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miércoles, 7 de febrero de 2024

Jaque Mate

  


Serían poco más de las diez, aquella noche de mediados de agosto, había en el aire un anticipo de primavera. Terminaba de dictar clases y me iba abrazado a un montón de escritos para corregir. Bajaba las escaleras de la Universidad y tú subías apresurado. Al cruzarnos, casi sin detenerte, me dijiste que te esperara en el bar donde solíamos reunirnos, pues tenías que hablar conmigo. Esa noche yo había programado no acostarme hasta terminar de revisar las pruebas. De todos modos entré al bar, encontré una mesa libre junto a la ventana que da a la avenida, me senté y pedí un cortado. Nuestra amistad databa de muchos años y si tenías algo urgente que decirme mi deber de amigo era escucharte. No habían pasado diez minutos cuando entraste al bar. Te sentaste frente a mí y el mozo te alcanzó un café. Estabas alterado. Gesticulabas nervioso. Traté de adivinar el problema que, sin dudas, te acuciaba, pero mi imaginación se estrelló ante tu seriedad para revolver el café. Encendí un cigarrillo y esperé a que hablaras. De pronto abriste la boca y de ella las palabras salieron a borbotones.

—Manuel —dijiste sin preámbulo—, voy a dejar a Yanina. No hice ningún comentario y continuaste.
—Es una situación difícil, pero no me queda otra salida. Me voy con Estela. Quería contártelo yo antes que te enteraras por otra persona. Comenzaste a beber tu café. Al principio no supe qué decir. No sé qué se acostumbra en estas circunstancias. Traté de salir del paso con lo primero que se me ocurrió.
—¿Lo pensaste bien?
—Sí, Manuel —me contestaste—, Estela, me gusta, me siento bien con ella y no quiero perderla, ¿entiendes? Me sentí confundido y —no, no te entiendo —te dije. Entonces el que no supo qué contestar fuiste tú. Aproveché el lapsus y te pregunté por tu mujer.
— ¿Yanina no está esperando su primer hijo en estos días?
—Sí —afirmaste.
—¿Y la vas a abandonar ahora, cuando más te necesita?
—Manuel —te apresuraste a contestar—, mi relación con Yanina llegó a su fin, no puedo quedarme a su lado porque va a tener un hijo. No te pido que me comprendas, pero las cosas se dieron así. Estela apareció de golpe en mi vida. Estas cosas pasan. No tienen explicación. Me di cuenta entonces que lo tenías resuelto, que no tenía caso lo que yo pudiera opinar. —Dime, Juan, ¿tú la quieres a Yanina?
—La quiero, sí, pero no la amo. Te voy a explicar…
—No, no me expliques, yo sé la diferencia que existe entre querer y amar. Espero que tú también la sepas y no te equivoques. De todos modos, si ya decidiste cómo resolver la situación,yo, como amigo, qué puedo decirte?
—No digas nada. Ya renuncié a mi puesto en la facultad y mañana nos vamos del país.
—¿Te vas del país? ¿Para dónde se van Juan?
—No me preguntes —me contestaste—, después te escribiré.
—Pero, ¿y tu hijo? —insistí — ¿no te importa lo que pueda ser de él?
—Yanina tiene pasta de madraza — afirmaste—, no va a necesitar de mí para criarlo.
En ese momento hubiese querido decirte muchas cosas, hasta de moral te hubiese hablado. De hombría. Pero entendí que solo deseabas informarme, no pedirme una opinión. Te miré a los ojos y te desconocí. Me sentí caer en un pozo profundo donde las palabras y mis sentimientos se entremezclaban. Traté de poner mi mente en orden hilvanando una buena frase que te hiciera recapacitar, pero permanecí mudo. Ausente. Te pusiste de pie y nos estrechamos las manos. _Chau Manuel.
_Hasta siempre Juan.
Te fuiste sin mirar atrás. Yo pedí otro cortado y me quedé en el bar donde, un par de años atrás, habíamos conocido a Yanina. Estrenábamos nuestros títulos de Profesores de Español. Siempre fuiste ganador, simpático, entrador. Te sobraban las mujeres. Yanina apareció una tarde con una amiga. Eran estudiantes de la Facultad de Humanidades. Nos impactó a los dos, pero yo no tuve oportunidad tú ya te le habías acercado. Al poco tiempo ella dejó de estudiar y se fueron a vivir juntos. A veces la amistad no nos da tregua. No solo a Yanina le fallabas, al fallarle a ella me fallaste a mí. Te vi salir del bar y perderte entre la gente. Y por veinte años no te volví a ver. Hoy llamaste a la puerta de mi casa y a mi hija menor le preguntaste por mí. Te invité a pasar. Ni siquiera me extrañó tu presencia en mi casa. Siempre supe que un día u otro nuestros caminos volverían a cruzarse. Estás igual. Más veterano, como yo, pero al verte se nota que la vida te ha mimado. Conversamos de tu vida y te pregunto por Estela. Que sí, me decís, seguís con ella. Las cosas no resultaron como esperabas, pero bueno, a veces las cosas no se dan. No, no tuvieron hijos. La maternidad nunca estuvo en los planes de Estela. Por lo demás te ha ido bien. Estás radicado en Caracas, viniste por unos días a Uruguay, pero ya te vuelves. Encuentras hermoso a Montevideo. Todavía lo extrañas. Quieres saber de mí.
—Me casé —te digo—, tengo tres hijos. Quédate a almorzar, así conoces a mi familia. ¿Económicamente? Con dificultades, porque la situación en el país está muy complicada. Sigo de profesor en la universidad y doy clases en dos liceos. ¿De mis hijos? Los dos mayores son varones y están en la facultad. La más chica todavía no terminó la secundaria. Mi familia es toda mi riqueza.
—Vamos —te digo—, pasemos al comedor, mi familia ya está reunida.
—¿Ves, Juan? Estos son mis tres hijos. ¡Yanina! Ven amor, acércate, tal vez te acuerdes de este amigo que tuve hace muchos años. Hoy va a almorzar con nosotros.


Ada Vega, año edición 2007

martes, 6 de febrero de 2024

Bailemos









—¿A un baile? ¿Te parece? Yo estoy muy fuera de foco y creo que de bailar ya no me acuerdo. No, no sé Nelly. No sé.
—Pero aunque no bailes, te distraés, salís un poco. Escuchás la orquesta, mirás a los bailarines. Ves gente. Otra gente. Dale, animate.
—Me gustaría ir, sí, pero bailar no, no quiero hacer el ridículo. Me da vergüenza, a mi edad... Vos sabés que yo durante treinta años...
—Sí, ya sé, bailaste solo con el finado.
—No, si él no bailaba.
—¡Ah! Es cierto. Todavía eso.
—Imaginate, como a él no le gustaba bailar, yo no bailé más. —Mirá, tu marido era buenazo pero...
—Irremplazable.
—Sí, irremplazable. Pero te tuvo sucuchada toda la vida, buenazo, ¡pero machista!
—Sí, eso sí. Era tremendamente machista. Pero vos sabés bien que nunca nos faltó nada, ni a mí, ni a las nenas.
—Pero se murió Nilda, ¡a morto! Y vos, no.
—Lo tendría que consultar con las chiquilinas.
—¿Qué tenés que consultar? Cuando ellas se ennoviaron, ¿te consultaron? Cuando decidieron casarse y hacer su vida, ¿te consultaron? Durante tantos años decidieron por vos, que ahora no sabés tomar tus propias decisiones. Por eso te digo que tu marido era machista. Te dio de comer, pero no te dejó opinar.
—No, no creas, no era tan así. Yo nunca tuve que salir a trabajar.
—Vos no saliste a trabajar ni a nada. Si estuviste treinta años encerrada. ¡Ojalá, hubieses salido a trabajar! Ahora serías una mujer independiente y decidida. No una viuda achicada y asustadiza, que no sale de su casa porque tiene miedo.
—Es que yo me acostumbré a que el Negro se encargara de las compras de la casa. Iba a la carnicería, a la feria. Además, me compró el lavarropas, la aspiradora, la procesadora de alimentos...
—Te llenó la casa de herramientas de trabajo.
—También compró una televisión preciosa.
—Que la tuvo siempre a los pies de la cama del lado de él. En el living tendría que haberla puesto por si, en algún momento que pararas de limpiar, querías ver una telenovela.
—No veía telenovelas porque al Negro le gustaba el fútbol. Cuando estaba en casa siempre veía fútbol. Pero yo, en la cocina, tenía una radio chica.
—¡Una radio! ¡Cómo te anuló ese hombre!
—La culpa fue mía, Nelly. Yo me acostumbré a vivir tranquila, a tener todo en casa, sin tener que preocuparme de nada.
—Te dio de comer, Nilda, te dio de comer.
—Pero era bueno, sabés.
—Sí, no mató a nadie por la espalda.
—No seas exagerada. Y no te creas, en muchas cosas tenés razón. Yo sé que no salir a la calle durante tantos años, como sale cualquier persona a comprar o a hacer trámites, me ha hecho temerosa. De eso me doy cuenta. No voy ni a la casa de mis hijas. No quiero salir. Yo estoy bien acá en casa. ¿Para qué voy a salir?
—Pero, Nilda, la vida no es eso. ¡Vos estás viva! Andá a ver a tus nietos. A mirar vidrieras. A comprarte ropa... ¡y dejá de hacer crochet, querés, que me estás poniendo nerviosa!!
—¿Vamos a tomar unos mates?
—Sí, dale, aprontá un mate.
—Sabés, Nelly, el Negro y mis hijas eran mi vida. El Negro se fue y las chiquilinas se casaron y yo me quedé como vacía, sabés. Como perdida. Y como no sé qué hacer, no hago nada. —Pero vos eras igual que yo. ¿Te acordás cuando éramos jovencitas? Trabajábamos las dos. Íbamos a la playa, al cine, a bailar. ¡Tuvimos una juventud tan linda! Y cuando conociste al Negro se te terminó todo, porque él...
—No, no me hables del Negro. Yo no perdí nada, fui muy feliz. Yo sé que era celoso, machista como vos decís, que viví medio secuestrada, pero, sabés Nelly, ¡hoy no sé lo que daría por tenerlo conmigo otra vez...! De todos modos, yo sé que la vida continúa, que no puedo seguir viviendo aislada del mundo. Voy a tratar de adaptarme al nuevo ritmo, pero despacio. Sin apuro. Porque me cuesta.
—Nilda, yo no quiero arrastrarte a un baile para hacerte mal o para que te olvides de tu marido. Sé que fue un gran tipo y te quiso mucho. Yo solo quiero que salgas una noche, ¡a vivir! La vida no terminó porque te hayas quedado sola.
—Está bien. Sí, está bien. Para que veas que me voy a sobreponer, hoy te voy a acompañar al baile. Sí, voy, ¡voy al baile contigo!
—¿De veras? ¡Me alegro! ¡Vas a ver qué bien vamos a pasar! —Ahora decime ¿qué ropa me pongo? ¿Cómo se viste la gente para ir a bailar?
—Sencillo, Nilda. Ponete el pantalón negro con esa camisa blanca de seda, que tenés, estampada con rosas negras, y los zapatos altos de charol. Y así fue, llegamos al baile a la una y media. Villasboas arrancaba con la milonga Luz Verde. Con mi amiga nos dirigimos a la barra. Ella dijo:
—Hola, ¿qué tal? —Hola Nelly, le contestó el muchacho del bar.
—Dos medios Johnnie con mucho hielo, pidió. ¿Me habrá parecido o un par de veteranos me cabecearon? Sentí que me miraban, que me hacían señas. ¡Me invitaban a bailar! No, no crean que era una diva, era una desconocida y todo lo nuevo tiene su misterio. Atrae. Y el hombre es como el gato, curioso por naturaleza. Siempre quiere saber qué hay debajo de la piedra. De pronto un veterano de traje gris se acercó y me invitó a bailar. Y yo acepté. Mi amiga se quedó mirando con los dos vasos de Johnnie en las manos. Alcanzó a decirme:
—¿Qué hacés?
—¿No estoy en un baile? ¡Voy a bailar! Empecé bien, no me había olvidado del dos por cuatro. Le pedí a Dios que el veterano no me hablara, porque si tenía que contestarle me iba a perder, lo podía pisar, y eso de entrada sería funesto. Y el veterano habló:
—Linda noche. Y yo lo pisé.
—Perdón.
—No es nada.
—Hace mucho que no bailo.
—No parece. Es una pluma.
—Gracias.
—Nunca la había visto. ¿Es la primera vez que viene?
—Sí. Mi amiga me había advertido: No hables de vos. No cuentes nada. Una nunca sabe con quién sociabiliza en un baile. Decí que sos del interior. Que viniste a pasear a Montevideo. Que sos casada, que estás con una amiga y que te vas con ella. Bailé tres tangos con el veterano porque después del pisotón congeniamos. Yo me tranquilicé y bailamos como si hubiésemos bailado juntos toda la vida. Nelly no bailaba. Estaba de gran charla en la barra con una pareja de amigos. Quise estar con ella y le dije a mi ocasional compañero que me iba con mi amiga. ¡Él se fue conmigo! Al llegar Nelly me miró y yo levanté los hombros como diciendo: ¿Qué le voy a hacer? De modo que con el veterano nos acomodamos en la barra.
—Bailás muy bien. ¿Sos casada?
—Soy viuda.
—¡Ah! ¡Viuda!, (puso cara de susto), lo siento. ¿Tenés hijos? (se recuperó)
—Sí, tengo dos hijas casadas que...
—¿Viven contigo?
—No, cada una en su casa porque... -
—¿Vivís sola?
—Sí, tengo una perrita que me acom...
—¿En un departamento? —No, tengo una casa preciosa con un jardín muy gran...
—¿Tuya?
—Sí, la compramos cuando recién nos casamos, queríamos... —Empezó la típica, ¿bailamos?
—Sí. Y entre la música y la charla tan interesante se fue la noche. Yo estaba cansada y con mi amiga nos aprestábamos a retirarnos. El veterano acercándose me susurró:
—Te alcanzo en un taxi hasta tu casa.
—No, gracias, yo traje el auto.
—¿Tomamos una copa juntos en algún boliche, para brindar por este encuentro?
—Te agradezco pero me voy con mi amiga.
—La dejamos a ella y después me dejás a mí.
—Mi amiga hoy se queda en casa.
—Me gustaría volver a verte. ¿Dónde vivís?
—¿Conocés el Bañado de Medina?
—Ni idea. ¿Es para el lado de Carrasco?
—Es pasando Fraile Muerto. En Cerro Largo. ¿Sintonizás?
—Me estás cortando el rostro ¿no?
—¡No! Ni ahí. En cualquier momento nos volvemos a ver. No va a faltar oportunidad. Chau.
—Chau...¡Que te garúe...! Hacía una noche preciosa. Yo me sentía con veinte años menos. Tomé en el auto por esa rambla tan maravillosa que tiene nuestro Montevideo y entendí que aún existía el día y la noche para mí. Que era receptiva a sensaciones que creía muertas. Desaparecidas. Sensaciones que afloraban como savia nueva. Descubrí que yo no era solamente madre, abuela y viuda. Era también una Mujer. Y me sentí feliz, renovada, vuelta a la vida. Mi amiga me sacó de mis cavilaciones.
—Menos mal que te dije que no hablaras de vos. Sos un libro abierto.
—Me olvidé.
—Bueno, lo que importa es que pasaste bien. ¿Qué te pareció el baile? ¿Te divertiste?
—¡Claro! ¡El viernes venimos de nuevo!
—¿Te impresionó el veterano del traje gris? ¡A mí me pareció medio ligero! -
—¿Qué veterano? ¡Nada que ver! Mientras bailaba pasé revista y vi un viudo que vive en el edificio donde vive mi suegra. Tiene un departamento precioso y un OK de película. ¡Vos sabés que me reconoció y me hizo señas de que me espera el viernes!
—¿Y vos?
—¡Le hice que sí con la cabeza!
—Irremplazable el Negro.


Ada Vega, año edición 2001

lunes, 5 de febrero de 2024

Como campanilla de recreo

  



Manuel Arvizu ingresó al elegante salón de fiestas del Hotel Conrad Punta del Este, donde esa noche se ofrecía una recepción a un grupo de científicos llegados del Institut Pasteur de París, en visita a su homólogo de Montevideo. El grupo lo conformaban tres doctores y un técnico dedicados al estudio de la Biología Molecular. Uno de los doctores era una bióloga nacida en Uruguay y radicada en Francia hacía muchos años. Manuel Arvizu paseó su mirada sobre toda aquella concurrencia y se encaminó hacia donde se encontraban los homenajeados. Se detuvo ante la mujer que componía el grupo, causante de su presencia en dicho agasajo. Desde que viera la foto en los diarios y el anuncio de su arribo al país, solo estuvo pendiente del día de su llegada.

 Esa doctora en biología que anunciaba su visita al Uruguay, había sido una estudiante alumna suya de los años en que fue profesor de un liceo capitalino. Vivió con ella una brevísima historia de amor. Tan breve que el hombre piensa que nunca comenzó y por ende nunca acabó; pero, que sin embargo, como una imagen recurrente, aún permanece en su memoria perturbándolo, a veces, como una obsesión. Que no comenzó con un principio, como comienzan las historias de amor. Más aún, una historia que le pertenecía solamente a él, pues se había enamorado de una mujer que había hecho suya una tarde, de hacía muchos años y que nunca más volvió a ver. Una mujer de la que se enamoró después: al recordarla. Cuando, sin saberlo entonces, ya la había perdido.

 Ahora el destino volvía a cruzarlos y él necesitaba ir a su encuentro. Enfrentar ese recuerdo acuciante que no pudo nunca dejar en el olvido. Hablar con ella aunque fuesen dos palabras para poder, al fin, olvidar aquella vieja historia. Y allí estaban los dos, otra vez, frente a frente. La mujer lucía espléndida. Elegante, pero sobria. Llevaba un vestido negro de corte clásico y un collar de perlas y, en sus manos, solo una alianza de matrimonio. Delgada, no muy alta, con el cabello corto y poco maquillaje, exhibía su rostro una belleza interior que relucía en sus ojos claros y en su boca que se abrió en una sonrisa cuando vio al hombre que se acercaba y lo reconoció. 

Tenía diecisiete años aquel invierno, cuando se vieron por primera vez, y él había pasado los treinta. Ella estaba cursando quinto año de bachillerato, él llegó a suplir al profesor de física que se había enfermado. Se quedó con el cargo de profesor todo el tiempo que quedaba de quinto y todo sexto. Ella lo volvió loco todo el tiempo que quedaba de quinto y todo sexto. Se había enamorado del profesor. Muchas alumnas se enamoran de sus profesores, pero son solo amores platónicos; sin embargo, lo de Eliana nada tenía que ver con Platón y su elevada filosofía. Ella acosaba continuamente al profesor. Lo seguía, lo esperaba, lo llamaba por teléfono. Lo invitaba a ir al cine, a la biblioteca, a tomar un café. Con él a cualquier parte. El muchacho en ningún momento demostró interés en la joven. Estaba casado y ella era un compromiso para él y se lo decía: 

—Déjame en paz, Eliana, me vas a hacer perder el trabajo. Todo fue en vano. En los últimos días de noviembre, antes de terminar el sexto año de bachillerato, Eliana necesitaba urgente una paliza. Manuel prefirió llevársela a un motel. Ella se quitó la ropa con la velocidad de un rayo y se tendió en la cama. Manuel pensó que era sabia en amores. La cubrió con su cuerpo y ella permaneció estática. Estiró las piernas juntas sobre las sábanas y se quedó a la espera. Manuel la miró y le preguntó: 
---Eliana, nunca hiciste el amor. Ella le dijo que no con la cabeza, y la boca cerrada. 
—Eliana, eres virgen —volvió a preguntar. Ella le dijo que sí con la cabeza, y la boca cerrada. Manuel trató de incorporarse y Eliana se abrazó a su cuello para que no la abandonara. Lo mantuvo quieto, aferrado sobre su pecho desnudo. No supo. No encontró las palabras con las cuales decirle que ella quería que fuese él, y no otro, su primer hombre. Lo miró angustiada. Manuel se zafó del abrazo y se tendió a lo largo, junto al cuerpo de la muchacha, a esperar que se le pasara el desconcierto. Ella se acurrucó en el cuerpo del hombre buscando refugio. Entonces la tomó en sus brazos, la besó largamente y ella, entregada al fin, se abrió al amor. 

El profesor no tuvo oportunidad, en los días que siguieron, de instruir a su alumna sobre las distintas fases del arte de amar y, unos meses después Eliana, mediante el usufructo de una beca, se fue a estudiar a Francia. Y no volvió a saber de ella. Desde aquella tarde en el motel habían transcurrido treinta años. Manuel Arvizu observa a la famosa bióloga que está a su lado, sonriente, desinhibida. Hizo bien en venir a verla. Ahora sabe que ella nunca lo olvidó. Que jamás lo olvidará. Ya puede ponerle fin a aquella historia de amor tan breve, que por distintas razones dejó entre la alumna y el profesor, un recuerdo imborrable. Eliana le tendió una mano para saludarlo. Al estrecharla, Manuel alcanzó a ver la alianza de matrimonio. Solo una palabra pronunció él en voz muy baja, casi al oído: 
—¿Aprendiste…? Ella rio al contestarle. Y él la reconoció más hermosa que nunca y más lejana que nunca. 
—¡Con un máster…! —alcanzó a decirle, mientras iba apresurada a reunirse con su grupo. Y Manuel quedó mirando la figura de la mujer que se alejaba de su vida para siempre, mientras su risa retumbaba en el salón, como campanilla de recreo. 

Ada Vega, año edición 2013

sábado, 27 de enero de 2024

El violinista del puente Sarmiento

 



Ese domingo había amanecido espléndido. Casi de verano. Por la mañana habíamos salimos con Jorge para la feria del Parque Rodó. En esa feria se vende mucha ropa y él quería comprarse un jean bueno, lindo, barato y que le quedara como de medida.

Fuimos caminando por Bulevar Artigas. A las 11 de la mañana el sol caía impiadoso. Al pasar bajo el puente de la calle Sarmiento, sentado en la verja de ladrillos, encontramos a un hombre viejo tocando el violín. Vestía pobremente, pero prolijo: llevaba puesta una camisa blanca con rayas grises, remangada hasta el codo, que dejaba ver, en el brazo que sostenía el instrumento, una Z y una serie de números tatuados. En el suelo junto a él había una caja de lata, colocada allí, supuse, para recibir alguna moneda.

Al acercarnos oí ejecutar de su violín, con claro virtuosismo, las Czardas de Monti. Detuve mis pasos y le pregunté al violinista si era judío. Me miró con sus ojos menguados y me dijo que no. Soy gitano, agregó, nacido en Granada. Le pedí permiso y me senté a su lado, quise saber qué hacía en Uruguay un violinista gitano nacido en Granada —mi marido se molestó y me hacía señas como diciendo: y a vos qué te importa. Disimulé y miré para otro lado.

El violinista me miró entre sorprendido y desconfiado, después quedó con la mirada fija en la calle como buscando la punta de un recuerdo escondido, para tironear de él. Quedé un momento a la espera. Entonces comenzó a hablar con una voz cascada en un español extraño.

Mi marido también se sentó.

—Llegué a este mundo en Granada, provincia de Andalucía, una tarde de invierno en que lloraba el cielo, del año 1925 de Nuestro Señor, en el barrio gitano de las cuevas del Sacromonte. Allí pasé mi vida toda. Porque después ya no viví.

—Del Sacromonte —pregunté.

—El Sacromonte es el barrio más gitano de Granada —me contestó—, en sus cuevas habita la esencia del flamenco que algunos calé llaman el Duende, porque erotiza el baile y el cante hondo. Se encuentra en lo alto de un monte y hay que subir a él por veredas pedregosas. Tiene calles estrechas y casas cavadas en la roca.

Quedó un momento en silencio que yo aproveché.

—Por qué se llama Sacromonte —quise saber.

—Porque que en tiempos de los musulmanes había sido un cementerio —continuó diciendo—, las cuevas fueron construidas por los judíos y musulmanes que fueron expulsados en el siglo XVI, hacia los barrios marginales, a los que más tarde se les unieron los gitanos.

Aquel gitano nacido en el Granada, hablaba con los ojos entrecerrados, como visualizando cada cosa que iba diciendo. Por momentos callaba y quedaba como extraviado, como si su espíritu lo hubiese abandonado para volver a su España, a Granada, a las cuevas de aquel barrio cavado en la roca.

De pronto volvía y con un dejo melancólico me hablaba de la Alhambra, construida en lo alto de una colina —decía.

Yo lo escuchaba encantada y trataba de no interrumpirlo porque me fascinaba su voz, su modo de hablar como un maestro, como un sabio que me enseñaba rasgos de la historia que yo desconocía. Él, por momentos, se entusiasmaba al recordar cada detalle de aquellas historias de su tierra lejana que, con su voz y su memoria, parecía revivir.

—Desde el Sacromonte se puede ver la Alhambra —decía como si la estuviera visualizando—, uno de los palacios más hermosos construido por los musulmanes hace más de quinientos años a orillas del río Darro, frente a los barrios del Albaicín y de la Alcazaba. Tiene en el centro del palacio, el Patio de los Leones, con una fuente central de mármol blanco que sostienen doce leones que manan agua por la boca y que, según dicen algunos nazaríes, representan los doce toros de la fuente que Salomón mandó hacer en su palacio, y otros opinan que pueden también representar las doce tribus de Israel sosteniendo el Mar de Judea.

El violinista del puente de la calle Sarmiento, me contó que los gitanos habían sido discriminados en España a partir de 1499, por los Reyes Católicos Fernando e Isabel y por la Inquisición española, en nombre de la Iglesia, que buscaba entre los gitanos no conversos, a brujas hechiceras que realizaban maleficios en reuniones nocturnas con el diablo, para quemarlas en la hoguera. Nunca fue cierto —me aseguró—, los gitanos no pactamos con el diablo. Los poderes sobrenaturales de los gitanos ya los traemos al nacer. Son dones otorgados por el Dios de todos los hombres. De todos modos, aún hoy —afirmó—, seguimos siendo discriminados en todo el mundo.

Después de un silencio que usó, tal vez, para ordenar sus recuerdos continuó con voz profunda y emocionada. 

—En mi barrio del Sacromonte me casé a los dieciocho años con una gitana de dieciséis, linda como el sol de mayo. Teníamos dos hijos pequeños, una niña y un varón, cuando viajando por el mundo, un día los nazis irrumpieron en una fiesta gitana, quemaron, robaron y destrozaron todo y se llevaron en camiones a las mujeres y a los niños por un lado y a los hombres por otro, dejando un tendal de muertos.

Al oír este relato tan atroz le pedí que no siguiera contando, que le hacía daño, le dije. Él me miró y me contestó: —los muertos, no sufren. Hace años que no vivo. Y continuó. —A los músicos de la fiesta nos llevaron aparte, juntos con los instrumentos. La última vez que vi a mi mujer y a mis hijos fue cuando, a empujones y a golpes, los subieron a un camión. Tal vez tocaba el violín, mientras cenaban los generales de la S.S., cuando eran conducidos a la cámara de gas. Cuando terminó la guerra y los aliados nos liberaron volví a España y a Granada, pero no encontré a mi familia ni a mis amigos.

Durante muchos años vagué con mi violín por los países de Europa, hasta que un día decidí venir a América con una familia que conocí en Rumania. En América recorrí casi todos los países, llegué hasta el sur de EE.UU. pero de allí me volví. Viví largos años en Argentina. Hace un tiempo vine a Uruguay, he recorrido todo el interior. Me siento muy bien aquí. Hay mucha paz. Por ahora pienso quedarme.

Le pregunté por qué su español era tan extraño. Me contó que los gitanos tienen sus leyes y su idioma Romaní, para todos los gitanos del mundo. En todos los países europeos los gitanos se comunican en el mismo idioma. Pero en España y Portugal no lo hablan bien. Tal vez mezcle un poco los dos idiomas —me dijo.

Aunque no lo hubiese dicho los números en su brazo hablaban de la guerra y los Campos de Concentración de manera que le pregunté qué significaba la Z junto a los números tatuados en su brazo, algo que yo nunca había visto antes. Me contestó que la Z significa Zíngaro, gitano en alemán.

Estuvimos hablando mucho rato, él se encontraba trabajando cuando llegué y lo interrumpí. Le pregunté entonces si el próximo domingo volvería, me aseguró que si. Quedaron a la espera muchas incógnitas.

Durante esa semana fui anotando en mi agenda cada pregunta que le haría. Cada consulta. Cada duda. Volví con mi esposo al domingo siguiente provista de la agenda y un pequeño grabador, pero no estaba. Lo busqué en los alrededores, pero no encontré al gitano del violín. Durante varios domingos me acerqué al puente Sarmiento con la esperanza de encontrarlo. Nunca volví a verlo por allí. No le pregunté el nombre. Ni me dijo donde vivía. Si no fuese porque mi esposo fue testigo, hasta creería que lo soñé. Que sólo fue una ilusión. Un sortilegio.

De todos modos, lo sigo buscando. Algún día en alguna feria de barrio volveré a escuchar su violín y aquellas Czardas de Monti. Entonces reanudaremos la conversación. Sé que volveré a encontrarlo por alguna callecita romántica, escondida, perfumada de jazmines, de este nuestro entrañable Montevideo.



Ada Vega, año edición 2004. 


viernes, 26 de enero de 2024

De boliches y otras yerbas

 




Don Alberto Aquino era un tipo de pocas pulgas. Genioso y mal arreado como he conocido pocos. Tenía el pelo entrecano de tordillo viejo, pero conservaba el cuerpo duro y fornido de sus años mozos. Nunca le gustó andar averiguando la vida de otros, y de la suya no era dado a hablar. No hacía liga con los gurises que peloteaban frente a su casa, y más de una vez les tajeó la pelota que caía en su jardín destrozando algún almácigo, o alguna rosa temprana. Peleaba por las mañanas con el diariero porque venía muy tarde, y con el panadero, que ataba la jardinera al árbol de su vereda, y el caballo dejaba de estiércol la calle a la miseria. Discutía en el almacén y protestaba en la feria. Con razón o sin ella, vivía enojado.El asunto era quejarse, rezongar. Si tenía un genio del diablo, después que enviudó fue peor. Quedó solo, con un par de gatos barcinos y unas batarazas en el fondo. Nunca tuvo perro. Vivía en la casa pegada a la del Cacho Forlán, que había comprado con su mujer cuando la ley Serrato. No sé si usted se acuerda.
-Más o menos.
-No, más o menos no, se acuerda o no se acuerda.
-No me acuerdo.
-Eran unas casas que se vendían a pagar a largo plazo.
-No, digo que de lo que no me acuerdo, es del Cacho Forlán.
-¡Cómo no se va a acordar! Era el electricista que le hacía arreglos a todo el barrio.
-Ah, un flaco que era guinchero del puerto.
- El mismo, las dos casas las compraron por la ley Serrato.
- De esa ley no me acuerdo.
-Lo instruyo: era una ley muy buena que sacó Serrato, un ingeniero que fue presidente de la República entre el 23 y el 27, y por la cual uno se podía comprar una casa y pagarla en treinta años.
-¿Y qué?, ahora también con el Banco Hipotecario...
-Cállese. No me hable del Banco Hipotecario. Un día que tenga tiempo, le voy a contar lo que me pasó a mí con el Banco Hipotecario.
-Está bien don, ¿y qué fue de don Alberto Aquino? blancazo el hombre ¿no?
-Mire, sinceramente no sé. Tal vez. Nunca supe de su filiación política.
-¿Y qué fue lo que le pasó al hombre?
-Como le iba diciendo, la casa de don Alberto era esa que tiene el sauce al frente.
-Ah, si si.
-Bueno, resulta que el hombre tenía un taller de relojería y allí, entre sus gatos, sus plantas y sus gallinas, mataba el tiempo rumiando solo todo el día. Pero vea usted, que a eso de las nueve de la noche, como algo preestablecido, cerraba el negocito, armaba un cigarro y cruzaba al boliche del gallego Paco. Otro tipo si lo hubo, callado como una tumba. Amargado y triste vivía por no morirse. Obligado. Había llegado a Montevideo muy joven, recién casado, acá lo esperaban unos parientes que le habían conseguido una casa donde vivir y trabajo. Y mire usted lo que es el destino, al mes de llegar, se le muere la mujer.
No quiso volver a España. Un día se compró el boliche de la esquina, y allí pasó el resto de su vida, solo, sin poder ni querer olvidar. Y así, hablaba lo estrictamente necesario, escuchando a los parroquianos como un confesor, quienes a pesar de su parquedad le tenían sincero aprecio. Yo creo que la soledad los hizo unirse y hacerse amigos. El asunto era que a las nueve de la noche, el gallego Paco servía dos cafecitos con coñac, dejaba al Carlitos de mozo en el mostrador, y se llevaba los cafecitos a una de las mesas junto a la ventana. Allí llegaba don Alberto fumando manso y se sentaban los dos.
-¿Y hablaban?
-No mucho. Pero hablaban, sí. A veces del tiempo, del fútbol, o de la guerra en Europa. Y entre un cafecito y otro, se contaban la vida. Y finalmente, creo que las nueve de la noche era, para ellos dos, la hora más importante del día.
-Vivían al cuete.
-No crea, vivieron intensamente la soledad y el dolor.
-Pero vivieron pa’dentro.
-Así somos los seres humanos. Unos viven pa’dentro, como usted dice y otros pa’ fuera. La vida nos va tallando a fuerza de golpes y a según como la enfrentamos es como se nos va formando el carácter. Algunas veces sacamos coraje de donde no hay, pero otras veces nos chicotea tanto, que nos apabulla y nos achica, y se nos van hasta las ganas de seguir tirando. ¿Nunca le pasó?
-Más bien.
-¿Ha visto? Y estos dos seres eran así, vivían pa’ dentro. Hasta que se encontraron. Porque vea usted que la amistad, cuando es sincera, es un bálsamo muy difícil de encontrar en estos tiempos. Y una noche mire lo que sucedió. Serían las diez y media de la noche, llovía agua que Dios manda, como si no hubiese llovido nunca. Don Alberto no atinaba a irse del boliche, esperando a que amainara. Así que en cuanto escampó el aguacero, se apresuró a cruzar hacia su casa. En eso, un camión que pasaba, atropelló a un perro que quedó tirado junto al viejo.
Don Alberto se acercó al animal que estaba golpeado, pero vivo. Como pudo lo arrastró y se lo llevó a su casa. Era un perro medio viejo, pero cuidado. Pensó que andaría perdido o escapado. Vaya a saber. El golpe había sido en la parte de atrás, estaba como descaderado. El pobre animal no se podía parar. El viejo lo cuidó días y días. Preguntó, no mucho ni muy fuerte, si alguien lo conocía. Nadie lo reclamó. Así que lo llamó Nerón y desde entonces don Alberto tuvo perro. Con el tiempo y los cuidados, Nerón volvió a caminar. Torcido, medio arrastrando las patas de atrás, pero andaba contento y pegado, día y noche, a su nuevo dueño. Como agradecido, vea usted.
-Como el perro no hay.
-Usted lo ha dicho. Desde entonces, fíjese, que noche a noche, llegaban al boliche del Paco don Alberto y su perro. Allí, bajo la mesa de los amigos, se echaba el animal a dormitar. A eso de las diez y media se desperezaba estirándose, y se iba con su dueño. Y en la casa que compartían, mientras las sombras se desparramaban por las habitaciones, el bicho dormía echado junto a la cama del viejo.
Por mucho tiempo los vimos juntos entre bohemios, filósofos y nostálgicos, en las ruedas de boliche del gallego Paco. Una noche se hicieron las nueve, las nueve y media y como no venían, don Paco mandó al Carlitos a ver que le pasaba a don Alberto. Un alboroto de dientes y ladridos no le permitió al muchacho ingresar a la casa. Entonces cruzó don Paco. El perro se le acercó gimiendo y acompañó al gallego hasta donde don Alberto, tendido en su cama, dormía su último sueño.
Con Nerón se quedaron los muchachos del taller mecánico. Pero a las nueve de la noche lo veíamos entrar al boliche. Allí, mientras don Paco se tomaba un cafecito, él se echaba a sus pies bajo la mesa y esperaba. A eso de las diez y media, arrancaba para el taller. Yo creo que don Alberto la noche esa, antes de morir, le recomendó al perro que acompañara al gallego. Para que no estuviera tan solo, digo yo. ¡Bicho inteligente el perro!
- Y fiel.
- Y fiel... “Cuanto más conozco a los hombres...
- Más quiero a los perros.”
- ¡Eso mismo! ¿Nos tomamos la penúltima?
-¿Y quién soy yo pa’ decir que no?
- ¡Chacho, otra vueltita, y serví acá al amigo!

Ada Vega, año edición 1996.

martes, 23 de enero de 2024

Condiscípulos







Hoy lo volví a ver. Pasó caminando por la puerta de mi casa.
Éramos niños cuando un día su familia vino a vivir a mi barrio y lo inscribieron en mi escuela. Entró a cuarto año. Yo estaba en quinto. Nos mirábamos en el recreo. El me esperaba a la salida y me acompañaba hasta mi casa, no hablábamos, creo, solo caminábamos juntos.


En las vacaciones nos vimos pocas veces porque él pasaba el verano en el campo, en la casa de los abuelos. Al año siguiente él entró a quinto yo a sexto. Nos seguimos mirando en el recreo y él esperándome a la salida. Un día al llegar a mi casa me besó en la mejilla, junto a la boca, y se fue corriendo. Quedé mirándolo y pensé que éramos novios.


Esas vacaciones no nos vimos porque su mamá se enfermó y pasó, con ella, todas las vacaciones en el campo. Cuando comenzaron otra vez las clases en la escuela, él fue a sexto, pero yo entré al liceo. Los meses pasaron y nos dejamos de ver. De todos modos, siempre pensé que trataría de verme. Que algún día iría a esperarme a la salida del liceo. Pero nunca sucedió. Durante años lloré por dentro aquel amor de adolescentes.


Nunca me fui de mi barrio, pero ya no vivo en aquella casa de mi niñez. Supe que estudiaba en la facultad de Agronomía, que un día se recibió y se fue a vivir al departamento de Río Negro. No sé si se casó. Si tuvo hijos.


Hoy, detrás de los cristales de mi ventana, lo volví a ver. Mi hija menor se parece a mí, salía por la puerta de calle y se cruzaron en la vereda. Se entre paró al verla, ella no se dio cuenta y siguió de largo. Él miró hacia la puerta, miró hacia la ventana y nos volvimos a ver. Por unos segundos fuimos aquellos dos condiscípulos.


El tiempo apenas antes que mis ojos se llenaran de lágrimas. Las lágrimas que no lloré nunca. Las lágrimas que lloré por dentro durante tanto tiempo. Hice al fin mi duelo por aquel primer amor que caló muy hondo en mí, que pudo haber sido y no fue. Y me sentí libre de carga, liviana de bagaje. Sé, ahora, que si lo encuentro un día en la calle lo podré saludar, y reírme de aquellos niños que un día tan solo, jugaron a amarse.


Ada Vega, año edición 2018

El notario

 









Nací en un pueblo de casas bajas y veredas angostas, cerca del Río Negro, donde todos nos conocíamos. En el centro había una plaza con una fuente de mármol y el busto en bronce del General Artigas, Protector de los Pueblos Libres. Frente a la plaza estaba la Iglesia, el Correo y la “Agencia Varese”, de los ómnibus que hacían los viajes diarios del pueblo a Montevideo. Frente a la Iglesia, cruzando la plaza, estaba la comisaría, la botica y la Financiera “Castro & Osorio”. Frente al otro costado de la plaza, estaba el Hotel de Otegui, la Confitería, y el Almacén de Ramos Generales. Enfrente, cruzando la plaza, estaba la sucursal del Banco de la República, el “Bar Oriental”, con plaza de comidas y la Funeraria. A dos cuadras de la plaza estaba la escuela y en la misma manzana, el liceo. Y a cinco cuadras, la Estación del Ferrocarril Central. Ese era mi pueblo. Tranquilo, amigable.

Un verano llegó un forastero de la capital. Un hombre joven, agradable. Se alojó en el Hotel, alquiló un local junto a la Financiera y colocó en la puerta de entrada, una chapa que decía: “Notario Público” y debajo una nota: “Se necesita Secretaria. Imprescindible Dactilografía”.

Se presentaron al llamado cinco jóvenes. Quedó Laura Martínez, la hija del boticario, que después de terminar el liceo fue a la “Academia”, donde aprendió a escribir a máquina.

Laura y el notario simpatizaron a penas se conocieron. Principalmente Laurita que se sintió atraída por el joven, por su educación y su trato afectuoso. El quehacer en la Notaría creció con rapidez debido a que una vez instalada, comenzó a trabajar para la Financiera. Tarea que al notario le obligaba a viajar a la Capital por certificados, dos o tres veces al mes. De modo que, poco a poco, fue delegando dicha obligación en su secretaria.

En una oportunidad, con fecha y hora fijada con anterioridad, la Notaría debía retirar una carpeta con documentos en la Intendencia de Montevideo, pues urgía entregarla el mismo día en la Financiera, antes de las 18 horas.

De este viaje a la capital se encargaría la secretaria. Como había tiempo, la joven sacó pasaje en el Ferrocarril para las 8 y 30 de la mañana, que la dejaría en la estación Central a las 12.

Para volver con tiempo, debía tomar el tren que salía de Montevideo a las 2 de la tarde. De modo que el día fijado tomó el tren hacia Montevideo, se bajó en la Estación y se dirigió a la Intendencia. Tuvo que esperar más de una hora, pues según le explicaron faltaba una firma. Perdió por lo tanto el tren del regreso, no quiso esperar el siguiente porque llegaría pasadas las 18hs. De modo que sacó pasaje en un ómnibus de la “Empresa Varese” que llegaba al pueblo a las 17 y 30, que ya estaba por salir.

La joven subió, se sentó junto a una ventanilla con la carpeta en su falda, el ómnibus comenzó a moverse, tomó la ruta y ella se durmió.

Mientras el Notario en la oficina, pendiente de la llegada del ferrocarril, consultaba el reloj.

A las 16 y 30 Laura abrió la puerta de la Notaría y entró. Entregó la carpeta al Notario que la saludó efusivo y la invitó a cenar esa noche en la confitería. Cuando se iba apresurado a entregar la carpeta le dijo:

—En seguida vuelvo, Laura, espérame.

—Adiós... le contestó ella.



A las 16 y 30, el ómnibus en el que viajaba Laura, tuvo un accidente en la ruta. Al tomar una curva derrapó y volcó. En el suceso fallecieron tres personas. El conductor, un pasajero y Laura.

El Notario se enteró en la Financiera del suceso. Volvió inmediatamente a la oficina. Pero Laura, ya no estaba.



Ada Vega - 2020 -