lunes, 3 de abril de 2023
A los campeones del pedal
La verbena
—¿Dónde vas sin mantón de Manila? Me dijo al verme pasar cargando mi maleta.
—A lucirme y a ver La Verbena, y a esperar lo que venga después. Le contesté sin mirarlo y seguí.
—¡Aquí te espero! Me gritó, sin mover un pie.
Diez años después, de regreso, volví a cruzar el puente. Él tomaba una cerveza en el bar de José Escudero.
--¿Y? Me preguntó al verme pasar de vuelta, cargando mi maleta.
--No vino nadie, le contesté y seguí.
Terminó su cerveza, tiró una moneda sobre la barra. Con una mano tomó mi maleta. Con la otra rodeó mi cintura.
---Te dije que te esperaría. Susurró a mi oído. Acompasó su paso a mi paso.
Siempre a mi lado - minicuento
Estaba en mi sillón sentada junto a la estufa. Miraba una película en la tele. No sé si era una película. No sé de qué se trataba, no la entendía, pero me entretenía mirando las imágenes. En la sala había otras personas sentadas como yo mirando la tele. Señoras como yo. Con el pelo blanco y las manos quietas sobre la falda. Nadie hablaba. Nunca hablábamos, ni en el comedor ni en el jardín. No hablábamos porque no teníamos nada que decir. Entonces vino él, me besó en la mejilla y se sentó a mi lado. Quiso tomar mi mano, pero no lo dejé. No me gusta que me toquen los extraños. Tampoco me gusta que me besen ni me tomen de la mano. Él me dijo:
—Mamá, ¿sabés quién soy? ¿Me conocés, verdad?Lo miré a la cara y le contesté que no era mi hijo. No era mi hijo. Yo no tenía hijos. Era atrevido aquel hombre. Volvió a tratar de tomarme una mano.
—Mamá soy tu esposo, nos casamos hace muchos años, tenemos hijos y tenemos nietos.
Yo no quería oírlo, me daba miedo, no sé por qué me decía esas cosas. ¡Yo no tenía hijos, no tenía esposo! Yo vivo con mis padres y mis hermanos en una casa muy grande en medio del campo. Mi casa…
Allá abajo, después de la tranquera, frente a la puerta de la cocina, todos los días pasa el ferrocarril que viene de Montevideo y va para Minas. Con mis hermanos lo vemos venir de lejos echando humo negro. Cuando pasa por mi casa el maquinista toca el silbato, saluda con la mano y tira el diario, entonces mi hermano mayor baja hasta la vía y lo trae para mi padre que anda trabajando en el campo.
Nosotros que estamos jugando, le hacemos adiós con la mano. Los pasajeros también nos saludaban. Es lindo… Hace días que no veo pasar el ferrocarril. Salgo poco afuera. Mañana voy a salir y cuando pase el tren voy a ir a recoger el diario para mi padre.
La casa de nosotros está en un alto, junto a la casa hay un ombú muy grande y muy viejo, con mis hermanos nos subimos y nos sentamos entre sus ramas.
A la sombra del ombú hay una carreta antigua, que no se usa, pero que está allí como una reliquia. Esta inclinada, con las ruedas hundidas en la tierra y el palo largo, donde se ata el yugo, apuntando al cielo. Yo soy una niña ¿Cómo iba a tener hijos? No quiero que venga este señor que me bese en la cara y me diga cosas. No quiero que trate de tomar mi mano.
Entonces él se puso triste, muy triste, suspiró y se le cayó una lágrima. Se acercó Carmen. Carmen es la enfermera. Es muy buena. Me dijo despacito al oído, que el señor está muy solo, que le recuerdo a su esposa. Que no le tenga miedo. Que él solo quiere sentarse a mi lado y acompañarme.
—Bueno —le dije.
Sin embargo, a veces, creo que lo conozco, que sé quién es. Pero cuando quiero aferrarme a ese recuerdo se me va de la cabeza y me quedo sin saber. Hace frío, me parece que van a encender la estufa.
Ada Vega, edición 2021
viernes, 31 de marzo de 2023
Las campanas de la Catedral
A las siete de la tarde las campanas de la Catedral llamaban al Ángelus. Las señoras piadosas de la ciudad se acercaban con sus niños pequeños y sus hijas adolescentes, a rezar el Ave María. Montevideo aún conservaba vestigios de aldea, aunque las cúpulas de sus edificios se elevaban en el inútil impulso de acariciar el cielo. A esa hora, las escasas luces de la Ciudad Vieja, comenzaban a encenderse.
El arbolado de la Plaza Matriz, plantado tardíamente, a lo largo de sendas pavimentadas, mostraba árboles escuálidos atados a sus tutores. En el medio de la plaza, donde confluían las sendas, se encontraba la fuente de mármol, en homenaje a la primera Constitución de 1830, y en derredor se alineaban bancos y faroles.
Yo iba de la mano de mamá.
En el camino se unía a nosotras mi madrina, la tía que nunca se casó, que se llamaba Gloria y vivía con mis abuelos en una casona del barrio de La Aguada
Atravesábamos la plaza al sesgo, para desembocar en las puertas de la Iglesia Mayor. Al finalizar el Ángelus el sacerdote elevaba el Santísimo y bendecía a todos los feligreses. Luego nos retirábamos y volvíamos a cruzar la plaza, pero entonces dábamos una vuelta alrededor de la fuente.
A mí me encantaba ese paseo, porque la tía y mamá se sentaban en algún banco a conversar y yo me quedaba junto a la fuente a observar a los niños y a los querubines, a los faunos y a los delfines entrelazados, jugando bajo el agua de la vertiente.
Por un rato, después del Ángelus, la escalinata y la calle de la Catedral se veían colmadas de gente que se saludaba y conversaba, mientras enfrente, la plaza se convertía en un sarao.
Gloria fue la primera en nacer y designada por ello, a quedarse con los abuelos para cuidarlos en su vejez. Fue también, en compensación, la madrina de todos sus sobrinos. Estuvo en mi bautismo y en la fiesta de mis 15, pero no pudo venir a mi boda porque el abuelo es esos días no se encontraba bien de salud. Al poco tiempo cuando el abuelo falleció, siguió solícita, cuidando a la abuela.
Un día las campanas de la Catedral dejaron de llamar a oración y las campanas de todas las parroquias de la ciudad, dejaron de doblar.
En esos días falleció la abuela, y mi madrina, la tía solterona, la madrina de todos sus sobrinos, la que no se casó nunca, no tuvo hijos, ni conoció hombre alguno, se quedó sola. Sin serenatas, ni cartas de amor. Entonces comencé a ir a verla todos los domingos.
Había en la casa una cocina a leña que en invierno estaba siempre encendida, y allí nos sentábamos las dos a conversar. Tomábamos mate con café, en un mate de porcelana, con flores de colores y filetes dorados, con una bombilla de plata y oro, que había sido un regalo de boda de mis abuelos. Comíamos unos bizcochos con azúcar negra y pasas de uvas, que ella horneaba para mí, porque sabía que desde niña me encantaban.
Cuando nació mi primer hijo, no quise pedirle que fuese la madrina, porque siempre creí que cada niño que amadrinaba era como una nueva condena, un nuevo dolor.
Al principio iba sola los domingos y mi esposo iba a buscarme al atardecer. Después comencé a ir con mi hijo pequeño, después con el segundo y luego con los tres.
Las tardes de los domingos fueron una obligación que nunca tuve el valor de abandonar. A mis hijos les gustaba ir, pues había en la casa un fondo grande, donde podían jugar sin peligro y sin molestar.
Durante mucho tiempo fui a verla los domingos. Sé que ella esperaba mi visita como algo preestablecido, y la hacía feliz.
Después, los años pasaron, mis hijos crecieron y yo comencé a quedarme los domingos en mi casa junto a mi esposo.
Los años también pasaron para ella que envejeció en soledad, sin pedir nunca nada a nadie.
Y una tarde fría de invierno, a la hora en que antaño, las campanas de la Catedral llamaban al Ángelus, se fue en silencio. Abandonó este mundo impiadoso, en aquel caserón del barrio de La Aguada.
Ada Vega, año edición 2017
miércoles, 29 de marzo de 2023
Garúa
La noche había llegado con esa calma cómplice que antecede a la lluvia, un viento peligrosamente suave, arrastraba las primeras hojas secas de otoño. Mientras el barrio dormía el pesado sueño de los obreros y la inquieta vigilia de los amantes, dos ladrones pasaron sigilosos por la puerta del bar y se perdieron más allá de la oscuridad. En “El Orejano”, frente a una copa semivacía, los últimos trasnochados, desparramados en cuatro mesas, fumaban su soledad y su “spleen”. Mientras en la penumbra, desde la vieja Marconi con Troilo y su bandoneón, el flaco Goyeneche como un responso: “Que noche llena de hastío y de frío, el viento trae un extraño lamento. Parece un pozo de sombras la noche...”
—Vos sabés Walter, que yo siempre la quise a la Etelvina. Desde que éramos chicos, y después, cuando trabajamos juntos en Campomar. Campomar y Soulas era ¿te acordás? ¡Qué fábrica bárbara! ¡Cómo se laburaba! Después no me acuerdo muy bien lo que pasó, si se fundieron o si las firmas se separaron no más, el asunto fue que un montón de gente se quedó sin laburo. A nosotros nos tomaron en “La Aurora” de Martínez Reina, y casi enseguida nos casamos. ¡No sabés que mujer maniática resultó ser la Etelvina! Maniática y revirada. ¡Me hacía pasar cada verano! Servime otro, querés. A las diez de la noche iba a esperarme a la puerta de la fábrica, iba a buscarme al boliche, ¡me dejaba repegado! Más hielo, hacé el favor. ¡Un infierno de celosa la mujer! Me hacía una marcación de media cancha. Después, cuando vinieron los hijos, se le fue pasando, se le pasó tanto que un día no me dio más bola. ¿Tenés soda? Un vasito, gracias. Mientras fueron chicos vivió pendiente de ellos porque eran chicos, después, preocupada por los novios y las novias de los muchachos como si la que se fuese a casar fuera ella. Hasta hace poco anduvo rodeada de los nietos, mal enseñándolos. Y el otro día me dijo que estaba cansada, que nos había dedicado la vida, que ya era hora de pensar en ella, que quería ser libre y vivir la vida a su manera, metió su ropa en un bolso, me dijo: ¡Chau viejo! Y se fue a vivir a Rivera con un veterano que conoció en la feria. ¡Me dejó mal parado, vo’sabés! ¡En la llaga! ¡Envenenado me dejó! ¿Tenés algo pa’ picar? No sé si te conté lo que me pasó con...
El viento se había dormido en la copa de los árboles, y una lluvia mansa canturreaba en gotas sobre la vereda. Desde la radio, el flaco Goyeneche canta - hablaba: “Solo y triste por la acera va este corazón transido con tristeza de tapera, sintiendo su hielo, porque aquella con su olvido hoy me ha abierto una gotera...” Los gatos del boliche se echaron a dormir, dos sobre el mostrador y el otro junto a la puerta de entrada. Era la hora del exorcismo. Esa hora incierta cuando el duende de la nochería montevideana despierta, y sale por los barrios a recorrer los boliches que van quedando, para acompañar en silencio a los valientes habitués que aún resisten. A esa hora, justamente, llegó el poeta. Se acodó en el mostrador, se persignó, pidió una cerveza y empezó su confesión.
Y el polaco acompañaba con su voz de bodegón... “Sobre la calle la hilera de focos lustra el asfalto con luz mortecina y yo voy como un descarte, siempre solo siempre aparte, esperándote...”
Estaba amaneciendo, la lluvia golpeaba en los vidrios como pidiendo permiso para entrar, el patrón empezó a cerrar las ventanas. Mientras los últimos trasnochados iniciaban la retirada, las luces del primer 126 de CUTCSA, que venía de la Aduana, atravesaron la bruma de la mañana yugadora.
Por la vereda, con las manos en los bolsillos, pasaron los dos ladrones de vuelta. Mala noche para ellos. Terrible la mishiadura. Los gatos se desperezaron. En el mostrador el bardo apuraba la cerveza.
— ¡No sé qué hacer, Walter, te juro que no sé qué hacer! El patrón estaba cansado, quería cerrar de una buena vez, para irse a dormir. Miró al poeta y le dijo:
— ¿Y si probaras a darles de comer...? Y empezó a bajar la metálica.
“ Las gotas caen en el charco de mi alma, hasta los huesos calados y helados y humillando este tormento, todavía pasa el viento, empujándome..."
Ada Vega, edición 1996
martes, 28 de marzo de 2023
Mujer con pasado
Que era una mujer con pasado lo supe en el mismo momento que la vi por primera vez. Me lo dijeron sus ojos cuando, al entrar, me miró. Yo conocía ese modo de mirar y sabía que solo una mujer con pasado mira a un hombre de esa manera: irónica, altanera. Desafiante. Detuvo sus ojos en mí apenas un segundo. El tiempo exacto de clavarme un aguijón. Después me olvidó. No volvió a mirarme en toda la noche. Me ignoró. A propósito. Con toda intención. De eso también me di cuenta y aunque no tuve oportunidad de acercarme a ella en el correr de la noche, y sé bien que lo advirtió, no la perdí de vista ni un segundo.
domingo, 26 de marzo de 2023
Dale, que va
Cuando sonó el despertador hacía rato que Antonio estaba despierto. Corrían los años noventa y la preocupación de perder el empleo, que se cernía sobre los trabajadores, había logrado que perdiera el sueño y pasara las noches en vela. María, a su lado, aún dormía. Se levantó tratando de no despertarla. Un frío intenso acosaba. Ante los primeros intentos del sol, la noche se resistía. Puso a hervir el agua para el mate y se sentó junto a la mesa con los ojos fijos en la llama celeste del gas que lamía los costados de la caldera. Hacía un par de días que el jefe de su sección les había comunicado, a él y a varios compañeros, que dejarían de hacer horas extras. Las extras, para Antonio, eran esenciales, significaban otro sueldo que así, sin más ni más, le quitaban de un día para el otro. Este recorte en su salario se venía a sumar a la controvertida Ley de Puertos que, un tiempo atrás, lo dejara sin un ascenso importante en su carrera. Ahora, ante el cierre sistemático de las secciones de operativa portuaria que, una a una, iban dando paso a la temida privatización con su consabida pérdida de puestos de trabajo, la preocupación pasaba a ser un problema grave.