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lunes, 8 de enero de 2024

En el valle del Lunarejo

   


Cerca de Tranqueras, en el valle del Lunarejo, había nacido Ezequiel Montoya séptimo hijo varón de Luz Marina Inzaurralde, abnegada mujer hecha para el trabajo, casada con Antenor Montoya, un quilero fronterizo medio sabandija dueño de unas cuadras de campo al costado del Cerro Bonito. Allí habían poblado, junto a una chacra que trabajaba Luz Marina. Campo inhóspito, no porque fuera mala tierra sino porque hervía de víboras. Para la serpiente de Cascabel el valle era una feria por donde solía lucirse haciendo sonar su cencerro, o silbando al pasar de refilón junto a la gran Ñacaniná, su pariente pobre, con quien no hacía buenas migas.

Al ser la región poco habitada por el hombre, las víboras dominaban todo el espacio, eran fuertes y poderosas. Luz Marina las enfrentaba a machetazos cuando le invadían su campito, consiguiendo, a duras penas, mantenerlas a distancia. Tenía, sin embargo, un extraño poder frente a la ponzoña de los reptiles. Tal vez, a fuerza de recibir tanta mordedura, estaba inmunizada contra su veneno, pues las afrontaba sin temor.
Las serpientes le reconocían el poder, teniéndole cierta consideración, no exenta de un rencor a duras penas disimulado. De todos modos era una lucha diaria, cuidar a las gallinas y a los patos, a la lechera y hasta a los perros.

Pero el mayor problema lo acarreaban los días de lluvia cuando el Lunarejo crecía y se desbordaba, entonces el bicherío se desparramaba por el valle, se llegaba hasta las casas y se metía en las habitaciones huyendo del agua que, en su descontrol, los arrastraba fuera de sus madrigueras. Luz Marina luchaba sola contra las inclemencias del lugar. Antenor no era hombre de querencia. Los hijos —decía—, eran cosa de la madre.
Le arrimaba ropa y algunos comestibles cuando bajaba del norte y se largaba otra vez a contrabandear. Recorría establecimientos y pequeños pueblos llevando y trayendo mercaderías varias, mientras, entreverado en fiestas y comilonas , dejaba correr la vida sin mayores preocupaciones.

Cuando Ezequiel cumplió siete años, la madre comenzó a notarle actitudes impropias. Al principio pequeñas facultades de entendimiento con los animales, que se fueron acentuando con el tiempo. A pesar de ser un gurí manso como el apereá, poseía la sagacidad del puma y la vista aguzada del águila.
En sus recorridas por el valle los animales se apartaban para darle paso, bajaban la cabeza cuando él los miraba y las aves detenían el vuelo, quietas en las ramas, al verlo pasar. Ante su presencia, las víboras permanecían arrolladas sobre sí mismas, quietas las cabezas, observándolo quisquillosas con sus ojos oblicuos.
El dominio que Ezequiel ejercía sobre los animales del monte, era solo comparable con el que ostentaba sobre ellos, el gran lobo negro, que en noches de luna llena recorría el valle del Lunarejo hasta la Cascada del Indio y más allá, imponiendo su presencian ante todas las alimañas rastreras o voladoras que habitaban el intrincado monte. 

Un lobo hermoso, de gran talla, de pelaje reluciente y ojos como brasas, que la gente de Tranqueras asociaba con Ezequiel, por aquello de: séptimo hijo varón, en fija lobizón. Nadie pudo afirmar con certeza que el séptimo y último hijo de Luz Marina y Antenor era en realidad lobizón, a pesar de que los vecinos de los alrededores así lo afirmaban. Lo cierto es que cuando Ezequiel cumplió los dieciocho años se fue del valle, no se supo si para el norte o para el sur, lo que sí supieron en Tranqueras es que el lobo negro que en noches de luna llena recorría el monte, también desapareció en esos días.

En los años que siguieron poca cosa se conoció de Ezequiel. Solo que había andado por Fraile Muerto, por Cardona, que lo habían visto por el Yí, por Dolores y un día desembocó en la capital. Y en Montevideo lo conocimos nosotros. Trabajaba de albañil y vivía en una pensión. Era un hombre tranquilo, taciturno, vivía solo. Nunca le conocimos compañera. De vez en cuando desaparecía por unos días y volvía sin dar explicaciones. En una oportunidad nos contó que había nacido en Rivera, en el valle del Lunarejo, que hacía fácil unos veinte años que se había ido y que nunca había vuelto. Y un día, porque sí, no más, dejó el trabajo y dijo que se iba. Adónde —le preguntamos. Por ahí —nos contestó. No volvimos a verlo.

Por aquel entonces contaba gente que vivía en Tranqueras, que la casa de los Montoya estaba muy abandonada. Los hijos de Luz Marina y Antenor fueron, poco a poco, abandonando la casa paterna. Antenor hacía años que no bajaba hasta el valle. Se había conchabado en el Brasil y allá se quedó con nueva mujer y otros hijos. Luz Marina estaba sola, vieja y cansada. Dicen que una noche sintió que la muerte venía reptando a buscarla y no tuvo fuerzas ni ganas de salir a pelear. Las víboras, envalentonadas, habían rodeado el campito. Hacía mucho tiempo que nadie las dominaba, serpientes y culebras se acercaban en apretado círculo. Ya habían pasado los hilos del alambrado cuando un extraño refucilo, las detuvo en seco. Un lobo negro de ojos luminiscentes, con las garras arañando la tierra, estaba esperándolas a la entrada de las casas.

Los filosos colmillos relampagueaban iluminados por la luna llena. Atropelladas, envueltas en un sonido sibilante, las víboras huyeron por los cuatro rumbos.
Al otro día comentaban los vecinos, que Ezequiel, el hijo más chico de Luz Marina y Antenor, había vuelto con su madre. Alguien lo había visto arreglando el alero de la casa que se había vencido.
El bicherío del valle del Lunarejo, junto al Cerro Bonito, volvió a mantener distancia.

Ada Vega, año edición 1997

Un árbol junto a la medianera

 






Tenía azules los ojos. Y entre sus largas y arqueadas pestañas yo sentía reptar su mirada azul, desde mis pies hasta mi cabeza, deteniéndose a trechos. Entonces vivía con mis padres y mis hermanos a la orilla de un pueblo esteño, cerca del mar. Mi casa era un caserón antiguo, del tiempo de la colonia, de habitaciones amplias y patios embaldosados. Con jardín al frente y hacia el fondo, una quinta con frutales. A ambos lados de la casa una pared de piedra que hacía de medianera, nos separaba de la casa de los vecinos. El resto de la quinta lo rodeaba un tejido de alambre cubierto de enredaderas.


Uno de los vecinos era don Juan Iriarte, un hombre que había quedado viudo muy joven, con tres niños, empleado del Municipio. La casa y los niños se hallaban al cuidado de la abuela y una tía, por parte de madre, que fueron a vivir con ellos ha pedido de don Juan, cuando faltó la dueña de casa.
En los días de esta historia yo tenía dieciocho años y un novio alto y moreno que trabajaba en el ferrocarril, que hacía el recorrido diario del pueblo a la capital. Se llamaba Enrique y venía a verme los sábados pues era el día que descansaba. Enrique era honesto y trabajador. Nos amábamos y pensábamos casarnos.


Mi padre y mis hermanos trabajaban en el pueblo y mi madre y yo nos entendíamos con los quehaceres de la casa ayudadas por Corina, una señora mayor que se dedicaba principalmente a la cocina y que vivió toda su vida con nosotros. Yo era la encargada de lavar la ropa de la familia. Tarea que realizaba en el fondo de casa, en un viejo piletón, una o dos veces por semana.


Cierto día, la mirada azul del mayor de los hijos de don Juan empezó a inquietarme. Comencé por intuir que algo no estaba bien en el fondo de mi casa. Como si una entidad desconocida estuviese, ex profeso, acompañándome. Hasta que lo vi subido a un árbol junto a la medianera. Era un niño que sentado en una rama me miraba muy serio, entrecerrando los ojos como si la luz del sol le molestara.


Pese a comprobar que la ingenua mirada de aquel niño sentado en una rama no merecía mi inquietud, no alcanzó a tranquilizarme lo suficiente. Traté por lo tanto de restarle importancia. Sin embargo al pasar los días no lograba dejar de preocuparme su obstinada presencia pues, por más que fuera un niño, me molestaba sentirme observada. De modo que me dediqué a pensar que algún día se aburriría y dejaría de vigilarme.


Pasaron los meses. Por temporadas lo ignoraba, trataba de olvidarme de aquel muchachito subido al árbol con sus ojos fijos en mí. Un día hablando con mi madre de los hijos de don Juan, me dijo que el mayor estaba por cumplir catorce años. ¿Catorce años?, dije, creí que tendría diez.
—Los años pasan para todos, dijo mi madre.
—La mamá ya hace ocho años que falleció y el mayorcito hace tiempo que va al liceo.


Desde el día que vi a Fernando por primera vez encima del árbol, habían pasado algo más de dos años. Nunca lo comenté con nadie. A pesar de que alguna vez lo increpé duramente: ¡Qué mirás tarado!, le decía con rabia, ¿no tenés otra cosa que hacer que subirte a un árbol para ver qué hacen tus vecinos? Nunca me contestó ni cambió de actitud, de todos modos su fingida apatía lograba sacarme de quicio y alterar mis nervios.


Finalmente llegó el día en que su presencia dejó de preocuparme. Cuando salía a lavar la ropa ya sabía yo que él estaba allí. Algunas veces dejaba mi tarea y lo miraba fijo. Él me sostenía la mirada, siempre serio. Yo me reía de él y volvía a mi trabajo. Hasta que una tarde pasó algo extraño: había dejado la pileta y con las manos en la cintura enfrenté, burlándome, como lo había hecho otras veces, su mirada azul. Entonces sus ojos relampaguearon y me pareció que su cuerpo entero se crispaba. Aparté mis ojos de los suyos y no volví a enfrentarlo. Sentí que el corazón me golpeaba con fuerza y comprendí que aquella mirada azul, no era ya la mirada de un niño.


Ese verano cumplí veinte años y fijamos con Enrique la fecha para nuestro casamiento. Yo había estado siempre enamorada de él, sin embargo, aquella próxima fecha no me hacía feliz, como debiera. Un sábado al atardecer salimos juntos al fondo, para poner al abrigo unas macetas con almácigos, pues amenazaba lluvia.
Cuando volvíamos Enrique me arrimó a la medianera de enfrente a la de don Juan y comenzó a besarme y acariciar mi cuerpo. Mientras lo abrazaba levanté la cabeza y vi a Fernando que nos observaba desde su casa. Arreglé mi ropa nerviosamente y me aparté de Enrique que, sin saber qué pasaba, siguiendo mi mirada vio al muchachito en el árbol.


—¿Qué hace ese botija ahí arriba?, me preguntó.
—No sé, le contesté, él vive en esa casa.
—¿Y qué hace arriba del árbol?
—No sé. ¿Qué otra cosa podía decirle, si ni yo misma sabía que diablos hacía el chiquilín ahí arriba? Salí caminando para entrar en la casa seguida por Enrique que continuaba hablándome, enojado:
— ¡Habría que hablar con el padre, no puede ser que el muchacho se suba a un árbol para mirar para acá! ¡Está mal de la cabeza!
—¡Es un chico! —le dije para calmarlo un poco—, son cosas de chiquilín.
—¡Es que no es un chiquilín, es un muchacho grande! me contestó, ¡es un hombre!


¡Un hombre! pensé, y mi mente fue hacia él, hacia aquellos ojos azules que, sin poder evitarlo, habían comenzado a obsesionarme. A perseguirme en los días y en las noches de mi desconcierto. Un desconcierto que crecía en mí, ajeno a mi voluntad, creando un desbarajuste en mis sentimientos. No podía entender por qué me preocupaba ese chico varios años menor que yo, que sólo me miraba.


Al día siguiente salí al fondo de casa con la ropa para lavar. No miré para la casa de al lado. No sé si el vigía se encontraba en su puesto. Enjuagué la ropa y fui a tenderla en las cuerdas que se encontraban al fondo de la quinta. Me encontraba tendiendo una sábana cuando oí unos pasos detrás de mí. Al darme vuelta me encontré de frente con Fernando que, sin decir una palabra, me tomó con energía de la cintura, me atrajo hacia él y me besó con furia. Sus ojos de hundieron en los míos y sentí su hombría estremecerse sobre la cruz de mis piernas.


—No te cases con Enrique —me dijo—, espérame dos años.
—Dos años, para qué —le pregunté.
—Porque en dos años cumplo dieciocho, estaré trabajando y podremos vivir juntos.
—Pero Fernando, tienes apenas dieciséis años, y yo tengo veinte...yo...no es esperarte, ¡esto no puede ser!
—No siempre voy a tener dieciséis años, un día voy a tener veinte y vos vas a tener veinticuatro y un día voy a tener treinta y vos vas a tener treintaicuatro ¿cuál es el problema?
—Después no sé, pero ahora es una locura, yo no puedo... ¡me estoy por casar!
—Vos no te podés casar con Enrique porque ahora me tenés a mí. ¿Dudás de que yo sea un hombre?
—No, no dudo, es que yo no... Vos estás confundido, no te das cuenta, ¡estás confundido! Pero, por favor, ahora vuelve a tu casa, no quiero que alguien te encuentre aquí, ¡por favor!
—Me voy, pero esta noche quiero verte, te espero a las nueve.
—No, no me esperes —le dije—, porque no voy a venir.
—Vas venir —me contestó.


Pasé el resto del día nerviosa, preocupada, asustada. Feliz. Era consciente de que aquella situación no era correcta. Pero no podía dejar de pensar en lo sucedido esa mañana. No había, siquiera, intentado resistirme. Dejé que me abrazara y me besara, y sentí placer. Hubiera querido seguir en sus brazos. ¿Qué significaba eso? Abrigaba sentimientos desencontrados. En mi cabeza reconocía que no era honesto lo sucedido, pero en mi pecho deseaba volver a vivirlo. No sabía como escapar de la situación que se me había planteado, y a la vez rechazaba la idea de escapar. De lo que no dudaba era que aquello no tendría buen fin. Que si alguien se enterase, sería un terrible escándalo. Para mi familia y para la de él. Entendía que para Fernando era una aventura propia de su edad. Pero yo era mayor, era quien tenía que poner fin a esa alocada situación antes de que pasara a mayores. Decidí por lo tanto no salir esa noche a verlo y conseguir, cuando fuese a lavar la ropa, que mamá o Corina me acompañaran.


La firme decisión de no concurrir a la cita de las nueve de la noche se fue debilitando en el correr de las horas. A las nueve en punto en lo único que pensaba era en encontrarme con Fernando en el cobijo de la quinta. La noche estaba cálida y estrellada. La luna en menguante se asomaba apenas, entre los árboles. Salí, sin encender la luz, por la puerta de la cocina como una sombra.


Estaba esperándome. Me condujo de la mano hasta la parte más umbría de la quinta. Me besó una y mil veces. Y me hizo el amor como si todo el tiempo que estuvo observándome desde su casa, hubiese estado juntando deseo y coraje. Y yo lo dejé entrar en mí, deseando su abrazo, como si nunca me hubiesen amado o como si fuese esa la última vez.
Después pasaron cosas. No muchas. Cuando Fernando cumplió dieciocho años nos vinimos a vivir a la capital. Cada tanto volvemos al pueblo a ver a mis padres y a mi suegro. Mis hermanos se casaron y se quedaron a vivir por allá. La abuela de Fernando murió hace unos años y el padre se casó con la tía que vino a cuidarlos cuando eran chicos. Enrique vive en EE.UU.


La quinta de mi padre está un poco abandonada. El viejo piletón aún se encuentra allí. Cuando voy a la casa entro a la quinta hasta la parte más umbría que fue refugio de nuestro amor secreto. Allí vuelvo a ver a aquel chico de dieciséis años empeñado en demostrarme que era todo un hombre. Aquel chico de la mirada azul que por su cuenta, decidió un día trocar mi destino, trepado a un árbol junto a la medianera.




Ada Vega, edición 2012

Los pumas del Arequita

 



Hace muchos años en las sierras del Uruguay moraban los pumas. Cuando nuestra tierra, habitada por los indígenas, era libre, virgen y salvaje. Después vinieron los colonizadores. Impusieron sus leyes, sus costumbres y religiones, y un día, ciertos descendientes se repartieron la tierra, exterminaron a los indígenas y acabaron con los pumas. 

Por aquel entonces, en la ladera del Arequita que mira hacia el este, en los pagos de Minas, vivía el indio Abel Cabrera. Tenía allí, cobijado junto a un ombú, un rancho de paja y adobe, un pozo con brocal de piedra y por compañía, un caballo pampa y un montón de perros. Una vez al año, tal vez dos, se aliaba con alguna comparsa y se iba de esquila, o a participar en alguna yerra. Poca cosa le bastaba para tirar el año entero. Gran caminador, conocía cada piedra por donde sus antepasados caminaron libres. Solo a primera luz, o a la caída de la tarde, armaba tabaco y mateaba bajo el ombú, ensimismado en vaya a saber qué pensamientos. Nunca se supo de dónde había venido. Cuando lo conocieron en el lugar, ya estaba aquerenciado en su campo. Era un mozo callado, de piel cetrina y ojos de mirar profundo; de pelo largo y cuerpo elástico y vertical como una tacuara. Y cuentan que de tanto vivir solo en aquellas serranías, sin tener humano con quien hablar, se había hecho amigo de una yarará que vivía entre los peñascos de las sierras. Cada tanto la víbora se llegaba hasta el rancho y conversaban. Ella era la que siempre traía los chismes de todo lo que acontecía en los alrededores. Después de todo, ya se sabe que las víboras son muy de llevar y traer. Una tarde, hacía mucho que no se veían pumas por los cerros, mientras el indio Abel amargueaba, la yarará enroscada a sus pies le comentó que había visto a la mujer - puma por las costas del Penitente. El indio, mientras daba vuelta el amargo, le dijo: 

—Una hembra de puma, será. La yarará se molestó por la corrección del hombre y desenroscándose, le contestó, mientras se retiraba ofendida: 

—Si digo la mujer-puma, es porque es una mujer puma. Y se fue contoneando su cuerpo grisáceo entre el yuyal. El muchacho quedó pensando que la yarará era muy ignorante. Aquel año los fríos del invierno pasaron y la primavera, recién nacida, lucía radiante. Abel había salido temprano a recorrer las sierras, cuando divisó el salto del Penitente y hacia allá enderezó su caballo. De lejos le pareció ver a una muchacha que se bañaba bajo las aguas que caían entre las piedras, aunque al acercarse solo vio a un puma que desaparecía entre los arbustos. Quedó intrigado, en parte por lo que le pareció ver, y en parte, por comprobar con alegría, que aún quedaba algún puma por el lugar. Desde la tarde en que la yarará se había ido ofendida del rancho, el indio no la había vuelto a ver, de modo que salió en su busca. La encontró tendida al sol sobre las piedras del cerro. La yarará lo vio venir y no se inmutó. El muchacho se bajó del caballo, se puso a armar un cigarro y se sentó a su lado. 

—Vi un puma —le dijo. 

—Mirá, ¿y es linda? —le contestó la yarará. 

—Vi un puma —le repitió él. 

—Es una mujer —le insistió ella. 

—¡Sos ignorante! Es una hembra de puma, te digo. 

La yarará, molesta, no contestó y quedaron un rato en silencio. De pronto irguiendo la cabeza le dijo al hombre: 

—En las estancias ya hace días que han visto merodear un puma, se armaron de rifles y antes del amanecer sale la peonada para ver si lo pueden cazar. 

—¿Y qué mal les hace un puma? 

—Por ahora es uno. Ellos dicen que si anda uno, la pareja debe andar cerca y que pronto los cerros se van a llenar de cachorros. 

—¡Ojalá! 

—Eso decís vos porque no tenés hacienda, ¡a ellos no les hace ninguna gracia que ande un puma de visita por los potreros! 

Una noche, mientras meditaba tirado en el catre, el indio Abel oyó el eco de tiros de rifle. Después, un gran silencio se perdió en la lejanía. Antes del amanecer lo despertaron los ladridos y gruñidos de los perros. Salió afuera —recién venía clareando—, los perros en círculo, junto al pozo, ladraban y gruñían avanzando y reculando expectantes. El indio se acercó. En el suelo, cercada por los perros, yacía una joven desnuda, herida en un hombro. Abel la tomó en sus brazos, la envolvió en una manta y la recostó en el catre. Una bala le había atravesado el hombro. Con emplastos y yuyos limpió y curó la herida y, dándole un brebaje que él mismo preparó, logró dominar la fiebre que poco a poco comenzó a ceder. Al día siguiente fue al pueblo a comprar ropa de mujer. Entonces llegó la yarará. Vio a la muchacha dormida y se enroscó en la puerta a esperar al indio. Cuando Abel regresó, le quitó el apero al caballo y se sentó a conversar con la yarará que le dijo: 

—La mujer-puma es la que duerme en tu catre. 

—¡No seas majadera! Ella llegó anoche herida en un hombro y ardiendo en fiebre. Yo la curé y ahí está. 

—Ayer los peones de la estancia “La baguala”, hirieron en una paleta al puma que anda en las sierras —le contestó la víbora— y, sin esperar respuesta, desenroscándose, se fue ondeando su cuerpo a campo traviesa. 

El indio Abel amó a aquella muchacha, desde el mismo momento en que herida la tomó en sus brazos y la entró en su rancho. Y la joven, que no había conocido hombre, se entregó sin reservas, con la mansedumbre de la hembra que se siente amada y protegida. Lo amó como hombre y lo adoró como a un dios. Tres lunas duró el romance del indio con la extraña muchacha. Una mañana, al despertarse, se encontró solo. La ropa estaba junto al catre y ella había desaparecido. Días y noches la buscó, sin descanso, en todas direcciones, hasta que encontró a la yarará que dormitaba junto a una cachimba. 

—No la busques más —le dijo—, un día volverá sola para volver a irse. Y así será siempre. Abel no entendió a la víbora y no quiso preguntar. Se quedó en su rancho a esperar a la que era su mujer. Y se cansó de esperar. Un atardecer, cuando el sol declinaba y volvía del valle de andar sin rumbo, vio reflejarse a contra luz sobre el Arequita la figura de un puma y su cachorro. Permanecieron un momento para que el indio los viera y luego desaparecieron entre los arbustos del cerro. No volvió a saber de ellos hasta que una noche lo despertó el calor de la mujer que había vuelto. Se amaron sin preguntas, como la primera vez. Un día ella volvió a partir y él no salió a buscarla. Herido de amor, esperó día y noche hasta ver, al fin, la silueta del puma con su nueva cría, recortada en lo alto del Arequita.

 Pasaron los años y fue siempre así. Amor desgarrado fue el amor del indio por aquella mujer que siempre le fue fiel, pero que nunca logró retener. Hasta que un día, ya anciano, enfermó. Salió, entonces, la yarará a recorrer las sierras en busca de su compañera. La encontró a orillas del Penitente, reinando entre una numerosa manada de pumas. Volvió la mujer a cuidar a su hombre y con él se quedó hasta que, amándola todavía, se fue el indio una noche sin luna a reunirse con sus antecesores, más allá de las praderas orientales. 

El rancho abandonado se convirtió en tapera. De aquel indio Abel Cabrera solo quedaron las mentas, pero aún repiten los memoriosos que un invierno, al pasar unos troperos por aquellas ruinas, encontraron muerta, junto al brocal del pozo, a una vieja hembra de puma. Desde entonces, por las sierras: desde el Arequita hacia el sur por el Pan de Azúcar, y para el norte por Cerro Chato, volvieron a morar los pumas. Sin embargo, esos hermosos felinos, no son visibles a los ojos de los hombres. Solo los indígenas, si aún quedan, las yaras y alguna culebra vieja, tienen el privilegio de ver a los pumas, dueños y señores, otear el aire de la serranía, desde las legendarias sierras del Uruguay. 


Ada Vega, año edición 1999

Vacaciones de enero

 




Parecía inevitable. Todos los años en los primeros días de diciembre, antes de terminar las clases de la escuela, mi madre y mi padre empezaban la misma discusión: dónde íbamos a pasar las vacaciones. Mamá comenzaba la polémica en cuanto mi padre dejaba sobre la mesa del comedor todo su equipo de pesca y se concentraba en revisarlo. Era el pie. Arremetía cautelosa pero tenaz.


—El verano pasado me prometiste que este año iríamos a Piriápolis.
—Mirá, Laurita, vos sabés que en Piriápolis se gasta mucho. Mejor vamos a Valizas. Es más barato para nosotros y más sano para los chiquilines. El agua tiene más yodo y el aire es más puro.
—Yo me aburro en Valizas. Sólo hay arena y agua. ¡Y ese viento!
—Podés ir al Chuy y comprar todo lo que necesites.
—Yo no necesito nada del Chuy. Tenemos suficientes sábanas y toallas y en la despensa todavía guardamos aceite y ticholos de hace dos años.


Imposible. No se ponían de acuerdo. Mi madre insistía en ir a Piriápolis porque allí pasaron su luna de miel y el balneario le encantó. Pero por una u otra causa nunca habían vuelto.
—Yo quiero volver a aquel hotel y pasear con los chiquilines por donde paseábamos nosotros. ¡Vos me lo prometiste!
Mi padre, entusiasmado con las cañas y los anzuelos, no le prestaba mucha atención. De todos modos, cuando mi madre arreciaba con su deseo de revivir aquellos días de luna de miel, abandonaba por un momento su tarea y con sus brazos le rodeaba la cintura.


—Mi amor, no necesitamos ir a Piriápolis para rememorar nuestra luna de miel. La luna de Valizas es también muy romántica y se refleja como una moneda de plata sobre el negro manto del océano.
Poeta y pico mi padre. Cuando había que serlo.
Entonces la besaba y, creyendo que ponía fin al debate, seguía ordenando los anzuelos. Su pasión era veranear en un lugar solitario. Con todo el mar sólo para él; enfrentando el oleaje que lo golpeaba con furia como si quisiera echarlo de sus dominios.


Mi madre, en cambio, prefería hacer sociabilidad. Variar sus conjuntos de ropa y por las noches salir juntos a cenar y a bailar. Eran los dos polos. Por lo menos para elegir donde pasar las vacaciones que siempre las determinó mi padre, pues, aunque todos los años le prometía que las próximas serían en Piriápolis, esas vacaciones no llegaron nunca. De todos modos, ella insistía:


—Los chiquilines pasarían mejor en Piriápolis. Hay muchos lugares para visitar, andarían en bicicleta y la playa no es tan peligrosa.
Y papá hacía cintura:
—Yo no quiero salir de una ciudad y meterme en otra. Quiero unos días de paz y tranquilidad. Necesito descansar, Laura. Entendeme.
—¡Pero aquello es más que tranquilo! ¡Es un desierto de arena agreste y salvaje! ¡Si hasta da la impresión de que en cualquier momento vamos a estar rodeados de charrúas!


Total, perdido por perdido, un poco de sarcasmo no venía mal. De más está decir que ese año, como los anteriores, terminamos los cuatro en Valizas. Pero fue el último. El último verano que pasamos juntos.
Valizas, es una de las playas más hermosas al este de nuestro país. Agreste, sí, pero con enormes arenales de arena blanca y fina salpicados de palmeras Butiá, a cuyas orillas ruge el Océano Atlántico.


En aquellos años había en el paraje un pequeño pueblo de pescadores, con ranchos de techos quinchados y paredes de paja, y tres o cuatro casitas modestas, distribuidas aquí y allá entre las dunas. Una de ellas la había hecho mi padre con unos amigos para, justamente, ir en vacaciones a pasar unos días.
Tenía un viejo Ford, que cargaba con algunas cosas personales, sus cañas y sus anzuelos y en las vacaciones de enero enderezaba rumbo al balneario.


En los primeros años de casados mamá se quedaba con nosotros, que recién empezamos a ir cuando cumplimos tres y cuatro años. Creo que fue durante nuestro primer veraneo cuando supe que Fede y yo éramos un casal. Eso le oí decir a un compañero de papá, la tarde que nos conoció.
Aquellos fueron buenos tiempos. Un año las discusiones comenzaron mucho antes. Como a principios de octubre. La discusión sonaba distinta. Como siempre la que se quejaba era mi madre.


—Vos sos un sinvergüenza. ¡Con esa mosquita muerta!
—Estás loca, ¿qué decís? ¿qué te contaron?
—No me contaron nada. ¡Yo los vi!
—Vos tenés que estar mal de la cabeza. ¿ Qué viste?
—No te hagas el inocente, yo te vi con esa mosquita muerta, ¡no soy ciega ni estúpida.


Tampoco esa vez lograron ponerse de acuerdo. Hasta que un buen día dejaron de discutir. No se hablaron más. Y una tarde, ya casi al final de la primavera, mi padre cargó sus cosas en el viejo Ford y se fue con esa “mosquita muerta”.
Nos quedamos sin padre, sin auto y sin vacaciones.
En los años que siguieron veíamos regularmente a papá que un día, sin más trámite, nos comunicó que se casaba. No le dijimos nada a mamá: que igual se enteró.


Nunca pisamos la casa de papá. Mientras fuimos chicos él venía a vernos. Cuando fuimos más grandes íbamos nosotros a verlo al Banco donde trabajaba, para su cumpleaños y para Navidad. También algunas veces fue a esperarnos al liceo, nos llevaba a comer algo, dábamos una vuelta en el auto y nos dejaba en la puerta de casa. Después, no recuerdo cuando, ni en qué momento, poco a poco nos dejamos de ver.


Un verano mamá nos anunció que había reservado alojamiento en un hotel de Piriápolis, para pasar juntos las vacaciones de enero. Con nosotros iba también una amiga de ella. El hotel quedaba a dos cuadras de la rambla. Fueron unas vacaciones inolvidables. Subimos al Cerro del Toro, al de San Antonio, comimos los famosos mejillones de Don Pepe, y nos bañamos en las verdes aguas de Piriápolis.


Una tarde salimos con Fede a pasear en bicicleta junto con unos amigos y en el jardín de una casa, un poco retirada de la rambla, vimos a papá conversando con su esposa. Ella no parecía “una mosquita muerta”, era una señora como cualquier señora, con el físico parecido al de mamá y un rostro agradable. Fede y yo no lo comentamos hasta que estuvimos solos, preocupados porque mamá también los viera alguna de esas tardes en que salía a pasear con su amiga. Así que desde ese momento las empezamos a cuidar.


Averiguábamos a dónde iban y por qué camino. Hasta que una tarde, del modo más inesperado, nos cruzamos los cinco por la rambla. La amiga de mamá estaba en la peluquería y habíamos salido los tres a tomar un helado.
Yo iba del brazo de mamá y Fede, que ya la pasaba casi una cabeza de altura, le apoyaba su brazo sobre los hombros. Mamá hizo una broma y Fede le dio un beso. Justo en ese momento nos cruzamos con papá y su esposa.


Ella, sin advertir nuestra presencia, siguió caminando. Él se entre paró, abrió la boca para saludar o decirnos algo, pero no dijo nada. Me miró a mí, a Fede, a mamá. Se le llenaron los ojos con nuestra imagen. A mí me hubiese gustado saludarlo y hablar con él. Hasta extendí una mano para tocarlo. Pero al verlo titubear, no me animé. Sólo le dije: chau. Y seguí caminando.


Nunca pude descifrar lo que pasó en aquel momento por el semblante de mi padre: ¿dolor, asombro, ansiedad, alegría? Nunca pude descifrarlo, pero me dolió su reacción. Aún me parece verlo en la rambla con todo aquel mar a su espalda, mirando sorprendido el paso de aquella familia que un día formó, luego abandonó y en aquel momento veía pasar a su lado como ante un extraño.


Para mamá el impacto no fue tan grande. Si bien nunca había dejado de imaginar su regreso, estaba empezando a convencerse de que él nunca volvería con nosotros. Nos sonrió, quedó un momento pensativa y luego dijo:
—Al fin papá vino de vacaciones a Piriápolis.


Mientras la tarde moría en un cielo celeste y rosa de enero, y nos alejábamos caminando por la rambla, yo pensé en Valizas. En Fede y en mí corriendo por los arenales. En mamá, con el cabello al viento, descalza, en la orilla, mirando el mar. En papá colocando dos, tres cuatro cañas en hilera, revisando las tanzas, curtido de sol y arena. Feliz. Siempre los recuerdo bañándose juntos en el mar, abrazados, o besándose bajo la redonda luna de Valizas, que según mi padre: es muy romántica.


Mamá nunca volvió a casarse. Estuvo siempre alrededor nuestro. En este momento me mira distraída, ajena por completo a lo que escribo, sentada frente a la tele. En sus brazos, cansado de corretear, se ha dormido Darío, mi hijo menor.
En fin, ya llega enero, es tiempo de empezar los preparativos. En pocos días Fede, su esposa y sus hijos, yo, mi esposo, mis hijos y mamá, con los autos abarrotados de cañas, riles y cajas con anzuelos, nos vamos de vacaciones.
¿Qué adónde vamos? ¡ A Valizas!... ¿Dónde, si no?

Ada Vega. edición 2002 

domingo, 7 de enero de 2024

Edelmira dos Santos

    




Aún parece andar su figura espigada por las quietas calles del viejo barrio. Tan pulcra, oliendo a jabón de coco. Tan digna y alegre, tan pícara y sagaz. Edelmira dos Santos era una morena nacida por la frontera, criada en Melo y venida a trabajar a Montevideo siendo una niña. Vivía sola, en un rancho a dos aguas forrado de madera, junto a unos álamos al final de una calle cortada. Tenía una gata amarilla y un perro zanguango, medio blancuzco, que pasaba durmiendo al sol y que nunca pegó un ladrido. Edelmira hacía limpiezas por hora. Y sabía limpiar. Era seria y responsable. De confianza. Por eso nunca le faltó trabajo. Y aunque hablaba un perfecto español, cuando se enojaba, maldecía en portugués. Un día don Gabino Gonzaga, que había quedado viudo hacía un par de años, la llamó para que hiciera en la casa una limpieza general. El hombre, desde su viudez, andaba perdido, mantener la casa limpia y ordenada era demasiado para él. Ya no cuidaba su jardín; ni limpiaba las jaulas de los pájaros por la mañana, como lo hacía en vida de su mujer. Según él mismo decía: no tenía un porqué Edelmira llegó de mañana temprano, entró por la cocina y se puso a ordenar. Lavó cortinas, pisos, ollas, puertas y a las cinco de la tarde terminó. Dejó la casa como un sol y le dijo a don Gabino: 
—Esta casa está precisando una mujer. 
—Y quédate, le dijo don Gabino. 
—¿Cómo es eso?, le contestó ella. 
—Y, puedes elegir — le dijo él—, te quedas con cama en la pieza del fondo y te doy cien pesos por mes y la comida, o te quedas en mi cama y te doy mi jubilación. La morena puso los brazos en jarra, tiró la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada que retumbó en el barrio entero. Y riéndose salió de la casa de don Gabino, sin contestar. Aún reía, cuando llegó a su ranchito, puso una sábana limpia sobre la cama, juntó su ropa, ató la sábana con dos nudos cruzados y se la enganchó en el brazo izquierdo. Levantó a la gata con el derecho, despertó de una palmada al perro, cerró el rancho con dos vueltas de llave, y entró en la casa de don Gabino por la puerta principal. El hombre, que tomaba mate en la cocina, la vio entrar, dirigirse a su dormitorio y sobre la cama matrimonial dejar su atado de ropa. Cuando Edelmira volvió, él le ofreció un mate, ella lo aceptó y él le dijo: 
—Cébalo tú. 
—No, señor —dijo ella—, siga cebando usted, que yo voy a empezar a preparar la cena. Al principio los vecinos no entendían muy bien cómo era la cosa entre don Gabino y Edelmira. Ellos no soltaban prenda. De modo que solo se hacían conjeturas. 
—¿La habrá agarrado de mujer? —decían algunos. 
—No le veo uña pa’ guitarrero —decían otros. 
—Debe estar con cama, concluyeron. Y por esas quedó. Don Gabino, que ese invierno tuvo quien le calentara la cama, le entregaba la jubilación a Edelmira como se había acordado. Salvo algunos pesos, pocos, como para los cigarros y para tener en el bolsillo, por cualquier eventualidad; porque hombre sin cigarros y sin un peso en el bolsillo, ¡era inaudito! Peor que andar desnudo. ¡Peor! Edelmira manejaba la plata de don Gabino mejor que si fuera de ella. Primero separaba los gastos fijos: la luz, el agua y El Día, que el diariero lo dejaba por mes. Elegía en la carnicería el mejor cuadril para los churrascos del hombre, la verdura de hoja más fresca, la mejor fruta. Se hacía un lugarcito en la tarde, y se escapaba hasta el Paso del Molino y le compraba medias, calzoncillos, algún buzo de lana, pañuelos. Y don Gabino empezó a andar con las camisas almidonadas y los pantalones planchados. A cuidar el jardín y limpiar las jaulas de los pájaros. Una tarde Edelmira le compró en la tienda del barrio, una camiseta y unos calzoncillos largos de abrigo de los que hacían en Martínez Reina, gruesos y afelpados. Don Gabino le dijo que ni soñara ella, que él se iba a poner esa ropa de viejo. Que iba a parecer un loco y que qué se pensaba ella, o acaso no sabía muy bien que él estaba en muy buena forma y tenía cuerda para rato. Edelmira le contestó que la única que lo iba a ver era ella y que lo prefería abrigado y sano y no de eslip como un muchacho, pero enfermo y muerto de frío. Don Gabino se puso los calzoncillos largos. Una tarde, ya hacía tiempo que vivían juntos, don Gabino le dijo: 
—El lunes es día de pago en la Caja, quiero que vengas conmigo, así te compras ropa y zapatos. 
—¿Y para qué quiero yo ropa y zapatos nuevos? 
—Porque quiero que vayamos una noche al cine o a dar una vuelta por el Centro. Cuando al lunes siguiente salieron para la Caja de Jubilaciones, iban los dos del brazo. Don Gabino saludó a los vecinos: 
—Buenos días. Ella iba muerta de risa. Y los vecinos entendieron: ¡Tenía uña, sí! Esa noche Edelmira, estrenando vestido, medias de seda y zapatos con tacón, se fue al cine con don Gabino muy elegante en su traje gris. Para el segundo invierno que pasaron juntos, don Gabino se enfermó de una gripe muy fuerte, que lo mantuvo en cama durante un mes. Ella lo cuidó más que una enfermera. Mientras se recuperaba, el hombre pensó que si él se moría ella quedaría en la calle. Conocedor de los quilates que calzaban sus sobrinos, daba por seguro que no tardarían ni veinticuatro horas en decirle que se fuera, para luego pelearse entre todos por los cuatro ladrillos de la casa. Así que en cuanto estuvo en pie, la primera salida que hizo fue para apuntarse en el Registro Civil a fin de contraer matrimonio con Edelmira. Nadie en el barrio supo del casamiento. Solo al final, y por casualidad, se enteraron de que Edelmira era la esposa legítima de don Gabino. No alcanzaron a vivir diez años juntos. Faltando unos meses, don Gabino se enfermó. Después de una intervención quirúrgica muy importante, vivió solo un par de meses. Murió tranquilo en su cama, acompañado por Edelmira, que comenzó a llorar mucho antes de su partida. Don Gabino conocía bien el paño. La misma noche del entierro llegaron los sobrinos en un camión. A cargar todo lo que les podía servir y a echarla a ella a la calle. Que no fuera a pensar que iba a quedarse dueña de casa, que ella era solo una sirvienta, así que, que juntara su ropa y… Edelmira no abrió la boca, fue hasta el dormitorio y volvió con un sobre grande. Sacó la Libreta de Casamiento y unos documentos con los títulos de la casa a su nombre, con su firma, la de su marido, autenticado por escribano público, más timbres y sellos. Se fueron dando un portazo. El perro zanguango, blancuzco y viejo, les ladró hasta que arrancaron. Primera vez. 

Ada Vega, año edición 1997 

La capital te atrapa

  





Con mi hermano, el Nando, teníamos allá en mi pueblo una barra de amigos a los que nunca olvidé. Amigos de cuando éramos niños. De aquella primera infancia confiada, sin vueltas. Hoy, al recordar, los veo como éramos entonces, tan felices antes de crecer.
Con ellos jugábamos todo el día, pero las horas más lindas eran las de la siesta. Aquellas siestas de verano en que todo el pueblo dormía. Nos escapábamos hacia la calle sin hacer ruido, y allí nos reuníamos todos, gurises y perros, y nos íbamos al monte que había detrás del molino viejo, pasando la casa de los Ortiz.
Por allí corría un arroyo que en verano solía secarse hasta quedar convertido en una pequeña laguna, donde pasábamos la tarde pescando renacuajos y mojarras. Les tirábamos migas de pan, que llevábamos en los bolsillos, las pescábamos con un cucharón viejo y las dejábamos en un balde con agua. Después, antes de volver a casa, las devolvíamos a la laguna. Los días de tormenta o de lluvia juntábamos unas ranitas chiquitas, que nunca volví a ver fuera de aquella laguna, las poníamos en unos frascos de boca ancha y las soltábamos todas a la vez. Algunas no querían salir y teníamos que sacudir los frascos con fuerza para que se fueran. Nos acostábamos bajo los árboles panza arriba y comíamos nísperos y grafiones, que crecían silvestres en el monte; o tirábamos piedras al agua que al caer iban formando grandes círculos, hasta desaparecer.
El monte estaba lleno de pájaros: chorlitos y tijeretas, sabiás y benteveos. De arteros, nomás, subíamos a los árboles y les cambiábamos los nidos de lugar mientras los pobres, revoloteando a nuestro alrededor, armaban tremendo alboroto.
Casi todos los del grupo éramos varones, aunque algunas veces iban también las dos hermanas de Marcelo y la hermana menor del Gonchi. Pero la que no faltaba nunca era Carmencita. Andaba siempre detrás de mí. Donde yo iba, iba ella. No podía sacármela de encima. Al final ya ni me molestaba. Me había acostumbrado a tenerla siempre pegada a mis talones.
Carmencita parecía una india. Era flaca y fea. Tenía el pelo negro y lacio, con un cerquillo que le cubría los ojos y unos dientes tan grandes que no le dejaban cerrar la boca. Andaba siempre de pantalones porque, de machona que era, vivía trepada a los árboles como un varón y, según decía la madre, era la única manera de protegerle las piernas de rayones y lastimaduras. Huraña y medio salvaje, jugaba más con los varones que con las niñas. Era de poca conversación, pero observaba todo con una mirada aguda y desconfiada. Según decían en el pueblo, sus antepasados habrían sido indios minuanos. Ella nunca lo aprobó ni lo negó, pero cuando alguno, en su presencia, sacaba el tema, sus ojos despedían flechas que silbaban en el aire.
Era la única que sabía pelar los higos de tuna. Nosotros con una caña los arrancábamos de la tuna y ella los pelaba con un pedazo de caña y un cuchillo que, junto a otras porquerías, llevaba siempre en los bolsillos del pantalón. Los pinchaba con la caña para que no se moviesen. Les cortaba las dos puntas y los abría con un corte de extremo a extremo, entonces sacaba el fruto dulce de adentro que se desprendía entero. Había que tener cuidado con los higos de tuna, no se pueden tocar con las manos, las espinas son tan finitas que ni se ven y si te llegás a pinchar ¡no sabés como duele!
Un año por la Navidad, el Nando se agarró la varicela y me la contagió. Después de la varicela tuvimos los dos, el sarampión. Carmencita venía todos los días a verme. Mi madre le decía que no viniese, que se podía contagiar. No se contagió, y nosotros pasamos el sarampión con ella metida en casa. Leíamos revistas, jugábamos al Ta-Te-Ti, al Veo-Veo. Un día me trajo en un frasco una mariposa grandota de Peñarol. La había cazado ella misma en el fondo de su casa.
Creo que fue ese verano por febrero, cuando al viejo se le puso entre ceja y ceja que teníamos que venir a vivir a la capital. No sé qué bicho lo habría picado, pero lo cierto fue que no hubo manera de hacerlo desistir de la mudanza. Él se vino primero a buscar trabajo y casa, cuando consiguió todo fue a buscarnos. Y un viernes de marzo, a la hora de la siesta con el Nando, en un mar de lágrimas, nos despedimos de todos. Nunca creí que pudiese llegar ese día. Allí, en la estación del ferrocarril, estaban mis tíos, mis primos, los vecinos y mis amigos: Marcelo, Gardelito, el armenio Boruc, el rengo Julio, el Gonchi, el Negro Vidal, el Luis Alberto y Carmencita. Les prometí llorando que todas las vacaciones las iba a pasar con ellos. El jefe de la estación hizo sonar la campana, la locomotora echó al aire una bocanada de humo negro y el ferrocarril comenzó a moverse lentamente sobre los rieles. Carmencita, sin dejar de mirarme, comenzó a correr por el andén junto al ferrocarril que se alejaba. Sin saludar, sin sonreír. Tan solo mirándome. Sin comprender por qué me iba. Y su imagen se fue achicando, se fue perdiendo y se quedó en la estación. Adiós.
Mi padre había conseguido trabajo en una barraca de depósito y venta de lana en la calle Paraguay, de modo que cuando vinimos a Montevideo fuimos vivir a una casa que mi padre había alquilado en el barrio de La Aguada, en la calle Médanos y Nueva York. Frente a mi casa los muchachos jugaban al fútbol. Apenas llegamos, el Nando y yo, nos entreveramos a jugar con ellos. Íbamos a la escuela Piedra Alta y a la matiné del cine Montevideo. Y la capital y su bullicio me envolvieron, me maravillaron y ese verano, pese a mi promesa de volver, no volví a mi pueblo. Muchas noches me dormía pensando en mis amigos y en aquella Carmencita corriendo junto al tren, convencido de que a la mañana siguiente les escribiría. Prometiéndome a mí mismo volver para el próximo verano. Pero ese regreso era siempre postergado.
Pasaron seis años. Ya había cumplido los dieciséis cuando volví para los quince de mi prima Dorita. Esa noche en la fiesta me reencontré con todos mis amigos y con Carmencita. Me costó reconocerla. Se había convertido en una joven hermosa y delicada. Ya no usaba cerquillo y su pelo renegrido caía en bucles sobre sus hombros. Los enormes dientes se habían emparejado y lucían perfectos en su boca. Esa noche me sentí enormemente atraído hacia ella, bailamos juntos toda la noche, al despedirme la besé y le prometí que en diciembre volvería. No volví.
Fui para el casamiento de mi prima Dorita cuatro años después. Pese a mi vida en la ciudad, estaba convencido de que Carmencita sería la madre de mis hijos. Ya estaba terminando mis estudios y tal vez en un par de años podríamos casarnos. Y con la ilusión de formalizar mi noviazgo, volví a mi pueblo.
En la boda de mi prima nos volvimos a encontrar. Cuando llegué al salón de fiesta todo era alegría, música y brindis. Busqué esperanzado a Carmencita entre mis amigos que bailaban, pero no se encontraba allí. De pronto la vi llegar. No oí la música. Desapareció la gente. Solo tuve ojos para ella. Estaba más linda que nunca, la felicidad brillaba en sus ojos y la envolvía en una áurea de serenidad que la hacía aún más hermosa.
Acunaba en sus brazos un hermoso bebé igual a ella. No quise acercarme. Mientras la observaba de lejos, negándome a comprender, oí, como entre sueños, que se había casado hacía dos años con el Gonchi.
No he vuelto más a mi pueblo. La capital te atrapa.

Ad
a Vega, edición 1997 

Amiens

 



 En el verano de 1920, a poco de terminada la Primera Guerra Mundial, llegaron al puerto de Montevideo, junto a otros inmigrantes, varias familias provenientes de Amiens, ciudad medieval al norte de Francia, hermosa y antigua ciudad de reyes, donde Julio Verne pasó sus últimos años. Ya entonces, había en Montevideo varias familias venidas de Francia, debido a que los galos han inmigrado a Uruguay desde que nuestro país declaró su Independencia.

Entre estas familias se encontraban Camille y Nathan Feraud, un joven matrimonio y su pequeño hijo Pierre. Dichas familias llegaron con el propósito de adquirir tierras y radicarse en nuestro país. Con excepción de Nathan Feraud, empleado bancario en su ciudad, quien al llegar compró una casa frente al “río como mar” y allí se estableció con su familia. De modo que su hijo estudió en el Liceo Francés y el señor Feraud fue, por muchos años, ejecutivo en una financiera de la capital.


En setiembre de 1939 irrumpe en el Viejo Mundo la Segunda Guerra Mundial, y Europa llama a sus hombres a integrarse a la lucha. Pierre Feraud que acaba de cumplir 21 años, interrumpe sus estudios, decide acudir al llamado y marcha a la guerra a combatir por Francia.
Debe presentarse a su comando en París donde le proporcionan el uniforme y las instrucciones. Tiene 4 días de asueto antes de presentarse ante su superior. De modo que en un tren directo viaja hacia Amiens, la ciudad donde nació y donde aún quedan parientes. Desea recorrer sus calles, ver sus casas y palacios construidos 600 años atrás.


Llega sin dificultad a la casa de un primo de su madre que vive con su esposa y sus hijos a pasos de la Catedral. El joven se da a conocer y la familia le ofrece la casa para que se quede esos días que tiene libre, antes de ingresar al ejército. Allí Pierre conoce a Denisse, una de las hijas de los dueños de casa.
Los jóvenes se vieron, se enamoraron, y se amaron sin pérdida de tiempo. Que bajo el estruendo de una guerra todo debe ser resuelto y sin demora. Pues si el Amor se presenta sin previo aviso, es necesario amarrarlo, que nunca se sabe si la muerte pasará antes o después del primer beso, y cuatro días no es poco ni demasiado cuando se tienen 20 años y el ferviente anhelo de vivir un amor inasible y apasionado.


Los jóvenes viven entonces los cuatro días más intensos de sus vidas. Sin reglas ni barreras. Un amor inolvidable, que marcará sus vidas para siempre.
Bajo la promesa de que al término de la guerra volverá por ella, Pierre vuelve a Paris y de allí, al frente.
Desde el día de la despedida, los jóvenes amantes comienzan a enviarse misivas casi a diario.


En los primeros meses de 1940, Pierre es herido en combate, el ejército francés lo da de Baja y es enviado a Uruguay. La recuperación es lenta, de todos modos, pasado un tiempo con la ayuda de un bastón, vuelve a caminar. Mientras tanto sigue escribiendo a su novia en Amiens, que va poco a poco, y si explicación, dejando de contestar.


Un día Pierre vuelve a recibir una carta, donde Denisse le comunica que ha conocido a un joven de su ciudad, de quien se enamoró y con quien se ha casado. Que el amor de ellos fue solo una historia de cuatro días, que no quiere vivir un amor por cartas y que pese a todo, ella nunca lo olvidará.
Esta aclaración inesperada produjo en el joven enamorado gran dolor y decepción, que manejó como mejor pudo. Pero el tiempo no se detiene. Pierre ha mejorado de sus heridas y retoma sus estudios en la universidad.


Vuelve a encontrarse con compañeros de estudio y amigos del barrio. Y también con una novia que tuvo una vez, antes de ir a la guerra. La joven se llama Carmen y es hija de un matrimonio italiano. La guerra une y desune. Pierre comienza una nueva historia. Apenas recibido compra una casa y se casa con Carmen.
El 8 de mayo de 1945, tras la firma de la capitulación alemana, en Berlín, finaliza la Segunda Guerra Mundial.

En 1950 Uruguay es Campeón Mundial de Fútbol. A fines de ese año Pierre se enferma de una enfermedad grave, y pese a recibir una óptima atención médica, su salud decae y muere en pocos meses. Carmen se ha quedado sola.


Ya hace diez años que Pierre falleció. Uruguay vive días de incertidumbre.


Carmen comienza a desocupar la casa para venderla. El escritorio de Pierre está cerrado y abandonado. Pocas veces desde que está sola ha entrado allí. Carmen entra, abre la ventana. Recoge y tira papeles, carpetas, amontona libros, tarjetas antiguas, guías de teléfonos. Junto a unos documentos vencidos encuentra una carta. Está cerrada, es la letra de Pierre. Está dirigida a Denisse y lleva su dirección en Amiens. ¿Por qué le escribiría Pierre? ¿Qué diría la carta? ¿Por qué no la envió? ¿En qué momento, cuándo la escribió? No quiso abrirla. No era para ella. Puso la carta en su bolso. Cerró la ventana. Salió a la calle, fue hasta el correo y la envió recomendada.
Afuera, había comenzado a llover.


Atardece en Amiens. Denisse prepara la cena en la cocina. Está sola, los hijos aún no han llegado. El cartero trae una carta. Debe firmar una nota. Viene recomendada. Denisse no entiende, es la letra de Pierre. Deja la cocina y sale a jardín. Sus manos nerviosas rompen el sobre y comienza a leer...
Cae la tarde, y el sol declina detrás de las torres de la catedral.

Ada Vega, año edición 2020