sábado, 2 de marzo de 2024
Después
La tarde se escurría en la habitación. Los últimos rayos de sol se despedían furtivos, tras los vidrios de la ventana que daba al parque. Mis manos sobre la sábana, sostenían su mano tibia. Dormía en paz. Serena. Se estaba yendo en silencio, sin rencor ni sufrimiento. Una tarde, cuando supo de su enfermedad, me dijo: —No quiero sufrir, ayúdame cuando llegue el momento, no me dejes partir con sufrimiento. Su mano se enfriaba entre mis manos. De pronto abrió los ojos, sonrió apenas y me dijo sin voz: —Te amo. Después, cerró los ojos, su rostro se inundó de luz y se fue de este mundo brutal. Me abandonó.
Me quedé allí, velando su último sueño. Se acercó la enfermera, le quitó la guía de su mano, retiró el suero y cubrió su rostro con la sábana. Pidió que me retirara, hacía tres días que no me apartaba de su lado, pero quise esperar al médico para que confirmara su deceso. Se llamaba Marianne y fue el candil que iluminó mi vida. El porqué de mi existencia y la madre de mis hijos. Con ella conocí el amor excelso, la pasión descontrolada. También la desesperación, la angustia, y el dolor más grande.
Nos conocimos en Secundaria. En Preparatorio fuimos novios. Marianne era una chiquilina, inquieta, alegre, muy social. Yo, en cambio, había sido siempre introvertido, callado. Insociable. De todos modos mi amor por ella dio un vuelco a mi austeridad. A su lado mi carácter cambió. Fui más amigable. Más tolerante. Marianne aprendió conmigo el juego del amor, yo con ella: amar después de amar. En aquellos tiempos el país entraba en una encrucijada política. Se hablaba de subversión. Marianne y yo acompañábamos a nuestros compañeros del IAVA en marchas de protestas contra el gobierno.
En varias oportunidades ayudamos a repartir volantes. Cuando se decretó en el país el golpe de Estado, comenzamos a ver en los diarios las fotos de compañeros buscados por subversivos. Compañeros con los que nunca más nos encontramos. Un día vinieron a mi casa y me llevaron a mí. Cuando me llevaban me dijeron que “a mi noviecita”, ya la habían llevado esa mañana. Hacía dos años que estábamos detenidos sin saber uno, qué había sido del otro, cuando fuimos deportados y enviados a Francia. Nos escoltaron hasta la misma puerta del avión que nos llevó directamente a París, donde vivía una tía, hermana de su madre, con su esposo y sus hijos.
Cuando desembarcamos en el aeropuerto parisino, nos estaban esperando. Vivían en el Barrio Latino. Fuimos a su casa y allí estuvimos con ellos, hasta que conseguimos trabajo y nos mudamos a un apartamento amueblado con dos dormitorios, en el Barrio Universitario. En esos días salíamos a pasear y sacarnos fotos. Siempre llevo conmigo la primera foto que le saqué a Marianne en París. Sonríe feliz, abrazada a un farol, en el puente Alejandro, sobre el Sena. Nuestro apartamento estaba en el cuarto piso de un edificio de principios del siglo XX. Tenía dos balcones a la calle, uno en el comedor de la entrada y otro en uno de los dormitorios. Habíamos dejado de estudiar, pero estábamos en París, teníamos trabajo y nos amábamos. Pese a que muchas noches nos despertaban las pesadillas, reviviendo los años de cárcel que habíamos sufrido, vivimos a pleno nuestro amor apostando al futuro.
Me acerqué a la ventana. La noche se había apoderado del parque. Solo los focos de luz de las aceras, filtrándose entre las ramas de los árboles. Solos, por última vez, Marianne y yo en la habitación. Ya nunca más su risa, su cabeza en mi hombro, mi brazo rodeándola, atrayéndola junto a mí. Ya nunca más París y la callecita empedrada del barrio Universitario. Ya nunca más su alegría, su amor apasionado. Su rebeldía. Antes de cumplir el primer año en el departamento nació Adrián, dos años después llegó Alinee. Nos turnábamos para cuidarlos, llevarlos a la escuela y al club donde hacían deportes.
La vida pasa sin que nos demos cuenta. Un día terminaron los estudios, comenzaron a trabajar, se enamoraron y primero uno y luego el otro, se fueron de casa. Un hombre joven, con un perro, atraviesa el parque. Se cruza con dos enamorados, que lo ignoran. El cielo oscuro y tenebroso deja entrever pocas estrellas, la luna en menguante, observa, disimula y se oculta. Una brisa suave mece las ramas de las araucarias. Fue en esos días, que Marianne habló de visitar un doctor. Que no se sentía bien, dijo.
El doctor le ordenó realizarse varios exámenes. No fueron buenas noticias. Y comenzó un tratamiento largo y penoso. Su médico organizó un simposio. Consultamos medicinas de alternativa. Rezamos. Ya vino el doctor a firmar el deceso de Marianne. Vienen de la empresa a retirar el cuerpo. No puedo ir con ella. Mañana de mañana, dijeron. Un día en París me dijo que quería volver a Montevideo. Alquilé un departamento frente al Parque Batlle. Era primavera y todos los días bajábamos juntos a recorrer sus senderos arbolados. Un día no pudo bajar. El doctor habló de internarla.
Ella le dijo que no quería internarse, que quería quedarse aquí, conmigo. Él estuvo de acuerdo y recomendó una enfermera bajo sus órdenes, que se instaló en el departamento y fue de gran ayuda para ella e importante soporte para mí. Después, fue la palidez de Marianne, su lucha por vivir y mi desesperación. Su derrumbe y mi miedo. Su entrega final tras su resignación, y mi impotencia. Y mi llanto escondido. Y mis ruegos a un dios a quien nunca le había pedido nada y que no me escuchaba. Y mis gritos y mi llanto apretados en el pecho. Y los por qué, por qué a nosotros, por qué a ella, por qué no a mí, que nunca fui un hombre bueno. Por qué a ella que siempre fue dulce, buena madre, buena esposa. Por qué me la arrebataba si yo la tenía solo a ella, que era mi vida. Por qué, por qué. Después… Ya no hubo otro después.
Ada Vega - edición 2018
sábado, 24 de febrero de 2024
Por malagueñas
Atardece sobre el pueblo indiano recostado al mar. El sol que agoniza, se hunde lento para morir en rojo. En la media luz de la tarde, Manuela Velasco recorre airosa las calles que van al puerto. La cabeza altiva, decidido el paso y en el pecho el corazón alborotado de mariposas. Manuela es hija de una muchacha del pueblo, y de un marino que llegó un verano en una balandra, de no se sabe dónde, y se quedó a vivir en la playa con los pescadores. La joven se enamoró del muchacho, y con él vivió un ardiente romance de dos lunas. Antes de nacer Manuela, un domingo luminoso de primavera, el marino juntó sus petates y se fue en su balandra con la promesa de volver, pero no volvió. La joven lo esperó días, meses. Durante años lo esperó.
viernes, 23 de febrero de 2024
Romería - Café y Bar
Empecé a ir al bar de botija, con mi padre y mi hermano. Íbamos de tardecita, mi padre se quedaba con los amigos y nosotros cruzábamos a la plazoleta Azaña a jugar al fútbol.
Cuando lo conocí, el Romería estaba en Bompland y José María Montero, pero mi padre lo frecuentaba desde los años en que estuvo en la esquina de Williman y Montero, y Pascale vendía los diarios dentro del boliche.
En esos años mi hermano enfermó y falleció antes de terminar el liceo. Entonces papá abandonó sus atardeceres de caña y mostrador y se encerró en casa. Mi madre me decía que fuera con él hasta el Romería para que aliviara un poco su tristeza y se distrajera. Pero a mi padre volver le costó más de dos largos años. Un día comenzamos a ir un rato de mañana, antes de almorzar. Creo que su vuelta lo ayudó a recuperarse. Conversar con sus amigos, comentar las últimas noticias de los diarios. Hablar del viejo Defensor.
Recuerdo que mi padre nunca se sentaba. Siempre lo vi tomar de pie con dos o tres amigos junto a la caja donde estaba don Julio, que también entraba en la rueda de conversación. Yo me quedaba a esperarlo en una mesa junto a la ventana, mientras miraba para afuera y tomaba una coca. Y los años se sucediron.
Cuando falleció mi padre, yo ya estaba casado. Nunca más fui al bar. Entonces tenía mi vida muy ocupada. No me daba el tiempo para perderlo haciendo boliche. Entendía que aquella era una costumbre del pasado. Que las copas junto al mostrador, las charlas de amigos, no tenían razón de ser. Que era aquella una vieja costumbre de gente que no valoraba el tiempo, gastando en copas y hablando trivialidades. Eso pensaba yo.
En los últimos tiempos mi madre solía llamarme por teléfono, para pedirme que "te des una vueltita un día de éstos, así acompañás a papá, que anda con ganas de ir un ratito al bar”. Y allá íbamos los dos. Nunca dejé de acompañarlo. Él podía tomar una…bueno papá ... dos. Yo tomaba un liso y me quedaba con él junto al mostrador mientras sus ojos grises buscaban, sin encontrar, algún amigo de antes para hablar de fútbol o comentar de política. Muy de vez en cuando encontraba algún conocido. La clientela había cambiado. Los veteranos como él ya casi no frecuentaban el café. Poco a poco se habían ido retirando a cuarteles de invierno. Sólo entraba gente de paso: a comprar cigarrillos, chicles, un par de cervezas. A mirar fútbol en el televisor. A leer el diario. Mi padre sufría la ausencia, la pérdida de los amigos. Aunque nunca lo dijo cuando volvíamos caminando lento por las callecitas arboladas camino a casa, él tenía en sus ojos una mirada empañada de nostalgia.
Fue largo el tiempo que me llevó entender el amor que mi padre le tuvo siempre, al boliche del barrio. Dicen que el tango espera a que cumplas los cuarenta. Que sabe esperar. Creo que los boliches de barrio, hubiesen querido esperarnos. Pero no pudieron. Se fueron quedando en el tiempo que los devoró. Desaparecieron sin ruido. Humillados. Fuimos nosotros, las nuevas generaciones, quienes los dejamos morir en soledad. Quienes, de ex profeso, despreciamos su cátedra señera de copas y mostrador donde, hablando poco y escuchando mucho, los muchachos aprendían a caminar en el mundo tal cual es. Donde, juntos, compartían la noche el estudiante de ingeniería, con el muchacho metalúrgico y el aduanero. Donde escuchando a los más viejos los más jóvenes aprendían las reglas, no escritas en los textos, de los límites, la mesura. Materias que no se enseñan en el taller ni en la universidad.
Pero nosotros no supimos. O no quisimos. Cuando reaccionamos y llegamos a entender la sabia filosofía bohemia de los boliches de barrio, ya la noche del olvido se había cerrado sobre ellos. Galiano una vez me lo dijo. No el Galeano de Malvín. El de nosotros. Una mañana pasó por la vereda rodeado de sus perros, yo venía de comprar el diario en el quiosco de Pascale, me crucé con él frente a las ventanas del bar y me dijo: cuiden ese boliche, cuiden el Romería, si no lo cuidan se les va a morir...cuiden ese boliche. No entendí lo que quiso decirme sino mucho tiempo después, cuando el Romería bajó definitivamente la cortina. Hoy sé que me hubiese gustado venir al bar a tomarme una con mis amigos del barrio, como hacía mi padre, mientras mis hijos jugaban en la plazoleta. Me hubiera gustado, pero no me alcanzó el tiempo.
Con mi hermano y mi padre venimos algunas noches a recorrer el barrio. Cuando todos duermen. Cuando sólo hay sombras recorriendo las callecitas empinadas. Cuando sólo los gatos maúuuuullan un saludo, al vernos pasar.
Entonces nos quedamos un rato junto a la puerta clausurada del viejo bar. Junto a sus ventanas herméticas. Junto a su soledad.
Rara vez vemos cruzar algún vecino. De todos modos, a nosotros, nadie puede vernos. Sólo Galiano, perdido en su mundo, creo que nos vio una noche.
Pasó junto a nosotros por Montero hacia el sur, cabizbajo, rodeado de perros. Se los dije más de una vez —le oímos decir--, no abandonen al Romería, si lo abandonan lo van a perder. No lo ayuden a morir. ¡Se los dije más de una vez…! Nos quedamos mirando su paso inseguro, su conocida figura tan lejos del bien y del mal. Tan cerca de Dios. Antes de llegar a De la Torre se lo tragó la oscuridad.
Muchas veces, en la alta noche, venimos con mi hermano y mi padre a recorrer el barrio y pasamos por el Romería. Permanecer un poquito allí, junto a sus cansadas paredes, junto a sus ventanas tapiadas, es como volver a un pasado lejano. Perdido. Es como detener el tiempo para volver a vivirlo.
Sin embargo la vida pasa, se va y no vuelve. Y el Romería, como nosotros, también se fue de Bompland y Montero. Se fue del barrio. Cayeron a pedazos sus paredes sobre la vereda. Arrancaron sus puertas. Sus ventanas.
Otro edificio comienza a levantarse sobre sus ruinas. Se fue el viejo café, nacido en el arrabal montevideano. Aquel arrabal de esquinas ochavadas, de faroles tristes, callecitas empedradas, de glicinas en los tejidos de alambre y zaguanes a media luz. Como se fue el tranvía 35, el reloj de la curva y la penitenciaría.
Será por lo tanto el Romería, para los vecinos que lo conocieron y los parroquianos que lo frecuentaron, desde hoy y para siempre, solamente un recuerdo. Un grato recuerdo de un tiempo, que también se fue.
Ada Vega, año edición: 2012.
martes, 20 de febrero de 2024
Lágrima Ríos - "La Perla Negra del Tango".
domingo, 18 de febrero de 2024
Fue un carnaval
sábado, 17 de febrero de 2024
Amor es un algo sin nombre
Los sábados en el club de mi barrio se organizaban bailes entre los vecinos. Don Pedro, el albañil que vivía en la otra cuadra, traía una vitrola RCA con trompeta y una manivela que había que girar continuamente para poder escuchar unos discos de pasta, que llevaban una grabación de cada lado. También era el encargado de pasar los temas y dar vuelta o cambiar los discos tras cada canción.
En aquellos años la música que escuchábamos en la radio y que se bailaba, era de las Orquestas Típicas, que interpretaban tangos, milongas y valses; las Orquestas Características con pasodobles y foxtrot, y las Orquestas de Música Romántica Tropical también llamada música lenta.
Las personas que concurrían a esos bailes éramos siempre los mismos, matrimonios con sus hijos pequeños, y los jóvenes, chicas y chicos, que habíamos crecido juntos. Rara vez llegaba al baile algún desconocido. Cuando sucedía era porque venía acompañado de algún vecino.
Las diversiones para nosotras eran escasas, aparte de ir a la playa y los sábados a bailar, podíamos casi todos los domingos pasar la tarde en el cine. Íbamos en barra y nos sentábamos todas en la misma hilera, siempre en las mismas butacas. Masticábamos chicles y comíamos Pop acaramelado durante toda la función.
Un sábado de baile a fines del invierno llegó el hermano de una de mis amigas, con un compañero de trabajo. El joven venía por primera vez, cuando entró recorrió con sus ojos todo el salón. Yo lo miré y algo me sacudió. Se quedó a un lado de la pista conversando con unos conocidos.
Al empezar la típica salí a bailar con Adolfo, un muchacho con el que siempre bailaba el tango, pasé al lado del forastero y lo miré, él no me vio. Ni se enteró.
Al finalizar la típica hubo un descanso, salí afuera con mis amigas y nos sentamos a conversar. Cuando volvimos había comenzado la música lenta. No volví a verlo y no me importó. Di media vuelta al salón y me quedé junto a una amiga que no bailaba.
Entonces lo vi venir, se detuvo a mi lado y me invitó a bailar, antes de reaccionar ya estaba en sus brazos. En el disco Chavela Vargas cantaba: “yo estoy obsesionado contigo y el mundo es testigo de mi frenesí y por más que se oponga el destino serás para mí, para mí”.
Sentí tal felicidad que pensé que Chavela cantaba para mí. Me enamoré del forastero con un amor de película. En el salón solo estábamos él, yo y Chavela: “y por más que se oponga el destino…” recosté mi cabeza en su hombro, él apretó mi cintura, y bailando me besó en la frente.
Nos quedamos de ver al otro día en el cine.
Estrené el conjunto Bentley que la abuela me había regalado cuando cumplí los dieciséis, y el perfume que mi madre usaba para ocasiones muy especiales.
Mientras el corazón brincaba dentro del pecho se lo conté a mis amigas. Cambié de butaca y dejé una libre para él. Lo esperé toda la tarde mientras avanzaba mi decepción. Pero no vino. Ni ese domingo, ni nunca.
Durante muchos sábados de baile esperé verlo entrar al club donde nos conocimos. Después, los años pasaron y aquello fue solo un recuerdo de mi primera juventud.
Cuando mi sobrina más chica cumplió los quince años, los padres hicieron una fiesta preciosa. Entre el bullicio, la gente y la alegría, por sobre las mesas de invitados, mis ojos se volvieron a encontrar con sus ojos. Quedamos mirándonos.
Él estaba en una mesa con su esposa y sus hijos. Yo en otra mesa, con mi esposo y mis hijos. Éramos en la fiesta solo dos desconocidos
Por un segundo interminable volví a escuchar la voz de Chavela Vargas en aquel bolero: “por más que se oponga el destino serás para mí para mí” y volví a revivir la tarde aquella en que un forastero, bailando me besó en la frente.
La fiesta estaba en su punto más alto. Todo el mundo bailaba y se divertía. Sacudí la cabeza para librarme de recuerdos inoportunos, suspiré, y le dije a mi marido:
—Adolfo, empieza la típica… ¡ vamos a bailar!
Ada Vega, edición 2014 -
miércoles, 7 de febrero de 2024
Jaque Mate
Serían poco más de las diez, aquella noche de mediados de agosto, había en el aire un anticipo de primavera. Terminaba de dictar clases y me iba abrazado a un montón de escritos para corregir. Bajaba las escaleras de la Universidad y tú subías apresurado. Al cruzarnos, casi sin detenerte, me dijiste que te esperara en el bar donde solíamos reunirnos, pues tenías que hablar conmigo. Esa noche yo había programado no acostarme hasta terminar de revisar las pruebas. De todos modos entré al bar, encontré una mesa libre junto a la ventana que da a la avenida, me senté y pedí un cortado. Nuestra amistad databa de muchos años y si tenías algo urgente que decirme mi deber de amigo era escucharte. No habían pasado diez minutos cuando entraste al bar. Te sentaste frente a mí y el mozo te alcanzó un café. Estabas alterado. Gesticulabas nervioso. Traté de adivinar el problema que, sin dudas, te acuciaba, pero mi imaginación se estrelló ante tu seriedad para revolver el café. Encendí un cigarrillo y esperé a que hablaras. De pronto abriste la boca y de ella las palabras salieron a borbotones.
—Manuel —dijiste sin preámbulo—, voy a dejar a Yanina. No hice ningún comentario y continuaste.—Es una situación difícil, pero no me queda otra salida. Me voy con Estela. Quería contártelo yo antes que te enteraras por otra persona. Comenzaste a beber tu café. Al principio no supe qué decir. No sé qué se acostumbra en estas circunstancias. Traté de salir del paso con lo primero que se me ocurrió.
—¿Lo pensaste bien?
—Sí, Manuel —me contestaste—, Estela, me gusta, me siento bien con ella y no quiero perderla, ¿entiendes? Me sentí confundido y —no, no te entiendo —te dije. Entonces el que no supo qué contestar fuiste tú. Aproveché el lapsus y te pregunté por tu mujer.
— ¿Yanina no está esperando su primer hijo en estos días?
—Sí —afirmaste.
—¿Y la vas a abandonar ahora, cuando más te necesita?
—Manuel —te apresuraste a contestar—, mi relación con Yanina llegó a su fin, no puedo quedarme a su lado porque va a tener un hijo. No te pido que me comprendas, pero las cosas se dieron así. Estela apareció de golpe en mi vida. Estas cosas pasan. No tienen explicación. Me di cuenta entonces que lo tenías resuelto, que no tenía caso lo que yo pudiera opinar. —Dime, Juan, ¿tú la quieres a Yanina?
—La quiero, sí, pero no la amo. Te voy a explicar…
—No, no me expliques, yo sé la diferencia que existe entre querer y amar. Espero que tú también la sepas y no te equivoques. De todos modos, si ya decidiste cómo resolver la situación,yo, como amigo, qué puedo decirte?
—No digas nada. Ya renuncié a mi puesto en la facultad y mañana nos vamos del país.
—¿Te vas del país? ¿Para dónde se van Juan?
—No me preguntes —me contestaste—, después te escribiré.
—Pero, ¿y tu hijo? —insistí — ¿no te importa lo que pueda ser de él?
—Yanina tiene pasta de madraza — afirmaste—, no va a necesitar de mí para criarlo.
En ese momento hubiese querido decirte muchas cosas, hasta de moral te hubiese hablado. De hombría. Pero entendí que solo deseabas informarme, no pedirme una opinión. Te miré a los ojos y te desconocí. Me sentí caer en un pozo profundo donde las palabras y mis sentimientos se entremezclaban. Traté de poner mi mente en orden hilvanando una buena frase que te hiciera recapacitar, pero permanecí mudo. Ausente. Te pusiste de pie y nos estrechamos las manos. _Chau Manuel.
_Hasta siempre Juan.
Te fuiste sin mirar atrás. Yo pedí otro cortado y me quedé en el bar donde, un par de años atrás, habíamos conocido a Yanina. Estrenábamos nuestros títulos de Profesores de Español. Siempre fuiste ganador, simpático, entrador. Te sobraban las mujeres. Yanina apareció una tarde con una amiga. Eran estudiantes de la Facultad de Humanidades. Nos impactó a los dos, pero yo no tuve oportunidad tú ya te le habías acercado. Al poco tiempo ella dejó de estudiar y se fueron a vivir juntos. A veces la amistad no nos da tregua. No solo a Yanina le fallabas, al fallarle a ella me fallaste a mí. Te vi salir del bar y perderte entre la gente. Y por veinte años no te volví a ver. Hoy llamaste a la puerta de mi casa y a mi hija menor le preguntaste por mí. Te invité a pasar. Ni siquiera me extrañó tu presencia en mi casa. Siempre supe que un día u otro nuestros caminos volverían a cruzarse. Estás igual. Más veterano, como yo, pero al verte se nota que la vida te ha mimado. Conversamos de tu vida y te pregunto por Estela. Que sí, me decís, seguís con ella. Las cosas no resultaron como esperabas, pero bueno, a veces las cosas no se dan. No, no tuvieron hijos. La maternidad nunca estuvo en los planes de Estela. Por lo demás te ha ido bien. Estás radicado en Caracas, viniste por unos días a Uruguay, pero ya te vuelves. Encuentras hermoso a Montevideo. Todavía lo extrañas. Quieres saber de mí.
—Me casé —te digo—, tengo tres hijos. Quédate a almorzar, así conoces a mi familia. ¿Económicamente? Con dificultades, porque la situación en el país está muy complicada. Sigo de profesor en la universidad y doy clases en dos liceos. ¿De mis hijos? Los dos mayores son varones y están en la facultad. La más chica todavía no terminó la secundaria. Mi familia es toda mi riqueza.
—Vamos —te digo—, pasemos al comedor, mi familia ya está reunida.
—¿Ves, Juan? Estos son mis tres hijos. ¡Yanina! Ven amor, acércate, tal vez te acuerdes de este amigo que tuve hace muchos años. Hoy va a almorzar con nosotros.
Ada Vega, año edición 2007