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viernes, 20 de noviembre de 2020

Betinotti - Cuento del absurdo




Atilio Rivera tocaba la guitarra. De chico la tocaba. El Atilio vivía en la calle Juramento. No sé por qué se llamaba Juramento, ni quién le puso el nombre.
Un viejo, vecino de la otra cuadra y amigo del padre, un día le regaló una guitarra. Desde entonces el Atilio andaba siempre con la guitarra al hombro o amarrada a la espalda. Cuando creció los vecinos le empezaron a decir “Betinotti”, por lo del Betinotti aquel, amigo de Gardel, vio. Y por Betinotti lo conoció el barrio por diez cuadras a la redonda.
El Atilio era caminador. Yo vivía frente de su casa y lo veía pasar calle arriba y calle abajo, siempre por la misma acera, con la viola requintada. No conoció nunca el barrio, porque nunca salió de su calle.
Una vez fue a doblar una esquina, pero no pudo doblarla. Así que la dejó como estaba.
Betinotti tocaba la guitarra en cualquier parte. En la esquina, en la plaza, o en el cordón de la vereda.
A una cuadra de su casa, en la misma calle y en la misma acera, había un boliche de copas donde también daban de comer. Como la comida la daban, la gente del barrio iba y comía. Betinotti era asiduo. Un día le dijo al dueño si podía tocar la guitarra. Para amenizar, dijo. El dueño le preguntó:
—¿Y qué tocás?
—La guitarra, le contestó.
—Y bueno, dijo el dueño.
Durante mucho tiempo Betinotti tocó la guitarra en el Boliche del dueño.
Una noche al boliche llegó un argentino. Usted sabe cómo son los argentinos. Saben todo, conocen todo. Hablan hasta por los codos y preguntan. Por eso siempre están enterados de todo lo que pasa en su país y en el nuestro. Porque preguntan, averiguan. Quieren saber para ser los primeros en contar lo que les contaron. Son distintos a nosotros. Los uruguayos, por no hablar, dejamos que se nos caiga el rancho encima. A nosotros no nos importa cómo, quién, ni de qué manera.
El argentino cuando llegó al boliche vio a Betinotti tocando la guitarra. Lo miró y lo miró. Y no pudo con su condición.
—¿Por qué toca así la guitarra?, le preguntó al Betinotti.
—Porque me gusta tocarla así, —le contestó el Beti.
Pero el argentino no quedó conforme con la contestación. Insistió:
—¿Por qué no la da vuelta y la toca del lado donde están las cuerdas?
Betinotti levantó los hombros y le dijo:
—Cada cual…
El argentino se fue rascándose la cabeza. Betinotti siguió tocando la guitarra como si nada.
Y un día se murió.


Ada Vega, edición 11/20 

miércoles, 18 de noviembre de 2020

¡Qué quiere que le diga!

 





Fue a principios de la década del sesenta. Los tranvías con los rieles aferrados al hormigón hacía tiempo que habían dejado de recorrer las calles montevideanas, abriéndole paso a los modernos trolebuses de rieles aéreos que resultaron sólo espejismos en su primera y en su segunda etapa.
Las grandes tiendas del Centro fueron cerrando las puertas al público dejando sin trabajo a miles de empleados para apostar a las modernas "Galerías" que no alcanzaron nunca a colmar las expectativas de los quiméricos empresarios de aquellos días. Cerraban los cines y los grandes bares, y el clásico paseo de los sábados al Centro desapareció.
En esa década, a partir de aquel abril de 1959 cuando las inundaciones causadas por treinta días de lluvia continua, produjeron una catástrofe nacional, dejando al país con carreteras cortadas y prolongados cortes de luz, los empleados del comercio obtuvimos algo favorable: dejamos de viajar cuatro veces por día pues se decretó, para ese ramo, el horario continuo. Los comercios del Centro abrían sus puertas   de diez de la mañana a seis de la tarde, con un descanso, para el personal, de una hora al medio día.
En la calle Río Negro entre 18 de Julio y San José había, en aquel entonces, un bar llamado Támesis. Allí íbamos varias compañeras, en la hora de descanso, a conversar y tomar un cortado largo con una medialuna de jamón y queso. En ese bar muchas de nosotras aprendimos a fumar con los Marlboro y los L & M americanos, extralargos con filtro, que comenzaban a aparecer en todos los quioscos del Centro. En esos días también íbamos a comer la famosa pizza con mozzarella que ofrecía, como una novedad, El Subte, la pizzería de Ejido frente a la Intendencia, que era un local chiquito, sin mesas ni sillas, donde había que comer de pie y de apuro, para dar lugar a otras personas que esperaban afuera.
El Támesis tenía un mostrador largo en el medio del local, desde la puerta de entrada hacia el fondo. La caja estaba adelante y a ambos lados y también hacia el fondo, se alineaban las mesas. Entrando, a la derecha, las mesas estaban separadas del mostrador por un tabique que les daba cierta privacidad. Nosotras íbamos ahí y en esa hora ocupábamos todas las mesas.
Un medio día una compañera llamada Abril, encontró debajo de una mesa un monedero rojo. Era un monedero grande con boquilla dorada. Mi compañera lo puso sobre la mesa y lo abrió. Adentro tenía unas monedas sueltas y un pañuelo rojo de mano, envolviendo una foto. Era una foto vieja en sepia, cinco por ocho, sacada en un estudio. Es Gardel, dijo extrañada al mostrarla. Atrás tenía una dedicatoria: “Para mi amiga Juanita con mucho cariño, Carlos Gardel. Montevideo junio de 1933”.
Yo miré la foto con la cara sonriente de Carlos Gardel en aquella muy famosa foto de perfil y gacho gris que le sacara, entre muchas otras, el fotógrafo Silva en su estudio de la calle Rondeau. Y no le di importancia pues para mí Gardel —en aquel entonces—, era un cantor argentino, uruguayo, francés, de tangos que había muerto en un accidente antes de que yo naciera. Y que la gente, no entendía por qué, lo seguía escuchando por la radio como si no estuviese muerto y enterrado. En esa época yo estaba entusiasmada con las canciones de Sandro y Leonardo Fabio y, a pesar de que siempre me gustó el tango, Gardel no estaba entre mis ídolos del momento. Después los años me enseñaron muchas cosas, entre ellas: que Carlos Gardel es inmortal y que es cierto que cada día canta mejor. Pero eso lo aprendí a medida que fueron pasando los años.
Aquel mediodía en el Támesis nos encontrábamos opinando sobre el monedero y su contenido cuando entró la dueña a buscarlo. Era una mujer que todas conocíamos de vista. Tal vez alguien que la haya conocido, si lee esta historia, la recuerde. Era una mujer de unos cuarenta años, alta, delgada, de piel muy blanca y cabello negro. Que tenía la particularidad de vestir siempre de rojo. Toda de rojo. Zapatos, medias, vestido, tapado, guantes, cartera y en la cabeza un pañuelo, que cruzaba adelante y ataba detrás.
Solía andar con un bolso haciendo compras. Vivía por ahí cerca. No mendigaba ni hablaba con nadie, pero todo el mundo la conocía. Por años vi. a esa mujer andar en la vuelta. Ese mediodía cuando entró y vio a mi compañera con el monedero abierto y la foto en la mano le dijo:
 —Ese monedero es mío, se me cayó y no me di cuenta.
Abril se apresuró aguardar la foto y alcanzarle el monedero mientras nosotras le explicamos que lo habíamos encontrado en el suelo y lo abrimos para ver de quién era. Ella no nos escuchaba. Miraba atentamente a la chica que lo encontró que aún mantenía la foto en la mano. Entonces le hizo una pregunta extraña. Le dijo en voz baja y pausada:
—¿Qué te pasa? ¿Por qué estás preocupada? Abril se puso nerviosa.
 —Nada —le contestó—, a mí no me pasa nada.
 —Estás asustada, ¿de qué tenés miedo? —insistió la mujer de rojo. Entonces Abril más tranquila dijo:
—Mi mamá está internada, hace una semana que está en coma.
—Sí, —dijo la mujer—, por algo perdí el monedero para que vos lo encontraras. Quedate con esa foto, pedile a Carlitos por tu madre. No te separes de esa foto. Mañana vengo a buscarla.
 Cuando se fue nos quedamos comentando que aquella mujer estaba loca. ¡Mire que rezarle a Gardel!
Según Abril, ella no le pidió ni le rezó al Mago. No se sintió motivada. No creyó que Gardel fuera un santo como para pedirle un milagro. De todos modos no se separó de la foto, la tuvo en la mano y la miró varias veces. Esa noche pasó con la madre en el Hospital, y a la mañana siguiente como todos los días vino a trabajar. Ese mediodía regresó la mujer de rojo a buscar la foto. Abril se la devolvió y le dijo que la mamá seguía igual. Que los médicos no daban esperanzas. Ella le contestó:
—¡Qué saben los médicos! ¡Carlitos es un santo! ¡Ya vas a ver!
Esa tarde casi al cierre llamaron a Abril del hospital para decirle que la mamá había vuelto del coma y comenzaba a recuperarse. Diez días después dejaba el hospital completamente curada.
La señora salió del coma y se recuperó debido a la atención de los médicos, a la medicación o porque no era su hora. Pero para Abril y algunas de mis compañeras fue un milagro de Gardel y sé que hasta el día de hoy le rezan y le hacen peticiones que, según ellas, él les concede. No había transcurrido un mes cuando un mediodía vino al bar la mujer de rojo a preguntarle a mi compañera por su madre. Abril le contó la novedad de la feliz recuperación y ella nos contó la historia de la foto de Gardel. Que parece que no sólo es mago. Desde su trágica muerte, hay quienes piensan que el morocho del Abasto se recibió de santo. Esa foto, nos dijo, perteneció a Juanita Olascoaga, una morena que vivió en su juventud el esplendor del Montevideo de los años veinte. Muy conocida en la noche montevideana. Las dos mujeres se habían conocido casualmente, hacía unos años, y cultivaron una cierta amistad. Tal vez las unió la soledad, o aquel modo de vivir en un mundo propio que ambas habían elegido. Lo cierto fue que la morena le contó parte de su vida que fue, sin duda, muy interesante y entre esos recuerdos cómo una noche de lluvia de 1933, en que andaba caminando por 18 de julio, tropezó sin querer con Gardel que bajaba de un taxi en la puerta de su hotel protegiéndose bajo un paraguas. La morena trastabilló y Gardel la tomó de un brazo para que no cayera. Entonces ella lo reconoció y le dijo:
—¡Carlitos! Y él la invitó a tomar un café en un bar de la calle San José. Juanita esa noche le pidió una foto y él le dio una muestra que se había sacado en esos días en el estudio Silva de la calle Rondeau y se la dedicó. Era octubre y Carlos había venido, en esos días, a cantar al teatro 18 de julio. Fue la última vez que vino a Montevideo. Murió trágicamente, a la vuelta de una gira, en junio de1935.
Nos contó la señora de rojo que Juanita siempre tuvo esa foto con ella y que en los últimos años le rezaba a Carlitos como si fuera un santo, pidiéndole que la llevara con él de este mundo. También contó que se habían encontrado las dos, hacía unos días, por 18 de julio y la morena se la dio para que la conservara —le dijo—, porque no se estaba sintiendo bien y no quería que cuando ella faltara, esa foto que era milagrosa, se perdiera.
Yo sigo pensando que Carlos Gardel fue un súper dotado. Que cantaba como un zorzal y las letras que cantó hace cien años, aún hoy están vigentes. Que no hubo ni habrá nadie que lo iguale en su voz y su carisma y que fue, según dicen, un gran tipo. Acepto que fue un mago. Pero de lengue y gacho gris en un altar de la iglesia…¡qué quiere que le diga! 

Ada Vega, edición 2010 -

domingo, 15 de noviembre de 2020

Satchmo

 


      Una vez finalizada su visita a Buenos Aires, Louis Armstrong  llegó a Montevideo en noviembre de 1957 con sus All – Stars. Ese año, después de recorrer Europa, el músico había iniciado una gira por América del Sur que incluyó  Argentina, Uruguay, Brasil y Venezuela.  
    Su estadía en Uruguay fue muy breve, pero no tan breve como muchos creen. Dos días después de la última  actuación de la banda en Montevideo, tuve la fortuna  de conocer  a Satchmo, en persona, en el Hotel San Rafael de Punta del Este. Nuestro encuentro fue imprevisto. 
       Mi padre fue durante muchos años  gerente del San Rafael, debido a lo cual yo pasaba allí largas temporadas, por lo general en vacaciones. Durante el año iba dejando trabajos suyos, referentes al Hotel, para que los pasara a máquina. Con esa premisa, al terminar las clases en la universidad,  ese noviembre viajé hacia Maldonado.
       La primera noche de mi estadía, ya próximo al amanecer, llegué hasta el comedor principal que tenía un bar adosado a la pared del fondo. El salón se encontraba a oscuras.  Sólo en el bar, una luz agónica se desparramaba sobre el mostrador. El encargado concentrado en su trabajo, reponía botellas en la estantería. Sentado a un costado de la barra,  Satchmo fumaba y bebía un whisky, mientras secaba su rostro con un pañuelo blanco.
          Me sorprendió ver a Louis Armstrong allí. Yo había llegado esa tarde y no estaba al tanto de su alojamiento en el Hotel. Le pedí un café al encargado y le pregunté al músico si podía sentarme a su lado. Él sonrió con su boca repleta de dientes y me hizo señas con la mano para que me sentara.
         Pese a que mi inglés no era óptimo entendí perfectamente su acento sureño. Sin embargo, pienso que él debió haber hecho un gran esfuerzo para entenderme a mí. De todos modos,  sólo le hice un par de preguntas. En un momento dado tomó la palabra y comenzó a contarme parte de su vida. Los sueños perdidos  y los que le quedaban por realizar. La esperanza de un mundo mejor, la paz  que encontró en Uruguay  y la belleza de Punta del Este donde quisiera —opinó—, comprar un rancho y quedarse para siempre. Fue un comentario simpático que yo acepté,  pues él sabía que lo dicho era sólo una quimera.
       A modo de pequeña biografía me contó que había nacido en Nueva Orleáns el 4 de julio de 1900. Su familia era muy pobre —dijo—  y su padre lo había abandonado cuando era un niño muy pequeño. Fue entonces  a vivir con su abuela materna, de quien llevaba el  apellido.  Desde los cinco  años vivió con su madre y su hermana en  la más absoluta pobreza. A los siete años con tres amigos formaron un conjunto vocal para cantar en las esquinas por monedas.  A los ocho años compró su primer corneta con el dinero que le pagaba un matrimonio ruso-judío  con quien trabajaba vendiendo baratijas. Tenía cumplidos los once años cuando, en vísperas de año nuevo, disparó una pistola al aire,  fue arrestado y  recluido hasta los catorce años en un reformatorio para chicos negros abandonados.
       Le pregunté si en su familia  existían antecedentes musicales, me contestó que no. Él comenzó a expresarse por medio de la música  a través de  la corneta, en la banda del  reformatorio.
       A su salida trabajó como vendedor de carbón, repartidor de leche, estibador de barcos bananeros y también en los cabarets de Storyville donde se concentraban los locales nocturnos de la ciudad. En uno de esos locales conoció a Charlie Beeker, un viejo trompetista que lo maravilló. De continuo, en sus correrías nocturnas, iba a escucharlo.
        El jazz surgió en 1900, pero el viejo músico tocaba Blues, una música melancólica, “música negra” que nace  a mediados del siglo XIX.
       Satchmo —según me contó—, pasaba horas observando al músico y con su corneta trataba de imitarlo. Un día Beeker le aconsejó que comenzara a usar la trompeta en lugar de la corneta, pues le aseguró que para el jazz —la música que comenzaba a imponerse—, el sonido de la trompeta era más adecuado.
      Mientras tanto el  trompetista Joe Oliver, considerado uno de los más finos trompetistas de Nueva Orleáns, vislumbró en Satchmo a un gran trasformador y pasó a ser su mentor y su profesor. Y ambos comenzaron a tocar juntos en bares de baja categoría acompañando grupos vocales. Tenía diecisiete años cuando Joe Oliver, su mentor y profesor se mudó para Chicago.
Armtrong llegó a tocar en varias orquestas de Nueva Orleans y también en las que viajaban a lo largo del Mississippi A principios de los años 20 viajó a Chicago contratado por Joe Oliver, como segundo cornetista de su banda.
—La noche previa al  viaje  a Chicago —continuó recordando—,  el viejo trompetista de Storyville, Charlie Beeker,  vino a verme y me trajo su trompeta de regalo. Volvió  a recomendarme  que cambiara la corneta  por la trompeta. Que la trompeta me llevaría a sitiales inimaginables donde él no pudo llegar  —me confesó—, porque  en sus comienzos no era momento de cambios. Pero que, en cambio,  en esos días se estaban dando las condiciones como para intentar una revolución en la música del jazz  y que esa revolución  tenía que realizarla  yo. No quería aceptar la trompeta de Charlie —continuó diciéndome Satchmo, con sus manos abiertas extendidas en un además de afirmación—, es muy difícil para un músico desprenderse de un instrumento que lo ha acompañado durante toda su vida.  Charlie me aseguró que estaba cansado que no quería tocar más, pero no podía permitir que ella callara para siempre. Por ella,  por amor a su compañera de toda la vida,  me pedía que la aceptara.
 Satchmo encendió un cigarrillo y tras un breve silencio continuó. 
—Desde ese día la trompeta de Charlie me acompaña. Hemos viajado juntos por el mundo. Es una compañera fiel. Sabe guardar secretos. Jamás la he dejado sola. No podría tampoco. He descubierto que es mi talismán.
En 1924 Fletcher Henderson, el más importante director negro de Nueva York, lo invitó a unirse a su banda. Recién, después de aceptar y antes del debut, dejó la corneta y se cambió a la trompeta —según explicó— para armonizar mejor con la Fletcher Henderson Orchestra, principal banda afroamericana de la época, con quienes debuta como solista.
 En 1925 formó su propia banda y comienzó a gestar su fama de innovador en el plano musical. De ahí en más, durante cuarenta años recorrió subyugando a los habitantes de los cinco continentes con su voz y su trompeta en re bemol.
           Aunque fue poco comentado, Satchmo era un hombre involucrado en la política de su país ante la discriminación de los afro descendientes. No era amigo de departir a cielo abierto pero todos quienes lo frecuentaban conocían sus ideas.
La noche se había ido  y el sol venía despuntando. Yo no quería abandonar la charla con el rey de la improvisación, de modo que le hice otra pregunta que me contestó con toda sinceridad.
—¿Qué es lo que más le ha llamado la atención al conocer tantos países,tanta gente diferente?
—La gente no es diferente, porque viva en China,  en Alaska o en Perú —me dijo—, difieren las  costumbres, las culturas de cada país. Por lo demás todos aman,  sufren, ríen, lloran. Lo que en cambio he encontrado en todos los países que he visitado, es una gran discriminación de unos pueblos a otros. Segregan por razas, por color, por religión, por ideas. Excluyen, apartan, torturan.  Asesinan  a seres humanos porque no piensan igual, tienen otro color, rezan a otro dios.
Aquella noche en el bar del Hotel San Rafael de Punta del Este, descubrí en  Satchmo una personalidad que nadie imaginaría. Aquel hombre siempre sonriente, aquel músico reconocido en el mundo como carismático e innovador, el solista más importante y creativo de aquellos años, era también hombre duende, mentor de sortilegios y dueño de una trompeta mágica con la que hipnotizó a multitudes, un hombre interesado en trabajar contra las injusticias sociales. Para combatir  esas injusticias, había comenzado una campaña en contra de la discriminación por color de piel, discriminación que soportaban sus hermanos afroamericanos.
 —Yo sé que los honores, abrazos y manifestaciones de cariño de la gente hacia mí —me aseguró—, es debido  al magnetismo de mi trompeta y su seducción. Si no fuera por ella yo sería un negro más, despreciado por ser negro, por ser pobre.
Llegaba la mañana en el San Rafael, y entendí que Satchmo ya no hablaba conmigo, había dejado de fumar, el whisky se veía aguado tras el cristal del vaso. Y en la semi penumbra Satchmo le hablaba a las sombras que lo asaltaban, como en una confesión.
—Hace muchos años falleció Charlie Beeker, aquel negro  trompetista que tocaba blues en un cabaret de Nueva Orleáns. Siempre he pensado que con su trompeta me legó el magnetismo de su de estilo blusero, que yo agregué al Dixieland primero y al Swing después. El blues es una música triste, de una tristeza espiritual. Casi religiosa. Va a estar siempre presente en los distintos estilos que surjan en la música del jazz.
Se volvió a mí para decirme. 
—¿Te aburrí, muchacho?
—Qué va —le respondí—, me pasaría el día escuchándolo.
No lo vi cuando se fue. Nadie me vio conversar con él aquella noche en el bar.  Cuando se lo conté a mi padre me dijo que lo había soñado.
Me prometió que un verano iba a venir al hotel, con su esposa,  a pasar quince días. A partir de ese noviembre lo esperé varios veranos. Falleció en su casa de Corona (Nueva York) el 6 de julio de 1971.
          Cuando se lo conté a  mi padre, me dijo que lo había soñado.
 No lo soñé. Satchmo, en persona, estuvo conversando conmigo aquella noche de verano  de 1957. Aún conservo el pañuelo, con sus iniciales bordadas, que dejó olvidado sobre la barra del bar.


Ada Vega, edición 2010 -

Nadia

 



Un verano la vi por primera vez. Martes y jueves, a las tres de la tarde, pasaba caminando por la puerta de mi casa, con un estuche de violín bajo el brazo, apretado junto al pecho. Era una ninfa, una diosa. Una princesa. Llevaba un pedazo de cielo en sus ojos y el sol anidado en su pelo. Se llamaba Nadia, vivía en una mansión en el barrio de Los Manantiales, y estudiaba en un colegio privado.
Yo había terminado la escuela. Por la mañana trabajaba en un comercio del Centro y por la tarde jugaba al fútbol con mis amigos del barrio, en un baldío que había a la vuelta de mi casa. Los martes y los jueves la esperaba para verla pasar. Algunas veces la seguía hasta el Conservatorio de música de la calle Roosevelt, una callecita corta que desemboca en la plaza del General, donde estudiaba violín. Otras veces la esperaba a la salida y la seguía hasta su casa. Nunca me acerqué para hablarle. Era muy joven, inepto, no hubiese sabido qué decirle. Mi vida no tenía nada que ver con su vida. Aunque en esto nunca me detuve a pensar. Mi intención no era hablar con ella, yo solo quería verla, tenerla cerca. ¡No sé qué quería, en realidad! Nadia había despertado en mí un sentimiento desconocido que no supe manejar. Sentía estallar en mi pecho adolescente, un deseo ardiente de verla, de estar con ella. De ser su amigo.
Ella sabía que la rondaba. Siempre lo supo. Me veía. Pero nunca me miró. De modo que no tuve oportunidad de acercarme y tampoco lo intenté.
El tiempo pasó y un día decidí volver a estudiar. Como ya trabajaba en horario completo, me inscribí en el turno de la noche. Y dejé de ver a mi ninfa. Creo que por un tiempo la olvidé.
Años después, me enteré que se había casado y vivía en la capital. Guardé entonces su recuerdo, como el primer amor de mi juventud. El que no se olvida. Nunca.
Mientras cursaba secundaria decidí seguir la carrera de magisterio. Y así lo hice. No bien obtuve mi título me asignaron una escuela en las afueras de la ciudad, al borde de una campaña que se extiende verde y luminosa hasta más allá del horizonte, en una llanura que aparece y desaparece entre hondonadas y colinas.
Los alumnos eran chicos de los alrededores, hijos de peones de estancias y de pequeños chacareros. La escuela, y aquellos niños sanos, humildes, con deseos de aprender, me conquistaron y durante años les dediqué mi vida.
Una tarde al regresar a mi casa volví a ver a Nadia. Pasó en un automóvil con su esposo y dos niños. No me extrañó, sabía que las vacaciones de verano las pasaba con su familia, en la casa de sus padres.
Un año, antes de terminar las clases, el director de la escuela me llamó para decirme que el matrimonio de la mansión de Los Manantiales, le había pedido que le recomendara un maestro para preparar a sus hijos en las vacaciones, pues ese año comenzaban el liceo. Me dijo también, que él creía que yo era la persona adecuada que el matrimonio pretendía, debido a mi demostrada afinidad con los estudiantes. De modo que agradecí su deferencia y una tarde me dirigí a Los Manantiales, a presentarme como maestro, ante el matrimonio Serkin Ivanov.
Me recibieron con mucha cordialidad. Cuando Nadia me tendió la mano para saludarme le dije:
— ¡Hola! Ella me dijo:
—Perdón, ¿nos conocemos? Me descolocó.
—No. —Le contesté, turbado.
Ese verano concurrí a la mansión tres veces por semana, a preparar a los niños: dos varones mellizos simpáticos y alegres. Buenos estudiantes. Al término de las vacaciones, el matrimonio y sus hijos volvieron a la capital.
Pasado unos años, me enteré que la señora Nadia Ivanov había enviudado y vuelto a la ciudad para instalarse definitivamente en su casa de Los Manantiales.
La volví a ver casi a diario. Para ir al Centro, donde están los Bancos y los comercios importantes, desde su casa, el camino más directo era pasar por mi calle. De modo que verla otra vez, pese a los años que habían pasado, fue retrotraerme al tiempo en que fui un párvulo, que al verla por primera, vez sintió esa atracción arrolladora que no se puede ocultar, ni evadir, que puede desaparecer cuando menos se piensa o puede durar toda la vida.
Nadia seguía siendo una mujer hermosa, pero ya no era aquella ninfa, aquella princesa que encandiló mi adolescencia. Solo reviví al verla, mi primer encuentro amoroso con el sexo opuesto que resultó ser un rotundo fracaso. Una atracción ambivalente no correspondida, que dejó en mí un sabor amargo, que me costó años vencer y superar. Durante mucho tiempo el recuerdo de la ninfa y mi pasión inclaudicable, ocuparon mi mente y perturbaron mi vida honesta y sencilla de maestro de escuela.
Cuando cumplí 20 años de ejercer magisterio en la escuela del Zorzal, recibí una notificación del Consejo de Primaria donde se me asignaba, para el año entrante, el cargo de Director de una escuela en la capital. Estuve unos días pensando. Dejar mi escuela era como dejar mi casa. Aceptar el nombramiento era despedirme de mi familia, mis amigos. Dejar mi departamento, mi ciudad, mis alumnos. El director de la escuela me convenció.
La tarde que emprendí el camino hacia mi nuevo cargo, al salir de mi casa me crucé con Nadia. Cuando nos cruzamos me saludó:
— ¡Hola, maestro! ¿Cómo le va?
—Perdón, —le dije— ¿nos conocemos?
—Soy Nadia Ivanov, de Los Manantiales, usted un verano preparó a mis hijos para entrar al liceo! Estoy viviendo otra vez en la casa de mis padres. Mi esposo falleció y quise volver. Venga a verme una tarde, tomamos té y conversamos.
— ¡Cómo no! —Le contesté— La llamo por teléfono y arreglamos.
—Bueno, espero su llamada. ¡No se olvide!


Mi ninfa rubia con ojos de cielo, me invitaba a tomar el té en su casa. No invitaba al muchachito embobado que la seguía martes y jueves cuando pasaba para ir al conservatorio, y que ella siempre ignoró. Ni al joven maestro, que un año preparó a sus hijos para entrar al liceo, y que era consciente de que una vez estuvo muy enamorado de ella. Invitaba al hombre apuesto, educado, bien vestido, en quien se había convertido 
aquel muchachito.

——Adiós —le dije---, y le tendí la mano.

Seguí sin volver la cabeza , y con paso firme entré por la callecita Roosevelt, camino a la estación frente a la plaza del General.
Allí me esperaba el ómnibus cargado de sueños, que un verano esplendente, me trajo a la capital.


Ada Vega, edición 2019 

martes, 10 de noviembre de 2020

Madame Colette

 


         Fue en los años de macetas con malvones, de madreselvas y campanillas azules enredadas en los tejidos de alambre. De casillas de lata, veredas angostas y calles cortadas. Cuando Montevideo paría barrios orilleros que levantaban chimeneas. Y en los frigoríficos y lavaderos, barracas y fábricas, los obreros se turnaban de 6 a 2, de 2 a 10, de 10 a 6.
       En aquel entonces, al oeste de la ciudad y junto a la desembocadura del Miguelete, crecía el Pueblo Victoria. Barrio fundado por el ingles Samuel Lafone en 1842, y que lleva su nombre en honor a la Reina Victoria de Inglaterra. Enquistado en él, habitando unas pocas cuadras, reinaba lo más selecto del hampa montevideana. 
       Tahúres y cafishios, paicas y grelas del más rancio sabalaje, se habían aquerenciado en el barrio. Fueron famosas las casas con luces rojas regentadas por mujeres que hacían la vida más llevadera, prodigándose junto a sus pupilas para servir a su numerosa clientela. Aún hoy, los más veteranos del barrio, recuerdan nombres, rostros y virtudes de aquellas matronas que los iniciaron en el arte del amor. 
       Una de esas casas era gobernada por Colette, una francesa muy bonita de comentada fama, que con poco más de veinte años se vino un día del parisino barrio de Montparnasse.  Desembarcó en nuestro puerto con un  par de baúles, vestida como un figurín, y con el pelo cortado a la garzón. Ya experta en su oficio llegó a  Montevideo atraída por los comentarios en el viejo mundo, de que el oro en la joven América se encontraba tirado en la calle. Pronto se dio cuenta la francesita de que, o bien se había equivocado de puerto, o alguien exageró sobre nuestras uruguayísimas riquezas. 
     De todos modos ya estaba aquí, por lo que sin amedrentarse se dedicó a dictar cátedra de amor incorporando a nuestros conocimientos en la materia, los últimos adelantos en técnicas y afines, directamente importados desde su país de origen.  Recién llegada se instaló en un hotelito de la Ciudad Vieja. Observó el ambiente, recorrió los bares de la Aduana, el bajo del Tajo y la Puñalada y puso sus bellos ojos en el Pueblo Victoria. No obstante, comenzó su actividad en un bar de coperas  por la zona portuaria. 
    Enredada en un castellano afrancesado y  decidida a  conocer mejor nuestra idiosincrasia  pasó allí un período de adaptación. Pero su destino en estas tierras era otro. No había venido desde la lejana Europa para, con su desgaste, enriquecer a un macró latino.  Dueña de un pequeño capital, pretendía abrir su propio negocio. Por la Aduana consideró que no era factible. Demasiada competencia. Así que un día cargó con sus baúles, y se despidió de  la Ciudad Vieja. Alquiló una casa de inquilinato en el Pueblo Victoria y se instaló con una bahiana que conoció en el bajo del puerto y dos sirvientitas con cama cansadas de trabajar gratis para los hombres de la casa. Y al poco tiempo multiplicó su personal y su fama.
        El día que Colette llegó al barrio encandiló a los vecinos con su belleza y conquistó al malevaje que quedó rendido a sus pies pa’ lo que guste mandar. Y aunque algún tahura lo negó, era bien sabido que más de cuatro se hubiesen enfrentado a cuchillo, por ser el primero en la lista de sus hombres. 
      Muchos se equivocaron al conocer a Colette y verla tan frágil y delicada. Sin embargo, no tuvieron que esperar mucho tiempo para descubrir que tras su carita de niña buena, la francesita escondía un temperamento firme y aguerrido. Nunca dudó, para mantener su establecimiento en orden, en sacar a un matón a empellones a la calle o partirle una botella en la cabeza, si se cuadraba, a quien se pasara de listo por más guapo que fuera. 
       Usaba el puñal sin asco y con destreza si era necesario, y tenía por las dudas siempre a mano, una pistola con cachas de nácar que un turista árabe – libanés le obsequiara en sus tiempos por la Ciudad Vieja. Árabe que  zarpó un invierno de Beirut y que al llegar a Uruguay, no bien tocó puerto conoció a la francesa que lo cautivó.  
       Durante años el asiático fue y vino por el mundo tan sólo para estar con ella. A Colette no le era indiferente su amante árabe, bello ejemplar de varón de cabello enrulado y ojos negros y fríos como dagas, a quien ella llamaba: el Jeque. Y fue tal vez el Jeque uno de los hombres que más amó. Pero no el único. 
      En sus años del Pueblo Victoria despertó tremendas pasiones. En ambientes de avería y también entre santos varones no confesos. Rondando el convento y esclavo de la madame, campaneaba el Porteño. Un busca pintún, rubio de ojos claros, que se vino un día disparando de Buenos Aires tras dejar en Almagro terrible prontuario por fullero y batidor. Como tenía la vuelta prohibida entre el bramaje de su ciudad se afincó en Montevideo donde vivió a salto de mata, rebuscándose entre timba y fiolería. 
     Hasta el aciago día en que conoció a la francesita. La muchacha le dio vuelta la cabeza, el corazón y el alma. Y hubiese sido capaz, si ella se lo hubiera pedido, de apartarse del malandrinaje y, haciendo un supremo esfuerzo, hasta de ponerse a trabajar. Claro que para tranquilidad de su conciencia ella nunca le pidió tamaño sacrificio. Pese a que hay que reconocer que Colette miraba con muy buenos ojos al argentino, con quien compartía un pedacito de su apasionado corazón.
        Pero fue un muchacho del Pueblo Victoria, hijo de emigrantes italianos, quien conquistó por entero el corazón de la francesita. Un joven seminarista, que fue su asiduo cliente durante casi todo un año y con el cual  vivió un tórrido romance. Colette hubiese dejado todo por él;  la mitad de su vida habría dado por borrar su pasado y su presente y ser  solamente una simple muchachita para merecerlo. Pero el joven no le pidió ni le ofreció nada. Y un día vino por última vez se despidió de ella y se fue para seguir su carrera sacerdotal.  
       Ese fue un año fatal para la francesa pues también perdió al árabe, al que en el Líbano sentenciaron: se quedaba allí y mantenía a sus esposas, como  mandaba la ley, o corría el riesgo de perder su cabeza. A pesar de amarla desesperadamente, el  Jeque no tuvo opción. Decidió pues conservar su hermosa cabeza sobre sus hombros, y no volvió a aparecer por  la casa de inquilinato.
       De sus amores más arraigados sólo quedaba el Porteño que una noche, por sacar la cara por ella, quedó tendido en la calle en un duelo a cuchillo con un taita matón. La pérdida cruel e injusta de su rubio amor argentino le puso un lacre a su corazón. Durante mucho tiempo otros varones trataron inútilmente de conquistar a Colette, pero la francesita se había cansado de amar. Y fue en esos meses que para asombro del vecindario,  vieron que la madame estaba esperando un hijo.       
       Pasó el tiempo y nunca dijo quien era el padre del varón que nació un diciembre. Tendría el niño unos cuatro años cuando traspasó su negocio y se fue del barrio con su hijo y una valija con dinero suficiente como para iniciar una nueva vida. Atrás quedarían para siempre sus años de madame, dueña de un prostíbulo cuya fama comentaría el hampa por mucho tiempo. Atrás quedaría aquel Pueblo Victoria que la amó y a quién ella amara. Atrás sus trágicos amores, los sueños que trajo un día de allende el mar. Y también Colette, atrás y perdida para siempre.
       Cuando se fue del Pueblo Victoria se instaló en un apartamento en el último piso de un edificio en Reconquista y la Rambla con un enorme ventanal que daba al río. Abrió allí una casa de Alta Costura para las damas de la sociedad, que llegaron a adorarla por su sobriedad y buen gusto. Entonces se llamaba “Marie Stephanie Fournier de Binoche. Viuda de Jules Binoche, que había muerto en París  dejándola sola con un niño de pocos años con quien había venido a Montevideo en busca de olvido y consuelo”.
       Puso a su hijo en el mejor colegio que encontró y vivió con gran decoro. Fue aceptada de inmediato por las damas de la sociedad montevideana y respetada por los hombres. No hacía vida social, concurriendo muy esporádicamente a las galas del Solís o alguna velada en el club Uruguay. Fue allí precisamente que una noche volvió a encontrar al seminarista.
       El club Uruguay lucía espléndido. Las arañas de cristal brillaban como joyas. Las damas ataviadas con finísimos vestidos de fiesta eran escoltadas por caballeros de riguroso smoking. Esa noche Marie Stephanie, que con los años había acentuado su belleza, llegó al Club del brazo de su hijo Guy Binoche Fournier, que acababa de recibir su título de Ingeniero Civil, acompañados ambos de un alto jerarca gubernamental y su señora esposa.
  Junto a los balcones sobre la calle Sarandí, Monseñor Mazzetti conversaba con un diplomático. Al pasar junto a ellos, la señora que la acompañaba se detuvo para saludar al Prelado y a su vez presentarle a Marie Stephanie.
  Los dos se reconocieron. La señora, ajena a la situación, los presentó:
 - Monseñor Mazzetti, la señora Marie Stephanie Fournier de Binoche.
 - Señora.
 - Un placer Monseñor.
 - Y su hijo, Guy Binoche Fournier.
 - Joven...
 - Mucho gusto.
       Monseñor sintió que el corazón se le desbocaba. Había reconocido a Colette. Pero ¿quién era ese joven tan parecido a él? La misma cara, los mismos ojos, el mismo porte. Así era él años atrás, cuando tuvo que elegir entre la dulce Colette y su apostolado. Las fechas coincidían. ¿Podría ser su hijo? Necesitaba hablar con Colette. Preguntarle. Pero ella lo saludó inclinando la cabeza y se fue del brazo de su hijo.
     También para Marie Stephanie el encuentro fue inesperado. Era el pasado que volvía inquisitivo. Los ojos de Monseñor le gritaban una pregunta que ella no quería responder. Era indudable que se había reconocido en el hijo. Se retiró temprano de la recepción y no se volvieron a ver. Dicen que un tiempo después Marie Stephanie cerró la casa de modas y argumentando su deseo de volver a Francia se fue con su hijo. Y nunca volvió.
     Supo sin embargo, antes de irse, que Monseñor trataba de contactarla. De modo que el día que se fue dejó en el Correo una carta para él. Cuando Monseñor la recibió, ella y su hijo ya estaban en París. Monseñor Mazzetti llevaría desde entonces en su pecho, la dulce herida que le dejara la francesita.
    Tembló la hoja en las manos de aquel seminarista, cuando leyó en grandes caracteres una sola palabra que resumía una lejana historia de amor:  Sí.


Ada Vega, edición 2003 - 

lunes, 9 de noviembre de 2020

No vayas al cielo

 


Iban por la calle larga a los manotazos. Reían como dos necios mientras pateaban una maltrecha botella de plástico. Fumaban un porro a medias y cantaban: “...porque en el cielo no hay vino ni cerveza, no hay milanesas, no hay pizza y ni café. Porque en el cielo no hay plantitas verdes, no hay tortas fritas, no hay coca ni hojillas...” .  Ajeno, el sol continuaba su lento vagar hacia el oeste, mientras las primeras sombras dibujaban un incierto atardecer. Con los vaqueros desflecados tajeados en las rodillas, y sendas camisetas negras que lucían sobre el pecho las caras enajenadas de alguna banda de metal, los dos muchachos recorrían las calles en busca de lo que pudiera acontecer.

El Pelado y el Chifle eran dos hermanos nacidos en un barrio de “zona roja”. Ladrones sin prestigio, oportunistas natos, se encontraban sin embargo limpios ante la ley. Y aunque robaban desde que tenían memoria, carecían de antecedentes que los involucraran en delitos primarios, y sus drásticas consecuencias. Inconscientes por herencia directa, vivían la vida al mango.

Despreocupados, sin importarles el presente ni el futuro, tomaban de la vida lo que la vida les ofrecía a su paso, y lo que no. Acérrimos desconocedores de todo límite, no entendieron nunca que lo ajeno es ajeno, que los derechos de unos terminan donde empiezan los derechos de los otros, y que existen leyes que se hicieron para cumplirlas. Repobres de la más lunga estirpe orillera, aprendieron de muy chiquitos, casi al largarse a caminar, que los dolores que les retorcían las tripas los causa el hambre, y los calma el mendigar primero y el robar después.

Así, salían por las mañanas junto a la madre, con otro más pequeño en brazos, a extender las manitas sucias —los pelos revueltos y las caritas moquientas—, a cuanto transeúnte pasara a su lado; algunos presurosos, que sin mirarlos siquiera seguían de largo, otros que sin detenerse dejaban algunas monedas que la madre iba juntando para comprar el pan, primero, y si alcanzaba, la leche.

Desayunaban una fruta que algún puestero les alcanzaba o los bizcochos de ayer de alguna panadería que encontraban al paso y recorrían la ciudad, un día y otro, para regresar al atardecer muertos de sueño y cansancio.

Y de un saque, un día, se les fue la infancia. Sin reyes magos, sin escuela ni educación. Y la pujante adolescencia, al abrirse paso, los dio de narices con la globalización, el neoliberalismo y el “sálvese quien pueda”. Se enteraron que para intentar conseguir trabajo es necesario poseer un brillante “curriculum vitae” que te permita, por lo menos, competir. Que si no sabés inglés no existís y si te quedaste en el Windows, estás muerto. Que los “canillas” y los lustrabotas pertenecen al pasado. Que las fábricas desaparecieron y la construcción es una utopía. ¿Y entonces...?

Subieron el repecho hasta el almacén de don Flores y al iniciar la bajada lo vieron. El hombre venía remando por la calle empinada, parado en los pedales de su bicicleta. Sofocado. Los muchachos se miraron. Se abrieron para darle paso por entremedio de los dos. Al llegar junto a ellos lo tiraron al suelo, le robaron unos pocos pesos y se fueron calle abajo, montados los dos en la bicicleta, orgullosos por “la hazaña” que acababan de realizar.

Aunque se hicieron apuestas, no llegamos a saber si fueron cinco , o diez, o tan sólo tres, los minutos que corrieron, antes de que al primer automóvil que pasara por el almacén de don Flores, subiera el dueño de la bicicleta y alcanzara en un santiamén a los dos muchachos. Lo que siguió después se sabe: denuncia, policía, comisaría y juez. De ahí al Comcar y seis años por rapiña, fue solamente el principio.

La luna asomada entre los barrotes, iluminaba la soga a cuyo extremo se balanceaba inerte, el cuerpo del muchacho. El pabellón estaba en silencio. Los guardias nunca supieron. Mientras la noche testigo, bostezaba su indiferencia sobre los altos muros, los presos, victimarios-víctimas, dormían sueños torturados. Solo, en la celda contigua, el hermano cantaba: “... porque en el Cielo no hay vino ni cerveza, no hay milanesas, no hay pizza ni café... Porque en el Cielo no hay plantitas verdes, no hay tortas fritas, no hay coca, ni hojillas...”


Ada Vega, edición 1998 -

domingo, 8 de noviembre de 2020

Historia en dos ciudades

 


"Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos, la edad de la sabiduría, y también de la locura; la época de las creencias y de la incredulidad, la era de la luz y de las tinieblas, la primavera de la esperanza y el invierno de la desesperación". 

De la novela "Historia en dos ciudades" de
Charles Dickens, Libro primero, cap. I



Nos conocimos una tarde de enero, en la plaza de un barrio castizo, en los aledaños de Madrid. Yo tenía 15 años y él 16. Estaba sentada en un banco comiendo churros. Pasó caminando con las manos en los bolsillos del pantalón. Me miró y lo miré. Se llamaba Manuel, era guapo y tenía ojos verdes. Yo tenía fina la cintura y el pelo negro. 

En aquellos días estudiaba en un colegio de monjas, y él trabajaba con su padre que era fontanero. Fuimos novios a escondidas. Nos veíamos los domingos en la plaza, y por las noches, a hurtadillas, en los portones del convento de las Esclavas Vicentinas, que estaba pegado a la Iglesia del Santísimo Sacramento.

España, inmersa en una devastadora crisis económica, salía de una feroz guerra civil que la había extenuado. Había hambre y desasosiego. Mientras una Europa, alucinada, afilaba sus garras, antes de sumergirse en la segunda Guerra Mundial, los jóvenes españoles emigraban a raudales hacia América del Sur.

También el padre de Manuel, preocupado por el futuro de su hijo, había conseguido que el capitán de un barco mercante le diera trabajo como ayudante de cocina, y lo dejara en el puerto de Buenos Aires, donde la familia tenía parientes.

II

Nuestro amor adolescente creció y se hizo carne en el portal del convento de las Esclavas. Hacía unos meses que estábamos de novios cuando un día, de pronto, tuve la impresión de que estaba embarazada. Esperé unos días hasta confirmar lo que imaginaba y decidí hablar con Manuel esa misma noche. Tenía prisa por contarle. Antes de comenzar a hablar oí que me decía: 

—Dentro de cinco días me voy para Sud América. Iré en un barco de carga que me dejará en el puerto de Buenos Aires donde tengo unos tíos. Sentí que el mundo se me venía encima. Cuando le conté que estaba esperando un hijo suyo, dudó y me dijo: 
— Entonces, me quedo. Le contesté que no, que habláramos primero con mis padres. Que yo esperaría a que él se ubicara, consiguiera trabajo y tuviésemos un lugar donde vivir los tres. De modo que nos armamos de coraje, enfrentamos a mis padres y les contamos, ahorrando palabras y explicaciones, la situación que afrontábamos. 

Al escuchar la novedad mi padre se puso furioso. Le gritó a mi madre que la culpa era suya por no cuidarme. Mi madre comenzó a llorar. Traté de decirle a mi padre que ella no tenía culpa, puesto que yo me escapaba por las noches, para encontrarme con Manuel sin que nadie lo advirtiera.
No pude defender a mi madre porque ordenó que me callara la boca y se dirigió a Manuel: le preguntó quién era, como se llamaba, donde vivía, cuantos años tenía y si estaba estudiando. Manuel se puso nervioso, aclaró la garganta, y contestó:
— Estee…
Mi padre se pasó una mano por la frente, mi madre pensó que le iba a dar un soponcio y le dijo:
—Siéntate José.
— ¡No puedo sentarme, — contestó —, si me siento no oigo bien! Manuel aprovechó el lapsus y agregó:
—El problema no es esto que estamos hablando…
— ¡Ah, esto no es un problema! ¿Qué falta entonces? —Vociferó.
Quise contarle lo del viaje a América, pero él me gritó:
— ¡Tú cállate la boca! Entonces Manuel más calmado le contó del viaje a la Argentina donde tenía parientes, le dijo, y que en cuanto consiguiera trabajo me mandaría a buscar.
Mi padre lejos de calmarse arremetió enojado:

— ¡Tú con tu vida has lo que te venga en ganas, de mi hija y de su hijo me haré cargo yo! Entonces sucedió algo que me llenó de orgullo. Manuel se enfrentó a mi padre y le dijo que de su mujer y de su hijo se haría cargo él.
—Me voy para América porque acá no hay futuro, pero en cuanto consiga trabajo Julieta y mi hijo se irán a vivir conmigo. Mi padre se sentó y mi madre dejó de llorar.

II

El barco en que viajaría Manuel, partía del puerto de la Coruña en tres días. Él debía abordarlo en dos días. No había tiempo para boda por el Registro Civil, y tampoco para boda en la iglesia con cirios y flores. Sin otra alternativa, se armó en mi casa un altar en el comedor, vino el cura de la parroquia y nos casamos al otro día. Yo con mi vestido blanco de los 15, la mantilla que mi madre, los domingos llevaba a misa, y un ramo de jazmines blancos. Los padres de Manuel fueron los padrinos y el cura bendijo sus alianzas, que desde entonces llevamos puestas.

Después, Manuel viajó para América yo dejé de estudiar, y a los 9 meses nació Sebastián. Cumplió un año, cumplió 2 años y nunca recibimos carta de Manuel, ni yo, ni su madre.
Pese a que lloré y extrañé a Manuel, Sebastián colmó mis horas, y alegró mi vida y la de los abuelos.
Una mañana de otoño llegó a mi casa, la madre de Manuel con una carta de su hijo para ella y dentro del mismo sobre, una para mí. Pocas palabras: que nunca dejó de amarme, que soñaba con conocer a su hijo y, entre otras cosas, que cuando llegó a América el primer puerto que tocó el barco, fue el puerto de Montevideo. Que se enamoró de la bahía y su Cerro vigilante, y decidió en el acto que no iría a Buenos Aires. Que se quedaría a vivir en Uruguay. También decía la carta que en los próximos días iría a buscarnos.

III

Manuel entró a trabajar en el puerto de Montevideo, como peón asalariado, y pasó a vivir en una pensión junto a unos compañeros de trabajo. La paga no era mala para un joven sin experiencia, pero él había llegado al país con una responsabilidad y una promesa que cumplir. Mientras trabajaba como estibador, un día se enteró de que en el norte de Chile tomaban gente para trabajar en las minas de cobre. Que el trabajo era duro, le dijeron, pero que lo pagaban muy bien y que en poco tiempo se podía ahorrar para comprar una casa. De manera que se puso en contacto con la persona que reclutaba gente y en pocos meses consiguió un contrato para trabajar en las minas de Atacama. Primero no escribió porque no tenía novedades que contar, y después no le fue fácil comunicarse. Así que esperó a terminar el contrato para escribir. A su vuelta a Uruguay, volvió a trabajar en el puerto.

IV

Veinte días después de recibir la carta, llegó Manuel a mi casa. Me encontraba con Sebastián en la puerta de calle, y lo vi venir. Me costó reconocerlo. Estaba más alto, más moreno, ¡más guapo! Antes de abrazarme levantó a Sebastián en sus brazos y lo apretó junto a su corazón. Días después, en el puerto de La Coruña, nos despedimos de mis padres y de mis suegros, cruzamos el Atlántico, y el 15 de febrero de 1945, desembarcamos en el puerto de Montevideo.  Manuel había comprado una casa en la Ciudad Vieja, con una puerta muy alta a la calle y un balcón de cada lado. Con tres habitaciones, dos patios dameros: uno con claraboya y otro con un aljibe en el centro, y un fondo con parral y dos ciruelos. Un año después, nació Alfonso. 
En esta casa de la Ciudad Vieja criamos a nuestros hijos, y fuimos felices. Pasaron veinte años como un suspiro. En los años 60, Uruguay no escapó a los problemas económicos de América Latina. Los jóvenes no conseguían trabajo y emigraban hacia Europa y Estados Unidos. 

Sebastián fue quien primero decidió volver a España. Tenía su documentación en regla y no tuvo inconvenientes en regresar al país donde nació. Después se fue Alfonso. Y allá están, se casaron y tienen hijos. A veces vienen, y a veces vamos. Manuel y yo nunca quisimos volver a España para quedarnos. Al cabo, somos más uruguayos que españoles. Seguimos aquí, en la casa de balcones y patios dameros; con aljibe, y fondo con parrales y ciruelos. Hace muchos años llegamos a Uruguay con la ilusión de formar aquí, una gran familia. La formamos allá, en España. Pero sin nosotros.

Y los años volvieron a pasar inclementes. Estamos solos. Estamos viejos. Eras guapo y tenías los ojos verdes. Y yo tenía fina la cintura y el pelo… mi pelo era negro. ¿Te acuerdas, Manuel…? 

Ada Vega, edición 2017 -