Ada Vega, edición 2001 -
viernes, 25 de junio de 2021
Bailemos
Ada Vega, edición 2001 -
jueves, 24 de junio de 2021
En los tiempos del Zeppelin
El 30 de junio de 1934 quedó para siempre impreso en mi memoria. Aquel día de invierno de cielo translúcido, sin nubes, ni el viento que suele azotar la ciudad de Montevideo, vi al Graf Zeppelín al regreso de Buenos Aires, sobrevolar mi casa en la Villa del Cerro. Entonces la Villa era apenas un cerro agreste con algunas viviendas y comercios sobre la calle Grecia, y edificaciones ocupadas por saladeros, frigoríficos e industrias del ramo cárnico. Mi casa se encontraba en lo alto del Cerro. Sólo el faro cuya construcción en la cumbre había sido dispuesta por la corona española, cien años atrás y la fortaleza, la superaban en altura. En 1834 el gobierno de la época otorgó el permiso para crear una población con el nombre de Villa Cosmópolis, para recibir y dar lugar a los miles de inmigrantes que llegaban de Europa, adoptando luego el nombre de Villa del Cerro. Mi padre, que había sido peón en una estancia cimarrona del interior del país, se radicó en Montevideo cuando la estancia fue vendida a una familia de Estados Unidos con capitales en el Frigorífico Swift, quienes a su vez le dieron trabajo en dicha empresa. Se estableció por lo tanto en un alto de la Villa y se casó con una joven vecina descendiente de lituanos, quién luego sería mi madre.
Solitario y hosco me crié entre los pájaros de los montes, la pasión de recorrer las playas y la costumbre de rezarle al sol. Incansable caminador bajaba hasta la costa y recorría la cadena de playas que se extendía interminable hacia el oeste, juntando tesoros que guardaba ocultos bajo un árbol centenario: puntas de flechas, casquillos de balas, cuchillos herrumbrados, la quijada de un puma, y un crucifijo de madera carcomida, con un cristo claveteado, de plata de ley.
Recogía objetos que las olas dejaban sobre la arena, de barcos naufragados del tiempo del coloniaje: monedas antiguas; enseres de metal; pedazos de tazas y platos de loza pintados con flores de colores; palos y restos de velamen.
Me cautivaba en los atardeceres, observar la entrada del astro rey en el mar, y contemplar en las noches, de espalda sobre la gramilla, el paso de la luna y su séquito de estrellas.
Criado en aquel otero cerril de animales montaraces y montes silvestres, conversaba con los animales del monte y también con los que se criaban en las chacras. Revolucionario y justiciero de alma, conocedor del destino de las aves de corral, solía reunir a las gallinas para disertar sobre el tema de ir a parar a la olla en cualquier momento, por lo que las alentaba a no pasarse el día picoteando el suelo, tragando todo lo que encontraban, sino tratar de perder peso e intentar vuelos cortos, a fin de volar un día como las garzas y las cigüeñas que cada primavera llegaban por miles a empollar en las riveras del Río de La Plata. Pero las gallinas fueron desde siempre muy haraganas, de modo que me escuchaban sin interés y se iban una tras otra pues se venía el atardecer y había que ir acomodándose en el palo del gallinero. Un día, Pedro, un gallo viejo de la familia D’Amore que tenían una quinta detrás del Cerro, cerca del Campo de Golf, me dijo que no gastara pólvora en chimango y dejara a las gallinas vivir su vida. Que las pobres no habían nacido para volar —puntualizó—, que ellas estaban conformes con su destino. No necesitaban emigrar pues todo lo que necesitaban lo encontraban en el gallinero: dormían bajo techo, recibían comida diaria sin necesidad de andar buscando por ahí, se acostaban temprano y nadie las obligaba a madrugar. Por lo tanto dejé la cátedra revolucionaria de lado y seguí haciendo nada, mientras recorría la costa y me bañaba en las aguas del río, entre las lisas plateadas que alegres y confiadas saltaban a mí alrededor.
Aquel día de junio, al descubrir en el cielo el dirigible alemán, lo primero que se me ocurrió fue manotear la honda para bajarlo de una pedrada. Fue mi padre, que había salido de la casa para ver el pasaje de la nave, quien gritó a tiempo que me detuviera, pues podía dar en el blanco — dijo—, y hacerle un boquete que lo desinflaría forzándolo a aterrizar sobre el almácigo de cebollines, obligándolo de ese modo a permanecer allí hasta que lo emparcharan, mientras los extraños que llevaba en la barriga, quién sabe por cuánto tiempo deambularían por el Cerro y la fortaleza molestando a los vecinos. De todos modos yo estaba empecinado, quería bajarlo a tierra para ver qué había dentro del globo, no podía creer que, como decía mi padre, dentro de la nave hubiese gente de paseo por el mundo. Por lo tanto quedé refunfuñando mientras el Zeppelín sobrevolaba la bahía y el puerto, para perderse más allá del Centro de Montevideo sin haber pisado suelo uruguayo, ni a su ida ni a su vuelta de Buenos Aires. Me quedó una ojeriza que nunca pude ocultar. Esperé por años volver a ver el dirigible pues, si había venido una vez —le decía a mi padre— lo lógico sería que volviera como volvían los hidroaviones de Causa, que atravesaban el cielo dos veces por día, para acuatizar en el aeropuerto junto al Nacional de Regatas. Estaba convencido de que el globo con forma de cañón, volvería un día brillando al sol como aquel 30 de junio. Mi espera fue en vano. El Graf Zeppelín, orgullo de la Alemania nazi, nunca volvió. Según se dijo entonces, seis años después de su paso por Montevideo, fue desguazado por los alemanes para utilizar su metal en la construcción de armas bélicas.
El avistamiento del dirigible pautó en mí el principio de una vida plagada de aventuras sin salir de ese Cerro de Montevideo, que fue creciendo para convertirse en una ciudad dentro de otra ciudad. Una ciudad cosmopolita, con una enorme riqueza de costumbres, idiomas y religiones.
El pasaje del Zeppelín, me dio a conocer la existencia de otro mundo más allá del Río de la Plata, más allá del horizonte donde cada atardecer veía ocultarse el sol.
En mis correrías de niño, la curiosidad me llevó a visitar las casas de los vecinos que poco apoco iban poblando las laderas de la villa. Familias recién llegadas que no hablaban como nosotros, y se comunicaban con señas. Personas venidas de Dios sabe dónde que, chapuceando y a los golpes, comenzaron hablar español y comunicarse con bastante soltura. En ese intercambio de idiomas y costumbres fui conociendo historias y relatos de otras tierras, que enriquecieron mi mente y le abrieron caminos a mi imaginación.
Un verano a la villa se mudó una familia árabe, el señor Farid con su esposa y tres niñas. El hombre usaba babuchas y zapatos con las puntas hacia arriba. Las niñas andaban de vestidos largos y pañoletas que les cubrían la cabeza. Al principio tuvieron problemas porque las más pequeñas debían ir a la escuela, pero no con la cabeza cubierta sino de túnica y moña. De manera que por la mañana se vestían con túnica y al regreso de la escuela volvían a sus vestidos largos y sus pañoletas. Cuando llegaron al barrio hice amistad con la familia y así me enteré que la hermana mayor había dejado un novio en Tabuk, que prometió venir a buscarla para formalizar el matrimonio. Los padres de la joven no estaban de acuerdo y esperaban que los dos olvidarán aquel amor. Pasó el tiempo, y una de esas noches en que recostado a la fortaleza observaba el flujo y reflujo de las olas, observé que volando sobre el mar se acercaba algo semejante a un pájaro enorme con las alas extendidas. No era un pájaro, al aproximarse comprobé que era una alfombra apenas iluminada. La alfombra aterrizó junto a la casa de Farid de donde descendió un joven de turbante y capa con pedrerías, ayudó a la hermana de las niñas árabes subir y ambos, abrazados, desaparecieron bajo el cielo y sobre el mar sin dejar rastro. Aunque me pareció extraño no me llamó la atención, ya sabía que desde el cielo a parte de la lluvia, se podía ver flotar, caer o pasar cualquier artefacto por extraño que pareciera. Al otro día, pese a que los padres estaban desesperados buscando a la joven, no di información sobre lo que había visto. Un tiempo después, ya casada, la joven volvió a su casa del Cerro a ver a sus padres y contó cómo su prometido había venido a buscarla una noche sobre una alfombra. Algo que a los vecinos les costó creer, pues si bien las alfombras mágicas eran conocidas surcando los cielos de Arabia, nunca supo nadie de que en Uruguay se usara esa modalidad habiendo en ese tiempo trenes, automóviles y aviones donde se podía viajar sentado, sin que a uno lo despeinara el viento.
La cadena de playas que se extienden más allá del Cerro se encontraba en aquellos días cerrada de montes enmarañados. En esos montes a orillas de la playa, de la caza y de la pesca, vivía Athan un viejo asceta que según él mismo contaba, llevaba tantos años vividos que había perdido la cuenta. Habitaba esos montes —decía—, desde antes de la llegada de los españoles y antes de que los charrúa bajaran hasta el Río de la Plata. En mis caminatas por la costa me había hecho amigo del viejo que entre idas y venidas me contaba historias sorprendentes.
Cierto atardecer, sentados en la arena, mientras preparaba las redes que tiraba al anochecer, me contó que en la época de las colonias, muchos barcos cargados de monedas y oro del Perú, quedaron atascados en los arrecifes y se hundieron, llevándose con ellos sus tripulaciones. Me contó también que durante años, en las noches de tormenta entre truenos y relámpagos, más de una vez había visto los espíritus de viejos marinos que, cargando picos y palas, surgían del mar, atravesaban la arena y se internaban en los montes en busca de los tesoros que alguna vez enterraron. Llegaban en noches sin luna y regresaban al mar, antes de que el sol despuntara.
Un diciembre, cinco años después del pasaje del Graf Zeppelín, volví a ver la esvástica desde mi puesto en la fortaleza del Cerro, entrando al puerto de Montevideo.
Fue en los inicios de la segunda Guerra Mundial, cuando el acorazado alemán Graf Spee, se enfrentó a tres cruceros ingleses en la llamada Batalla del Río de la Plata,
El Graf Spee, que había zarpado de Alemania en agosto de 1939, llevaba hundidos nueve barcos mercantes cuando se dirigió a las cercanías del Río de la Plata para atacar a los barcos británicos que se abastecían en esta costa. Los tres barcos ingleses lo persiguieron, lo encañonaron y le lanzaron torpedos antes de alejarse. De modo que el Graf Spee abandonó el combate y se dirigió al puerto de Montevideo a fin de reparar los daños. El gobierno uruguayo le dio un plazo de 72 horas. Mientras el Graf Spee era reparado. Su capitán enterró a sus muertos en el Cementerio del Norte, los heridos fueron llevados al hospital Británico y los más embarcaron en el Tacoma, con destino a Buenos Aires, barco mercante alemán, que se encontraba en el puerto de Montevideo, quien escoltó al "acorazado de bolsillo" hasta apenas pasado el límite internacional. Allí, el Admiral Graf Spee viró al oeste y echó anclas entre el Cerro de Montevideo y Punta Yeguas donde se inmoló mediante la detonación de explosivos.
Durante 3 días, desde la fortaleza del Cerro, vi arder a quien fuera considerado el más moderno buque pesado de la Alemania Nazi.
Poco tiempo después de la batalla del Río de la Plata, la familia D’Amore vendió la quinta y se fueron del Cerro. No volví a ver aquel gallo viejo y sabio que me enseñó tantas cosas de la vida. Era un gallo con una cresta grande y roja, un manto de plumas doradas sobre su plumaje colorado, y una cola de plumas grandes y arqueadas, azules, verdes y púrpuras, que brillaban tornasoladas al sol. Cuando lo dejé de ver tendría 9 años, no viven mucho más. Emitía un canto puro y potente. Cantaba al amanecer, al mediodía, al atardecer y a media noche. Él iniciaba el canto en el Cerro al amanecer y al atardecer, los gallos de los alrededores le contestaban uno a uno, pero ninguno cantaba con su potencia y musicalidad. El gallinero de la quinta de los D’amore, tenía un techo de chapas acanaladas con un alero más elevado, allí se subía a cantar. Cuando yo andaba por allí, de recorrida, él abandonaba el gallinero y conversábamos bajo los árboles del monte. Siempre supe, que mucho de lo que me contaba no era cierto, que era un gallo muy fantasioso y de inventar historias, de todos modos era agradable escucharlo. Cuando empecé el liceo, mis compañeros se burlaban de mí porque no creían que yo hablaba con los animales y además no sabía fumar. Esto me daba bronca y vergüenza. Un día se lo conté a Pedro y me dijo que llevara hojillas y tabaco que él me iba a enseñar. Así que un día llevé tres cigarros armados y se los mostré, me dijo cómo tenía que aspirar y tragar el humo, le expliqué que no sabía tragar el humo, opinó que tenía que aprender porque si no parecería una chimenea y eso no era fumar, dijo.
Me llevó un tiempo aprender a tragar el humo,, mientras tanto le pregunté un día por qué él no fumaba, me confesó que había fumado cuando joven, pero que había dejado el vicio porque le afectaba la garganta y le enronquecía el canto.
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Cuando en el 45 terminó la guerra en Europa, todo el Cerro festejó. Los árabes, los sirios, los lituanos, los armenios, los griegos, los italianos y los gallegos. Durante varios días el Cerro se vistió de fiesta. En esos día me enteré que la familia D’Amore, había vendido la chacra y se había mudado para Lezica. Fui corriendo a ver a Pedro, pero en el lugar no había gallinero, ni gallinas ni vi a Pedro nunca más.
Por mucho tiempo desde mi casa escuché su canto cuatro veces al día, aunque mi padre decía que el que cantaba sería otro gallo. Que era imposible que en el Cerro, se pudiera escuchar a un gallo cantando en Lezica. De modo que llegué a pensar que tal vez estuviera en los montes junto a la playa. Varias veces salí a buscarlo y a pesar de que nunca lo encontré, por mucho tiempo su canto llegó a mis oídos.
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Años después de avistamiento del Zeppelín, por las calles del Cerro conocí al Dios Verde, un solitario predicador vestido de túnica como Jesús, que descalzo y apoyado en un cayado recorrió por años todo el Uruguay predicando por la salvación del alma. Una tarde ascendiendo por la calle Viacaba me encontré con el místico que disertaba con una Biblia en la mano. Después, ya anochecido, subimos juntos hasta la fortaleza donde, recostado a un antiguo cañón, que apunta hacia la ciudad, me habló de Dios, de la salvación del alma, de los pecados de los hombres, de que, previo arrepentimiento, Dios perdona. Y me aseguró también, que el Cerro de Montevideo, es un volcán dormido.
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Ochenta años después, recostado a la Fortaleza, de espaldas a la Bahía y a la Ciudad de Montevideo, veo hundirse el sol en el horizonte.
Ada Vega, edición 2014 -
domingo, 20 de junio de 2021
Hasta las seis y cuarto
Me alegró verlo de vuelta en casa. En ese momento el sueño se desvaneció. Él me extendió los brazos y me refugié junto a su pecho.
—Qué te pasa, mamá. Qué te preocupa.
viernes, 18 de junio de 2021
Blanquita por siempre
Blanquita era una morena de manos chiquitas y risa contagiosa. Blanquita era el guiso canario y el arroz con leche, el mate con tortas fritas y el dulce de boniatos. Blanquita era el sol. La inquieta llamita que calentaba los inviernos, cuando el viento golpeaba las ventanas de mi casa, junto a un arroyo Miguelete todavía no contaminado y la calle Islas Canarias se llamaba Ganaderos.
Blanquita era la ternura habitando mi casa. La que nos bañaba cantando, nos limpiaba los mocos, nos amenazaba con una alpargata y nos contaba cuentos de negros guerreros, nos hacía merengues al horno y buñuelos de manzana. Blanquita era nuestra infancia y nuestra adolescencia. Nuestra compinche. Inapelable juez de nuestras disputas de hermanos y abogado defensor a muerte de todas nuestras diabluras, cuando enfrentábamos alguna penitencia o pérdida de postre.
Blanquita con olor a canela. Blanquita nuestra. Única. Blanquita por siempre, así en la tierra como en el cielo.
Blanquita era mamama. Así le decía Andrés el más chico de mis hermanos. Y creo que fue ese mamama que la hizo quedarse para siempre con nosotros, ponerle una tranca a su corazón para el resto del mundo y entregarnos su amor, su tiempo y su vida.
Por aquellos años vivíamos en el Prado Norte, del otro lado del arroyo Miguelete, en una vieja casa con jardín enrejado al frente y un enorme fondo con frutales. En ese fondo pasó nuestra infancia. Mi padre era un médico pobre. Trabajaba en el Hospital de Niños y atendía en casa cobrando poco y nada, en un consultorio armado con sencillez en una de las piezas del frente.
Había comprado esa casa con el dinero de la venta de un campito que su padre le dejara como herencia. Allí nacimos y crecimos mis hermanos y yo; en aquella vieja casa por cuyas paredes se entrelazaban las enredaderas, las santarritas y las madreselvas, envueltas en el perfume de la dama de noche, el canto de los grillos y el titilar de los bichitos de luz.
Blanquita vino de Florida mandada por mis abuelos, los padres de mamá para que le diera una mano con mi hermana Elenita recién nacida. Y mamá, que aún no había cumplido los dieciocho años, le pasó el mando del hogar. Blanquita gobernaba con equidad salvaguardando siempre el lugar de mi madre, obligándola muchas veces a ocupar su sitio de señora de la casa que ella descuidaba.
Para no pagar una enfermera, mi madre había hecho un curso de enfermería en la Cruz Roja y trabajaba mucho con mi padre. Además, no le interesaban los compromisos sociales con el fin de figurar. De modo que Blanquita nos adoptó a todos. Formó parte de nuestra familia y pasando por alto que mi padre se reconociera ateo, nos enseñó a rezar, nos leía la Historia Sagrada y en su momento, opinó que deberíamos concurrir a un colegio católico. Y así fue, alrededor de los siete años fuimos cada uno tomando la Comunión. Mis hermanos con sus trajecitos azules, moña blanca en el brazo y guantes. Mis hermanas y yo, con largos y muy trabajados vestidos blancos y velos como de novias. Los preparativos eran todo un acontecimiento. Principalmente para Blanquita que acompañaba a mi madre al London – Paris a elegir y comprar nuestros vestidos y trajes. Pero fue cuando nació Andrés que Blanquita se hizo imprescindible.
Mamá tuvo un parto prematuro muy complicado que la hizo quedarse en cama casi tres meses. Por lo tanto, mi padre puso a Andrés en los brazos de Blanquita. Brazos que se hicieron cuna y muralla, creándose entre ellos una comunicación mágica. Sus corazones y sus mentes se fundieron. Se entendían con sólo mirarse. Blanquita sabía de antemano todo lo que le iba a suceder a mi hermano. Y Andrés, que fue un niño muy travieso, era protegido, defendido y adorado por Blanquita, detrás de quien se escondía cuando mamá lo rezongaba por alguna de sus bandidiadas. De manera que cuando empezó a hablar, la llamó mamama y ella, a su vez, le decía: mi niño.
Recuerdo una tarde en que estábamos jugando en el fondo de casa. Andrés, que se había subido a un árbol, se le quebró la rama donde estaba a caballo y se cayó. Un instante antes de quebrarse la rama Blanquita salió de la cocina corriendo y gritando: ¡Andrés! Yo era muy chica pero noté algo extraño. La oí gritar y la miré, antes de que se quebrara la rama y mi hermano se cayera. Andrés no se lastimó pero aprovechó la oportunidad para mimosear, dejar que Blanquita lo llevara en brazos y lo consolara en la cocina con algún dulce. Esas cosas, incomprensibles para nosotros, pasaban muy seguido y naturalmente entre ellos.
Un día, siendo todavía un niño de pocos años, mientras almorzábamos reunidos en la mesa del comedor, Blanquita al dirigirse a mi hermano le dijo: padre Andrés. Todos la miramos. Él no la oyó o no entendió y nadie le dio importancia al hecho. Años después, cuando casi al finalizar sus estudios secundarios anunció su deseo de ser sacerdote, mis padres se sorprendieron. Nosotros no entendimos mucho y Blanquita se sonrió. Creo que supo de la vocación de mi hermano antes de despertarse en él, el llamado de Cristo.
Andrés se ordenó sacerdote y estuvo dos años en Neuquén en la República Argentina. Cuando volvió nos dijo que lo habían designado para un pueblito en Italia por unos cinco años. La tarde que vino a despedirse Blanquita le dijo que volverían a verse antes de que ella muriera. Andrés la abrazó y le dijo: mamama, me voy por cinco años, no para siempre. Ella le contestó que lo esperaría.
Mi hermano no volvió a los cinco años. Hacía ocho años que se había marchado cuando Blanquita se enfermó. Fue una enfermedad larga y sin esperanza. Todas las noches ella y mamá rezaban el Rosario. En los últimos días mamá rezaba sola y en voz alta, pues Blanquita casi no hablaba. Una noche, en medio de un Ave María, llamaron a la puerta. Blanquita abrió los ojos y le dijo a mamá: Andrés. Mamá fue corriendo a abrir y allí estaba él. Como obedeciendo a un llamado, había volado desde un lejano pueblito de Italia sólo para despedir a su mamama.
Mi hermano entró al dormitorio de Blanquita. Se arrodilló junto a la cama, besó la cara mojada de lágrimas de la morena que guardó el último suspiro para esperarlo y, en un susurro decirle:
—Bendición mi niño.
—Mamama, mamama —le dijo mi hermano, apretando entre las suyas las manitas chiquitas de aquella negra que tantas veces lo acariciaron, aquellas manitas que lo recibieron cuando nació, las manitas que se despedían para siempre de su niño Andrés.
—Ego te absolvo, de los pecados que nunca cometiste y te bendigo, en el nombre del Padre, vas a conocer la gloria de Dios primero que yo, y del Hijo, espérame en el cielo, mamama, y del Espíritu Santo, como me esperaste en la tierra. Amén.
Ada Vega , edición 2004 -
miércoles, 16 de junio de 2021
MILICO
Con Miguelito nos criamos juntos. Vivíamos en el mismo barrio y en la misma calle. Tenía uno o dos años menos que yo. Era el más chico de cinco hermanos: cuatro varones y Juanita, mi amiga. Miguelito era mimoso y mal criado. Se pasaba fastidiando y no nos dejaba jugar tranquilas. Casi siempre teníamos que andar cuidándolo para que no se cayera y se lastimara. Los hermanos varones no querían jugar con él porque era muy chico y al final terminaba siempre jugando con nosotras.
El padre, que estaba empleado en el Frigorífico Artigas, se llevó a trabajar con él al mayor de los varones, antes de que el muchacho cumpliera los catorce años. Los otros dos hermanos, más o menos a la misma edad, entraron en la Fábrica de Vidrios. Pero a Miguelito no le gustaba trabajar, era medio vago, ningún trabajo le venía bien.
Un día el padre se lo llevó con él al frigorífico como había hecho con el hermano mayor, para que fuera conociendo el trabajo. Se fueron los tres de madrugada. Cerca del mediodía lo trajeron blanco como un papel, con los ojos desorbitados, vomitando y medio muerto de susto. Le explicaron a la madre que cuando vio las reses colgadas, la sangre, las tripas, los hombres faenando con los enormes cuchillos: se desmayó. Sin duda el trabajo del frigorífico no era para Miguelito.
Le llevó un tiempo reponerse del susto. Lo perseguían los ojos de las vacas muertas y por las noches no podía dormir. Dejó de comer carne hasta que, pasado de arroz y verdura volvió a los churrascos, al asado y a los chorizos. De todos modos tenía que trabajar en alguna parte. Estaba llegando a los diecisiete años y el padre no lo quería en la casa. Los hermanos lo llevaron a la fábrica donde ellos trabajaban.
No. Tampoco. Le dijo a los hermanos que se podía equivocar y en vez de soplar el vidrio para afuera hacerlo para adentro y formarse una botella en la barriga. En vano le explicaron que ese trabajo sólo lo realizaba personal especializado, que él sería derivado a otra sección. No hubo caso. Plantado en una decidida negativa les dijo que allí adentro hacía mucho calor, que se podía quemar con esos hornos tan grandes o cortar con tanto vidrio. Los hermanos se enojaron, le dijeron que era un maricón y que se buscara trabajo él solo, que era un vago y un inservible. Y Miguelito se volvió a su casa antes del mediodía, a tomar mate con "pancongrasa".
El padre de Miguelito levantó presión. Hizo lo único que le quedaba por hacer. Para evitar que anduviera de vago por la calle y un día fuese a parar a la comisaría, lo llevó de entrada y lo metió de milico en la 19.
¡Milico! A los hermanos no les cayó muy bien eso de tener un hermano policía. Pero el padre que era amigo del comisario, sabría lo que hacía. Se conocían de Treinta y Tres de donde habían venido siendo muchachos, y le prometió cuidar a Miguelito que quedó para hacer mandados y alguna recorrida por nuestro barrio. Heredó el uniforme de un policía muerto, tres talles más grande que el suyo y una gorra que se le caía encima de los ojos, pero que él se acomodaba a un costado y se sentía un alférez de la Fuerza Aérea.
Le habían dado un pito de metal que se colgaba del cuello como un juez de fútbol, con el que corría a los gurises que jugaban a la pelota en la calle. Otras veces se lo ponía en el bolsillo y, con la gorra bajo el brazo, se entreveraba con ellos en algún picadito. Después se recomponía, tocaba el pito y se terminaba el partido. Hacía la recorrida por el barrio todas las tardes, pero no tenía una hora determinada, creo que el comisario lo mandaba a la hora exacta en que ya no lo soportaba más.
Y él venía al barrio contento, tomaba mate con los vecinos, lo convidaban con tortas fritas, y se quedaba en la esquina con los muchachos a fumar y hablar de fútbol. Jamás desenfundó el revólver ni permitió que se lo tocaran. “Con las armas no se juega, son cosa seria”, y aparte él “era la ley”. Protegido por el comisario, nunca actuó en un hecho de sangre o de riesgo. Miguelito jugaba a ser policía. Había dado con el trabajo justo para él. Se pasaba el día en la calle y aunque nunca fue corrupto, era un milico cegatón. Alguna cosilla no veía y alguna otra esquivaba. Cosas menores, sin importancia, una gallina que cambiaba de dueño, algún vidrio roto por una pelota. Pavadas. Miguelito era feliz. Y nosotros también. Era lindo verlo pasear por el barrio con su cachiporra en la mano, que sólo usaba para enderezar su gorra cuando se le caía sobre un ojo.
Nadie sabe a ciencia cierta que andaba haciendo Miguelito por Belvedere la tarde del tiroteo. Unos malandras con prontuario groso habían copado una casa y, alertada la policía, los tenía cercados mientras se batían a tiros. Miguelito no estaba en el procedimiento. Pasaba de casualidad por la esquina cuando uno de los copadores, agazapado en la azotea, vio el uniforme y le apuntó, dándole en la mitad del pecho. Miguelito murió sin saber por qué moría.
Toda La Teja lo lloró: Los muchachos callejeros, los chorritos, los canillas, los trabajadores y las vecinas. Y a pesar de los años que han pasado, guardo vivo el recuerdo de aquel Miguelito mimoso que teníamos que cuidar para que no se cayera y se lastimara. Aquel Miguelito vestido de milico, comiendo una torta frita mientras hacía la ronda. Aquel Miguelito que una tarde en Belvedere: “Cayera abatido en un trágico episodio, cumpliendo con su deber de defender la Ley y el Orden...”
Ada Vega, edición 1996 -
martes, 15 de junio de 2021
Casamiento accidentado
Había
amanecido lindo en mi pueblo, el sábado aquél en que se casaba m’hijo, el
menor. El sol tibio de abril, acariciaba manso las calles angostas, las casas
bajas. Se filtraba como con timidez entre las ramas ya casi secas de los
árboles, en la plaza principal. Asomando entre los cerros arrancaba reflejos
dorados del campanario de la iglesia y hacía brillar los botones del uniforme
del cabo, en la puerta de la comisaría. El día despertaba augurando felicidad.
Los
preparativos del casamiento habían llegado a su fin. ¡Gracias a Dios! Porque
hacía como seis meses que la patrona y mis gurisas no daban la ida por la
venida con los arreglos del eminente acontecimiento. Que los regalos, los
vestidos, el traje del muchacho, la iglesia, ¡la fiesta! Me he pasado firmando
boletas de crédito. Diga que en el pueblo todo el mundo me conoce y me da fiado
¡que si no! Pero era el gusto de mi mujer y era el primer hijo que se nos
casaba.
Pensar
que yo me casé con la madre de mis hijos por atrás de la iglesia. Digamos que
me la robé, entonces yo tenía dieciocho años y ella dieciséis. Después
formalizamos, cuando los mayorcitos iban a empezar la escuela. Pa´que tuvieran
mi apellido, sabe, como manda la ley. Por la iglesia no, nunca nos casamos. El
cura decía que estábamos en pecado, que pa´casarnos teníamos que confesarnos y
arrepentirnos. ¿Qué íbamos a confesar, si todo el pueblo sabía que vivíamos
juntos? ¿Y de qué nos íbamos a arrepentir, si habíamos sido felices? Dios nos
habrá perdonado ¡nos mandó siete hijos! Si vinieron como penitencia ¡pa´
nosotros fueron un regalo!
Siete
muchachos criamos: cinco gurisas y dos varones. El mayor y el menor
¡mire usted! Las dos puntas. Y el punterito chico rompió el cepo. Yo al
principio me opuse:
—¡No
señor, qué casorio ni casorio, es muy gurí, tiene tiempo, que viva
un poco primero! ¡Tiene tiempo!
Pero
no hubo caso, el amor es así, cuando prende, prende. Y la madre que lo apoyaba:
—No
es ningún gurí, ¿vos ya te olvidaste? Cuando nació el primero vos no habías
cumplido los diecinueve ¡igual que tu hijo ahora!
Y
¿qué iba hacer? ¡Que se case entonces! ¡Quiera Dios sea feliz como yo fui con
su madre. Pero ahora la cosa está fiera, no es como antes, nosotros no teníamos
nada, ni esperábamos más de lo que teníamos. En esta casa vivimos siempre. Aquí
nacieron todos mis hijos. Pero ahora ¡hasta televisión color quieren los
muchachos!
Bueno,
la cuestión era que el día del casamiento iba pasando, de tarde venía el juez a
casarlos en casa y de tardecita se casaban en la iglesia. Ya estaba todo
pronto, la casa llena de gente —yo no sé de dónde había salido tanto invitado—,
el juez en el comedor y los novios de la manito, de pie frente a él. ¡Cuando
sucedió la hecatombe!
Abriéndose
paso entre los invitados, una morena joven con dos negritos de la mano y uno en
los brazos ¡que eran una gloria! Paró el casamiento.
Dirigiéndose
al juez le dijo que el casamiento no se podía efectuar, porque el muchacho que
se casaba era el padre de esos tres gurises. Y ahí nomás se suspendió el
casamiento civil. Le juro que no me quiero ni acordar. Mire, entre los
desmayos, los gritos, los empujones, ¡fue un infierno aquello! La novia agarró
a sopapos al novio que parecía que no entendía nada de lo que estaba pasando.
El juez, yo y mi compadre, el Nacho, tratamos de calmar el relajo que se armó.
Lo conseguimos a medias. La novia llorando a mares, no quería saber de nada,
m´hijo o no sabía nomás lo que pasaba, o se había vuelto loco. Andaba como
perdido. Yo lo agarré de un brazo y lo enfrenté a la morena.
—¿Conocés
esta mujer? —le pregunté indignado.
—Yo
no la conozco, ni sé quién es —¡me dijo delante de ella! ¡Qué
indecencia, negar así a su propia mujer, a la madre de sus hijos! Sentí un
dolor en el pecho, comprobar en mi propio hijo esa falta de dignidad, negar
todos los principios que le enseñamos con la madre, yo…
—¿Quién
es este hombre? —dijo la morena.
—Cómo
quién es? ¡Es el padre de tus hijos! —le contesté.
—¿Qué
dice? ¡El padre de mis hijos es su hijo!
—¿A
sí? ¿Y éste quién entonces? ¿No es m´hijo?
En
medio de semejante lío, viene como del fondo de casa el Hugo, m´hijo mayor, que
andaba en la organización de la fiesta de esa noche, ve a la morena y le dice,
mientras toma en los brazos al niño que ella cargaba y acaricia a los otros
dos.
—¡Tina!
¿Qué hacés acá?
—Me
dijeron que te casabas…
—¿Yo?
—Me
dijeron…
Él
le dio un beso y le dijo:
—Zonza,
yo ya me casé contigo.
—Entonces
vos… —le dije al Hugo.
—Sí
papá, yo hace años que tengo mujer, que vivo con Tina. No sé, al principio no
dije nada, después el tiempo fue pasando, siempre esperando que se diera una
oportunidad, esas cosas ¿vio? Pero bueno, ahora ya lo sabe. Tina es mi mujer y
estos son sus nietos.
Hubo
que ir a buscar a la novia y a los padres para seguir con el casorio. El juez y
los invitados no se habían ido esperando para ver como terminaba
el lío. Al fin los muchachos se casaron por el juez y de tardecita
fuimos todos a la iglesia.
Mientras
el cura les hablaba a los novios yo, que era el padrino , miré para la primera
fila de bancos. Mi mujer con el negrito más chico en los brazos, lloraba,
pienso que sería por la emoción de la boda. Nunca le pregunté. Tina y el Hugo
con los dos negritos de la mano, sonreían felices y enamorados. Yo me puse a
pensar que a ellos habría que armarles casamiento y bautismos. Me gustó eso de
tener tres nietos de golpe. Clavado que el Hugo ya los habría hecho hinchas de
Peñarol! Si, otro casamiento en puerta.
Había amanecido lindo, en el pueblo, el sábado aquel de abril.
viernes, 11 de junio de 2021
Añoranzas
De un tirón firme en la chaura, dejó al trompo bailando sobre la cuadriculada
vereda gris. Permaneció un momento observando sus giros y balanceos, y luego se
arrodilló, arrimó su mano con el dorso hacia abajo hasta lograr que el trompo,
al girar, subiera entre los dedos y se durmiera bailando en la palma de
su mano. Entonces se puso de pie y levantó la mano a la altura de los ojos,
mostrando a los otros chiquilines que lo rodeaban, su pericia en el arte de
dominar aquel pequeño trozo cónico de madera que seguía bailando
frenéticamente ante su cara risueña.
Erguido como un rey ante sus súbditos mostrando su trofeo. Orgulloso como un
dios pagano, allí estaba de pie, con sus nueve años avasallantes, sus
pantalones cortos y la honda en el bolsillo de atrás; riéndose con su cara
toda, su boca de dientes pequeños, sus ojos verdosos y aquel mechón
de pelo rebelde que le caía sobre la frente. Era un capo entre los botijas del
barrio. El que remontaba más alto las cometas. El que mejor jugaba
al fútbol. Había que verlo pelear a la salida de la escuela, cuando cortaba en
el recreo con alguno de sexto. Era inteligente, pero muy diablo. Aquel
año, no terminó quinto. Un día que por segunda vez no llevó los deberes,
la maestra le dijo:
—Imbécil, y él le tiró con un tintero.
Lo expulsaron. Dijo la Sra. Directora que era un niño muy
díscolo. Que su comportamiento era un mal ejemplo para sus condiscípulos. Que
perdone señora, pero su chico necesita un colegio especial, donde lo
puedan reeducar. Que era un niño muy malo y usted no va a poder con su
vida. Adiós señora, y que Dios la ayude, lo va a necesitar.
La
mamá no le contestó, ella sabía que no era malo. Era bandido. Callejero. Pero
no era malo.
Se
fueron juntos de la escuela, callados, ella cada tanto suspiraba, él
la miraba a hurtadillas queriendo abrazarla y decirle cosas como:
—Mamá
te quiero mucho, no te pongas triste, yo, yo a veces no sé por qué me
porto mal, no sé, yo quisiera ser el mejor de la clase, el mejor del mundo para
que vos estés contenta, pero no sé qué me pasa mamá, de repente me entra como
una viaraza... ¿me vas a poner en un colegio especial? ¿Qué es un colegio
especial, mamá?
Todo eso hubiera querido decirle a la madre, pero caminaba callado con la moña
desatada y la cartera colgada al hombro. Cuando llegaron a la casa la
madre le acarició la cabeza y le dijo:
—Andá,
sacate el guardapolvo y lavate la cara y las manos que vamos a comer. Hice un
guiso con dedalitos y le puse choclos, como a vos te gusta, andá. Y él se
puso a llorar. La madre mientras ponía la mesa pensó en voz alta:
—¡Pobre
Sra. directora, sabrá mucho de alumnos, pero de hijos no sabe nada!
Al año siguiente la madre lo puso en la escuela de varones, porque la
escuela hay que terminarla, para no ser un burro, sabés. Hizo quinto y sexto.
Cuando estaba en sexto, una tarde lo llevaron preso. Estaba jugando al fútbol
en la calle con otros gurises, algún vecino rasqueta llamó a la policía y
vino un guardia civil en una moto con sidecar, lo encontró justo a él con
la pelota en la mano.
Cuando la madre se enteró y llegó a la comisaría ya lo habían pasado para
el asilo. Ella le preguntó al comisario si los milicos de esa comisaría no
tenían más nada que hacer, habiendo tantos ladrones sueltos, que
llevar preso a un menor que jugaba a la pelota frente a la puerta de su casa.
El comisario pasó por alto el comentario y le dijo que fuese a buscarlo al
asilo, que un policía la iba a acompañar. Ella desde su dignidad le dijo:
—No
se moleste, yo voy sola, no necesito acompañamiento.
El tranvía la dejó ante la puerta del edificio donde se leía: “Mi padre y mi
madre me arrojan de sí, la piedad cristiana me recoge aquí”. Habló con el
director y sin darle tiempo a solucionar el problema, salió nerviosa de su
oficina, cruzó un patio embaldosado, buscó al hijo con premura y cuando lo vio
lo tomó de un brazo y lo sacó en vilo.
—¡Manga
de energúmenos! murmuró al pasar, pero al llegar a la puerta de salida se dio
cuenta que el personal del asilo no tenía nada que ver y antes de salir
se disculpó ante el director:
—Disculpe,
estoy muy nerviosa.
—Vaya
señora, vaya, le dijo el director, y a él:
--Portate
bien.
Se
volvieron en el tranvía, la madre preocupada porque tenía que terminar un
vestido para el día siguiente y él abrazado a ella prometiéndole el oro y
el moro y antes de llegar, recostado a su hombro, se quedó dormido.
Una
tarde de ese verano, mientras le probaba una blusa a una clienta, él entró de
la calle por la puerta del fondo, llegó al comedor y le dijo a la madre:
Mamá, y cayó desmayado. Traía un brazo chorreando sangre y un hueso expuesto,
blanqueando hacia afuera. Se había caído jugando al fútbol en el campito y así
se vino agarrándose el brazo y perdiendo sangre por el camino.
Cuatro cuadras corrió la madre hasta el teléfono más próximo para pedir una
ambulancia. Esa noche lo operaron de urgencia. Lleva desde entonces una
cicatriz con forma de T, en su brazo izquierdo. Siguió jugando al fútbol por
todos los barrios de Montevideo y también en el interior. La madre
quería que estudiara, hay que prepararse para el futuro. Lo anotó en la
Escuela Industrial. Pero él era wing derecho.
—¡Qué
sacrificio Dios mío! ¿Qué voy a hacer con este muchacho? ¿Qué te va a dar
el fútbol me querés decir? ¡Te vas a morir de hambre, yo no voy a vivir para
siempre!
Una tarde paró un auto frente a la casa, golpearon a la puerta y un señor le
entregó a la madre una tarjeta con el escudo de Peñarol. Lo habían visto jugar
y lo esperaban para practicar el jueves de mañana. Ella no entendía ni quería
saber de cuadros de fútbol. Le bastaba con saber que debido a ello, el
hijo había estado preso, se había quebrado un brazo, y vaya a saber cuántas
cosas más que mejor que ella ignorara.
Cuando llegó el muchacho la madre le dio la tarjeta y le comunicó lo que había
dejado dicho el hombre. Que hiciera lo que a él le pareciera. El miró la
tarjeta amarilla y negra y dijo:
—¡Ta
loco! ¿A Peñarol voy a ir a practicar? ¡Ta loco! Y la tiró a
un costado. La madre no opinó. ¿Qué te va a dar el fútbol, qué te va a dar...?
De los cuatro hermanos eras el más arraigado al barrio, el más
madrero, el que tuvo siempre más amigos. Y el predilecto de mamá.
Sin
embargo un día fuimos todos a despedirte al aeropuerto. Un pájaro enorme
te llevó al otro lado del mundo. Aquí se quedaron tus Cancioneras de Gardel, y
las fotos de Atilio García. Y tu niñez y mi niñez, y tu adolescencia y mi
adolescencia, y nuestra casa en el viejo barrio. Y allí estás, rodeado de chiquilines,
con tus nueve años y el trompo de madera bailando en tu mano. Yo también estaba
con ellos. Y me sentía orgullosa de mi hermano. ¡Qué inteligente! Qué
hábil. Qué alto remontaba las cometas .Qué bien jugaba al fútbol.
¡Qué
lejos te fuiste un día...!
Y
hoy, que aquella niñez se ha perdido en el tiempo, que la juventud nos ha
dejado de lado y disfrutamos ambos la alegría de ser abuelos, recuerdo tu
primer pantalón largo y como tosías, cuando fumabas escondido tras los
transparentes del fondo
Hubiese
querido que envejeciéramos juntos. Pero sabés, la vida no logró separarnos, siempre
fuiste mi ídolo, mi compinche... mi hermano.
Ada Vega, año editado 1995 -