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jueves, 23 de marzo de 2023

El que primero se olvida

  


María Eugenia nació en primavera. Cuando los rosales florecían y los árboles en las aceras se llenaban de gorriones. Nació cuando nadie la esperaba. Su madre ya había traído al mundo cuatro varones que al nacer la niña ya eran adolescentes, y ella llegó una tarde como obsequio del buen Dios. María Eugenia era una mujer de antes. Criada a la antigua. Conocedora de todos los deberes de una mujer nacida para servir. Servir a sus padres, a sus hermanos y si se cuadraba, algún día, servir a su marido y por ende a sus hijos. Todos los deberes le habían enseñado. Todos sus deberes se sabía. De niña, recatada, con su vestido a media pierna, los ojos bajos, las manos juntas. De adolescente, con blusas de manga larga, nada de escote ni andar sin medias. Una chica de su casa. Respetuosa.

Siempre supo que menstruar era un estigma. Una afrenta con la que Dios había castigado a la mujer por haber comido una manzana del árbol prohibido, en los tiempos del Paraíso Terrenal. Que se debía ocultar y que de eso: no se habla. Que por el mismo pecado los hijos se paren con dolor y para llegar a parirlos, primero hay que casarse ante Dios y ante los hombres. Que la mujer debe llegar virgen al matrimonio so pena de que el marido la repudie y quede, por ello, sola y cubierta de vergüenza para el resto de su vida. Todo eso le habían enseñado. Todo eso sabía María Eugenia, y más. Sabía que jamás, una mujer decente, debe gozar el acto sexual. Del gozo, si lo hubiese, solo tiene derecho el hombre. Que el marido no tiene por qué verla sin ropas, pues solo se desnudan para hacer el amor las mujeres de vida fácil. Y sabía también que perder la virginidad la noche de bodas era algo terrible de lo que, por desgracia, no se podía evitar.
De todo estaba enterada, así que cuando a los dieciocho años su padre le consiguió un novio y le ordenó casarse con él, aunque no le pareció mal, desde que la decisión le fue expresada el terror hizo presa de su pobre alma. El futuro pretendiente de María Eugenia se llamaba Germán. Era un muchacho de veinte años, virgen como ella, no por mandato de padre, sino por no haber tenido oportunidad de conocer mujer. Hijo de un matrimonio chacarero, amigo de la familia, trabajaba la tierra con su padre y sus hermanos y era un muchacho muy callado y respetuoso. Un domingo vino con sus padres a almorzar. Los jóvenes se conocieron. Si se gustaron o no, no tenía la mayor importancia. El matrimonio ya estaba decretado, así que se fijó la fecha para el mes siguiente. Él le servía a ella y ella le servía a él.
La madre del novio opinó que los recién casados deberían vivir con ellos en la chacra, pues había mucho lugar, el joven trabajaba allí mismo y ella —la futura suegra—, prefería tener en su casa una chica tan bien criada; antes que a la esposa de otro de sus hijos que también estaba para casarse. Una joven —dijo escandalizada—, que andaba pintada desde la mañana, que en una oportunidad la había visto fumar y que usaba pantalones como un varón. ¡Dios nos libre! También opinó que ella había trabajado mucho en la vida y que la nuera, joven y fuerte, podía hacerse cargo de la casa. De modo que les acomodaron un dormitorio junto al de los suegros, para tenerla cerca por si alguna vez la necesitaban.


Los jóvenes se casaron al fin, en una boda sencilla, en la parroquia del pueblo. María Eugenia con su vestido blanco, mantilla de encaje y un ramo de azucenas blancas que Germán le llevó y que él mismo cultivara. Y el joven, de traje negro comprado de apuro para la ceremonia y camisa blanca con cuello palomita. Celebrada la boda, después de una pequeña reunión con familiares y amigos, los novios se fueron para la chacra manejando el muchacho, el mismo camión en que llevaba los pollos al mercado.
La nueva señora, sola en su dormitorio, cambió su vestido de novia por un camisón de manga larga y cuello con festón; se acostó, cerró los ojos y se cubrió hasta las orejas dispuesta a soportar lo que viniera. El muchacho estrenando calzoncillo largo se metió en la cama y, aunque no sabía muy bien por donde empezar, se portó como todo un hombre. Esa noche perdieron ambos la virginidad. Ella, entre asustada y curiosa, dejó que él le hiciera el amor con el camisón remangado, los ojos cerrados y los labios apretados, y se durmió junto a su hombre, desconcertada, al comprobar que no era tan bravo el león como se lo habían pintado.


A la mañana siguiente se levantaron al alba. Ella nerviosa a preparar el desayuno para todos. Él, contento como perro con dos colas, bebió su café sin dejar de mirarla, limpió las jaulas de los cardenales de la patria, y se fue al campo seguido de su perro, pisando fuerte y sacando pecho. Maravillado ante el descubrimiento del placer que significa hacer el amor con una mujer. Su propia mujer. María Eugenia se hizo cargo de la casa desde el primer día. Estaba acostumbrada al trabajo. De todos modos, a pesar de que su marido nunca le ocultó el haberse enamorado desde que la vio por primera vez, ella luchaba por desatar el nudo que se le había armado en el pecho entre el placer, los prejuicios y el amor.


Y en esa ambigüedad de sentimientos se fueron sucediendo los días, el tiempo fue pasando, y aunque ambos los anhelaban, los hijos no venían. Un día la mamá de María Eugenia se enfermó y la mandó llamar para que la cuidara. La joven juntó un poco de ropa, dejó la chacra y volvió a su casa para cuidar a su madre. Germán sin su mujer no tenía sosiego. Iba a verla como cuando era novios y conversaban mientras ella cocinaba.
Cansado de la situación, el muchacho decidió, por su cuenta, buscar en el pueblo una casa para alquilar. Encontró una a su gusto. Con un dormitorio y fondo con aljibe. Trajo de la chacra, los muebles del dormitorio, las jaulas de los cardenales de la patria, la cucha del perro y el perro. 


Compró algunos enseres para la cocina y fue a buscar a su mujer, y como estaba se la llevó. De delantal, el pelo trenzado y las manos llenas de harina. La entró en la casa donde ella sería la reina. María Eugenia reía llena de asombro ante la ocurrencia de su marido.
Él le mostró la casa y el fondo con el aljibe. El perro y los cardenales. La condujo al dormitorio, le soltó el pelo, la desnudó por completo y por primera vez hicieron el amor como Dios manda. Él, dueño de la situación y ella sin nudos en el pecho, entregada a su hombre con la boca y los ojos abiertos para no perderse nada. Y a los nueve meses exactos, María Eugenia tuvo su primer y único hijo. Un varón hermoso que pesó cuatro quilos y que por nombre me puso Germán, igual que mi padre. Cuando terminó de contarme esta historia, mi madre me dijo sonriendo que el dolor de parto es el dolor más grande, sí, pero es también... el que primero se olvida.


Ada Vega, año edición 2004

lunes, 20 de marzo de 2023

Historia en dos ciudades

 






"Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos, la edad de la sabiduría, y también de la locura; la época de las creencias y de la incredulidad, la era de la luz y de las tinieblas, la primavera de la esperanza y el invierno de la desesperación". 

 (De la novela "Historia en dos ciudades" de Charles Dickens, Libro primero).

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I

Nos conocimos una tarde de enero, en la plaza de un barrio castizo, en los aledaños de Madrid. Yo tenía 15 años y él 16. Estaba sentada en un banco comiendo churros. Pasó caminando con las manos en los bolsillos del pantalón. Me miró y lo miré. Se llamaba Manuel, era guapo y tenía ojos verdes. Yo tenía fina la cintura y el pelo negro. En aquellos días estudiaba en un colegio de monjas, y él trabajaba con su padre que era fontanero. Fuimos novios a escondidas. Nos veíamos los domingos en la plaza, y por las noches, a hurtadillas, en los portones del convento de las Esclavas Vicentinas, que estaba pegado a la Iglesia del Santísimo Sacramento.


España, inmersa en una devastadora crisis económica, salía de una feroz guerra civil que la había extenuado. Había hambre y desasosiego. Mientras una Europa, alucinada, afilaba sus garras, antes de sumergirse en la segunda Guerra Mundial, los jóvenes españoles emigraban a raudales hacia América del Sur.
También el padre de Manuel, preocupado por el futuro de su hijo, había conseguido que el capitán de un barco mercante le diera trabajo como ayudante de cocina, y lo dejara en el puerto de Buenos Aires, donde la familia tenía parientes.


Nuestro amor adolescente creció y se hizo carne en el portal del convento de las Esclavas. Hacía unos meses que estábamos de novios cuando un día, de pronto, tuve la impresión de que estaba embarazada. Esperé unos días hasta confirmar lo que imaginaba y decidí hablar con Manuel esa misma noche. Tenía prisa por contarle. Antes de comenzar a hablar oí que me decía: 

—Dentro de cinco días me voy para Sud América. Iré en un barco de carga que me dejará en el puerto de Buenos Aires donde tengo unos tíos. Sentí que el mundo se me venía encima. Cuando le conté que estaba esperando un hijo suyo, dudó y me dijo: 
— Entonces, me quedo. Le contesté que no, que habláramos primero con mis padres. Que yo esperaría a que él se ubicara, consiguiera trabajo y tuviésemos un lugar donde vivir los tres. De modo que nos armamos de coraje, enfrentamos a mis padres y les contamos, ahorrando palabras y explicaciones, la situación que afrontábamos. 

II

Al escuchar la novedad mi padre se puso furioso. Le gritó a mi madre que la culpa era suya por no cuidarme. Mi madre comenzó a llorar. Traté de decirle a mi padre que ella no tenía culpa, puesto que yo me escapaba por las noches, para encontrarme con Manuel sin que nadie lo advirtiera.
No pude defender a mi madre porque ordenó que me callara la boca y se dirigió a Manuel: le preguntó quién era, como se llamaba, donde vivía, cuantos años tenía y si estaba estudiando. Manuel se puso nervioso, aclaró la garganta, y contestó:
— Estee…
Mi padre se pasó una mano por la frente, mi madre pensó que le iba a dar un soponcio y le dijo:
—Siéntate José.
— ¡No puedo sentarme, — contestó —, si me siento no oigo bien! Manuel aprovechó el lapsus y agregó:
—El problema no es esto que estamos hablando…
— ¡Ah, esto no es un problema! ¿Qué falta entonces? —Vociferó.
Quise contarle lo del viaje a América, pero él me gritó:
— ¡Tú cállate la boca! Entonces Manuel más calmado le contó del viaje a la Argentina donde tenía parientes, le dijo, y que en cuanto consiguiera trabajo me mandaría a buscar.
Mi padre lejos de calmarse arremetió enojado:

— ¡Tú con tu vida has lo que te venga en ganas, de mi hija y de su hijo me haré cargo yo! Entonces sucedió algo que me llenó de orgullo. Manuel se enfrentó a mi padre y le dijo que de su mujer y de su hijo se haría cargo él.
—Me voy para América porque acá no hay futuro, pero en cuanto consiga trabajo Julieta y mi hijo se irán a vivir conmigo. Mi padre se sentó y mi madre dejó de llorar.

III

El barco en que viajaría Manuel, partía del puerto de la Coruña en tres días. Él debía abordarlo en dos días. No había tiempo para boda por el Registro Civil, y tampoco para boda en la iglesia con cirios y flores. Sin otra alternativa, se armó en mi casa un altar en el comedor, vino el cura de la parroquia y nos casamos al otro día. Yo con mi vestido blanco de los 15, la mantilla que mi madre, los domingos llevaba a misa, y un ramo de jazmines blancos. Los padres de Manuel fueron los padrinos y el cura bendijo sus alianzas, que desde entonces llevamos puestas.

Después, Manuel viajó para América yo dejé de estudiar, y a los 9 meses nació Sebastián. Cumplió un año, cumplió 2 años y nunca recibimos carta de Manuel, ni yo, ni su madre.
Pese a que lloré y extrañé a Manuel, Sebastián colmó mis horas, y alegró mi vida y la de los abuelos.
Una mañana de otoño llegó a mi casa, la madre de Manuel con una carta de su hijo para ella y dentro del mismo sobre, una para mí. Pocas palabras: que nunca dejó de amarme, que soñaba con conocer a su hijo y, entre otras cosas, que cuando llegó a América el primer puerto que tocó el barco, fue el puerto de Montevideo. Que se enamoró de la bahía y su Cerro vigilante, y decidió en el acto que no iría a Buenos Aires. Que se quedaría a vivir en Uruguay. También decía la carta que en los próximos días iría a buscarnos.



Manuel entró a trabajar en el puerto de Montevideo, como peón asalariado, y pasó a vivir en una pensión junto a unos compañeros de trabajo. La paga no era mala para un joven sin experiencia, pero él había llegado al país con una responsabilidad y una promesa que cumplir. Mientras trabajaba como estibador, un día se enteró de que en el norte de Chile tomaban gente para trabajar en las minas de cobre. Que el trabajo era duro, le dijeron, pero que lo pagaban muy bien y que en poco tiempo se podía ahorrar para comprar una casa. De manera que se puso en contacto con la persona que reclutaba gente y en pocos meses consiguió un contrato para trabajar en las minas de Atacama. Primero no escribió porque no tenía novedades que contar, y después no le fue fácil comunicarse. Así que esperó a terminar el contrato para escribir. A su vuelta a Uruguay, volvió a trabajar en el puerto.

IV

Veinte días después de recibir la carta, llegó Manuel a mi casa. Me encontraba con Sebastián en la puerta de calle, y lo vi venir. Me costó reconocerlo. Estaba más alto, más moreno, ¡más guapo! Antes de abrazarme levantó a Sebastián en sus brazos y lo apretó junto a su corazón. Días después, en el puerto de La Coruña, nos despedimos de mis padres y de mis suegros, cruzamos el Atlántico, y el 15 de febrero de 1945, desembarcamos en el puerto de Montevideo.  Manuel había comprado una casa en la Ciudad Vieja, con una puerta muy alta a la calle y un balcón de cada lado. Con tres habitaciones, dos patios dameros: uno con claraboya y otro con un aljibe en el centro, y un fondo con parral y dos ciruelos. Un año después, nació Alfonso. 
En esta casa de la Ciudad Vieja criamos a nuestros hijos, y fuimos felices. Pasaron veinte años como un suspiro. En los años 60, Uruguay no escapó a los problemas económicos de América Latina. Los jóvenes no conseguían trabajo y emigraban hacia Europa y Estados Unidos. 

Sebastián fue quien primero decidió volver a España. Tenía su documentación en regla y no tuvo inconvenientes en regresar al país donde nació. Después se fue Alfonso. Y allá están, se casaron y tienen hijos. A veces vienen, y a veces vamos. Manuel y yo nunca quisimos volver a España para quedarnos. Al cabo, somos más uruguayos que españoles. Seguimos aquí, en la casa de balcones y patios dameros; con aljibe, y fondo con parrales y ciruelos. Hace muchos años llegamos a Uruguay con la ilusión de formar aquí, una gran familia. La formamos allá, en España. Pero sin nosotros.

Y los años volvieron a pasar inclementes. Estamos solos. Estamos viejos. Eras guapo y tenías los ojos verdes. Y yo tenía fina la cintura y el pelo… mi pelo era negro. ¿Te acuerdas, Manuel…? 


Ada Vega, año edición 2017
 

domingo, 19 de marzo de 2023

Después

 





La tarde se escurría en la habitación. Los últimos rayos de sol se despedían furtivos, tras los vidrios de la ventana que daba al parque. Mis manos sobre la sábana, sostenían su mano tibia. Dormía en paz. Serena. Se estaba yendo en silencio, sin rencor ni sufrimiento. Una tarde, cuando supo de su enfermedad, me dijo: —No quiero sufrir, ayúdame cuando llegue el momento, no me dejes partir con sufrimiento. Su mano se enfriaba entre mis manos. De pronto abrió los ojos, sonrió apenas y me dijo sin voz: —Te amo. Después, cerró los ojos, su rostro se inundó de luz y se fue de este mundo brutal. Me abandonó. 

Me quedé allí, velando su último sueño. Se acercó la enfermera, le quitó la guía de su mano, retiró el suero y cubrió su rostro con la sábana. Pidió que me retirara, hacía tres días que no me apartaba de su lado, pero quise esperar al médico para que confirmara su deceso. Se llamaba Marianne y fue el candil que iluminó mi vida. El porqué de mi existencia y la madre de mis hijos. Con ella conocí el amor excelso, la pasión descontrolada. También la desesperación, la angustia, y el dolor más grande.

 Nos conocimos en Secundaria. En Preparatorio fuimos novios. Marianne era una chiquilina, inquieta, alegre, muy social. Yo, en cambio, había sido siempre introvertido, callado. Insociable. De todos modos mi amor por ella dio un vuelco a mi austeridad. A su lado mi carácter cambió. Fui más amigable. Más tolerante. Marianne aprendió conmigo el juego del amor, yo con ella: amar después de amar. En aquellos tiempos el país entraba en una encrucijada política. Se hablaba de subversión. Marianne y yo acompañábamos a nuestros compañeros del IAVA en marchas de protestas contra el gobierno.

 En varias oportunidades ayudamos a repartir volantes. Cuando se decretó en el país el golpe de Estado, comenzamos a ver en los diarios las fotos de compañeros buscados por subversivos. Compañeros con los que nunca más nos encontramos. Un día vinieron a mi casa y me llevaron a mí. Cuando me llevaban me dijeron que “a mi noviecita”, ya la habían llevado esa mañana. Hacía dos años que estábamos detenidos sin saber uno, qué había sido del otro, cuando fuimos deportados y enviados a Francia. Nos escoltaron hasta la misma puerta del avión que nos llevó directamente a París, donde vivía una tía, hermana de su madre, con su esposo y sus hijos. 

Cuando desembarcamos en el aeropuerto parisino, nos estaban esperando. Vivían en el Barrio Latino. Fuimos a su casa y allí estuvimos con ellos, hasta que conseguimos trabajo y nos mudamos a un apartamento amueblado con dos dormitorios, en el Barrio Universitario. En esos días salíamos a pasear y sacarnos fotos. Siempre llevo conmigo la primera foto que le saqué a Marianne en París. Sonríe feliz, abrazada a un farol, en el puente Alejandro, sobre el Sena. Nuestro apartamento estaba en el cuarto piso de un edificio de principios del siglo XX. Tenía dos balcones a la calle, uno en el comedor de la entrada y otro en uno de los dormitorios. Habíamos dejado de estudiar, pero estábamos en París, teníamos trabajo y nos amábamos. Pese a que muchas noches nos despertaban las pesadillas, reviviendo los años de cárcel que habíamos sufrido, vivimos a pleno nuestro amor apostando al futuro. 

Me acerqué a la ventana. La noche se había apoderado del parque. Solo los focos de luz de las aceras, filtrándose entre las ramas de los árboles. Solos, por última vez, Marianne y yo en la habitación. Ya nunca más su risa, su cabeza en mi hombro, mi brazo rodeándola, atrayéndola junto a mí. Ya nunca más París y la callecita empedrada del barrio Universitario. Ya nunca más su alegría, su amor apasionado. Su rebeldía. Antes de cumplir el primer año en el departamento nació Adrián, dos años después llegó Alinee. Nos turnábamos para cuidarlos, llevarlos a la escuela y al club donde hacían deportes.

 La vida pasa sin que nos demos cuenta. Un día terminaron los estudios, comenzaron a trabajar, se enamoraron y primero uno y luego el otro, se fueron de casa. Un hombre joven, con un perro, atraviesa el parque. Se cruza con dos enamorados, que lo ignoran. El cielo oscuro y tenebroso deja entrever pocas estrellas, la luna en menguante, observa, disimula y se oculta. Una brisa suave mece las ramas de las araucarias. Fue en esos días, que Marianne habló de visitar un doctor. Que no se sentía bien, dijo. 

El doctor le ordenó realizarse varios exámenes. No fueron buenas noticias. Y comenzó un tratamiento largo y penoso. Su médico organizó un simposio. Consultamos medicinas de alternativa. Rezamos. Ya vino el doctor a firmar el deceso de Marianne. Vienen de la empresa a retirar el cuerpo. No puedo ir con ella. Mañana de mañana, dijeron. Un día en París me dijo que quería volver a Montevideo. Alquilé un departamento frente al Parque Batlle. Era primavera y todos los días bajábamos juntos a recorrer sus senderos arbolados. Un día no pudo bajar. El doctor habló de internarla.

 Ella le dijo que no quería internarse, que quería quedarse aquí, conmigo. Él estuvo de acuerdo y recomendó una enfermera bajo sus órdenes, que se instaló en el departamento y fue de gran ayuda para ella e importante soporte para mí. Después, fue la palidez de Marianne, su lucha por vivir y mi desesperación. Su derrumbe y mi miedo. Su entrega final tras su resignación, y mi impotencia. Y mi llanto escondido. Y mis ruegos a un dios a quien nunca le había pedido nada y que no me escuchaba. Y mis gritos y mi llanto apretados en el pecho. Y los por qué, por qué a nosotros, por qué a ella, por qué no a mí, que nunca fui un hombre bueno. Por qué a ella que siempre fue dulce, buena madre, buena esposa. Por qué me la arrebataba si yo la tenía solo a ella, que era mi vida. Por qué, por qué. Después… Ya no hubo otro después. 

Ada Vega - edición 2018

Siempre en domingo

 


Después que murió mi padre, los sábados al cementerio y los domingos a la casa de la abuela eran todos nuestros paseos de fin de semana. Mamá tenía entonces treinta y pocos años. Cuando enterró a mi padre se recogió el cabello en un moño sobre la nuca, se vistió de negro de pie a cabeza y le arremetió a la vida para terminar de criar cuatro gurises, en un Montevideo inhóspito y desconocido. Hacía apenas cuatro años que conmigo en la panza, mi padre y mis tres hermanos, había llegado desde su Solís natal con la esperanza de encontrar en la gran ciudad un mejor futuro para todos. La suerte le dio la espalda. Papá murió en un accidente de trabajo y ella se quedó sin hombre hasta el fin de sus días. Creo que desde entonces prevalecieron sus obligaciones sobre sus escasas distracciones y nunca llegué a saber si visitar a la abuela los domingos, formaba parte de unas o de otras.

 La casa de la abuela estaba en una calle interna del Prado. Tenía un jardín al frente con plátanos y palmeras, mantenido por don Martín, un viejo jardinero que cuidaba con dedicación rosales, dalias y jazmines. No era una casa muy grande, tampoco lujosa. De líneas más bien severas, lo único que resaltaba era el pórtico con sus cuatro columnas de granito blanco. Hacia ese pórtico se abría una pesada puerta de roble oscuro, con un llamador en forma de aro. A ambos lados de la puerta, cuatro ventanas alargadas y enrejadas dejaban ver, tras los postigos siempre entornados, blancas cortinas de encaje hecho a mano. Bordeaba la casa una verja de hierro muy alta, con un portón de dos hojas cerrado por dentro con un candado. A pesar de ser una hermosa casa, a nosotros nos sobrecogía su austeridad. No nos gustaba ir, pero los domingos era obligatoria la visita a la abuela, para nosotros y para nuestros tíos y primos. Ese día mamá nos vestía con nuestras mejores galas, nos recitaba mil recomendaciones de buen comportamiento y a las tres de la tarde de cada domingo, estábamos junto al portón de la casa del Prado. Nelly, con las manos cruzadas sobre la falda, se miraba la punta de los zapatos; Walter ausente, con un libro bajo el brazo; Venus sacudiendo la reja o dándole de  patadas al portón; y yo, de la mano de mamá.
—Buenas tardes doña Paulina.
—Buenas tardes don Martín.
—Este viejo trabaja hasta los domingos...
—¡Cállense la boca! –mamá nos revoleaba los ojos, tras lo cual hacíamos nuestra
entrada triunfal en la casa de la abuela.
     Cuando entrábamos a la casona, después de la puerta cancel de vidrios tallados, quedábamos en la sala principal que era muy amplia. La pared frente a la entrada la sustituía un enorme vitral con una puerta de cada lado. Representaba una escena de la campiña italiana; con mucho cielo, árboles y hermosos niños rubios acompañados de perros blancos con hocicos finos, precioso pelaje y largas colas jugando sobre un verde prado. Ese paisaje me maravillaba.                             
     Una vez pregunté qué lugar era ese, donde había tanta belleza. Me dijeron: Italia.  Por años creí que Italia era algo así como el Paraíso. Después supe que no, que allá también hay niños pobres y cuzcos callejeros. Pero eso lo supe mucho después. La sala donde nos reuníamos los domingos tenía una mesa muy larga con doce sillas, un aparador y un cristalero enorme. Un juego de sala con sillones esterillados, almohadones rojos y varias mesitas distribuidas por los rincones.
    Sobre el piso de madera lustrado, alfombras y camineros, y a un costado, junto a una de las ventanas: el piano. Un piano negro y recto con su banqueta giratoria, donde mis tías solían sentarse a tocar llenando el aire con los acordes de Mantelito blanco, El pañuelito, o Desde el alma, o alguna de mis primas que empezaba a aporrearlo, le demostraba a la abuela su habilidad para ejecutar a la pobre Para Elisa. Mi madre no tocaba el piano. Gracias a Dios fue más práctica y aprendió a coser. No sé que hubiésemos hecho cuando murió papá si ella, en lugar de confeccionar  prendas para todo el barrio, nos hubiera tocado el piano. Nosotros tampoco estudiamos. Según mi madre, para defendernos en la vida, teníamos otras cosas que aprender antes que las fusas y las  corcheas.
    El vitral separaba la sala de entrada de un gran patio con claraboya y baldosas blancas y negras hacia donde desembocaban los dormitorios, un par de salitas y el baño principal, que era tan grande como toda nuestra casa de la Teja. El techo y las paredes estaban revestidos de baldosas blancas con flores multicolores en relieve. Y lo que me parece estar viendo todavía y aún me asombra, era la bañera. Una bañera redonda, apoyada en cuatro patas de león, de porcelana blanca y brillante donde uno podía, graciosamente, desnucarse.
     Siguiendo este patio había otro de baldosas rojas y hacia un costado la cocina, otro baño chico, despensa y alguna otra pieza más, para al fin llegar al fondo lleno de frutales, grandes macetones con plantas y un hermoso juego de patio en hierro, pintado de blanco. Y a la sombra, junto a su cucha, el Centella. Un perro frisón, feo como el Diablo, que se paseaba mostrando los dientes. Perro maldito al que no se podía mirar fijo, pues gruñía levantando el hocico y acercándose agazapado, dejaba ver sus terribles colmillos. Teníamos que ir al fondo acompañados de la tía Marina, una tía solterona que vivía con la abuela, de lo contrario abstenerse, so pena de terminar comidos por el mastín.  Pero como en todo hay excepciones, nunca supimos cómo, ni por qué, el bicho simpatizaba con Venus. Jugaba con mi hermano como un cachorro, le lamía las manos, le movía la cola y corría con él por el fondo. La tía Marina decía que mi hermano era como San Francisco de Asís, que tenía poder sobre las bestias. A lo que la abuela respondía: ¡Bah, bah, bah! No sé si dudaba de San Francisco, o del poder de mi hermano. Ella opinaba socarronamente, que tal vez los dos (mi hermano y el perro) habían venido del mismo planeta. A mi madre esto no le hacía gracia.
   Al entrar a la sala, Walter buscaba un lugar tranquilo y se sentaba a leer olvidándose del mundo y su mascarada. Nelly conversaba con mis primas más grandes, vaya a saber de qué, cuchicheando y tapándose la boca con la mano mientras reían. Venus se sacudía los abrazos recibidos, de un manotazo se limpiaba los besos y se iba al fondo a jugar con el perro. Y yo me aburría toda la tarde, sin saber qué hacer, sentada junto a mi madre.  A las cuatro se servía la merienda. En esto participaba toda la familia. Mamá llevaba una rosca con pasas y nueces que le quedaba riquísima y mis tías, torta de manzanas y de chocolate. Mientras, circulaba el mate dulce para las señoras y el amargo para los caballeros que por lo general cebaba mi tío Juan. A los niños nos daban chocolate en unas tacitas muy lindas con dibujitos chinos: para nuestro gusto demasiado chicas. Pasada la merienda los primeros en irnos éramos nosotros porque Venus venía del fondo, se paraba en la puerta y decía:
—Y má, ¿cuándo nos vamos? Y al poco rato volvía a insistir.
         —Má, ¿nos vamos a quedar pa’siempre acá?
      Entonces mamá al ver que la abuela ya no toleraba más a ese muchacho mal educado, se ponía de pie y se despedía. Nosotros, de inmediato, nos alineábamos junto a ella. Nos volvían a besar y salíamos. Walter adelante, Nelly después, Venus pateando todo lo que encontraba y yo de la mano de mamá. Habíamos cumplido con la visita de los domingos y volvíamos felices a nuestra casa de La Teja.
     Cuando falleció la abuela la tía Marina volvió al campo y dejamos de ir a la casona, poniéndole fin a la Odisea de los domingos en el Prado. Papá nos dejó demasiado pronto y los cuatro junto a mamá crecimos y nos casamos en La Teja. Después, la vida nos condujo por distintos senderos y abandonamos el viejo barrio.  
  Obstinados, fueron pasaron los años. Y un día, de paseo con mis nietos por el barrio del Prado, pasé por la casona de la abuela. Me detuve un momento.  No era la misma: estaba abandonada. Sin jardín, sin rosales, ni dalias. Una maraña de plantas y yuyos lo cubría todo. Las ventanas estaban rotas y las columnas grises y cubiertas de musgo. ¿Qué había pasado con la casa? ¿por qué estaba abandonada? No quise saber, no me interesó despertar fantasmas. Recordé el pasado y por un instante volví a ver aquellos cuatro niños de la mano de mamá, junto al portón de la antigua reja, a las tres de la tarde...
-—Buenas tardes don Martín.
-—Buenas tardes doña Paulina.
 -—Este viejo trabaja hasta los domingos.
-—¡Cállate la boca, no seas atrevida!
Siempre en domingo.


Ada Vega, año edición 1998

sábado, 18 de marzo de 2023

Jaque mate




Serían poco más de las diez, aquella noche de mediados de agosto, había en el aire un anticipo de primavera. Terminaba de dictar clases y me iba abrazado a un montón de escritos para corregir. Bajaba las escaleras de la Universidad y tú subías apresurado. Al cruzarnos, casi sin detenerte, me dijiste que te esperara en el bar donde solíamos reunirnos, pues tenías que hablar conmigo. Esa noche yo había programado no acostarme hasta terminar de revisar las pruebas. De todos modos entré al bar, encontré una mesa libre junto a la ventana que da a la avenida, me senté y pedí un cortado. Nuestra amistad databa de muchos años y si tenías algo urgente que decirme mi deber de amigo era escucharte. No habían pasado diez minutos cuando entraste al bar. Te sentaste frente a mí y el mozo te alcanzó un café. Estabas alterado. Gesticulabas nervioso. Traté de adivinar el problema que, sin dudas, te acuciaba, pero mi imaginación se estrelló ante tu seriedad para revolver el café. Encendí un cigarrillo y esperé a que hablaras. De pronto abriste la boca y de ella las palabras salieron a borbotones.
—Manuel —dijiste sin preámbulo—, voy a dejar a Yanina. No hice ningún comentario y continuaste.
—Es una situación difícil, pero no me queda otra salida. Me voy con Estela. Quería contártelo yo antes que te enteraras por otra persona. Comenzaste a beber tu café. Al principio no supe qué decir. No sé qué se acostumbra en estas circunstancias. Traté de salir del paso con lo primero que se me ocurrió.
—¿Lo pensaste bien?
—Sí, Manuel —me contestaste—, Estela, me gusta, me siento bien con ella y no quiero perderla, ¿entiendes? Me sentí confundido y —no, no te entiendo —te dije. Entonces el que no supo qué contestar fuiste tú. Aproveché el lapsus y te pregunté por tu mujer.
— ¿Yanina no está esperando su primer hijo en estos días?
—Sí —afirmaste.
—¿Y la vas a abandonar ahora, cuando más te necesita?
—Manuel —te apresuraste a contestar—, mi relación con Yanina llegó a su fin, no puedo quedarme a su lado porque va a tener un hijo. No te pido que me comprendas, pero las cosas se dieron así. Estela apareció de golpe en mi vida. Estas cosas pasan. No tienen explicación. Me di cuenta entonces que lo tenías resuelto, que no tenía caso lo que yo pudiera opinar. —Dime, Juan, ¿tú la quieres a Yanina?
—La quiero, sí, pero no la amo. Te voy a explicar…
—No, no me expliques, yo sé la diferencia que existe entre querer y amar. Espero que tú también la sepas y no te equivoques. De todos modos, si ya decidiste cómo resolver la situación,yo, como amigo, qué puedo decirte?
—No digas nada. Ya renuncié a mi puesto en la facultad y mañana nos vamos del país.
—¿Te vas del país? ¿Para dónde se van Juan?
—No me preguntes —me contestaste—, después te escribiré.
—Pero, ¿y tu hijo? —insistí — ¿no te importa lo que pueda ser de él?
—Yanina tiene pasta de madraza — afirmaste—, no va a necesitar de mí para criarlo.
En ese momento hubiese querido decirte muchas cosas, hasta de moral te hubiese hablado. De hombría. Pero entendí que solo deseabas informarme, no pedirme una opinión. Te miré a los ojos y te desconocí. Me sentí caer en un pozo profundo donde las palabras y mis sentimientos se entremezclaban. Traté de poner mi mente en orden hilvanando una buena frase que te hiciera recapacitar, pero permanecí mudo. Ausente. Te pusiste de pie y nos estrechamos las manos. _Chau Manuel.
_Hasta siempre Juan.
Te fuiste sin mirar atrás. Yo pedí otro cortado y me quedé en el bar donde, un par de años atrás, habíamos conocido a Yanina. Estrenábamos nuestros títulos de Profesores de Español. Siempre fuiste ganador, simpático, entrador. Te sobraban las mujeres. Yanina apareció una tarde con una amiga. Eran estudiantes de la Facultad de Humanidades. Nos impactó a los dos, pero yo no tuve oportunidad tú ya te le habías acercado. Al poco tiempo ella dejó de estudiar y se fueron a vivir juntos. A veces la amistad no nos da tregua. No solo a Yanina le fallabas, al fallarle a ella me fallaste a mí. Te vi salir del bar y perderte entre la gente. Y por veinte años no te volví a ver. Hoy llamaste a la puerta de mi casa y a mi hija menor le preguntaste por mí. Te invité a pasar. Ni siquiera me extrañó tu presencia en mi casa. Siempre supe que un día u otro nuestros caminos volverían a cruzarse. Estás igual. Más veterano, como yo, pero al verte se nota que la vida te ha mimado. Conversamos de tu vida y te pregunto por Estela. Que sí, me decís, seguís con ella. Las cosas no resultaron como esperabas, pero bueno, a veces las cosas no se dan. No, no tuvieron hijos. La maternidad nunca estuvo en los planes de Estela. Por lo demás te ha ido bien. Estás radicado en Caracas, viniste por unos días a Uruguay, pero ya te vuelves. Encuentras hermoso a Montevideo. Todavía lo extrañas. Quieres saber de mí.
—Me casé —te digo—, tengo tres hijos. Quédate a almorzar, así conoces a mi familia. ¿Económicamente? Con dificultades, porque la situación en el país está muy complicada. Sigo de profesor en la universidad y doy clases en dos liceos. ¿De mis hijos? Los dos mayores son varones y están en la facultad. La más chica todavía no terminó la secundaria. Mi familia es toda mi riqueza.
—Vamos —te digo—, pasemos al comedor, mi familia ya está reunida.
—¿Ves, Juan? Estos son mis tres hijos. ¡Yanina! Ven amor, acércate, tal vez te acuerdes de este amigo que tuve hace muchos años. Hoy va a almorzar con nosotros.


Ada Vega, año edición 2007

jueves, 16 de marzo de 2023

Volvió una noche

 


—Norita. 
—¡Negro! 
—No llores más. 
—Negro… 
—Levántate de esa cama mujer, no llores más y ponte a limpiar, ¡que esta casa está tan sucia que no se puede ni entrar! 
—Pará un poco. ¿A qué viniste, a consolarme o a reprenderme? 
—Ni a una cosa ni a la otra. Vine para que reaccionaras. Yo ya no estoy, me fui. ¿Hasta cuando vas a estar tirada ahí? 
—Te extraño. 
—Ya lo sé, querida, pero hace un mes que las nenas comen pan y queso. Prepara la comida para que almuercen y cenen como siempre. ¿O no piensas cocinar más? 
—Qué fácil lo ves tú. 
—No, no lo veo fácil. Lo veo desde otra lógica. 
—No sé qué hacer. Estoy desorientada. 
—Haz lo que has hecho siempre: levántate, limpia la casa, cocina, lava la ropa, cuida a las nenas. ¿Piensas que eres la primera mujer que ha quedado viuda? 
—Pero ¿y tú? 
—Yo estoy bien. Estoy mejor que tú. Deseo irme, pero con tu llanto y tu tristeza me tienes atado a la tierra. 
— ¿Te quieres ir? 
—Sí, Norita, ya no pertenezco a este mundo. Mi espacio es otro. Fue mi cuerpo terreno el que vivió y murió acá. Ahora tengo alas y… 
—Y no tienes ropa. ¿Andas así por la calle? 
—No ando por la calle, vine a verte en un haz de luz. 
—Sí, en realidad no eres el mismo, hablas como un doctor y vos, la verdad, siempre fuiste medio reo. 
—Escúchame, Norita, enciende la radio y pon esa música que te agrada tanto y te levanta el ánimo. 
—¿Que me gusta a mí? 
—Sí esa música que escuchabas cuando yo estaba en casa. 
—Ah, sí, la cumbia. 
—Sí, la cumbia. Abre las ventanas, ventila la casa, arréglate, ve a la peluquería, sal de paseo. Tienes buenas amigas, ve a pasear con ellas. ¿No deseabas hacer un curso de cerámica? Pues hazlo, renuévate, eres joven, puedes rehacer tu vida. 
—Sí, indudablemente eres un ser superior. El que fue mi marido era un guardabosque. Jamás me dejó salir con mis buenas amigas que según él me empuaban y me daban manija, y menos que me arreglara y me vistiera bien. Aquel que fuiste me acompañaba hasta al dentista, al guarda del ómnibus tenía que pagarle al tanteo porque no quería que lo mirara, en la feria tenía que andar como una loca con los ojos extraviados para no mirar a los puesteros. Nunca me dejó usar calzas ni pantalones porque decía que me marcaban mucho… 
—Bueno, Norita, pero eso era antes, cuando yo vivía en este mundo. 
—A ver, a ver, espera un poco, no sé si entiendo bien. ¿Tú me estás queriendo decir que yo te importé mientras fuiste un simple humano con los pies sobre la tierra y ahora que vives con los pies sobre una nube, por ti, que me parta un rayo? 
—No, tampoco es tan así. Pero tú tienes que entender que a mí me espera la Gloria, un cielo donde “vi unas cosas que no puede ni sabe repetir quien de allí baja” y donde debo entrar sin lastre ni ataduras de esta tierra. 
—Entonces viniste por vos. 
—Vine por los dos. 
—¡Esto nadie me lo va a creer! 
—Querida mía, tú de esto no puedes hablar con nadie. La gente no te entendería ni te creería. Esta visita, que hago con placer, es solo entre tú y yo. Volví porque te vi desanimada, sin deseos de salir del pozo donde ibas cayendo. Sin intentar una salida. Vi a las nenas muy solitas, sin el padre y sin la madre. ¿Cómo explicarte? ¡Vine para que reaccionaras y yo me pueda ir de una vez! 
—Pero ¿y la plata? ¿Qué hago yo sin tu sueldo? Porque siempre me creíste una tonta, nunca me dejaste administrar la casa y junto a tus amigos, en noches libertinas, despatarraste todo lo que ganabas sin ahorrar jamás un peso; ignoraste los seguros de vida; la pensión que me dejaste es mísera; se te dio por morirte de golpe y nos dejaste en la lona y ahora me sales diciendo que estás mejor que yo y que me deje de llorar ¡que te quieres ir de una vez! 
—Bueno, la pensión no es tan chica, yo no estoy, si te sabes administrar, creo yo que no tendrás problemas. 
—Nos tenemos que borrar de la sociedad médica y para el inglés de las nenas no alcanza. 
—Trabaja, querida. Búscate un trabajo.
—Pero tú nunca quisiste que trabajara. 
—Eso era antes, cuando yo estaba en casa. 
—Mira que bien, cuando yo quise trabajar y tuve oportunidad de hacerlo no me dejaste porque no iba a dejar la casa para “andar por ahí”. Y me quedé a cocinar, limpiar y criar hijos. Ahora que no hay trabajo para nadie, que no tengo práctica de nada, que tengo una carga de años encima, te vienes del Paraíso para mandarme a trabajar. Ahora sí puedo “andar por ahí” haciendo lo que salga, porque para elegir no está la cosa. A tu cuerpo terreno ya no le molesta nada y tu espíritu superior está por encima de las miserias humanas. ¡Realmente eres un ser supremo! 
—Norita, yo no puedo indicarte lo que tienes que hacer. Tú eres dueña de tu vida, tendrás que encontrarle una solución. De todos modos, por el dinero no te preocupes, en última instancia: Dios proveerá. 
—¿Te parece que Dios me pague el alquiler? Ven, acércate, hace más de un mes… 
—¡No te acerques!… no me puedes tocar. 
—Negro, ¡cómo te han cambiado! Ya no eres el de ayer. 
—Norita, yo estoy muerto para el mundo. No tengo sensaciones ni deseos humanos. Soy un espíritu. Estoy para cosas superiores. No para nimiedades terrenas. 
—¿Nimiedades…? 
—Sí. Todo eso ya no me interesa. Vivo en otra dimensión. Ahora soy sabio, etéreo, mi cuerpo es incorruptible. ¡Ay, mi querida! No sé para qué insisto en explicarte. ¡Es tal la diferencia que existe entre los dos, que tú, pobre criatura humana, no puedes entender! 
—Che, Negro, sabes una cosa, me revienta que hayas vuelto. Me revienta sí y no me mires con esa cara. ¿Sabes por qué me revienta? Porque a mí, este estado de tristeza y decaimiento que me ha causado tu pérdida irreparable, se me iba a pasar. Un día se me iba a pasar. No iba a llorar cien años. Y entonces viviría mi vida como se me diera la real gana. Liberada de tus prescripciones y decretos. Que haz así, que haz asá; que ven aquí, que no vayas allá. ¡Por Dios! Más tarde o más temprano me daría cuenta de que al fin era libre. ¡Libre y soberana! Te mandaría hacer una tumba de losas blancas allá en el Norte, al principio te llevaría flores cada 2 de noviembre y a otra cosa mariposa. Pero no, se te ocurrió venir para ver como había recibido yo tu sorpresivo deceso. ¡Nadie vuelve! Por más que supliquen, ¡nadie vuelve! Pero tú sí. Tú tenías que volver. Antes de partir, definitivamente, desnudo y alado a los campos celestiales, tenías que venir a impartir tus últimas órdenes, para que yo no me salvara de tu mandato, ni aunque estuvieras muerto. ¡No quiero ni saber las artimañas que habrás empleado con San Pedro para que te permitiera venir por un par de horas! ¿Te puedes imaginar cuánta gente se habrá ido de este mundo dejando metas por la mitad? ¿Objetivos sin alcanzar? Sueños. Aspiraciones. Y no pudieron volver. Escúchame ¡no volvió Gardel! A confirmar su nacimiento en Tacuarembó, para ver si terminamos de tironear sus raíces con los argentinos, ¡y volviste tú! Tú tenías que volver o volver. Y lo primero que me dices cuando me ves tirada en la cama llorando tu ausencia, es que me levante a limpiar ¡que esta casa está tan sucia que no se puede ni entrar!, que salga del pozo, que me ponga a cocinar, que lave la ropa, que abra las ventanas, que ventile la casa, que prenda la radio, que escuche cumbias, que busque trabajo, que haga un curso de cerámica, que me compre ropa, que vaya a la peluquería, que salga a pasear con mis amigas, que me arregle, que cuide a las nenas, dime Negro: ¿me quedará tiempo para bañar al perro? Escúchame vida mía, si ya dijiste todo lo que tenías que decir, por favor vete, por donde viniste amor mío, por donde viniste, vuélvete a ir. Que el muerto eres tú, no yo. Y vete volando derecho a la Gloria que te espera, no sea que en la ida te encuentres con "Carón con ojos de fuego" y te arrastre hacia “ la fosa de los círculos concéntricos." Lamento tu decepción, yo tampoco soy aquella que dejaste en este valle de lágrimas, y no querría, te juro, herir tu susceptibilidad al pedirte de favor que me dejes en paz. No te ofendas, que no es mi intención ofenderte, ¿te digo algo? No sé para qué viniste, habría salido más barato si te hubieras ahorrado el viaje. Y te digo más: no me gusta como te quedan las alas. ¡Mucho mejor te quedaban el vaquero gastado y la remera azul! 

Ada Vega, edición 2003


miércoles, 15 de marzo de 2023

Con las manos sobre el Evangelio

 


Su verdadero nombre era María de los Milagros Reboledo Gamarra. De los Reboledo del norte y los Gamarra del sur. Sus familiares, por lo tanto, se encontraban diseminados por toda la república. Ambos abuelos pelearon en las guerras intestinas de 1870. Antes y después. Y murieron de viejos, uno al norte del Río Negro, y en la capital el otro.

Los heredaron los hijos, los hijos de los hijos y los biznietos. Sin embargo, nadie conocía a María de los Milagros Reboledo Gamarra que fue, por su libertina conducta, desheredada. Detalle del que nunca tuvo conocimiento, ni le importó. Pues a ella se la conoció en veinte cuadras a la redonda, como María la del río, por algo natural y lógico: vivía junto al río. Por lo tanto, fue hasta su muerte octogenaria, María del Río, que así quiso que se la conociera y se la llamara.
Nadie sabe con certeza, ni recuerda, cuando vino a vivir María a su casa de la costa. Según ella misma contaba, había nacido en 1901 y tenía escasos trece años cuando se escapó de su casa siguiendo a un cantor de tangos y valsecitos, bohemio y fachero; que conoció en la fiesta de cumpleaños de su hermana mayor, donde abrazado a una guitarra lo escuchó cantar y decidió, que ese sería su hombre para toda la vida.
Y fue el cantor, su primer hombre. Al que amó con locura y desesperada desesperación su vida entera y a quien juró, con las manos sobre el Evangelio, que amaría hasta el día de su muerte. Y así fue, lo amó hasta el mismísimo día de su muerte: pero lo engañó a la semana.
Que una cosa nada tiene que ver con la otra, según su propio decir y entender. Que el amor es inasible y sublime, decía, y lo bendice Dios. Y el cuerpo es terreno, se pudre en la tierra y Dios no tiene en él, el más mínimo interés.
También es cierto que su cantor, bohemio y fachero, vivía la noche de juerga y de día dormía igual que un lirón. Aunque, la verdad sea dicha, no fue ese el real motivo de que María lo engañara, pues si el muchacho hubiese sido un santo de altar, bendito y milagrero, lo hubiera engañado igual. Que María había nacido para enamorarse por un rato de todos los hombres, fuesen buenos, fuesen malos o rebeldes o malvados.
Al igual que muchos hombres que les gustan todas las mujeres, solteras o casadas, lindas o no tanto, de vez en cuando aparece una mujer con los mismos vicios. A los hombres se los llama con transigencia: mujeriegos. A las mujeres: p&tas.
Sin embargo, no se debe tomar a la ligera el modo en que María vivía la vida, pues ella proclamaba, con orgullo, que nunca se prostituyó, puesto que hacía el amor por placer, que no por dinero. Que si a ella le gustaban los hombres, también es cierto que los hombres morían por ella. Porque María era bonita a rabiar.
Que no hace falta que se diga, pues todo el mundo lo supo siempre, que fue la mujer más hermosa, sensual y mejor plantada de los tres o cuatro barrios que crecieron junto al río. Que la mata de su pelo negro, decían, le llegaba a la cintura. Que sus ojazos, de mirada pecadora, enardecía a los hombres cuando pasaba insinuante. Que su cintura fina, y su quiebre al caminar. Que su boca, a media risa, maliciosa y subyugante.
Eso decían, y era cierto. No hubo mujer más amada por los hombres y más odiada por las mujeres. Y esto último sin razón. Que ella no engañaba a nadie, decía y con propiedad. Que nunca le quitó el novio, ni el marido, a ninguna mujer. Pues los hombres para ella eran todos pasajeros. Pétalos de una flor que se los llevaba el viento. Solo fuegos de artificio nacidos para morir. Que ninguno despertó en su pecho el más mínimo sentimiento de amor, ni de codicia. Pues ella tenía su hombre, su cantor, a quien había jurado amar hasta el fin de su vida.
María la del río, era prolija y muy limpia. Su casa brillaba por dentro y por fuera. Ella misma pintaba las puertas y las paredes cuando era necesidad. Plantaba y cultivaba su huerto. Cosía su ropa. Amasaba su pan y hacía su vino con uvas morenas.
Un invierno, su amante cantor le dejó la casa y se fue de torero a recorrer, cantando, los barrios, los puertos. Cada tanto volvía, borracho y enfermo, harto de mujeres y piringundines. Colgaba la guitarra en el ropero y le entregaba su cuerpo a María para que con él hiciera lo que quisiera.
María, lo único que podía hacer con aquel deterioro de cuerpo, era darle cristiana sepultura. Pero aquella mujer era una santa. Lo cuidaba y lo alimentaba. De entrada, nomas, lo metía en la tina con agua caliente, lo dejaba un rato en remojo y después lo refregaba con fuerza, con jabón de olor, de la cabeza a los pies. Se untaba las manos con grasa de pella y se la pasaba por todo el cuerpo para curarle heridas y mataduras.
Con santa paciencia le cortaba las uñas y el pelo. Luego lo afeitaba, lo metía en la cama y lo dejaba dormir días enteros mientras ella le velaba el sueño.
Al cabo de un tiempo, con tantos cuidados, el mozo cantor se recuperaba. Quedaba lustroso, con la ropa limpia, gordo y oliendo a lavanda. Después, pasado unos días, una noche cualquiera después de cenar, descolgaba la guitarra, abrazaba y besaba a María como un hijo, besa y abraza a su madre y se iba, silbando, bajito, perdido en la noche. Siempre se llevaron bien. Nunca discutieron. Nunca una palabra de más. Nunca un improperio. Todo sabían el uno del otro. Y se respetaban. De todos modos, si bien es cierto que él siempre se iba y la abandonaba, María sabía que era volvedor.
Un día, cuando el año cuarenta moría y hacía seis o siete que el cantor no daba señales de vida, le avisaron que en un boliche en un barrio del norte, en una trifulca, alguien lo había matado. Ella se vistió de negro, llamó a un carrero vecino y con él fue a buscarlo. De regreso, con el hombre muerto, lo bañó, le cambió la ropa, lo peinó con jopo y gomina y lo veló toda la noche. Al otro día fue sola a enterrarlo. No quiso que nadie la acompañara. Que el muerto era solamente suyo, dijo. Después, de vuelta a su casa, siguió con su vida. Enamorándose de los hombres y dejando que los hombres se enamoraran de ella. Que no fueron pocos los hombres de paso que quisieron quedarse con ella del todo, sufriendo tras su negativa. Porque María nunca necesitó un hombre para vivir, pues se mantuvo siempre sola. Sola hasta el fin.
María la del Río murió un invierno lluvioso y frío. La casa se llenó de ancianos. La velaron día y medio y al final la enterraron porque no podían seguir esperando que llegaran todos los que la amaron. Pues algunos no pudieron venir porque ya no caminaban o tenían la mente perdida. Los más porque estaban muertos. Y otros porque sus mujeres, hasta muerta, la celaron. Esto último sin razón. Que ella nunca le sacó el novio ni el marido a ninguna mujer. Que el amor que ella daba era solo por un rato. Que jamás quiso hombre alguno plantado en su casa. Porque María del Río, como ella quería que la llamaran, amó solamente a un hombre, aquel cantor de tangos y valsecitos, bohemio y fachero, a quien le juró, a los trece años, con las manos sobre el Evangelio, que lo amaría hasta el día de su muerte.
Y fue verdad.
Ada Vega, año edición 2005