lunes, 21 de diciembre de 2020
La inalterable ruta de los Reyes Magos
Andando
Conocí a don Justino Andrade cuando él bordeaba sus floridos ochenta años y yo fatigaba mis treinta, enredada entre los turnos de un marido taxista y el infierno de tres hijos varones. Frente a mi casa había entonces una pensión: La Dorotea, chica, modesta. La dueña era doña Amparo, una española viuda y sin hijos. Mujer de mucho temple, gran cocinera, quien con la ayuda de una empleada mantenía la pensión como un jaspe. Y allí llegó un día don Justino. Un día de invierno frío y seco.
Lo vi en una de mis corridas al almacén entre el desayuno y el almuerzo. Lo recuerdo entrando a La Dorotea. Vestía un gastado sobretodo gris, sombrero negro y un poncho blanco y celeste terciado al hombro. Como único equipaje traía una pequeña valija. Lo vi y lo olvidé en el acto. Un día, sin embargo, comencé a fijarme en él. Pese a lo crudo del invierno, solía sentarse mañana y tarde en la vereda de su pensión armando sin apuro su cigarro y con el amargo siempre ensillado. Puse atención en él, pues vi que siempre me observaba en mis idas y venidas. Una mañana cruzó.
—Buen día doña.
—Buen día.
—No se mate tanto m’hija. Vive la vida disparando pues. Pare un poco. ¿Pa’qué corre tanto?
Yo barría la vereda. Detuve la escoba para contestarle un disparate y me encontré con sus ojos sinceros, su mano callosa sosteniendo el mate y le contesté:
—Qué más remedio don. Si no corro no me da el tiempo.
—¿Y pa’que quiere que el tiempo le dé? Lo que no se hace hoy se hará mañana.
Desde ese día fuimos amigos. Me gustaba llamarlo después de almorzar. Nos sentábamos en la cocina. Él traía el amargo. Yo tomaba un café y conversábamos. Se sentaba junto a la ventana apoyado en la mesa. Miraba hacia afuera fumando pausadamente y me contaba historias.
Había nacido en una estancia de Santa Bernardina a fines del siglo diecinueve. Hijo de la cocinera, nunca supo si su padre fue el estanciero o el capataz. No se lo dijeron y él no preguntó. Apenas cumplidos los catorce años se unió a una tropa de insurgentes. Vivió a campo y cielo. Peleando en guerrillas internas. Fue herido de sable en el combate de Illescas, durante la guerra civil de 1904. Fue su última patriada
Enfermo y debilitado, consumido por alta fiebre, acompañó a su General hasta el arroyo Cordobés cuando éste se dirigía hacia Melo. No volvió a guerrear. Se estableció en La Amarilla hasta restablecer su quebrantada salud. Allí vivió cerca de la casa que en los tiempos heroicos habitara Doña Cayetana María Leguizamón, una paraguaya apodada La Guaireña, que según se dice fue amante de Rivera.
Me contó del dolor que lo aguijoneó cuando en enero del 21 vio pasar por Durazno, rumbo a Montevideo, el tren expreso que transportaba desde Rivera los restos de su General. Don Justino me contó su vida con simpleza. Como un cuento. Me dijo que nunca se casó, pero que creía tener tres o cuatro hijos por ahí. Hurgando en sus recuerdos me confesó que sólo una vez, se había enamorado de verdad. Pero que había mirado muy alto. Ella era la esposa de un hacendado. Una muchacha joven y muy bonita casada con un portugués viudo y con hijos.
Una primavera antes de terminar la zafra, ensilló su tordillo y se fue. Le faltaron agallas para pelearla y llevársela con él. No se arrepintió. No hubiese soportado vivir preso de una mujer. Él necesitaba el aire, el viento en la cara, el sol por los caminos, y el andar de pago en pago llevando la luna de compañera. No fue hombre de quedarse en ninguna parte. Fue domador y guitarrero. Anduvo esquilando por el Norte del país, solo o en comparsas. Diestro con la taba y muy enamorado. Andariego. Por eso no tenía historia propia. Ni familia. Ni amigos. Sólo anécdotas, historias de otros. Recuerdos. Y su visión de la vida, su filosofía aprendida de tanto andar y de tanto vivir. Casi iletrado, de espíritu rebelde, reaccionando siempre ante la injusticia social, fue don Justino un soñador de ideas avanzadas que muchos siguen soñando. En aquellas tardes de café y amargo descubrí en don Justino a un hombre íntegro, sincero hasta la exageración, simple y sabio.
Aprendí de él a darle otro ritmo a mi vida. A tomarme mi tiempo. A creer en mí. Y a saber que yo puedo. Se hizo amigo de mi esposo con quien compartía amargos y truco. Mis hijos lo aceptaron como de la familia, pero él nunca se entregó. Pese a que nosotros le brindamos toda nuestra amistad y cariño, don Justino conservó siempre cierta distancia. Y los años se fueron sucediendo entre problemas, tristezas y alegrías.
Había pasado largamente los ochenta y pico cuando un invierno se despidió de mí; varias veces me comentó el deseo de terminar sus días en sus pagos del Durazno. Deseché la idea de convencerlo de lo contrario. De todos modos, no me hubiese hecho caso. Y una tarde cruzó por última vez. No se despidió de nadie. Solo doña Amparo lo acompañó hasta la puerta de la pensión. Sentados en mi cocina y teniendo tanto de qué hablar, compartimos los últimos amargos en silencio.
La tarde empezó a escaparse por las rendijas. Él armó lentamente su cigarro, lo aspiró despacio. Por entre el humo miré su rostro cansado. Apretó mi mano con fuerza. Yo lo abracé y lo besé por primera y última vez. Como a mi padre, como a un amigo. Se fue con su sobretodo gris y su poncho blanco y celeste. Me dejó el regalo de haberlo conocido.
Supimos que murió en el tren antes de llegar a su pueblo.
Murió como vivió: andando.
sábado, 19 de diciembre de 2020
Amiens
En el verano de 1920 a poco de terminada la Primera Guerra Mundial, llegaron al puerto de Montevideo, junto a otros inmigrantes, varias familias provenientes de Amiens, ciudad medieval al norte de Francia, hermosa y antigua ciudad de reyes, donde Julio Verne pasó sus últimos años.
En aquel entonces ya había en Montevideo varias familias venidas de Francia, debido a que los galos han inmigrado a Uruguay desde que nuestro país declaró su Independencia.
Entre estas familias se encontraban Camille y Nathan Feraud, un joven matrimonio y su pequeño hijo Pierre. Dichas familias llegaron con el propósito de adquirir tierras y radicarse en nuestro país. Con excepción de Nathan Feraud, empleado bancario en su ciudad, quien al llegar compró una casa frente al “río como mar” y allí se estableció con su familia. De modo que su hijo estudió en el Liceo Francés y el señor Feraud fue, por muchos años, ejecutivo en una financiera de la capital.
En setiembre de 1939 irrumpe en el Viejo Mundo la Segunda Guerra Mundial, y Europa llama a sus hombres a integrarse a la lucha. Pierre Feraud que acaba de cumplir 21 años, interrumpe sus estudios, decide acudir al llamado y marcha a la guerra a combatir por Francia.
Debe presentarse a su comando en París donde le proporcionan el uniforme y las instrucciones. Tiene 4 días de asueto antes de presentarse ante su superior. De modo que en un tren directo viaja hacia Amiens, la ciudad donde nació y donde aún quedan parientes. Desea recorrer sus calles, ver sus casas y palacios construidos 600 años atrás.
Llega sin dificultad a la casa de un primo de su madre que vive con su esposa y sus hijos a pasos de la Catedral. El joven se da a conocer y la familia le ofrece la casa para que se quede esos días que tiene libre, antes de ingresar al ejército. Allí Pierre conoce a Denisse, una de las hijas de los dueños de casa.
Los jóvenes se vieron, se enamoraron, y se amaron sin pérdida de tiempo. Que bajo el estruendo de una guerra todo debe ser resuelto y sin demora. Pues si el Amor se presenta sin previo aviso, es necesario amarrarlo, que nunca se sabe si la muerte pasará antes o después del primer beso, y cuatro días no es poco ni demasiado cuando se tienen 20 años y el ferviente anhelo de vivir un amor inasible y apasionado.
Los jóvenes viven entonces los cuatro días más intensos de sus vidas. Sin reglas ni barreras. Un amor inolvidable, que marcará sus vidas para siempre.
Bajo la promesa de que al término de la guerra volverá por ella, Pierre vuelve a Paris y de allí, al frente.
Desde el día de la despedida, los jóvenes amantes comienzan a enviarse misivas casi a diario.
En los primeros meses de 1940, Pierre es herido en combate, el ejército francés le da de Baja y es enviado a Uruguay. La recuperación es lenta, sin embargo pasado un tiempo con la ayuda de un bastón, vuelve a caminar. Mientras tanto sigue escribiendo a su novia en Amiens, que va poco a poco, y si explicación, dejando de contestar.
Un día, sin embargo, Pierre vuelve a recibir una carta, donde Denisse le comunica que ha conocido a un joven de su ciudad, de quien se enamoró y con quien se ha casado. Que el amor de ellos fue solo una historia de cuatro días, que no quiere vivir un amor por cartas y que pese a todo, ella nunca lo olvidará.
Esta aclaración inesperada produjo en el joven enamorado gran dolor y decepción, que manejó como mejor pudo. Pero el tiempo no se detiene. Pierre ha mejorado de sus heridas y retoma sus estudios en la universidad. Vuelve a encontrarse con compañeros de estudio y amigos del barrio. Y también con una novia que tuvo una vez, antes de ir a la guerra. Se llama Carmen y es hija de italianos. La guerra une y desune. Pierre comienza una nueva historia. Apenas recibido alquila una casa y se casa con Carmen.
El 8 de mayo de 1945, tras la firma de la capitulación alemana, en Berlín, finaliza la Segunda Guerra Mundial.
En 1950 Uruguay es Campeón del Mundo. A fines de ese año Pierre se enferma de una enfermedad grave y muere en pocos meses. Carmen se ha quedado sola. La vida continúa. Y vuelven a pasar los años. Un día decide vender la casa que le resulta demasiado grande, para comprar un departamento en el Centro de Montevideo cerca de los cines y los teatros. Ya hace diez años que Pierre falleció. Uruguay vive días de incertidumbre.
Carmen comienza a desocupar la casa para venderla. El escritorio de Pierre está cerrado y abandonado. Pocas veces desde que está sola ha entrado allí. Carmen entra, abre la ventana. Recoge y tira papeles, carpetas, amontona libros, tarjetas antiguas, guías de teléfonos. De una guía cae una carta. Está cerrada, es la letra se Pierre, está pronta para enviar. Está dirigida a Denisse y lleva su dirección en Amiens. ¿Por qué le escribiría Pierre? ¿Qué diría la carta? ¿Por qué no la envió? ¿En qué momento, cuándo la escribió? No quiso abrirla. No era para ella. Puso la carta en su bolso. Cerró la ventana. Salió a la calle, fue hasta el correo y la envió recomendada.
Afuera, había comenzado a llover.
Atardece en Amiens. Denisse prepara la cena en la cocina. Está sola, los hijos no han llegado. El cartero trae una carta. Debe firmar una nota. Viene recomendada. Denisse no entiende, es la letra de Pierre. Deja la cocina y sale a jardín. Sus manos nerviosas rompen el sobre y comienza a leer...
Cae la tarde, y el sol declina detrás de las torres de la catedral.
Ada Vega, edición 2020 -
viernes, 18 de diciembre de 2020
Si vuelvo alguna vez
jueves, 17 de diciembre de 2020
La ventana indiscreta
Todos
los días, al atardecer, pasaba el hombre caminando por la vereda de
su casa. Lo vio una vez de casualidad, cuando sin
pensamientos, observaba la calle desde la ventana del comedor. Para él ya era
una costumbre. Le daba placer observar los sauces vetustos en las aceras, que
dibujaban sombras sobre las casas bajas; el paso de los dos ómnibus de ida
hacia el Centro; los transeúntes yendo y viniendo hasta entrada la noche; el
caserío en derredor que comenzaban a encender las luces ante la noche que se
anunciaba.
Después
de verlo más de una vez comenzó a esperar su pasaje. Era un hombre simple,
común. Ni joven ni viejo, ni alto ni bajo. Un hombre que podía
pasar desapercibido en cualquier parte. Nadie podía jurar que lo
había visto en una fiesta, en la parada del ómnibus, ni pasando alguna vez, por
la puerta de su casa. Sin embargo, al atardecer del otro día, se encontraba de
pie junto a la ventana como si supiera de ante mano que el hombre volvería a
pasar. Y así fue. Puntual, el hombre volvió a pasar.
Esta
vez lo observó con atención: vestía traje gris, camisa sin corbata,
zapatos negros; el cabello oscuro un poco largo. Le pareció que rengueaba. Por
lo menos que arrastraba el pie izquierdo. Varios días vio pasar al hombre del
traje gris hacia la parada del ómnibus, demorar un rato y
sin subir a ninguno, volver sobre sus pasos. Comenzó a extrañarle ese
comportamiento. Después se olvidaba de él se retiraba de la ventana y seguía
con sus cosas.
En
la acera de enfrente, casi en la esquina, estaba la mansión de los Quintela –
Salerno. Un caserón de dos plantas de principios del siglo
XX, habitado por un matrimonio mayor, padres de varios hijos que
crecieron y, primero unos y luego todos, fueron abandonando el hogar
paterno. La mansión tenía a la entrada, un living
espacioso, un recibidor a la derecha con ventana a la calle, y el
escritorio a la izquierda, también con ventana a la calle. Después
del living, había un comedor diario, la cocina, un baño social y una
escalera hacia la planta alta donde se encontraban los dormitorios.
El
señor Quintela había sido, años atrás, un empresario de mucho éxito. Después,
retirado, su empresa pasó a manos de sus hijos. De modo que con su esposa
vivían de rentas, en esa hermosa casa. En las noches se
encendían todas las luces de la planta baja, a las nueve de la noche
se apagaban y se encendían las luces de la planta alta. A las diez de la noche
la mansión queda a obscuras con excepción de las luces del jardín. Todas las
noches de todos los días, como un ritual.
Un
atardecer, cuando la curiosidad superó la inquietud de
saber a dónde iba o qué hacía el hombre del traje gris
después de pasar por su casa, lo esperó en la puerta de entrada y lo
siguió. El hombre se detuvo en la parada. Él también. Varias personas
esperaban. Llegó un ómnibus y subieron varios pasajeros. Llegó el
segundo y subió el resto. Las luces en la planta baja, de la casona
de los Quinquela Salerno que estaban encendidas, se apagaron y
se encendieron las luces de la planta alta. El hombre del traje gris
cruzó la calle.
Esa
noche las sirenas de los patrulleros despertaron a los vecinos del barrio. En
la casona de los Quinquela Salerno se había cometido un robo y el
señor Quinquela había sido herido. Según se dijo, el mismo dueño de casa
explicó lo sucedido. Que ya se encontraban acostados con su esposa y a punto de
dormirse cuando le pareció oír ruido en la planta baja. Que bajó de
la cama y al bajar la escalera alcanzó a ver la luz de una linterna en el
escritorio. Se dirigió allí y al encender la luz de la entrada, la
persona que se encontraba dentro de la habitación lo golpeó en la cabeza con un
objeto, que considera, era una linterna. Él cayó al suelo y la persona huyó
llevándose un sobre con dinero que había en un cajón del escritorio. La esposa
fue quien al oír el ruido, desde el dormitorio llamó a la seccional.
El
caso lo llevó el inspector Torreira, que opinó de entrada que el
ladrón conocía muy bien la casa por dentro, y el movimiento de sus
habitantes. En la mañana recorrió la casa, la entrada del
frente, las ventanas y la puerta del fondo. Se detuvo en el jardín, observó las
casas vecinas y sus ojos se detuvieron en la ventana de una casa de
la acera de enfrente. Alguien tal vez allí podría haber visto algo. Dar acaso
una pista.
De
modo, que se dirigió a la casa y llamó a la puerta. Lo recibió un hombre muy
amable, de mediana edad, que al presentarse el inspector lo hizo pasar. Le dijo
que conocía al matrimonio Quinquela- Salerno de hacía muchos años.
Que sí, conocía la casa por dentro. Había entrado muchas veces, pues
era amigo de sus hijos desde que eran niños. No, en esos días no había visto
nada anormal, nada que llamara su atención. No, esa noche tampoco, a la hora
que ocurrió el robo él estaba durmiendo y la ventana estaba cerrada. Torreira
se despidió, agradeció el haberlo recibido y quedó en que, tal vez,
lo volvería a visitar. El dueño de casa le dijo que a las órdenes, lo acompañó
hasta la puerta y quedó observándolo desde la ventana.
El
inspector Torreira se retiró conforme. Una entrevista con muchas puntas. Un
hombre de buena presencia, afable, educado. Seguro de sí. Contestó las
preguntas como si las hubiese estado esperando. Comenzó a atar cabos. Le
pareció que rengueaba. Por lo menos que arrastraba el pie izquierdo.
La capital te atrapa
Creo que fue ese verano por febrero, cuando al viejo se le puso entre ceja y ceja que teníamos que venir a vivir a la capital. No sé que bicho lo habría picado, pero lo cierto fue que no hubo manera de hacerlo desistir de la mudanza. Él se vino primero a buscar trabajo y casa, cuando consiguió todo fue a buscarnos. Y un viernes de marzo a la hora de la siesta con el Nando, en un mar de lágrimas, nos despedimos de todos. Nunca creí que pudiese llegar ese día. Allí, en la estación del ferrocarril, estaban mis tíos, mis primos, los vecinos y mis amigos: Marcelo, Gardelito, el armenio Boruc, el rengo Julio, el Gonchi, el Negro Vidal, el Luis Alberto y Carmencita. Les prometí llorando que todas las vacaciones las iba a pasar con ellos. El jefe de la estación hizo sonar la campana, la locomotora echó al aire una bocanada de humo negro y el ferrocarril comenzó a moverse lentamente sobre los rieles. Carmencita, sin dejar de mirarme, comenzó a correr por el andén junto al ferrocarril que se alejaba. Sin saludar, sin sonreír. Tan sólo mirándome. Sin comprender porqué me iba. Y su imagen se fue achicando, se fue perdiendo y se quedó en la estación. Adiós.
En la boda de mi prima nos volvimos a encontrar. Cuando llegué al salón de fiesta todo era alegría, música y brindis. Busqué esperanzado a Carmencita entre mis amigos que bailaban, pero no se encontraba allí. De pronto la vi llegar. No oí la música. Desapareció la gente. Sólo tuve ojos para ella. Estaba más linda que nunca, la felicidad brillaba en sus ojos y la envolvía en una áurea de serenidad que la hacía aún más hermosa.
Ada Vega, edición 1997 -
miércoles, 16 de diciembre de 2020
Los hermanos Belafonte