Powered By Blogger

viernes, 23 de febrero de 2024

Romería - Café y Bar

   


Cada tanto en la noche tácita, cuando el barrio duerme y solamente los gatos y las almas en pena recorren sus calles, con mi padre y mi hermano llegamos hasta la esquina de Bompland y José María Montero. Allí, sobre Bompland, abría su puerta el "Romería – Café y Bar". Un boliche casi centenario. Angosto. Con la caja a la entrada, un mostrador de mármol a lo largo y cinco ventanas a la calle. De barrio. De amigos. Tuvo sus días memorables y sus noches para el recuerdo.
Allí escuché narrar cuentos fantásticos a parroquianos que sabían de qué hablaban. Anécdotas y alegrías de Defensor como la de 1976, cuando rompiendo la hegemonía de los grandes logró salir Campeón Uruguayo. Donde oí a hombres mayores, de los que no se podía dudar, contar historias sobre personajes que caminaron las mismas empedradas calles del barrio.
Empecé a ir al bar de botija, con mi padre y mi hermano. Íbamos de tardecita, mi padre se quedaba con los amigos y nosotros cruzábamos a la plazoleta Azaña a jugar al fútbol.
Cuando lo conocí, el Romería estaba en Bompland y José María Montero, pero mi padre lo frecuentaba desde los años en que estuvo en la esquina de Williman y Montero, y Pascale vendía los diarios dentro del boliche.
En esos años mi hermano enfermó y falleció antes de terminar el liceo. Entonces papá abandonó sus atardeceres de caña y mostrador y se encerró en casa. Mi madre me decía que fuera con él hasta el Romería para que aliviara un poco su tristeza y se distrajera. Pero a mi padre volver le costó más de dos largos años. Un día comenzamos a ir un rato de mañana, antes de almorzar. Creo que su vuelta lo ayudó a recuperarse. Conversar con sus amigos, comentar las últimas noticias de los diarios. Hablar del viejo Defensor.
Recuerdo que mi padre nunca se sentaba. Siempre lo vi tomar de pie con dos o tres amigos junto a la caja donde estaba don Julio, que también entraba en la rueda de conversación. Yo me quedaba a esperarlo en una mesa junto a la ventana, mientras miraba para afuera y tomaba una coca. Y los años se sucediron.
Cuando falleció mi padre, yo ya estaba casado. Nunca más fui al bar. Entonces tenía mi vida muy ocupada. No me daba el tiempo para perderlo haciendo boliche. Entendía que aquella era una costumbre del pasado. Que las copas junto al mostrador, las charlas de amigos, no tenían razón de ser. Que era aquella una vieja costumbre de gente que no valoraba el tiempo, gastando en copas y hablando trivialidades. Eso pensaba yo.
En los últimos tiempos mi madre solía llamarme por teléfono, para pedirme que "te des una vueltita un día de éstos, así acompañás a papá, que anda con ganas de ir un ratito al bar”. Y allá íbamos los dos. Nunca dejé de acompañarlo. Él podía tomar una…bueno papá ... dos. Yo tomaba un liso y me quedaba con él junto al mostrador mientras sus ojos grises buscaban, sin encontrar, algún amigo de antes para hablar de fútbol o comentar de política. Muy de vez en cuando encontraba algún conocido. La clientela había cambiado. Los veteranos como él ya casi no frecuentaban el café. Poco a poco se habían ido retirando a cuarteles de invierno. Sólo entraba gente de paso: a comprar cigarrillos, chicles, un par de cervezas. A mirar fútbol en el televisor. A leer el diario. Mi padre sufría la ausencia, la pérdida de los amigos. Aunque nunca lo dijo cuando volvíamos caminando lento por las callecitas arboladas camino a casa, él tenía en sus ojos una mirada empañada de nostalgia.
Fue largo el tiempo que me llevó entender el amor que mi padre le tuvo siempre, al boliche del barrio. Dicen que el tango espera a que cumplas los cuarenta. Que sabe esperar. Creo que los boliches de barrio, hubiesen querido esperarnos. Pero no pudieron. Se fueron quedando en el tiempo que los devoró. Desaparecieron sin ruido. Humillados. Fuimos nosotros, las nuevas generaciones, quienes los dejamos morir en soledad. Quienes, de ex profeso, despreciamos su cátedra señera de copas y mostrador donde, hablando poco y escuchando mucho, los muchachos aprendían a caminar en el mundo tal cual es. Donde, juntos, compartían la noche el estudiante de ingeniería, con el muchacho metalúrgico y el aduanero. Donde escuchando a los más viejos los más jóvenes aprendían las reglas, no escritas en los textos, de los límites, la mesura. Materias que no se enseñan en el taller ni en la universidad.
Pero nosotros no supimos. O no quisimos. Cuando reaccionamos y llegamos a entender la sabia filosofía bohemia de los boliches de barrio, ya la noche del olvido se había cerrado sobre ellos. Galiano una vez me lo dijo. No el Galeano de Malvín. El de nosotros. Una mañana pasó por la vereda rodeado de sus perros, yo venía de comprar el diario en el quiosco de Pascale, me crucé con él frente a las ventanas del bar y me dijo: cuiden ese boliche, cuiden el Romería, si no lo cuidan se les va a morir...cuiden ese boliche. No entendí lo que quiso decirme sino mucho tiempo después, cuando el Romería bajó definitivamente la cortina. Hoy sé que me hubiese gustado venir al bar a tomarme una con mis amigos del barrio, como hacía mi padre, mientras mis hijos jugaban en la plazoleta. Me hubiera gustado, pero no me alcanzó el tiempo.
Con mi hermano y mi padre venimos algunas noches a recorrer el barrio. Cuando todos duermen. Cuando sólo hay sombras recorriendo las callecitas empinadas. Cuando sólo los gatos maúuuuullan un saludo, al vernos pasar.
Entonces nos quedamos un rato junto a la puerta clausurada del viejo bar. Junto a sus ventanas herméticas. Junto a su soledad.
Rara vez vemos cruzar algún vecino. De todos modos, a nosotros, nadie puede vernos. Sólo Galiano, perdido en su mundo, creo que nos vio una noche.
Pasó junto a nosotros por Montero hacia el sur, cabizbajo, rodeado de perros. Se los dije más de una vez —le oímos decir--, no abandonen al Romería, si lo abandonan lo van a perder. No lo ayuden a morir. ¡Se los dije más de una vez…! Nos quedamos mirando su paso inseguro, su conocida figura tan lejos del bien y del mal. Tan cerca de Dios. Antes de llegar a De la Torre se lo tragó la oscuridad.
Muchas veces, en la alta noche, venimos con mi hermano y mi padre a recorrer el barrio y pasamos por el Romería. Permanecer un poquito allí, junto a sus cansadas paredes, junto a sus ventanas tapiadas, es como volver a un pasado lejano. Perdido. Es como detener el tiempo para volver a vivirlo.
Sin embargo la vida pasa, se va y no vuelve. Y el Romería, como nosotros, también se fue de Bompland y Montero. Se fue del barrio. Cayeron a pedazos sus paredes sobre la vereda. Arrancaron sus puertas. Sus ventanas.
Otro edificio comienza a levantarse sobre sus ruinas. Se fue el viejo café, nacido en el arrabal montevideano. Aquel arrabal de esquinas ochavadas, de faroles tristes, callecitas empedradas, de glicinas en los tejidos de alambre y zaguanes a media luz. Como se fue el tranvía 35, el reloj de la curva y la penitenciaría.
Será por lo tanto el Romería, para los vecinos que lo conocieron y los parroquianos que lo frecuentaron, desde hoy y para siempre, solamente un recuerdo. Un grato recuerdo de un tiempo, que también se fue.


Ada Vega, año edición: 2012.

martes, 20 de febrero de 2024

Lágrima Ríos - "La Perla Negra del Tango".

 



Con respecto al entredicho entre Suárez y Debra, quiero contar algo que me sucedió. Para mí los negros son negros y los blancos somos blancos y en eso no existe ofensa. Hace unos años vi y escuché en TV un reportaje a la Sra.Lágrima Ríos, no sé quien se lo hacía y ni en qué canal, pero como me acuerdo yo alguien se acordará. En aquellos días se había comenzado a llamar a los negros: afrodescendientes. El periodista le preguntaba qué opinaba ella de esa expresión y ella contestó que no estaba de acuerdo en que los llamaran afrodescendientes, ni de color, ni pardos, ni morenos, porque nosotros somos negros, dijo, y estamos orgullosos de ser negros. En 2008 edité la novela "Detrás de los ojos de la mama vieja" que trata la vida de cinco mujeres negras y quise llevarle a Lágrima un ejemplar. Introini, el editor de "La estrella de sur" que la conocía me acompañó, se encontraba ya muy enferma. Me recibió en su dormitorio, estaba casi sentada en la cama, recostada en varias almohadas. Todo el tiempo estuvo sonriendo mientras me miraba directamente a los ojos. Tenía buen semblante y se encontraba lúcida. Me acerqué para darle la mano y me instó para que la besara. Me senté en una silla a su lado, le dí mi libro y le conté de que se trataba. Ella lo miró y me dijo: ¡qué bueno! lo puso sobre su pecho y cruzó sus manos sobre él. Le recordé aquel reportaje y lo que ella dijo sobre la palabra. afrodescendientes, ella dijo que recordaba bajando los párpados y me dijo: negros, nosotros somos negros. La volví a besar cuando me fui, desde la puerta del dormitorio me volví para mirarla, había cerrado los ojos pero continuaba con el libro apretado sobre su pecho. Quince días después falleció.
Nacimiento: 26 de septiembre de 1924, Departamento de Durazno
Fallecimiento: 25 de diciembre de 2006, Montevideo.
Ada Vega - Diciembre 2006
"Lida Melba Benavídez Tabárez, conocida como Lágrima Ríos, fue una cantante afrodescendiente uruguaya, que destacó en los cantos del candombe. Conocida también como «la perla negra del tango» y la «dama del candombe», se dice que «representa la más noble esencia del canto mestizo y negro». Wikipedia

domingo, 18 de febrero de 2024

Fue un carnaval

  



Yo siempre quise ser cantor. En eso tuvo algo que ver la maestra de cuarto grado de la escuela José Pedro Bellán. Ella decía que yo cantaba muy bien. Y me lo creí. ¡Lo decía la maestra! A partir de ahí tuve la seguridad de que mi futuro lo encontraría en el canto. Por aquella época estaban de moda, entre otros, Angelillo, Ortiz Tirado y Alberto Echagüe. Desterré a Angelillo porque no me llegaba al corazón y Ortiz Tirado porque no me daban los pulmones. Me quedé con Echagüe por simpatía y porque el tango siempre me tiró. De todos modos el Carnaval puso lo suyo. Teníamos en mi barrio dos tablados: el Se hizo y el Aurora, muy cerca uno de otro. Cada noche el camino entre los dos se alfombraba de papelitos y serpentinas.
La gente se paseaba de un escenario al otro y aquello era un corso donde nosotros, entre presentación y retirada, dragoneábamos a las chiquilinas que venían con la madre, el padre, el hermanito y la silla. ¡Carnavales de mi barrio! Me emociona el recordarlos, tal vez porque coincidieron con momentos muy importantes de mi vida. Por aquellos años yo trabajaba en la Ferrosmalt y paraba en el Bar de Vida. El viaducto no existía y Agraciada y Castro era una esquina clásica. Un carnaval descubrí que María Inés había crecido, convirtiéndose en una preciosa jovencita. Usaba el cabello recogido atado con un lazo sobre la nuca, y apenas se pintaba los labios. Con María Inés éramos vecinos. La conocía de toda la vida, pero nunca me había dado cuenta de lo linda que era.
Me enamoré de ella aquel carnaval. Ese febrero fuimos novios de ojito. Por ella me gasté el sueldo de una quincena en papelitos. Y empecé a soñar con su amor. Ese amor que nos hace sentir más buenos, más justos, más sabios. María Inés venía al tablado con dos primas, y una tía que las vigilaba como un carcelero. Daban un par de vueltas, se quedaban un ratito y se iban. Por mirarla solo a ella, una noche casi me pierdo la actuación de los Humoristas del Betún, con el inolvidable Peloche Píriz y el Colorado Lemos. Recuerdo que no había terminado de bajar el conjunto del tablado cuando vi que María Inés se iba. Esa noche no la seguí hasta verla entrar a su casa como hacía siempre. Estaba anunciado Luis Alberto Fleitas que, sin él saberlo, era mi ídolo y mi maestro.
Yo observaba con mucha atención a aquel morocho flaco de traje azul, que cada noche, al llegar al tablado, cantaba poniendo el alma: “Barrios uruguayos, barrios de mi vida hoy vuelvo a cantarles mi vieja canción. Barrios uruguayos lindos barrios nuestros siempre van prendidos a mi corazón.” Como ya les dije, yo quería ser cantor. Nadie me alentó. Ni me desanimó. Yo no me oía, por lo tanto, ensayaba en mi casa frente al espejo ovalado del ropero de mi madre, donde me veía de cuerpo entero. Y con una escoba de micrófono cantaba a voz en cuello imitando al maestro: “el Cerro, La Teja, el Prado y la Unión...” Solo me faltaba la oportunidad, que se podía dar en cualquier momento; ¿o no?
Yo esperaba tranquilo, no tenía gran apuro. Mientras tanto ayudaba a armar cocinas en la fábrica de Nuevo París. Aquel Carnaval pasó. María Inés, de uniforme azul y sombrerito negro, pasaba por mi casa con dos o tres amigas hacia el Colegio San José de la Providencia, de las Hermanas Capuchinas de Belvedere. Para poder verla andaba a las corridas haciendo esquives con los horarios de mi trabajo. Una tarde muy fría, a mediados del invierno, la vi ir hacia Agraciada con el hermanito. Era mi oportunidad. La alcancé justo cuando entraba a la Poupée.
-¿Puedo hablar con usted?
-No, no. Ahora no puedo.
-¿Y cuándo?
-El domingo, cuando salga de Misa.
Creí que al domingo lo habían borrado del almanaque. No llegaba nunca. Pero al fin llegó. Cuando salió de la iglesia me acerqué. Venía con dos amigas que se adelantaron y me miraron con una sonrisa burlona. A mí se me olvidó lo que pensaba decirle, y eso que había estado casi una semana estudiándome el libreto. Así que traté de tomarle una mano que ella retiró y, sin más preámbulo, le pregunté si quería ser mi novia. Ella me dijo que sí, y ahí nomás volvieron las amigas y me tuve que apartar. Todavía no me había recuperado del efecto causado por su contestación, cuando volví a oír que me decía:
-Hoy voy al Cine Alcázar, a la matinée. Ahí me agrandé. Llegué a mi casa y le grité a mi madre:
-¡Mamá! ¿Falta mucho para los tallarines? ¡Apúrese que me voy al cine! Pasamos la matinée de la mano y en un intervalo me batió la justa:
-Tienes que hablar con mi papá.
-Bueno. -dije yo. (Uy, Dio, pensé)
Les diré que María Inés era hija de un señor que tenía un par de joyerías en el Centro, campos en el campo, una casa con zaguán y cancel. Y auto. Qué cosa extraña, ¿no?, lo que es la juventud en todos los tiempos: ¡no me amilané! Y el jueves de esa misma semana, con mi trajecito azul recién llegado de la tintorería, a las 19 y 30 en punto, me presenté en la casa de mi novia a pedirle su mano al padre. Cuando estuve frente a él, que me miraba desde su altura como si yo fuese un pigmeo, le dije que amaba a su hija y le pedí permiso para visitarla. El buen señor captó que yo tenía buenas intenciones y me preguntó la edad.
-18 años.
-¿Trabaja?
-En la Ferrosmalt.
Y ahí fue cuando metí la pata. Me pareció poca casa ser obrero de una fábrica. Quise darme importancia para que el don viera que su hija tenía un pretendiente con futuro, y le dije:
-Pero yo canto. Soy cantor y en cualquier momento... No me dejó terminar mi exposición, que venía bárbara. Levantó la voz:
-¿Cantor? Y ¿qué canta?
-Tangos. El señor se puso rojo. Se desprendió el cuello de la camisa y me señaló la puerta.
-Cuando desista de esa idea vuelva. ¡Yo no crie a mi hija para que se me case con un cantorcito de tangos!
Como era joven, pero no necesariamente estúpido, desistí en ese mismo momento. Renuncié a mi sueño de cantor, arreglé el embrollo como pude y empecé a visitar jueves y domingos a la dueña de mi corazón. Tenía veintiún años recién cumplidos cuando, de pie en el altar, vi entrar a María Inés vestida de novia del brazo de su padre, en la Parroquia del Paso Molino. Nos casamos un sábado de Carnaval. Pasaron muchos años. Ya no tenemos tablado en el barrio. De nuestro matrimonio nacieron tres varones que ya son hombres. Para mí, María Inés está más linda que antes. Pero algunas veces, mirando hacia atrás, al recordar aquellos carnavales me pregunto si habré elegido bien al sacrificar mi destino de cantor, si no hubiese sido preferible... Martín me vuelve a la realidad:
-Dale, abuelo, ¿qué estás haciendo? ¿Me vas a llevar o no a la placita? (No, claro que no me equivoqué) Sí, campeón. ¡Vamos, vamos a la placita!
“Barrios uruguayos, barrios de mi vida Hoy vuelvo a cantarles mi vieja canción Barrios uruguayos, lindos barrios nuestros siempre van prendidos a mi corazón”.

Ada Vega, edición,1999 -

sábado, 17 de febrero de 2024

Amor es un algo sin nombre

  


                                                En la foto, Chavela Vargas.



Los sábados en el club de mi barrio se organizaban bailes entre los vecinos. Don Pedro, el albañil que vivía en la otra cuadra, traía una vitrola RCA con trompeta y una manivela que había que girar continuamente para poder escuchar unos discos de pasta, que llevaban una grabación de cada lado. También era el encargado de pasar los temas y dar vuelta o cambiar los discos tras cada canción.

En aquellos años la música que escuchábamos en la radio y que se bailaba, era de las Orquestas Típicas, que interpretaban tangos, milongas y valses; las Orquestas Características con pasodobles y foxtrot, y las Orquestas de Música Romántica Tropical también llamada música lenta.

Las personas que concurrían a esos bailes éramos siempre los mismos, matrimonios con sus hijos pequeños, y los jóvenes, chicas y chicos, que habíamos crecido juntos. Rara vez llegaba al baile algún desconocido. Cuando sucedía era porque venía acompañado de algún vecino.

Las diversiones para nosotras eran escasas, aparte de ir a la playa y los sábados a bailar, podíamos casi todos los domingos pasar la tarde en el cine. Íbamos en barra y nos sentábamos todas en la misma hilera, siempre en las mismas butacas. Masticábamos chicles y comíamos Pop acaramelado durante toda la función.

Un sábado de baile a fines del invierno llegó el hermano de una de mis amigas, con un compañero de trabajo. El joven venía por primera vez, cuando entró recorrió con sus ojos todo el salón. Yo lo miré y algo me sacudió. Se quedó a un lado de la pista conversando con unos conocidos.

Al empezar la típica salí a bailar con Adolfo, un muchacho con el que siempre bailaba el tango, pasé al lado del forastero y lo miré, él no me vio. Ni se enteró.

Al finalizar la típica hubo un descanso, salí afuera con mis amigas y nos sentamos a conversar. Cuando volvimos había comenzado la música lenta. No volví a verlo y no me importó. Di media vuelta al salón y me quedé junto a una amiga que no bailaba.

Entonces lo vi venir, se detuvo a mi lado y me invitó a bailar, antes de reaccionar ya estaba en sus brazos. En el disco Chavela Vargas cantaba: “yo estoy obsesionado contigo y el mundo es testigo de mi frenesí y por más que se oponga el destino serás para mí, para mí”.

Sentí tal felicidad que pensé que Chavela cantaba para mí. Me enamoré del forastero con un amor de película. En el salón solo estábamos él, yo y Chavela: “y por más que se oponga el destino…” recosté mi cabeza en su hombro, él apretó mi cintura, y bailando me besó en la frente.

Nos quedamos de ver al otro día en el cine.

Estrené el conjunto Bentley que la abuela me había regalado cuando cumplí los dieciséis, y el perfume que mi madre usaba para ocasiones muy especiales.

Mientras el corazón brincaba dentro del pecho se lo conté a mis amigas. Cambié de butaca y dejé una libre para él. Lo esperé toda la tarde mientras avanzaba mi decepción. Pero no vino. Ni ese domingo, ni nunca.

Durante muchos sábados de baile esperé verlo entrar al club donde nos conocimos. Después, los años pasaron y aquello fue solo un recuerdo de mi primera juventud.

Cuando mi sobrina más chica cumplió los quince años, los padres hicieron una fiesta preciosa. Entre el bullicio, la gente y la alegría, por sobre las mesas de invitados, mis ojos se volvieron a encontrar con sus ojos. Quedamos mirándonos.

Él estaba en una mesa con su esposa y sus hijos. Yo en otra mesa, con mi esposo y mis hijos. Éramos en la fiesta solo dos desconocidos

Por un segundo interminable volví a escuchar la voz de Chavela Vargas en aquel bolero: “por más que se oponga el destino serás para mí para mí” y volví a revivir la tarde aquella en que un forastero, bailando me besó en la frente.

La fiesta estaba en su punto más alto. Todo el mundo bailaba y se divertía. Sacudí la cabeza para librarme de recuerdos inoportunos, suspiré, y le dije a mi marido:

—Adolfo, empieza la típica… ¡ vamos a bailar!




Ada Vega, edición 2014 -

miércoles, 7 de febrero de 2024

Jaque Mate

  


Serían poco más de las diez, aquella noche de mediados de agosto, había en el aire un anticipo de primavera. Terminaba de dictar clases y me iba abrazado a un montón de escritos para corregir. Bajaba las escaleras de la Universidad y tú subías apresurado. Al cruzarnos, casi sin detenerte, me dijiste que te esperara en el bar donde solíamos reunirnos, pues tenías que hablar conmigo. Esa noche yo había programado no acostarme hasta terminar de revisar las pruebas. De todos modos entré al bar, encontré una mesa libre junto a la ventana que da a la avenida, me senté y pedí un cortado. Nuestra amistad databa de muchos años y si tenías algo urgente que decirme mi deber de amigo era escucharte. No habían pasado diez minutos cuando entraste al bar. Te sentaste frente a mí y el mozo te alcanzó un café. Estabas alterado. Gesticulabas nervioso. Traté de adivinar el problema que, sin dudas, te acuciaba, pero mi imaginación se estrelló ante tu seriedad para revolver el café. Encendí un cigarrillo y esperé a que hablaras. De pronto abriste la boca y de ella las palabras salieron a borbotones.

—Manuel —dijiste sin preámbulo—, voy a dejar a Yanina. No hice ningún comentario y continuaste.
—Es una situación difícil, pero no me queda otra salida. Me voy con Estela. Quería contártelo yo antes que te enteraras por otra persona. Comenzaste a beber tu café. Al principio no supe qué decir. No sé qué se acostumbra en estas circunstancias. Traté de salir del paso con lo primero que se me ocurrió.
—¿Lo pensaste bien?
—Sí, Manuel —me contestaste—, Estela, me gusta, me siento bien con ella y no quiero perderla, ¿entiendes? Me sentí confundido y —no, no te entiendo —te dije. Entonces el que no supo qué contestar fuiste tú. Aproveché el lapsus y te pregunté por tu mujer.
— ¿Yanina no está esperando su primer hijo en estos días?
—Sí —afirmaste.
—¿Y la vas a abandonar ahora, cuando más te necesita?
—Manuel —te apresuraste a contestar—, mi relación con Yanina llegó a su fin, no puedo quedarme a su lado porque va a tener un hijo. No te pido que me comprendas, pero las cosas se dieron así. Estela apareció de golpe en mi vida. Estas cosas pasan. No tienen explicación. Me di cuenta entonces que lo tenías resuelto, que no tenía caso lo que yo pudiera opinar. —Dime, Juan, ¿tú la quieres a Yanina?
—La quiero, sí, pero no la amo. Te voy a explicar…
—No, no me expliques, yo sé la diferencia que existe entre querer y amar. Espero que tú también la sepas y no te equivoques. De todos modos, si ya decidiste cómo resolver la situación,yo, como amigo, qué puedo decirte?
—No digas nada. Ya renuncié a mi puesto en la facultad y mañana nos vamos del país.
—¿Te vas del país? ¿Para dónde se van Juan?
—No me preguntes —me contestaste—, después te escribiré.
—Pero, ¿y tu hijo? —insistí — ¿no te importa lo que pueda ser de él?
—Yanina tiene pasta de madraza — afirmaste—, no va a necesitar de mí para criarlo.
En ese momento hubiese querido decirte muchas cosas, hasta de moral te hubiese hablado. De hombría. Pero entendí que solo deseabas informarme, no pedirme una opinión. Te miré a los ojos y te desconocí. Me sentí caer en un pozo profundo donde las palabras y mis sentimientos se entremezclaban. Traté de poner mi mente en orden hilvanando una buena frase que te hiciera recapacitar, pero permanecí mudo. Ausente. Te pusiste de pie y nos estrechamos las manos. _Chau Manuel.
_Hasta siempre Juan.
Te fuiste sin mirar atrás. Yo pedí otro cortado y me quedé en el bar donde, un par de años atrás, habíamos conocido a Yanina. Estrenábamos nuestros títulos de Profesores de Español. Siempre fuiste ganador, simpático, entrador. Te sobraban las mujeres. Yanina apareció una tarde con una amiga. Eran estudiantes de la Facultad de Humanidades. Nos impactó a los dos, pero yo no tuve oportunidad tú ya te le habías acercado. Al poco tiempo ella dejó de estudiar y se fueron a vivir juntos. A veces la amistad no nos da tregua. No solo a Yanina le fallabas, al fallarle a ella me fallaste a mí. Te vi salir del bar y perderte entre la gente. Y por veinte años no te volví a ver. Hoy llamaste a la puerta de mi casa y a mi hija menor le preguntaste por mí. Te invité a pasar. Ni siquiera me extrañó tu presencia en mi casa. Siempre supe que un día u otro nuestros caminos volverían a cruzarse. Estás igual. Más veterano, como yo, pero al verte se nota que la vida te ha mimado. Conversamos de tu vida y te pregunto por Estela. Que sí, me decís, seguís con ella. Las cosas no resultaron como esperabas, pero bueno, a veces las cosas no se dan. No, no tuvieron hijos. La maternidad nunca estuvo en los planes de Estela. Por lo demás te ha ido bien. Estás radicado en Caracas, viniste por unos días a Uruguay, pero ya te vuelves. Encuentras hermoso a Montevideo. Todavía lo extrañas. Quieres saber de mí.
—Me casé —te digo—, tengo tres hijos. Quédate a almorzar, así conoces a mi familia. ¿Económicamente? Con dificultades, porque la situación en el país está muy complicada. Sigo de profesor en la universidad y doy clases en dos liceos. ¿De mis hijos? Los dos mayores son varones y están en la facultad. La más chica todavía no terminó la secundaria. Mi familia es toda mi riqueza.
—Vamos —te digo—, pasemos al comedor, mi familia ya está reunida.
—¿Ves, Juan? Estos son mis tres hijos. ¡Yanina! Ven amor, acércate, tal vez te acuerdes de este amigo que tuve hace muchos años. Hoy va a almorzar con nosotros.


Ada Vega, año edición 2007

martes, 6 de febrero de 2024

Bailemos









—¿A un baile? ¿Te parece? Yo estoy muy fuera de foco y creo que de bailar ya no me acuerdo. No, no sé Nelly. No sé.
—Pero aunque no bailes, te distraés, salís un poco. Escuchás la orquesta, mirás a los bailarines. Ves gente. Otra gente. Dale, animate.
—Me gustaría ir, sí, pero bailar no, no quiero hacer el ridículo. Me da vergüenza, a mi edad... Vos sabés que yo durante treinta años...
—Sí, ya sé, bailaste solo con el finado.
—No, si él no bailaba.
—¡Ah! Es cierto. Todavía eso.
—Imaginate, como a él no le gustaba bailar, yo no bailé más. —Mirá, tu marido era buenazo pero...
—Irremplazable.
—Sí, irremplazable. Pero te tuvo sucuchada toda la vida, buenazo, ¡pero machista!
—Sí, eso sí. Era tremendamente machista. Pero vos sabés bien que nunca nos faltó nada, ni a mí, ni a las nenas.
—Pero se murió Nilda, ¡a morto! Y vos, no.
—Lo tendría que consultar con las chiquilinas.
—¿Qué tenés que consultar? Cuando ellas se ennoviaron, ¿te consultaron? Cuando decidieron casarse y hacer su vida, ¿te consultaron? Durante tantos años decidieron por vos, que ahora no sabés tomar tus propias decisiones. Por eso te digo que tu marido era machista. Te dio de comer, pero no te dejó opinar.
—No, no creas, no era tan así. Yo nunca tuve que salir a trabajar.
—Vos no saliste a trabajar ni a nada. Si estuviste treinta años encerrada. ¡Ojalá, hubieses salido a trabajar! Ahora serías una mujer independiente y decidida. No una viuda achicada y asustadiza, que no sale de su casa porque tiene miedo.
—Es que yo me acostumbré a que el Negro se encargara de las compras de la casa. Iba a la carnicería, a la feria. Además, me compró el lavarropas, la aspiradora, la procesadora de alimentos...
—Te llenó la casa de herramientas de trabajo.
—También compró una televisión preciosa.
—Que la tuvo siempre a los pies de la cama del lado de él. En el living tendría que haberla puesto por si, en algún momento que pararas de limpiar, querías ver una telenovela.
—No veía telenovelas porque al Negro le gustaba el fútbol. Cuando estaba en casa siempre veía fútbol. Pero yo, en la cocina, tenía una radio chica.
—¡Una radio! ¡Cómo te anuló ese hombre!
—La culpa fue mía, Nelly. Yo me acostumbré a vivir tranquila, a tener todo en casa, sin tener que preocuparme de nada.
—Te dio de comer, Nilda, te dio de comer.
—Pero era bueno, sabés.
—Sí, no mató a nadie por la espalda.
—No seas exagerada. Y no te creas, en muchas cosas tenés razón. Yo sé que no salir a la calle durante tantos años, como sale cualquier persona a comprar o a hacer trámites, me ha hecho temerosa. De eso me doy cuenta. No voy ni a la casa de mis hijas. No quiero salir. Yo estoy bien acá en casa. ¿Para qué voy a salir?
—Pero, Nilda, la vida no es eso. ¡Vos estás viva! Andá a ver a tus nietos. A mirar vidrieras. A comprarte ropa... ¡y dejá de hacer crochet, querés, que me estás poniendo nerviosa!!
—¿Vamos a tomar unos mates?
—Sí, dale, aprontá un mate.
—Sabés, Nelly, el Negro y mis hijas eran mi vida. El Negro se fue y las chiquilinas se casaron y yo me quedé como vacía, sabés. Como perdida. Y como no sé qué hacer, no hago nada. —Pero vos eras igual que yo. ¿Te acordás cuando éramos jovencitas? Trabajábamos las dos. Íbamos a la playa, al cine, a bailar. ¡Tuvimos una juventud tan linda! Y cuando conociste al Negro se te terminó todo, porque él...
—No, no me hables del Negro. Yo no perdí nada, fui muy feliz. Yo sé que era celoso, machista como vos decís, que viví medio secuestrada, pero, sabés Nelly, ¡hoy no sé lo que daría por tenerlo conmigo otra vez...! De todos modos, yo sé que la vida continúa, que no puedo seguir viviendo aislada del mundo. Voy a tratar de adaptarme al nuevo ritmo, pero despacio. Sin apuro. Porque me cuesta.
—Nilda, yo no quiero arrastrarte a un baile para hacerte mal o para que te olvides de tu marido. Sé que fue un gran tipo y te quiso mucho. Yo solo quiero que salgas una noche, ¡a vivir! La vida no terminó porque te hayas quedado sola.
—Está bien. Sí, está bien. Para que veas que me voy a sobreponer, hoy te voy a acompañar al baile. Sí, voy, ¡voy al baile contigo!
—¿De veras? ¡Me alegro! ¡Vas a ver qué bien vamos a pasar! —Ahora decime ¿qué ropa me pongo? ¿Cómo se viste la gente para ir a bailar?
—Sencillo, Nilda. Ponete el pantalón negro con esa camisa blanca de seda, que tenés, estampada con rosas negras, y los zapatos altos de charol. Y así fue, llegamos al baile a la una y media. Villasboas arrancaba con la milonga Luz Verde. Con mi amiga nos dirigimos a la barra. Ella dijo:
—Hola, ¿qué tal? —Hola Nelly, le contestó el muchacho del bar.
—Dos medios Johnnie con mucho hielo, pidió. ¿Me habrá parecido o un par de veteranos me cabecearon? Sentí que me miraban, que me hacían señas. ¡Me invitaban a bailar! No, no crean que era una diva, era una desconocida y todo lo nuevo tiene su misterio. Atrae. Y el hombre es como el gato, curioso por naturaleza. Siempre quiere saber qué hay debajo de la piedra. De pronto un veterano de traje gris se acercó y me invitó a bailar. Y yo acepté. Mi amiga se quedó mirando con los dos vasos de Johnnie en las manos. Alcanzó a decirme:
—¿Qué hacés?
—¿No estoy en un baile? ¡Voy a bailar! Empecé bien, no me había olvidado del dos por cuatro. Le pedí a Dios que el veterano no me hablara, porque si tenía que contestarle me iba a perder, lo podía pisar, y eso de entrada sería funesto. Y el veterano habló:
—Linda noche. Y yo lo pisé.
—Perdón.
—No es nada.
—Hace mucho que no bailo.
—No parece. Es una pluma.
—Gracias.
—Nunca la había visto. ¿Es la primera vez que viene?
—Sí. Mi amiga me había advertido: No hables de vos. No cuentes nada. Una nunca sabe con quién sociabiliza en un baile. Decí que sos del interior. Que viniste a pasear a Montevideo. Que sos casada, que estás con una amiga y que te vas con ella. Bailé tres tangos con el veterano porque después del pisotón congeniamos. Yo me tranquilicé y bailamos como si hubiésemos bailado juntos toda la vida. Nelly no bailaba. Estaba de gran charla en la barra con una pareja de amigos. Quise estar con ella y le dije a mi ocasional compañero que me iba con mi amiga. ¡Él se fue conmigo! Al llegar Nelly me miró y yo levanté los hombros como diciendo: ¿Qué le voy a hacer? De modo que con el veterano nos acomodamos en la barra.
—Bailás muy bien. ¿Sos casada?
—Soy viuda.
—¡Ah! ¡Viuda!, (puso cara de susto), lo siento. ¿Tenés hijos? (se recuperó)
—Sí, tengo dos hijas casadas que...
—¿Viven contigo?
—No, cada una en su casa porque... -
—¿Vivís sola?
—Sí, tengo una perrita que me acom...
—¿En un departamento? —No, tengo una casa preciosa con un jardín muy gran...
—¿Tuya?
—Sí, la compramos cuando recién nos casamos, queríamos... —Empezó la típica, ¿bailamos?
—Sí. Y entre la música y la charla tan interesante se fue la noche. Yo estaba cansada y con mi amiga nos aprestábamos a retirarnos. El veterano acercándose me susurró:
—Te alcanzo en un taxi hasta tu casa.
—No, gracias, yo traje el auto.
—¿Tomamos una copa juntos en algún boliche, para brindar por este encuentro?
—Te agradezco pero me voy con mi amiga.
—La dejamos a ella y después me dejás a mí.
—Mi amiga hoy se queda en casa.
—Me gustaría volver a verte. ¿Dónde vivís?
—¿Conocés el Bañado de Medina?
—Ni idea. ¿Es para el lado de Carrasco?
—Es pasando Fraile Muerto. En Cerro Largo. ¿Sintonizás?
—Me estás cortando el rostro ¿no?
—¡No! Ni ahí. En cualquier momento nos volvemos a ver. No va a faltar oportunidad. Chau.
—Chau...¡Que te garúe...! Hacía una noche preciosa. Yo me sentía con veinte años menos. Tomé en el auto por esa rambla tan maravillosa que tiene nuestro Montevideo y entendí que aún existía el día y la noche para mí. Que era receptiva a sensaciones que creía muertas. Desaparecidas. Sensaciones que afloraban como savia nueva. Descubrí que yo no era solamente madre, abuela y viuda. Era también una Mujer. Y me sentí feliz, renovada, vuelta a la vida. Mi amiga me sacó de mis cavilaciones.
—Menos mal que te dije que no hablaras de vos. Sos un libro abierto.
—Me olvidé.
—Bueno, lo que importa es que pasaste bien. ¿Qué te pareció el baile? ¿Te divertiste?
—¡Claro! ¡El viernes venimos de nuevo!
—¿Te impresionó el veterano del traje gris? ¡A mí me pareció medio ligero! -
—¿Qué veterano? ¡Nada que ver! Mientras bailaba pasé revista y vi un viudo que vive en el edificio donde vive mi suegra. Tiene un departamento precioso y un OK de película. ¡Vos sabés que me reconoció y me hizo señas de que me espera el viernes!
—¿Y vos?
—¡Le hice que sí con la cabeza!
—Irremplazable el Negro.


Ada Vega, año edición 2001

lunes, 5 de febrero de 2024

Como campanilla de recreo

  



Manuel Arvizu ingresó al elegante salón de fiestas del Hotel Conrad Punta del Este, donde esa noche se ofrecía una recepción a un grupo de científicos llegados del Institut Pasteur de París, en visita a su homólogo de Montevideo. El grupo lo conformaban tres doctores y un técnico dedicados al estudio de la Biología Molecular. Uno de los doctores era una bióloga nacida en Uruguay y radicada en Francia hacía muchos años. Manuel Arvizu paseó su mirada sobre toda aquella concurrencia y se encaminó hacia donde se encontraban los homenajeados. Se detuvo ante la mujer que componía el grupo, causante de su presencia en dicho agasajo. Desde que viera la foto en los diarios y el anuncio de su arribo al país, solo estuvo pendiente del día de su llegada.

 Esa doctora en biología que anunciaba su visita al Uruguay, había sido una estudiante alumna suya de los años en que fue profesor de un liceo capitalino. Vivió con ella una brevísima historia de amor. Tan breve que el hombre piensa que nunca comenzó y por ende nunca acabó; pero, que sin embargo, como una imagen recurrente, aún permanece en su memoria perturbándolo, a veces, como una obsesión. Que no comenzó con un principio, como comienzan las historias de amor. Más aún, una historia que le pertenecía solamente a él, pues se había enamorado de una mujer que había hecho suya una tarde, de hacía muchos años y que nunca más volvió a ver. Una mujer de la que se enamoró después: al recordarla. Cuando, sin saberlo entonces, ya la había perdido.

 Ahora el destino volvía a cruzarlos y él necesitaba ir a su encuentro. Enfrentar ese recuerdo acuciante que no pudo nunca dejar en el olvido. Hablar con ella aunque fuesen dos palabras para poder, al fin, olvidar aquella vieja historia. Y allí estaban los dos, otra vez, frente a frente. La mujer lucía espléndida. Elegante, pero sobria. Llevaba un vestido negro de corte clásico y un collar de perlas y, en sus manos, solo una alianza de matrimonio. Delgada, no muy alta, con el cabello corto y poco maquillaje, exhibía su rostro una belleza interior que relucía en sus ojos claros y en su boca que se abrió en una sonrisa cuando vio al hombre que se acercaba y lo reconoció. 

Tenía diecisiete años aquel invierno, cuando se vieron por primera vez, y él había pasado los treinta. Ella estaba cursando quinto año de bachillerato, él llegó a suplir al profesor de física que se había enfermado. Se quedó con el cargo de profesor todo el tiempo que quedaba de quinto y todo sexto. Ella lo volvió loco todo el tiempo que quedaba de quinto y todo sexto. Se había enamorado del profesor. Muchas alumnas se enamoran de sus profesores, pero son solo amores platónicos; sin embargo, lo de Eliana nada tenía que ver con Platón y su elevada filosofía. Ella acosaba continuamente al profesor. Lo seguía, lo esperaba, lo llamaba por teléfono. Lo invitaba a ir al cine, a la biblioteca, a tomar un café. Con él a cualquier parte. El muchacho en ningún momento demostró interés en la joven. Estaba casado y ella era un compromiso para él y se lo decía: 

—Déjame en paz, Eliana, me vas a hacer perder el trabajo. Todo fue en vano. En los últimos días de noviembre, antes de terminar el sexto año de bachillerato, Eliana necesitaba urgente una paliza. Manuel prefirió llevársela a un motel. Ella se quitó la ropa con la velocidad de un rayo y se tendió en la cama. Manuel pensó que era sabia en amores. La cubrió con su cuerpo y ella permaneció estática. Estiró las piernas juntas sobre las sábanas y se quedó a la espera. Manuel la miró y le preguntó: 
---Eliana, nunca hiciste el amor. Ella le dijo que no con la cabeza, y la boca cerrada. 
—Eliana, eres virgen —volvió a preguntar. Ella le dijo que sí con la cabeza, y la boca cerrada. Manuel trató de incorporarse y Eliana se abrazó a su cuello para que no la abandonara. Lo mantuvo quieto, aferrado sobre su pecho desnudo. No supo. No encontró las palabras con las cuales decirle que ella quería que fuese él, y no otro, su primer hombre. Lo miró angustiada. Manuel se zafó del abrazo y se tendió a lo largo, junto al cuerpo de la muchacha, a esperar que se le pasara el desconcierto. Ella se acurrucó en el cuerpo del hombre buscando refugio. Entonces la tomó en sus brazos, la besó largamente y ella, entregada al fin, se abrió al amor. 

El profesor no tuvo oportunidad, en los días que siguieron, de instruir a su alumna sobre las distintas fases del arte de amar y, unos meses después Eliana, mediante el usufructo de una beca, se fue a estudiar a Francia. Y no volvió a saber de ella. Desde aquella tarde en el motel habían transcurrido treinta años. Manuel Arvizu observa a la famosa bióloga que está a su lado, sonriente, desinhibida. Hizo bien en venir a verla. Ahora sabe que ella nunca lo olvidó. Que jamás lo olvidará. Ya puede ponerle fin a aquella historia de amor tan breve, que por distintas razones dejó entre la alumna y el profesor, un recuerdo imborrable. Eliana le tendió una mano para saludarlo. Al estrecharla, Manuel alcanzó a ver la alianza de matrimonio. Solo una palabra pronunció él en voz muy baja, casi al oído: 
—¿Aprendiste…? Ella rio al contestarle. Y él la reconoció más hermosa que nunca y más lejana que nunca. 
—¡Con un máster…! —alcanzó a decirle, mientras iba apresurada a reunirse con su grupo. Y Manuel quedó mirando la figura de la mujer que se alejaba de su vida para siempre, mientras su risa retumbaba en el salón, como campanilla de recreo. 

Ada Vega, año edición 2013