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lunes, 3 de octubre de 2022

A contramano

  



"...Conquistarán  nuestra tierra,con risa pura , los negros;
     con risa que es solo risa, Dios les aguarda riendo; 
magia de risa les cría, negra noche, Dios sin ceño...
Dichosos los que se ríen, que dormirán sin ensueños!"

          Miguel de Unamuno a Nicolás Guillén - Madrid 1932




El Wáshington Souza era un negro "usted" ¡Que digo "usted" era más que "usted" se había pasado para el otro lado. Era un negro racista. Pero no de los negros que le tienen bronca a los blancos, no. Él era racista en contra: le tenía bronca a los negros. Fijate lo que te digo,  ¡no bancaba a los negros! En su fuero más íntimo él era blanco, un blanco negro o un negro blanco ¿vas agarrando?
    El color de su piel era un detalle  sin importancia, un simple error de impresión, nada más. El Wáshington tenía un corso a contra mano. Siempre le fastidiaron los negros que tomaban vino y tocaban el tambor.
El padre nada que ver, don Souza era un tipo bárbaro, le decían "el negro jefe” porque era igual  a Obdulio Varela. Trabajaba en una barraca de lana de la calle Rondeau, ¡flor de laburante! Le había conseguido laburo a los hermanos más grandes y el Wáshington, viéndosela venir, le dijo  un día que él a hombrear bolsas no iba, que tenía otras aspiraciones y pretendía otro tipo de trabajo.
        El padre lo mandó al diablo y él se puso a estudiar no sabemos bien qué; pero andaba siempre con libros bajo el brazo. Se había comprado un traje y un par de camisas de segunda mano y empilchado y con los libros, se las tomaba todos los días pa’l centro. Un día lo vimos con un guardapolvo blanco y dijimos: ¡pa! estudia en serio. El no daba explicaciones, pero dejaba flotando en el aire que sus estudios lo iban a llevar lejos.
   En aquella época paraba en la barra el negro Leo ¿te acordás? un botija macanudo ¡gran  amigo! Jugaba en el Banfield de entreala, una gloria verlo jugar, ¡un dominio de la pelota y una seguridad! Llegó a jugar una temporada en el Tellier, pero no tuvo suerte, se quebró dos o tres veces y no jugó más.
  En una final,  jugando en el Tellier en la cancha que tenían en  José Luis de la Peña, en una trancada, un back del Marconi que era grande como un ropero, lo dejó tirado con doble fractura. Que atrás de ese foul, se armó flor de gresca, porque vos te acordás que el Marconi con el Tellier se tenían cierta inquina. Y bueno,  al pobre Leo le costó meses recuperarse.
   Una tardecita en que estábamos tomando mate con el Rana, el Santiago, el Venus y el Pocho Linares, pasa el Wáshington de traje y corbata, con su guardapolvo en el brazo y sus libros. Ve al Leo con la pata enyesada sobre una silla y sin pararse le dice:
—Otra vez quebrado vos. ¡Canilla de negro!
El Leo lo quería pelear.
—¡Negro barato! –le gritó.
Nosotros lo corrimos y se la juramos:
—¡Por acá no pasás más! ¡La próxima te desfiguramos! ¡Qué vas a ser hijo del “negro jefe” qué vas a ser! ¡Doctorcito hijo de p&ta!
   El más chico de los Silva, aquellos que vivían por Rivera Indarte, trajo un día la noticia. Una mañana se fue a sacar la Cédula de Identidad para entrar al liceo, y lo vio al Wáshington por la Ciudad Vieja, de guardapolvo blanco, en una bicicleta llevando encargos de una farmacia. ¡Mirá el doctor! ¡Repartidor de farmacia! Te podrás imaginar que lo gastamos al negro usted. El se ofendió, nos borró de su agenda y los negros y los blancos del barrio fuimos historia.
   Pero La Teja no era para el Wáshington, y un día se fue, desapareció del barrio. Y nunca más supimos de él. Por eso cuando el otro día lo encontré y nos reconocimos, nos abrazamos. Cuando pasan los años uno se asienta, recapacita, corrige errores, se ven las cosas desde otra óptica: viviendo se aprende a vivir. Y yo, te juro que me alegré de volver a encontrarlo después de tantos años.
 Lo vi bien, pero me contó que fue difícil para él, que lo agotaron sus problemas de identidad. Que los negros no lo aceptaban porque él se sentía un blanco, y los blancos no lo querían porque él era negro. Tuvo que lucharla. Y fue duro. De trabajo andaba bien. Hacía años que era conserje de un edificio en Pocitos, donde tenía un pequeño departamento. Se había casado con una mujer blanca y tenía tres hijos ni negros ni blancos, mulatos. Buenos gurises, que estudiaban en serio. Me dijo que añoraba el barrio pero que no había vuelto, que no tenía a quien visitar.
   Yo le dije que nunca me fui de La Teja, que también me casé, que soy abuelo, que La Teja está linda, que el Rana ya no está, que el Pocho tampoco,  que el Santiago se había ido, pero que volvió al barrio, que el Venus se fue para Australia y nunca más volvió. Que el Leo se jubiló de la Ancap y que tiene un hijo doctor. Le dije que viniera un día a la cantina del Banfield, que siempre es bueno volver al barrio. Que todavía quedaban muchos amigos de antes a quienes tal vez querría ver. Me dejó hablar sin interrumpirme, me escuchó como emocionado, casi te diría que como aceptando la invitación. Después me puso una mano en el hombro y como perdonándome la vida me dijo que vendría, sí, pero que no, que en La Teja...¡ hay muchos negros "che"!

Decime, ¿no es pa’ matarlo…?


Ada Vega, edición 1995 - 

domingo, 2 de octubre de 2022

Como debe ser

 

  


Dicen los que estaban que a Rudesindo Ordóñez lo mataron mal. A traición, dicen. Por la espalda. Que esa es mala manera de matar y de morir. No se debe. No señor. Es por eso que en las noches sin luna, cuando al campo lo abruma la oscuridad y sólo se escuchan las lechuzas chistando al pasar, más de uno comenta que ha visto al Rudesindo montando un tubiano con ojos de fuego, cruzar al galope y perderse en la nada. Justo por donde uno menos quisiera encontrarlo. También dicen, los que saben de muertos y aparecidos, que mientras vivan los hermanos Gomensoro su pobre alma en pena andará en la huella como una luz mala. Rondando.


Rudesindo era un mozo indómito. Negado para el trabajo. Vivía en el trillo carneando ajeno. Libre y solo sin marca ni lazo que lo sometiera. Hábil para el juego y buen jinete; bailarín, payador y mujeriego hasta el tuétano. Su fama de orejano, viviendo al filo de la ley, era reconocida por aquellos hombres trabajadores del campo, con poco tiempo para la diversión y menos para los sueños. Nunca ocultaron que sentían por Rudesindo cierta mezcla de envidia y desprecio. Fama exaltada, sin embargo, por las mujeres que veían en él al trovador de buena estampa a quien todas querrían amar. Y en esa mixtura de odios y amores encubiertos, de amores robados y amores ofrecidos, transcurría la vida de aquel mozo guitarrero y cantor. De todos modos, acostumbrados en el pago a la presencia del muchacho que había quedado huérfano desde muy chico, los vecinos toleraban su vagancia y era, junto a su guitarra, el convidado de piedra en cuanta reunión hubiese por los alrededores.

Es sabido que en casi todos los enfrentamientos entre hombres, las mujeres han tenido algo que ver. Y en esta ocasión parece que también por faldas fue el asunto. Así cuentan los que cuentan en pagos de Treinta y Tres.


Al norte de Valentines, tirando para Cerro Chato, tenían los Gomensoro una hacienda bastante próspera dedicada a la cría de merinos. El matrimonio tenía cuatro hijos, tres varones y Adelina, la menor. Una muchacha muy bonita y avispada. Ese año, para la zafra de primavera, el patrón había contratado una comparsa de gente del lugar muy baqueana para el trabajo de yerra y esquila. Junto a esa gente se encontraba Rudesindo Ordóñez que, al final de la jornada, entre mate y caña, cantaba valsecitos y vidalas con voz ronca y bien entonada. Adelina, la hija de los Gomensoro, ya había oído ciertos comentarios sobre la vida disipada que llevaba el muchacho, y no pudo resistir la curiosidad de conocerlo. Una mañana, con el pretexto de cebarle unos mates al padre, se acercó a la gente que estaba en plena faena y allí lo vio. Según dicen los que estaban Rudesindo ni se fijó en ella. Tal vez la vio como la gurisa que era no más y ni corte que le dio. 


Sin embargo ella, por el contrario, quedó con la cabeza llena de pájaros y prendada del mozo y, mujer al fin, comenzó a maquinar el modo de atraer al muchacho para que se fijara en ella. El asunto fue que una vez terminada la zafra, después de una fiesta de asado con cuero, vino y empanadas, los contratados se fueron cada cual por su lado. También se fue el cantor, que con unos pesos en el cinto y su guitarra requintada, salió en su flete a recorrer el pago, visitar boliches y refistolear mujeres. Entre guitarreada y copas fueron transcurriendo las horas. Era ya pasada la media noche cuando llegó a su rancho. Recostada en los eucaliptos una luna amarilla lo observaba distraída. No había abierto la tranquera cuando el galope de un caballo, que se acercaba, lo puso en guardia. Quedó a la espera junto al alambrado, hasta que un tordillo oscuro se detuvo y de un salto desmontó Adelina con un lío de ropas colgando del brazo. Rudesindo no la dejó llegar a la portera, la paró ahí no más, y le preguntó asombrado:


—¿Y vos qué andás haciendo a estas horas?

—Me vine, le contestó ella.

—¿Cómo que me vine? ¿A qué te viniste?

—A quedarme con vos, afirmó la muchacha.

—¿A quedarte conmigo? ¿Estás loca vos?

—Vine pa´ser tu mujer. Pa´quedarme en tu rancho.


Si la situación no hubiese sido tan seria, Rudesindo habría pensado que aquello era una broma. De todos modos, no quiso seguir escuchando y le gritó enojado:

—¡Caminá gurisa, andá a terminar de criarte que, en su momento, algún mozo te va a pedir pa´casarse contigo como se debe. ¡En menudo lío me metés si tu padre y tus hermanos te encuentran aquí! Y no te aflijas porque vivo solo. El día que quiera mujer en mi rancho, yo mismo la voy a traer. Ahora subí a tu caballo que te voy a llevar de vuelta, no está la noche como pa´que andés sola por ahí... ¿Y ahora qué te pasa? ¿Por qué te ponés a llorar?...¡Muchacha del diablo!...¡Mocosa mal criada!


Llegaron a la hacienda de los Gomensoro entrada la madrugada. El sol empujaba un montón de nubes, que se iban deshilachando, para darle lugar. De lejos se veía en la estancia mucho movimiento. Rudesindo dejó a Adelina junto a la portera grande y se fue en un trote lento. El padre y los hermanos fueron a alcanzarla. Ella seguía llorando, a moco tendido, como si la hubiesen violado. Los cuatro 

muchachos se quedaron mirando al jinete que se alejaba...


Esa noche, en el boliche, el Rudesindo acodado en el mostrador tomaba su caña. Conversando con el turco le había dicho que andaba con ganas de levantar vuelo, dejar Valentines por un tiempo, subir hasta el norte, cruzar el Olimar, llegarse hasta Tupambaé y quién sabe tal vez, largarse hasta Cerro Largo. Y no estaba lejos, no más, de que lo hiciera en los próximos días.


Los hermanos de Adelina llegaron antes de la medianoche, se detuvieron en la puerta, vieron al Rudesindo fueron hacia él y lo cosieron a puñaladas. Por la espalda fue. A traición. Sin que el hombre se pudiera defender. Lo mataron para vengar la honra de una mujer a la que él, ni llegó a conocer.

Muchos en el pago piensan que Adelina fue la excusa, no la causa, de la muerte de Rudesindo Ordóñez. Que aquellos hombres atados al trabajo de la tierra y a sus costumbres, mataron en Rudesindo lo distinto. La libertad de pájaro, su estampa y su fama. Ahora podían dormir tranquilos. Ya no había guitarrero enamorando mujeres, ni ganador en el juego, ni orejano viviendo al costado de la ley. Estaba cada cosa en su debido lugar. Como siempre había sido. Como debe ser.



Ada Vega, edición 2005

Historia en dos ciudades

  




"Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos, la edad de la sabiduría, y también de la locura; la época de las creencias y de la incredulidad, la era de la luz y de las tinieblas, la primavera de la esperanza y el invierno de la desesperación". 

             De la novela "Historia en dos ciudades" de Charles Dickens, Libro primero.

 I

Nos conocimos una tarde de enero, en la plaza de un barrio castizo, en los aledaños de Madrid. Yo tenía 15 años y él 16. Estaba sentada en un banco comiendo churros. Pasó caminando con las manos en los bolsillos del pantalón. Me miró y lo miré. Se llamaba Manuel, era guapo y tenía ojos verdes. Yo tenía fina la cintura y el pelo negro. 


En aquellos días estudiaba en un colegio de monjas, y él trabajaba con su padre que era fontanero. Fuimos novios a escondidas. Nos veíamos los domingos en la plaza, y por las noches, a hurtadillas, en los portones del convento de las Esclavas Vicentinas, que estaba pegado a la Iglesia del Santísimo Sacramento.

España, inmersa en una devastadora crisis económica, salía de una feroz guerra civil que la había extenuado. Había hambre y desasosiego. Mientras una Europa, alucinada, afilaba sus garras, antes de sumergirse en la segunda Guerra Mundial, los jóvenes españoles emigraban a raudales hacia América del Sur.

También el padre de Manuel, preocupado por el futuro de su hijo, había conseguido que el capitán de un barco mercante le diera trabajo como ayudante de cocina, y lo dejara en el puerto de Buenos Aires, donde la familia tenía parientes.

II

Nuestro amor adolescente creció y se hizo carne en el portal del convento de las Esclavas. Hacía unos meses que estábamos de novios cuando un día, de pronto, tuve la impresión de que estaba embarazada. Esperé unos días hasta confirmar lo que imaginaba y decidí hablar con Manuel esa misma noche. Tenía prisa por contarle. Antes de comenzar a hablar oí que me decía: 

—Dentro de cinco días me voy para Sud América. Iré en un barco de carga que me dejará en el puerto de Buenos Aires donde tengo unos tíos. Sentí que el mundo se me venía encima. Cuando le conté que estaba esperando un hijo suyo, dudó y me dijo: 
— Entonces, me quedo. Le contesté que no, que habláramos primero con mis padres. Que yo esperaría a que él se ubicara, consiguiera trabajo y tuviésemos un lugar donde vivir los tres. De modo que nos armamos de coraje, enfrentamos a mis padres y les contamos, ahorrando palabras y explicaciones, la situación que afrontábamos. 

Al escuchar la novedad mi padre se puso furioso. Le gritó a mi madre que la culpa era suya por no cuidarme. Mi madre comenzó a llorar. Traté de decirle a mi padre que ella no tenía culpa, puesto que yo me escapaba por las noches, para encontrarme con Manuel sin que nadie lo advirtiera.
No pude defender a mi madre porque ordenó que me callara la boca y se dirigió a Manuel: le preguntó quién era, como se llamaba, donde vivía, cuantos años tenía y si estaba estudiando. Manuel se puso nervioso, aclaró la garganta, y contestó:
— Estee…
Mi padre se pasó una mano por la frente, mi madre pensó que le iba a dar un soponcio y le dijo:
—Siéntate José.
— ¡No puedo sentarme, — contestó —, si me siento no oigo bien! Manuel aprovechó el lapsus y agregó:
—El problema no es esto que estamos hablando…
— ¡Ah, esto no es un problema! ¿Qué falta entonces? —Vociferó.
Quise contarle lo del viaje a América, pero él me gritó:
— ¡Tú cállate la boca! Entonces Manuel más calmado le contó del viaje a la Argentina donde tenía parientes, le dijo, y que en cuanto consiguiera trabajo me mandaría a buscar.
Mi padre lejos de calmarse arremetió enojado:

— ¡Tú con tu vida has lo que te venga en ganas, de mi hija y de su hijo me haré cargo yo! Entonces sucedió algo que me llenó de orgullo. Manuel se enfrentó a mi padre y le dijo que de su mujer y de su hijo se haría cargo él.
—Me voy para América porque acá no hay futuro, pero en cuanto consiga trabajo Julieta y mi hijo se irán a vivir conmigo. Mi padre se sentó y mi madre dejó de llorar.

II

El barco en que viajaría Manuel, partía del puerto de la Coruña en tres días. Él debía abordarlo en dos días. No había tiempo para boda por el Registro Civil, y tampoco para boda en la iglesia con cirios y flores. Sin otra alternativa, se armó en mi casa un altar en el comedor, vino el cura de la parroquia y nos casamos al otro día. Yo con mi vestido blanco de los 15, la mantilla que mi madre, los domingos llevaba a misa, y un ramo de jazmines blancos. Los padres de Manuel fueron los padrinos y el cura bendijo sus alianzas, que desde entonces llevamos puestas.

Después, Manuel viajó para América yo dejé de estudiar, y a los 9 meses nació Sebastián. Cumplió un año, cumplió 2 años y nunca recibimos carta de Manuel, ni yo, ni su madre.
Pese a que lloré y extrañé a Manuel, Sebastián colmó mis horas, y alegró mi vida y la de los abuelos.
Una mañana de otoño llegó a mi casa, la madre de Manuel con una carta de su hijo para ella y dentro del mismo sobre, una para mí. Pocas palabras: que nunca dejó de amarme, que soñaba con conocer a su hijo y, entre otras cosas, que cuando llegó a América el primer puerto que tocó el barco, fue el puerto de Montevideo. Que se enamoró de la bahía y su Cerro vigilante, y decidió en el acto que no iría a Buenos Aires. Que se quedaría a vivir en Uruguay. También decía la carta que en los próximos días iría a buscarnos.

III

Manuel entró a trabajar en el puerto de Montevideo, como peón asalariado, y pasó a vivir en una pensión junto a unos compañeros de trabajo. La paga no era mala para un joven sin experiencia, pero él había llegado al país con una responsabilidad y una promesa que cumplir. Mientras trabajaba como estibador, un día se enteró de que en el norte de Chile tomaban gente para trabajar en las minas de cobre. Que el trabajo era duro, le dijeron, pero que lo pagaban muy bien y que en poco tiempo se podía ahorrar para comprar una casa. De manera que se puso en contacto con la persona que reclutaba gente y en pocos meses consiguió un contrato para trabajar en las minas de Atacama. Primero no escribió porque no tenía novedades que contar, y después no le fue fácil comunicarse. Así que esperó a terminar el contrato para escribir. A su vuelta a Uruguay, volvió a trabajar en el puerto.

IV

Veinte días después de recibir la carta, llegó Manuel a mi casa. Me encontraba con Sebastián en la puerta de calle, y lo vi venir. Me costó reconocerlo. Estaba más alto, más moreno, ¡más guapo! Antes de abrazarme levantó a Sebastián en sus brazos y lo apretó junto a su corazón. Días después, en el puerto de La Coruña, nos despedimos de mis padres y de mis suegros, cruzamos el Atlántico, y el 15 de febrero de 1945, desembarcamos en el puerto de Montevideo.  Manuel había comprado una casa en la Ciudad Vieja, con una puerta muy alta a la calle y un balcón de cada lado. Con tres habitaciones, dos patios dameros: uno con claraboya y otro con un aljibe en el centro, y un fondo con parral y dos ciruelos. Un año después, nació Alfonso. 
En esta casa de la Ciudad Vieja criamos a nuestros hijos, y fuimos felices. Pasaron veinte años como un suspiro. En los años 60, Uruguay no escapó a los problemas económicos de América Latina. Los jóvenes no conseguían trabajo y emigraban hacia Europa y Estados Unidos. 

Sebastián fue quien primero decidió volver a España. Tenía su documentación en regla y no tuvo inconvenientes en regresar al país donde nació. Después se fue Alfonso. Y allá están, se casaron y tienen hijos. A veces vienen, y a veces vamos. Manuel y yo nunca quisimos volver a España para quedarnos. Al cabo, somos más uruguayos que españoles. Seguimos aquí, en la casa de balcones y patios dameros; con aljibe, y fondo con parrales y ciruelos. Hace muchos años llegamos a Uruguay con la ilusión de formar aquí, una gran familia. La formamos allá, en España. Pero sin nosotros.

Y los años volvieron a pasar inclementes. Estamos solos. Estamos viejos. Eras guapo y tenías los ojos verdes. Y yo tenía fina la cintura y el pelo… mi pelo era negro. ¿Te acuerdas, Manuel…? 


Ada Vega, año edición 2017
 

martes, 27 de septiembre de 2022

A veces el pasado





A veces el pasado viene a mí y me sorprende. ¡Tantos años adormecidos en la memoria! Y de pronto una palabra, un nombre: Celina, y el recuerdo de una historia de amor que se resistió a morir pese a la separación y al intento de olvido.
—¿Te acuerdas de Celina? —me preguntó, una tarde, mi prima Aurora.
—Celina, —dije yo—, ¡cómo no voy a acordarme! La conocí por los años cincuenta en la recién inaugurada biblioteca Artigas-Washington. Nos hicimos amigas porque coincidíamos en los mismos días y en la misma hora de entregar y retirar libros. Llegábamos sobre la una de la tarde y salíamos juntas por 18 de Julio. Yo, hasta Río Negro, donde estaba La Madrileña. Ella caminaba tres cuadras más, hasta Convención, donde estaba Caubarrere. Durante esas cuadras, conversando de prisa, nos contábamos la vida y los sueños.

A fines de ese año decidimos hacernos socias de la Asociación Cristiana de Jóvenes, que estaba donde hoy se encuentra el Juventus, en Colonia y Río Negro. Yo para aprender a nadar, ella para perfeccionar su estilo. Celina era de mediana estatura y físico bien proporcionado. Tenía el cabello rubio y los ojos oscuros. Hablaba poco, lento, jamás levantaba la voz, sin embargo, sonreía con facilidad. Cuando se reía con ganas los ojos se le llenaban de lágrimas. Algunas tardes a la salida, entrábamos al cine Víctory, que estaba en la cuadra de La Madrileña y veíamos películas americanas de amor, o nos encontrábamos en el bar Dorsa y comíamos olímpicos con cerveza.

Recuerdo que soñaba con viajar a Grecia. Tal vez debido a nostalgias de los años liceales cuando estudiábamos a los griegos y nos enamorábamos de su mar azul y de sus poetas. Éramos muy distintas, ella era muy frágil, muy vulnerable, demasiado confiada. Desconocía la maldad, la envidia. La traición. Para ella la vida era un vergel. Creía que si amaba al prójimo, el prójimo la amaría de la misma manera. Que si era leal con los amigos, los amigos serían leales con ella. Cuando la escuchaba decir estas cosas, me daba miedo. Miedo de que alguien le hiciera daño, por desprevenida. Le preguntaba entonces:

—¿De qué mundo venís, Celina?, porque, aparentemente, vivimos en distintas galaxias. Ella me decía que yo era prejuiciosa. Que debía confiar más en la gente. Quitarme la coraza, decía. A mí me hubiese gustado pensar como ella. Pero siempre fui muy realista. Siempre supe que la vida tiene otra faz que ella no conocía. Que tal vez no conociera nunca.
En esos años Celina se enamoró de un muchacho, muy apuesto, que trabajaba en La Platense. Así que sin querer nos fuimos alejando. A mediados de los sesenta La Madrileña clausuró la gran empresa de seis pisos, despidió al personal que sobraba y se redujo a una mínima tienda de confecciones incrustada a los fondos del edificio. Entonces cambié de trabajo y no la volví a ver.

Un día me llegó una invitación para su casamiento. Se casaba con el muchacho de La Platense que, dicho sea de paso, cerró mucho antes que cerrara La Madrileña. Celina seguía trabajando en Caubarrere, que fue uno de los últimos grandes comercios de 18 de Julio, que se vieron, un día, obligados a cerrar sus puertas al público. Fui a verla. Se casó en la iglesia de Los Vascos. ¡Dios! ¡Estaba tan linda! Traté de saludarla allí pues no pensaba ir la fiesta. Pero había tanta gente rodeándola que decidí dejar el saludo para otra ocasión. Entonces ella me vio, me llamó por mi nombre, me tendió los brazos y me abrazó tan fuerte que me hizo llorar de emoción.


— Que seas muy feliz Celina —le dije.
—Nos tenemos que ver — me contestó— ¡tengo cosas que contarte! Lo felicité a él (¡era un actor de cine!) una mezcla de Leonardo DiCaprio y Richard Gere. Hacían una pareja de novela. Volví a mi casa suponiendo que la luna de miel sería en Atenas. No le pregunté. Y volvimos a dejar de vernos. Los años pasaron como una ráfaga. Un día mi prima Aurora, que tiene mi mismo apellido, se mudó para un apartamento en Malvín. A los pocos días me llamó por teléfono para decirme que una vecina de su mismo piso, me mandaba saludos.

—¿A mí? —le dije.
—Sí, de parte de Celina Vásquez Ochoa, dice que vengas a verla que le encantaría hablar contigo.
—¡Celina! —exclamé—, cuéntame de ella ¿cómo está?
—Bien, muy bien. Me dijo que tiene dos hijos casados. Acá vive sola. Dos días después fui a verla.
Eran las cinco de la tarde de un abril tibio de otoño. Se sonrió al abrirme la puerta y volvió a abrazarme como me abrazó en el atrio de la iglesia, la noche que se casó. Conservaba la misma sonrisa de aquella muchacha de dieciocho años que conocí en la biblioteca. Me hizo una pregunta que nunca me habían hecho. Que no acostumbramos a hacer:
—¿Fuiste feliz estos años? Me quedé pensando.
—He tenido buenos momentos —le contesté. Tengo tres hijos y seis nietos. Me han pasado cosas, nada trágico. Con mi marido me llevo bien, hace más de cuarenta años que compartimos el pan y el vino. ¿Y tú?

—Yo, me dijo, yo me separé de mi marido. Le gustaban las mujeres. Todas las mujeres. No era vida la que llevábamos juntos. Un día tomé una decisión drástica. Decidí no hacer más el amor con él. Llevé mis cosas para otro dormitorio y por un tiempo vivimos como hermanos. Hasta que se cansó de la situación, se enojó y se fue. Nunca nos divorciamos. Él venía a ver a los hijos y siempre los mantuvo. Cuando se casaron yo me quedé sola y un día, treinta y cinco años después de habernos casado y treinta de habernos separado, volvió para quedarse. Me dijo que estaba enfermo, me mostró la historia clínica y unas radiografías. Sufría una enfermedad grave que, por lo avanzada, no tenía cura.


Entonces le arreglé el dormitorio que dejara uno de sus hijos. Y se quedó. Yo lo cuidé, como era mi obligación, hice todo lo que su médico ordenaba. En los últimos tiempos, aprendí a inyectarlo. Pasaba largas horas, acompañándolo, mientras él dormitaba. Cuando estaba despierto le contaba anécdotas de nuestros hijos y le mostraba fotos de los nietos. Hasta que una tarde, mirándome, se fue, su alma lo abandonó.


—¿Nunca lo perdonaste?
—Sí, el día que murió.
—¿No te arrepentiste nunca de lo que hiciste?
—No tengo de qué arrepentirme. No hice nada malo. Simplemente, no acepté compartirlo con otras mujeres. Siempre lo respeté. Él fue el único hombre de mi vida. Sin embargo, no pude perdonar su infidelidad. Su traición. No pude.
—¿No me decís que siempre lo amaste?
—Porque lo amaba no pude perdonarlo. Si no lo hubiese amado no me hubiera importado su deslealtad. Cuando me pidió ayuda, lo ayudé de corazón. Lo cuidé durante un año, si hubiese tenido que cuidarlo diez años, lo hubiese hecho. Ahora ya nadie me necesita. Puedo sentarme en un sillón frente a la ventana y dejarme morir.

Hablé mucho con ella esa tarde. Me dejó preocupada esa última frase que dijo. Siempre pensé que era débil de carácter, que por eso iba a sufrir en la vida. De todos modos, la mujer que estaba frente a mí no era la joven que conocí hace muchos años, frágil, inocente. Esta era una mujer con una determinación y una voluntad de hierro, que yo nunca tuve. A partir de esa tarde, nos comunicábamos por teléfono y siempre que me daba el tiempo pasaba por su casa para conversar.
Una noche me llamó para pedirme que fuera a verla, pues tenía una novedad para contarme. Fui a la tarde siguiente.


Me dijo que había decidido hacer un viaje. Me voy a Grecia, agregó. Ya había reservado el pasaje y la estadía en un hotel de un pueblo blanco, a orillas del Mar Egeo. Le comenté que pensaba preguntarle sobre ese viaje, con el cual soñara de muchacha. Me contestó que antes no pudo realizarlo. Que el momento era ese, los hijos estaban bien, ella se encontraba perfecta de salud y tenía muchas ganas de viajar. Unos días después la acompañé hasta el aeropuerto. Allí estaba toda su familia. Hijos, nueras y nietos.

Hace cinco años, se fue por un mes. Me escribe cartas hermosas: que vive en una casa blanca junto al mar; que tiene dos olivos plantados a la entrada, que continuamente llegan cruceros con turistas, que es cierto que el mar siempre es azul... Que no sabe si volverá.



Ada Vega, edición 2006 -

lunes, 26 de septiembre de 2022

Pasó en mi barrio

  


        

                                                “no habrá ninguna igual, ninguna nunca
                                                     Como mi vieja Teja no habrá igual.”
                                                                Reina de La Teja. 1981

    Hay que llegar a la punta de la cuchilla dejar atrás el Liverpool y en Belvedere, donde Agraciada no quiere más, doblar por Carlos María Ramírez como quien va para el Cerro, donde el sol se ahoga.  
Ahí, ya vas camino a La Teja. Tal vez el Pueblo Victoria se entrecruce al llegar al Cementerio, pero siguiendo adelante, siempre hacia adelante, hacia el sur y hacia el norte, hacia el este y el oeste: canta La Teja con voz de murga.
La Teja solidaria, combativa, a la izquierda de la ciudad y del progreso. Aquella del cine Miramar, la fábrica de vidrios Vidplan, de jabón El Bao, del Frigorífico Castro. La Plaza 25 de mayo y la Palza Lafone. La Aceitera Montevideola Textil SedalanaLa Cachimba del Piojo y la Casilla Obrera. La escuela Yugoeslavia; la Cabrerala Beltrán, la 170 “de la Ancap” y  del colegio de los Salesianos. La Teja del grana y oro del Club Progreso, del Tellier, el Artigas, el Venus, el Real, el Vencedor, el Bienvenido; el Banfield y el Unión y Fuerza.
La Teja de Los Diablos Verdes; de Araca la Cana del “paraguayo” y del inolvidable Pianito. La Teja de los zanjones, las calles cortadas, la Cantera del Puerto y del Dique Flotante; del 210 de AMDET y del tranvía 16 de la Transatlántica.
Y allí está, en aquella esquina, bajo aquel parral junto a la cortada. Donde pasó mi infancia, mi juventud y mi vida toda. Y los recuerdos y las vivencias crecen y se agigantan. Y quisiera contarles tantas cosas de mi barrio. Decirles que La Teja que yo viví, era un montón de botijas jugando al fútbol en los campitos; era el ir y venir de los obreros en los distintos turnos, eran muchachos y muchachas llenando las fábricas, eran los boliches en cada esquinas y el Amor por las veredas.
El Amor. El viejo Amor que se olvidó de Elenita. De aquella Elenita rubia y dulce de colegio de monjas y lecciones de piano, que se quedó para vestir santos. Tal vez por capricho, o tal vez no. Pudo, quizá, haber sido por amor. ¡Vaya a saber!
Tendría Elenita no más de seis años cuando se enamoró del Pepe, uno de los hijos del gallego Fernández, que tenía el almacén en Heredia y Berinduague. Su niñez de muñecas y jueguitos de té se asomaba al balcón para ver jugar a la pelota a aquel botija flaco,  de pantalón corto, que tenía unos dientes tan grandes y blancos que cuando abría la boca parecía reírse. El Pepe Fernández, inteligente, buen dribleador. Jugaba bien al fútbol. Nunca se enteró de aquel amor y ella lo guardó por siempre en su corazón. Hoy hubiese sido distinto y yo no tendría tema de cuento.
En aquellos años la Administración Nacional de Combustibles Alcohol y Portland, se instalaba en La Teja y extendía un brazo sobre la misma desembocadura del arroyo Miguelete en la Bahía en un puente que nos unía con Capurro, donde se encontraba la destilería de alcoholes. El Ente le robó espacio al río y nos dejó sin una playita de arena blanca y fina que llegaba hasta Luis José de la Peña. Mil veces recorrimos de niños ese puente, hoy en desuso, para ir a la Playa y al Parque Capurro.
En aquella Teja que por el cuarenta tenía la Plaza Lafone alambrada como un potrero, y el puente giratorio que no hermanaba con la Villa del Cerro, que se abría para dar paso a las chatas y a los lanchones que llevaban carbón a la planta de Frigorífico Artigas; sobre un  arroyo Pantanoso que alguna vez tuvo el agua clara y transparente,  que al desembocar en el Río de la Plata bañaba a su paso, las piedras de la Playa Rompeolas. Ya para entonces los Gauchos del Pantanoso habían estrenado sus pantalones largos, saliendo Campeones de la Divisional C, en el 38 y en el 39.
Allí, en aquel barrio de La Teja al sur, crecimos el Pepe Fernández,  Dante Pinaglia, el Negro Vázquez, Walter Vega, el Toto Orlandi y un montón de botijas más. Íbamos a la escuela Yugoeslavia y a nadar y juntar cangrejos a la Cantera del Puerto. Si los domingos íbamos a misa, los curas nos dejaban jugar en la cancha del colegio, a una cuadra de la Plaza Lafone. Algunos oficiaban de monaguillos. Existía un problema: madrugar los domingos.
Cuando terminó la escuela el Pepe fue al liceo de los padres Salesianos en Colón. Era pupilo y salía sólo a fin de año. Elenita seguía esperándolo y tocando el piano. Y puso al fin una chapa dorada en la puerta de su casa que decía: Profesora de Música.
Un año para las vacaciones el Pepe no vino al barrio. Había entrado al  Seminario y por mucho tiempo lo dejamos de ver. Recuerdo que fue un sábado de tardecita a principios de marzo, estaba toda la barra reunida en la esquina de la Plaza Lafone, cuando por Humbolt vimos venir hacia nosotros aquel cura de sotana nueva y zapatos relucientes, que traía las manos juntas sosteniendo un libro sobre el pecho. Cuanto más se acercaba aquella boca de dientes tan grandes y blancos me recordaba a alguien…¡es el Pepe! dijo uno de los muchachos. ¡Un cura, se metió de cura! dijo otro. Pero el Pepe ya estaba entre nosotros y nos saludaba sonriendo: ¿Qué tal muchachos? ¡Volví al barrio! Vengo para el colegio de mis hermanos Salesianos. Alguien le preguntó: ¿y ahora cómo tenemos que llamarte, señor cura, padre o Pepe?  Y él contestó: para ustedes yo sigo siendo el Pepe. Se quedó un momento con nosotros y se despidió diciendo: mañana celebro misa a las ocho, los invito a que compartamos juntos el milagro de la Eucaristía. Mientras se iba le contestamos: ¡no vengas con inventos, Pepe! Nosotros no creemos en Dios. No vamos a la iglesia. Yo soy comunista. Y yo protestante. El Pepe volvió la cabeza y levantando una mano dijo: “Los caminos que conducen al Señor son infinitos” y recalcó: mañana a las ocho.
Estaba feliz. Había vuelto a su barrio, a sus vecinos y a sus amigos sin sospechar siquiera que, esperanzado, lo aguardaba el amor de una mujer.
Dejó a sus viejos amigos y siguió caminando hacia el colegio. Pasó bajo el balcón de Elenita que lo miró incrédula, como quien ve pasar el Amor por su puerta sin detenerse. Él saludó respetuoso: Buenas tardes. Ella contestó inclinando apenas la cabeza. Su voz dolida murió en un susurro. Se quedó mirando aquel Ministro de Dios, que borraba la imagen del muchacho de barrio que ella amara  y por años esperó. Y comprendió que no debía esperar más. El hombre que ella amaba prefirió a Dios. Mirá qué rival. ¿Con qué iba a competir?
Desde entonces sólo escuchamos su piano. Aquella tardecita de principios de marzo, Elenita cerró el balcón para siempre y le puso un candado a su corazón. Pasó en mi barrio, en La Teja del cuarenta.



Ada Vega, edición 1996. 

domingo, 25 de septiembre de 2022

Los ases del choreo

 



-Al Tono lo perdió la cultura. Yo le batí la posta: con los libros no te metás, son muy peligrosos. ¿A quién le vas a vender un libro? ¡Y menos choreado! Vos a un punto le ofrecés un libro de plantas y él te pide uno de morfi. ¡Te van a querer comprar justo el libro que no tenés!
-Y no podés andar cargando con un vagón de libros ¡por si en una de esas vendés uno!
-Por eso te digo: Con los libros mejor no meterse. La cultura es una joda. ¿Pa’qué sirve? Decime ¿vos sabés pa’qué sirve?
-No.
-¿Acaso nos da de comer la cultura? ¿Te podés comprar pilchas con la cultura? Te deja algún mango la cultura?
Y...
-Y nada. No te deja nada. Los libros son pa’ tras, te entreveran las ideas. Los libros son pa’ los giles, no pa’ nosotros que somos vivos del año cero!
-Dicen que los libros te enseñan cosas.
-¡Qué van a enseñar! Lo que no enseña la yeca no enseña nadie. Caminando botija, caminando se aprende, ¡qué me venís! Mirá lo que le pasó al Tono, lo que le pasó.
-Y al Tono ¿qué le pasó?
-¿Qué le pasó? Que se mandó una gilada de órdago, se mandó. Y fue culpa del Finito.
-¿Cuál, ese punga finoli que vive por el Estadio?
-El mismo, un guacho fifí que más que chorro parece un estudiante de la facu.
-Pero dicen que es de familia “bien”, que los viejos tienen ¡un bagayo e guita!
-Eso dicen, pero parece que él anda con problemas con el drepa. El viejo lo quiso etiquetar y el mocito zafó. En la casa lo querían sacar dotor como el padre, pero el Finito con los libros... nada que ver. El viejo lo tiene en capiya y hasta que no vuelva a estudiar no le factura un sope. Y el loco buscó la fácil, cambió la posta y se vino con nosotros, se vino.
-Y el coso ese ¿piensa laburar de chorro mucho tiempo más?
-No sé, pero yo estoy viendo que el capitalismo se nos viene encima y si no lo paramos, los ricos nos dejan sin laburo. Vo’sabés que donde descubren un guiye pa’ hacer la guita se largan de zabeca. Y ellos saben bien que el afane deja buenos dividendos, deja. En cualquier momento nos encajan un impuesto.
-O lo privatizan. ¡Que lo parió! no hay un laburo seguro!
-No te digo yo, la oligarquía no te da vida. El pan de la boca nos quieren sacar. ¡Todo pa’ ellos, todo pa’ ellos! Y ahora resulta que el Finito que labura de chorro como nosotros, no es chorro. Según parece es “cletómano”. ¡Mirá vos el nombre que le dan los ricos a los afanes de ellos. ¿Y todo pa’ qué? pa’ darnos en la nuca a los sacrificados laburantes del bolsiyo. Como somos pocos, ahora a los ricos se les dio por afanar y se vienen p’al gremio a engrosar filas. ¡Y lo peor es que se creen que la patente es de ellos...!
-Dicen que el Finito es amigo del Dedos de Oro.
-Sí, son gomías, viven en el mismo barrio. El Dedos fue el que le dio las primeras lecciones de choreo en una academia que tiene por Avenida Centenario.
-El Dedos es un punga de estilo.
-Sí, pero el estilo le está fayando. Dos por tres se lo yeva la yuta. La última vez estuvo de pensionista en la primera como una semana.
-¡Pero si no te pueden guardar más de veinticuatro horas!
-Sí, pero a él lo tuvieron una semana. Cayó junto con el Finito, los cazaron en un “descuido” por la Ciudad Vieja. Esa noche se conocieron con el Tono que había caído en naca un rato antes. Con el Fino se reconocieron, habían ido juntos a la escuela Sanguinetti. El Tono salió de tercero porque no quiso repetir. Y dicen que el Finito esa noche le ofreció laburo al Tono.
-¿Laburo?
-Sí, de guardia particular en una librería.
-¿Y por qué no lo agarró el Fino ese fato?
-Y, porque él es un niño bien, tiene cuatro apellidos...
-¡Cuatro apellidos!... y yo tengo a gatas el de mi vieja...
-Mejor, así dejás menos gente pegada cuando salís en los diarios. Y como te estaba diciendo, el Finito no va a laburar de milico, ¡tiene que cuidar el estatus!
-¿Choreando?
-¿Y quién lo sabe? Ni los del sindicato lo saben. Y si nosotros gritamos a los cuatro vientos que hay un rico afanando, ¿quién nos va a creer? Son capaces de mandarnos pa’ dentro por difamación. Por mí que siga metiendo los dátiles. Nosotros somos chorros, no batidores.
-Pero una librería, che. Al pobre Tono le dieron con el mazo y la porra.
-¿Vos te das cuenta? agarrar un laburo y en una librería. ¡Ni un gil de cuarta! La primera noche se alzó con un libro de pintura de un tal Goya, uno del Quijote, ese de los molinos de viento, viste, que dicen que lo escribió un tipo que quedó manco de un espanto; uno de un coronel que parece que no tiene ni quien le escriba ¡que por algo será! dos de cocina y uno de pesca sumarina. ¿Podrás creer que en la feria de Piedras Blancas los vendió todos de un saque? Esa noche en la librería manoteó cinco o seis libros y se sentó a hojearlos, curioso porque los clientes le encargaban más. Con “El día que el Mago lloró en mi pieza” se copó. Se le llegaron las seis de la matina y él de lector ¡mirá vos! y empezó a afanar pa’ él, no vendió más. ¡Se quedaba con los libros! El día que le dieron el espiante, había completado lo del famoso Benedetti ese, con un libro que seguro que hizo p’al Sunca, de unos andamios o algo así. Del Galeano se llevó uno que habla de “la Tina”, una nami que embroncada, parece que se abrió las venas. De un tal Borges que era ciego pero tenía la manía de andar metido en laberintos se yevó una troja. No sé pa’ qué, si era ciego ¡imaginate las burradas que escribiría! Se llevó uno de un brasilero que escribe de condimentos pa’ la comida y dá recetas con clavo y canela; de un chileno que se hizo famoso porque vivía en una isla negra y parece que también escribió 20 poemas, pero nada más que una canción. Un libro de un tipo de Guatemala o pòr ahí, que no sé qué diablos le pasó con el señor presidente, y hasta de un americano que vivía en Cuba, que después de la Revolución le dijo adiós a las armas, y se pegó un tiro. ¿Qué me contursi? Dejó el choreo y se dedicó a leer. No tiene laburo y de aquí a que termine de leer todo lo que afanó hay pa’ rato ¡Yo no sé en qué va a terminar esto! Pero date cuenta que en nada bueno. Un botija con esas condiciones pa’ ser un as del choreo y se le viene a cruzar la literatura en medio de su carrera ascendente. Ahora es muy capaz de dejar el afano. ¡Vos no sabés lo que son los libros! ¡Son un peligro, son! Yo lo encaré el otro día al Finito, que venía laburando en un 103 y se bajó por la Curva, y le dije que se borrara de 8 de Octubre, que ese no era su barrio, que por su culpa el Tono no quiere “laburar” más y se lo pasa encerrado en su casa leyendo tremendos mamotretos que yo no sé si entiende o no. Y ¿sabés lo que me contestó?
-¿Qué te contestó?
-Que el mundo ha cambiado, que los jugadores de Fútbol van al liceo y algunos a la Universidad; que hoy los murguistas son actores de teatro y estudian canto y que los pungas no tienen por qué ser atorrantes y analfabetos, que cuanto más cultos sean, más sitios y personas que valga la pena afanar van a conocer. ¡Nos están invadiendo las propuestas neoliberales! Por eso te digo, al Tono lo perdió la cultura. ¡Y eso que se lo dije ...!
-Y bueno, dejalo. Que él haga de su vida lo que se le cante. No te hagás mala sangre, si agarró pa’ la cultura y lo perdimos ¡problema d’el! Hablame de vos, ¿en qué andás, Ñato? ¿Qué llevás ahí?
-¿Yo? Y, me compré “Memorias del Calabozo” pa’ ir haciendo muela, sabés, por si lo del Tono es contagioso. Perdido por perdido, quiero morir con los ojos abiertos. ¡Uno nunca sabe! Después te lo paso... ¿ Ta?

Ada Vega - año edición 1994

Che mozo

 


Hace unos días me encontré con el Bebe Neira, de pura casualidad. Yo venía caminando por Zudáñez hacia 21 de Setiembre y él subía a la inversa, por la misma acera.Lo conocí de entrada. Alto, flaco, medio desgarbado y como siempre: distraído. Venía de cabeza gacha pensando, tal vez, en bueyes perdidos vaya a saber dónde.Al enfrentarnos ni me miró. Si no le hablo y lo tomo de un brazo ni se hubiese enterado. Se sorprendió cuando detuve su paso y lo saludé .
—Qué hacés Bebe —le dije. Él también me reconoció.
—Hola, Tito. Se quedó mirándome.
—Qué bien que estás —me dijo y me reí.
—Bien viejo —le contesté. Lo invité a tomar algo y fuimos conversando hasta el Chez Piñeiro.

Con el Bebe nos criamos en Punta Carretas, cuando en Punta Carretas había potreros, era considerado un barrio marginal y a mis primos de Pocitos no los dejaban venir a jugar a mi casa porque vivíamos frente a la Penitenciaría. El Bebe tiene unos años más que yo. Me acuerdo que corrían los años cuarenta, el mundo estaba en guerra y él se vestía como un dandy. Y yo, con mis largos recién estrenados, le envidiaba la pinta, la carpeta y aquel andar de rango que tenía al caminar.


Entonces era un botija apurado por llegar a los veinte, para ser como él.

De todos modos me fallaron los cálculos: la noche, y el misterio que encierra su bohemia, nunca la alcancé a vivir. Me casé a los veinte, antes de Maracaná, a las diez de la noche ya estaba roncando. Entraba a las seis de la mañana a la fábrica de vidrios que estaba en la calle Asamblea, entre El Buceo y Malvín. Iba en chiva a laburar. Mi mujer me acompañaba hasta la puerta, redonda la panza, esperando el primer hijo. Y un día, sin darme cuenta, entre pañales y sonajeros, me olvidé de mis sueños de compadrito. Mi vida tomó otro rumbo y aunque seguimos viviendo en el mismo barrio, con el Bebe, nos vemos muy de tanto en tanto.



Ese día en el Chez Piñeiro me habló de su soledad. No le quedaba familia, no tenía amigos. Se quejó de que el barrio ya no era el mismo. De no entender el cambio tan abrupto —según él—, que había tenido la vida en Montevideo. De no encajar en ninguna parte —decía. Extrañaba la vida que vivió en su juventud. Se encontraba perdido. No comprendía a los jóvenes. No soportaba a los viejos. Me di cuenta entonces, que en el intento de recuperar la vida que se fue, estaba dejando su propia existencia. De tanta queja que le oí ese día, pensé si no estaría volviéndose loco. De modo que traté de poner un parate a sus quejas y a su mal humor. Comprendí que el Bebe se había quedado en el tiempo, seguía viviendo en el pasado, en el arrabal de su juventud. Así que apuré mi copa y la cátedra de boliche, ese día, la encaré yo.


—Y bueno Bebe —comencé diciendo—, la historia es así. La vida, a la corta o a la larga, se cobra. Ya no tenés veinte abriles. El arrabal malevo, se fue. Ya no existe. Se fue el arrabal que hablaba de amor, el arrabal amargo, el barrio arrabalero y la luna de arrabal. Me extraña tu desconcierto Y no me vengas con que no te avivaste, que tiempo tuviste de sobra. ¿Que los años se fueron sin darte cuenta? Y a mí también se me fueron. Quién te dijo que los años iban hacer una gambeta para esperarte. La vida es una ráfaga que llega, pasa y al final te lleva. Aunque a su paso, si demostrás interés, te va enseñando a vivir. Con paciencia, sabés, y mano dura ¡eso sí! casi siempre con mano dura.


Si pusiste un poco de atención, lo que aprendiste en esos años no se te borra nunca más. Es un catecismo. Con ese único diploma tenés que salir a lucharla. Y no es fácil, si lo sabré yo. Cuando a los veinte años te llevás el mundo por delante, las minas se te regalan, los amigos te sobran y pensás que sos un crack, se te cruza una gurisa que te mira despectiva sobre el hombro y que es, justo, en la que vos te emperrás. Antes de los veintidós ya estás casado y esperando el primer hijo. Ahí se terminó la farra. De ahí en adelante la vida te empieza a exigir cada día más.


Si tuviste la suerte de encontrar una buena compañera, vas en bondi para triyar el largo viaje de los cincuenta años que te esperan. Pero la suerte, fijate vos, no siempre cae boca arriba. Por eso a la vida hay que saberla manejar. Tenemos la obligación de administrarla bien si esperamos, al final, contar con algún respiro. En sus idas y venidas la vida nos empuja, nos arrastra, nos vapulea. Y en medio de esa vorágine debemos edificar nuestro propio destino. O por lo menos intentarlo. La vida es un compromiso que no nos queda otra que aceptar.


Y vos, Bebe, la viviste tranqui, qué querés inventar ahora. Entiendo que estás solo, abatido, amargado, pero a vos se te olvidó sembrar, tenés que reconocerlo. Creíste que los veinte abriles no se iban a terminar nunca. Barajaste la vida con los comodines a favor y, claro, se te dio siempre la buena. Por miedo a perder nunca arriesgaste. Te supiste ganador y a tu manera lo fuiste. Yo me acuerdo, cuando vivía tu vieja, verte gastar la vereda de tu casa hasta el boliche. Quedarte en la esquina las horas largas “por si pasa la de ayer”, o a la espera de algún datero antes de arrancar para los burros.


Así se te fue la vida: entre dados, naipes y tungos. Campaneando a las pibas, pero sin comprometerte. Fuiste un maestro de la jerga rea. Timbero de ley, le escapaste siempre a la cana y eso que en más de una ocasión, después de una timba brava, te supiste batir a cuchillo con más de un perdedor. Eras un ídolo. La muchachada del boliche aquel, te admiraba. Siempre de pinta. Los zapatos relucientes, la camisa remangada impecable; la corbata floja sobre el cuello desprendido, el Borsalino en la nuca y el cigarrillo recién encendido.


Sí, fuiste un ganador. Cosechaste amores, ilusiones, desencuentros, en los corazones de las muchachas fabriqueras que veían en vos al galán inalcanzable. Superhéroe que sólo recibió sin dar ni prometer nada. Te conformó siempre el amor al paso. Jamás dejaste un seven eleven por una cita, ni perdiste una tarde maroñense, por un clásico en el Centenario. Y fuiste buen bailarín. Vaya si lo fuiste. Te floreaste en las pistas cuando a Montevideo venían los monstruos aquellos de Buenos Aires: las orquestas famosas, los cantores de la Época de Oro del tango. Nochero viejo: te tomaste la vida de un trago, se te piantó el chamuyo y te quedaste sin letra. Y hoy te asombra encontrarte solo.


Extrañado, recién te das cuenta que el barrio malevo no existe. Que las novias no esperan en los zaguanes. Que ya no hay zaguanes. Que los tranvías dejaron de rechinar y que la juventud, aquella, se fue. Mientras vos barajabas, rompías boletos, abrazabas el sabó; tus amigos se casaban, formaban una familia. Vos te distrajiste, perdiste el tren. Te quedaste en la estación. Se durmieron en tus manos las cuarenta del mazo; se mancaron los burros al doblar el codo en la pista de tu vida; los huesitos te echaron barraca. Se ensombreció tu vida en la noche larga de los años y no sabés qué hacer. De tanta mujer que pasó por tu vida, ninguna te sirvió para hacer patria.


Y recién te desayunás que los guapos, los malevos y la luna de arrabal, ya fueron. Que los conventillos, las calles empedradas, los buzones esquineros y los carreros de clavel en la oreja, siguen vivos sólo en el corazón de los que somos del treinta. Hoy, los nietos de tus amigos de ayer cantan en inglés, estudian chino y escriben en windows. Si te oyen cantar un tango te miran con lástima. A ellos, que escuchan su música en MP3, cómo les vas a hablar de la victrola Sondor donde, por los años cuarenta, escuchábamos embobados los tangos de Arolas. No podés. Estamos transitando el siglo XXI, entendés. Sí, ya sé que te cuesta entender. Pero aclarame una cosa: ¿Dónde estuviste todo este tiempo? ¿En qué arrabal, perdido del ayer, te quedaste dormido? Cómo dejaste que la vida te pasara por encima sin, siquiera, despertarte. Y me decís que estás sólo, abatido, amargado… ¡andá…!


¡Che, mozo!... serví la vuelta.


Ada Vega - edición 2009