sábado, 29 de julio de 2023
La mesa de roble
Era una mesa de roble, oscura y tosca, con cuatro patas torneadas y un cajón para guardar los cubiertos, que el abuelo Jeremías, que era carpintero, le regalara a su nieta Carmela, cuando supo que luego de su boda con el Julián, se vendrían para América.
—Llévatela, le había dicho su abuelo, —que nunca te falte una mesa donde compartir el pan con tu familia.
De modo que la mesa de roble, fue lo único que junto con un baúl de ropa y algunos utensilios de cocina, trasladó la Carmela de su casa en Lanzarote, cuando junto a su esposo, llegó al puerto de Montevideo, aquella tarde de primavera de 1910.
En aquel entonces Uruguay gozaba de estabilidad económica, su población formada casi en su totalidad por inmigrantes, vivía en paz y de frente a un futuro prometedor. Por lo que Carmela y Julián no tuvieron dificultad para instalarse y comenzar a trabajar en la ciudad.
Al principio vivieron en una casa de inquilinato, que el gobierno, en aquellos años, ofrecía a los inmigrantes que llegaban al país en busca de trabajo, hasta que pudieran pagar un alquiler e independizarse.
Y allí, cerca del puerto, se instalaron previamente. Con la mesa del abuelo, como mueble principal, tendida siempre con uno de los manteles traídos de “la isla de los volcanes”, junto a las sábanas del ajuar de novia de Carmela.
Sentados a la mesa, la pareja tejía sueños y forjaba proyectos, mientras los años se sucedían, les iban naciendo los hijos y las sillas se multiplicaban en derredor.
Un día, Carmela y su familia se mudaron a una casa amplia y soleada, con jardín al frente y fondo arbolado. Para entonces tenían tres hijos. Marcos, Isabel y Melisa. Después llegaron Gustavo y Eloísa.
La mesa española seguía formando parte de la familia, absorbiendo todo lo que ocurría dentro de la casa. Compartiendo con ellos las fiestas de cumpleaños, la alegría de las bodas y la bendición de la llegada de los nietos
Pero el tiempo no da licencias, y al pasar arrastra, lleva, sepulta. De manera que la vieja mesa del abuelo Jeremías, que durante años se vio rodeada de sillas que la llenaron de amor y orgullo, soportó el dolor de ir perdiéndolas una a una, hasta quedar sola, envuelta en la penumbra de aquella casa que un día, desaparecidos sus habitantes, fue cerrada y abandonada.
Marcos, el mayor de los hermanos, se casó muy joven y se instaló con su familia en un balneario del Este.
Isabel, se enamoró de un chico peruano, compañero de la facultad, se casó y se fue a vivir a Perú.
Melisa, que era maestra, fue nombrada directora de una escuela rural en la frontera con Brasil, y no volvió.
Gustavo, curioso y andariego, anduvo visitando países de América para establecerse, al final, en Argentina.
Y Eloísa, la menor, se fue un invierno a conocer el verano de Lanzarote, se enamoró de un lugareño y se quedó a vivir en las islas.
Después, los años pasaron, Julián enfermó y fue el primero en dejar este mundo. Eloísa, en la Gran Canaria, falleció muy joven, dejando dos hijos, y al cabo, Carmela la siguió.
La casa permaneció cerrada mucho tiempo. Mientras tanto la mesa no podía soportar más la oscuridad y el abandono. Solo ansiaba el momento de reunirse con su familia española.
Un día vinieron los nietos, abrieron las puertas y las ventanas, vendieron la casa y mandaron todo el mobiliario a remate.
La mesa la compró una pareja joven de recién casados. La llevaron a un departamento céntrico donde estaba sola todo el día, pues los jóvenes se iban a la mañana y volvían a la noche. En tanto, conmovida, sentía palpitar a su alrededor, las vidas de su familia desaparecida. Los espíritus de los seres que amó la rodeaban. Se sentaban en las nuevas sillas a su entorno. Cuchicheaban entre ellos, y se reían como antes cuando era jóvenes indolentes.
Mientras, ella solo deseaba ser un espíritu más para reunirse con ellos. No aceptaba la nueva casa ni a la joven pareja. Toda esa energía negativa que emanaba de la mesa, comenzó a filtrarse a las habitaciones del departamento, creando un ambiente maligno.
Los esposos dejaron de comunicarse y las noches fueron perdiendo la pasión de los primeros días.
La joven señora fue la que primero advirtió que dentro de la casa existía algo perturbador; que un ambiente hostil se estaba instalando en el hogar. Lo presentía sin saber qué era en realidad.
Una noche en que no conseguía conciliar el sueño, le pareció oír rumores de voces y risas. Se levantó y comenzó a recorrer el apartamento. Las voces cesaron. Pensó que tal vez fuesen suposiciones suyas. Llegó al comedor, se detuvo al entrar, encendió la luz y dijo: Es la mesa.
Se acercó, apoyó las palmas de las manos sobre el viejo roble y le habló:
— ¿No nos quieres, verdad? No te apenes. Le encontraremos solución.
Al día siguiente le dijo a su esposo que quería deshacerse de la mesa, le explicó que era ella, la causante del momento difícil que la pareja estaba atravesando.
No se sabe si el joven entendió, si creyó o no, lo que su esposa le comentaba. Reconocía, sin embargo, que su matrimonio comenzaba a desmoronarse, y no tenía intenciones de perder a su esposa por culpa de una mesa hechizada. Por lo tanto, pensó volverla al remate de donde había venido, o regalársela a alguien que la necesitara. Pero la joven ya había decidido el destino de la mesa: la desarmarían y la quemarían como leña en la estufa del comedor. Y eso hicieron.
De modo, que la mesa tosca de roble, que el abuelo Jeremías le regalara a la Carmela para su boda allá en Lanzarote, una noche de invierno, convertida en humo, volvió feliz, a reencontrarse con su familia.
Ada Vega, edición 2017 -
viernes, 28 de julio de 2023
La abuela Gaby
Ada Vega, 2012
Edelmira dos Santos
Aún parece andar su figura espigada por las quietas calles del viejo barrio. Tan pulcra, oliendo a jabón de coco. Tan digna y alegre, tan pícara y sagaz. Edelmira dos Santos era una morena nacida por la frontera, criada en Melo y venida a trabajar a Montevideo siendo una niña. Vivía sola, en un rancho a dos aguas forrado de madera, junto a unos álamos al final de una calle cortada. Tenía una gata amarilla y un perro zanguango, medio blancuzco, que pasaba durmiendo al sol y que nunca pegó un ladrido. Edelmira hacía limpiezas por hora. Y sabía limpiar. Era seria y responsable. De confianza. Por eso nunca le faltó trabajo. Y aunque hablaba un perfecto español, cuando se enojaba, maldecía en portugués. Un día don Gabino Gonzaga, que había quedado viudo hacía un par de años, la llamó para que hiciera en la casa una limpieza general. El hombre, desde su viudez, andaba perdido, mantener la casa limpia y ordenada era demasiado para él. Ya no cuidaba su jardín; ni limpiaba las jaulas de los pájaros por la mañana, como lo hacía en vida de su mujer. Según él mismo decía: no tenía un porqué Edelmira llegó de mañana temprano, entró por la cocina y se puso a ordenar. Lavó cortinas, pisos, ollas, puertas y a las cinco de la tarde terminó. Dejó la casa como un sol y le dijo a don Gabino:
martes, 25 de julio de 2023
Rosa Blanca
Rosa Blanca era una joven argentina, que vivía con sus padres en Buenos Aires. Todos los años, en diciembre, la familia se trasladaba a Montevideo para pasar el verano. Tenían un departamento en Pocitos, sobre la rambla, frente a Kibon y de allí cruzaban con su sombrilla y sus sillas y se instalaban, junto a las rocas.
En aquellos años yo vivía en Pocitos y con mis amigos del barrio también pasábamos el día en la playa de Kibon. Extendíamos una red y jugábamos al voleibol, nosotros y otros que quisieran jugar, aunque no nos conociéramos. También Rosa Blanca se unía el grupo y pasaba el día dorándose al sol. Pese a que siempre fui un muchacho retraído, desde el primer día que llegó nos hicimos amigos. A mí me gustaba estar con ella y conversar. Jugar al voleibol, nadar juntos o caminar por la orilla de la playa. También Rosa Blanca, que muchas veces venía sola, me buscaba al llegar porque siempre se sintió bien en mi compañía. De todos modos, creo que ella esperaba algo más de mí. Yo la miraba porque era muy bonita y además con ella se podía hablar sobre muchos temas. Y los veranos se sucedieron, los años pasaron y nosotros crecimos.Y un verano Rosa Blanca no vino a su casa de Pocitos. Sus padres bajaban solos a la playa. No quise preguntar. También yo me aparté un verano. La vida me señaló otro destino. Y el grupo aquel se fue disolviendo. Cada uno tomó su rumbo y otros adolescentes, otros jóvenes, extendieron las redes para jugar al voleibol.
Este último verano, caminando por la rambla con Juan Antonio, vi venir en sentido contrario a Rosa Blanca con una niña de la mano. Al enfrentarnos se detuvo. Quedó mirándome, me tendió una mano, me presentó a su hija. Yo estreché su mano, le presenté a Juan Antonio.
-- Mi pareja, le dije.
Ella titubeó. Reaccionó de golpe. ¡Entendió, al fin! Y me abrazó con fuerza. No he vuelto a verla.
Ada Vega, edición 2022.
domingo, 23 de julio de 2023
Eulalia
Capítulo IX, de la novela: "DETRÁS DE LOS OJOS DE LA MAMA VIEJA", con presentación de la escritora Sylvia Lago y editada por: Ediciones en Orbe libros en 2006.
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Eulalia era una niña negra nacida esclava en 1850, en una plantación de café propiedad del coronel Oliveira Iriarte, en Minas Gerais. Una plantación extensa, cerca de Belo Horizonte, donde se podía apreciar, por la gran cantidad de esclavos que allí trabajaban, que su propietario era un hombre de mucho poder. La niña desde su nacimiento había vivido junto a su madre, en las barracas de los esclavos. Fue arrancada de su lado el día que el amo decidió vender a su madre, al dueño de una plantación de caucho, al norte de Bahía. Eulalia, entonces, con apenas ocho años, pasó a servir en la fazenda donde vivía la familia Oliveira Iriarte. Destinada a ayudar en los quehaceres de la casa, la niña gozaba de ciertos privilegios: como el de permitirle dormir en una despensa, cerca de la cocina, donde se guardaban el charque, las barricas de yerba mate y las bolsas de harina.
Ada Vega, año edición 2003
Campeón
Tenía veinte años, cuando entré a trabajar como empleada doméstica con cama, en la casa del matrimonio Lombardo – Giordano. Lo único que sabía entonces, era que el dueño de casa se llamaba Leonardo y trabajaba en un Banco y que su esposa se llamaba Anabel, y no se encontraba bien de salud. Yo tenía una pequeña pieza con baño, que daba al fondo de la casa, un terreno grande con algunos árboles frutales y mucho espacio para plantar. Mi trabajo consistía en ordenar y conservar, la casa limpia. De la cocina se encargaba Dolores, una morena que cocinaba muy bien, que venía temprano por la mañana, pasaba el día y se retiraba al anochecer. Anabel era una señora muy bonita y muy buena. Para ella todo estaba bien. En el día recorría la casa, pero el mayor tiempo lo pasaba en el living, con ventana a la calle y sillones amplios y cómodos, donde había, también, una biblioteca llena de libros.
A mí me sobraba el tiempo, nací y me crie en el campo, de modo que ese terreno sin plantas ni flores me parecía un desperdicio. Un día le dije al señor Leonardo si me permitía plantar algunas plantas con flores. Me dijo que sí y contrató un jardinero que preparó la tierra y trajo rosales, jazmines y alegrías, que él mismo plantó y me enseñó a cuidarlas. Entre la casa y el jardín había quedado un espacio grande como para un parral. Eso le dije al jardinero, que sin previo aviso, trajo dos parrales, los plantó y les hizo una armazón de alambre para que se extendieran.
Yo estaba feliz. Y el jardinero también, pues el señor Leonardo lo contrató para que viniera periódicamente a controlar la plantación. La señora Anabel, que siempre siguió el trabajo, estaba encantada con la transformación del fondo de la casa. Pasó el tiempo las plantas crecieron, se llenaron de flores, se fueron agregando otras, al parral se le pusieron tutores y un verano se llenó de racimos de uvas. Debajo del parral, el dueño de casa hizo colocar baldosas, y trajo un juego de patio con mesa y sillones de madera. Allí venía feliz la señora Anabel, a cualquier hora del día, se sentaba bajo el parral y allí pasaba las horas.
En una oportunidad le dije al señor Leonardo que comprara un cachorro. Que había lugar de sobra para un perrito. Me dijo que no. Que nunca había tenido perro y que no quería tener uno. A mí me dio pena, me hubiera encantado tener un cachorrito. Y creo que a la señora Anabel, que cada día decaía más, también le hubiese gustado.
En esos días Dolores, la cocinera, que estuvo muchos años en la casa, se jubiló y se fue. Pasé yo a la cocina hasta que consiguieran otra cocinera. No sé si fue ante la negativa de tener el perro, que comencé a pensar que había pasado mucho tiempo en esa casa. Que ya era tiempo de vivir mi propia vida.
De pronto reconocí que el motivo de seguir allí era otro. Necesitaba estar cerca de Leonardo, de oírlo, de verlo todos los días. Sentí que me había enamorado del dueño de casa. Algo increíble, porque él nunca me dio a entender nada que se le pareciera. Los hechos se precipitaron, una noche, mientras dormía, falleció la señora Anabel. Me quedé sola en la casa porque el señor Leonardo se iba de mañana y cuando volvía de noche, ya había cenado.
Hacía tres años que Anabel había partido, cuando una tarde llegó el señor Leonardo del trabajo, como todos los días. Yo me encontraba en la cocina, lo oí llegar y me di vuelta para saludarlo. Él colgaba el abrigo en el perchero de la entrada. Me miró extrañado, como si no me conociera, como si me viera por primera vez. Luego reaccionó, cambió la mirada y se dirigió a su dormitorio. Desde ese día me esquivaba. Me di cuenta de que al volver de su trabajo, no quería encontrarse conmigo. De modo que decidí abandonar la casa y volver a mi pueblo. Preparé mis cosas con tiempo y esperé el momento preciso para comunicarle mi decisión. Comenzaba la primavera.
Y llegó el día. Me despedí de mis plantas, mis flores. Mi parral. Dejé la valija pronta sobre mi cama y me fui a la cocina para dejar la cena pronta. En eso estaba cuando llegó el señor Leonardo. Entró, se dirigió a la cocina, se detuvo a mi lado y me dijo sin preámbulo:
— Anita, ¿te casarías conmigo…?
— Si me compras un cachorro… Le contesté.
¡Es precioso!, de nombre le puse: ¡Campeón !
Ada Vega, año edición 2023.
El canto de la sirena
Las muchachas que toman sol en La Estacada, se burlan de mí. Piensan que soy un viejo loco. Ellas no saben. Se ríen porque vengo a la playa de noche, después que todos se van y me quedo hasta la madrugada, antes que ilumine el sol. Por eso creen que estoy loco.
No saben que hace muchos años, en esta playa dejé mi mejor sueño. Que en estas aguas dejé una noche mi máxima creación. Porque no saben que por las noches, ella viene a buscarme.
Tenía veinte años y en mis manos todo el misterio y la magia. Y la pasión y la creatividad de los grandes. De aquellos que fueron. De los escultores que a martillo y cincel, lograron liberar las formas más bellas apresadas en lo más profundo de la roca.
Entonces era un estudiante de Bellas Artes, seducido por la ciencia de esculpir la piedra. Fueron felices aquellos años. Había venido a la capital desde un pueblo del interior lleno de sueños y de proyectos.
Recién llegado fui a vivir en un altillo, en la calle Guipúzcoa, con una ventana que daba al mar. Era mi bastión, mi taller, mi mundo. Trabajaba con ahínco empeñado en aprender, en superarme. Por las noches, en la penumbra de mi habitación, exaltado por lo desconocido, comulgaba en una suerte de brujería con los antiguos maestros del cincel. En extraño éxtasis, impulsado por no sé qué fuerza, les pedía ayuda, sensibilidad, luz. Y ellos venían a mí. Soplaban mis manos y mi corazón y era yo, por el resto de la noche, un maestro más. Nunca hablé de mis tratos ocultos con el más allá, sólo hoy lo confieso porque quiero contarles la historia de la sirena.
Una de esas noches agoreras, tocado por la luz de la hechicería, comencé mi obra máxima. Golpe a golpe, trozo a trozo hacia el corazón de la piedra, fui abriéndole paso a mi sirena. Una bellísima sirena de cabellos largos, de senos perfectos y hermosas manos, que me miraba con sus ojos sin luz.
Cautivado por su belleza trabajé varios meses sin descanso cincelando su cuerpo en soledad. Nunca la mostré. Nadie la vio jamás. Y me enamoré. Había nacido de mis manos, me pertenecía. En mi entusiasmo juvenil llegué a soñar con que un día sus ojos se llenarían de luz y se mirarían en los míos, correspondiendo a mi amor . Pero era sólo un sueño ajeno a la realidad, que nunca dejé de soñar.
Pasaron los años y me convertí en un escultor de renombre. Viajé por el mundo, pero siempre conservé mi taller de los días de estudiante. Allí volvía al regresar de cada viaje. Allí me esperaba mi amor eterno y fiel.
Un atardecer, en busca de tranquilidad y silencio, fui a refugiarme en el viejo altillo. La sirena frente a la ventana presentía el mar. Me acerqué a ella y acaricié su rostro. Una lágrima corrió por su mejilla. Recién comprendí que estaba muy sola. Que ansiaba el mar. Su espacio. No pude ignorar la tristeza de sus ojos ciegos. Esa noche la tomé en mis brazos y renunciando a mi amor, la traje hasta la playa. Caminé internándome cada vez más en nuestro río como mar, mientras oía el susurro de las olas que me alertaban sobre no sé qué extrañas historias de amor. Me negué a escuchar y seguí, mar adentro, con mi amorosa carga. De pronto, casi al perder pie, la sirena fijó un instante en mí sus almendrados ojos y escapando de mis brazos se sumergió feliz, invitándome a seguirla con el magnetismo de su canto. Dudé y ante la magia y el misterio prevaleció en mí la cordura. Volví a la playa y me senté en las rocas mientras la observaba nadar dichosa y alejarse. Hasta que al rayar el alba desapareció.
Desde aquellos tiempos han pasado muchos años. Nunca la olvidé ni dejé de amarla. Ahora vivo en un edificio muy alto frente al río. Tengo la cabeza blanca y las manos cansadas y torpes. El taller de la calle Guipúzcoa ya no existe. Aquellos años de estudiante quedaron en el recuerdo.
Pero a veces por las noches, cuando me encuentro solo, siento renacer en mí el fervor de mis años jóvenes. Vuelvo a vivir aquel amor que no quiso llevarme a la locura, entonces cruzo la rambla y vengo a La Estacada. Me siento en las rocas a mirar el mar. Sé que mi sirena viene por mí.
La oigo cantar, llamándome.
Ada Vega, edición 2000 -