Aproveché el lapsus y te pregunté por tu mujer.
— ¿Yanina no está esperando su primer hijo en estos días?
—Sí —afirmaste.
—¿Y la vas a abandonar ahora, cuando más te necesita?
—Manuel —te apresuraste a contestar—, mi relación con Yanina llegó a su fin, no puedo quedarme a su lado porque va a tener un hijo. No te pido que me comprendas, pero las cosas se dieron así. Estela apareció de golpe en mi vida. Estas cosas pasan. No tienen explicación.
Me di cuenta entonces que lo tenías resuelto, que no tenía caso lo que yo pudiera opinar.
—Dime, Juan, ¿tú la quieres a Yanina?
—La quiero, sí, pero no la amo. Te voy a explicar...
—No, no me expliques, yo sé la diferencia que existe entre querer y amar. Espero que tú también la sepas y no te equivoques. De todos modos si ya decidiste cómo resolver la situación yo, como amigo qué puedo decirte?
—No digas nada. Ya renuncié a mi puesto en la facultad y mañana nos vamos del país.
—¿Te vas del país? ¿Para dónde se van Juan?
—No me preguntes —me contestaste—, después te escribiré.
—Pero ¿y tu hijo? —insistí — ¿no te importa lo que pueda ser de él?
—Yanina tiene pasta de madraza — afirmaste—, no va a necesitar de mí para criarlo.
En ese momento hubiese querido decirte muchas cosas, hasta de moral te hubiese hablado. De hombría. Pero entendí que sólo deseabas informarme, no pedirme una opinión. Te miré a los ojos y te desconocí. Me sentí caer en un pozo profundo donde las palabras y mis sentimientos se entremezclaban. Traté de poner mi mente en orden hilvanando una buena frase que te hiciera recapacitar, pero permanecí mudo. Ausente. Te pusiste de pie y nos estrechamos las manos. Chau Manuel. Hasta siempre Juan.
Te fuiste sin mirar atrás. Yo pedí otro cortado y me quedé en el bar donde, un par de años atrás, habíamos conocido a Yanina. Estrenábamos nuestros títulos de Profesores de Español. Siempre fuiste ganador, simpático, entrador. Te sobraban las mujeres. Yanina apareció una tarde con una amiga. Eran estudiantes de la Facultad de Humanidades. Nos impactó a los dos, pero yo no tuve oportunidad tú ya te le habías acercado. Al poco tiempo ella dejó de estudiar y se fueron a vivir juntos. A veces la amistad no nos da tregua. No sólo a Yanina le fallabas, al fallarle a ella me fallaste a mí. Te vi salir del bar y perderte entre la gente. Y por veinte años no te volví a ver. Hoy llamaste a la puerta de mi casa y a mi hija menor le preguntaste por mí. Te invité a pasar. Ni siquiera me extrañó tu presencia en mi casa. Siempre supe que un día u otro nuestros caminos volverían a cruzarse. Estás igual. Más veterano, como yo, pero al verte se nota que la vida te ha mimado. Conversamos de tu vida y te pregunto por Estela. Que sí, me decís, seguís con ella. Las cosas no resultaron como esperabas, pero bueno, a veces las cosas no se dan. No, no tuvieron hijos. La maternidad nunca estuvo en los planes de Estela. Por lo demás te ha ido bien. Estás radicado en Caracas, viniste por unos días a Uruguay pero ya te vuelves. Encuentras hermoso a Montevideo. Todavía lo extrañas. Quieres saber de mí.
—Me casé —te digo—, tengo tres hijos. Quédate a almorzar así conoces a mi familia. ¿Económicamente? Con dificultades, porque la situación en el país está muy complicada. Sigo de profesor en la universidad y doy clases en dos liceos. ¿De mis hijos? Los dos mayores son varones y están en la facultad. La más chica todavía no terminó la secundaria. Mi familia es toda mi riqueza.
—Vamos —te digo—, pasemos al comedor, mi familia ya está reunida.
—¿Ves, Juan? Estos son mis tres hijos. ¡Yanina! ven amor, acércate, tal vez te acuerdes de este amigo que tuve hace muchos años. Hoy va a almorzar con nosotros.

Ada Vega, año edición 2007 -

domingo, 31 de julio de 2022

Cartas para Lucía

  


Si de algo careció Lucía a los veinte años fue de gracia, belleza. Sensualidad. No era, ni cerca, como las muchachas que al atardecer paseaban del brazo por la plaza, y al cruzarse con los jóvenes del pueblo bajaban los ojos con recato.
Ni como las empleadas de la fábrica “Las Marías” seis cuadras después del puente, que en cada turno circulaban en grupos vestidas con overoles azules, comiendo maníes tostados en cucuruchos de papel de diario. Siempre alegres, y sonriendo con picardía a los muchachos que al pasar las piropeaban.
Recién cumplidos los diez años, Lucía quedó huérfana de padre y con solo quince años perdió a su madre, quien al morir, dejándole la casa de herencia y una pensión de por vida, le delegó la tarea de velar por sus hermanos.
En esos días de luto —según dijo—, para acompañarlos y darles una mano, llegó una tía a vivir con ellos hasta que pudieran arreglarse solos.
La tía que vino por un tiempo no aportó ni trabajó nunca, molestaba más que servir para algo, y recién se fue de la casa cuando años más tarde la parca se la llevó.
De manera que Lucía, con sus quince años y mientras sus hermanos terminaban de criarse, cargó con la casa y se dedicó a lavar, limpiar y cocinar para todos. Así lo hizo mientras la tía tejía y miraba televisión y los dos varones, terminados sus estudios, se pusieron a trabajar.
Siempre había pensado en dedicarse un poco a ella cuando sus hermanos se casaran o se fueran de la casa. Pero los muchachos resultaron reacios al matrimonio y permanecieron aferrados a la casa paterna y a su alma.
Los años inclementes fueron pasando. Las hojas del almanaque se llevaron su juventud y con ella la esperanza de encontrar el amor. Si bien es cierto que nadie nunca le pidió matrimonio, también es cierto que ella, desde su ostracismo, nunca miró hombre alguno. De modo que al cabo del tiempo se fue convirtiendo en una mujer gris. Con una grisura que afloraba desde su interior. Despojada de toda coquetería, su feminidad se reducía a mantener la pulcritud de su persona. Ajena al uso del maquillaje, peinaba su cabello negro y lacio recogido en un moño sobre la nuca. Consciente o no, logró que su paso por la vida pasara inadvertido.
Fue así que un día, a fin de vencer la soledad y el encono que le producía el haberse convertido en la solterona del pueblo, comenzó a recibir y contestar cartas de un misterioso enamorado creado por su imaginación. Enamorado que fue perfeccionando tanto en sus misivas que un día se le apareció en cuerpo y alma. Sin darse cuenta había dejado pasar la juventud, los días en que el Amor se respira en el aire. Lucía nunca se cruzó con él, y llegó a la plenitud de su vida sin amor y sin sexo. De todos modos, un día entendió que no era demasiado tarde y se dispuso a buscar y encontrar al hombre que, según ella, estaba esperándola en alguna parte. Carente de afecto y de ternura, necesitaba sentirse amada y deseada por un hombre. Entonces recibió la primera carta:
Srta. Lucía:
Usted no me conoce. Soy un hombre que desde hace mucho tiempo está enamorado de usted. No he tenido oportunidad de hablarle a pesar de habernos cruzado muchas veces, por ese motivo le escribo esta carta.
Me llamo Albérico Alonso, tengo 58 años y soy viudo. No tengo hijos. Vivo en el Nro. 3520 de su misma calle. Me gustaría que nos encontráramos para conversar. Contésteme por favor. Deme la oportunidad de conocerla. Ya sabe mi dirección. Afectuosamente
Albérico Alonso
La carta con su nombre y dirección se encontraba en el buzón de la entrada, cuando uno de los hermanos al volver del trabajo la encontró.
—De quién es —le preguntó al entregársela.
—Cómo voy a saber si aún no la he abierto —le contestó
Leyó con tanta emoción como si aquella misiva fuese en realidad de un extraño, y sintió que el corazón latía como alocado. Esperó un par de semanas y contestó:
Sr. Albérico Aloso
De mi mayor consideración:
Hace unos días recibí su carta. He dudado mucho en contestarla. No sé si es una broma o usted realmente existe. No sé quién es, no he intentado averiguarlo pese a dejarme sus datos y dirección.
Desconozco a qué o a quién estoy enfrentándome, pero créame que ha despertado mi curiosidad. No sé de qué pudo usted enamorarse, como dice.
Tengo en mi habitación un gran espejo que diariamente me recuerda que no soy joven ni hermosa. Le agradezco sus conceptos, pero no pienso que vernos resuelva esta extraña situación. De todos modos lo saludo atte.
Lucía Rivero
Cerró el sobre, escribió la dirección que le dejara Albérico y la guardó junto a la primera carta que hizo y recibió.
A los pocos días una nueva carta aguardaba en el buzón.
Cada carta que recibía iba transformando su carácter y su presencia. Se la veía más alegre, más cuidada. Feliz. Casi hermosa. Esa relación escrita se mantuvo poco más de un año. Los hermanos, que creían que efectivamente las cartas las enviaba un admirador, no entendían por qué Lucía se negaba a conocer al hombre que, según ella misma contaba, era una persona de bien. Mientras las cartas, atadas con una cinta roja, se fueron sumando guardadas en un cajón de la cómoda.
Un día Lucía comenzó a no saber con exactitud dónde dejaba los lentes, el monedero, los recibos para pagar las cuentas de la casa. A sentir inseguridad para caminar. De todos modos seguía escribiendo y recibiendo cartas. Hasta el día que Albérico se presentó en su casa.
Se encontraba preparando la cena para sus hermanos que aún no habían llegado, cuando oyó el timbre de la puerta de calle. Se apresuró a abrir y allí se encontraba Albérico.
—No podemos seguir así —dijo el hombre—, no somos niños. No tenemos la vida por delante. ¡Quiero que vivamos juntos!
Lucía lo invitó a entrar. Conversaron mucho, hasta la media noche. Desde entonces todos los días llegaba el hombre a conversar y hacer proyectos. A veces de mañana, otras al medio día. Y muchas veces de noche en que se escuchaba la voz de Lucía en continuo coloquio, hasta entrada la madrugada.
Decidieron vivir juntos y para siempre cuando los hermanos, luego de varias consultas médicas, la internaron en un sanatorio para enfermos mentales. Albérico se fue con ella. Vivieron juntos hasta la mañana del invierno aquel, en que Lucía no despertó.

Ada Vega, año edición 2010

martes, 26 de julio de 2022

Después del otoño




Era extraño que aquel rosal trepador, se cubriera de pimpollos al final del otoño. No era época de florecer. Y más extraño ese rosal, por el que el viejo Leonidas pasó tantos desvelos. Pese a su apariencia de árbol débil, tenía una raíz fuerte y sana, de modo que lo trasplantó contra el muro sobre el que cruzó hilos para ayudarlo a extenderse. Sin embargo, aunque fue creciendo firme y arrogante, no acababa de mostrar el más mínimo atisbo de florecer.

Leonidas, que conversaba con sus plantas como si fuesen sus hijas, no entendía por qué el bendito rosal se negaba a dar rosas. Y aunque cada año que pasaba seguía desdeñoso, siempre tuvo la certeza de que una primavera, a fuerza de paciencia y de cuidados, se le entregaría en racimos de pimpollos. No sucedió así. No en primavera. Sucedió al final del otoño, cuando ya nadie espera que florezcan los rosales. Aquella mañana de fines de junio, mientras podaba y retiraba maleza de los canteros, Leonidas escuchó una animada conversación desde la casa y detuvo su trabajo para mirar hacia el patio exterior que daba al jardín. Recordó entonces que Marcela, la directora de Casablanca, le había comentado que ese día ingresaba a la residencial una nueva compañera.

 Observó un momento al grupo que conversaba y alcanzó a divisar el rostro de la nueva. Por un instante se sintió desconcertado. No podía ser ella. Tal vez la vista comenzaba a traicionarlo. Su vida había dejado muy atrás los años primeros y ese rostro que acababa de vislumbrar, lo retrotrajo a un tiempo lejano. A un recuerdo triste, que guardaba dormido, del tiempo, aquel de los verdes años. Regresó a una época casi olvidada. Volvió a recorrer los patios de la vieja casa donde pasó su infancia. Vinieron a su memoria sus padres y sus hermanos. Y se vio él, entonces estudiante, en la ardiente primavera de su vida. 

La casa de Leonidas se encontraba en un barrio fabril, en los suburbios de la ciudad. Casas bajas con chimeneas, calles adoquinadas y faroles en las esquinas de ochavas. Barrio con olor a madreselvas y cielos enormes de lunas blancas. A unas cuadras de su casa vivía una familia muy pobre y de mal vivir. Los vecinos, gente toda de trabajo, no la aceptaba. La conformaba una pareja con siete u ocho hijos que andaban todo el día en la calle, pidiendo o robando. Cuando los padres lograban reunir algunos pesos, compraban alcohol, se emborrachaban, se insultaban, se castigaban entre ellos y castigaban a los hijos. Temprano por las mañanas los mandaban a pedir, a robar y no volver sin dinero.

 Una de las niñas se llamaba Caterina. Era rubia, triste y sucia. Tenía doce años y andaba siempre llorando por la calle. Caterina le dolía en el corazón a Leonidas. Ansiaba crecer de una vez para protegerla. A veces se encontraban a la vuelta del puesto de verduras y él le decía que la quería. Que no llorara. Que cuando fuera más grande y consiguiera trabajo iban a vivir juntos. Entonces ella lloraba con más ganas. En aquellos días Leonidas tenía apenas catorce años y aunque lo intentó, no llegó nunca a definir el real sentimiento, aparte de una gran ternura, que lo ataba a la muchacha. De lo que, en cambio, estuvo siempre seguro, fue de su firme deseo de protegerla. Protegerla de la maldad de la gente. De los hombres que la asediaban. De la ignominia de sus padres que la vendían por una botella de alcohol. Entonces pensó que la amaba. Y tal vez la amó. Tal vez. Con ese amor compasivo que despierta un cachorro apaleado, abandonado en la calle una noche de lluvia.

 Los padres comenzaron a preocuparse por el joven. Lo notaban desganado, sin deseos de comer ni de estudiar. Fue el padre quién enfrentó la situación. Indagó. Quiso saber qué le estaba pasando. No pudo aceptar la explicación que dio Leonidas. No quiso. Su hijo se había enamorado de la única persona de la cual no podía enamorarse. Caterina era una chica de la calle. Todo el mundo lo sabía. ¿No se daba cuenta él? No era amor, no, lo que sentía por ella. Era solamente lástima. Lástima, Leonidas. ¿Cómo te vas a enamorar de esa muchacha? ¡No, no vuelvas ni a mencionarlo! Ya te vas a olvidar. Sácatela de la cabeza. Eres muy chico todavía. ¡Qué puedes saber tú de amores y mujeres! Ya vas a encontrar, cuando termines los estudios, una buena chica de familia bien, como nosotros, de quien enamorarte. ¡Te pido por favor que te olvides de ese asunto! Eres muy chico para entender ciertas cosas. Ella no es una muchacha para casarse. ¿Entiendes? Ningún hombre honesto se casa con una mujer de esas. ¡Vamos, Leonidas! No querrás que tu madre se enferme del disgusto, ¿no? Y Leonidas no supo qué contestar.

 Caterina no tuvo tiempo de terminar la escuela. Era la mayor de los hermanos y aprendió, junto con los primeros pasos, a extender la manita por una limosna. Vestida siempre de túnica y moña, subía y bajaba sola de los ómnibus desde antes de cumplir los cinco años. Al principio pedía una moneda y la gente le daba, porque era bonita. En la calle aprendió a robar. Con amigos de la calle. Entraban a los comercios dos o tres juntos, ellos entorpecían a los que estaban comprando y ella, que era la más ágil, manoteaba lo que podía y salía corriendo. 

Tenía diez años cuando una noche, borrachos, los padres la vendieron a un fulano por cincuenta pesos. Después, cuando se les pasó la borrachera, lloraron los padres por lo que habían hecho. Al otro día la volvieron a vender. 
Caterina, por primera vez, siente un poquito de felicidad. Les cuenta a sus padres que el joven Leonidas le prometió que cuando trabaje van a vivir juntos. La madre gritó desaforada: ¡¿Qué te dijo ese atorrante?! ¡¿Qué te va a llevar con él?! Insultó el padre como un demente:¡Dile a ese guacho que no se meta con nosotros si no quiere que le parta la cabeza de un fierrazo! Dile que digo yo, no más. ¡Guacho de mie&da! Mal parido. ¡Voy a tener que hablar con el padre pa´que lo ponga en vereda, al hijo de p&ta! ¿Te fijaste como se mete la gente en lo que no le importa? ¿No se da cuenta el guacho que tienes hermanos que mantener? Y nosotros. Tu madre y yo. ¿De qué vamos a vivir? Ahora que los tipos te empiezan a pagar bien, te quiere llevar. Lo voy a matar. Más vale que nunca lo vea contigo porque lo mato. ¡Te juro que lo mato! 

Al mediodía la vio en el almuerzo. Era ella, no cabía dudas. La pequeña Caterina del barrio olvidado. La Caterina con doce años llorando por la calle. Su primer amor. Amor delirante al que ella misma lo obligó una noche a renunciar. Leonidas la miró para saludarla. Ella le sonrió sin reconocerlo. ¡Habían pasado tantos años! Cómo podía reconocer en el viejo que era ahora, a aquel adolescente que una vez le dijo que la amaba y que un día se irían a vivir juntos. Y él, por tercera vez, permaneció callado. 

Las matas de cartuchos, con sus hojas grandes y lustrosas, los bulbos de gladiolos trasplantados, las dalias dobles y los crisantemos, iban a su tiempo floreciendo en el jardín de Casablanca. Leonidas en su oficio de jardinero fue haciéndose cada vez más eficiente. Aprendió que según la luz que necesitan para desarrollarse pueden las plantas dividirse en: plantas de solana y plantas de umbría. Que si se multiplican por semillas, injertos o bulbos, requerirán más o menos riego. Que es necesario abonar la tierra periódicamente, combatir los insectos que las dañan y podar algunas de ellas. 

Leonidas hace ya varios años que es jardinero de la Residencial Casablanca para el Adulto Mayor. Comenzó, después de haberse jubilado, por el deseo de hacer algo con su vida, pues entendió que el tiempo le sobraba y el cuidado de las plantas fue algo que siempre le atrajo. De hecho, siempre había tenido en su casa un muy cuidado jardín. Cuando se enteró de que la residencial necesitaba un jardinero, se ofreció sin pretensiones. Presentó referencias sobre su persona y fue aceptado de inmediato. Un par de años después, cuando falleció su esposa, se dio cuenta de la soledad que lo esperaba cada tarde al volver a su hogar.

 De manera que un día decidió quedarse a vivir en la residencial, donde se sintió realmente acompañado, entrando a formar parte de aquella familia. La vida para Leonidas no ha tenido demasiados altibajos. A veces, en las tardecitas, se sienta bajo los árboles a tomar mate. Entonces los recuerdos lo invaden. Examina, sopesa los años vividos. Y aunque reconoce logros y desaciertos, no puede, no pudo, nunca, arrancar de su pecho, una espina que lo ha acompañado desde siempre y lo hiere todavía. 

Hace días que Leonidas no ve a Caterina. Cuando vuelve del liceo, camina unas cuadras más, para pasar por la casa de ella. El padre lo vio un día y le gritó: 
---¡Hijo de p&ta! ¿Qué andas haciendo por acá? ¡Si te veo con la Caterina te voy a matar! Pensó que podría estar enferma y no tenía a quién preguntar. Después supo que no. Alguien dijo que la habían visto por el Centro. Trabajando. Él no lo podía creer. Los vecinos del barrio no la querían, eso lo sabía bien. Tendría que verlo con sus propios ojos. La gente a veces se ensaña, inventa cosas. Al cabo de unos meses la vio una noche salir de su casa. La encontró más linda. Maquillada y bien vestida parecía de dieciocho. No dudó en seguirla. 

Ella tomó un ómnibus para el Centro. Allí se paró en una esquina con otras mujeres. No demoró en irse. Se le acercó un hombre, habló dos palabras y se fue con él. Pasó junto de Leonidas sin advertir su presencia. Con la cabeza apenas inclinada, presa todavía de un poco de vergüenza. Vergüenza que irá poco a poco, perdiendo para siempre y hasta nunca, en ese submundo aberrante del que no puede, no podrá ya salir. Donde deberá seguir, sin salvación posible, arrojada allí como en una pesadilla. Convencida de que, aunque logre un día apartarse de esa vida, será ya hasta el fin y para todos: una mujer de la calle. 

Recién entonces Leonidas comprendió que la había perdido. Entendió que Caterina no podía esperar a que él finalizara los estudios y consiguiera trabajo; terminara de criarse y se hiciera un hombre. Ella ya era una mujer. Los tiempos de ambos no eran los mismos. Los tiempos de él no tenían prisa. Pero a ella la vida la venía empujando hacia un abismo al que no tuvo más remedio que saltar. Volvió al barrio con una herida que le laceraba el pecho. Por mucho tiempo se culpó de no haber podido ayudarla. Después prefirió pensar que la vida de ellos dos, tenía marcados caminos opuestos. Y decidió no volver a verla. 

Cuando terminó el liceo, Leonidas ingresó al Instituto de Profesores Artigas. Era entonces un joven callado e introvertido. Estudiaba historia y filosofía. Allí conoció a Marlene, una chica del interior, que había venido a estudiar a la capital. Compañeros de estudios, se hicieron primero, amigos y luego, más enamorada ella que él, formalizaron el noviazgo. Marlene vivía en Montevideo en una casa para estudiantes con la idea de que, una vez recibido el título, volvería a su ciudad. Por lo tanto, a partir del noviazgo, la joven le propuso a Leonidas, irse a vivir con ella a su departamento. Él aceptó, pues era una forma de desprenderse del recuerdo de Caterina, que continuaba mortificándolo. Pues en su pensamiento la veía niña, llorando por las calles del barrio, y otras veces hecha una mujer, pintados los ojos y la boca, vendiendo por las esquinas del Centro, su belleza fugaz. 

En esos años, más de una vez, la buscó e intentó hablarle. Ella no quería escucharlo. Una noche, sin embargo, conversaron. Él estaba terminando el profesorado. Ese verano se casaba con Marlene y se iba a vivir al litoral. Sintió deseos de verla, de hablar con ella. Tal vez, nunca más volverían a encontrarse. Esa noche pasó por la esquina donde sabía que podía encontrarla. Se fueron juntos a tomar un café por la Ciudad Vieja. Las luces aburridas de los faroles estiraban sombras sobre las veredas cuadriculadas. El país arrastraba sinsabores. Poca gente y poca plata en la calle. Entraron a un boliche esquinero, alumbrado por una magra lamparilla que regaba su luz moribunda sobre el mostrador. Mientras el mozo se empeñaba con las palabras cruzadas de El Diario, el patrón, sentado frente a la registradora, descabezaba el sueño de la media noche. En la radio: Magaldi el sentimental. 

Se sentaron al fondo, donde casi no llegaba la luz. El muchacho no sabía cómo empezar a hablar, ni qué decir. Ella lo miró desde sus avezados veinte años y sonrió. 
—Bueno, Leonidas, habla ¿Qué quieres decirme? ¿Conseguiste trabajo? ¿Me vas a llevar a vivir contigo? ¿Cuánto ganas?  ¿Podrás bancarme? ¿Sabes la guita que hago yo por noche? ¿Vas a trabajar vos para mí? ¿O voy a trabajar yo para vos? ¡Habla! ¿Qué querías decirme? Volvió a sonreír con una sonrisa que no le conocía. Trágica. Absurda. Él intentó ver, a través de aquella hermosa muchacha que lo miraba desafiante, a la frágil Caterina que un día amó y que todavía le dolía. La buscó detrás de los ojos burlones y la boca pintada. Supo que seguía allí. Pequeña. Desamparada. Oculta tras un disfraz denigrante que la vida le ofreció por vestidura. 

En las preguntas de la joven encontró las respuestas que había ido a buscar. Se sintió torpe. Fuera de lugar. Avergonzado de estar allí. De haberla buscado. Si él ya había resuelto su vida. No tenía derecho a perturbar a la muchacha que estaba, tan solo, intentando sobrevivir. Ella tomó el bolso, se puso de pie y dijo con preeminencia: 
—Vive tu vida Leonidas, y déjame a mí vivir la mía. Olvídate. No quiero volver a verte... gracias por el café. Le palmeó el hombro y lo miró con unos ojos que hablaban de un tiempo pasado.
—Chau, pibe —le susurró casi con ternura maternal al despedirse. Colgó su bolso al hombro. Sacudió la cabeza y la mata de su cabello cayó sobre la espalda, como el telón de un trágico final. Se fue haciendo equilibrio sobre unos tacos increíbles. Luciendo una falda demasiado corta y un escote demasiado largo. 

Leonidas quedó impávido sentado en el boliche. Caterina había tomado la palabra y en cuatro frases marcó el tablero. Colocó las fichas de cada lado y esperó a que él moviera. Sabía que él no se iba a animar. Por experiencia lo supo. Y comenzó ella a jugar. Cada pregunta era una jugada. Lo apabulló ante la destreza con que llevó la conversación. Y él, por segunda vez, no pudo hablar. No se animó. La joven comenzó y terminó el juego. Dijo todo lo que había que decir y se retiró poniéndole fin a la ajetreada relación que, alguna vez, pudo haber existido entre los dos. Y Leonidas supo esa noche, que Caterina lo había marcado a fuego y que esa marca la llevaría mientras viviera. 

Habían pasado ya varios días desde la llegada de la nueva a Casa del Parque. No dejó de llamar la atención de todos los residentes, lo pronto que se adaptó a la vida en la residencial. No era común. Por lo general, a las señoras les cuesta un poco acostumbrarse a la convivencia con personas ajenas, a su entorno familiar. Extrañan y es comprensible, dejan su casa, sus muebles, recuerdos, afectos que las han acompañado durante toda su vida. A los señores también les cuesta integrarse. Por lo menos al principio. Deben hacer un esfuerzo, hasta que se conozcan, luego la camaradería surge sola. De modo que esta señora, que desde el primer día de su ingreso se sintió como en su casa, les ha llamado gratamente la atención a todos. Ha entablado una amistad franca con los residentes y con el personal. Tan cómoda y feliz se encuentra que pareciera que nunca hubiese vivido tan bien. Tan acompañada. Tan protegida. 

Con Leonidas conversan asiduamente. Ella baja al jardín y se sienta en un banco a conversar con el jardinero. Le encanta hablar. Cuenta cosas agradables de su vida pasada. Leonidas le hace preguntas directas. Si era casada. Si tuvo hijos. En qué barrio nació. Y ella complacida ha comenzado a contarle su vida. 
Nací, dice, en un barrio muy lindo. Por el Parque Rodó. ¿Conoce señor Leonidas ese barrio? Mi madre nos llevaba todos los días a pasear por el parque. En otoño íbamos para el lado de las canteras a tomar sol. Por el campo de Golf. ¿Conoce el campo de Golf? En verano nos llevaba a la playa y a pasear por la rambla. Nosotros éramos dos hermanos, nada más. Mi mamá y mi papá eran muy buenos y nos querían mucho. Mi padre trabajaba. Era muy trabajador. Le compró una casa preciosa a mi madre. Ahí nací yo. Por el Parque Rodó. A los dos hermanos nos mandaron a estudiar. Fuimos a la escuela y al liceo. Nos cuidaban mucho, sabe. Yo nunca trabajé porque a mi padre no le gustaba que anduviese por la calle. Él decía que no tenía ninguna necesidad de salir a trabajar. Yo salí de mi casa para casarme. Me casé de vestido blanco... con un velo largo, muy largo. Y flores. Llevaba flores en las manos. Un ramo de rosas. Como esas. Esas chiquitas. Las del muro. Como las rositas del muro. Sí, iguales a las rositas del muro. Sí, señor Leonidas, gracias a Dios, yo tuve una vida muy linda. 

—¿Con quién se casó, señora Caterina? Cómo se llamaba su esposo ¿Se acuerda? 
—Si, como no me voy a acordar. Se llamaba Leonidas. Como usted. Qué casualidad ¿no? Fue mi único novio. Lo conocí cuando iba a la escuela. O al liceo. No me acuerdo bien. Fuimos novios y después nos casamos. Yo me casé con un vestido blanco... y un velo largo, muy largo... Después nos fuimos del barrio. 
—¿Se mudaron del Parque Rodó? 
—¿Del Parque Rodó? 
—¿No me dijo que vivía por el Parque Rodó? 
—Ah, sí, creo que vivíamos por el Parque Rodó. De eso no me acuerdo muy bien. 
—¿Y tuvieron hijos? 
—¿Hijos? Sí, creo que sí. Muchos hijos. O pocos. Uno o dos. No me acuerdo cuantos hijos tuvimos. De algunas cosas me olvido, sabe. De algunas cosas. De otras no. De otras no me olvido. Creo. 

Mientras cuenta, Leonidas comprueba el deterioro que ha sufrido la mente de Caterina. No sabe, la anciana, quién es en realidad. Vive en un estado de semi locura, habitando un mundo de personajes irreales que la hacen engañosamente feliz. Marcela le ha contado a Leonidas que la señora Caterina no está del todo bien. Que ha perdido la memoria y que confunde las cosas y las personas. También le ha dicho que la dejó en la residencial una señora muy católica, quien se hizo cargo de todos sus gastos. La señora, contó Marcela, la había sacado de la calle como un acto de caridad, una tarde muy fría en que la pobre se había cobijado en su portal. 

Leonidas comprende que la casualidad o el destino han hecho que volvieran a encontrarse cuando las vidas de ambos, están ya al final del otoño. No sabe, aunque se imagina, la vida que ella llevó todos esos años en que no supieron el uno del otro. Mientras tanto, Caterina sigue contando, cuenta la vida que le hubiese gustado vivir. Y la cuenta como si realmente la hubiera vivido. Ha conseguido dejar a un lado de su memoria, la vida de oprobio que llevó. Ha inaugurado un mundo propio. Mágico. En el que se ha instalado a vivir con todo el derecho del mundo y donde, ella misma, construirá la felicidad que durante toda su vida le fue negada. Edificará su vida desde los cimientos. Le contará a este viejo jardinero, que escucha con atención sus relatos, sobre su niñez en una hermosa casa junto a dos padres que la amaron y la cuidaron. Le contará de Leonidas, su primer y único amor, con quien se casó un día. De su juventud dichosa, de los hijos adorados y sus viajes por el mundo, junto a un marido que la amó y fue su apoyo. Le contará una historia fantástica donde ella será la única protagonista. Un hermoso cuento de Hadas en el que será, al fin, inmensamente feliz. 
—Estuve en España y en Francia. Estuve en París. En el Sena... 
—¿Con su esposo, estuvo? 
—¿Mi esposo...? 
—¿No fue a París con su esposo? 
—No sé... creo que sí... 
—¿Y cómo es París? 
—París... no sé... no sé cómo es París... nunca fui a París... 

Ada Vega, edición 2006 -

lunes, 25 de julio de 2022

Tony y yo

 








Creo que cuando Tony vino a vivir con nosotros no había cumplido los cuatro años. Fue un invierno muy lluvioso aquel. El arroyo Conventos se había desbordado y las calles estaban anegadas y barrosas. Las lavanderas hacía días que no iban a lavar la ropa y las piletas, junto al arroyo, rebozaban de tanta agua caída. Entonces vivíamos en el barrio “Cuchilla de las Flores”, cerca de la cancha de La Liga de los Barrios, una de las zonas más lindas de Melo. 

Recuerdo que al Tony lo trajo una mañana doña Eleonora, una comadrona muy comedida que vivía puerta por medio. César estaba en el trabajo y Estela andaba en la vuelta preparando el almuerzo. Yo estaba medio aburrido y harto de estar tantos días encerrado, me puse a mirar para afuera mientras caía la lluvia. Los sauces se doblaban bajo el peso del agua mansa y continua. Arriba, el cielo de un gris sucio, no tenía miras de abrir. Los vi venir por el repecho del campo lindero, detrás de un paraguas negro que los cubría a los dos. 

Golpearon la puerta y cuando Estela fue a abrir se encontró con doña Eleonora y el Tony. Ella cerró el paraguas y entraron en la casa. No me acuerdo muy bien la conversación entre la comadrona y Estela. Pero entendí que le traía al Tony para que viviese con nosotros. Le dijo, apelando a sus sentimientos cristianos, que recibirlo era una obra de caridad. Al pobre, en la carretera, un auto le había matado a la madre y vivía con unos zafreros en el barrio Mendoza, donde lo maltrataban. Y eso se veía a simple vista. El Tony era chúcaro y tan sucio, que ni el agua caída del cielo, había logrado aclarar su carita. 

Nos miraba asustado con la cabeza gacha. Estela, que era más buena que el pan, no necesitó más para extenderle los brazos, lo convidó con unos pastelitos que acababa de hornear y lo dejó conmigo para que se fuera aquerenciando. Contó doña Eleonora que cuando murió la madre, el Tony fue a vivir con los zafreros, pero que estos tenían muchos hijos que alimentar y una boca más ya era demasiado. Por lo tanto, comía un día no y otro tampoco. Que verlo en ese abandono le partía el alma, así que fue y se los pidió. ¡Como si fuese un florero, el pobrecito! 

Parece que los zafreros no la dejaron ni terminar de hablar, se lo dieron más pronto que ligero y, antes que la doña fuera a arrepentirse, le cerraron la puerta en las narices. Así que ese mediodía, cuando César llegó a almorzar, se encontró con la novedad de que en casa, ya éramos cuatro. Tony y yo nos hicimos amigos al toque. Aunque le costó un poco adaptarse a la casa, pues, estaba resabiado, el cariño y el calor del hogar en poco tiempo lo conquistaron. Y yo me acostumbré a él, fuimos inseparables. 

Para cuando cumplió los seis años, ya Estela y César lo habían adoptado. Lo anotaron en la escuela como Antonio Velázquez Tomé. Yo lo acompañé y lo fui a buscar a la escuela durante los seis años. Excepto los días que se quedó en casa por un sarampión que se agarró en tercero, o aquella vez que jugando al fútbol en la cancha donde practicaba “El Naranjo”; al pisar una pelota y girar el cuerpo a la vez, se le trancó una pierna y la rodilla se le salió para un costado. Cayó al suelo agarrándose la pierna. 

Yo salté limpito el alambrado y fui hacia él que se quejaba de dolor. Corrí a casa, me paré en la puerta de la cocina y le ladré con fuerza a Estela. ¿Qué pasa? Me dijo ¿dónde está Tony? Le seguí ladrando más fuerte y empecé a correr hacia la cancha. Ella me siguió. Se lo llevaron en la camioneta de don Genaro, el almacenero. Con él subió Estela y una vecina. Yo también subí por una puerta, pero me bajaron por la otra. Así que vine para casa y me senté a esperar. Volvieron casi de noche. El Tony traía la rodilla vendada.

 Esas fueron unas vacaciones extras, él no podía ir a la escuela, así que pasábamos todo el día juntos. Y los inviernos se amontonaron empujando a los veranos agobiantes de nuestro Cerro Largo. Empezó el liceo en Melo, pero un día decidieron mandarlo a Montevideo a terminar sus estudios. Nunca habíamos vivido tan lejos uno del otro ni pasado tanto tiempo sin vernos. Si hubiese sabido llorar hubiera llorado el día que lo vi subir al ferrocarril y despedirse de mí, con la mano en alto. Esos años viví imaginando su vuelta. 

A veces iba a la estación a ver pasar los trenes. Esperándolo. Un invierno César nos dejó. Él vino a acompañar a Estela por unos días. Pese al dolor de haberlo perdido, el regreso de Tony me hizo feliz. Salíamos juntos a recorrer el barrio, a visitar a sus amigos. Algunas noches después de cenar, cuando Estela se dormía, me chiflaba con dos chiflidos cortitos entre dos dedos y salíamos de callados a caminar por el pueblo. Así me chiflaba de gurí cuando se escapaba a la siesta y salíamos los dos a vagabundear. Nos llegábamos hasta los juegos del bosque, él reía, remontaba muy alto en las hamacas y desde la altura me llamaba: ¡Cachila!

 Otras veces seguíamos el curso del arroyo por la costanera hasta el puente carretero y allí nos quedábamos viendo pasar los ómnibus y los camiones, ¡vaya a saber hacia qué destinos! Cuando al fin terminó sus estudios volvió al pueblo con una novia. En la modorra de la siesta de verano oí su chiflido dos cuadras antes de llegar a casa. Corrí por la mitad de la calle para alcanzarlo. Se alegró de verme, pero esa tarde supe que en el corazón de Tony había otro amor. La noche antes de volverse a Montevideo fuimos hasta el bosque.

 Se tiró en el pasto panza arriba a mirar las estrellas. Yo me eché a su lado con la cabeza apoyada en su pecho, él descansó su mano sobre mi lomo y en ese momento sentí que nunca nos habíamos separado. Al año siguiente Estela viajó para su casamiento. Él se casó y se quedó a vivir en la capital, y yo me acostumbré a vivir con su recuerdo. Está refrescando. El invierno se viene otra vez y yo estoy muy viejo. De todos modos, la imagen de aquel gurisito sucio que vino un día a vivir con nosotros, siempre me acompaña. 

Ahora estoy solo, la casa está oscura y cerrada. Hoy enterraron a Estela. No quise ir a despedirla. Quiero quedarme aquí, y morirme yo también. El sol se escondió tras los eucaliptos. La noche se va cerrando. Por momentos el coro de las ranas se eleva escandaloso pidiendo agua al cielo. Aquí, bajo el jazmín de Estela, si los recuerdos me dejan, voy a tratar de dormir. Los focos de un auto iluminan la casa que ha quedado sola y desamparada. Al principio el doble chiflido de Tony entra en su sueño y lo desconcierta. Y al final aquel llamado que golpea en su corazón: ¡Cachila! ¡Cachila! Recién entonces, a paso de perro viejo, se acerca al portón. Sus ojos gastados adivinan a Tony. Aquel su olor, sus manos aprehendidas, acariciando su cabeza, y su voz...

—Cachila, vine a buscarte viejo, vamos conmigo a Montevideo, vamos subí, ¡vas a ver que linda es la capital...!




Ada Vega, año edición 2001

Ofelia Bronfield

  



Ofelia Bromfield nació en la Ciudad Vieja, en una mansión que sus antepasados construyeron a principios del siglo XX. El primero de los Bromfield había llegado al país a fines de la Guerra Grande, con intención de invertir en la industria textil. A su llegada se instaló en la sitiada ciudad de Montevideo, en una casa de paredes muy altas y balcones con barandales de hierro, cerca del Templo Inglés, hoy: Catedral de la Santísima Trinidad y sede de la Iglesia anglicana. Templo que fue construido dentro de las murallas, de espaldas al mar. Luego demolido, al comenzar la construcción de la rambla sur en la década del 20, y vuelto a construir en una réplica del mismo en los años treinta, frente al mar, sobre la calle Reconquista.

El señor Bromfield se afincó en Montevideo y contrajo nupcias con una joven londinense radicada en la ciudad. Fue uno de los hijos de este matrimonio quien hizo construir en la primera década del siglo XX, la mansión de la Ciudad Vieja. Heredada, por lo tanto, en línea directa, la mansión pasó a constituirse en propiedad de los padres de Ofelia Bromfield. Para ese entonces la fortuna de los Bromfield, debido a la poca visión para los negocios, había comenzado a declinar. De todos modos, Ofelia llevó allí una infancia y una adolescencia feliz. Concurrió al British School, aprendió a montar a caballo, a jugar al tenis y a nadar en todos los estilos. Se casó con un joven que fue con el tiempo copropietario de una empresa naviera y tuvo dos hijos: un hijo atorrante y una hija lesbiana. El joven atorrante era reconocido por su padre como un vago, un holgazán. Su madre, en cambio, entendía que el muchacho era un chico alegre y bohemio viviendo a pleno su juventud.

Con la hija al principio no se enteró. No se dio cuenta que los años pasaban y nunca la vio en compañía de un varón; con un compañero de clase o un posible enamorado. Comenzó a llamarle la atención cuando, ya en la universidad, la veía siempre en compañía de una chica un poco mayor que ella. Aunque no profundizó ni averiguó sobre dicha relación. Hasta que un día su hija le comunicó que se iría a vivir con su amiga.
—En pareja, le dijo. Ofelia creyó no entender, de todos modos, era una mujer inteligente.
—Cómo en pareja, le preguntó.
—Sí mamá, le contestó la joven muy segura de sí. Somos pareja hace mucho tiempo y por lo tanto resolvimos vivir juntas.
—¿Pero como...? Atinó a decir Ofelia. La chica no la dejó terminar de hablar y le dijo con cierta superioridad:
—Mamá, a mí los hombres no me atraen. No los quiero a mi lado como novios ni como esposos. No quiero que me toquen. No quiero que me violen en nombre del amor. Que me lastimen. Que con su simiente me hagan un hijo en la barriga. No quiero tener hijos, mamá. No quiero que me hagan daño. Una mujer jamás me haría daño. ¿Comprendés, mamá?

Ofelia comprendía a su hija. Comprendía lo que le estaba diciendo. Pero no la entendía. No la entendió nunca. Aceptó que se fuera a vivir en pareja con su amiga, con la esperanza, quizá, de que algún día recapacitara y se volviera una mujer “normal” que le diera nietos. Y vaya si algo así sucedió.

Habían pasado dos años cuando una tarde llegó Fernanda a ver a su madre. Llegó feliz a contarle la buena nueva:
—¡Vamos a tener un hijo, mamá!
Ante tal aseveración, Ofelia llegó a pensar que su cabeza comenzaba a sentir el cruel paso de los años. Que su mente ya no coordinaba como debería.

Es cierto, se dijo casi con resignación, estamos transitando el siglo XXI: todo puede ser posible. La ciencia avanza en estos tiempos con una celeridad como nunca antes. Habrá algo que no se pueda lograr en los próximos años, se preguntaba. Dejarán los hombres de ser necesarios para engendrar las nuevas generaciones. Será posible un mundo sin hombres, sin amor, sin sexo entre un hombre y una mujer. ¿No sería ya tiempo de que la Ciencia parara un poco...?  Ofelia en su confusión sólo acertó a preguntar:

—¿Cómo que van a tener un hijo?
—Sí, mamá, vamos a adoptar un bebé. Una chica que está embarazada y no lo puede criar, me lo va a dar.
—Y por qué no lo puede criar, quiso saber Ofelia, en parte tranquilizada.
—Porque es muy pobre y tiene otros hijos y fijate que nosotras lo podemos criar sin ningún problema. Pensamos adoptar una nena y un varón.
Ofelia no pudo disimular su contrariedad.
—Pero, Fernanda, no me dijiste un día, antes de irte a vivir con tu compañera, que no querías saber nada de los hombres. Que no querías ser violada ni lastimada, que no querías llevar un niño nueve meses en la barriga ni sufrir los dolores de parto. 
—Claro que te lo dije. Y sigo pensando igual.
—Seguís pensando igual pero tenés intenciones de criar dos niños ajenos como hijos propios.
—Sí, mamá, pero yo no necesito un hombre para tenerlos. 
—Tú no, pero la chica que lo va a dar a luz, sí lo necesitó. Ella para tenerlo pasó por todo lo que tú no quisiste pasar.
—Y bueno mamá, alguien tiene que tener a los bebés, no crecen en los árboles ¿no? 
—No, no crecen en los árboles, por eso no es justo que una mujer tenga que dar a sus hijos para que una pareja, como la de ustedes, juegue con ellos a las madres.
—No vamos a jugar a las madres, los vamos a alimentar y a educar. Los vamos a querer mucho. No van a andar en la calle pasando frío y hambre.
—Y cuando crezcan cómo les van a decir que no tienen padre pero que, en cambio, tienen dos madres. 
—No sé, mamá, no sé. Eso lo veremos después. Cuando crezcan.

Hoy, iniciado el 2012, Fernanda y su pareja tienen tres chicos. Tres varoncitos que criaron de bebés como propios. Tres varoncitos que las muchachas consiguieron legal o ilegalmente, nunca supo la abuela cómo, pero que los aceptó y los amó desde el mismísimo día en que, recién llegados, se los pusieron en los brazos.

Tres niños felices que van a la escuela, tienen un hogar con dos mamás, un tío atorrante y dos abuelos que los aman. ¿Qué pasará mañana? Qué les dirán sus madres sobre sus nacimientos. Ya se verá cuando el momento llegue.

Desde que el hombre de ciencia comenzó a intervenir en la concepción de los seres humanos por medio de la Fecundación in Vitro, la Reproducción Asistida y sin llegar a dar, por el momento, mucho asidero a la Clonación Humana no sería de extrañar que los niños, en los tiempos venideros, nacieran de un repollo.
Con seguridad para entonces no habrá necesidad de explicaciones. La vida en su andar distorsiona y da vuelta las cosas. Las cambia de rumbo. Pone al sur lo que antes estuvo al norte.

Ante estas cavilaciones Ofelia recuerda una historia que de niña le contara su abuelo paterno, sobre el Templo Inglés que los emigrantes británicos construyeron en la Ciudad Vieja allá por 1800, de espaldas al mar y frente a la ciudad y que un día lo dieron vuelta y quedó como está ahora: de espaldas a la ciudad y frente al mar.

Durante años dudó de que esa historia fuese cierta. Mire si un Templo va a girar como una noria. Sin embargo, al pasar los años y ante la evidencia del Templo Inglés construido en la Ciudad frente al mar, y unas antiguas fotos del mismo Templo de espaldas al mar, debe reconocer que lo que hoy parece imposible puede un día por astucia, por magia o por amor, convertirse en la más pura realidad.  

Ada Vega, año edición 2009