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sábado, 26 de agosto de 2023

La última carta

 

   


—Vos no te podes ir así, como si no pasara nada.
—Y si no pasa nada.
—¿Cómo que no pasa nada? ¡Me estás dejando!
—No te estoy dejando. Nos estamos separando de común acuerdo.
—De común acuerdo no. Vos me dejás para irte con otra.
—No empecemos otra vez, Carina. Hace mucho tiempo que sabías que yo me iba a ir. Lo hablamos más de una vez y llegamos a un acuerdo.
—Vos lo hablaste. Vos dijiste que te querías separar. Yo nunca hablé de separarnos.
—No importa quién lo dijo. ¿Lo hablamos o no lo hablamos más de una vez?
—Lo hablamos, sí. Porque vos te entusiasmaste con esa desgraciada que habrás conocido por ahí y yo, como una idiota, pensé que se te iba a pasar. Y ahora resulta que querés irte a vivir con ella y dejarme a mí que soy tu mujer.
—No hables así. Esa no es tu manera de hablar.
—Yo hablo como se me da la gana, ¡Qué embromar! Me metiste los cuernos, te vas con otra y querés que yo cuide mi lenguaje. ¡Sos un hijo de p&ta!
—Nosotros llegamos a un acuerdo. ¿O ya te olvidaste?
—¡No llegamos a nada!
—Llegamos, sí. Quedamos en que vos te quedás con la casa y yo te paso una pensión hasta que consigas un trabajo.
—Yo no quiero trabajar.
—Bueno, qué sé yo, no trabajes si no querés.
—¿Y de qué voy a vivir si no trabajo, me querés decir?
—No sé Carina, no sé. Yo me llevo sólo mi ropa. Los papeles de la casa están en la notaría. Cualquier problema que tengas hablá con el abogado.
—¡Que se vaya al diablo, el abogado!
—Escuchame Carina, no quiero que te quedes mal. Vos sabés bien que el amor entre nosotros se perdió hace mucho tiempo. Que vivimos peleando. No era vida lo nuestro.
—Claro, entonces encontraste a esa desgraciada que es mejor que yo.
—No es mejor ni peor que vos. No quiero tocar ese tema. Ella no tiene nada que ver.
—¿Que no tiene nada qué ver? ¿Deshizo mi matrimonio y no tiene nada qué ver?
—No exageres. Vos sabés que nuestro matrimonio se deshizo hace mucho tiempo.
—¡No me vengas ahora con que encontraste por ahí lo que no tenías en casa!
—Pensá lo que quieras, estoy cansado, no quiero discutir más. Me voy que se hace tarde y no quiero perder el barco. Acá te dejo las llaves.
—¿Qué hacés? ¡Pará un poco! Estamos hablando, ¿no?
—Ya hablamos todo lo que teníamos que hablar.
—Cerrá esa puerta. Vos no te podés ir. ¡Cerrala, te digo!
—¿Y ahora qué pasa?
—Que vos no te podés ir porque estoy embarazada. Estoy esperando un hijo tuyo.
—¡Eso no es cierto! Me lo decís para que no me vaya.
—¡Es cierto! Y si no te quedás te juro que jamás vas a conocer a tu hijo. Desaparezco con él y nunca lo vas a encontrar.
—¡Es mentira!
—Es verdad.
—Es mentira. ¡No puede ser verdad!
—Bueno, si te parece que es mentira…Andate.
—¿…?
—Entrá, hacé el favor. Cerrá la puerta…dame esa valija. Afuera está refrescando.


II


El hotel se encontraba en la Avenida 9 de Julio y Corrientes. Aquella tarde del 10 de julio de 1963, era una tarde fría y tormentosa. Una densa neblina le daba a la ciudad un aspecto borroso. Delia llegó pasada la media tarde. Vestía gabardina, llevaba botas largas y un bolso grande de mano. El cabello largo y oscuro le daba a su rostro un marco perfecto. La joven venía a encontrarse con el hombre que amaba. Tenía una gran noticia que comunicarle y el mal tiempo no sería obstáculo que les impidiera festejar con alegría.

Como siempre, había reservado la habitación 402. No bien hubo retirado su llave se dirigió al ascensor. Aquel cuarto del hotel, pequeño e impersonal, ya era parte de su vida. Hacía tres años que cada quince días se encontraba allí con Joaquín. Pero ésta sería la última vez. Se acercó al amplio ventanal desde donde se podía observar el Obelisco, en el centro de la avenida más ancha del mundo.

Siempre le agradó contemplar la vasta avenida y ese bullir de autos y gente en la gran ciudad. Dejó el bolso sobre la cama y antes de que oscureciera salió a hacer unas compras. Su compañero se embarcaría en Montevideo en el vapor de la carrera “Ciudad de Asunción”, aproximadamente a las diez de la noche, para llegar al puerto bonaerense alrededor de las siete de la mañana. Ella estaría de regreso en un par de horas, se ducharía, se cambiaría de ropa y bajaría a cenar. Dormiría sola por última vez y en la mañana desayunarían juntos.

Delia era maestra. Nacida en la provincia de Córdoba, había llegado a la ciudad de Buenos Aires para trabajar en una escuela de la capital. Con Joaquín se conocieron en una reunión de amigos y no les costó nada enamorarse. El joven era uruguayo, viajante de un laboratorio con sede en Argentina, vivía en Uruguay y estaba casado. Hecho que no trató de ocultar pese a lo cual le declaró su amor en varias oportunidades, bajo la promesa de que un día se separaría de su esposa para vivir con ella. Y ese momento había llegado.

Volvió cargada de bolsos. Decidió no bajar al comedor; pidió un cortado y una medialuna y antes de las diez de la noche estaba en la cama. Sobre la mesa de luz de Joaquín había dejado, con mucha ternura, un babero y un par de zapatitos de bebé. Al día siguiente, como ya lo habían acordado, se irían a vivir al sur. Ella había conseguido empleo en una escuela y él seguiría como viajante, en el mismo laboratorio. De todos modos, esa noche se sentía inquieta, deseaba dormirse pero el sueño se escabullía y no lograba atraparlo. Pensó en Joaquín que a esa hora estaría embarcando.

Para él no sería sencillo dejar a su esposa para venirse con ella. Las separaciones son siempre difíciles. Al fin se durmió con un sueño exaltado. A la mañana siguiente se despertó sobre las ocho, Joaquín estaría próximo a llegar. Bajó al comedor donde sólo un par de mesas estaban ocupadas. Le extrañó que hubiese tan poca gente para el desayuno. El aroma del café y las medialunas recién horneadas despertaron su apetito y decidió comenzar a desayunar mientras esperaba el arribo de Joaquín. 

Pronto se hicieron las diez de la mañana. Inquieta volvió a la habitación y trató de entretenerse ordenando las compras que había hecho el día anterior. No intentaba especular, pero su preocupación a cada segundo iba en aumento. Se preguntaba qué pudo haber sucedido en Montevideo. Si Joaquín se habría arrepentido o si tal vez, llegó tarde al puerto. Pero, no, él era muy meticuloso, si algo hubiese sucedido se lo habría comunicado al hotel. Decidió bajar a la recepción para averiguar si había algún mensaje para ella.

Al bajar del ascensor observó que varias personas se encontraban reunidas en el hall comentando algo con mucha seriedad. Se acercó al mostrador donde el encargado leía los títulos de los diarios mientras hablaba por teléfono. Al ver que se acercaba, el empleado le alcanzó un ejemplar. Delia tomó el periódico en sus manos y leyó, aterrada, los titulares:

"Terrible tragedia en el Río de la Plata. Esta madrugada el vapor de la carrera Ciudad de Asunción, que cumplía la travesía Montevideo – Buenos Aires, debido a la niebla reinante, chocó con el casco del carguero griego Marionga Cairis, semihundido en las aguas del Río de la Plata, a 77 Km. de la entrada al Puerto de Buenos Aires. El buque se hundió en veinticinco minutos con gran pérdida de vidas".

Nunca recordó lo sucedido en las horas siguientes. Sólo que despertó en la habitación 402. En el hotel, después de mucho insistir, lograron comunicarse con Montevideo desde donde recibieron una concisa información:
"Sí, Joaquín Salvo Ramírez estaba en la lista de pasajeros. Lamentamos informar que no se encuentra entre los sobrevivientes".
Delia permaneció unos días en el hotel. Dudó entre quedarse en Buenos Aires o volverse a Córdoba. Luego, como un homenaje a Joaquín, tal como lo habían decidido cuando proyectaban juntos el futuro, se fue al sur. Allí, ocho meses después, nació su hija. Nunca volvió a Buenos Aires.


III


Las ciudades son como su gente. O tal vez, la gente se mimetiza con su ciudad. Y Montevideo es una ciudad cálida, amigable, abierta al cielo y rodeada de mar. Pasear por su rambla no tiene precio. Visitar sus barrios de calles arboladas, los parques y plazas. Las playas. Todo ahí, al paso.
La gente es sencilla, vive sin apuro, siempre tiene tiempo para escuchar a un amigo, para tender una mano.

Viví a 1.500 Ks. de Montevideo y siempre supe que un día vendría a conocer la ciudad. Se lo prometí a mi madre que me hablaba mucho de Uruguay. Mi padre era uruguayo y ella nunca lo olvidó. Me llamo María Belén. Nací en 1964 en Rawson, capital de Chubut, en la Patagonia. Llegué a Uruguay para quedarme hace más de veinte años. A esta tierra me atan raíces profundas y una historia de desencuentros, de equívocos y de muerte.

Mi madre falleció en el invierno de 1980. Me contó que mi padre fue un joven uruguayo llamado Joaquín Salvo Ramírez, desaparecido en el naufragio del ”Ciudad de Asunción”, en el Río de la Plata, el 11 de julio de 1963. Soy maestra de niños con capacidades distintas. Cuando quedé sola acepté la ayudantía para una escuela de niños ciegos en Montevideo. Me despedí de Rawson con mucha pena, sin saber si alguna vez volvería a recorrer sus calles.

Cuando desembarqué en el Aeropuerto de Carrasco, sentí el abrazo de la ciudad y supe que aquí encontraría mi nuevo hogar. En la escuela me recibieron con mucho cariño y logré adaptarme de inmediato. Pasado el tiempo me enamoré de un compañero y al año me casé. Tengo dos hijos, una casa muy linda cerca de la escuela y a una cuadra de la playa. No podía, en este país, encontrar más felicidad.

Un diciembre, antes de Navidad, me pidió la Directora de la escuela, que fuese a retirar el cheque que todos los años nos donaba un laboratorio muy prestigioso. Una vez allí me derivaron al primer piso, donde se encontraba la gerencia.
Mientras subía la escalera sentí a mi lado, la presencia de mi madre que me acompañaba. Me detuve a la entrada de la oficina. Ante mi sorpresa, sobre una chapa dorada, en letras de molde, alcancé a leer: Sr. Joaquín Salvo Ramírez - Gerente

Ada Vega, año edición 2012 -

Eulalia

 



Eulalia era una niña negra nacida esclava en 1850, en una plantación de café propiedad del coronel Oliveira Iriarte, en Minas Gerais. Una plantación extensa, cerca de Belo Horizonte, donde se podía apreciar, por la gran cantidad de esclavos que allí trabajaban, que su propietario era un hombre de mucho poder. La niña, desde su nacimiento, había vivido, junto a su madre, en las barracas de los esclavos. Fue arrancada de su lado el día que el amo decidió vender a su madre, al dueño de una plantación de caucho, al norte de Bahía. Eulalia, entonces, con apenas ocho años, pasó a servir en la fazenda donde vivía la familia Oliveira Iriarte. Destinada a ayudar en los quehaceres de la casa, la niña gozaba de ciertos privilegios: como el de permitirle dormir en una despensa, cerca de la cocina, donde se guardaban el charque, las barricas de yerba mate y las bolsas de harina.


 De todos modos, nunca dejó de sufrir el desarraigo que le produjo la separación de su madre, a quien ya no volvería a ver en esta vida. Los años fueron pasando y a sus catorce años poseía la belleza innata de su raza. De piel renegrida, cuerpo estilizado y elástico, tenía los ojos como dos carbones, y la boca grande y voluptuosa. El viejo coronel, antes que nadie, había puesto sus ojos en la niña. Asediándola. Hacía tiempo que se metía en su cama, cuando tuvo conocimiento de que Eulalia estaba esperando un hijo. Para evitar que las suspicacias de su esposa lo dejaran a la intemperie, cuando la viera embarazada, no demoró en enviarla con otros esclavos a servir en otra de sus propiedades, en Río Grande do Sul, a unas leguas de la frontera con Uruguay. 

Eulalia, ante tal decisión, sintió regocijo al pensar que se libraría del asedio del coronel, un hombre viejo y déspota, que trataba mejor a su perro que a ella. Viajó, pues, hacia el sur, en un viaje interminable, encadenada a otros esclavos apretujados todos en una misma carreta y vigilados, durante el camino, por hombres fuertemente armados. Brasil vivía, en esos momentos, levantamientos y guerrillas continuas que asolaban, de norte a sur y de este a oeste, todo su territorio. En la nueva vivienda, la joven perdió todos los privilegios que tenía en Minas Gerais. Trabajó en el campo con los demás esclavos y durmió en la barraca de las esclavas. No le importó a la morena. Ella estaba elaborando planes de fuga.

 Por lo tanto, una vez instalada en la hacienda riograndense, Eulalia trató de recordar los comentarios oídos a unos farrapos que pasaron una tarde por el cafetal de Minas Eráis. Comentaban ellos que en el pequeño país, al sur del Brasil, llamado Uruguay, no existía la esclavitud. Pues había sido abolida hacía más de veinte años. De modo que, cuando el amo mandó a Eulalia a parir en la fazenda cerca de Bagé la morena solo tuvo la idea de huir con su hijo, en cuanto naciera, a ese país donde los negros eran libertos. En esos meses, mientras su vientre crecía, recorrió junto a los peones, a caballo o en carreta, el camino hasta la frontera; trayendo mercaderías varias y llevando cueros. 

Estudió el camino, grabándose en la memoria cada atajo. Calculó, guiándose por la altura del sol, el tiempo que le llevaría hacerlo a pie y con el niño en brazos. No iba a ser fácil, pero valía la pena intentarlo aunque ella tuviese que volver y la castigaran. Su idea era cruzar la frontera y dejar allí a su hijo. Estaba segura de que alguien lo recogería. Planeó todo con anticipación. Para no extraviarse, el Río Negro a su derecha sería su guía. Eulalia no parió un varón como pensaba. Dio a luz una niña hermosa como ella. Y como ella, negra. Con más razón sintió la necesidad de escapar. Esperó unos días hasta recuperar fuerzas y preparó la fuga. No comentó a nadie su decisión. Sola, sin ayuda ni tener en quien confiar, estaba dispuesta a intentar una hazaña suicida guiada solamente por el deseo de libertad. Haría lo que fuese necesario para que la niña creciera libre.

 Una noche de verano de 1865, ocultándose entre las sombras, abandona cautelosa la fazenda. Lleva en sus brazos, apretada junto al pecho, a la hija recién nacida. Sabe que cuenta con poco tiempo para llegar a la frontera. Pronto notarán su falta y saldrán en su busca hombres y perros. La joven no teme, corre entre los pajonales infestados de víboras y alimañas rastreras, evitando los caminos trazados. El calor es sofocante. Cruza un pequeño monte y guiada por el Río Negro, continúa la huida por las arenas de sus orillas. En el cielo falta la luna. Solo las estrellas iluminan. Un silencio, que asusta, se extiende sobre el campo brasileño. El rumor del río, que va en su misma dirección, la guía con certeza.

 Exhausta y bañada en sudor, deja un momento a su hija sobre la arena y entra en las aguas del río que la abraza y la reanima. Moja su cuerpo en el agua fresca. Lava su cara y su cabeza, y permite que el agua se deslice debajo de su vestido, moje sus senos calientes colmados de leche materna; que corra por su vientre y sus muslos tensos. La niña se ha dormido, la toma en sus brazos y se sienta un momento a descansar en la ribera. A poco, oye a su espalda los gritos de los hombres y los ladridos de los perros que la olfatean. Uno de ellos, el más feroz, el más tenaz, se aparta y sigue una huella. Mientras los hombres lo pierden de vista, el animal se dirige al río. Ya está allí, a unos metros de Eulalia. Ya le gruñe con las fauces abiertas y va a avanzarle. 

Al advertir su presencia, la joven, vuelve a correr con la hija en brazos. Ruega, como su madre le ha enseñado, a las almas de sus antepasados y a los espíritus de la naturaleza, que le permitan entrar, con su hija, en tierra uruguaya. De pronto, el espíritu del río se levanta en un viento sobre el agua. Sacude un viejo coronilla que deja caer una rama, retorcida y espinosa, sobre la arena. El perro trata de esquivarla. No lo consigue, se enreda en ella, y tras un gemido, queda sobre la arena húmeda, abandonando la persecución. Eulalia no entiende qué sucedió con el perro que ha dejado de perseguirla. No tiene tiempo de mirar hacia atrás. La niña en sus brazos ha comenzado a llorar. Su llanto puede ser un señuelo.

 Decidida, trata de calmarla y redobla el esfuerzo. Es joven y fuerte, no obstante, ya comienza a sentir el cansancio. Solo cuenta con su corazón fuerte y sus piernas largas y nervudas. En su mente se agiganta el deseo de llegar a la frontera. Debe cruzarla antes que la alcancen. En la tierra castellana la espera el sol de la libertad. Su niña crecerá libre. Ya los perros la avizoran. Ladran enloquecidos, fustigados por los hombres. Eulalia está agotada. El corazón le salta en el pecho. Ya casi llega. Con el último esfuerzo cruza la frontera. Y corre. Corre Eulalia.

 Sigue corriendo en la tierra de los orientales. Al grito de los hombres, los perros se han detenido. Se arrastran ante los mojones de la Línea Divisoria. Ladran furiosos, las lenguas babeantes colgando, los hocicos levantados mostrando los afilados colmillos. Los hombres sacan sus armas y disparan. Las balas silban sobre la cabeza de la niña madre. De pronto cae. No sabe si de cansancio o de muerte. La noche del Uruguay la cubre con su silencio. Los hombres que la perseguían regresan. Descubren entonces que falta un perro y salen en su busca. Lo llaman y no aparece. Dudan que se haya perdido. Lo encuentran muerto, días después, a orillas del río Negro, enredado en una rama de coronilla, con la garganta desgarrada.

 El sol de la aurora despunta sobre el campo oriental. Junto a una barranca, debajo de un ceibo, unos peones que recorren el campo de la estancia El Pampero, encuentran a Eulalia. Sobre su cuerpo sin vida, la niña mama en su seno.



Ada Vega, año edición 2003 

viernes, 25 de agosto de 2023

El notario









Nací en un pueblo de casas bajas y veredas angostas, cerca del Río Negro, donde todos nos conocíamos. En el centro había una plaza con una fuente de mármol y el busto en bronce del General Artigas, Protector de los Pueblos Libres. Frente a la plaza estaba la Iglesia, el Correo y la “Agencia Varese”, de los ómnibus que hacían los viajes diarios del pueblo a Montevideo. Frente a la Iglesia, cruzando la plaza, estaba la comisaría, la botica y la Financiera “Castro & Osorio”. Frente al otro costado de la plaza, estaba el Hotel de Otegui, la Confitería, y el Almacén de Ramos Generales. Enfrente, cruzando la plaza, estaba la sucursal del Banco de la República, el “Bar Oriental”, con plaza de comidas y la Funeraria. A dos cuadras de la plaza estaba la escuela y en la misma manzana, el liceo. Y a cinco cuadras, la Estación del Ferrocarril Central. Ese era mi pueblo. Tranquilo, amigable.

Un verano llegó un forastero de la capital. Un hombre joven, agradable. Se alojó en el Hotel, alquiló un local junto a la Financiera y colocó en la puerta de entrada, una chapa que decía: “Notario Público” y debajo una nota: “Se necesita Secretaria. Imprescindible Dactilografía”.

Se presentaron al llamado cinco jóvenes. Quedó Laura Martínez, la hija del boticario, que después de terminar el liceo fue a la “Academia”, donde aprendió a escribir a máquina.

Laura y el notario simpatizaron a penas se conocieron. Principalmente Laurita que se sintió atraída por el joven, por su educación y su trato afectuoso. El quehacer en la Notaría creció con rapidez debido a que una vez instalada, comenzó a trabajar para la Financiera. Tarea que al notario le obligaba a viajar a la Capital por certificados, dos o tres veces al mes. De modo que, poco a poco, fue delegando dicha obligación en su secretaria.

En una oportunidad, con fecha y hora fijada con anterioridad, la Notaría debía retirar una carpeta con documentos en la Intendencia de Montevideo, pues urgía entregarla el mismo día en la Financiera, antes de las 18 horas.

De este viaje a la capital se encargaría la secretaria. Como había tiempo, la joven sacó pasaje en el Ferrocarril para las 8 y 30 de la mañana, que la dejaría en la estación Central a las 12.

Para volver con tiempo, debía tomar el tren que salía de Montevideo a las 2 de la tarde. De modo que el día fijado tomó el tren hacia Montevideo, se bajó en la Estación y se dirigió a la Intendencia. Tuvo que esperar más de una hora, pues según le explicaron faltaba una firma. Perdió por lo tanto el tren del regreso, no quiso esperar el siguiente porque llegaría pasadas las 18hs. De modo que sacó pasaje en un ómnibus de la “Empresa Varese” que llegaba al pueblo a las 17 y 30, que ya estaba por salir.

La joven subió, se sentó junto a una ventanilla con la carpeta en su falda, el ómnibus comenzó a moverse, tomó la ruta y ella se durmió.

Mientras el Notario en la oficina, pendiente de la llegada del ferrocarril, consultaba el reloj.

A las 16 y 30 Laura abrió la puerta de la Notaría y entró. Entregó la carpeta al Notario que la saludó efusivo y la invitó a cenar esa noche en la confitería. Cuando se iba apresurado a entregar la carpeta le dijo:

—En seguida vuelvo, Laura, espérame.

—Adiós... le contestó ella.



A las 16 y 30, el ómnibus en el que viajaba Laura, tuvo un accidente en la ruta. Al tomar una curva derrapó y volcó. En el suceso fallecieron tres personas. El conductor, un pasajero y Laura.

El Notario se enteró en la Financiera del suceso. Volvió inmediatamente a la oficina. Pero Laura, ya no estaba.



Ada Vega - 2020 -

jueves, 24 de agosto de 2023

El mensajero

 






Cada tanto, en esas noches calladas y quietas, cuando ni el viento que sopla del río se atreve, hemos visto al Pepe recorrer la Rambla Portuaria. Con su paso cansino, camisa remangada y las manos en los bolsillos, más de una vez, en horas trasnochadas, lo hemos visto bajar desde la calle Solís hasta Juan Lindolfo Cuestas o subir desde Juan Lindolfo Cuestas hasta la calle Solís. Sin hablar con nadie taciturno y solo como una sombra errante, sobre las gastadas veredas de la vieja Aduana pasa el Pepe, se aleja y se pierde. 

El bajo no existe. Los boliches de la zona portuaria han desaparecido. Aguantando la embestida y a coraje, solo apenas, van quedando por la Rambla 25 de Agosto de 1825: La Marina, Manolo, El Perro que Fuma, La Confitería y casi en la rambla, El Nuevo California. Y en la memoria que los retrotrae y los reivindica desfilan en la penumbra viejos boliches que ya no están: El Globo, Dársena y La Picada. Aunque también, desafiante, sobre la fachada del viejo edificio de la Asociación de Apuntadores del Puerto de Montevideo, asta hace poco tiempo podíamos leer, sobre un cartel despintado, el nombre de un boliche que supo ser: el YAMANDÚ. 

Yo he visto al Pepe, en amanecidas noches de bohemia, pasar por mi lado sin siquiera mirarme. A pesar de haber sido tan amigos. Y aunque más de una vez hubiese querido encararlo, me acobardó el sentirlo tan distante. De todos modos, de qué íbamos a hablar. Que todo ha cambiado, lo sabe. Él ya es sabio. Tal vez por eso no quiere hablar con nosotros. A pesar de que hace unos años me contó Ramón, un botija que cuidaba coches en la puerta del boliche Yamandú, que una noche al volver de un seven eleven que se había armado por Las Bóvedas, en el que había perdido, como el mejor, al pasar por El Mercado del Puerto se topó con el Pepe que, según le dijo, lo estaba esperando. Y se pusieron a conversar. 

Nunca supe de qué hablaron. A pesar de que más de una vez se lo pregunté. Siempre me contestaba con evasivas y al final me quedé sin saber, porque a Ramón, ese invierno, lo mataron en una timba por el barrio Jacinto Vera. Unos años después, el Chiquito, que le atendió el boliche hasta que cerró, y que en los últimos tiempos andaba en la vuelta, me contó mientras comíamos un mediodía en Las Tablitas, que un par de noche atrás había visto al Pepe en la Rambla y Pérez Castellanos. Me dijo que lo vio venir, pero como ya otras veces se habían cruzado, no le llamó la atención e intentó seguir de largo. Pero esta vez el Pepe le dio cara. Me contó que estuvieron de conversación hasta la madrugada. De qué hablaron no sé, el Chiquito que andaba medio en copas, no supo explicarme. 

Después de ese día solo lo volví a ver un par de veces. Una de esas veces, en que andaba bastante clarito, le volví a preguntar sobre qué habían hablado con el Pepe y solo me dijo: después te cuento. Nunca me contó. Murió una semana después, en El Globo, en medio de una partida de truco. A veces me pregunto qué andará haciendo el Pepe, cada tanto, por el Puerto. A qué viene. A quién busca. Y para qué. El boliche lo tuvo poco tiempo. Hasta el final. Él recaló en el Puerto, al igual que esos viejos barcos que cansados de navegar, un día buscan un muelle donde amarrar por última, vez para morir. Y no supo, mientras estuvo con nosotros, que quien se embriaga con el olor salobre que en los veranos sube del río, o enfrenta el viento helado que en los inviernos sopla desde la escollera, ya nunca, aunque se vaya, se irá del todo. Que como Troilo: siempre estará volviendo.

 Muchos, como yo, conocen el Puerto de Montevideo. Por dentro y por fuera. Una vida aquí adentro y una vida ahí afuera: la antigua senda empedrada con miles de adoquines, forjados por los presos, con piedra extraída de la Cantera del Puerto de La Teja. Las decenas de grúas, los miles de obreros, los barcos de espera en el antepuerto. La Estiva Internacional. De recorrida por el muelle veo barcos escorados, desguazados. En oscuros fondeaderos viejos barcos anclados para siempre, destruidos. Olvidados. Barcos y lanchones que recorrieron todos los mares y que al final de sus días vinieron a recalar en estos muelles, para siempre jamás. Tripulaciones desaparecidas que otrora llenaron con su presencia y su algarabía los bares, boliches y bodegones del bajo, hoy solo son sombras que duermen agazapadas junto a los despojos de sus viejas naves.

 Todo aquel Puerto entrañable perdió su embrujo, se fue muriendo. Sigue vivo solamente y seguirá, en la memoria de los viejos portuarios jubilados que lo vivieron día a día, noche a noche. Cada tanto vemos al Pepe recorrer la Rambla Portuaria. No todos perciben su sombra. Solo nosotros lo vemos pasar, los noctámbulos de siempre. Los que amanecíamos en el YAMANDÚ en juego de cartas o mesas de billar. Junto al Canario Luna, que cantaba solamente si se lo pedía el Pepe. Cuando Falta y Resto venía a cantar en la vereda. Los que estuvimos hasta el final y aun después de habernos dejado. Los que seguimos aquí. 

Tal vez como nosotros en noches de luna nueva, alguien lo vea vagar por su barrio de Aires Puros y recorrer la cancha del Ypiranga. Quizá lo encuentren caminando por la playa sus amigos del rancho del Buceo, o lo hayan visto sus vecinos buscando la Cruz del Sur en el cielo de Pocitos, desde la terraza del último piso del edificio donde vivió, en sus últimos años. Quién sabe cuantos hinchas de fútbol lo seguirán viendo guapear en el Estadio Centenario, guapo de ley, como guapeó en cualquier parte del mundo. Y cuantos amigos que hizo y dejó, lo seguirán viendo y recordando por su bonhomía, por su sencillez y su amistad sin vueltas. Muchas veces en estos años he visto al Pepe cruzar por la Peatonal del Mercado del Puerto, doblar en La Marina y seguir de largo sin volver la cabeza para mirarme. Muchas veces lo he visto, conteniendo el impulso de llamarlo. 

Por eso me extrañó cuando anoche, al salir del Puerto, lo encontré esperándome en la Rambla y Yacaré. Decidido, se acercó a mí y, como en los viejos tiempos, se puso a conversar.

Ada Vega, año edición 2001

Añoranzas

 



 De un tirón firme en la chaura, dejó al trompo bailando sobre la cuadriculada vereda gris. Permaneció un momento observando sus giros y balanceos, y luego se arrodilló, arrimó su mano con el dorso hacia abajo hasta lograr que el trompo, al girar,  subiera entre los dedos y se durmiera bailando en la palma de su mano. Entonces se puso de pie y levantó la mano a la altura de los ojos, mostrando a los otros chiquilines que lo rodeaban, su pericia en el arte de dominar aquel pequeño trozo cónico de madera que seguía bailando frenéticamente  ante su cara risueña.

   Erguido como un rey ante sus súbditos mostrando su trofeo. Orgulloso como un dios pagano,  allí estaba de pie, con sus nueve años avasallantes, sus pantalones cortos y la honda en el bolsillo de atrás; riéndose con su cara toda, su boca de dientes pequeños, sus ojos  verdosos y  aquel mechón de pelo rebelde que le caía sobre la frente. Era un capo entre los botijas del barrio. El que remontaba más alto las  cometas.  El que mejor jugaba al fútbol. Había que verlo pelear a la salida de la escuela, cuando cortaba en el recreo con  alguno de sexto. Era inteligente, pero muy diablo. Aquel año, no terminó quinto. Un día que por segunda vez no llevó los deberes,  la maestra le dijo:

 —Imbécil, y él  le tiró con un tintero. Lo expulsaron.  Dijo la Sra. Directora que era un niño muy díscolo. Que su comportamiento era un mal ejemplo para sus condiscípulos. Que perdone señora, pero su chico necesita un colegio especial, donde lo puedan  reeducar. Que era un niño muy malo y usted no va a poder con su vida. Adiós señora, y que Dios la ayude, lo va a necesitar.

La mamá no le contestó, ella sabía que no era malo. Era bandido. Callejero. Pero no era malo.

 

   Se fueron juntos de la escuela, callados, ella cada tanto suspiraba, él la miraba a hurtadillas queriendo abrazarla y decirle cosas como:

—Mamá te quiero mucho, no te pongas triste, yo, yo a veces no sé por qué  me porto mal, no sé, yo quisiera ser el mejor de la clase, el mejor del mundo para que vos estés contenta, pero no sé qué me pasa mamá, de repente me entra como una viaraza... ¿me vas a poner en un  colegio especial? ¿Qué es un colegio especial, mamá?

 

    Todo eso hubiera querido decirle a la madre, pero caminaba callado con la moña desatada y la cartera colgada al hombro. Cuando llegaron a la casa  la madre le acarició la cabeza y le dijo:

—Andá,  sacate el guardapolvo y lavate la cara y las manos que vamos a comer. Hice un guiso con dedalitos y le puse choclos,  como a vos te gusta, andá. Y él se puso a llorar. La madre mientras ponía la mesa pensó en voz alta:

—¡Pobre Sra. directora, sabrá mucho de alumnos, pero de hijos no sabe nada!

 

   Al año siguiente la madre lo puso en la escuela de varones, porque la escuela hay que terminarla, para no ser un burro, sabés. Hizo quinto y sexto. Cuando estaba en sexto, una tarde lo llevaron preso. Estaba jugando al fútbol en la calle  con otros gurises, algún vecino rasqueta llamó a la policía y vino un guardia civil en una moto con sidecar, lo encontró justo  a él con la pelota en la mano.

 

    Cuando la madre se enteró y llegó a la comisaría  ya lo habían pasado para el asilo. Ella le preguntó al comisario si los milicos de esa comisaría no tenían  más nada que hacer, habiendo tantos ladrones sueltos, que  llevar preso a un menor que jugaba a la pelota frente a la puerta de su casa. El comisario pasó por alto el comentario y le dijo que fuese a buscarlo al asilo, que un policía la iba a acompañar. Ella desde su dignidad le  dijo:

—No se moleste, yo voy sola, no necesito acompañamiento.

 

    El tranvía la dejó ante la puerta del edificio donde se leía: “Mi padre y mi madre me arrojan de sí, la piedad cristiana me recoge aquí”. Habló con el director  y sin darle tiempo a solucionar el problema, salió nerviosa de su oficina, cruzó un patio embaldosado, buscó al hijo con premura y cuando lo vio lo tomó de un brazo y lo sacó en vilo. 

—¡Manga de energúmenos! murmuró al pasar, pero al llegar a la puerta de salida se dio cuenta que el personal del asilo no tenía nada que ver y antes  de salir se disculpó ante el director:

—Disculpe, estoy muy nerviosa.

—Vaya señora, vaya, le dijo el director, y  a él:

--Portate bien. 

 Se volvieron en el tranvía, la madre preocupada porque tenía que terminar un vestido para el día siguiente y él abrazado a ella  prometiéndole el oro y el moro y  antes de llegar, recostado a su hombro, se quedó dormido. 

Una tarde de ese verano, mientras le probaba una blusa a una clienta, él entró de la calle por la puerta del fondo, llegó al comedor y le dijo a  la madre: Mamá, y cayó desmayado. Traía un brazo chorreando sangre y un hueso expuesto, blanqueando hacia afuera. Se había caído jugando al fútbol en el campito y así se vino  agarrándose el brazo y perdiendo sangre por el camino.

 

    Cuatro cuadras corrió la madre hasta el teléfono más próximo para pedir una ambulancia. Esa noche lo operaron de urgencia. Lleva desde entonces una cicatriz con forma de T, en su brazo izquierdo. Siguió jugando al fútbol por todos los barrios de Montevideo y también  en el interior.  La madre quería que estudiara, hay que prepararse para el futuro. Lo anotó en la Escuela Industrial. Pero él era wing derecho.

—¡Qué sacrificio  Dios mío! ¿Qué voy a hacer con este muchacho? ¿Qué te va a dar el fútbol me querés decir? ¡Te vas a morir de hambre, yo no voy a vivir para siempre!

 

   Una tarde paró un auto frente a la casa, golpearon a la puerta y un señor le entregó a la madre una tarjeta con el escudo de Peñarol. Lo habían visto jugar y lo esperaban para practicar el jueves de mañana. Ella no entendía ni quería saber  de cuadros de fútbol. Le bastaba con saber que debido a ello, el hijo había estado preso, se había quebrado un brazo, y vaya a saber cuántas cosas más que mejor que ella ignorara.

 

   Cuando llegó el muchacho la madre le dio la tarjeta y le comunicó lo que había dejado dicho el hombre. Que hiciera lo que a él le pareciera. El miró la tarjeta amarilla y negra y dijo:

—¡Ta  loco! ¿A Peñarol voy a ir  a practicar?  ¡Ta loco!  Y la tiró a un costado. La madre no opinó. ¿Qué te va a dar el fútbol, qué te va a dar...?

 

             De los cuatro hermanos eras el más arraigado al barrio, el más madrero, el que tuvo siempre más amigos. Y el predilecto de mamá.

 

Sin embargo un día fuimos todos a despedirte al aeropuerto. Un pájaro enorme  te llevó al otro lado del mundo. Aquí se quedaron tus Cancioneras de Gardel, y las fotos de Atilio García. Y tu niñez y mi niñez, y tu adolescencia y mi adolescencia, y nuestra casa en el viejo barrio. Y allí estás, rodeado de chiquilines, con tus nueve años y el trompo de madera bailando en tu mano. Yo también estaba con ellos. Y me sentía orgullosa de mi hermano. ¡Qué  inteligente! Qué hábil. Qué alto remontaba las cometas .Qué bien jugaba al fútbol.

 

¡Qué lejos te fuiste un día...!

 

 Y hoy, que aquella  niñez se ha perdido en el tiempo, que la juventud nos ha dejado de lado y disfrutamos ambos la alegría de ser abuelos, recuerdo tu primer pantalón largo y como tosías, cuando fumabas escondido tras los transparentes del fondo

Ya no estás. Hubiese querido que envejeciéramos juntos. Pero sabés, la vida no logró separarnos, siempre fuiste mi ídolo, mi compinche... mi hermano. 



Ada Vega, año editado 1995

miércoles, 23 de agosto de 2023

Siempre en domingo -




Después que murió mi padre, los sábados al cementerio y los domingos a la casa de la abuela eran todos nuestros paseos de fin de semana. Mamá tenía entonces treinta y pocos años. Cuando enterró a mi padre se recogió el cabello en un moño sobre la nuca, se vistió de negro de pie a cabeza y le arremetió a la vida para terminar de criar cuatro gurises, en un Montevideo inhóspito y desconocido. Hacía apenas cuatro años que conmigo en la panza, mi padre y mis tres hermanos, había llegado desde su Solís natal con la esperanza de encontrar en la gran ciudad un mejor futuro para todos. La suerte le dio la espalda. Papá murió en un accidente de trabajo y ella se quedó sin hombre hasta el fin de sus días. Creo que desde entonces prevalecieron sus obligaciones sobre sus escasas distracciones y nunca llegué a saber si visitar a la abuela los domingos, formaba parte de unas o de otras.
La casa de la abuela estaba en una calle interna del Prado. Tenía un jardín al frente con plátanos y palmeras, mantenido por don Martín, un viejo jardinero que cuidaba con dedicación rosales, dalias y jazmines. No era una casa muy grande, tampoco lujosa. De líneas más bien severas, lo único que resaltaba era el pórtico con sus cuatro columnas de granito blanco. Hacia ese pórtico se abría una pesada puerta de roble oscuro, con un llamador en forma de aro. A ambos lados de la puerta, cuatro ventanas alargadas y enrejadas dejaban ver, tras los postigos siempre entornados, blancas cortinas de encaje hecho a mano. Bordeaba la casa una verja de hierro muy alta, con un portón de dos hojas cerrado por dentro con un candado. A pesar de ser una hermosa casa, a nosotros nos sobrecogía su austeridad. No nos gustaba ir, pero los domingos era obligatoria la visita a la abuela, para nosotros y para nuestros tíos y primos. Ese día mamá nos vestía con nuestras mejores galas, nos recitaba mil recomendaciones de buen comportamiento y a las tres de la tarde de cada domingo, estábamos junto al portón de la casa del Prado. Nelly, con las manos cruzadas sobre la falda, se miraba la punta de los zapatos; Walter ausente, con un libro bajo el brazo; Venus sacudiendo la reja o dándole de patadas al portón; y yo, de la mano de mamá.
—Buenas tardes doña Paulina.
—Buenas tardes don Martín.
—Este viejo trabaja hasta los domingos...
—¡Cállense la boca! –mamá nos revoleaba los ojos, tras lo cual hacíamos nuestra
entrada triunfal en la casa de la abuela.
Cuando entrábamos a la casona, después de la puerta cancel de vidrios tallados, quedábamos en la sala principal que era muy amplia. La pared frente a la entrada la sustituía un enorme vitral con una puerta de cada lado. Representaba una escena de la campiña italiana; con mucho cielo, árboles y hermosos niños rubios acompañados de perros blancos con hocicos finos, precioso pelaje y largas colas jugando sobre un verde prado. Ese paisaje me maravillaba.
Una vez pregunté qué lugar era ese, donde había tanta belleza. Me dijeron: Italia. Por años creí que Italia era algo así como el Paraíso. Después supe que no, que allá también hay niños pobres y cuzcos callejeros. Pero eso lo supe mucho después. La sala donde nos reuníamos los domingos tenía una mesa muy larga con doce sillas, un aparador y un cristalero enorme. Un juego de sala con sillones esterillados, almohadones rojos y varias mesitas distribuidas por los rincones.
Sobre el piso de madera lustrado, alfombras y camineros, y a un costado, junto a una de las ventanas: el piano. Un piano negro y recto con su banqueta giratoria, donde mis tías solían sentarse a tocar llenando el aire con los acordes de Mantelito blanco, El pañuelito, o Desde el alma, o alguna de mis primas que empezaba a aporrearlo, le demostraba a la abuela su habilidad para ejecutar a la pobre Para Elisa. Mi madre no tocaba el piano. Gracias a Dios fue más práctica y aprendió a coser. No sé que hubiésemos hecho cuando murió papá si ella, en lugar de confeccionar prendas para todo el barrio, nos hubiera tocado el piano. Nosotros tampoco estudiamos. Según mi madre, para defendernos en la vida, teníamos otras cosas que aprender antes que las fusas y las corcheas.
El vitral separaba la sala de entrada de un gran patio con claraboya y baldosas blancas y negras hacia donde desembocaban los dormitorios, un par de salitas y el baño principal, que era tan grande como toda nuestra casa de la Teja. El techo y las paredes estaban revestidos de baldosas blancas con flores multicolores en relieve. Y lo que me parece estar viendo todavía y aún me asombra, era la bañera. Una bañera redonda, apoyada en cuatro patas de león, de porcelana blanca y brillante donde uno podía, graciosamente, desnucarse.
Siguiendo este patio había otro de baldosas rojas y hacia un costado la cocina, otro baño chico, despensa y alguna otra pieza más, para al fin llegar al fondo lleno de frutales, grandes macetones con plantas y un hermoso juego de patio en hierro, pintado de blanco. Y a la sombra, junto a su cucha, el Centella. Un perro frisón, feo como el Diablo, que se paseaba mostrando los dientes. Perro maldito al que no se podía mirar fijo, pues gruñía levantando el hocico y acercándose agazapado, dejaba ver sus terribles colmillos. Teníamos que ir al fondo acompañados de la tía Marina, una tía solterona que vivía con la abuela, de lo contrario abstenerse, so pena de terminar comidos por el mastín. Pero como en todo hay excepciones, nunca supimos cómo, ni por qué, el bicho simpatizaba con Venus. Jugaba con mi hermano como un cachorro, le lamía las manos, le movía la cola y corría con él por el fondo. La tía Marina decía que mi hermano era como San Francisco de Asís, que tenía poder sobre las bestias. A lo que la abuela respondía: ¡Bah, bah, bah! No sé si dudaba de San Francisco, o del poder de mi hermano. Ella opinaba socarronamente, que tal vez los dos (mi hermano y el perro) habían venido del mismo planeta. A mi madre esto no le hacía gracia.
Al entrar a la sala, Walter buscaba un lugar tranquilo y se sentaba a leer olvidándose del mundo y su mascarada. Nelly conversaba con mis primas más grandes, vaya a saber de qué, cuchicheando y tapándose la boca con la mano mientras reían. Venus se sacudía los abrazos recibidos, de un manotazo se limpiaba los besos y se iba al fondo a jugar con el perro. Y yo me aburría toda la tarde, sin saber qué hacer, sentada junto a mi madre. A las cuatro se servía la merienda. En esto participaba toda la familia. Mamá llevaba una rosca con pasas y nueces que le quedaba riquísima y mis tías, torta de manzanas y de chocolate. Mientras, circulaba el mate dulce para las señoras y el amargo para los caballeros que por lo general cebaba mi tío Juan. A los niños nos daban chocolate en unas tacitas muy lindas con dibujitos chinos: para nuestro gusto demasiado chicas. Pasada la merienda los primeros en irnos éramos nosotros porque Venus venía del fondo, se paraba en la puerta y decía:
—Y má, ¿cuándo nos vamos? Y al poco rato volvía a insistir.
—Má, ¿nos vamos a quedar pa’siempre acá?
Entonces mamá al ver que la abuela ya no toleraba más a ese muchacho mal educado, se ponía de pie y se despedía. Nosotros, de inmediato, nos alineábamos junto a ella. Nos volvían a besar y salíamos. Walter adelante, Nelly después, Venus pateando todo lo que encontraba y yo de la mano de mamá. Habíamos cumplido con la visita de los domingos y volvíamos felices a nuestra casa de La Teja.
Cuando falleció la abuela la tía Marina volvió al campo y dejamos de ir a la casona, poniéndole fin a la Odisea de los domingos en el Prado. Papá nos dejó demasiado pronto y los cuatro junto a mamá crecimos y nos casamos en La Teja. Después, la vida nos condujo por distintos senderos y abandonamos el viejo barrio.
Obstinados, fueron pasaron los años. Y un día, de paseo con mis nietos por el barrio del Prado, pasé por la casona de la abuela. Me detuve un momento. No era la misma: estaba abandonada. Sin jardín, sin rosales, ni dalias. Una maraña de plantas y yuyos lo cubría todo. Las ventanas estaban rotas y las columnas grises y cubiertas de musgo. ¿Qué había pasado con la casa? ¿por qué estaba abandonada? No quise saber, no me interesó despertar fantasmas. Recordé el pasado y por un instante volví a ver aquellos cuatro niños de la mano de mamá, junto al portón de la antigua reja, a las tres de la tarde...
-—Buenas tardes don Martín.
-—Buenas tardes doña Paulina.
-—Este viejo trabaja hasta los domingos.
-—¡Cállate la boca, no seas atrevida!
Siempre en domingo.


Ada Vega, año edición 1998

martes, 22 de agosto de 2023

De boliches y otras yerbas




Don Alberto Aquino era un tipo de pocas pulgas. Genioso y mal arreado como he conocido pocos. Tenía el pelo entrecano de tordillo viejo, pero conservaba el cuerpo duro y fornido de sus años mozos. Nunca le gustó andar averiguando la vida de otros, y de la suya no era dado a hablar. No hacía liga con los gurises que peloteaban frente a su casa, y más de una vez les tajeó la pelota que caía en su jardín destrozando algún almácigo, o alguna rosa temprana. Peleaba por las mañanas con el diariero porque venía muy tarde, y con el panadero, que ataba la jardinera al árbol de su vereda, y el caballo dejaba de estiércol la calle a la miseria. Discutía en el almacén y protestaba en la feria. Con razón o sin ella, vivía enojado.El asunto era quejarse, rezongar. Si tenía un genio del diablo, después que enviudó fue peor. Quedó solo, con un par de gatos barcinos y unas batarazas en el fondo. Nunca tuvo perro. Vivía en la casa pegada a la del Cacho Forlán, que había comprado con su mujer cuando la ley Serrato. No sé si usted se acuerda.
-Más o menos.
-No, más o menos no, se acuerda o no se acuerda.
-No me acuerdo.
-Eran unas casas que se vendían a pagar a largo plazo.
-No, digo que de lo que no me acuerdo, es del Cacho Forlán.
-¡Cómo no se va a acordar! Era el electricista que le hacía arreglos a todo el barrio.
-Ah, un flaco que era guinchero del puerto.
- El mismo, las dos casas las compraron por la ley Serrato.
- De esa ley no me acuerdo.
-Lo instruyo: era una ley muy buena que sacó Serrato, un ingeniero que fue presidente de la República entre el 23 y el 27, y por la cual uno se podía comprar una casa y pagarla en treinta años.
-¿Y qué?, ahora también con el Banco Hipotecario...
-Cállese. No me hable del Banco Hipotecario. Un día que tenga tiempo, le voy a contar lo que me pasó a mí con el Banco Hipotecario.
-Está bien don, ¿y qué fue de don Alberto Aquino? blancazo el hombre ¿no?
-Mire, sinceramente no sé. Tal vez. Nunca supe de su filiación política.
-¿Y qué fue lo que le pasó al hombre?
-Como le iba diciendo, la casa de don Alberto era esa que tiene el sauce al frente.
-Ah, si si.
-Bueno, resulta que el hombre tenía un taller de relojería y allí, entre sus gatos, sus plantas y sus gallinas, mataba el tiempo rumiando solo todo el día. Pero vea usted, que a eso de las nueve de la noche, como algo preestablecido, cerraba el negocito, armaba un cigarro y cruzaba al boliche del gallego Paco. Otro tipo si lo hubo, callado como una tumba. Amargado y triste vivía por no morirse. Obligado. Había llegado a Montevideo muy joven, recién casado, acá lo esperaban unos parientes que le habían conseguido una casa donde vivir y trabajo. Y mire usted lo que es el destino, al mes de llegar, se le muere la mujer.
No quiso volver a España. Un día se compró el boliche de la esquina, y allí pasó el resto de su vida, solo, sin poder ni querer olvidar. Y así, hablaba lo estrictamente necesario, escuchando a los parroquianos como un confesor, quienes a pesar de su parquedad le tenían sincero aprecio. Yo creo que la soledad los hizo unirse y hacerse amigos. El asunto era que a las nueve de la noche, el gallego Paco servía dos cafecitos con coñac, dejaba al Carlitos de mozo en el mostrador, y se llevaba los cafecitos a una de las mesas junto a la ventana. Allí llegaba don Alberto fumando manso y se sentaban los dos.
-¿Y hablaban?
-No mucho. Pero hablaban, sí. A veces del tiempo, del fútbol, o de la guerra en Europa. Y entre un cafecito y otro, se contaban la vida. Y finalmente, creo que las nueve de la noche era, para ellos dos, la hora más importante del día.
-Vivían al cuete.
-No crea, vivieron intensamente la soledad y el dolor.
-Pero vivieron pa’dentro.
-Así somos los seres humanos. Unos viven pa’dentro, como usted dice y otros pa’ fuera. La vida nos va tallando a fuerza de golpes y a según como la enfrentamos es como se nos va formando el carácter. Algunas veces sacamos coraje de donde no hay, pero otras veces nos chicotea tanto, que nos apabulla y nos achica, y se nos van hasta las ganas de seguir tirando. ¿Nunca le pasó?
-Más bien.
-¿Ha visto? Y estos dos seres eran así, vivían pa’ dentro. Hasta que se encontraron. Porque vea usted que la amistad, cuando es sincera, es un bálsamo muy difícil de encontrar en estos tiempos. Y una noche mire lo que sucedió. Serían las diez y media de la noche, llovía agua que Dios manda, como si no hubiese llovido nunca. Don Alberto no atinaba a irse del boliche, esperando a que amainara. Así que en cuanto escampó el aguacero, se apresuró a cruzar hacia su casa. En eso, un camión que pasaba, atropelló a un perro que quedó tirado junto al viejo.
Don Alberto se acercó al animal que estaba golpeado, pero vivo. Como pudo lo arrastró y se lo llevó a su casa. Era un perro medio viejo, pero cuidado. Pensó que andaría perdido o escapado. Vaya a saber. El golpe había sido en la parte de atrás, estaba como descaderado. El pobre animal no se podía parar. El viejo lo cuidó días y días. Preguntó, no mucho ni muy fuerte, si alguien lo conocía. Nadie lo reclamó. Así que lo llamó Nerón y desde entonces don Alberto tuvo perro. Con el tiempo y los cuidados, Nerón volvió a caminar. Torcido, medio arrastrando las patas de atrás, pero andaba contento y pegado, día y noche, a su nuevo dueño. Como agradecido, vea usted.
-Como el perro no hay.
-Usted lo ha dicho. Desde entonces, fíjese, que noche a noche, llegaban al boliche del Paco don Alberto y su perro. Allí, bajo la mesa de los amigos, se echaba el animal a dormitar. A eso de las diez y media se desperezaba estirándose, y se iba con su dueño. Y en la casa que compartían, mientras las sombras se desparramaban por las habitaciones, el bicho dormía echado junto a la cama del viejo.
Por mucho tiempo los vimos juntos entre bohemios, filósofos y nostálgicos, en las ruedas de boliche del gallego Paco. Una noche se hicieron las nueve, las nueve y media y como no venían, don Paco mandó al Carlitos a ver que le pasaba a don Alberto. Un alboroto de dientes y ladridos no le permitió al muchacho ingresar a la casa. Entonces cruzó don Paco. El perro se le acercó gimiendo y acompañó al gallego hasta donde don Alberto, tendido en su cama, dormía su último sueño.
Con Nerón se quedaron los muchachos del taller mecánico. Pero a las nueve de la noche lo veíamos entrar al boliche. Allí, mientras don Paco se tomaba un cafecito, él se echaba a sus pies bajo la mesa y esperaba. A eso de las diez y media, arrancaba para el taller. Yo creo que don Alberto la noche esa, antes de morir, le recomendó al perro que acompañara al gallego. Para que no estuviera tan solo, digo yo. ¡Bicho inteligente el perro!
- Y fiel.
- Y fiel... “Cuanto más conozco a los hombres...
- Más quiero a los perros.”
- ¡Eso mismo! ¿Nos tomamos la penúltima?
-¿Y quién soy yo pa’ decir que no?
- ¡Chacho, otra vueltita, y serví acá al amigo!

Ada Vega, año edición 1996.